El Paraíso Perdido

John Milton


Poesía, religión



El Paraíso Perdido

Libro primero

Argumento


Este primer libro contiene en breves palabras la exposición o asunto de todo el Poema: la desobediencia del hombre, y como consecuencia de ella, la pérdida del Paraíso donde moraba. Indícase también que el primer móvil de su caída fue la Serpiente, o más bien Satanás, personificado en ella; el cual, rebelándose contra Dios y atrayendo a su partido numerosas legiones de ángeles, fue por disposición divina arrojado del cielo y precipitado con toda su hueste en el profundo abismo. Terminada esta exposición, el poema prescinde de los demás antecedentes, y representa a Satanás con sus ángeles, sumidos ya en el infierno, que se describe aquí, no como si estuviese situado en el centro del mundo (porque debe suponerse que ni el cielo ni la tierra existían aún, y por lo tanto, no podían ser mansión de réprobos), sino en un lugar de extrañas tinieblas, llamado más propiamente caos. Lanzado allí Satanás, con todos los suyos, en medio de un lago ardiente, herido del rayo y anonadado, vuelve por fin en sí como al despertar de un sueño, llama al que yace junto a él y es su segundo en poder y jerarquía, y ambos discurren sobre su miserable estado. Evoca el príncipe infernal a todas sus legiones, hasta entonces tan abatidas como él. Levántanse a su voz unas tras otras: su número, su orden de batallar y sus principales jefes, cuyos nombres son los de los ídolos conocidos después en Canaán y las comarcas circunvecinas. En un discurso que Satanás les dirige, los alienta con la esperanza de recobrar el cielo, anunciándoles por último la creación de un nuevo mundo y de un nuevo ser, conforme a una antigua profecía o tradición que se conserva en el cielo, pues era opinión de algunos Santos Padres que los ángeles existían mucho tiempo antes que este mundo visible. Para averiguar la verdad de esta profecía y lo que en su consecuencia debiera hacerse, junta en consejo a los principales. Resolución que adoptan. El Pandemonium, palacio de Satanás, construido de pronto, surge del abismo, y en él tienen su consejo los próceres infernales.


Canta, celeste Musa, la primera desobediencia del hombre, y el fruto de aquel árbol prohibido, cuyo funesto manjar trajo la muerte al mundo y todos nuestros males, con la pérdida del Edén, hasta que un Hombre más grande reconquistó para nosotros la mansión bienaventurada. En la secreta cima del Oreb o del Sinaí, tú inspiraste a aquel pastor que fue el primero en enseñar a la escogida grey cómo en su principio salieron del caos los cielos y la tierra; y si te place más la colina de Sión o el arroyo de Siloé, que se deslizaba rápido junto al oráculo de Dios, allí invocaré tu auxilio en favor de mi osado canto; que no con débil vuelo pretendo remontarme sobre el monte Aonio, al empeñarme en un asunto que ni en prosa ni en verso nadie intentó jamás.

Y tú singularmente ¡oh Espíritu! que prefieres a todos los templos un corazón recto y puro, inspírame tu sabiduría. Tú estabas presente desde el principio, y desplegando como una paloma tus poderosas alas, cubriste el vasto abismo, haciéndole fecundo. Ilumina mi oscuridad; realza y alienta mi bajeza, para que desde la altura de este gran propósito pueda glorificar a la Providencia eterna, justificando las miras de Dios para con los hombres.

Di ante todo, ya que ni la celestial esfera ni la profunda extensión del infierno ocultan nada a tu vista, di qué causa movió a nuestros primeros padres, tan favorecidos del cielo en su feliz estado, a separarse de su Creador e incurrir en la única prohibición que les impuso, siendo señores del mundo todo. ¿Quién fue el primero que los incitó a su infame rebelión? La infernal Serpiente. Ella con su malicia, animada por la envidia y el deseo de venganza, engañó a la Madre del género humano. Por su orgullo había sido arrojada del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes, y con el auxilio de estos, no bastándole eclipsar la gloria de sus próceres, confiaba en igualarse al Altísimo, si el Altísimo se le oponía. Para llevar a cabo su ambicioso intento contra el trono y la monarquía de Dios, movió en el cielo una guerra impía, una lucha temeraria, que le fue inútil. El Todopoderoso le arrojó de la etérea bóveda, envuelto en abrasadoras llamas; y con horrendo estrépito y ardiendo, cayó en el abismo de perdición, para vivir entre diamantinas cadenas y en fuego eterno, él que osó retar con sus armas al Omnipotente.

Nueve veces habían recorrido el día y la noche el espacio que miden entre los hombres, desde que fue vencido con su espantosa muchedumbre, revolcándose en medio del ardiente abismo, aunque conservando su inmortalidad. Condenado quedaba empero a mayor despecho, toda vez que habían de atormentarle el recuerdo de la felicidad perdida y el interminable dolor presente. Dirige en torno funestas miradas, que revelan inmensa pena y profunda consternación, no menos que su tenaz orgullo y el odio más implacable; y abarcando cuanto a los ojos de los ángeles es posible, contempla aquel lugar desierto y sombrío, aquel antro horrible, cerrado por todas partes y encendido como un gran horno. Pero sus llamas no prestan luz, y las tinieblas ofrecen cuanta es bastante para descubrir cuadros de dolor, tristísimas regiones, lúgubre oscuridad, donde la paz y el reposo no pueden morar jamás, donde no llega ni aun la esperanza, que donde quiera existe. Allí no hay más que tormentos sin fin, y un diluvio de fuego alimentado por azufre, que arde sin consumirse.

Tal es el lugar que la Justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes; y allí ordenó que estuviera su prisión en las más densas tinieblas, tres veces tan apartada de Dios y de la luz del cielo, cuanto lo está el centro del universo del más lejano polo. ¡Oh! ¡qué diferencia entre esta morada y aquella de donde cayeron!

Presto divisa allí el Arcángel a los compañeros de su ruina, envueltos entre las olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Revolcábase también a su lado uno que era el más poderoso y criminal después de él, conocido mucho más tarde en Palestina con el nombre de Belzebú. El gran Enemigo, que así era llamado Satán en el cielo, rompiendo el hosco silencio, con arrogantes palabras comenzó a decir:

«Si tú eres aquel... pero ¡oh! ¡cuán abatido, cuán otro del que, adornado de brillo deslumbrador en los felices reinos de la luz, sobrepujaba en esplendidez a millones de espíritus refulgentes!... Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un mismo pensamiento y resolución, e igual esperanza y audacia para la gloriosa empresa, unieron en otro tiempo conmigo, como nos une ahora una misma ruina... mira desde qué altura y en qué abismo hemos caído por ser Él mucho más prepotente con sus rayos. Pero, ¿quién había conocido hasta entonces la fuerza de sus terribles armas? Y a pesar de ellas, a pesar de cuanto el Vencedor en su potente cólera pueda hacer aún contra mí, ni me arrepiento, ni he decaído, bien que menguada exteriormente mi brillantez, del firme ánimo, del desdén supremo, propios del que ve su mérito vilipendiado, y que me impulsaron a luchar contra el Omnipotente, llevando a la furiosa contienda innumerables fuerzas de espíritus armados, que osaron despreciar su dominación. Ellos me prefirieron, oponiendo a su poder supremo otro contrario; y venidos a dudosa batalla en las llanuras del cielo, hicieron vacilar su trono.

»¿Qué importa perder el campo donde lidiamos? No se ha perdido todo. Con esta voluntad inflexible, este deseo de venganza, mi odio inmortal, y un valor que no ha de someterse ni cede jamás, ¿cómo he de tenerme por subyugado? Ni su cólera ni su fuerza me arrebatarán nunca esta gloria: humillarme y pedir gracia, doblada la rodilla, y acatar un poder, cuyo ascendiente ha puesto en duda poco ha mi terrible brazo, sería una bajeza, una ignominia, más vergonzosa aún que nuestra caída. Y pues, según ley del destino, no pueden perecer la fuerza de los dioses ni la sustancia empírea, y por la experiencia de este gran acontecimiento vemos que nuestras armas no son peores, y que en previsión hemos ganado mucho, podremos resolvernos a empeñar con más esperanza de éxito, por la astucia o por la fuerza, una guerra eterna e irreconciliable contra nuestro gran enemigo triunfante ahora, y que en el colmo de su júbilo impera como absoluto ejerciendo en el cielo su tiranía.»

Así habló el Ángel apóstata, aunque acongojado por el dolor; así se jactaba en alta voz, mas poseído de una desesperación profunda; y de este modo le contestó en seguida su arrogante compañero:

«¡Oh príncipe! ¡oh caudillo de tantos tronos, que bajo tu enseña condujiste a la guerra a los serafines en orden de batalla, y que mostrando tu valor en terribles trances pusiste en peligro al Rey perpetuo del cielo, contrastando su soberano poder, débase este a la fuerza, al acaso o al destino! Harto bien veo y maldigo el fatal suceso de una triste y vergonzosa derrota que nos arrebató el cielo. Todo este poderoso ejército se halla en la más horrible postración, y destruido hasta el punto que pueden estarlo los dioses y las divinas esencias, pues el pensamiento y el espíritu permanecen invencibles, y el vigor se restaura pronto, por más que esté amortiguada nuestra gloria, y que nuestra dichosa condición haya venido al más miserable estado. Pero ¿y si el vencedor (forzoso me es ahora creerle todopoderoso, pues a no serlo, no habría conseguido avasallarnos), si el vencedor nos conserva todo nuestro espíritu y fortaleza para que mejor podamos sufrir y soportar las penas, para aplacar su vengativa cólera, o prestarle un servicio más rudo, esclavos del derecho y de la guerra, y donde más pueda convenirle, aquí, en el corazón del infierno, trabajando en medio del fuego, o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? ¿De qué nos servirá entonces conocer que no ha disminuido nuestra fuerza ni menoscabádose la eternidad de nuestro ser para sufrir un castigo eterno?»

A lo que con estas breves palabras replicó el gran Enemigo:

«Humillado Querubín, vileza es mostrarse débil, bien en las obras, bien en el sufrimiento. Ten por seguro que nuestro fin no consistirá nunca en hacer bien; el mal será nuestra única delicia, por ser lo que contraría la suprema voluntad a que resistimos. Si de nuestro mal procura su providencia sacar el bien, debemos esforzarnos en malograr su empeño, buscando hasta en el bien los medios de hacer el mal; y esto fácilmente podremos conseguirlo, de suerte que alguna vez le enojemos, si no me engaño, y nos sea posible torcer sus profundas miras del punto a que se dirigen. Pero mira. Irritado el vencedor, ha vuelto a convocar en las puertas del cielo a los ministros de su persecución y de su venganza. La lluvia de azufre que lanzó contra nosotros la tempestad, ha allanado la encrespada ola que desde el precipicio del cielo nos recibió al caer; el trueno, en alas de sus enrojecidos relámpagos y con su impetuosa furia ha agotado quizás sus rayos, y no brama ya a través del insondable abismo. No dejemos escapar la ocasión que nos ofrece el descuido o el furor ya saciado de nuestro enemigo. ¿Ves aquella árida llanura, abandonada y agreste, cercada de desolación, sin más luz que la que debe al pálido y medroso resplandor de estas lívidas llamas? Salvémonos allí del embate de estas olas de fuego; reposemos en ella, si le es dado ofrecernos algún reposo; y reuniendo nuestras afligidas huestes, veamos cómo será posible hostigar en adelante a nuestro enemigo, cómo reparar nuestra pérdida, sobreponiéndonos a tan espantosa calamidad, y qué ayuda podremos hallar en la esperanza, si no nos sugiere algún intento la desesperación.»

Así hablaba Satán a su más cercano compañero, con la cabeza fuera de las olas y los ojos centelleantes. De desmesurada anchura y longitud las demás partes de su cuerpo, tendido sobre el lago, ocupaba un espacio de muchas varas. Era su estatura tan enorme, como la de aquel que por su gigantesca corpulencia se designa en las fábulas con el nombre de Titán, o hijo de la Tierra, el cual hizo la guerra a Júpiter, y cual la de Briareo o Tifón, cuya caverna se hallaba cerca de la antigua Tarso; tan grande como el Leviatán, monstruo marino a quien Dios hizo el mayor de todos los seres que nadan en las corrientes del océano. Duerme tranquilo entre las espumosas olas de Noruega, y con frecuencia acaece, según dicen los marineros, que el piloto de alguna barca perdida le toma por una isla, echa el ancla sobre su escamosa piel y amarra a su costado, mientras las tinieblas de la noche cubren el mar, retardando la ansiada aurora. No menos enorme y gigantesco yacía el gran Enemigo encadenado en el lago abrasador; y nunca hubiera podido levantar su cabeza, si por la voluntad y alta permisión del Regulador de los cielos, no hubiera quedado en libertad de llevar a cabo sus perversos designios, para que con sus repetidos crímenes atrajese sobre sí la condenación al fraguar el mal ajeno, y a fin de que en su impotente rabia viese que toda su malicia solo había servido para que brillase más en el hombre, a quien después sedujo, la infinita bondad, la gracia y la misericordia, y en él resaltasen al par su confusión, sus iras y su venganza.

Enderézase de pronto sobre el lago, mostrando su poderoso cuerpo; rechaza con ambas manos las llamas, que abren sus agudas puntas, y que rodando en forma de olas, dejan ver en el centro un horrendo valle; y desplegando entonces las alas, dirige a lo alto su vuelo, y se mece sobre el tenebroso aire, no acostumbrado a semejante peso, hasta que por fin desciende a una tierra árida, si tierra puede llamarse la que está siempre ardiendo con fuego compacto, como el lago con fuego líquido. Tal es el aspecto que presentan, cuando por la violencia de un torbellino subterráneo se desprende una colina arrancada del Peloro o de los costados del mugiente Etna, las combustibles e inflamadas entrañas que, preñadas de fuego, se lanzan al espacio por el violento choque de los minerales y con el auxilio de los vientos, dejando un ardiente vacío envuelto en humo y corrompidos vapores. Semejante era la tierra en que puso Satán las plantas de sus pies malditos. Síguele Belzebú, su compañero, y ambos se vanaglorian de haber escapado de la Estigia por su virtud de dioses, y por haber recobrado sus propias fuerzas, no por la condescendencia del Poder supremo.

