Madroño

Joaquín Dicenta


Cuento


I
II

I

Por una vereda que atravesaba el agostado campo de trigo venían, camino de Madrid, Curro y Madroño, dos amigos inseparables, dos vagabundos curtidos por la intemperie, aparejados por la desgracia y hechos y vivir en trochas, vericuetos y carreteras, sin más compañía que la de Dios, ni otro consejero que su instinto. Pobres desvalidos, errantes, su rumbo lo marcaba la suerte, su comida era preparada por la casualidad y su alojamiento por las exigencias de la estación: en las noches de estío, la pradera verde y el cielo azul; en las de invierno, la covacha obscura y el haz de ramas secas abrazándose en el fondo de un agujero irregular: contra el sol, la copa de los árboles; contra la lluvia, las salientes rezumosas de los peñascos. He aquí todos los recursos, todas las comodidades, las preeminencias todas derramadas por el destino sobre aquellos dos compañeros que marchaban por la vereda adelante, a la luz rojiza de un crepúsculo de Agosto.

Habían andado mucho, toda la tarde, bajo los rayos abrasadores del sol, respirando fuego, mascando polvo, sin una gota de agua para su sed ni un momento de reposo para su fatiga: de buena gana se hubieran detenido un rato para respirar cómodamente las primeras ráfagas de aire fresco que les enviaba el crepúsculo, y ofrecer descanso a sus miembros rendidos; pero no era posible; Curro tenía prisa; necesitaba entregar la carta a un escribano de Madrid, y Madroño seguía a Curro, como siempre, obedeciendo sus mandatos, dejándose conducir por él con melancólica pasividad.

Y así iban, el uno delante de otro, con la cabeza baja, el andar cansino, el cuerpo sudoso, el estómago exhausto y los remos torpes, indiferentes a las bellezas del crepúsculo, al sublime espectáculo que ofrecían las nubes, cubriendo la muerte del sol con un sudario festoneado de oro, al rumor triste con que la tierra se despedía de la luz, al último aleteo de las aves y al primer beso de la noche.

Ellos no podían fijarse en tales cosas; para ellos no había más que un espectáculo interesante: el de la inmensa población que se descubría a lo lejos, recortando en el horizonte gris las torres de sus iglesias, las manzanas de su caserío y el resplandor amarillento de sus faroles; allí estaba el término del viaje, la comida y el lecho; poco importaba que la comida fuera mala y el lecho duro; poder comer y poder dormir era un refinamiento de lujo para aquellos dos seres.

Y Curro pensaba que el escribano no iba a ser tan malo que no les diese un mendrugo de pan, un puñado de paja y un montón de heno.

Con eso tenían bastante; no estaban acostumbrados a más; así habían vivido desde que se conocieron, desde que Curro empezó a jugar con Madroño y a encaramarse encima de él y a darle palos y a tirarle de las orejas y a cruzar campos. Y caminos sobre su lomo, porque Madroño era un burro muy flaco, muy huesudo, con el vientre pegado al espinazo, el espinazo pegado a la piel, las orejas largas, el rabo corto, el cuerpo repujado de mataduras y las patas llenas de esparavanes.

Un burro viejo robado por una familia de zíngaros y hecho a vivir con ella y a ser el amigo inseparable de Curro, de aquel gitanillo de ocho años, que tenía el pelo negro, los labios rojos, los dientes blancos y la cara cobriza.

La madre de Curro había muerto; a su padre acababan de meterle en la cárcel por homicida y el chico iba hacia Madrid sin otros deseos que llegar cuanto antes, poner en manos del escribano la carta del cautivo, y dormir unas miajas.

Al día siguiente... ¡Qué demonio!... No era cosa de desesperarse ni de que le faltara Dios. Echaría con Madroño por esos caminos y vivirían, como siempre, a salto de mata, con la existencia del mañana insegura y la del ayer inexplicable.

Además Curro se entendía muy bien con Madroño y Madroño con Curro; teniendo éste el pollino a su lado no estaba solo. El pollino era un buen compañero, cariñoso, paciente, servicial... ¡En fin!... A ver qué determinaba el escribano; después determinaría el chicuelo.

Pero, ¿qué iba a determinar?... No era fácil decirlo; miedo le daba de pensarlo. Por eso volvía su cabeza hacia el burro, gritándole: «¡Anda, que falta poco!» Daba unos pasos en esta actitud y luego tornaba a inclinar la cabeza, mientras el asno le seguía con triste y achacoso renqueo.

