El Lobo

Joaquín Dicenta


Novela corta



I

En la noche destaca la silueta gris del presidio, edificado junto al mar. Las olas baten el cimiento y salpican los muros.

Los alertas del centinela viajan de garita a garita, amenazando con la muerte a quienes sueñan la evasión. El aire gruñe al entrar en los patios. La niebla se desploma contra el edificio, y se ciñe a él en pliegues chorreantes. Sacudida por el vendaval, da la impresión de una hopa.

Recio es el vendaval. Sus rafagazos aúllan en la atmósfera canciones de agonía. Olas y truenos acompañan las estrofas del viento. Las olas no se ven; se las oye galopando sobre la niebla, rompiendo con gritos de espuma en el rocaje. A veces abre un rayo las nubes. A su luz gallardean los airones blancos del mar.

Dentro del presidio suenan los pisares monótonos del centinela que pasa y repasa frente al portón de hierro; más dentro aún se escucha el viaje de las rondas. Fuera estos, ningún ruido humano estremece aquel mundo aislado del nuestro con triple juego de cerrojos.

El portón abre contra un pasillo. Al frente del pasillo se tiende una reja espaciada con otra. Hay entre ambas hueco sobrado a impedir los garrazos del odio y las caricias del amor. Algo por el estilo existe en las casas de fieras.

El enrejado descubre un segundo portón. Camino ofrece a los interiores del presidio. Al abrirse el portón, quienes acuden de la calle miran avanzar entre brumas a las criaturas del crimen. En aquellas brumas se abocetan caras de ansiedad, brazos temblorosos. Las criaturas de las leyendas infernales asoman en igual actitud por el boquete que1es permite ver el cielo. Aquí es realidad la leyenda.

En el patio, a esta hora de la media noche, desierto, pelean gatazos de ojos relucientes y ratas de hocico respingón. Los gatos maúllan al meter sus uñas en la presa; las ratas se defienden a dentellazos.

En tales embites pierde algún felino la vida. Las ratas mueren por docenas. Las supervivientes huyen con la rapiñada piltrafa a sus agujeros sin luz. Allí duermen, y se reparan, y se ayuntan, mientras impera el día. Cuando adviene la noche tornan al patio a rejugarse contra un desperdicio la piel. También esperan los gatos el advenimiento de la noche, entornando sus ojos amarillos y afilando sus uñas. Es una pelea que no acaba.

La de hoy tomó apariencias de batalla campal.

La marejada cubrió casi por completo el islote donde arraiga el presidio, y obligó a las ratas campesinas a guarecerse en él. Ganaron el patio por las grietas del murallón, por los vanos de las garitas, por los tubos de los vertederos. Mal las acogieron sus congéneres del interior: el hambre era larga y era escaso el botín. A disputárselo iban, cuando la presencia del común enemigo hizo la disputa alianza.

Los gatos cargaron en compacto escuadrón; las ratas opusieron al embite la muralla de sus líneas profundas. Rotos al fin los cuadros, empiezan los combates parciales. Algunas ratas yacen despanzurradas sobre los adoquines; otras huyen, pidiendo asilo a la capilla, trinchera a los escombros, escondrijo a los pupitres de la escuela; muchas trepan escaleras arriba; no pocas se encaraman a los altos del murallón. Las más valerosas o las más hambrientas resisten. La sangre chorrea por los terciopelos gatunos; los roedores muerden en los carniceros hocicos, respondiendo al puñaleo de las uñas... Es en la noche como un símbolo. aquel furioso batallar de alimañas.

Por la escalera central, que apenas esclarece un farol, se sube hasta los dormitorios.

Abajo, entre la capilla y la escuela, rompe un corredor que lleva a los calabozos de castigo. En ellos duermen ahora hombres encadenados. A cada vaivén de los cuerpos sigue un arrastre de cadena. De cama sirven las baldosas.

El dormir de estos hombres es estremecido e inquieto; el velar, huraño y feroz. Si cierran sus ojos, los párpados se recogen contra ellos, dibujando hipócritas arrugas; si los abren, la pupila gira recelosa en todas direcciones.

Comparados con ellos, son felices quienes, duermen arriba.

Arriba las paredes chorrean humedad; la atmósfera, que el vaho de los adormidos cuerpos corrompe, se vicia, al punto de encortinar los faroles suspendidos del techo. Los camastros son inhospitalarios, entre potro y jergón; los cabezales. tiran más al guijo que a la pluma; las mantas componen mosaico de rasgaduras y remiendos. Hay que entre dormir de ojos y oídos; quien respira cerca de cada cual, supone riesgo, no compaña.

Pero, a la postre, en los dormitorios de arriba pueden estirarse las piernas sin recelar la mordedura del grillete; pueden extenderse los brazos sin que los refrene el serretazo de la esposa; pueden las manos subir hasta las alturas de la frente para aventar los remordimientos; pueden acudir sobre el corazón para acompañar, con el tic-tac de sus latidos, recuerdos y esperanzas.

Cincuenta hombres por lado hay en el dormitorio central. Cuatro dormitorios arrancan del primero, dibujando una cruz. Al reflejo de los faroles es muestrario horrible el ofrecido por aquellos semblantes. Más se aproximan, por su lineamiento y por su expresión, a la bestia que al hombre.

Hay caras chatas, con las orejas totalmente pegadas al resto de la piel, donde boca y nariz se confunden, modelando hocicos de dogo; las hay de frente angosta, de morros fruncidos, de ojos ambarinos de tigre; las hay inquietas, escamosas, oscilando en cuellos de culebra. Unas evocan el perfil astuto de los zorros; otras, las redondeces papilosas del sapo; en algunas revive el sátiro de belfo desprendido y de mandíbula asesina...

Sobre tales rostros van y vienen, al imperio de la pesadilla, manos que se encorvan en garra, dedos que flotan en el aire como tentáculos de pulpo.

¡Trágica visión de hombres vueltos a la primitiva animalidad por infamias de la herencia y del medio!... Bien están recluídos. Si un día estos hombres se ofrecieran repentinamente, en montón, a la sociedad que los recluye, serían la mejor prueba de su bancarrota.

Ahora duermen o aparentan dormir. Dóciles a la estrecha consigna, ninguno remueve en su camastro, ningún arma se les recogió durante el cacheo nocturno.

¡Pero ay si entre aquellos hombres existe un plan, un concierto que precise la rebelión! A un gesto convenido saltarán del camastro, con las manos crispadas sobre las cachas de la navaja o sobre el mango del cuchillo.

¿Donde hallarán los hierros— En cualquier escondite: entre la paja del jergón, en la vaciada suela de un zapato, en las grietas del muro, en los interiores de su cuerpo, convertido en estuche.

Herramienta en puño, acometerán la empresa concertada; embestirán; por conseguirla, contra sus guardadores, y será humana realidad el sangriento símbolo que representan en el patio los gatazos de ojos ambarinos y las ratas de hocico respingón.

Pajarito, dejándose escurrir por las sábanas, busca a rastras el camastro del Faro. Su cara entrelarga de mujerzuela sonríe al silencio; sus pupilas dulzonas espían todo el largo del dormitorio.

—¿Duermes, Faro? —pregunta desde tierra, alargando el cuello, sin incorporarse aún, haciendo con las manos embudo.

—No —responde el Faro—; esperaba.

—Ay, nene, el viji no quería marcharse. ¡Josús, y qué gachó más pelma! Ganas me han dao de clavarlo contra la paré. ¡Hijo, ni tan siquiera un rato de expansión! La han tomao con nosotros. No nos dejan hablar de día y nos asepararán de noche. Por supuesto, como si no. ¿Y qué? —añade, alisándose el pelo abierto en raya, con sus manos finas y breves, de uñas bien cuidadas. ¿Estás decidido?

—¡Pa chasco!