«¿Es esta la región, dijo entonces el precito Arcángel, este el país, el clima y la morada que debemos cambiar por el cielo, y esta tétrica oscuridad por la luz celeste? Séalo, pues el que ahora es soberano, solo lo que puede disponer y ordenar es lo que contempla justo; lo más preferible es lo que más nos aparte de él; que aunque la razón nos ha hecho iguales, él se nos ha sobrepuesto por la violencia. ¡Adiós, campos afortunados, donde reina la alegría perpetuamente! ¡Salud, mansión de horrores! ¡Salud, mundo infernal! Y tú, profundo Averno, recibe a tu nuevo señor, cuyo espíritu no cambiará nunca, ni con el tiempo ni en lugar alguno. El espíritu vivo en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo. ¿Qué importa el lugar donde yo resida, si soy el mismo que era, si lo soy todo, aunque inferior a aquel a quien el trueno ha hecho más poderoso? Aquí, al menos, seremos libres, pues no ha de haber hecho el Omnipotente este sitio para envidiárnoslo, ni querrá, por lo tanto, expulsarnos de él; aquí podremos reinar con seguridad, y para mí, reinar es ambición digna, aun cuando sea sobre el infierno, porque más vale reinar aquí, que servir en el cielo. Pero, ¿dejaremos a nuestros fieles amigos, a los partícipes y compañeros de nuestra ruina, yacer anonadados en el lago del olvido? ¿No hemos de invitarlos a que compartan con nosotros esta triste mansión, o a intentar una vez más con nuestras fuerzas reunidas si hay todavía algo que recobrar en el cielo, o más que perder en el infierno?»

Así hablaba Satán; y Belzebú le respondió así: «¡Caudillo de los ínclitos ejércitos, que por nadie sino por el Todopoderoso podían ser vencidos! Si otra vez oyen esa voz, seguro vaticinio de su esperanza en medio de sus temores y peligros, esa voz que ha resonado con tanta frecuencia en los trances más apurados, ya en el crítico momento del combate, o cuando arreciaba la lucha, y que era en todos los conflictos la señal indudable de la victoria, recobrarán de pronto nuevo valor y vida, aunque ahora giman lánguidos y postrados en el lago de fuego, y tan aturdidos y estupefactos como ha poco lo estábamos nosotros. Ni esto es de extrañar, habiendo caído desde tan funesta altura.»

No bien había acabado de decir esto, cuando el réprobo príncipe se dirigió hacia la orilla. Pesado escudo de etéreo temple, macizo, ancho y redondo, pendía de sus espaldas, cubriéndolas con su inmenso disco, semejante a la luna, cuya órbita observa por la noche a través de un cristal óptico el astrónomo toscano, desde la cima del Fiésole o en el valle del Arno, para descubrir nuevas tierras, ríos y montañas en su manchada esfera. La lanza de Satán, junto a la cual parecería una caña el más alto pino cortado en los montes de Noruega para convertirlo en mástil de un gran navío almirante, le ayuda a sostener sus inseguros pasos sobre la ardiente arena, pasos muy diferentes de aquellos con que recorría la azulada bóveda. Una zona tórrida, rodeada de fuego, le martiriza con sus ardores; pero todo lo sufre, hasta que llega por fin a la orilla de aquel inflamado mar.

Detiénese allí, y llama a sus legiones, especie de ángeles degenerados, que yacen en espeso montón, como las hojas de otoño de que están cubiertos los arroyos de Valleumbrosa, donde los bosques de Etruria forman elevados arcos de ramaje; o como los juncos flotan dispersos por el agua, cuando Orión, armado de impetuosos vientos, combate las costas del mar Rojo; del mar cuyas olas derribaron a Busiris y a la caballería de Menfis, que perseguía con pérfido encono a los moradores de Goshen, los cuales vieron desde la segura orilla cubiertas las aguas de enemigas aljabas y ruedas de sus destrozados carros. Así esparcidas, desalentadas y abyectas, llenaban el lago aquellas legiones, asombradas al contemplar su horrible transformación.

Y Satán alzó su voz, de modo que resonó en todos los ámbitos del infierno:

«¡Príncipes, potentados, guerreros, esplendor del cielo, que un día fue vuestro, y que habéis perdido! ¡Que tal estupor se haya apoderado de unos espíritus eternos! ¿O es que habéis elegido este sitio después de las fatigas de la batalla, para dar reposo a vuestro valor, porque tan dulce os es dormir aquí como en los valles del cielo? ¿Habéis jurado acaso adorar al vencedor en esa actitud humilde? Él os contempla ahora, querubines y serafines, revolcándoos en el lago con las armas y banderas destrozadas, hasta que sus alados ministros observen desde las puertas del cielo su ventajosa posición, y bajen para afrentarnos, viéndonos tan amilanados, o para confundirnos con sus rayos en el fondo de este abismo. ¡Despertad: levantaos, o permaneced para siempre envilecidos!»

Oyéronle, y avergonzados, se levantaron, apoyándose sobre un ala, como el centinela que debiendo velar, es sorprendido al dejarse vencer del sueño por su severo jefe, y, soñoliento aún, procura parecer despierto. No ignoraban cuán desgraciada era su situación, ni dejaban de experimentar acerba pena; pero todas aquellas innumerables falanges obedecen al punto a la voz de su general.

Así como, agitando al aire su poderosa vara el hijo de Amram, en días aciagos para Egipto, atrajo en alas del viento de oriente la negra nube de langostas que, cayendo como la noche sobre el reino del impío Faraón, ennegrecieron toda la tierra del Nilo; así en innumerable muchedumbre revoloteaban bajo la bóveda del infierno los ángeles protervos, cercados de llamas por todas partes, hasta que, levantando su lanza el gran caudillo como para señalarles el punto adonde habían de dirigir su vuelo, precipitáronse con movimiento uniforme sobre la tierra de endurecido azufre, y ocuparon la llanura toda. No salió nunca multitud tan grande de entre los hielos del populoso Norte, para cruzar el Rin o el Danubio, al arrojarse sus bárbaros hijos como un diluvio sobre el mediodía, y extenderse desde las costas de Gibraltar hasta los arenales de la Libia.

De cada escuadrón y de cada hueste acuden al punto los guías y capitanes adonde se hallaba su supremo jefe. Asemejábanse a los dioses por su estatura y sus formas, superiores a las humanas; príncipes reales, potestades que en otro tiempo ocupaban sus tronos en el cielo, aunque en los anales celestes no se conserve ahora memoria de sus nombres, borrados ya, por su rebelión, del libro de la vida. No habían adquirido aún denominación propia entre los hijos de Eva; pero cuando errantes sobre la tierra, con superior permiso de Dios para probar al hombre, corrompieron a la mayor parte del género humano a fuerza de imposturas, induciéndole a que abandonara a su Criador, a que venerase a los demonios como deidades, y a transformar con frecuencia la gloria invisible de Aquel a quien debían el ser en la imagen de un bruto, para tributarle brillantes cultos de pomposa adoración y oro; entonces fueron conocidos con varios nombres, y en el mundo pagano bajo las formas de varios ídolos.

Dime ¡oh Musa! cuáles eran; quién fue el primero, quién el último, que sacudió el sueño en aquel lago de fuego para acudir al llamamiento de su soberano; cómo los más cercanos a él en dignidad fueron presentándose en la desnuda playa, mientras la confusa multitud aún permanecía alejada.

Los principales eran aquellos que, saliendo del abismo infernal para apoderarse en la tierra de su presa, tuvieron mucho después la audacia de fijar su residencia cerca de la de Dios, y sus altares junto al suyo; dioses adorados entre las naciones vecinas, que se atrevieron a disputar su imperio a Jehová, cuando fulminaba sus rayos desde Sión y asentaba su trono entre los querubines. Hasta en el mismo santuario llegaron no una vez sola a introducirse; y ¡oh abominación! profanaron con un culto maldito las ceremonias sagradas y las fiestas más solemnes, y a la luz de la verdad osaron oponerse con sus tinieblas.

Adelántase primero Moloc, rey horrible, manchado con la sangre de los sacrificios humanos y destilando lágrimas paternales, aunque con el estrépito de tambores y timbales no fueran oídos los gritos de los hijos arrojados al fuego para ser después ofrecidos al execrable ídolo. Los Ammonitas le adoraron en la húmeda llanura de Rabba, en Argob y en Basán, hasta las extremas corrientes del Arnón; y no contento con tan dilatado imperio, indujo por medio de engaños al sabio Salomón a que le erigiera un templo frente al de Dios, en el monte del Oprobio, consagrándose luego un bosque en el risueño valle de Hinnón, llamado desde entonces Tophet y negro Gehenna, verdadero emblema del infierno.

A Moloc seguía Chamós, obsceno numen de los hijos de Moab, desde Aroax hasta Nebo y el desierto más meridional de Abarim; en Hesebón y Horonaim, reino de Seón, allende el floreciente valle de Sibma, tapizado de frondosas vides, y en Elealé, hasta el Asfaltite. Llamábase también Péor, cuando en Sittim incitó a los israelitas que bajaban por el Nilo a que le hicieran lúbricas oblaciones, que tantas calamidades les produjeron. De allí propagó sus lascivas orgías hasta el monte del Escándalo, cercano al bosque del homicida Moloc, donde se unieron la disolución y el odio, hasta que el piadoso Josías los desterró al infierno.

Con estas divinidades llegaron aquellas que desde las orillas del antiguo Éufrates hasta la corriente que separa a Egipto de las siriacas tierras, son generalmente conocidas con los nombres de Baal y de Astarot, varón el primero y la segunda hembra, pues los espíritus se transforman a su antojo en uno u otro sexo, o se apropian ambos a la vez, porque su esencia es sencilla y pura, que no está enlazada ni sujeta con músculos ni nervios, ni se apoya en la frágil fuerza de los huesos, como nuestra pesada carne, sino que toma la forma que más le place, ancha o estrecha, brillante u opaca, y así pueden realizar sus ilusiones y satisfacer sus afectos de amor o de odio. Por estas divinidades abandonaron a menudo los hijos de Israel a quien les daba vida, dejando de frecuentar su altar legítimo para prosternarse vilmente ante brutales dioses; y a esto se debió que rendidos sus cuellos en lo más recio de las batallas, sirvieran de trofeo a la lanza del enemigo más despreciable.

Tras esta turba de divinidades apareció Astoret, a quien los Fenicios llaman Astarté, reina del cielo, con una media luna por corona; a cuya brillante imagen rinden himnos y votos las vírgenes de Sidón, a la luz del astro de la noche. Los mismos cantos resonaban en Sión, donde se elevaba su templo en el monte de la iniquidad, templo que edificó el afeminado rey, cuyo corazón, aunque generoso, cedió a los halagos de idólatras hermosuras, e inclinó la frente ante su infame culto.

En seguida iba Tamuz, cuya herida, que se renueva anualmente, congrega en el Líbano a las jóvenes sirias, para dolerse del infortunio del dios; las cuales durante todo un día de verano entonan plegarias amorosas, mientras el río Adonis, deslizándose mansamente de su nativa roca, lleva al mar su purpúrea linfa, que se supone enrojecida con la sangre de Tamuz, a consecuencia de su anual herida: amorosa fábula, que comunicó el mismo ardor a las hijas de Sión, cuyas lascivas pasiones condenó Ezequiel bajo el sagrado pórtico, al descubrir en una de sus visiones las negras idolatrías de la infiel Judá.

Veíase en pos al que lloró amargamente cuando al pie del arca cautiva cayó su grosero ídolo mutilado, cortadas cabeza y manos, en el umbral de la puerta de su propio santuario, donde rodaron sus restos con mengua de sus adoradores. Dagón es su nombre, monstruo marino que tiene de hombre la mitad superior del cuerpo y de pescado la inferior; mas a pesar de ello ostentaba un alto templo en Azot, y era temido en toda la costa de Palestina, en Gat, en Ascalón y Ascarón, y hasta en los límites de la frontera de Gaza.

Seguíase Rimmón, cuya deliciosa morada era la bella Damasco, en las fértiles orillas del Abbana y del Farfar, apacibles y cristalinos ríos. También este fue osado contra la casa de Dios: por el leproso que perdió una vez, se ganó un rey, a Acaz, su imbécil conquistador, a quien apartó del ara del Señor, poniendo en su lugar otra al estilo sirio, sobre la cual depositó Acaz sus impías ofrendas, adorando a los dioses a quienes había vencido.

Aparecieron después en numerosa cohorte aquellos que bajo nombres un día famosos, Osiris, Isis, Orus y su séquito de monstruos y supersticiones, abusaron del fanático Egipto y de sus sacerdotes, los cuales se forjaron divinidades errantes, encubiertas bajo formas de irracionales más bien que de humanas.

Ni se libró Israel de aquel contagio, cuando transformó en oro prestado el becerro de Oreb; crimen en que reincidió un rey rebelde en Betel y en Dan, presentando bajo la apariencia de aquel pesado animal a su creador, Jehová, que al pasar una noche por Egipto, aniquiló de un solo golpe a sus primogénitos y a sus rumiantes dioses.

El último fue Belial. Nunca cayó del cielo espíritu más impuro ni más torpemente inclinado al vicio por el vicio mismo. No se elevó en su honor templo alguno ni humeaba ningún altar; pero ¿quién se halla con más frecuencia en los templos y los altares, cuando el sacerdote reniega de Dios, como renegaron los hijos de Elí, que mancharon la casa divina con sus violencias y prostituciones? Reina también en los palacios, en las cortes y en las corrompidas ciudades, donde el escandaloso estruendo de ultrajes y de improperios se eleva sobre las más altas torres; y cuando la noche tiende su manto por las calles, ve vagabundear por ellas a los hijos de Belial, repletos de insolencia y vino. Testigos las calles de Sodoma y la noche de Gabaa, cuando fue menester exponer en la puerta hospitalaria a una matrona para evitar rapto más odioso.

Estos eran los principales en grado y poderío; los demás sería prolijo enumerarlos, aunque muy célebres en lejanas regiones: dioses de Jonia a quienes la posteridad de Javán tuvo por tales, pero reconocidos como posteriores al cielo y a la tierra, padres de todos ellos. Titán, primer hijo del cielo, con su numerosa prole y su derecho de primogenitura, usurpado por Saturno, más joven que él; del mismo modo a este se lo arrebató el poderoso Júpiter, su propio hijo y de Rea, que fundó en tal usurpación su imperio. Estos dioses, conocidos primero en Creta y en el monte Ida, y después en la nevada cima del frío Olimpo, gobernaron en la región media del aire, su más elevado cielo, o en las rocas de Delfos, o en Dodona, y en toda la extensión de la tierra dórica. Otro huyó con el viejo Saturno por el Adriático a los campos de Hesperia, y por el país de los celtas arribó a las más remotas islas.

Todos estos y más llegaron en tropel, pero con los ojos bajos y llorosos; aunque, a vueltas de su sombrío ceño, se echaba de ver un destello de alegría; que no hallaban a su caudillo desesperado, ni ellos se contemplaban aniquilados, en medio de toda aquella destrucción. Comunicose su esperanza al dudoso gesto de Satán, y recobrando de pronto su acostumbrado orgullo, prorrumpió en recias voces, con entereza más simulada que verdadera, y poco a poco reanimó el desfallecido aliento de los suyos, disipando sus temores.

De repente ordena que al bélico son de trompetas y clarines se enarbole su poderoso estandarte: Azazel, gran querubín, reclama de derecho tan envidiable honor y desenvuelve de la luciente asta la bandera imperial que, enarbolada y tendida al aire, brilla como un meteoro con las perlas y preciosos metales que realzan las armas y trofeos de los serafines. Entre tanto resuenan los ecos marciales del sonoro bronce, a los que responde el ejército todo con un grito atronador, que retumbando en las concavidades del infierno, lleva el espanto más allá del imperio del caos y la antigua noche.

