Los Melocotones

Cuento baturro

Joaquín Dicenta


Cuento


Sale el tren mixto de Calatayud y emprende el camino de Zaragoza con lento caminar de bestia de carga. Chirrían antipáticamente los ejes sin escrupulosidad engrasados, vomita humo negro la chimenea de la máquina, escúchanse en los vagones de mercancías cacareos de gallinas, balidos de corderos, relinchos de caballos; los coches de primera van llenos de aire y polvo, los de segunda y tercera de gente alegre y decidora. El cierzo del Moncayo golpea con sus alas de nieve ventanillas y portezuelas, y el campo aragonés se extiende como una inmensa alfombra verde a uno y otro lado de los raíles. Uno de los coches de tercera va ocupado en su mayor parte por labradores; pues excepción hecha de un cura y un sujeto que por las trazas debe ser médico o boticario de algún pueblo próximo, los viajeros restantes visten el clásico calzón, la morada faja, la obscura chaquetilla y el embotonado chaleco, y calzan sus pies con las alpargatas de cinta y cubren la cabeza con el pañuelo de colores. Sólo un asiento queda libre, vamos, libre de persona ocupante, porque lo usufructúa un cesto de melocotones sobre el cual apoya uno de sus brazos el más perfecto tipo de baturro que parió la tierra. Alto, huesoso, con la nariz corva, saliente la barba y los ojos vivos y tenaces, viaja mi hombre con el cuerpo recostado en el respaldo de madera, una pierna cruzada sobre la otra y un cigarro de papel, grueso como un puro, entre los dientes negros y desiguales; frente a él va otro labriego de cara gruesa, abultado estómago y linfático aspecto, que dormita al arrullo del eje, cacareos, balidos, relinchos y conversaciones dando cabezadas mayúsculas.

En la estación inmediata a Calatayud se abre la portezuela del coche y entra un individuo de porte entre señoril y campesino.

—Buenos días —dice el recién llegado.

—Buenos días —le contestan los viajeros del vagón.

Dirige sus ojos el entrante a uno y otro sitio en busca de asiento, y al ver que no hay ninguno disponible más que el ocupado por la cesta de melocotones, exclama encarándose con el baturro:

—¿Quié quitar ese cestico pa que yo me siente?

—¿Quién, yo? —responde el baturro—. No siñor.

—¡Cómo que no!… Tengo derecho a un asiento; no hay más que ese… Con que quite los melocotones.

Li hi dicho a usté que yo no los quito.

Y el baturro sigue tranquilamente apoyado en el cesto, mientras el viajero nuevo se da a todos los diablos y el labrador que dormitaba abre los ojos y contempla la escena en actitud indiferente.

Sube de tono la disputa cuando se abre la portezuela y entra el revisor.

—Revisor —exclama el viajero—, haga el obsequio de convencer a este hombre; le digo que quite ese cesto pa sentarme yo, y responde que no lo quita.

—Y no lo quito —contesta otra vez el baturro.

—Pero hombre, no sea usté bestia —dice el revisor—. El señor ha comprado este billete —enseñando el que recoge de manos del viajero—; este billete le da derecho a un asiento. Conque, quite usted el cesto para que se siente este caballero.

—¡Yo! ¡Lo menos se cree éste que con sus andróminas y con sus galones va a asustame. Hi dicho que no lo quito y no lo quito manque escarrile el tren!

—No hace falta que descarrile; ya habrá quien le haga obedecer —grita colérico el empleado a tiempo que la máquina se detiene frente a una estación.

—¡A mí!… ¡Tindría que ver eso!…

Requerido por el interventor acude el jefe de estación. Son inútiles ruegos, amenazas, exhortaciones… El baturro sigue en sus trece y es preciso llamar a la guardia civil.

—Ahora veremos —añade el jefe de estación— si quita usted la cesta.

—¡Yo! —replica el aragonés—. ¡Yo!… ¡Como no venga a quitala el Nuncio!

Entra la pareja en el coche; se le explica el caso y los guardias, encarándose con el labriego y empleando el dulce lenguaje propio a la institución, le gritan:

—¡Quita el cesto inmediatamente, borrico!

—¡Bah! —insiste el otro—. ¿Quitalo? Lo que menos us habéis afegurao vosotros que van a meteme miedo las escopetas y los tricornios qui traís. He dicho que yo no quito el cesto, ¡ridiós!… Y no lo quito.

—Pero ¿por qué no has de quitarlo? —gruñe uno de los guardias, levantando la culata de su escopeta sobre la cabeza del baturro—. ¿Por qué?

—¿Y por qué voy a quitalo —dice el baturro—, si el cesto no es mío sino de ese siñor que va enfrente? Y señala al linfático labriego que había seguido toda la disputa sin hablar palabra.

—Pero ¿el cesto es de usted?

—¡Claro! —afirma el otro.

—¿Y por qué no lo ha quitado usted?…

—¡Yo!… ¡Otra!… ¡Como a mí no me han dicho nada!…


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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