¡Pa Mí que Nieva…!

Joaquín Dicenta


Cuento


Mirábase reproducido en el ancho espejo colocado sobre el lujoso tocador de la fonda, y aún dudaba si sería él.

¡Cómo!, aquel señor, que se levantaba de dormir en colchones de pluma, entre sábanas de hilo y colchas de seda, aquel hombre de cuarenta y cinco años, vestido por fuera y por dentro como un banquero o como un príncipe, aquel caballero afeitado, perfumado, estirado, limpio, ¿era él, Pepillo, el Pepillo de antes?… ¡Vaya que no!… Seguramente soñaba y no tardaría en despertarle de su sueño la bota de un guardia de orden público. Estaba hecho a semejantes despertadores desde su infancia. Sólo le sorprendía el retraso. ¡A que se habían olvidado de dar cuerda a los despertadores en la prevención del distrito!…

Así discurría Pepe por lo bajo, intercalando su discurso con sonrisas alegres y gestos de satisfacción. A fe que tenía motivos para estar contento. ¡Volver a Madrid al cabo de veintiséis años; instalarse en el hotel de Roma y verse asistido por tres o cuatro sirvientes que lucían frac, corbata blanca y bota de charol! ¡Coche para el paseo, palco en el teatro y cheques por valor de tres millones en la cartera!… Y no era sueño; era la realidad indiscutible.

¿Cómo el granujilla, el golfo, el vendedor de periódicos, el que tuvo por lecho el quicio de las puertas y los bancos del Prado, el que se lavaba en el pilón de Neptuno y comía en la taberna de la Liendres, llegó a tan empingorotada posición social? Pues como ocurren estas cosas. Con ayuda de la suerte, del trabajo, de la intrepidez y de la constancia.

La suerte le condujo a América, a Cuba, de Cuba pasó a California; uniose allí con una banda de mineros, codiciosos de oro y faltos de aprensión; trabajó en la mina; disputó cuerpo a cuerpo su jornal al principio, su hacienda después; gran parte de su oro fue amasado con sangre; pero ¿qué importaba? Rico era y a su España volvía, con el rostro tostado por el sol y el viento y el corazón encallecido por la lucha y por la experiencia. Aún no estaba viejo, aún podía disfrutar de su oro… ¡A gozarlo!, ¡qué diablo!… ¡Bastante sufrió de chico en su patria y de mozo en la ajena!…

Algunos recuerdos de su aventurero existir hacíanle enarcar las cejas con fruncimiento doloroso. No en balde se mata a un hombre o se engaña a un amigo. Pero ¡qué remedio!, de no haber matado, le hubieran matado a él; de no engañar, hubiera sufrido el engaño. —No se pescan truchas a bragas enjutas —murmuró Pepe, recordando los refranes de su antiguo idioma, truhanesco; y golpeó con la mano su frente para alejar de ella los remordimientos, como si los remordimientos fuesen un mosquito para él.

Aquellos recuerdos tristes se retiraron a la primera indicación. Pepe estaba hecho a mandar en su conciencia como en un esclavo y ésta no se atrevía a replicarle. Se retiraron y en puesto suyo brotó una imagen de la juventud: Manolita. ¿Qué habría sido de aquella golfa, de su compañera, de la primera querida que tuvo?…

Sin poder, ni querer evitarlo, evocaba todo el idilio de su miseria. Veía a Manolita, con su cara pálida, sus ojazos negros, sus labios rojos, su cuerpo esbelto y sus quince abriles brillando entre los harapos que la vestían, como una rosa en un tiesto roto; la veía recostada en un esquinazo de las cuatro calles, con la tira de décimos en la mano derecha y gritando con voz chillona: ¡El gordo!… ¡el gordo!… ¡Tómelo usté cabayero! La veía a ella y junto a ella se contemplaba él, con la gorra sobre los ojos, la blusa rota y los pies descalzos, voceando ¡El parcial!, ¡El Liberal!, ¡El Grobo! y soltando entre pregón y pregón cuatro chicoleos a la moza de sus quereres.