De repente aparecen en medio de las tinieblas diez mil banderas que ondean en los aires ostentando sus orientales colores, y en derredor de ellas un bosque inmenso de lanzas y apiñados cascos. Oprímense los escudos en una línea de impenetrable espesor, y a poco comienzan a moverse los guerreros, formando una perfecta falange, al compás del modo dórico, que resuena en flautas y suaves oboes. Tales eran los acentos que inspiraban a los antiguos héroes armados para el combate, en vez de furor, una noble calma, un valor sereno, que se sobreponía al temor, a la muerte y a la cobardía de la fuga o de una vergonzosa retirada; concierto que con sus acordes religiosos bastaba a tranquilizar el ánimo turbado, a desterrar la angustia, la duda, el temor y el pesar, y a mitigar el sobresalto del corazón así en los hombres como en los dioses.

Unidas así sus fuerzas, y con un pensamiento fijo, marchaban silenciosos los ángeles caídos al son de los dulces instrumentos, que hacían menos dolorosos sus pasos sobre aquel suelo abrasador; y cuando hubieron avanzado todos hasta ponerse al alcance de la vista, se detuvieron, presentando su horrible frente, de espantosa longitud. Brillaban sus armas como las de los antiguos guerreros, y alineados con sus escudos y lanzas, esperaban la orden que debía dictarles el soberano.

Fija Satán su experta vista en las compactas filas; de una ojeada recorre toda la hueste; ve el buen orden de los combatientes, sus semblantes, su estatura como la de los dioses, y calcula por último su número. Dilátase entonces su corazón lleno de orgullo, y se vanagloría al verse tan poderoso, pues desde que fue creado el hombre, no se había reunido fuerza tan formidable. A su lado cualquiera otra sería tan despreciable como los pigmeos de la India que guerrean con las grullas, aun cuando se agregase la raza gigantesca de Flegra con la heroica que luchó delante de Tebas y de Ilión, donde por una y otra parte se mezclaban dioses auxiliares; aunque se uniesen aquellos que celebran fábulas y leyendas al hablar del hijo de Utero, rodeado de caballeros de la Armórica y de Bretaña; aunque se juntaran, en fin, todos los que después, cristianos o infieles, lidiaron en Aspromonte o Montauban, en Damasco, Marruecos o Trapisonda, o los que Bizerta envió desde la playa africana cuando Carlomagno y sus pares fueron derrotados en Fuenterrabía.

Superior aquel ejército de espíritus a todos los de los mortales, observaba a su jefe, que superando a su vez a cuantos le rodeaban por su estatura y lo imperioso de su soberbio aspecto, se elevaba como una torre. No había perdido aún la primitiva belleza de sus formas, ni dejaba de parecer un arcángel destronado, en quien se traslucía aún la majestad de su pasada gloria; era comparable con el sol naciente, cuando sus rayos atraviesan con dificultad la niebla, o cuando, situado a espaldas de la luna, en los sombríos eclipses, difunde un crepúsculo funesto, y atormenta a los reyes con el temor que inspiran sus revoluciones. Así oscurecido, brillaba más el arcángel que todos sus compañeros; pero surcaban su rostro profundas cicatrices causadas por el rayo, y en la inquietud que en sus demacradas mejillas y bajo sus cejas se retrataba, al par que en su intrepidez e indomable orgullo, parecía anhelar el momento de la venganza. Cruel era su mirada, aunque en ella se descubrían indicios de remordimiento y de compasión al fijarla en sus cómplices, en sus secuaces más bien, tan distintos de lo que eran en la mansión bienaventurada, y a la sazón condenados para siempre a ser partícipes de su pena: millones de espíritus que por su falta se hallaban sometidos a los rigores del cielo, expulsados por su rebelión de los resplandores eternos, y que habían mancillado su gloria por permanecerle fieles. Asemejábanse a las encinas del bosque o a los pinos de la montaña, desnudos de su corteza por el fuego del cielo, pero cuyos majestuosos troncos, aunque destrozados, subsisten en pie sobre la abrasada tierra.

Prepárase a hablar Satán, y se inclinan de una a otra ala las dobles filas de sus guerreros, rodeándole en parte todos sus capitanes, a quienes la atención hace enmudecer. Tres veces intenta el Arcángel comenzar, y otras tantas, con mengua de su orgullo, brotan de sus ojos lágrimas como las que pueden verter los ángeles; pero al fin se abren paso las palabras por enmedio de sus suspiros.

«¡Legiones sin cuento de espíritus inmortales! ¡Dioses con quienes solo puede igualarse el Omnipotente! No dejó aquel combate de ser glorioso, por más que el resultado fuese funesto, como lo atestigua este lugar y este terrible cambio sobre el que es odioso discurrir. Pero ¿qué espíritu, por previsor que fuera, y por más que tuviera profundo conocimiento de lo pasado y de lo presente, habría temido que la fuerza unida de tantos dioses, y dioses como estos, llegaría a ser rechazada? ¿Quién podría creer, aun después de nuestra derrota, que todas estas poderosas legiones, cuyo destierro ha dejado desierto el cielo, no volvieran en sí, levantándose a recobrar su primitiva morada? En cuanto a mí, todo el celeste ejército es testigo de que ni los pareceres al mío contrarios, ni los peligros en que me he visto han podido frustrar mis esperanzas; pero Aquel que reinando como monarca en el cielo, había estado hasta entonces seguro sobre su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consentimiento o la costumbre, hacía ante nosotros ostentación de su pompa regia, mas nos ocultaba su fuerza, con lo que nos alentó a la empresa que ha sido causa de nuestra ruina. De hoy más sabemos cuál es su poder y cuál el nuestro, de suerte que si no provocamos, tampoco tememos que se nos declare una nueva guerra. El mejor partido que nos resta, es fomentar algún secreto designio para obtener por astucia o por artificio lo que no hemos conseguido por fuerza; para que al fin podamos probarle que el que vence por la fuerza, no triunfa sino a medias de su enemigo. Puede el espacio producir nuevos mundos; y sobre esto circulaba en el cielo ha tiempo un rumor, respecto a que el Omnipotente pensaba crear en breve una generación que sus predilectas miradas contemplarían como igual a la de los hijos del cielo. Contra ese mundo intentaremos acaso nuestra primera agresión, siquiera sea por vía de ensayo; contra ese o cualquiera otro, porque este antro infernal no retendrá cautivos para siempre a los espíritus celestiales, ni estarán sumidos mucho tiempo en las tinieblas del abismo. Tales proyectos, sin embargo, deben madurarse en pleno consejo. Ya no queda esperanza de paz, porque, ¿quién pensaría en someterse? ¡Guerra pues! ¡Guerra franca o encubierta es lo que debemos determinar!»

Dijo, y en muestra de aprobación, levantáronse en alto millones de flamígeras espadas, que desenvainaron los poderosos querubines. Su repentino fulgor ilumina en torno el Infierno; lanzan los demonios gritos de rabia contra el Todopoderoso, y enfurecidos, y empuñando sus armas, golpean los escudos con belicoso estruendo, lanzando un reto a la bóveda celeste.

Elevábase a poca distancia una colina, cuya horrible cima exhalaba sin cesar fuego y columnas de humo, mientras lo restante de la eminencia brillaba con una capa lustrosa, señal indudable de que en sus entrañas se ocultaba una sustancia metálica, producida por el azufre. Por allí en alas del viento se precipita una numerosa falange, semejante a las escuadras de peones que, armados de picos y azadas, se esparcen por los reales para construir una trinchera o levantar un parapeto. Mammón es quien la conduce; Mammón, el menos altivo de los espíritus caídos del cielo, pues aun en este sus miradas y pensamientos se dirigían siempre hacia abajo, admirando más las riquezas del pavimento celestial, donde se pisa el oro, que cuantas cosas divinas o sagradas se gozan en la visión beatífica. Por él primero, y guiados por sus indicaciones, saquearon los hombres el centro de la tierra, y con impías manos arrancaron a su madre las entrañas para apoderarse de tesoros que valdría más estuviesen para siempre ocultos. Abrió en breve la gente de Mammón una ancha brecha en la montaña, y extrajo de sus simas grandes porciones de oro. ¿Por qué hemos de admirarnos de que se produzcan las riquezas en el infierno, si sus senos son los más a propósito para tan precioso tósigo? Los que aquí se vanaglorian de las cosas mortales, y hablan maravillados de Babel y de las obras de los reyes de Menfis, sepan que los más célebres monumentos del poder y del arte humanos quedarían fácilmente eclipsados junto a los que los espíritus réprobos construyen. Ellos fabrican en una hora lo que los reyes, con incesantes trabajos e innumerables brazos, pueden acabar apenas. Cerca de allí, en la llanura, funden otros con arte maravilloso el mineral macizo en inmensos hornillos preparados al efecto, por debajo de los cuales pasa una corriente de fuego líquido que sale del lago, y separa cada especie, sacando las escorias de entre los terrones de oro. Otros, en fin, forman con igual prontitud en la tierra diferentes moldes, y por medio de un admirable artificio llenan cada uno de aquellos profundos huecos con la materia de los ardientes crisoles, del mismo modo que en el órgano, un solo soplo de viento, repartido entre varias series de tubos, produce todas sus armonías.

De repente, al compás de una deliciosa música y dulces cantos, brota de la tierra como vaporosa llama un edificio inmenso, construido como un templo y rodeado de pilastras y columnas dóricas, coronadas por un arquitrabe de oro. No faltaban allí cornisas ni frisos con sus bajos relieves, y la techumbre era de oro cincelado. Ni Babilonia ni la grandiosa Menfis alcanzaron en sus días de gloria semejante magnificencia, para honrar a sus dioses, Belo o Serapis, o para entronizar a sus reyes, cuando el Egipto y la Asiria rivalizaban en riquezas y ostentación.

Queda fija por fin la ascendente mole, ostentando su majestuosa altura; y abriéndose de pronto las puertas de bronce, dejan ver interiormente su vasto espacio, y toda la extensión de su pavimento terso y pulimentado. De la arqueada bóveda penden, por una sutil combinación mágica, varias filas de radiantes lámparas y esplendorosos fanales que, alimentados por la nafta y el asfalto, difunden la luz como los astros de un firmamento. Penetra apresuradamente la multitud en aquel recinto, admirándolo todos, y unos ensalzan la obra, y otros al arquitecto. Diose a conocer su mano en el cielo por la construcción de varias elevadas torres, donde los ángeles que empuñaban cetro tenían su residencia y trono de príncipes. El supremo Soberano los elevó a tal poder, encargándoles que gobernasen las celestiales milicias, cada cual conforme a su jerarquía.

Ni fue el mismo arquitecto desconocido, ni careció de adoradores en la antigua Grecia: los hombres de Ausonia le llamaron Múlciber. Contaba la fábula cómo fue arrojado por la ira de Júpiter, y por encima de los cristalinos muros del cielo, rodando todo un día de estío desde la mañana al medio día y desde el medio día hasta la noche; y al ponerse el sol cayó del zénit, como una estrella volante, en Lemnos, isla del mar Egeo. Referíanlo así los hombres y se equivocaban, pues la caída de Múlciber con su rebelde hueste, tuvo lugar mucho tiempo antes. De nada le valió haber construido elevadas torres en el cielo, ni se salvó a pesar de todas sus máquinas, siendo arrojado de cabeza con su industriosa horda para que construyera en el infierno.

Entre tanto, los heraldos alados, por orden del soberano poder, con imponente aparato y a son de trompetas, proclaman en todo el ejército la convocación de un consejo solemne, que debe reunirse inmediatamente en el Pandemonium, capital de Satán y de sus magnates. Intiman el llamamiento a los más dignos por su clase, o por elección en cada hueste y legión regular, los cuales acuden al instante en grupos de ciento y de mil con su correspondiente séquito. Todas las avenidas están ocupadas, obstruidas las puertas, los espaciosos pórticos del templo, y sobre todo el inmenso salón, semejante a un campo cerrado, donde los bravos campeones acostumbran a cabalgar con todas sus armas ante el trono del Sultán, retando a la caballería pagana a un combate a muerte o a romper lanzas. Bulle apiñado el enjambre de espíritus, así en la tierra como en el aire, agitando sus ruidosas alas. Como en la primavera, cuando se halla el sol en Tauro, hacen las abejas salir en grupos alrededor de la colmena a su populosa prole, y revolotean acá y allá entre las flores húmedas de rocío, o sobre la plancha unida, que forma la explanada de su pajiza ciudadela, cubierta de reciente néctar, y allí discuten y acuerdan sobre sus negocios de Estado; así revoloteaban y se comprimían aquellas numerosas legiones aéreas hasta el momento de darse la voz de alerta.

Pero ¡oh maravilla! los que antes semejaban superar en altura a los gigantes, hijos de la Tierra, son ahora menores que los enanos más pequeños, amontonándose innumerables en un reducido espacio, parecidos a los pigmeos que se encuentran allende las montañas de la India, o a los duendes que el rezagado campesino ve o imagina ver en sus conciliábulos de media noche, junto al lindero de un bosque o a la orilla de una fuente, mientras sobre su cabeza sigue tranquila la luna su pálido curso, acercándose más a la tierra, y los locuaces espíritus, entregados a sus danzas y juegos, halagan el oído del aldeano, cuyo corazón late a la vez de regocijo y miedo.

De este modo aquellos espíritus incorpóreos redujeron su inmensa estatura a las más diminutas formas, y casi todos se hallaron, aunque seguían siendo innumerables, en el salón de aquella corte infernal. Pero más allá, interiormente, en sus verdaderas proporciones, y entre sí muy semejantes, hallábanse reunidos en un sitio retirado los grandes señores seráficos y los querubines; y mil semidioses, sentados en sillas de oro, constituían en secreto cónclave un consejo pleno, en que después de breve silencio, y leída la convocatoria, comenzó la solemne deliberación.

Libro segundo

Argumento


Congregado el Consejo, consúltale Satán sobre si deberá aventurarse otra batalla para recobrar el cielo: algunos son de este parecer; mas no todos opinan lo mismo. Prefieren otro recurso indicado antes por Satán, que consiste en averiguar la verdad de aquella profecía o tradición del cielo relativa a otro mundo y otra especie de criaturas, iguales, o no muy inferiores a los ángeles, y que debían crearse por aquel tiempo. Dudan respecto a quién se encargará de tan difícil empresa; pero Satán se ofrece a hacer solo el viaje, y prorrumpen todos en demostraciones de aplauso y júbilo. Terminado así el consejo, retíranse los espíritus por diferentes caminos, para dedicarse a ocupaciones diversas, según las aficiones de cada cual, y para dar tiempo a que vuelva Satanás. Llega este entre tanto a las puertas del infierno, que encuentra cerradas. Refiérese quiénes estaban allí para guardarlas, y cómo, abriéndoselas al fin, le muestran el gran abismo que hay entre el infierno y el cielo. Atraviésalo con gran dificultad, guiado por el Caos, soberano de aquel lugar, hasta que llega a la vista del nuevo mundo que buscaba.