—La cosa no es difícil: saltar un muro, levantar la reja de un vertedero y quitar del mundo a un soldao. Sangrándole por el vano del hombro, no dirá ni pío. Luego a nadar un poco. En tierra no faltarán escondeores... Ahora, que después hace falta internarse... Pa esto necesitamos prático. Uno que conozca la sierra. El Lobo se la conoce a palmos. ¡Si quisiera el Lobo!... Ya tenía la guardia civil pa unos meses. ¿Te paece que le hablemos?

—Si quisiera el Lobo... ¿Quién mejor? No hay quien le aventaje pa tó. Eres tú quien eres, y le tiés que respetar.

—Ya, ya... Por eso convendría que se najara con nosotros. Los tres en la sierra y ca uno de los tres con un rifle... Hay que hablarle. ¿Te parece bien, nene?

—¡Digo!... ¡Como quisiera el Lobo...

Los dos miran hacia un camastro que enfronta con la puerta. En él descansa un viejo de cara renegrida y feroz. De lobo son sus dientes. Dos manos velludas se crispan sobre los pliegues de la manta. La cara es horrible: de achatada nariz, de pómulos salientes. Las cejas ásperas descuelgan por cima de los párpados y forman con las pestañas matorral. Difícil es averiguar entre aquella espesura si velan o si duermen los ojos.

—Los propios lobos se asustarían de él cuando andaba suelto por el monte —murmura Pajarito—. Hay que hablarle. Si no le conviene, callará: el Lobo no es chiva. El que es chiva es el Malagueño. Pa mí que ha ido con lo nuestro a la direción, y pa mi que antes de pirar voy a darle un recao. Total, otro homicidio. Si piramos, salú, y si no piramos... Por homicidio no ahorcan. Años de condena no me caben ya más. Estoy lleno pa cuatro vidas. ¡Que echen años! Lo mismo que si echaran confites. ¡Como no los cumpla Matusalén...!

—De manera...

—Que mañana le hablas tú, Faro; contigo tié más confianza. Hay que darse prisa. Pronto viene el diretor nuevo. ¡Un tío, créemelo, un tío! Le conozco de otros penales. Por supuesto, ese concluye mal. Me voy, no dé la vuelta el viji. ¡Ay, hijo, qué esaborición!... ¡Miá tú que separarnos!... No te olvides: saltar un muro, levantar un enrejao y darle mulé a un centinela. Quéate con Dios, niño.

Pajarito vuelve a su camastro; el Faro se remete en el suyo. Fuera rugen olas y, vientos; el rayo culebrea en las nubes... Poco a poco una claridad lívida se extiende por el dormitorio: es el alba.

¡Alerta!... —vocea un centinela— ¡Alerta!... ¡Alerta!... —van respondiendo de garita a garita.

Pajarito sigue los «alertas» con sonrisa enigmática. Sus manos, de uñas bien cuidadas, pasan y repasan mimosas por su cara de mujerzuela.

II

En el patio gozan del meridiano asueto los hombres del penal. Algunos pasean aparejados, charlando en baja voz, suspendiendo el diálogo cuando un extraño se aproxima; otros forman corro, en cuclillas, para oír lecturas de periódico; en un grupo juegan al moscardón; los cachetes crujen como trallazos; la morralla improvisa un nabero; los zurriagos se rellenan con guijos para que levanten cardenal. Amparados con una saliente de pared, y seguros en quien está de tapia, diez o doce reclusos envidan su dinero a los naipes. Se envida en silencio, se jura con los ojos; los dedos tiemblan cuando recogen la ganancia; los alientos jadean, aguardando el fallo del azar. Pajarito es juez en las disputas y cobra, por fuero de guapeza, el tanto de baraja.

Al fondo del patio, asentado sobre los adoquines, hace el Lobo calceta. Una pipa de barro baila entre sus dientes. De tiempo en tiempo da un chupazo; el humo corona el cazolete de la pipa y sube a la atmósfera, dibujando espirales. Para seguir estas espirales alza los párpados el Lobo. Las espirales se pierden en lo azul y el Lobo torna a bajar los párpados, a seguir el cruce de las agujas en la media.

Iluminada por el sol, es aun más repulsiva que en la semisombra del dormitorio, la figura del Lobo.

El cabello le arranca de las cejas; apenas si una tira de piel recuerda el sitio de la frente; los ojos son de un negro rojizo, como brasa a medio encender; la nariz se aplasta contra el pómulo; la boca se rasga en dirección de las orejas; una ancha cicatriz parte en dos su cráneo; el viaje de una bala abrió una estrella en sus carrillos. Los hombros son anchos, sin cuello que los separe de la nuca; las piernas cortas; los brazos, que a todo su largor rebasan las corvas, rememoran los del gorila.

Fuertes son como los del gorila. Por sí solos, sin auxilio de aceros, mantuvieron la supremacía del Lobo en todos los penales. Para quien llegó a sus alcances ganoso de pelea, fue el abrazo mortal.

No mermaron al Lobo los sesenta años de su edad fortaleza y bravura. De ahí que entre las criaturas del grillete sea temido, única manera de ser entre ellas respetado. Los guapos, mangoneadores y reyezuelos del penal, rinden vasallaje a aquel anciano solitario y esquivo.

—¿Estorba mi compaña? —le pregunta el Faro, acercándose.

—No. ¿Qué hay?

—Que yo y Pajarito vamos a pirarnos de aquí.

—Buen viaje.

—No es eso.

—¿Qué es? Vacíate.

—Que pensamos ganar la sierra después de la evasión.

—¡La sierra...!

Los párpados del Lobo se alzan descubriendo sus pupilas de carbón a medio encender. Rojas están ahora del todo, llameantes, incendiadas por el recuerdo. Dura ello un segundo; después el llameo se extingue, los párpados tornan a caer; tornan las agujas a ir y venir por el estambre.

—¡La sierra!... —repite—. No hay escondite más seguro. Sólo que hace falta sabérsela bien y saber llevárselas con pastores y cortijeros. De no, a los tres días, en el lazo.

—Por eso nos hemos acordao de ti. Si quisieras najar con nosotros... Tú serías el amo.

—Aquí tamién lo soy.

—Pero en la sierra fuiste rey.

—Ocho años me duró. A no venderme aquel perro, aun me duraría. ¡Cochino!... Llevó a los guardias a mi cueva. Dormío estaba. Cuando quise echar mano al rifle, tenía seis balas en el cuerpo. ¡Yo que fiaba en él!... En fin... Ya me pagó su conque. Roando, roando dio en un presidio ande paraba yo. ¡Cayó! Cayó mordío en la garganta, como la res que acogota el lobo... ¿De mó que a la sierra?

—A la sierra. Y pa mandarnos, tú.

Otra vez se alzan los párpados del Lobo; otra vez llamean sus pupilas; su nariz se abre como olfateando el perfume de las hierbas serranas; sus orejas adelantan persiguiendo el rumor del viento en las encinas, el estruendo del agua por las torrenteras.

—¡La sierra! —murmura—. ¿Volver a la sierra con vosotros?... Tú, aún, aún. Pajarito no sirve. Es bueno pa gato de ciudad, no pa gato montés. Tiene muy crecías las uñas pa afilárselas en pedernal. ¡Volver a la sierra!... Soy ya viejo. Estoy mejor aquí. No me hace el recao. Najar vosotros y buena suerte pa los dos.

Pero...

¿No oíste que no, Faro? Pa mí lo de fuera es aun peor que lo de dentro. Alivia, que necesito rematar esta media.

Dice bien el Lobo. ¿A qué salir? Ni un buen recuerdo, ni una mala esperanza le solicitan fuera del penal.

Fue parido en la sierra por una hembra de paso que tiró la carga y siguió el viaje. Como aparición desvanecióse entre los peñotes la mujer. El chico gruñía, retorciéndose sobre una mata de romero.