¡Qué guapa era!… ¡Cuántos deseos le inspiraba!… La cosa ocurrió, pues, como tenía que ocurrir… ¿Quién iba a evitarlo?

Una noche, nevaba mucho, mucho, las calles aparecían cubiertas por un barro blanquinoso y frío; los paseos por una sábana de alabastro; de los árboles colgaban jirones de nieve que parecían pingos recién lavados puestos a secar; el cielo estaba gris. Ni casa, ni pan, ni abrigo… Él y Manolita se refugiaron en un portal… Los cuerpos se apretaban inconscientemente uno contra otro, sin más objeto que darse calor; luego, el calor que de los cuerpos de Manolita y Pepe emanaba, ya no fue solo calor de abrigo, fue un calor suave, dulce, que se metía por sus venas haciendo temblar sus miembros, latir sus corazones, apresurarse sus alientos, secarse sus bocas… Las manos se unieron, los cuerpos se apretaron más, siempre más; las caras, volviéndose como para buscarse, se aproximaron con tímido y sensual balanceo… un beso unió sus labios y el amor convirtió en sol fundido la nieve de las calles y en alcoba nupcial el quicio de una puerta.

¡Qué hermosa noche!… ¡La más hermosa de su vida! Fue su primera noche de amante. No. Ni los lechos suntuosos que una vez rico disfrutara, ni sus horas de orgía, ni las mujeres que con su oro compró, ni su oro ni su lujo valían lo que sus harapos de entonces, lo que su pobreza, lo que la hermosa vendedora de décimos, lo que aquella noche sin pan y aquel lecho de nieve… ¿Viviría ella?… ¿Qué sería de ella? Una buena parte de su caudal diera gustoso por saberlo…

Y lo supo. ¿Cómo? No viene al caso. Tenía hambre de la noticia y dinero para pagarla; lo supo.

Manolita ya no era Manolita, era Manuela; se enredó con un señorón: la regaló dos hijas y casó con él para legitimarlas. Al presente era rica, viuda hermosa; sus dos hijas estaban en Francia educándose en un colegio; y ella concurría todas las noches con otras señoras a los Jardines del Buen Retiro, por ser época de verano, pero no tan avanzada que solicitase las excursiones veraniegas.

—Pues yo la veo; y la veo esta noche… —dijo Pepe apenas supo la existencia y costumbres de su antigua querida—. Voy a los Jardines, me presento a ella y me proporciono la inmensa satisfacción de saludarla.

Y se vieron y se conocieron luego de quedar profundamente sorprendidos uno de otro; y al terminar la noche dijo D. José a doña Manuela…

—¿Me permites que te acompañe?

—¿Por qué no? —repuso ésta.

—Mi coche espera a la puerta de los Jardines. Acompáñame.


* * *


Recostados en los elegantes almohadones del cómodo landó a medio cubrir, iban Manuela y Pepe, Castellana adelante evocando los días de su juventud y refiriéndose recíprocamente sus aventuras. Un recuerdo, el de su primera noche de amor, revoloteaba por sus cerebros sin atreverse a salir de sus labios… Pepe fue quien dio a la evocación forma hablada.

—¿Te acuerdas? —dijo.

—Sí —repuso ella.

Y pasaron algunos segundos; y poco a poco sus cuerpos se apretaron inconscientemente uno contra otro; y sintieron un calor, que no era el calor fatigoso de aquella primera noche de julio, sino un calor suave, dulce, que entraba por sus venas y hacía temblar sus miembros, latir sus corazones, apresurarse sus alientos, secarse sus bocas… Sus manos se juntaron, sus cuerpos se apretaron más, siempre más, volviéronse sus caras, como buscándose, y Pepe, a tiempo que imprimía un beso en los labios de Manolita, murmuró con su antigua voz de granujilla enamorado:

—¡Pa mí que nieva!…


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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