Al pensar en su futura suerte, el muchacho ponía una cara muy triste.

Recordaba, sin intención de hacerlo, las aventuras de sus primeros años: una mujer morena, vestida con pingajos multicolores, que le daba besos y mendrugos de pan; y un hombre esbelto, ágil, de mirada enérgica y semblante duro, que solía hablarle áspero y molerle los riñones con una vara; pero que con su mal genio y todo, andaba a pie leguas y leguas, mientras el chiquillo y su madre iban a lomos de Madroño, y destinaba al hijo la primera cucharada de sopa y echaba por la boca venablos y rayos por los ojos cuando alguien se metía con Curro.

De aquello ya no quedaba nada: la madre en el cementerio; el padre en la cárcel y Curro, y Madroño camino de Madrid.

II

Estaban cerca del puente de Toledo y el escribano habitaba en la calle del mismo nombre. Era cuestión de veinte minutos llegar a su vivienda.

La existencia agitada y bulliciosa de Madrid, comenzaba a manifestarse en los grupos de obreros que por la carretera se extendían; en los carruajes cubiertos de polvo que cruzaban por ella, en el vocerío de las mujeres que, mantón al brazo y pañuelo a hombros, regresaban de sus tareas, y en el rumor confuso que venía de la ciudad como un alentar poderoso.

La marcha del burro se había hecho de minuto en minuto, más difícil.

—¡Anda, Madroño! —gritó el niño, tirando del ronzal.

—¡Anda! —añadió viendo que el jumento se detenía. Y golpeó con la vara que llevaba en la mano los lomos de su amigo.

Pero Madroño, no obstante el mandato de su amo y la dureza de la intimación, permanecía inmóvil. Un estremecimiento nervioso agitaba su cuerpo; su bocaza se contraía dejando al descubierto una doble hilera de dientes amarillos. Quiso adelantar una pata, se tambaleó como un ebrio y tornó a quedar quieto con las orejas caídas, el espinazo en curva y los remos en contracción.

—¡Arre, Madroño! —repitió el muchacho—. ¡Arre, que tengo prisa!...

El burro dio dos pasos y, luego, alzando la cabeza, aspirando con ansia el aire fresco de la tarde, se arrojó al suelo y comenzó a patalear con movimientos convulsivos.

—Alza —exclamó Curro, mientras la gente se reunía para ver aquel espectáculo gratuito—. ¡Alza, Madroño! ¡No te digo que alces! —y tirando del ronzal, levantó 1a cabeza del borrico, le sacudió con ella dos palos, y quiso obligarle a ponerse en pie. Madroño dirigió a Curro una mirada indefinible... ¡Levantarse! ¡Acaso podría!... De poder ¿no lo hubiera hecho ya? Y procuró hacerlo, y tras breve y desesperada lucha, cayó cuan largo era, dando en el suelo una espantosa cabezada.

—¡Vamos, chico! —dijo uno de los allí presentes—. ¿No estás viendo que el burro se muere? ¿Para qué te empeñas en levantarlo?

—¡Que se muere!

—¿No ves que sí?

El hombre tenía razón. Madroño se moría de vejez, de cansancio y de hambre, provocando la risa de los curiosos con su ruin aspecto y con sus grotescas contorsiones.

—¡Buen forro pa un baúl! —exclamó una mujer acercándose.

—¡Que le traigan un cura! —gritó un librepensador de las afueras.

Y Curro, inmóvil, estúpido, con los ojos muy abiertos y los puños cerrados, miraba a Madroño. Éste hizo un esfuerzo supremo; levantó la cabeza, abrió la boca, dio un angustioso resoplido, agachó las orejas, estiró las patas y quedó muerto.

—Muerto del too —como dijo un chusco a manera de oración fúnebre.

Curro se puso pálido, muy pálido; cayó de rodillas junto al burro, le rodeó el cuello con los brazos y rompió en sollozos.

—Vamos, galán —dijo un espectador—, levanta de ahí. ¿Vas a llorar porque se ha muerto un burro?

—¡Ay, señor! —repuso el gitano con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Qué quiere usted que haga sino llorar? Esta tarde era mi única compañía en el mundo. Ahora me quedo sin ninguna. ¿Dónde encontraré otra?

Y siguió llorando mientras la gente se alejaba y los últimos resplandores del crepúsculo se perdían en el horizonte.

El muchacho tenía razón para desesperarse.

¡Es tan difícil encontrar un compañero en la vida!

¡Aunque sea un burro!


Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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