De sobre ella le recogieron los pastores; una cabra le sirvió de nodriza. Guiado por ella hizo el aprendizaje del serrano vivir.

Los gañanes le miraban crecer como a una cabra más. Cuando iba hacia ellos arrastrando y estorbaba su paso metiéndoseles entre las piernas, le despedían con el pie. Son estos hombres rudos, más prontos en dar golpes que en repartir caricias. Golpes, recibió muchos el infante; de caricias, no guardaba memoria.

Los mastines, menos ásperos que sus dueños, dejaban al niño alternar en el juego de los cachorros. Con ellos corría a cuatro pies. En su boca fue antes el aullido que la palabra.

Se crió ágil, recio, ajeno al temor de la soledad, al espanto de las espesuras y abismos. Tampoco le asustaban las alimañas de la sierra. Mientras se vio débil, libróse de ellas con la astucia; cuando se hizo fuerte, las combatió de pecho a pecho.

Nieves y hielos tocaban su piel sin entumecerla; sin abrasarla el sol; sin resquebrajarla la ventisca. Templada fue por la intemperie como una armadura de combate.

Al aire las recias pantorrillas, descalzos los pies, trajeado el cuerpo con pieles, preso el cabello en los nudos de un pañuelo de hierbas, echó monte arriba con una punta de corderos. Cumplía entonces los siete años.

Diestro se hizo en el volteo de la honda y en la esgrima del báculo; maestro en lazos y perchas; sabio en las virtudes y maleficios de las plantas.

Entre rocas ásperas que desploman sombras perpetuas sobre prados de entonaciones bronce, pasaba el chicuelo las horas comprendidas de sol a sol.

Distraía su soledad silbando canciones al igual de los monteses pájaros, tumbando aguiluchos con los proyectiles de su honda, escalando picos inaccesibles, columpiándose sobre abismos para robar al halcón sus crías. Algunas veces, el mastín recostaba su cabezota entre las rodillas del zagal y ponía en éste los ojos. El muchacho hablaba al mastín. El mastín respondía gruñendo suavemente y meneando la ancha cola.

Dialogar con los hombres era para el chico un acontecimiento. Cuando volvía al hato, el sueño estorbaba la conversación; la estorbaba al levantarse la premura por reunir las reses. Los domingos bajaban los pastores al llano. Como el zagal no tenía en el llano a nadie, quedaba al cuido de las bestias.

Así fue creciendo, huraño, insociable, más animal que hombre. Con unas carlancas al cuello, hubiera sido otro mastín; perdido entre los riscos, un hermano del lobo.

¡El lobo!... Ya le conocía de cerca. En más de una ocasión le dio caza con los mastines. A los catorce años, en un atardecer de invierno, enfrontó con uno que bajaba, hambriento y feroz, de los cabezos encaperuzados por la nieve.

Fue la pelea garra a garra, colmillo a colmillo. El mozo pudo con la bestia. La ató por el cuello con su honda y la llevó a rastras a los chozos. Sobre su piel bermejeaban los desgarrones que hizo en ella la fiera; la sangre de ésta enguantaba las manos del rapaz.

—Más lobo que lobo eres —gritó el rabadán al mirarle.

De aquel dicho le vino el mote.

Como el lobo vivía; cada vez más arisco, menos asequible al trato de sus semejantes. La lealdad física, unida al moral desamparo, acrecentaba su esquivez.

Y llegó a los veinte años sin que una imagen de mujer se le apareciera en la montaña para endulzar su corazón, sin que una amistad de hombre buscara aposento en su espíritu.

Su fealdad servía de entretenimiento a los demás pastores. Burlábanse de él, le trataban como a bicharraco mantenido para la diversión común.

Un día las burlas llegaron a extremos de inusitada crueldad. El mozo temblaba de rabia; sus ojos relucían como los del lobo en los cabezos que la nieve recubre.

—¡No os burléis más! —gritó, encorvando los dedos. —¡Tened cuenta conmigo! Estas manos que saben ahogar lobos, pueden ahogar pastores.

—¿Amenazas? —exclamó el más fornido—. Por Dios, que aprendas de una vez pa todas a no hacerlo.

Miróle después con igual gesto desdeñoso que a un mastín rebelde, y gritó:

—Mi cayá te echará pa dentro el gruñío.

En alto la puso; con fuerza la dejó caer sobre la cabeza del pastor. Este no hizo caso de la sangre que chorreaba por su frente. Un aullido rasgó su garganta, dio un brinco, cogió entre sus brazos al gañán y le tiró contra las rocas hecho un amasijo de huesos y de carne. De otro salto ganó el chozo del rabadán. Al reaparecer ante los pastores, llevaba una carabina en la diestra.

—¡Paso! —dijo—. Al que se me ponga enfrente, lo tumbo.

Y echó monte arriba, hacia los cabezos, donde aúlla el lobo y platea la nieve.

Durante ocho años campó libre, soberano en la serranía; sin juntarse a nadie logró dominar a cuantos andaban por ella en lucha con la ley. Cortijeros y ganaderos le pagaban tributo. Cambiada la carabina por un rifle y con un jaco entre las piernas, burlaba las persecuciones de la guardia civil.

Todos le amparaban y le asistían por miedo a sus venganzas. Cierta vez avisaron a la guardia civil los guardas de un cortijo, donde el Lobo se avituallaba, para que le aprehendieran. Herido en el pecho, agarrándose con las dos manos a las crines del potro, escapó monte arriba.

Al mes ardió el cortijo. Los cortijeros, hombre, hijos, mujer, amanecieron colgados de una encina: era la venganza del Lobo.

Otros crímenes siguieron a éste. La fiera se había hecho a la sangre.

En noche de invierno regresaba el Lobo a su cueva, un nido de águilas donde sólo él podía remontar. Voces quejumbrosas llamaron su atención; revolvió la jaca, apeóse frente a la espesura de donde salieron las quejas, entró por ella y en lo más intrincado vio a un hombre que se revolcaba sobre las matas, tiñéndolas de sangre.

—¿Quién te ha herío? —le preguntó.

—Los civiles... Me perseguían... He poío escapar... No sé cómo... pero estoy mal herío... Me muero...

—¡Vaya!... No te apures. Me cogiste en una hora buena.

El Lobo atajó la sangre en las heridas, puso al hombre a lomos de su jaca y le llevó a su cueva.

Mientras duró la convalecencia hizo del doliente su amigo, su compañero cuando estuvo fuerte y en disposición de internarse por la montaña.

Aquel hombre le traicionó, entregándole a la guardia civil.

Un indulto libró al Lobo del palo, enterrándole en un presidio.

En los presidios vive; del uno al otro va hace veinticinco años, más esquivo y feroz que cuando campaba por la sierra.

La traición del único ser a quien se confió puso rúbrica a su aislamiento.

En los días de comunicación, todo el penal es fiesta.

Los hombres se acicalan, se adornan con sus más estimados pingos; los ojos relucen, las boca ríen, los pechos tiemblan, sacudidos por la esperanza.

Va a abrirse el portón, descubriendo la reja que comunica con la calle. A ella acuden las hembras. Los machos saltan a su encuentro con rugido celoso; sus brazos sacuden los barrotes; sus manos pasan por entre los hierros, amorosas, temblantes, buscando carne femenina que estrujar; en las palabras cruje el beso; en las pupilas centellea la entrega. Como fieras en jaula, rugen su amor las criaturas del presidio.

El Lobo, caídos los párpados, con la pipa de barro entre los colmillos, sigue el ir y venir monótono de las agujas por la calza de estambre.

III

El nuevo director destinado al penal para corregir su indisciplina, goza opinión de severo en el cumplimiento de sus obligaciones, de temerario ante el peligro.

