¿Cuál?

Joaquín Dicenta


Cuento


Se hablaba de un marido engañado y, según costumbre, todo eran burlas para la víctima y plácemes para el burlador.

—No os moféis tan sin juicio de un hombre que ignora su engaño —dijo uno de los circunstantes—; no le apliquéis el astado calificativo. Mejor haríais aplicándoselo al amante de su mujer.

—¿Al amante?… —interrumpió otro de los contertulios con tono de asombro.

—Al amante, sí. En la mayoría de los casos, y cuando el esposo no sabe su deshonra, no es él, sino el amante, quien merece el calificativo.

—¿De veras?…

—De veras. Y para que no tengáis dudas respecto de mis afirmaciones, os referiré un suceso del que fui ridículo protagonista.

—Venga de ahí.

—Allá va —repuso.

Y luego de hacer una pausa, invertida en liar un pitillo, encenderlo, llevarlo a la boca y lanzar al espacio unas bocanadas de humo, nos refirió la siguiente historia que puede titularse como yo titulo este cuento.


* * *


Era yo estudiante; vivía en Madrid, usufructuaba, por el módico interés diario de tres pesetas, una casa de huéspedes y concurría todas las noches al café del Callao, situado entonces en la plaza del mismo título y sustituido hoy por un almacén de géneros de punto.

En clase de puntos, y como precursores de los futuros destinos del establecimiento, frecuentábamoslo, cuando ejercía de café, cinco o seis jovenzuelos que, a puro entramparnos con el mozo, podíamos saborear sendas tazas de agua de achicorias con almidón y azúcar. ¡Dichosos tiempos aquellos en que el paladar y el estómago aceptaban como indiscutible moka aquel brebaje!… ¡Oh, santa candidez de la juventud! ¡Cuánto te echo de menos cuando me dan café con leche y otras cosas por el estilo!…

En una mesa, próxima a la nuestra, tomaban a diario asiento una mujer y un hombre, que constituían la pareja más desigual vista por ojos humanos en el mundo.

Ella era alta, airosa, morena, con los ojos muy negros, los labios muy rojos y los dientes muy blancos; frisaba en los veinticuatro años y tenía la gracia por arrobas y la hermosura por quintales. El hombre parecía un sapo vestido de americana y sombrero hongo. Corto y estevado de zancas, chico y panzudo el cuerpo, groseras las manos, aplastada la nariz, descomunal la boca y saltones los ojos, pusiérasele junto a un charco, diérase a espaldas suyas una voz y es seguro que, tras recogerse sobre las corvas, se zambulliría en el agua, ni más ni menos que lo hacen sus sapónimos al menor barrunto de peligro.

Aquella casi-diosa y aquel casi-sapo constituían un matrimonio canónico civil… y criminal, porque resultaba crimen mayúsculo la unión de hombre tan feo con mujer tan bonita. Pero ¡qué hacer!… La muchacha estaba en la miseria, el sapo tenía catorce mil reales de sueldo y, los catorce mil, fueron entonces para Julia el tesoro ofrecido por el enano del cuento a «La Bella del bosque». Julia casó con don Amadeo y los dos iban juntos todas las noches al café del Callao.

Excuso deciros el efecto que la presencia de aquella hermosísima mujer produciría en el grupo escolar. Todos enfilamos nuestras baterías contra la plaza; todos trabamos amistad con el ridículo marido y a los ocho días éramos sus contertulios y tomábamos asiento en una mesa y hasta permitíamos que nos pagase el café, de vez en cuando, por supuesto.

Poco nos reíamos del pobre señor que sobre feo era tonto de capirote. Estúpido como una carpa y tímido como una liebre, resultaba un predestinado. Yo tuve la suerte de cumplir la predestinación.

Al mes de conocernos, Julia y yo entablamos íntimas relaciones sin que el marido se enterara ni mis compañeros tampoco.