En un trono de excelsa majestad, muy superior en esplendidez a todas las riquezas de Ormuz y de la India, y de las regiones en que el suntuoso oriente vierte con opulenta mano sobre sus reyes bárbaros perlas y oro, encúmbrase Satán, exaltado por sus méritos a tan impía eminencia; y aunque la desesperación le ha puesto en dignidad tal como no podía esperar, todavía ambiciona mayor altura; y tenaz en su inútil guerra contra los cielos, no escarmentado por el desastre, da rienda así a su altiva imaginación:

«¡Potestades y dominaciones, númenes celestiales! Pues no hay abismo que pueda sujetar en sus antros vigor tan inmortal como el nuestro, aunque oprimido y postrado ahora, no doy por perdido el cielo. Después de esta humillación, se levantarán las virtudes celestes más gloriosas y formidables que antes de su caída, y se asegurarán por sí mismas del temor de una segunda catástrofe. Aunque la justicia de mi derecho y las leyes constantes del cielo me designaron desde luego como vuestro caudillo, lo soy también por vuestra libre elección, y por los méritos que haya podido contraer en el consejo o en el combate; de modo que nuestra pérdida se ha reparado, en gran parte al menos, dado que me coloca en un trono más seguro, no envidiado, y cedido con pleno consentimiento. En el cielo, el que más feliz es por su elevación y su dignidad, puede excitar la envidia de un inferior cualquiera; pero aquí, ¿quién ha de envidiar al que, ocupando el lugar más alto, se halla más expuesto, por ser vuestro antemural, a los tiros del Tonante, y condenado a sufrir lo más duro de estos tormentos interminables? Donde no hay ningún bien que disputar, no puede alzarse en guerra facción alguna, pues nadie reclamará, seguramente, el bienestar del infierno; nadie tiene escasa participación en la pena actual, para codiciar, por espíritu de ambición, otra más grande. Con esta ventaja, pues, para nuestra unión, esta fe ciega e indisoluble concordia, que no se conocerán mayores en el cielo, venimos ya a reclamar nuestra antigua herencia, más seguros de triunfar que si nos lo asegurase el triunfo mismo. Pero cuál sea el medio mejor, si la guerra abierta o la guerra oculta, ahora lo examinaremos: hable quien se sienta capaz de dar consejo.»

Calló Satán, y hallándose inmediato Moloc, rey que empuñaba cetro, se puso en pie. Era el más denodado y soberbio de todos los espíritus que combatieron en el cielo, y su desesperación le comunicaba ahora mayor fiereza. Pretendía ser igual en poderío al Eterno y, antes que reputarse inferior prefería dejar de existir, porque sin este cuidado nada tenía que le intimidase. Menospreciaba a Dios, y el infierno y cuanto hubiese más horroroso que este; y así prorrumpió en los siguientes términos:

«¡Guerra abierta! este es mi parecer. No soy experto en ardides, ni me glorío de tal. Conspiren los que lo necesiten, mas cuando sea necesario, no ahora. ¡Pues qué!, mientras ellos sosegadamente urden sus tramas, ¿han de permanecer en pie y armados millones de espíritus que, ansiando la señal de desplegar sus alas, yacen aquí expatriados del cielo, sin más morada que esta sombría caverna, destierro infame, y prisión de un tirano que reina por nuestra apatía? No; prefiramos armarnos del furor y las llamas del infierno; abrámonos todos a la vez, sobre las elevadas torres del cielo, un camino en que no pueda oponernos resistencia, transformando nuestros tormentos en horribles armas contra el verdugo; que al estrépito de sus poderosos rayos responda nuestro infernal trueno, y vea los relámpagos convertidos en negra y horrorosa llama lanzada con igual rabia contra sus ángeles, y hasta su mismo trono envuelto entre el azufre del Tártaro y el extraño fuego que inventó para atormentarnos. Parecerá acaso difícil y escarpado el camino para escalar con seguro vuelo la altura de enemigo tan poderoso; pero recuerden los que esto crean, si no están aletargados aún con el soñoliento vapor de este lago del olvido, que por nuestro propio impulso nos elevamos a nuestra primitiva morada, y que el bajar y caer son contra nuestra naturaleza; pues cuando últimamente el fiero Enemigo daba sobre nuestra destrozada retaguardia, insultándonos y persiguiéndonos a través del abismo, ¿quién no sintió cuán pesado era nuestro vuelo al sumirnos en este precipicio? El ascender, pues, nos será muy fácil.

»Témese el resultado de provocar a quien es tan fuerte para que imagine en su cólera algún recurso que acabe de aniquilarnos, si es dable en este lugar mayor anonadamiento; pero ¿qué mal más grande que existir aquí privados de todo bien, y condenados a eterna maldición en este antro odioso, donde nos abrasa inextinguible fuego, sin esperanza de ver el fin, esclavos de sus iras, y a merced del látigo inexorable cuando llega la hora de los tormentos? Mayor castigo que el presente sería un extremo tal, que feneceríamos. Pues ¿qué tememos? ¿Por qué vacilamos en excitar su furor postrero, que siendo más violento nos consumirá del todo, reduciendo a la nada nuestra existencia? Preferible es esto a vivir miserables perpetuamente. Y si nuestra naturaleza es en realidad divina y no puede dejar de serlo, nos hallamos en peor condición que si nada fuésemos, y tenemos la prueba de que nuestro poder basta para trastornar el cielo, alarmando con incesantes asaltos aquel trono fatal, aunque inaccesible; lo cual, ya que no victoria, por lo menos será venganza.»

No dijo más; y frunciendo el ceño, brillaron sus ojos en sed de inextinguible venganza y tremenda lid peligrosa para todos los seres inferiores a los dioses. Del lado opuesto se levantó Belial, en ademán más gracioso y menos fiero.

Jamás se vieron privados los cielos de tan hermosa criatura: parecía estar predestinado a las dignidades y los grandes hechos, pero todo era en él ficción y vanidad, por más que destilase maná su lengua, y diera apariencias de cuerdos a los más falsos razonamientos, torciendo y frustrando los consejos más acertados. Era de pensamientos humildes, ingenioso para el vicio, tímido y lento para toda acción generosa; pero sabía halagar los oídos, y con persuasivo acento comenzó así:

«Desde luego ¡oh príncipes! estaría yo por la guerra a muerte, que en aborrecimiento no cedo a nadie, si lo que se alega como suprema razón para resolvernos a una guerra inmediata, no me disuadiera más, y no me pareciese en último resultado de siniestro agüero. El que más se distingue como guerrero, desconfiando de su consejo y su propia fuerza, funda todo su valor en la desesperación, y prefiere un completo aniquilamiento; pero ante todo ¿cómo nos vengaremos? Las torres del cielo están llenas de centinelas armados que hacen imposible todo acceso, y con frecuencia acampan sus legiones al borde del abismo, o con sombrío vuelo exploran por do quiera los reinos de la noche, sin temor a sorpresa alguna; y aun cuando nos abriéramos un camino por la fuerza, aunque todo el infierno se arrojara tras nosotros para oscurecer con sus tinieblas la purísima luz del cielo, permanecería nuestro Enemigo incorruptible sobre su incólume trono, y la sustancia etérea, libre de toda mancha, rechazaría en breve la agresión, sirviendo nuestro fuego para alumbrar su triunfo.

»Una vez repelidos, nuestra última esperanza será el colmo de la desesperación. Y ¿hemos de excitar al poderoso Vencedor a que apure su cólera y acabe con nosotros? ¿Ha de ser el dejar de existir nuestro solo anhelo? ¡Triste remedio! porque ¿quién querría perder, a pesar de cuanto padecemos, este ser inteligente, este pensamiento que abarca toda la eternidad, para perecer sepultados y perdidos en las profundas entrañas de perpetua noche, insensibles a todo y gimiendo en completa inercia? Y ¿quién sabe, dado que esto nos conviniera, si nuestro airado Enemigo podrá y querrá concedernos semejante muerte? Que pueda es dudoso; que no lo consentirá jamás, es seguro. Siendo tan previsor, ¿cómo ha de resolverse a deponer de pronto su ira, simulando impotencia o descuido, para conceder a sus enemigos lo que desean, o aniquilar en su cólera a aquellos a quienes preserva su cólera misma a fin de castigarlos eternamente?

»¿Por qué, pues, vacilamos? dicen los que aconsejan la guerra: estamos condenados, proscritos, destinados a una eterna desgracia. Como quiera que procedamos, ¿qué más podemos sufrir, qué castigo habrá mayor que este? ¿Tan extremo infortunio es por ventura hallarnos aquí sentados y deliberando armados? ¡Ah! cuando huíamos atropelladamente, perseguidos y abrasados por el tremendo rayo del cielo, y suplicábamos al abismo que nos acogiese, parecíanos este infierno un consuelo para nuestras heridas; y cuando nos hallábamos encadenados en el hirviente lago ¿no era seguramente peor nuestra situación? ¿Qué sería si se reanimase el hálito que encendió aquel funesto fuego, comunicándole una intensidad siete veces mayor, y de nuevo nos sumergiese dentro de las llamas, o si la interrumpida venganza del Dominador supremo armase otra vez su encendida diestra para atormentarnos? ¿Qué, si se abriesen los diques de su cólera, y si el firmamento que se extiende sobre el infierno vertiera sobre nuestras cabezas el fuego de sus cataratas, y cuantos horrores nos amenazaban un día con su espantoso castigo? Mientras proyectamos ahora o aconsejamos una gloriosa guerra, quizá se está formando abrasadora tempestad, en que nos veremos envueltos, y clavados sobre las rocas para ser juguete y presa de furiosos torbellinos, o sepultados para siempre y cargados de cadenas en este abrasado océano. A solas entonces con nuestros incesantes gemidos, sin tregua, ni reposo, ni compasión, durante siglos que no es de esperar acaben, ¡cuánto mayor será nuestra desventura! Debo, pues, disuadiros de la guerra así franca como encubierta; porque ¿de qué servirán ni astucia ni fuerza en semejante empeño? ¿Quién burlará la perspicacia de Aquel cuyos ojos lo abarcan todo de una sola mirada? Contemplándonos está desde la altura de los cielos, y menosprecia nuestras inútiles tentativas, dado que su poder es tan omnipotente para resistir a nuestras fuerzas, como para destruir todas nuestras tramas y conatos.

»¿Luego viviremos envilecidos, y aunque hijos del cielo, ultrajados de esta suerte y condenados a destierro, y a sufrir en él estas cadenas y tormentos? Preferible es en mi juicio a otro mal más grande, pues el hado y sus decretos irrevocables nos someten a la voluntad del Vencedor. Fuerza tenemos para sufrir lo mismo que para obrar; la ley que lo ha ordenado así, no es injusta, y esto hubiéramos debido comprender desde el principio, y ser cautos, antes que mover guerra a Enemigo tan poderoso, y cuando su resultado era tan incierto.

»Ríome de los que tan audaces y hábiles son en manejar la lanza, y cuando esta les falta, se amilanan, y temen que sobrevenga lo que saben que ha de sobrevenir: destierro, ignominia, cadenas y castigos, sujeción a que los somete su Vencedor. Tal es ahora nuestra suerte, y si a ella nos sometiésemos resignados, lograríamos quizá desarmar en cierto modo la cólera de nuestro supremo Enemigo; y tal vez hallándonos tan lejos de su presencia e inofensivos, se olvidará de nosotros, ya satisfecho de su justicia; y si su aliento no le incita, se templará el voraz fuego que nos consume; y purificada nuestra esencia, no participará de este vapor mefítico, se habituará a él para no sentirlo, o finalmente modificada y atemperándose a su intensidad y naturaleza, de tal manera se identificará con él que no experimente dolor alguno, convirtiéndose los tormentos en placeres y la oscuridad en luz. ¿Por qué no hemos de esperar en lo que el interminable curso de los días futuros pueda traernos, ni en las alteraciones y cambios en que debemos poner nuestra confianza, pues que nuestra suerte actual, si contraria, no es del todo infeliz, y si infeliz, no llegará al extremo con tal de que no nos hagamos merecedores de mayor desventura nosotros mismos?»

Así Belial, con palabras disfrazadas de razones, aconsejaba un proceder indigno, una vil inacción, pero no la paz. Después de él habló Mammón de esta suerte:

«Moveremos guerra, si la guerra es el mejor consejo, o para destronar al Rey del cielo, o para recobrar nuestros perdidos derechos. Destronarle no lo esperemos, mientras el eterno Destino no ceda al inconstante Acaso y sea el Caos árbitro de nuestra lucha. Si vana es la esperanza de lo uno, no lo será menor la de lo otro; pues de no expulsar al supremo Rey del cielo, ¿qué espacio quedará en este para nosotros? Demos que calmada su ira, y a condición de someternos de nuevo, perdone a todos: ¿con qué ojos le contemplaremos, cuando humillados en su presencia hayamos de recibir sus imperiosas órdenes, glorificar su majestad murmurando himnos, y violentarnos cantando en loor suyo ¡aleluya! mientras él, envidiado soberano, hará ostentación de su regia pompa, y su altar exhalará perfumes de ambrosía y de flores, serviles ofrendas de nuestro culto? Tal será nuestro oficio en el cielo, tales nuestros placeres. ¡Oh! ¡cuán dura será una eternidad empleada en adorar a quien tanto odiamos!

»Rechacemos pues ese espléndido vasallaje que no es dado obtener por fuerza, que aun concedido sería afrentoso, por más que pertenezca al cielo, y busquemos nuestro bien en nosotros mismos, viviendo por nosotros y para nosotros, libres en estos vastos subterráneos, sin depender de voluntad alguna, y prefiriendo tan dura libertad al blando yugo de una pomposa servidumbre. Brillará más radiante nuestro esplendor si sabemos convertir lo pequeño en grande, lo nocivo en útil, la desgracia en prosperidad, y si, do quiera luchando con el mal, trocamos en bienestar el dolor por medio del trabajo y de la paciencia.

»¿Por qué temer estos tenebrosos antros? ¿No se envuelve a veces el omnipotente Señor del cielo entre negras y espesas nubes sin que por eso eclipsen su gloria, y vela su trono con la grandeza de las tinieblas de que, encendido en furor, se lanza el pavoroso trueno, de modo que se asemeja al infierno el cielo? ¿Imita él nuestra oscuridad, y no hemos de poder nosotros cuando nos plazca imitar su luz? No carece este ingrato suelo de ocultos tesoros, de diamantes y oro, ni nosotros de arte para aprovecharnos de su magnificencia: ¿qué tenemos pues que envidiar al cielo? Podrán un tiempo estos mismos suplicios llegar a hacerse nuestro elemento; llegar esas penetrantes llamas a sernos tan benignas como hoy son crueles, y trocarse nuestra naturaleza en la propia de ellas; y esto necesariamente pondrá término a nuestros dolores. Todo, pues, nos invita a preferir pacíficos consejos y establecer un ordenado régimen, adoptando los remedios que más eficaces sean para nuestros presentes males; y en atención a lo que somos y al lugar en que nos hallamos, renunciar por completo a todo intento de guerra. Este es mi parecer.»