Justifican sus actos la opinión. Su probidad nadie la discute, sus arrestos tampoco. Tiene carne de domador. En una jaula habría hecho proezas. En presidio se impone. Siempre supo hacerse respetar, nunca hacerse querer; le falta dulzura. Firmeza sin dulzura, es media virtud.

Temerosos de que el director pidiera estrecha cuenta de su proceder a los empleados, trocaron éstos la negligencia en actividad, la blandura en fiereza, la componenda en inquisición. Se fue de extremo a extremo, rápida, brutalmente, pretendiendo ganar en horas el terreno perdido en años. Los presos rebrincaban al sentir la serreta Por culpa del otro eran los serretazos. Era ya el otro aborrecido antes de aparecer.

La niña está cerca del Lobo. Avanza de puntillas, sin ser vista por él.

—¿Haces media, agüelito? —pregunta con su voz suave y melodiosa.

El bandido yergue la cabeza. En sus pupilas cristaliza un asombro imbécil.

—¡Anda, y qué bien que la haces la media! —continúa la niña—. ¡Déjame, déjame que la vea! ¿Quieres? —Y después de una breve pausa, repite: —¿Quieres?

Con sus manitas albas arranca la media de entre aquellas garras vellosas.

El Lobo no habla; mira, mira a la criatura como atontado, dando chupazos en la pipa, que se corona de humo azul.

—Oye —añade la criatura—, vas a hacerme unas chiquitinas, muy chiquirritinas para mi muñeca. Si me las haces bien, te daré muchos, muchos besos: como este.

Y rodeando con sus brazos la garganta del Lobo, besa fuerte en su cara, en el sitio donde dibujó el balazo una estrella.

Es entre rugido y sollozo lo que se encarama por la garganta del recluso; sus labios se contraen; la pipa cae de entre sus dientes; los ojos parpadean rápidos, brillando húmedos entre el matorral de pestañas y cejas; su cuerpo entero tiembla, y sus brazos, aquellos brazos hechos a estrujar gargantas de alimañas y de hombres, cogen a la niña por la frágil cintura, la alzan en alto y la dejan suspendida en el aire, entre la niebla rosa, bajo el polvo áureo del sol.

De un salto llega el vigilante junto al preso le arrebata de los brazos la niña.

—¿Qué vas a hacer? —grita mientras acuden el director y un grupo de penados.

—No se asuste, hombre, no se asuste —refunfuña el Lobo. No me la iba a comer.

IV

Para la gente del penal es martirio insufrible la severa disciplina que impone el director. No hace éste sino cumplir estrictamente con ordenanzas y reglamentos; pero los reclusos, acostumbrados a mayor tolerancia, maldicen de quien la trocó en rigidez.

El vino, que antes se contrabandeaba desde las rejas o entraba de oculto por mano de los recaderos, no halla ahora ocasión de meterse en los interiores del presidio; las barajas fueron decomisadas; nadie se atreve a reponerlas; la escuela no es ya mentidero libre donde se conciertan delitos y se preparan falsificaciones; los cacheos se hacen en regla; ni en hombre, ni en camastro, ni en muro se deja hueco por registrar. Suprimidos también quedaron el cobro de baratos y las esgrimas traidoras de alpargata y cuchillo. Con rigor se penan las burlas feroces que los fuertes hacen al débil en estos lugares donde la piedad es flaqueza y la crueldad orgullo de quien la ejercita, envidia de quien la ve poner por obra.

Atendidos escrupulosamente, cuidados con esmero, disfrutando de buen rancho, de lecho limpio, de libertad para toda lícita expansión, los presos maldicen de su jefe. Por su culpa falta en el presidio la alegría canalla que produce el alcohol; las emociones que el azar trae y lleva; las ventajas que el fuero de la guapeza otorga. No importa que el alcohol asesine, que los naipes despojen, que la guapeza escriba con sangre su historial. Tal es el ambiente de aquellas criaturas; lejos de él se asfixian; los buenos ranchos les saben a bazofia; como en potro de tortura, se retuercen sobre el camastro limpio.

Así discurren ellos, desasosegados, febriles. En el patio, durante las horas del asueto, todo se vuelven conciliábulos y protestas, y planes que se traman y se destraman de minuto a minuto. El rencor y la rebeldía flotan invisibles entre los grupos; vibran en las voces, relampaguean con sombrío resplandor en los ojos.

Burlando la estrecha vigilancia, Pajarito halla ocasión de hablar a solas con el Faro en un rincón lóbrego del pasillo que comunica los talleres.

—¡Que no aguanto más, ea! —dice Pajarito. —Cuando la ocasión no se ofrece, se busca.

—Buscarla... buscarla... Ni que eso fuera fácil.

Jugándose la piel siempre es fácil. ¿Tienes herramienta?

—Aun me queda un cuchillo.

—Yo tengo otro y una lima y los menesteres que hacen falta. Ahí te va la lima. Guárdala. Esta tarde, en tan y mientras estamos en el patio, te das la vuelta y por la trasera de la capilla te escabulles. La reja está bajo la tarima del altar mayor: limas los tres hierros, dejándolos pa que se suelten de un embite. A la vera está el muro. Escalarlo no es un imposible; después, fuera. Peor pa el que esté en la garita.

—El Lobo dijo que no venía con nosotros.

—¡El Lobo! ¡El Lobo!... Tampoco es menester. Pa mí que ese hombre se ha vuelto más bruto de lo que era. Anda como atontao. No nos hace falta. Ya encontraremos quien nos guíe. La cuestión es najar. Tú corta los hierros... Lo demás déjalo de mi cuenta.

—Pero...

—Ha de ser esta noche. El cabo está hablao. Cuando el vigilante pase a los dormitorios últimos, escurrimos nosotros. Una vez en el patio, la tarea es corta... ¡Hala! No te olvides: a limar los hierros esta tarde.

—¿Y si me sorprenden?

—¿Pa qué llevas el cuchillo?, ¿pa hacer croché? Si te sorprenden, pincha. Ya que no salgas, que no salga el que te lo estorbe. ¿Conformes?

—Conformes.

Cuando Pajarito y el Faro se estrechan las manos, un hombre sale del taller y pasa por junto a ellos.

—El Malagueño —murmura Pajarito.

—A ver si se chiva y dice que nos ha encontrao juntos.

—No se atreve. Sabe que juega el pasa-pan.

—Hasta luego, pues.

—Hasta luego. Yo vigilaré en el patio mientras faenas tú. Y si ello es posible esta noche, tendrás aviso por el cabo. No se descuidará; le vale diez varés.

Siguiendo el plan de Pajarito llegóse el Faro a la puerta falsa de la capilla: un postigo herrumbroso que no cuidaban de cerrar y que no se utilizaba para el servicio desde hacía gran tiempo.

Nadie echó cuenta en la escapatoria. Distraído cada cual en sus propios asuntos, fue empresa fácil para el Faro dar vuelta a la capilla sin que le atisbaran. Era cuenta de Pajarito avisarle si alguien sospechoso acudía al patio o se aproximaba al postigo.

Dio, pues, la vuelta al muro. Mientras la daba y Pajarito le hacía un guiño postrero de estímulo, el Malagueño se escurría hacia los altos del penal.

A espaldas del altar, oculta a los ojos por una tarima apolillada, estaba la reja que habría de abrirles camino hacia el muro exterior. Tal vez no fuera conocida de ningún empleado; a fecha muy antigua se remontaba el emplazamiento de la tarima ocultadora.

Corrióla el Faro de un embite y quedó la reja al descubierto. Era un angosto tragaluz; deslizarse por él sería hazaña para un hombre delgado; para una criatura del presidio resultaba fácil empeño. Estos seres, en quienes el ansia de libertad impera sobre todo, educan nervio y músculos para la fuga con gimnasias inverosímiles.

