El Maquinista

Joaquín Dicenta


Cuento


En pie sobre el suelo acerado de la locomotora, repartiendo con mano segura y experta vida y calor y movimiento á aquel organismo de hie­rro y de cobre; apoyado en la mani­vela; atento á las oscilaciones del manómetro y á las exigencias del re­gulador; combinándolo todo, mi­diéndolo todo, previniéndolo todo, está el maquinista del tren en mar­cha, con los ojos puestos en el camino y la conciencia en el cumplímiento de su deber.

Aquel hombre, vestido con una blusa azul recogida en desiguales pliegues sobre unos pantalones del mismo color: robusto de cuerpo, con el rostro ennegrecido por el humo, las manos sucias por el carbón y la piel curtida por la lluvia y el aire; aquel personaje, en cuya existencia reparan apenas los viajeros, es el dueño del tren que resbala apresuradamente sobre los rieles; á su voluntad y á su pericia están encomendados los intereses varios que se agi­tan y se amontonan en el interior de los vagones, la vida de los hombres, la conservación de los equipajes, la seguridad de las mercancías; un mo­vimiento torpe, una maniobra mal hecha, el menor descuido, la más pequeña falta, pueden convertir la mole obediente y bien equilibrada, el medio de comunicación y de progreso, el implacable vencedor de las distancias y de las fronteras, en masa ciega y destructora, en instrumento de muerte y de tortura, en vehículo de desastre y en pregonero de des­gracias.

Porque tal sabe, porque no se le esconde la responsabilidad que de su oficio emana, camina el maquinista por la vía adelante, inaccesible al sueño, á la distracción y al can­sancio; azotado por la lluvia cuando las nubes se desatan en agua; sacudido por el huracán cuando el true­no ruge en los aires y el rayo cons­truye ángulos de fuego en el hori­zonte; tostándose de un lado y he­lándose de otro durante el invierno, para achicharrarse por todas partes á la vez en el verano; recibiendo el beso frío de la escarcha, el hálito entumecedor de la nieve, la caricia asfixiadora del sol y el brusco mano­tazo del vendaval; firme en su sitio, penetrando con pupila escudriñado­ra las tinieblas en las noches obscuras, vigilando las curvas que describe la línea, fijándose en el menor detalle, porque en hacerlo estriba su deber, porque es á un tiempo mismo capitán y piloto de aquel buque que navega en tierrra firme sobre dos carriles de acero.

Esfuerzo gigantesco el de ese hombre, en quien nadie ó casi nadie repara, y á quien yo he visto ganar leguas y leguas, envuelto por torbe­llinos de humo, por nieblas de va­por, respirando una atmósfera de hulla, siniestramente iluminado por el resplandor rojizo que brota de la hornilla entreabierta, y avaro de re­correr el trayecto, á cuyo término le aguardan una vivienda humilde, un lecho blando y unos brazos de mujer que se abren, cuando él llega á su encuentro; de par en par. Así va y viene un día y otro por la misma ruta, con la misma máqui­na, con iguales trabajos y con res­ponsabilidades idénticas; el esfuerzo diario nada representa para él, nada representa tampoco para los otros; él está acostumbrado á realizarlo, los otros á vérselo realizar, y él y su tarea entran en la serie no interrumpida de faenas y de seres extraordina­rios, transformados por la costumbre en insignificantes y vulgares.

Pero entre tantos días llega uno en que, mientras la máquina arrastra por los rieles vagones y vagones, el maquinista observa que en dirección contraria, por la estrecha via que se extiende delante de sus ojos, avan­za —si el suceso ocurre de noche— un farol encarnado, á cuya espalda se dibuja una masa confusa y negra; si el suceso ocurre de día, esa mis­ma masa confusa y negra, coronada por una nube de vapor. Es otro tren, otra fuerza igual á la que él encamina y dirige, que se le viene encima con ímpetu salvaje y avasalladora potencia.

¿De dónde procede aquel enemi­go imprevisto? ¿Por qué se atraviesa en la marcha de su tren? ¿Quién lo dirige en contra suya? ¿Fué un error de salida? ¿Un aviso mal dado? ¿Una orden mal interpretada? ¿Un telegrama mal entendido?... El maquinista no lo sabe; no tiene tiempo de averi­guarlo tampoco. Él no ve más que el peligro inminente, dos moles de hierro, de madera y cobre que avan­zan la una sobre la otra con fatal empuje, dispuestas á chocar, á destruirse, á producir desesperación y muerte donde todo era pocos mo­mentos antes vida y regocijo.

La catástrofe con sus terribles consecuencias aparece delante del maquinista; y aparece inevitable, porque los trenes están muy cerca, porque no hay medio humano de detenerlos.

El maquinista puede salvarse; bástale saltar de la máquina; él está acostumbrado á tales saltos y puede librar su vida á cambio de algunas contusiones; pero, ¿y los viajeros? ¿Y el tren confiado á su pericia? ¿Y el deber, que se le presenta en el es­pacio con gesto de mando y ademán imperioso? No, él no puede huir, no puede abandonar la máquina; debe luchar hasta el último trance, con riesgo seguro de su existencia, y no duda, no vacila; el hombre se con­vierte en héroe, aprieta la manivela con mano firme, hace prorrumpir al pito en gritos de alarma, da contra­vapor y sigue avanzando, avanzan­do siempre, mientras el tren contra­rio avanza también, practicando la misma maniobra y prorrumpiendo en iguales estridentes clamores.

Todo es inútil; las dos locomotoras están á cuatro metros de distancia. Se hace un último esfuerzo... inútil también... Las máquinas cho­can con un ruido estruendoso de hierros que se parten, de ejes que se rompen, de calderas que estallan; los vagones, sorprendidos por aquel encuentro brutal, montan los unos sobre los otros para caer luego de golpe deshechos, abiertos, á un lado y á otro de los carriles; escúchanse por todas partes gritos de angustia, voces de socorro, lamentos, estertores de muerte, imprecaciones de rabia...

La catástrofe se hn realizado, el desastre es un hecho. ¿Y el maqui­nista? Allá en la cuneta de la vía, pá­lido, ensangrentado, con los miembros rotos, con la cabeza aplastada, el pecho abierto y chorreando san­gre, esclavo de su deber, muerto junto á su máquina, que agoniza con las ruedas en alto, la chimenea ce­gada y la caldera rota, arrojando torrentes de vapor y montones de brasa, últimos latidos de su sangre que se paraliza y de su respiración que se extingue. Allí está el maquinista, el héroe anónimo, desconocido de todos, ol­vidado de todos también, que muere sin dejar recuerdos en la memoria de nadie, como no sea en la de aque­lla mujer que le espera en su casa con el amor en el alma y los brazos abiertos de par en par.


Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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