No bien acabó de hablar, se suscitó en la asamblea un rumor semejante al que encerrados entre las cóncavas rocas hacen los furiosos vientos, cuando después de combatir el mar toda una noche, adormecen con su ronca cadencia a los marineros, extenuados de cansancio, pero que logran anclar su barca en una bahía pedregosa, pasada la tempestad. Resonaban así los murmullos de aprobación dados a Mammón cuando finalizó su razonamiento aconsejando la paz, porque cualquiera batalla que se empeñase les infundía más espanto que el mismo infierno: tal era el estrago que el rayo y la espada de Miguel habían causado en ellos; deseando no menos fundar aquel otro imperio, que la política y el largo transcurso del tiempo elevarían hasta hacerle competir con el de los cielos.

Esto observado por Belzebú, que después de Satán ocupaba el más alto puesto, levantose con gravedad, y al levantarse, mostraba bien que era una columna de aquel Estado. Grabada llevaba en su frente la meditación que requieren los cargos públicos, y en su majestuoso semblante la sabiduría de un príncipe, por más que hubiese decaído tanto. Severo y enhiesto, ostentaba sus atlánticos hombros, capaces de sostener el peso de las más poderosas monarquías; su mirada imponía atención al auditorio, que permanecía tranquilo, como la noche, o en la estación estival el viento del mediodía. Y arengoles de esta suerte:

«¡Tronos y Potestades imperiales, Virtudes etéreas, celestial Estirpe! ¿Será que renunciemos a estos títulos, trocándolos por el de príncipes del infierno? Sin duda, pues el voto popular se inclina a que permanezcamos aquí para fundar un creciente imperio. ¡Oh desvarío! ¿Podemos ignorar que el Rey del Empíreo nos ha sumido en estos lóbregos calabozos, no para preservarnos de su poderoso brazo, ni para vivir libres de la alta jurisdicción del cielo, en nueva liga contra su trono, sino para mantenernos en la más dura estrechez, aunque alejados de él, y bajo el inevitable yugo que reserva a toda esta cautiva muchedumbre? Porque habéis de tener por cierto que él imperará como primero, como último y único rey, lo mismo en la altura de los cielos que en la profundidad del abismo, dado que nuestra rebelión no ha mermado parte alguna de su soberanía; pero asentará su imperio en el infierno, y nos regirá con cetro de hierro, como rige los cielos con cetro de oro.

»¿A qué, pues, deliberamos sobre la paz ni sobre la guerra? Resolvímonos por esta, y fuimos vencidos con irreparables pérdidas. Nadie ha ofrecido ni puesto condiciones de paz: ¿qué paz ha de concederse a los esclavos, más que una dura prisión, y los rigores y castigos que arbitrariamente se nos impongan? ¿Qué paz hemos de ofrecer sino la que podemos dar, agresiones, odio, invencible aversión y tardía venganza, conspirando siempre para hacer menos glorioso su triunfo al Vencedor y para acibararle en lo posible la satisfacción que en nuestros tormentos experimenta? Ocasión no ha de faltarnos, y no necesitaremos emprender peligrosas expediciones para invadir el cielo, cuyas altas murallas no temen asedios, ni asaltos, ni celada alguna de nuestra parte.

»Empresa más fácil podemos acometer. Una región hay, si no miente antigua y profética tradición del cielo, hay un mundo, dichosa mansión de un ser nuevo llamado Hombre, que por este tiempo ha debido ser creado semejante a nosotros, inferior en poderío y excelencia, pero más favorecido del Hacedor supremo. Declaró su voluntad a los demás dioses, y quedó cumplida en virtud de un juramento que hizo retemblar en torno las bóvedas celestiales. Encaminemos a este fin todos nuestros proyectos; sepamos qué seres habitan ese mundo, cuál es su forma, su naturaleza, su fuerza o debilidad, cuáles sus dotes, y si contra ellos hemos de emplear la astucia o la violencia. Cerrados están los Cielos; domina allí su excelso Árbitro en la seguridad de su propia fuerza; pero acaso se halle situada esa mansión en los postreros límites de su reino; acaso esté confiada su defensa exclusivamente a sus moradores; en cuyo caso podemos intentar con fruto un repentino golpe, ya asolando aquellos lugares con el fuego de nuestro infierno, ya enseñoreándonos de todos como de cosa propia, y expulsando a los débiles que los ocupan, como se nos expulsó a nosotros; y cuando no expulsarlos, atraerlos a nuestro partido, de modo que su Dios los mire como enemigos, y arrepentido de ella, destruya su propia obra. Sería esto más que una vulgar venganza; sería amenguar el placer que le ha causado nuestra derrota; contrariedad tan ingrata para él cuanto satisfactoria para nosotros, porque sus queridos hijos, partícipes de nuestra suerte, maldecirán su frágil origen y lo efímero de su dicha. Ved si es para intentado proyecto tal, o si debemos permanecer aquí sumidos en las tinieblas, y forjándonos a nuestro gusto quiméricas soberanías.»

Tal fue el diabólico consejo de Belzebú, imaginado primeramente y en parte propuesto por Satanás; pues ¿de quién sino del autor de todo mal podía nacer propósito tan malvado, y la idea de pervertir en su raíz a la raza humana, confundiendo la tierra con el infierno en odio de su supremo Autor? Pero este mismo odio había de servir para más realzar su gloria.

Complació sobremanera a las infernales potencias el audaz proyecto; y aprobado que fue por su voto unánime, brillando en los ojos de todos la alegría, renovó Belzebú su discurso en estos términos:

«¡Bien habéis calculado, prudentes dioses; digno fin habéis puesto a tan prolija consulta! Grande como vosotros es vuestra resolución, la cual nos sublimará al más alto punto, acercándonos de nuevo, y a despecho de los hados, a nuestras antiguas sedes, desde estos profundísimos abismos. A la vista de aquellas espléndidas regiones, no lejos de nuestras armas y en una ocasión propicia, quizá logremos recobrar el Empíreo, o cuando menos habitar en una templada zona, donde no huya de nosotros la hermosa luz de los cielos. Los rayos del fúlgido oriente nos librarán de esta oscuridad, y al exhalar su embalsamado perfume el aura apacible y pura, cicatrizará acaso las llagas causadas por este fuego devorador. Ahora bien: ¿a quién enviaremos en busca de esa nueva región? ¿A quién juzgaremos digno de tamaña empresa? ¿Quién aventurará sus vacilantes pasos por tan lóbrego, inmenso e insondable abismo, y hallará la ignorada senda a través de palpables sombras? ¿Quién, sin que se rindan sus alas, sostendrá el vuelo aéreo en los ilimitados espacios del vacío hasta llegar a la afortunada isla? ¿Qué arte, qué fuerza le bastará, ni cómo le será posible salvar con seguridad los apiñados centinelas y las múltiples falanges de ángeles que vigilan en derredor? Necesitará de gran prudencia, y no menos nosotros para elegirle, pues en él recaerá todo el peso, todo el éxito de nuestras últimas esperanzas.»

Concluye así, siéntase, y los oyentes, con atentos ojos, esperan se presente alguno para secundar, contradecir o emprender la peligrosa aventura: todos permanecen quietos y mudos, calculando el riesgo en la profundidad de su pensamiento, y cada cual descubre asombrado su propia desconfianza en el semblante de los demás. Entre los más heroicos campeones que combatieron contra el cielo, no se encontraba ninguno bastante osado que se ofreciera a emprender por sí tan terrible expedición; hasta que Satán, a quien un glorioso renombre encumbraba sobre todos sus compañeros, con la altivez de monarca y el convencimiento de su gran superioridad, reposadamente les habló así:

«¡Oh celestial progenie, tronos empíreos! Con razón guardamos silencio y permanecemos dudosos, aunque no intimidados. Largo y penoso es el camino que desde el infierno conduce a la luz; fuerte es nuestra prisión; nueve veces nos rodea esta inmensa bóveda de fuego violento y destructor, y las encendidas puertas de diamante, que nos oponen tantos estorbos, nos vedan salir de aquí. Salvadas una vez estas, se da en el profundo vacío de informe noche, que amenaza con la total destrucción de su ser al que se sumerja en aquel horroroso abismo. Si se penetra por fin en otro mundo cualquiera, o en una región desconocida ¿qué quedan más que ignorados peligros y la casi imposibilidad de evadirse? No sería yo, sin embargo, digno de este trono, ¡oh espíritus! ni de esta imperial soberanía, ornada de tanto esplendor y armada de tal poder, si las dificultades o peligros de lo que se propone y juzga importante a todos, pudieran retraerme de emprenderlo. ¿Por qué asumir la dignidad regia y no rehusar el cetro, si me negase a aceptar en los riesgos la parte proporcionada a los honores, la cual se debe al que reina con tanta mayor razón cuanto que ocupa más alto grado sobre los otros? Id, pues, espíritus poderosos, que aunque caídos, seguís siendo el terror del cielo; id a ver si en nuestra morada, mientras nos veamos reducidos a ella, hay algo que pueda atenuar nuestra miserable suerte y hacer menos odioso el infierno; si existe algún arbitrio o algún encanto para suspender, frustrar o mitigar los tormentos de esta detestable mansión. No os abandonéis al sueño ante un enemigo que está siempre vigilante; y yo entre tanto, lejos de vosotros, y atravesando un mundo de sombría desolación, procuraré la libertad de todos. En esta empresa no me acompañará nadie.»

Así diciendo, se levantó el monarca, con lo cual prevenía cualquiera réplica; su sagacidad le sugería el temor de que animados otros jefes con su resolución, fuesen a ofrecer entonces, seguros de una negativa, lo que antes los arredraba, pues de este modo llegarían a hacerse rivales suyos en la opinión pública, logrando a poca costa la gran celebridad que él debía adquirir en cambio de infinitos riesgos. Pero aquellos rebeldes temían tanto el empeño como la voz que se lo prohibía; abandonaron, como él, su asiento; y el ruido que hicieron al levantarse todos a la vez, se asemejaba al de un trueno lejano. Inclináronse ante Satán con respetuosa veneración, y le ensalzaron como a un dios igual al Altísimo del cielo. Ni dejaron de encarecer cuán digno era de alabanza el que por la salvación general despreciaba la suya propia, pues aunque espíritus réprobos, no habían perdido enteramente su virtud, como los malvados que en la tierra se jactan de acciones especiosas fundadas en vanagloria, o de una ambición que encubren con cierto color de celo.

Así terminaron sus tristes y dudosos razonamientos, con las esperanzas que les infundía caudillo tan incomparable; al modo que adormecidos los vientos del Norte, al extenderse desde la cima de las montañas las nubes tenebrosas y cubrir la risueña faz del cielo, derraman estas sobre los oscuros campos nieve o torrentes de agua; y si el fulgente sol envía sus destellos desde el ocaso, como una dulce despedida, reviven los campos, renuevan las aves sus gorjeos y prorrumpen las ovejas en alegres balidos que resuenan por valles y colinas. ¡Qué baldón para la humanidad! Únese el demonio en inalterable concordia con su infernal compañero, y entre todos los seres racionales solo los hombres se desavienen entre sí, a pesar de la esperanza que debieran tener en la divina gracia. Dios proclama la paz, y ellos viven, no obstante, dominados por el odio y la enemistad y en perpetua lucha; se mueven crueles guerras y devastan la tierra para destruirse unos a otros, como si no tuvieran, y en esto deberían cifrar su unión, sobrados enemigos en el infierno que día y noche conspiran para su ruina.

Disuelto así el consejo, retiráronse ordenadamente los magnates infernales. Iba en medio el altivo soberano, que parecía por sí solo competidor del cielo, así como en su suprema pompa y majestad, remedo de la de Dios, se mostraba temido emperador del Orco. Rodeábale una cohorte de serafines de fuego que le conducían entre blasonados estandartes y tremendas armas. Mándase pregonar entonces al son de las trompetas reales la decisión del gran senado, y volviéndose prontamente a los cuatro vientos otros tantos querubines, acercan a sus labios los sonoros tubos, a cuyas voces responden las de los heraldos. Resuenan unas y otras por los más lejanos ámbitos del abismo, y toda la hueste del infierno acompaña con atronadores gritos sus fervientes aclamaciones.

Ya con mayor sosiego, y en cierto modo reanimada por una esperanza tan falaz como presuntuosa, disuélvese toda aquella multitud, y cada cual sigue diverso rumbo, conforme a su inclinación o a su melancólica incertidumbre, buscando una distracción a sus desesperados pensamientos, o donde entretener las enojosas horas hasta el regreso de su caudillo. Unos, corriendo en veloz carrera por la llanura, otros elevándose en sus alas por los aires, compiten entre sí como en los juegos Olímpicos o en los campos Píticos; otros refrenando sus fogosos corceles, procuran salvar la meta en sus raudos carros, o forman alineados escuadrones. Tal, para escarmiento de las ciudades belicosas, se representan simulados combates en la revuelta extensión del cielo, creyendo verse en las nubes ejércitos que se precipitan a entrar en batalla; y de cada parte se adelantan, lanza en ristre, caballeros aéreos, hasta que cierran una con otra ambas legiones y, al choque de sus armas, parece arder de uno a otro extremo el horizonte. Otros, poseídos de más implacable rabia que Tifeo, arrancan peñascos y montañas, y se lanzan por los aires cual torbellinos: apenas puede el infierno resistir tan violento ímpetu. No de otro modo Alcides, al volver de Ecalia, coronado por la victoria, y al sentir la envenenada túnica, desarraigaba a impulsos de su dolor los pinos de Tesalia y de la cima del Ete, arrojando a Licas al mar de Eubea. Más pacíficos otros, retirados a un valle silencioso, cantan al compás de sus arpas, con acentos angelicales, su heroica lid y la desgracia a que les trajo la suerte de las armas, lamentando que el destino triunfe del ánimo denodado por la fuerza o por la fortuna. Arrogantes se mostraban en sus loores; pero su armonía (¿cómo no, si al fin era de espíritus inmortales?) tenía embebecido al infierno, y extática a la muchedumbre que la escuchaba.

Con discursos más dulces todavía, pues la elocuencia deleita el alma y la música los sentidos, retraídos algunos otros en un monte solitario, se entregan a más sublimes pensamientos y a profundos raciocinios sobre la providencia, la presciencia, la voluntad y el destino; por qué es inmutable este, y libre la voluntad y absoluta la presciencia; mas no hallaban solución alguna, perdidos en tan intrincados laberintos. Discuten prolijamente acerca del bien y del mal, la bienaventuranza y la última pena, la pasión y la apatía, la gloria y la abyección: todo ciencia vana, todo falsa filosofía; y sin embargo, comunicaban seductor encanto, aunque pasajero, a su dolor y angustia, infundíanles engañosas esperanzas, o fortificaban con pertinaz paciencia, como con acerada cota, sus corazones endurecidos.