Trepan, sirviéndose de los codos, por el ángulo de paredes lisas, donde fracasaría una salamanquesa; saltan, sin quebranto de huesos, desde alturas que traerían a otros la muerte; vuelven sus imágenes invisibles con la sombra más tenue; de un alambre hacen cuerda, de un clavo asidero, de un muelle de reloj sierra y lima. Su cuerpo es elástico, goma que se encoge y se estira y se moldea a voluntad. Ante la angostura, el gordo es flaco; y flaco o gordo, sabe ser topo para bucear bajo tierra, pez para sumergirse en el agua, pájaro para sostenerse en el aire. Siempre más lejos que vaya uno con la imaginación, van con la realidad estos hombres cuando se trata de ser libres.

La faena encomendada al Faro era breve. No precisaba limar hierros; deshecha por años y humedades la firmeza de trabazón en los adoquines, era fácil desmontarlos y dejara a un lado los barrotes.

Esto hacía el Faro, valiéndose del cuchillo como de un pico y de la lima como de una palanca. Pronto quedaría franco el boquete; luego, a empujar contra él la tarima y a esperar la noche.

De espaldas al postigo, tumbado a la larga, sin mover ruido alguno, trabaja el consorte de Pajarito.

Éste pasea por el patio, embebido en la lectura de un periódico; sus ojos no van una vez sola en dirección de la capilla.

—Oye, Paquito —le dice un vigilante, que llega de la Dirección—; ven al cuarto de guardia, que has de firmar unos papeles.

Y sin darle tiempo de avisar, le lleva pasillo adelante.

El Faro sigue en su faena, absorto en ella, descuidado, seguro de que su consorte le avisará con tiempo de más al menor asomo de peligro. De pronto siente que dos manos se apoyan sobre sus hombros. Vuelve la cabeza y se halla de solo a solo con el director.

No hay palabras. El Faro da un salto y se revuelve cuchillo en mano contra quien le sorprende. Este le coge por la muñeca, le arranca el cuchillo, le zarandea brutalmente, y arrastrándole primero, cogiéndole en vilo después, sale con él de la capilla.

—¡A ver! —exclama, tirando al Faro contra los adoquines—. ¡Bajar a éste y amarrármelo en blancas!...

Esto es rápido, apenas vislumbrado por Pajarito, que vuelve del cuarto de guardia, donde le llevaron para que no frustrara la sorpresa.

Pero es también rápido en Pajarito el echarse atrás, y recoger los músculos, y empuñar la faca y caer sobre el Malagueño con un salto de tigre.

No hace más que tocarle y retroceder de otro salto al punto de partida.

El Malagueño abre los ojos desmesuradamente, da una vuelta en redondo y cae, arrojando por el sitio del corazón un chorro de sangre.

—Y va uno —silba la voz fina de Pajarito.

V

Desde su encuentro con la niña tornóse el Lobo aun más huraño, aun más ajeno al vivir de los otros reclusos.

En el taller, no ya dirigir la palabra, cosa en él corriente, ni mirar a nadie quería; encorvado sobre la herramienta pasábase las horas. En las de asueto iba a su rincón, como de costumbre.

Sólo que antes su labor calcetera no tenía pausa como no fuese para renovar el cargamento de la pipa y arrimar un mixto al tabaco.

Ahora, por largos espacios de tiempo permanecen las manos ociosas, las agujas sin danzar encima del estambre. Los párpados, caídos antes al suelo, se alzaban ahora para que los ojos subieran al espacio por entre el matorral de pestañas y cejas; la pipa colgaba de sus dientes apagada, sin alma, sin jironcillos de humo azul que flotasen sobre sus bordes.

Cuando algún penado solicitaba su conversación parecía escucharle, al menos no le interrumpía; pero si el penado, concluido su palabreo preguntaba al Lobo «¿qué dices?» este respondía: «¿qué es lo que has dicho tú?»

—De por fuerza que los años y el vivir sin trato ninguno le están volviendo idiota —afirmaban los presos en las conversaciones que sostenían respecto del Lobo.

Su idiotez fue cosa descontada. Algunos cuchicheaban y reían cuando pasaban cerca de él. El Lobo encogía los hombros ante risas y cuchicheos.

No faltó quien tomara los encogimientos por debilidad, por flaqueza senil. Seguro en juicios tales, un mocito, recién llegado y con fama de matamoros, quiso hacer un desplante y se permitió hablar al Lobo con desprecio y empujándole para que le cediera el paso cierto medio día cuando bajaban del taller.

El Lobo sonrió con una de aquellas sonrisas feroces, peculiares en él cuando atacaban su realeza. Sus brazos se alzaron en alto para desplomarse contra el provocador. No fue golpe el suyo, no fue estrujamiento brutal. Fue coger al mozo, levantarle a pulso, sin cuidarse de su perneo, mirarlo hito a hito, y ponerle en tierra suavemente, desdeñosamente, sin dejar de reír.

—No tanto, mocito, no tanto —exclamó—. Vaya por la primera vez; pero lleva cuidao. Si repites, te apiolo.

Encogiendo los hombros, volvió despacio a su rincón. Arrimó un fósforo a la pipa, ardió el tabaco y los jironcillos de humo azul tomaron el viaje de la atmósfera seguidos por los ojos impasibles del viejo.

Sólo hacía excepción en sus esquiveces para un penado que servía al director de ordenanza. Un buen hombre, a quien el hambre metió en el presidio al tanto de purgar delitos de estafa que, mirándolos bien, eran urgencias de miseria.

A este infeliz, que llevaba ocho años de condena, al pago de unos meses de pan para su familia y para él —no fueron los intereses cortos— concedía el lobo los honores de conversaciones muy largas. Hasta iba en su busca cuando el ordenanza, por culpa de la obligación o por inadvertencia, no venía a encontrarlo.

Y siempre hablaban de lo mismo; y siempre a lo mismo se encaminaban las preguntas del Lobo.

—¿Qué tal por allá arriba?

—¡Ptchs!

—¿No te trata bien el director?

—Así, así. Malo no es, ¿sabes tú?; pero tiene unas brusquedades... Su señora sí que es un ángel. ¡Y las niñas! ¡Sobre todo la más pequeña! Nunca vi diablillo más alegre y más cariñoso. Es una joya la Antoñita.

—¡Antoñita!... —repetía el Lobo ansiosamente, de un tirón, aspirando las sílabas, como si las sorbiera. Luego tornaba a repetir el nombre. Entonces ya no era prontamente, era despacio, muy despacio como lo repetía, separando las sílabas, paladeándolas, recreándose en cada una de ellas. An... to... ñi... ta... An... to... ñi... ta...

—¿Y qué ha hecho hoy? ¿Qué ha hecho hoy?

Esta pregunta era diaria.

—Pues hombre —le contestaba el ordenanza—, lo que ayer, lo que anteayer... Lo que hacen los chiquillos: jugar, reír, inventar diabluras. Hoy... figúrate que hoy se ha empeñado en que el padre la pasee a cuestas por la galería.

—¿Y el padre?

—El padre con las hijas es un babieca, un infeliz. ¡Hala!... a los hombros. Ella ¡arre!, ¡arre!... Él trota que trota. Lo menos han dao ocho vueltas.

—Mia tú, mia tú... —interrumpe el Lobo. —¿Lleva hoy el vestido blanco? —añade después de una pausa.

—Hoy no. Hoy lleva un traje color rosa.

—Color rosa.

Así es todos los días; y todos los días trae el ordenanza alguna diablura nueva que contar, algún suceso de allá arriba, con los que el Lobo se distrae.

Cuando el ordenanza, vacío ya el saco de sus chismes, se despide del bandolero, éste le sigue con los ojos. No los separa de él hasta que desaparece por la escalera de la Dirección.

Va ya para dos meses que el nuevo director tomó posesión de su cargo, y va para ocho días que salió de su calabozo Pajarito. El Faro salió antes.