Empleado don Amadeo en una casa de banca donde entraba a las once de la mañana para salir a las seis de la tarde, disponíamos Julia y yo de tiempo sobrado para nuestros goces y estábamos seguros de no ser sorprendidos nunca. El marido salía de su casa a las once menos cuarto y yo entraba a las once y media; él entraba en su casa a las seis y media y yo salía a las seis menos cuarto. Cumplíose el turno de horas rigurosamente; ni una vez dejé yo de entrar y salir a las mías, ni una discrepó él en las suyas… ¡Pobre hombre! De no causar risa hubiese producido lástima.

Así transcurrió cerca de un año; don Amadeo ignorante de su desgracia, Julia feliz con mi cariño, y yo encantado de su hermosura…

Una mañana, serían las doce menos cuarto, acababa yo de entrar en casa de Julia y sentado junto a ella; registraba con ojos curiosos el descote de su bata, en la que por un afortunado descuido había dejado sin abrochar los primeros botones. Julia, apoyando sus preciosas manos en mis hombros, me escuchaba con la cabeza caída hacia atrás… En aquel instante llamaron a la puerta de la calle, situada enfrente de nosotros, y oímos con perfecta claridad la tos asmática de don Amadeo.

—¡Él! —exclamó Julia con espanto.

—¡Él! —murmuré yo con más espanto que ella. Porque aquel sapo, aquel ente ridículo, aquel tío grosero, aquel empleadillo pusilánime de quien me había burlado tantas veces, me inspiraba entonces un miedo invencible. Era el dueño de la vivienda que yo deshonraba; el amo de la hermosura que yo a espaldas suyas poseía, el representante del hogar y de la ley; yo era el ladrón de su honra, el salteador de su ventura y me sentí cobarde, al igual de todo bandolero sorprendido en su obra.

—¡Escóndete!, ¡escóndete! —me gritó Julia todo cuanto puede gritarse con un soplo de voz.

—¿Dónde?

—En cualquier parte… Ahí mismo… Debajo del sofá.

El sofá era muy largo, pero muy bajo; pasé horribles apuros para meterme dentro de él, y apenas había concluido de hacerlo, cuando Julia abrió la puerta y don Amadeo apareció en la sala.

—Me he olvidado unos papeles —dijo sonriendo con bondad suma— y vengo a buscarlos; están aquí, en el cajón del escritorio. Y sacando del cajón el legajo olvidado, lo metió en su bolsillo y se quedó mirando a su esposa.

—¡Sabes que estás guapísima! —exclamó dirigiéndose a ella y cogiendo con sus manos burdas la barba redonda de su mujer—. ¿Qué has hecho esta mañana, chiquilla, para tener esa cara tan hermosa?

Efectivamente; Julia estaba hermosísima; el azoramiento de la sorpresa había coloreado sus mejillas, sus ojos brillaban humedecidos por una lágrima que no se atrevía a brotar; estremecíase su cuerpo nerviosamente, y su pecho, mal encubierto por la desabrochada bata, se alzaba y se deprimía a impulsos de su febril respiración.

—¡Nada, nada, guapísima! —repitió don Amadeo rodeando el talle de Julia con sus brazos y empujándola hacia el sofá.

Así siguió el coloquio. En vano quiso ella interrumpirlo. Don Amadeo juró y perjuró que no se iba sin terminarlo; y el coloquio tuvo que correr todos sus trámites, mientras yo me mordía los puños con rabia.


* * *


Cuando salí de debajo del sofá, cubierto de polvo, aplastado el sombrero, deshecho el traje, pálido el rostro y avergonzada el alma, no miré a Julia; ella no se atrevió a mirarme tampoco… Abrí la puerta, gané de un salto la escalera y me planté en la calle.

Julia y yo no hemos vuelto a vernos jamás…

Y ahora, señores —añadió nuestro amigo—, a ustedes toca responder. ¿Quién estaba allí en ridículo?, ¿quién era el paciente, el resignado, el digno de mofa? ¿Quién merece el calificativo de rúbrica, yo o don Amadeo? ¿Cuál de los dos?


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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