Hay asimismo algunos que congregados en numerosas bandas, se atreven a explorar la dilatada extensión de aquel siniestro mundo, en busca de otro clima que pueda ofrecerles mansión más grata. Dirigen a este fin su vuelo por cuatro puntos distintos, siguiendo las márgenes de los cuatro ríos infernales que vierten sus lúgubres aguas en el inflamado lago: la aborrecida Estigia, de donde el odio mortal procede; el negro y profundo Aqueronte, con su tristeza; el Cocito, así llamado por los lamentos que se oyen en lo interior de sus doloridas ondas, y el feroz Flegetón, que en torrentes de fuego exhala su encendida rabia. A larga distancia de estos fluye lento y silencioso el Leteo, río del olvido, que arrastra su tortuosa corriente, y al que bebe de sus aguas hace olvidar al punto su primitivo estado, y con él la alegría y el pesar, los placeres y los dolores.

Pasado el Leteo, extiéndese un continente helado, sombrío y temeroso, combatido de perpetuas tempestades, huracanes y asolador granizo, que no se liquida en la dura tierra sino que amontonándose en grandes moles, semeja ruinas de antigua fábrica. Allí, cubierta de nieve y hielo, se abre una profunda sima parecida al lago Serbonio, entre Damieta y el monte Casio, donde fueron sepultados ejércitos enteros, donde la crudeza del aire abrasa, y el frío produce igual efecto que el fuego. Allí las furias armadas de garras, cual las harpías, arrastran en sazón oportuna a todos aquellos réprobos, que alternativamente experimentan la dura transición de crudelísimos contrastes, tanto más sensibles, cuanto que se suceden uno a otro. Desde el voraz fuego en que yacen, son transportados a una atmósfera glacial, en que se extingue su dulce calor etéreo, y en la que permanecen algún tiempo inmóviles, ateridos de sus miembros todos, para sufrir después nuevo y abrasador tormento. Cruzan yendo y viniendo el estrecho del Leteo, y cada vez se aumenta más su suplicio y son mayores sus ansias; anhelan tocar con sus labios aquella agua que los incita: una sola gota les daría instantáneamente el dulce olvido de todas sus penas y desventuras; y ¡con cuánta facilidad, teniéndola tan cerca! Pero el destino no lo consiente, y para imposibilitar su deseo, les sale al paso Medusa, con su terrible aspecto de Gorgona. El agua huye por sí misma de toda boca viviente, como huyó algún día de los sedientos labios de Tántalo.

Divagando así perdidas entre mil y mil confusiones, con mortal sobresalto y los ojos desencajados, veían por vez primera las desbandadas legiones su triste suerte, y no les era dable reposo alguno. Salvan oscuros y desiertos valles, regiones donde el dolor impera, montañas alpestres de hielo y fuego, rocas, cavernas, lagos, pantanos, abismos, tinieblas mortíferas, todo un mundo de destrucción, que Dios, maldiciéndole, creó malo, y únicamente bueno para el mal; mundo en que toda vida muere, en que toda muerte vive, y en que la perversa naturaleza engendra seres monstruosos, prodigiosos, abominables, indefinibles, más repugnantes que los que la fábula inventó o concibió el temor; Gorgonas, Hidras y Quimeras espantosas.

Entre tanto, Satán, el enemigo de Dios y el Hombre, llena su mente de ambiciosas imaginaciones, extiende su raudo vuelo, y explora el solitario camino que conduce a las puertas del infierno. Toma unas veces la derecha, otras la opuesta mano; ya se desliza con iguales alas por la superficie del abismo, ya se eleva cual torre aérea hacia la ardiente concavidad del firmamento; y como se descubre en lontananza, surcando el mar, y suspendida al parecer de las nubes, una flota que, a favor de los vientos del equinoccio, se ha dado a la vela en Bengala o en las islas de Ternate y de Tidor, de donde los mercaderes extraen sus drogas, y por el rumbo que marca el tráfico cruza el inmenso océano desde Etiopía hasta el Cabo, enderezando las proas al polo a pesar de las marejadas y de la noche; tal, contemplado de lejos, parecía el alígero explorador.

Divísanse por fin las murallas del infierno, que se elevan hasta sus horribles bóvedas, y las tres triplicadas puertas, formadas por tres planchas de bronce, tres de hierro y tres de diamantina roca, todas impenetrables, todas rodeadas de un valladar de inextinguible fuego. Delante de ellas, a uno y otro lado, estaban sentadas dos formidables figuras; una, de la cabeza a la cintura tenía apariencia de mujer, y mujer bellísima, pero su asqueroso cuerpo era el de una serpiente armada de aguijón mortal y cubierta de anchos y escamosos pliegues. Rodeábanla por la mitad multitud de rabiosos perros que, despidiendo de sus anchas fauces de Cerbero incesantes aullidos, producían horrendo estrépito. Si alguna vez se veían obligados a ocultarse, iban introduciéndose sin dificultad en las entrañas del monstruo, donde tenían seguro asilo, e invisibles allí, proseguían ladrando. Menos aborrecibles eran los que atormentaban a Scila mientras se bañaba en el mar que separa al calabrés de las mugientes costas de Trinacria; ni ofrecía tan horrible aspecto el séquito que acompañaba a la nocturna maga, cuando, cabalgando por los aires, y atraída por el secreto olor de la sangre de algún niño, acudía a los bailes de las brujas de la Laponia, y eclipsaba el resplandor de la Luna con la fuerza de sus encantos.

La otra figura, si darse puede este nombre a lo que no tenía forma distinta de miembros, ni articulaciones, o si puede llamarse sustancia a lo que se asemejaba a una sombra, que ambas cosas parecía, negra como la noche, feroz como diez furias, terrible como el infierno, blandía un terrible dardo, y en lo que aparentaba cabeza, tenía algo que representaba como una corona real. Al ir a acercársela Satán, levantose el monstruo de su asiento, avanzó presuroso hacia él, y el infierno retembló con sus pasos. Contemplole con asombro el impávido Enemigo, y se admiró, mas sin arredrarse, porque excepto a Dios y su Hijo, ni respetaba ni temía a ningún ser creado; y con desdeñosa mirada, se anticipó a hablar, diciendo:

«¿De dónde vienes tú? ¿Quién eres, monstruo execrable, que temerario y terrible, osas con tu deforme aspecto oponerte a mi paso en estas puertas? Resuelto estoy a franquearlas, y ten por seguro que no te pediré permiso; retírate, o pagarás cara tu insensatez, hijo del infierno, y aprenderás por experiencia a no competir con los espíritus celestiales.»

A lo que replicó el espectro encendido en cólera:

«¿Eres tú aquel ángel traidor, el primero que infringió la paz y la fe del cielo, respetadas hasta entonces, y el que en su orgullosa rebelión arrastró consigo a la tercera parte de los espíritus celestes conjurados contra el Altísimo? Tú y ellos, desechados de Dios, ¿no estáis condenados por ese crimen a subsistir aquí por toda una eternidad envilecidos y entre tormentos? ¿Te cuentas tú entre los espíritus del cielo, réprobo del infierno? ¿Y prorrumpes en altiveces y arranques de menosprecio aquí, donde impero como soberano, y donde, para mayor confusión tuya, soy tu señor y rey? ¡Atrás, fugitivo impostor, a tus mazmorras! Y pon nuevas alas a tu ligereza, no sea que con un látigo de escorpiones avive tu lentitud, o que al menor impulso de este dardo te sientas sobrecogido de extraño horror, y de angustias que todavía no has experimentado.»

Dijo así el pálido Terror, y así hablando y amenazando, adquirió un aspecto diez veces más repulsivo y espantoso. Por su parte Satán, ardiendo en ira, no daba muestras de temor alguno, semejante a un ardiente cometa que inflama el espacio ocupado por el enorme Serpentario en el cielo ártico, destilando de su hórrida cabellera pestilencia y guerras. Dirígense ambos combatientes un golpe mortal a la cabeza, contando con que no han de tener que repetirlo sus fatales manos, y se provocan con sus miradas; como cuando cargadas con la artillería del cielo, avanzan dos nubes lóbregas mugiendo sobre el mar Caspio, y se colocan frente a frente, hasta que un soplo de viento les da la señal de romper en medio de los aires el cruel combate. Contémplanse los esforzados campeones con ojos tan sombríos, que al fruncir de sus cejas se oscureció el infierno; que tal era su denuedo; pero ni uno ni otro habían de hallar sino una sola vez enemigo más temible. Hubieran llevado a cabo inauditos hechos, con terror del infierno todo, si la del medio cuerpo de serpiente, que estaba sentada junto a la puerta y guardaba la fatal llave, no se hubiera arrojado entre los combatientes, lanzando un espantoso grito. «¡Oh padre! exclamó, ¿qué intentan tus manos contra tu único hijo? ¿Qué furor ¡oh hijo! te impulsa a dirigir tu dardo mortal contra la cabeza de tu padre? ¿Sabes a quién obedeces? A Aquel que sentado en su supremo trono se ríe de ti, porque eres esclavo suyo, porque ejecutarás débilmente cuanto te ordene en su cólera, que él llama justicia; su cólera, que algún día os destruirá a los dos.»

Dijo, y a su voz se detuvo el infernal fantasma, y Satán le respondió de este modo: «Con tu extraño grito y tus palabras no menos extrañas, te has interpuesto aquí de manera, que al suspender su repentino golpe mi brazo, no renuncia a poner por obra lo que ha resuelto. Pero antes deseo saber de ti quién eres, que reúnes esas dos formas, y por qué al encontrarme por vez primera en este valle infernal, me has llamado padre, y dices que es hijo mío ese espectro. Ni te conozco, ni he visto jamás seres tan detestables como sois ambos.»

«Luego ¿ya me has olvidado? replicó ella. ¿Tan horrible parezco ahora a tus ojos, cuando en el cielo me tuviste por tan hermosa? En medio y a la vista de todos los serafines coligados contigo en su atrevida rebelión contra el Rey del cielo, te sobrecogió de pronto un dolor cruel; anublados y desvanecidos tus ojos, se perdieron en las tinieblas, mientras que brotando de tu cabeza una tras otra apiñadas llamas, se abrió profundamente por el lado izquierdo, y semejante a ti en la forma y esplendor, y animada de celestial hermosura, salí de ella en figura de diosa armada. Retrocedieron llenos de admiración todos los espíritus, y me llamaron Pecado, considerándome como un presagio siniestro; pero familiarizados después conmigo, les prendé de suerte que mis gracias seductoras rindieron a los que me miraban con más desvío. Fuiste el primero tú, que contemplando a menudo en mí tu perfecta imagen, te enamoraste de ella, y a solas conmigo gozaste los inefables deleites que engendraron en mis entrañas un nuevo ser. En tanto estalló la guerra: combatiose en los campos del cielo; nuestro poderoso Enemigo alcanzó inmarcesible triunfo (¿qué había de acontecer?), y nuestro partido quedó derrotado en todo el Empíreo. Cayeron nuestras legiones, precipitadas desde las alturas del cielo hasta el fondo de este abismo, y envuelta en su ruina, caí yo también. Entonces me fue entregada esta llave poderosa, con orden de mantener estas puertas cerradas para siempre, para que nadie pueda traspasarlas, si no las abro. Pensativa y sola me senté aquí: durome poco el sosiego, pues fecundado por ti mi vientre, y cercano ya el trance extremo, experimentó movimientos prodigiosos y dolores insoportables. Por fin ese aborrecible vástago que ves, hechura tuya, abriéndose paso violentamente, desgarró mis entrañas, y retorciéndose estas por el miedo y las convulsiones, quedó toda la parte inferior de mi cuerpo desfigurada. Nació ese enemigo mío, nació de mí blandiendo su fatal dardo, que lo destruye todo: y yo hui gritando: ¡Muerte! Estremeciose el infierno al oír este horrible nombre, y en lo mas hondo de sus cavernas se oyó un suspiro que repetía: ¡Muerte! Y yo seguía huyendo, y el espectro corría tras mí, aunque al parecer no tanto encendido en rabia, cuanto en lujuria; y como más ligero que yo, me alcanzó por fin; y sin respeto a mi horror de madre, entre impuros y violentos abrazos engendró conmigo en aquel rapto estos monstruos ladradores, que lanzando continuos aullidos me acosan como ves, y de nuevo los concibo a todas horas, y a todas horas me hacen sentir los dolores de su acerbo parto, porque vuelven a entrar en mi seno cuando les place, y aullando y royendo mis entrañas, que son su alimento, salen de pronto, y me causan tan profundo terror, que no hallo un instante de tregua ni reposo.

»Sentada ante mis ojos, y siempre en frente de mí, mi hija y enemiga, la horrible Muerte, azuza a esos perros, y ya me hubiera devorado, a falta de otra presa, aunque soy su madre, si no supiera que su fin va unido al mío, que yo, en tal caso, sería para ella un bocado amargo, un letal veneno, porque el destino lo ha dispuesto así. Pero te prevengo, padre, que evites la herida de su flecha, y no te lisonjees de que te haga invulnerable esa brillante armadura, por más que sea de etéreo temple, pues nadie, excepto aquel que reina allá arriba, puede despuntar arma tan mortífera.»

Así dijo; y aprovechando el sagaz Enemigo la advertencia, blanda y pausadamente repuso:

«Hija querida, pues me reconoces por tu señor y me muestras a mi bello hijo (prenda amada de los placeres que gozamos allá en el cielo, placeres tan dulces entonces como hoy de triste recuerdo, por la cruel desventura en que impensadamente hemos caído), sabe que no vengo como enemigo, sino para libertaros de esta sombría y horrible mansión de dolor a ti y a él y a toda la hueste de espíritus celestiales que por nuestras justas pretensiones quedaron envueltos en nuestra ruina. Enviado por ellos, emprendo solo este arriesgado viaje y solo me arriesgo por todos. Voy a recorrer con solitarios pasos el insondable abismo; en mi errante peregrinación a través del espacio inmenso, voy en busca de un lugar cuya existencia se ha predicho, y que a juzgar por varias señales, debe haberse creado ya, siendo redondo y vasto. Es una mansión deleitosa, situada en los confines del cielo, y donde habitan seres de reciente origen, destinados acaso a ocupar nuestros asientos vacantes, bien que se los mantenga ahora alejados de ellos por temor de que sobrecargados con una poderosa multitud, ocurran en el cielo nuevas perturbaciones. A averiguar si esta es la causa, u otra más oculta, voy apresuradamente; y una vez sabido el secreto, volveré en breve para trasladaros, a ti y a la Muerte, a una morada donde viviréis entre placeres, donde discurriréis con libre vuelo, invisibles, y respirando los suavísimos vapores de embalsamado ambiente. Allí, para que saciéis sin tasa vuestro apetito, todo será presa vuestra.»