Es grande el descontento entre la gente del penal por las rigideces con que la trata el director; por el no poder salirse de la consigna y de la ordenanza sin sufrir castigo.

De día en día crece el malestar entre aquellos hombres, privados de libertades que antes les toleraban. Una nube de odio flota en la atmósfera del penal, condensándose más y más a cada hora, a cada minuto que pasa.

Ni juego, ni vino, ni tertulias en el dormitorio; todas las combinaciones deshechas; todos los planes que se trazan con los de fuera del presidio, descubiertos; descubiertos los nidos de armas. Y si alguno se escurre, calabozo y blancas a destajo...

Vaya, que no y que no. Era preciso hacer alguna cosa; enterar a aquel hombre de que a los hombres se les trata de otra manera.

¿Algo?... ¿Pero qué? ¿Cómo?

Sólo faltaba que uno lo indicase, que tino dirigiese la rebelión para que estallara.

Aquel alguien fue Pajarito.

—No hay más que un modo —dijo con su vocecilla de mujer a los notables del penal—. Muerto el perro, se acabó la rabia. Quitándolo de en medio, no amolará más a la gente. En haciéndolo bien, averigua quién te dio, y a otro asunto. Siendo todos y callando todos, no nos van a meter a todos el pescuezo en la argolla.

—¿Y cómo hacerlo?

—Muy sencillo. Lo vengo cavilando hace un mes. Él va todas las noches a los dormitorios. El nuestro es el primero. Cuando entra en los otros, los vigilantes le acompañan. Se le deja entrar. Se levanta de puntillas todo el dormitorio; la mitad a cada lado de la puerta. Cuando la repase... ¡zas!... En un viaje está listo. De ese viaje me encargo yo. Y ya sabéis que soy seguro. Ahí este Malagueño pa muestra.

—Pero...

—Hay que contar con todos los del dormitorio: lo sé. Ahí está la faena. Pero, vaya, nadie se negará. Están hasta los pelos.

—¿Y el Lobo?

—A ese no hay que decirle pío. Está lelo. Cuando quiera abrir los ojos, ya habremos terminao. Si estáis conformes, dejar la cosa de mi cargo.

Pasaron ocho días, y a su término Pajarito, acercándose al grupo que formaban los notables de la conjura, dijo serenamente:

—Esta noche.

Pajarito silbaba su ira con silbido suave de reptil. Tenía su cólera palideces lechosas, sin golpes de sangre, sin amarillos de bilis en la piel, sin fuego en los ojos, sin fruncimientos en los labios; mansa y pérfida era, apenas visible en un ligero temblor de sus manos finas y bien cuidadas.

—Está bien, está bien —monologaba acariciándose la barbilla picuda. —Está bien. La pira, imposible; hasta a los ratones vigilan, desde hace ocho días, esos vainas. Mis expansiones con Faro, imposibles también. Lo primero se puede perdonar. Lo otro... Por estas, que me la paga el que tiene la culpa.

Y ponía las manos en cruz y juraba sobre ellas.

Cual más, cual menos, todos los penados maldecían el nombramiento de tal jefe.

Únicamente el Lobo permanecía silencioso, impasible, como si la novedad no rezara con él.

Alguien se llegó a preguntarle; su actitud era de gran peso entre la gente del penal.

—¿Qué dices tú? —fue la pregunta.

—Nada, ya lo ves —la respuesta.

—Pero...

—Mientras no me estorben, lo mismo da uno que otro. Ahora, mi capricho está en ese rincón y en esta pipa y en este hilo de estambre. Si lo respetan, bueno. Si no lo respetan... Quizás que hubiera en la casa uno menos: el que viene o yo. Así como así, hace tiempo que mis brazos sólo zarandean el estambre. Cierto que no hay por delante cosa que merezca la pena.

—En conclusión, ¿qué dices?

—Ná o tó. Allá tú. Yo no tengo más que decir. Ello lo dirá.

Apenas cumplidos los requisitos oficiales en la administración, y en los talleres y departamentos, vacíos entonces por ser la hora de asueto, el director, sin más compañía que el vigilante de servicio, se dirigió hacia el patio.

—No me agrada el anuncio —dijo—. Cogiendo a la gente de golpe, se la juzga también de golpe, sin que el aviso proporcione ocasión al engaño. Los veré, y veremos lo que se hace o lo que se deshace.

Ciñó a su cabeza la gorra de galones y tomó escaleras abajo.

Junto a él, agarrada a su americana, que puso empeño en no soltar y que no soltó, iba una chiquilla de cinco años.

Rubio era su pelo, que se rizaba sobre la cabeza en caracoles de oro; azules sus ojos, resplandecientes de alegría infantil; redonda su cara, salpicada con hoyuelos en las rosas de los carrillos. Su boca reía a risas espaciadas, tremantes. Canción de jilguerillo nuevo, aleteando sobre el nido, semejaba el reír.

—Bajo contigo. ¿Verdad, papá, que bajo? La mamá salió con la hermanita. Me da miedo quedarme sola con la criada en un cuarto tan grande. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que voy contigo?

—Sí, criatura; vienes, ¿no lo ves? —responde el padre, acariciándola.

—¡Voy!... ¡Voy!... ¡Qué rico, que rico es mi papá!...

La risa fue toque de atención para los presidiarios. Al oírla, quedó en silencio el patio. Todos se miraban inquietos. ¿De dónde venía aquella música, aquel risueño vocear?...

De unos ojos a otros andaba la pregunta cuando la niña entró en el patio. Marchaba delante, tocando apenas el suelo con los pies, sacudiendo su cabeza gentil, golpeando con sus manos de nácar la falda del vestidillo blanco; parecía una paloma volando a ras de tierra.

—¡El señor director! —voceó el vigilante.

Todas las manos subieron al borde del casquete. Los penados hicieron planta de alinearse.

—¡Quietos!... Sigan como estaban —exclamó el director—. No vengo a pasaros revista. Como si os hallareis a solas.

A un preso no llegaron la voz del vigilante y las advertencias del director, al Lobo. Era sus miajas sordo, y estaba tan abstraído en el punteo de la calza, que no echó cuenta del aviso. Allá lejos, en el fondo del patio, punteaba su media, con los párpados a medio cerrar y la pipa en los dientes

Los penados seguían inmóviles, sin rechistar. Sólo Pajarito, escurriéndose por entre los grupos, llegó cerca del Faro y le murmuró en el oído:

—¡Ahí está la fiera, chavó!

—Como distraído, comenzó a pasear don Antonio —éste era el nombre del nuevo director— por delante de los reclusos, observándolos al distraído, mientras charlaba con el vigilante.

La niña, que al principio no se apartaba de su padre, fue desviándose poco a poco. Primero avanzó algunos pasos volviendo la cabeza, temerosa de que la llamaran; luego hizo mayor la distancia; al fin correteó libre, desenfadada, por el centro del patio, donde la requería el sol con la risa franca de su luz.

Allí anduvo, haciéndole ronda a un gatazo que la contemplaba con sus ojos amarillentos, y se recogía sobre los lomos, pronto a emprender la huida si la muchacha revolvía contra él.

—¡Miss!... ¡Miss!... —chicheaba ella—. ¡Toma, monín, toma!

El gatazo huyó cuando la tuvo cerca.

—¡Tonto!... —gritó la niña, y plegó las manos, haciendo un mohín de disgusto.

Luego echó a andar, sacudiendo su cabecita adornada con caracoles de oro, derramando su risa en rocío de bondad y de amor, sobre aquellos hombres del crimen. Iba de un grupo al otro, sin detenerse ante ninguno; era algo así como una mariposa revoloteando en un estercolero.

