El Último Adiós

Joaquín Dicenta


Cuento


Al fin pude verla asomada a la ventanilla y dirigiendo sus ojos en mi busca, mientras la máquina avanzaba con lentitud majestuosa por el andén, arrastrando los vagones, que sacudían con intermitente chirrido sus músculos de hierro.


Voy al convento de X…; pasaré por ahí; sal a esperarme y nos daremos el último adiós.


Esta carta, la primera noticia que recibía después de cuatro años de la compañera de mi infancia, de la que compartió conmigo los juegos tumultuosos de la niñez, me hizo acudir a la estación más entristecido que alegre; y mi tristeza subió de punto cuando, al estrechar entre mis manos las suyas, contemplé su rostro hermoso, pero impasible y frío, como los de esas estatuas del Renacimiento que retratan a un tiempo la belleza y la muerte.

Era ella; pero ¡qué diferencia tan grande existía entre aquel rostro alegre, lleno de vida y de expresión, que yo miraba como una aurora en los comienzos de mi juventud, y el rostro que se me ofrecía entonces, arrebujado en una toquilla oscura! Los ojos grandes y negros, donde brillaran antes todas las pasiones y todos los deseos, miraban con triste y monótona indiferencia; sus labios, abiertos siempre por una sonrisa juguetona y fresca, ostentaban un pliegue sombrío; las curvas de su garganta y de sus mejillas tendían a convertirse en líneas angulosas. Era otra mujer; más que ella misma, resultaba un recuerdo borroso de su propia imagen.

—¿Qué es esto? —le dije.

—Que abandono la aldea y voy a meterme en un convento.

—¿En un convento?

—Sí. Ya sabes que estamos muy pobres; la vida es muy difícil, el trabajo falta muy a menudo, y, además —añadió con acento igual y monótono como el que repite una lección aprendida de memoria—, el mundo solo ofrece miserias, malos ejemplos; la vida es una senda de abrojos; un camino breve a cuyo término se encuentra el cielo, única esperanza y exclusivo fin de todos los seres. Pues bien: yo quiero ganar ese cielo, y me voy al convento a ponerme el sayal humilde de la religiosa, a rezar por los pecadores, a pedir a Dios de rodillas la salvación de mi alma y la salvación de los míos; a ser santa, a ser buena…

—¡Pero es posible! —exclamé yo con amargura—. ¿Y tu madre? ¿Y esa pobre anciana? ¿Qué va a ser de ella sin ti?

—¡Mi madre!… Mejor auxilio puedo prestarle con mis oraciones que con mi trabajo. ¿Qué importa que las necesidades la aflijan en la tierra, si Dios le abrirá sus brazos, por mi intervención, después de su muerte?

—¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién te ha aconsejado eso? —exclamé yo con asombro.

—El señor cura, que es un santo varón y me quiere mucho, y solo piensa en ganar almas para la gloria.

—Mira, hermana —le dije—. Tú tienes la obligación de creerme; fui tu compañero en la niñez, tu amigo en la juventud, tu apoyo en los trances difíciles de la vida. Pues bien; yo te aseguro que el acto a que te inducen es una infamia; que dejar sola a tu madre cuando la vejez se cierne sobre ella es una traición; que abandonar el mundo por temor a la lucha representa una insigne cobardía. Tu deber consiste en pelear cuerpo a cuerpo con la miseria, con los sufrimientos; en atender con el fruto de tu trabajo, sea cual fuere, los últimos días de esa anciana que te ha dado la sangre de sus venas y los tesoros más recónditos de su espíritu; en amar y en ser amada; no confundirte en un claustro para vivir la existencia de los hipócritas y de los egoístas. No sigas tu camino —añadí—; baja de ese coche; vuelve a la aldea: sé pobre, pero sé mujer; sé desdichada, pero no seas cobarde e inútil.

—¡Imposible! —exclamó ella, a tiempo que el primer silbido de la máquina anunciaba el momento en que debía arrancar el tren—. ¡Imposible! El cura es un santo y me aconseja eso; él sabe más que tú.

—Es verdad —repuse—; ha sabido extinguir en tu alma todos los arranques generosos.

—¡Adiós! —murmuró ella con voz tranquila, a tiempo que la máquina, atrayendo hacia sí los vagones con un movimiento brutal, arrojaba bocanadas de humo negruzco por la metálica chimenea—. ¡Adiós!…

Y me alargó la mano en ademán de despedida.

Yo no contesté a su saludo; dejé caer los brazos a lo largo del cuerpo, y miré con angustia aquella masa móvil que se perdía entre las brumas del crepúsculo, y se me antojó que miraba, no un tren de viajeros, sino uno de esos trenes mortuorios que conducen el cuerpo inanimado del ser querido, y lo arrastran con rapidez vertiginosa para depositarlo lejos, muy lejos de uno, en el hueco impenetrable de la tumba.

¡Lástima que no la acompañara el cura del pueblo para rezar el último responso sobre aquel cadáver!

No pudo ir. El buen señor sigue en la aldea, engordando y educando almas para el cielo.

¡Dios se lo tome en cuenta!


Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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