Calló Satán, porque los dos monstruos dieron muestras de suma satisfacción, y la Muerte gesticuló con espantosa sonrisa al saber que aplacaría su hambre regocijándose de la dichosa ocasión que se la preparaba; y no menos complacida su proterva madre, prosiguió diciendo:

«Guardo la llave de este abismo infernal, porque tal es mi privilegio y el mandato del omnipotente Señor del cielo que me ha prohibido abrir estas puertas de diamante. La Muerte está determinada a rechazar toda violencia, segura de no ser vencida por ningún poder viviente; pero ¿debo yo obedecer las órdenes de un tirano que me odia y que me ha sumido en la lobreguez del profundo Tártaro, para desempeñar tan detestable oficio, y he de estar yo, hija del cielo, condenada a perpetua angustia y pena, y a oír aterrada el incesante clamoreo de mis hijos, que se alimentan de mis entrañas? Tú eres mi padre, el autor de mi existencia; tú me has dado el ser: ¿a quién pues debo obedecer y seguir sino a ti? Llévame pronto a ese nuevo mundo de claridad y de ventura, donde en compañía de dioses que gozan tan dulce vida, en voluptuosa paz, y sentada a tu derecha, cual conviene a tu hija y favorita, reine por toda una eternidad.»

Esto diciendo, sacó de su cintura la llave fatal, triste instrumento de todos nuestros males, y arrastrando su monstruoso cuerpo hasta la puerta, alzó sin dilación el enorme rastrillo que solo ella podía levantar, y que no hubieran movido todas las fuerzas del infierno juntas; hizo girar en la cerradura las complicadas guardas de la llave, y descorrió fácilmente las barras y cerrojos de hierro macizo y de dura piedra. Ábrense de improviso las puertas con impetuosa violencia y resonante estrépito, y al rechinar sus goznes produjeron un bronco trueno que retumbó en las más profundas concavidades del Averno.

Abrió las puertas; no estaba en su mano cerrarlas, y quedaron abiertas para siempre. Eran tan anchas, que desplegadas sus alas y banderas, con sus caballos y carros en buen orden, hubiera podido pasar holgadamente todo un ejército por ellas; y como la boca de un horno encendido, vomitaban rojizas llamas y espeso humo.

De repente aparecen ante los ojos de Satán y los dos espectros los secretos del antiguo abismo, sombrío e inmenso océano, sin límites ni dimensiones, donde se pierden la extensión, la profundidad, el tiempo y el espacio; donde la primitiva Noche y el Caos, progenitores de la Naturaleza, viven en eterna discordia, entre el rumor de perpetuas guerras, y sostenidos solo por sus perturbaciones. El calor, el frío, la humedad y la sequía, terribles campeones, se disputan la preferencia, lanzan al combate sus átomos embrionarios los cuales agrupados en diversas tribus alrededor de la bandera de sus legiones, pesada o ligeramente armados, agudos, redondos, rápidos o lentos, pululan en número infinito como las arenas de Barca o del ardiente suelo de Cirene, y van arrebatados a tomar parte en la lucha de los vientos; o a servir de contrapeso a sus raudas alas. El que lleva en pos mayor número de átomos, domina por un momento; el Caos impera como árbitro; sus mandatos aumentan más el desorden que le da el cetro, y a falta de él lo gobierna todo el Acaso como ministro supremo.

En aquel hórrido abismo, cuna de la Naturaleza y tal vez su tumba, que no es ni mar, ni tierra, ni aire, ni fuego, sino mezcla de todos estos elementos, los cuales confundidos en sus fecundos gérmenes deben luchar así perpetuamente, a no ser que el Creador Supremo destine sus impuros materiales a la formación de nuevos mundos; en aquel hórrido abismo, al borde del infierno, se detuvo el cauteloso Satán, y le contempló algún tiempo, reflexionando en su viaje, pues no era un pequeño estrecho el que tenía que atravesar. Atruenan sus oídos estrepitosos rumores, no menos violentos, comparando cosas grandes con pequeñas, que los de las tempestades de Belona cuando pone en juego sus destructoras máquinas para arrasar una ciudad fortísima; menor sería el estruendo si se desplomase la celeste bóveda, y los elementos desencadenados arrancaran de su eje a la tierra inmóvil. Satán despliega por fin sus alas, semejantes a dos anchas velas, para emprender su vuelo, y estriba con el pie en la tierra, elevándose entre torbellinos de humo.

Llevado como en un carro de nubes, sigue subiendo audaz por espacio de muchas leguas, pero faltándole de pronto el apoyo, encuentra un inmenso vacío, y sorprendido y agitando en vano sus alas, cae como un plomo a diez mil brazas de profundidad. Aún estaría cayendo, si por una desgraciada casualidad no le hubiera lanzado a otras tantas millas de altura la fuerte explosión de una tempestuosa nube, impregnada de fuego y nitro. Apagose su furor en una sirte esponjosa que no era ni mar ni tierra, y Satán, casi sumergido, atravesó el movedizo promontorio, tan presto a pie como volando. Tuvo entonces que emplear remos y velas; y semejante al grifo que en su alada carrera persigue por desiertos, montañas y valles al arimaspo, que ha sustraído sutilmente el oro confiado a su vigilante guarda, así continúa Satán ardorosamente su camino a través de pantanos, precipicios y estrechos, de vapores densos o enrarecidos; y con cabeza, manos, alas y pies, nada, se sumerge, fluctúa, se arrastra y vuela.

Llega, por fin, a sus oídos con sin igual fragor, un extraño y universal clamoreo de sordos sonidos y confusas voces, pero igualmente intrépido, se dirige hacia aquel lado para dar con el poder o espíritu del profundo abismo que resida allí, y preguntarle en qué punto se halla el límite de las tinieblas más próximo a la luz. De repente aparece el trono del Caos, desplegándose su negro e inmenso pabellón sobre un despeñadero de ruinas. La Noche, cubierta de negro manto, se ve asimismo sentada en su trono al lado del Caos; y como anterior a todos los seres, comparte con él el cetro. A su lado se hallan Orco y Ades, y Demogorgón, de terrible renombre; después el Rumor y el Acaso, el Tumulto y la Confusión monstruosa, y por último, la Discordia con sus mil bocas distintas. Satán se dirige osado al Caos, y le dice:

«Potestades y espíritus de este profundo abismo, Caos y antigua Noche: sabed que no vengo aquí como espía, con objeto de explorar o sorprender los secretos de vuestro reino; obligado a pasar por este sombrío desierto, a través de vuestro vasto imperio, porque me encamino hacia la luz, solo, sin guía y casi perdido, busco el rumbo más breve para llegar al punto donde vuestras oscuras fronteras se tocan con el cielo. Y si algún otro lugar de vuestro dominio ha sido invadido y ocupado últimamente por el Rey etéreo, salvando estas profundidades allí intentaré llegar. Dirigid mis pasos, que bien encaminados, no será escasa la recompensa que logréis en beneficio de vuestros intereses; no lo será, si arrojado el usurpador de la región perdida, consigo volverla a sus primitivas tinieblas y a vuestro dominio. Este es el objeto de mi presente viaje, y enarbolar de nuevo el estandarte de la antigua Noche. Para vosotros todas las ventajas; ¡yo me contento solo con vengarme!»

Así dijo Satán, y con voz temblorosa y descompuesto semblante le contestó el viejo Anarca: «Te conozco, extranjero; tú eres el poderoso jefe de los ángeles que últimamente se rebelaron contra el Rey del cielo, y que fuiste derrotado. Yo lo vi y lo oí, pues tan numerosa milicia no pudo huir en silencio a través del aterrado abismo, yendo destrozada, perseguida, y más confundida que la misma confusión, mientras las puertas del cielo daban paso a millones de sus huestes victoriosas. Yo he venido a residir en mis fronteras, donde todo mi poder apenas basta para salvar lo poco que me resta, pues también se experimentan aquí vuestras divisiones intestinas, que van mermando los antiguos dominios de la Noche; además de que por una parte el infierno, donde tenéis vuestras prisiones, se ha dilatado en torno bajo mis pies; por otra, ese Paraíso, ese nuevo mundo, están suspendidos sobre mi reino y unidos por una cadena de oro al punto del cielo de donde cayeron precipitadas vuestras legiones. Si queréis encaminaros hacia ese lado, no estáis distante; más cerca os hallaréis del peligro. Id, pues; apresurad la marcha; los despojos, la ruina y el exterminio son mi alimento.»

No dijo más, ni Satán se detuvo a replicar, sino que gozoso de tener próxima una playa en aquel océano, lánzase con nuevo ardor y con nueva fuerza por el inmenso espacio, como una pirámide de fuego. Pugnando con los desencadenados elementos que le rodean por todas partes, prosigue su camino más estrecho, más peligroso que el del navío Argos al cruzar el Bósforo, con mayores riesgos que Ulises cuando al evitar por un lado a Caribdis, vio amenazada su inexperiencia con otro escollo.

Así avanzaba Satán difícil y penosamente; pero una vez que forzó el paso, y más adelante cuando cayó el Hombre (¡extraña novedad!), el Pecado y la Muerte, que seguían las huellas del infernal enemigo, pues tal fue la voluntad del cielo, abrieron ancho camino por el sombrío abismo, cuyo hirviente seno consintió que se echara un puente de asombrosa longitud desde el infierno hasta el orbe exterior de este frágil globo. Por medio de esta fácil comunicación, van y vienen los espíritus perversos, excepto los mortales, para tentar o castigar a aquellos a quienes Dios y los santos ángeles guardan por gracia particular.

Pero ya, por fin, comienza a sentirse la influencia sagrada de la luz, y el alba luminosa envía desde las murallas del cielo un destello al tenebroso seno de la oscura Noche. Aquí tienen principio los más lejanos límites de la naturaleza; retrocede al Caos y se retira de sus defensas como enemigo vencido, con menos estrépito y resistencia, mientras Satán, tranquila y holgadamente, se desliza por las apacibles hondas, guiado de incierta luz, a la manera de un buque combatido por las tempestades, que entra alegremente en el puerto, aunque con sus jarcias y velas despedazadas. Parecido al aire, tiende sus alas a la inmensidad del vacío, contemplando desde lejos y enajenado el empíreo cielo, cuya extensión es tal, que no acierta a distinguir si es cuadrada o circular. Descubre las torres de ópalo; las almenas de brillantes zafiros donde fue un tiempo su patria; ve también junto a la luna, sujeto al extremo de una cadena de oro, aquel mundo suspendido, igual a una estrella de la más pequeña magnitud; desde allí, animado por inicua sed de venganza, maldito él, y en maldita hora, aceleró su vuelo.

Libro tercero

Argumento


Sentado Dios en su trono, ve a Satán, que vuela hacia el mundo nuevamente creado, y mostrándole a su Hijo, que reside a su diestra, le predice cómo intentará y logrará aquel pervertir al género humano. Pone a salvo de toda imputación su justicia y sabiduría, dado que ha hecho al Hombre libre y capaz de resistir a las tentaciones de su enemigo; y anuncia su designio de perdonarle, atendiendo a que no se dejará llevar de su propia perversidad, como Satán, sino de la seducción de este. El Hijo glorifica al Padre por su bondad, pero Dios declara al propio tiempo que no podrá conceder su gracia al Hombre sin que la justicia divina quede satisfecha, porque al atentar contra su poder, aspirando a la divinidad, se ha hecho reo de muerte con toda su descendencia, y debe morir, a no ser que haya alguien capaz de reparar su culpa, sufriendo el castigo de ella. El Hijo de Dios se ofrece entonces voluntariamente a rescatar al Hombre; acepta el Padre la oferta, ordena su encarnación, y dispone que sea exaltado sobre todo cuanto existe en el cielo y en la tierra. Manda luego a todos sus ángeles que le adoren; obedécenle ellos, y al compás de sus arpas, entonan himnos de gloria en loor del Omnipotente y de su Hijo. Entretanto, desciende Satán a la superficie exterior del globo terráqueo, y divagando por uno y otro punto, llega a un lugar llamado posteriormente el Limbo de la Vanidad. Qué seres y qué cosas se dirigen volando hacia el mismo sitio. Acércase después a las puertas del cielo, y se describen las gradas por donde se sube a él, así como las aguas que corren por encima del firmamento. Pasa Satán a la órbita del Sol, y encuentra a Uriel, rector de aquella esfera; pero antes toma la forma de un ángel inferior, y pretextando un religioso deseo de contemplar el mundo nuevamente creado, y al Hombre colocado por Dios en él, procura averiguar cuál es su morada. Indícasela Uriel, y Satán dirige a ella su vuelo, deteniéndose primeramente en la cima del Nifates.


¡Salve, sagrada luz, hija primogénita del cielo o destello inmortal del eterno Ser! ¿Por qué no he de llamarte así, cuando Dios es luz, y cuando en inaccesible y perpetua luz tiene su morada, y por consiguiente en ti, resplandeciente efluvio de su increada esencia? Y si prefieres el nombre de puro raudal del éter, ¿quién dirá cuál es tu origen, dado que fuiste antes que el sol, antes que los cielos, cubriendo a la voz de Dios, como con un manto, el mundo que salía de entre las profundas y tenebrosas ondas, arrancado al vacío informe e inconmensurable?

Vuelvo ahora a ti nuevamente con más atrevidas alas, dejando el Estigio lago, en cuya negra mansión he permanecido sobrado tiempo. Mientras volaba cruzando tenebrosas regiones y menos sombríos ámbitos, canté el Caos y la eterna Noche en tonos desconocidos a la cítara de Orfeo. Guiado por una musa celestial, osé descender a las profundas tinieblas, y remontarme de nuevo, arduo y penoso empeño. Seguro ya, vuelvo a ti, siento tu influencia vivificadora; pero tú no iluminas estos ojos, que en vano buscan tu penetrante rayo sin descubrir claridad alguna: a tal punto ha consumido sus órbitas invencible mal, o se hallan cubiertas de espeso velo. Mas alentado por el amor que me inspira sagrados cantos, recorro sin cesar los sitios frecuentados por las Musas, las claras fuentes, los umbríos bosques, las colinas que dora el sol; y a ti sobre todo ¡oh Sión! a ti, y a los floridos arroyos que bañan tus santos pies y se deslizan con suave murmullo, me dirijo durante la noche. Ni olvido tampoco a aquellos dos, iguales a mí en desgracia (¡así los igualara en gloria!), el ciego Tamiris y el ciego Meónides, ni a los antiguos profetas Tiresias y Fineo, deleitándome entonces con los pensamientos que inspiran de suyo armoniosos metros, como el ave vigilante que canta en la oscura sombra, y oculta entre el espeso follaje, hace oír sus nocturnos trinos.

Así con el progreso del año vuelven las estaciones; mas para mí no vuelve jamás el día: no veo los dulces albores de la mañana, ni el crepúsculo de la tarde, ni la flor de la primavera, ni la rosa del estío, ni los rebaños de los prados, ni la faz divina del Hombre. Sumido entre tinieblas y eternas nubes, apartado de las gratas sendas de la vida humana, no me ofrece el libro cuyo estudio es tan interesante, más que una inmensa página en blanco, donde están borradas para mí las obras de la naturaleza, y la sabiduría halla cerrada en uno de mis sentidos la puerta que más fácil entrada le dejaría.