Los reclusos seguían el viaje de aquella inocencia con mirares de asombro. Algunos sonreían con sonreír dulce, que dignificaba sus rostros. Otros se tornaban sombríos. No faltó quien bajó la frente para esconder sus lágrimas. Estos criminales engendran.

—Conozco a muchos —decía don Antonio a su acompañante—. Muchos me conocen también. No será difícil meterlos en cintura. Los hay díscolos. ¡Bah!... Estoy hecho a la doma. ¿Quién es aquél? El que hace media. Viejo parece; y feo es como un condenado.

—El más temible de la casa. Vivo está de milagro, que de milagro fue su indulto. Ladrón, incendiario, asesino... Una buena pieza. Nos ha dado mucho que hacer. Ahora lleva seis meses de tranquilidad. No le durará mucho. Una bestia brava. Por supuesto, en cuanto lo nombre cae usted en la cuenta. Es el Lobo.

—¡Ah!

—Le basta decir ¡hala! para que el penal entero le siga.

—Sí. Ya sé, ya sé. ¿Y aquél otro, el de la carilla entrelarga, que se agazapa en el corredor? —¡Toma, es Pajarito!— ¿Anda por aquí ese asco?

Mientras el diálogo prosigue, la niña ha vuelto sus ojos hacia el fondo del patio. Allí también hay sol. Los rayos descienden por el muro, volviéndolo de topacio y se desparraman por el suelo. A su lumbre la tierra se dora; hecho niebla rosácea, asciende a la atmósfera el vaho que la tierra húmeda desprende.

Entre aquella niebla se difumina la imagen del Lobo. Su cara parece tallada en piedra de montaña; nieve de la sierra son los cabellos al reflejo solar.

Las agujas vienen y van entre sus dedos. La pipa corta humea; el humo rompe en jironcillos temblorosos...

VI

En la pared del fondo, donde se abre la puerta que comunica con el último dormitorio, tiene puesta su cabecera el camastro del Lobo. Apenas si a él toca la luz exangüe del farol. No es tiniebla, pero es niebla confusa la que envuelve el camastro. Sobre éste, cubierto por la manta que le sube hasta la nariz, se aboceta el cuerpo del bandido.

¿Duerme? Tal indica la inmovilidad de su cuerpo; sus ojos no relucen entre las pestañas, su respiración es tranquila; ningún gesto contrae su cara, ningún estremecimiento agita sus manos, que por cima de la manta caen, cerradas en puño.

También parece que duermen los demás.

Completa es en ellos la quietud; grande es en la cuadra el silencio.

A romperlo viene el director, que hace la ronda usual con el vigilante de turno. Ningún dormido abre los ojos; ninguno remuévese en los camastros.

Ya visitó la ronda los dormitorios de la derecha y de la izquierda. Ahora, atravesando el central, se dirige al del fondo.

Antes de llegar a él precisa recorrer un pasillo. El pisar de los rondadores se pierde poco a poco tras la puerta, que uno de ellos cierra y encerroja.

Todo vuelve a ser quietud y silencio en el dormitorio.

Sin turbarlos, como si los cincuenta presos fueran sombras, criaturas hechas de niebla, se les ve y no se les oye incorporarse. Es el movimiento uniforme. Todos escuchan un segundo; luego saltan de los camastros; el salto no suena en las baldosas. En muda procesión se deslizan al largo de las dos paredes; uno tras otro van, para reunirse junto a la puerta que cerraron los rondadores.

Sus caras, que otras noches, en las horas del sueño recuerdan, por su lineamiento, a todas las bestias crueles, desde el tigre que mata por matar, hasta el fauno que por gozar mata, reflejan ahora en su expresión el ansia del acecho. Los ojos felinos llamean; los dientes carniceros se entrecruzan bajo los respingados morros; las cabezas de reptil se balancean en los cuellos largos; los rostros de sapo se humedecen y se hinchan; las manos garrosas se contraen; los dedos, temblantes como tentáculos de pulpo, oscilan en dirección de la puerta cerrada; prontos parecen a lanzarse contra ella para desgonzarla de cuajo.

Al frente de los hombres apiñados en la derecha de la puerta está Pajarito; al de los de la izquierda el Faro. No hay diestra sin hierro; no hay pupila sin odio.

—Mira si duerme ése —dice Pajarito al oído del Faro.

Éste llega al camastro del Lobo con la faca en alto, pronto a herir. El Lobo permanece inmóvil, tranquilo; su respiración ni se acelera ni se corta.

—Duerme —afirma el Faro ocupando su puesto.

—Cuando despierte —responde Pajarito— estará hecho el avío.

—Llegan —interrumpe el Faro.— Atención.

Los dos grupos, las dos manadas de fieras en acecho se repliegan contra la pared; los cuerpos se encogen; las cabezas adelantan ansiosas; el juego de las diestras queda libre; no hay un solo brazo que estorbe a otro.

Lejos, al final del pasillo, vuelven a sonar los pasos de la ronda.

Se detienen junto a la puerta. Hay una pausa breve. A seguida se oye el rechinamiento del cerrojo. La puerta se abre de par en par y la figura del director aparece en su marco.

En aquel instante, cuando Pajarito alza el brazo, cuando todos avanzan prontos a secundar su acción, se ve al Lobo alzarse, también como una sombra, encima del camastro. Sus ojos relucen, sus puños se cierran, sus corvas se contraen. De un salto cae entre los dos grupos, de dos zarpazos los desvía, y cogiendo por el hombro al sorprendido director, exclama:

—¡Pronto! ¡A la pared! ¡Conmigo a la pared! ¡A defenderse, que asesinan!

La sorpresa de los penados da tiempo a vigilante y director para seguir al Lobo y poner la espalda en el muro. Las manos empuñan los Smiths; en la del Lobo reluce un cuchillo de monte.

Al estupor sigue en los rebeldes la cólera.

—¡A ellos! —silba la voz de Pajarito.— Serán tres en vez de uno.

En tropel cierran contra los otros. Dos tiros resuenan y dos hombres ruedan y agonizan sin queja, en silencio.

La pelea terrible que libran todas las noches en el patio los gatazos de ojos ambarinos y las ratas de hocico respingón, se reproduce entre criaturas humanas en aquel dormitorio. Como las ratas a los gatos, acometen los presidiarios a sus guardadores; como los gatos, se revuelven ellos contra el furioso enjambre.

El Lobo cubre con su cuerpo al director. Su brazo, formidable y certero, abre surcos de sangre en la masa acometedora. Tres hombres caen ante sus pies; otros dos sucumben a los disparos de director y vigilante. Éste cae también, herido en el pecho por la faca de Pajarito, que da saltos astutos de jaguar y silba injurias rechinando sus dientecillos de mujer.

El estampido de las armas de fuego avisa a los empleados y a la tropa. Se escucha su avance por la escalera que, conduce hasta el dormitorio.

Es el último embite; hay que jugarlo pronto y rudo. Los presidiarios atacan en montón; los revólveres disparan; el cuchillo del Lobo describe círculos, rechazando las armas suspendidas sobre la cabeza del director.

—¡Pues no te vas tú, perro! —silba Pajarito, deslizándose por entre las piernas de un acometedor y hundiendo su faca en el vientre del viejo.

—¡Perro, no; Lobo! —responde éste al sentir el golpe.

Asegura con sus dedos de fiera el brazo de Pajarito que, al dolor, suelta el arma, y repite:

—¡Lobo!... Y como Lobo mataré. Los reclusos huyen al arribo de los soldados. Solos quedan en el centro del dormitorio el Lobo y Pajarito. Éste flota como un guiñapo entre las garras opresoras. Las garras se crispan, Pajarito se retuerce contra ellas. Inútil. Las garras le acercan hasta el pecho de su aprehensor; los brazos de éste se contraen; su boca muerde en la garganta que sus manos estrujan. Se oye un crujir de huesos; los terribles brazos se aflojan, y Pajarito da en tierra muerto, roto, colmilleada la garganta, que burbujea sangre.

