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No obstante ello, los pecadores andaban temerosos en el examen y en la confesión de sus culpas, que aun siendo tan hermoso el porvenir de una bienaventuranza perpetua, no resulta preparación muy grata para realizarlo la de pasarse unos añitos en el purgatorio, socarrándose el alma.
De ahí que los enjuiciados anduviesen acobardadillos y que, a la más insignificante pregunta de Jesús, bajasen los hombres la cabeza, ocultasen las mujeres el rostro entre las manos y temblasen todos con nervioso temblor. Sólo uno de entre ellos permanecía sereno, inmóvil, como seguro de su pureza e inaccesible por consiguiente a las estufas purificadoras del purgatorio.
Era un capuchino. Su cuerpo enjuto, flaco, a tal punto que sobre la tela del hábito se marcaban los huesos; su demacrado rostro, encuadrado por una larga y no muy limpia barba gris; sus ojos hundidos, sus profundas arrugas, sus ojeras violáceas, su aspecto entero, en fin, revelaban una existencia dedicada a la abstención y al ayuno; el martirio de la carne en obsequio del alma, a la castración absoluta de las humanas pasiones y de los terrenos apetitos. El capuchino era seguramente un asceta que pensó en vida mortal en la soledad, y en el rezo impenetrable a las tentaciones del mundo sólo asequible para la virtud y para el bien.
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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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