—¡Así mata el Lobo! —ruge éste—. Por delante vas. No te me llevas de regalo —añade, apoyándose en la pared.

—¿Herido? ¿Estás herido? —pregunta el director.

—Tengo lo mío, don Antonio. Este bicho no se ha marrao... Échenme una mano, porque me voy de espaldas.

VII

En la enfermería, sobre el lecho que médico y empleados rodean, agoniza el Lobo.

Es tranquilo su agonizar; ni a su boca suben los gritos del dolor, ni a sus ojos el temor de la muerte. La pérdida de sangre empalidece sus mejillas; como de marfil es su cara entre la plata del cabello.

El director se halla junto a él. Viva emoción, que no reprime, resplandece en su gesto.

—¡Vamos! —dice, acariciando con sus manos la frente sudosa del herido—. No hay que desesperar.

—Desesperar es una cosa, don Antonio; otra cosa es morir. No estoy desesperado, pero me muero; de esta no me escapo; he recibido algunas, algunas he dao, y sé cómo entran las que matan. Pajarito no marraba nunca. Yo tampoco. De ahí que estemos en paz. Le saco de ventaja unas horas. En fin... esto, ¿qué hace? Alguna vez se acaba. Y la vez me ha llegao.

—Por defenderme mueres. ¿Qué no haría yo por salvarte?

—Por salvarme, nada puede usté hacer. Por alegrarme la hora de la muerte, sí puede usté hacer mucho.

—¿Yo?

—Sí.

—Dilo. Lo que sea, lo que pidas, se hará.

—Mire usté, don Antonio, es una tontería. Chocheces. Soy viejo, y el chochear es asunto de viejos, pues chocheces serán; pero, vaya, que si usté me diera ese gusto, sería yo más feliz que el rey en su trono.

—Dilo; te aseguro que, si está en mis manos, lo haré.

—¡En sus manos! ¿En cuáles si no?... Antes óigame usté, necesito que me oiga usté. Lo que voy a pedirle es mucho; puede que, escuchándome, manque sea mucho lo que pido, lo haga usté, señor director.

—Aunque pidieras mucho, más hiciste salvándome la vida.

—¡Quién sabe!... ¡Quién sabe! Óigame, señor director.

El Lobo hace un esfuerzo, se incorpora; pone los ojos en el techo, como si deseara abstraerse de cuanto le rodea, y dice con voz lenta, cortada por las ansias del alentar:

—También yo odiaba a usté antes de que viniera. Traía usté fama de duro con los presos. Y justificá estaba la tal fama. En los meses que van, desde que vino, no ha dejao respirar a nadie. Ello pué que sea pa usté una obligación. Pa nosotros..., nosotros... ¡Vaya, que con usté no hay forma de hacer uno lo suyo; a nosotros nos gusta hacerlo; y a los que, como yo, son amos y reyes entre la gente del presidio, es claro que les gusta más! De mó y manera, que yo le odiaba a usté, y ¡ea!, que yo hubiera hecho con usté lo que quiso hacer Pajarito.

—¿Tú?...

—Yo, señor director. Y no lo he hecho y lo he defendío, y me la he ganao por defenderle. No me dé usté las gracias. La cosa no ha sío por usté.

—Pero...

—El día primero que usté vino, bajó al patio, y no bajó solo; con usté bajaba Antoñita... ¿Me deja usté, que la llame Antoñita?... Pues sí, bajó Antoñita con usté. ¡Qué maja estaba con su pelo rubio y su vestío blanco! Cuando se puso frente a mí, me pareció que traía en su traje la nieve serrana y en su cabecita el sol caliente de la sierra. Embobao me quedé al mirarla. Más embobao cuando se acercó a mí, y se puso a hablarme, y me quitó la calza de las manos y me dijo que quería que le hiciese unas medias pa un muñeco que tiene. ¡Se las he hecho! Debajo del cabezal de mi camastro están escondías. Se las he hecho; no se las he dao, porque temí que se enfaara usté conmigo. Cuando acabe yo, que se las den y que las gaste el muñeco suyo a mi salú... ¡Sí que es un cielo la chiquilla! Yo, ya ve usté, me he criao en el monte, entre fieras; como fieras son los hombres del monte. A mí no se ha acercao naide pa decirme una buena razón. Pa burlarse se acercaron antes de que matara; después de matar, se acercaban cuando no podían huir. Ya ve usté, así me he criao yo, sin madre, porque no sé quién me ha parío; me dejó encima de un matojo y salió de naja, sin carino; vaya, solo y maltratao. De veras que no se acercó naide a mí con un buen aquel. La niña, Antoñita —hemos quedao en que me deja que la llame Antoñita—; Antoñita se acercó sonriendo, y me habló tal que si yo no fuera tan bestia y tan malo como lo soy. Luego... Luego... (la voz del Lobo tiembla). Luego aquella criatura me echó los brazos por el cuello y me besó aquí, aquí mesmamente, ande pegó la bala. Nunca me besaron en mi vida, señor director; nunca me besaron. Tó yo me quedé estremecío. Creí que el cielo, con su sol y con su luna y con sus estrellas se me había entrao con el beso aquel por el agujero de la bala. Y se me entró; que tó por dentro me llené de luz aquella tarde.

El director apretó fuerte la mano vellosa del Lobo, y dijo, con temblona voz:

—¡Pobre hombre!... ¡Pobre hombre! Mala fue la suerte contigo.

—No fue buena, señor. Menos mal que a la vejez tropecé una clara. Y este es el favor que yo le quería pedir. Es un favor muy grande. Pero, vamos, yo he vivío desde entonces del beso de la chica, y ahora que me voy a morir quisiera... No se enfade. Quisiera que ella viniese ande yo estoy y me diera un beso igual que el otro.

—¿Eso quieres?

—¿Es mucho?

—¡Mucho!... ¡Pronto! ¡Uno! ¡Cualquiera! Que suba a mi casa y que baje a escape Antoñita.

El Lobo no respondió palabra. Retirando su mano de la del director, la llevó junto a la otra suya, que temblaba sobre el embozo; y las dos manos se plegaron, y los ojos se abrieron de par en par dulces, agradecidos, para quedar fijos en la puerta, y sus labios murmuraron algo ininteligible.

Oración no era: el Lobo no sabía rezar.

Nadie turbó con frase ni gesto el recogimiento del muriente.

La niña apareció en la puerta de la enfermería con su vestido blanco, con su pelo de oro, con su risa de astro, resplandeciente como una hostia de amor.

El penado la vio acercarse sin apartar de ella los ojos.

—¡Calla! —dijo la niña—. ¡Es el viejecito de las medias!

—Mira —dijo el padre—. Está malo. Le han herido por defenderme. Te quiere mucho. Se acuerda del beso que le diste. ¿Quieres darle otro ahora, Antoñita?

—Otro y veinte más —repuso la gentil criatura.

—Uno solo y es demasiao —murmuró el Lobo.

Llegó hasta él paso a paso, grave, majestuosa, con los brazos tendidos y la rubia cabellera saltando en rizos por su cara.

Toda aquella hermosura, toda aquella gentileza infantil se inclinó frente al rostro horrible coronado de púas, y un beso musicó el silencio augusto de la sala.

—¡Gracias! —dijo el Lobo.

En sus párpados temblaron dos lágrimas; rodaron sin deshacerse por los pómulos cadavéricos; fue una última sonrisa en su boca, una luz última en sus ojos, y cayó lento, silencioso, sin descruzar las manos.

VIII

Velando el cadáver del Lobo queda la niña gentil de los cabellos rubios.

Los ojos del anciano, de par en par abiertos, están llenos de luz; la boca sonríe a la muerte.

Todo el rostro es bondad.


Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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