Brilla, pues, dentro de mí con más esplendor ¡oh celeste luz! Ilumina con tus rayos las potencias todas de mi alma; pon ojos en ella; purifica y presérvala de las sombras que la envuelven, para que pueda ver y narrar cosas invisibles a la vista de los mortales.

Desde las cumbres del puro empíreo, donde ocupando su trono, domina sobre las mayores eminencias, inclinó una mirada el omnipotente Padre para contemplar a la vez sus obras y las obras de sus criaturas. Agrupábanse en torno suyo todas las santidades del cielo, como otras tantas estrellas, y se gozaban en su vista con indecible bienaventuranza: a su diestra tenía asiento su único Hijo, radiante imagen de su gloria. Dirigió su vista a la Tierra, fijándola en nuestros dos primeros padres, únicos seres de la especie humana, que colocados en un jardín delicioso, saboreaban inmortales frutos de paz y amor, inalterable paz, amor sin igual en aquella soledad dichosa. Miró después al infierno, y al abismo que le separa del mundo, y vio a Satán volando por la tenebrosa atmósfera, en torno de los límites del cielo, y hacia la región de la Noche, inclinado a posar sus fatigadas alas y su pie impaciente en la árida superficie de este mundo, que le parecía un globo sólido y sin firmamento. Dudaba si era océano u aire aquel espacio; y observándole Dios con la profunda mirada que penetra en el presente, el pasado y el porvenir, dirigió a su Unigénito estas proféticas palabras:

«¿Ves, Hijo mío, el furor de que está poseído nuestro adversario? Ni la estrechez en que se halla, ni las barreras del infierno, ni las cadenas de que está cargado, ni aún el vacío inmenso del abismo bastan para contenerle: tanto le ciega la desesperación de una venganza que recaerá sobre su rebelde cabeza. Rotos ahora los lazos que le oprimían, se acerca al cielo, a la región de la luz, dirigiéndose al mundo nuevamente creado, con el intento de destruir por la fuerza al Hombre que mora allí, o lo que es peor, pervertirle con algún artificioso engaño. Y lo conseguirá; porque atento el Hombre a sus falaces lisonjas, y quebrantado fácilmente mi único mandato, la única prueba que exijo de su obediencia, caerá no solo él, sino toda su infiel progenie.

»¿A quién podrá culpar, a quién más que a sí propio? ¡Ingrato! Le concedí cuanto podía anhelar; le inspiré la justicia, la rectitud, la fuerza para sostenerse, aunque con la libertad para caer; del propio modo creé a todas las potestades y espíritus etéreos, así a los que permanecieron fieles, como a los que se rebelaron, pues libres fueron los unos para sostenerse, los otros para caer. Sin esta libertad, ¿qué prueba sincera hubieran podido dar de verdadera obediencia, de constante fe ni de amor, obrando solo por necesidad, no voluntariamente? ¿De qué alabanza se hubieran hecho merecedores? ¿Qué satisfacción había de causarme semejante obediencia, cuando la voluntad y la razón (que en la razón también hay albedrío), tan vana la una como la otra, privadas ambas de libertad y ambas pasivas, cedieran a la necesidad, no a mi precepto?

»Así creados, y conforme al derecho de que disfrutan, no pueden en justicia acusar a su Hacedor, ni a su naturaleza, ni a su destino, cual si este avasallase su voluntad o dispusiera de ellos por un decreto absoluto o una prevención suprema. Ellos mismos han decidido su rebelión, no yo; yo la tenía prevista, mas semejante previsión no redunda en disculpa suya, que no por haber dejado de preverla hubiera sido menos segura. Así pues, sin que los impulse nadie, sin poder achacarlo al destino, ni a una predestinación inmutable por parte mía, ellos son los que pecan, ellos los autores de su mal, en que caen deliberadamente o por su elección. Libres los he formado; libres deben permanecer hasta que ellos mismos vengan a esclavizarse, pues de otra suerte me sería forzoso cambiar su naturaleza, revocando el supremo decreto, inmutable y eterno, por el cual les fue otorgada su libertad. Ellos solo son la causa de su caída.

»Los primeros culpables cayeron instigados, tentados por sí mismos, y por su propia depravación: el Hombre cae engañado por aquellos rebeldes, y por lo mismo obtendrá gracia; los otros no. Por la misericordia y la justicia triunfará mi gloria así en el cielo como en la tierra: mas la misericordia, desde el principio al fin, será la que resplandezca más.»

Mientras hablaba así Dios, se difundía por todo el cielo un aroma de perfumada ambrosía que comunicaba a los elegidos espíritus de los bienaventurados el inefable gozo de un nuevo júbilo. Mostraba el hijo de Dios la expresión de una gloria sin igual; veíase en él sustancialmente reproducido su Padre en toda su plenitud; y en su rostro aparecían visibles una divina compasión, un amor infinito y una inefable gracia, que le movieron a dirigirse a su Padre, diciendo así:

«¡Oh Padre mío! ¡Cuán misericordiosa es la sentencia que como supremo juez has pronunciado! ¡Que el Hombre obtendrá perdón! Por ella publicarán cielo y tierra tus alabanzas en innumerables himnos y sagrados cánticos, que resonando alrededor de tu trono, para siempre te bendigan. Pero ¿será que el Hombre perezca al fin? ¿Que la última y más amada de tus criaturas, el más joven de tus hijos, sea víctima de un engaño, aunque su propia demencia contribuya a él? Lejos de ti rigor tanto, lejos de ti, Padre mío, que juzgas, y siempre equitativamente, de cuanto has hecho. ¿Conseguirá así sus fines nuestro adversario, frustrando los tuyos y sobreponiéndose su malicia, a tus bondades? ¿Verá satisfecho su orgullo, aunque sujeto a más duras penas, y logrará saciar su venganza, arrastrando consigo al infierno, después de haberla corrompido, a toda la raza humana? ¿Has de destruir tú mismo tu creación, y deshacer por ese enemigo lo que has hecho para tu gloria? Pondríanse entonces en duda tu bondad y tu grandeza, y se negarían una y otra, sin que fuera posible defenderlas.»

«¡Oh hijo mío, en quien tanto se goza mi alma, le replicó el Sumo Hacedor, Hijo de mi seno, mi único Verbo, mi sabiduría, mi más eficaz poder! Conformes están tus palabras con mis pensamientos y con lo que mi eterno designio ha decretado; no perecerá enteramente el Hombre: salvarase el que lo desee, mas no por su voluntad propia, sino por mi gracia libremente concedida. Restableceré de nuevo su degenerada condición, aunque sujeta por el pecado a impuros y violentos deseos, y con mi ayuda podrá otra vez resistir a su mortal enemigo; pero esta ayuda ha de servirle para que sepa a qué extremo ha llegado de degradación, y para que a mí, exclusivamente a mí, sea deudor de su libertad.

»Ya entre todos ellos he escogido a algunos, dignos de mi predilección, porque tal ha sido mi voluntad: los demás oirán mi llamamiento, y serán con frecuencia amonestados para que, reconociendo su iniquidad, se apresuren a aplacar mi indignación y aprovecharse de la gracia con que les brindo. Yo iluminaré cuanto sea necesario la ofuscación de sus sentidos, y ablandaré sus endurecidos corazones para que puedan orar, arrepentirse y prestarme la debida obediencia. A sus ruegos, a su arrepentimiento y sumisión, cuando procedan de un ánimo sincero, ni mis oídos ni mis ojos permanecerán cerrados; les daré por guía y árbitro la conciencia; y si la escuchan y la emplean bien, cada vez alcanzarán más luz, y perseverando hasta el fin, tendrán segura su salvación. Pero nunca disfrutarán de mi inagotable indulgencia ni de mi gracia los que la olviden y menosprecien, sino que se aumentarán en el endurecido su dureza y en el ciego su ceguedad para que tropiecen y caigan en mayor abismo; y solo a estos excluiré de mi misericordia.

»Resta todavía que hacer: desobediente y rebelde, el Hombre ha quebrantado su fe, y pecado contra la alta majestad del cielo; ha aspirado a la divinidad y perdídolo así todo, sin reservar nada con que expiar su crimen; por lo que amenazado de destrucción, debe perecer con toda su posteridad. Preciso es, pues, que él o la justicia dejen de existir, a no ser que en su lugar se ofrezca voluntariamente alguno capaz de dar completa satisfacción, es decir, muerte por muerte. Ahora bien, decidme, celestes potestades: ¿dónde hallar semejante abnegación? ¿Quién de vosotros, para redimir el crimen del hombre, se hará mortal? ¿Qué justo salvará al injusto? ¿Existe en todo el cielo tan sublime amor?»

A esta pregunta enmudecieron los coros allí presentes, y el cielo todo quedó en silencio. No se presentó en favor del Hombre patrono ni intercesor alguno, ni menos quien osara atraer sobre su cabeza el mortífero castigo, ofreciéndose como precio de aquel rescate; y hubiérase perdido toda la especie humana sin tener quien la redimiese, entregada por un terrible decreto a la muerte y al infierno, si el Hijo de Dios, en quien reside la plenitud del amor divino, no hubiese interpuesto de nuevo su poderosa mediación, diciendo:

«Ya, Padre mío, has pronunciado tu sentencia: el Hombre obtendrá perdón. Mas este perdón en que está cifrada la mayor eficacia de tu bondad, que acude a todas tus criaturas, y a todas llega sin que se prevea, ni implore, ni solicite, ¿ha de haberse otorgado en vano? ¡Feliz el hombre que así lo alcanza, pero que una vez perdido y muerto por el pecado, no podrá recurrir a él, en la incapacidad de ofrecer por sí holocausto ni expiación alguna!

»Heme aquí, pues: yo me ofrezco por él; yo ofrezco mi vida por la suya. Caiga sobre mí tu cólera; mírame como a un hombre. Por su amor me separaré de ti, me desposeeré voluntariamente de esta gloria que contigo comparto; por él moriré contento. Descargue en mí la Muerte sus furores; no permaneceré sumido mucho tiempo en su tenebroso imperio. Tú me has concedido vivir por mí propio y perpetuamente; y por ti viviré, aunque ahora me someta a la Muerte, y le entregue cuanto haya en mí de perecedero.

»Pero una vez satisfecha esta deuda, no me dejarás yacer en el horror del sepulcro, ni consentirás que mi alma inmaculada esté para siempre sujeta a la corrupción, sino que resucitaré victorioso, subyugando a mi vencedor, a quien arrancaré los despojos de que se muestra tan envanecido. Será este golpe funesto para la Muerte, que al contemplar su humillación, quebrará su letal saeta; y encumbrándome yo por el dilatado espacio del aire en medio de mi triunfo, llevaré cautivo al infierno a pesar suyo, dejando aherrojadas las potestades de las tinieblas. Y tú te deleitarás en este espectáculo, y dirigirás desde el cielo una mirada, y sonreirás amorosamente; y con tu ayuda, confundiré a todos mis enemigos, como a la Muerte, el postrero de ellos, cuyo esqueleto henchirá el sepulcro. Cercado entonces de la muchedumbre redimida por mí, tornaré al cielo tras larga ausencia; tornaré, Padre mío, a contemplar tu rostro, en que no se descubrirá ya sombra alguna de indignación, sino anuncios de ventura y paz; porque dando al olvido tu cólera, se gozará en tu reino de inefable júbilo.»

Estas fueron sus últimas palabras. Calló; mas parecía seguir hablando con una expresión de dulzura tal, que revelaba su infinito amor hacia los mortales, amor que solo era comparable a su obediencia filial. Ofrecido a sí propio como víctima, esperaba que el augusto Padre manifestase su voluntad. El cielo estaba mudo de asombro, sin comprender la significación de aquel misterio ni el fin a que se encaminaba; cuando el Omnipotente exclamó así:

«¡Oh tú, en la tierra y en el cielo única prenda de paz para el género humano, bastante a aplacar mi cólera, y único objeto de mi complacencia! Bien sabes cuán queridas me son todas mis obras, y cuánto lo es el Hombre, última de las que han salido de mis manos, pues por él te separaré de mi seno y de mi diestra, para salvar, privado de ti algún tiempo, a toda esa raza de perdición. Y dado que tú solo puedes redimirla, une a la tuya la naturaleza humana, y baja a ser hombre entre los hombres de la tierra; hazte carne, cumplido que fuere el tiempo, saliendo del seno de una virgen y naciendo milagrosamente. Sé padre del género humano en lugar de Adán, aunque hijo de este; y ya que en él perecen todos los hombres, de ti, como de una segunda raíz, renacerán los que sean dignos de esta gracia, pero sin ti no se salvará nadie. El crimen de Adán hace culpables a todos sus hijos; por tu mérito, que les será traspasado, quedarán absueltos los que renunciando a sus propias acciones, justas o injustas, vivan regenerados en ti, recibiendo de ti nueva existencia. El Hombre, pues, como es justo, satisfará la pena que debe el Hombre; será juzgado, morirá; y al dejar de existir, volverá a levantarse, y con él se levantarán todos sus hermanos, redimidos con su preciosa sangre. Así el amor celestial vencerá el odio del infierno, entregándose a la muerte y muriendo para redimir a tanta costa lo que el odio infernal ha destruido tan fácilmente, y lo que destruirá todavía en aquellos que, aun pudiendo, no acepten la gracia con que se les brinda.

»Al descender hasta la humana naturaleza, no humillas ni degradas la tuya; porque sentado en el trono de Dios, igualándole en grandeza y gozando como él de la mayor bienaventuranza, a todo has renunciado para preservar a un mundo de su completa ruina; porque tu mérito, más bien que tu divino origen, te ha hecho doblemente digno de ser el Hijo de Dios, mostrándote antes bueno que grande y poderoso; y porque en ti abunda el amor más que el deseo de gloria. Por medio de tu sublime humillación, elevarás contigo hasta este trono tu humanidad, y aquí encarnado, reinarás a la vez como Dios y como Hombre, como Hijo de Dios y del Hombre, quedando consagrado por Rey del universo. Todo este poder te concedo: reina perpetuamente, y goza de tu virtud. Imperarás como señor supremo, sobre tronos, principados, potestades y dominaciones; y todos se prosternarán ante ti en el cielo, en la tierra y en las profundidades del infierno. Cuando asociada a tu gloria la corte celestial, aparezcas en la cumbre del firmamento; cuando, sirviéndote los arcángeles de heraldos, convoquen a las naciones ante tu tribunal terrible, y acudan a su voz los vivientes de todas las partes del mundo, y los muertos de todas las pasadas edades, y al estrépito producido por la ruina de la naturaleza, despierten de su sueño, y corran presurosos a oír tu irrevocable fallo, entonces juzgarás en presencia de los santos todos, a los hombres y a los ángeles perversos, y convencidos de su iniquidad, se humillarán ante tu sentencia, y su innumerable multitud llenará el infierno, que quedará para siempre cerrado desde aquel día. El mundo se reducirá a cenizas, pero de entre ellas saldrán un nuevo cielo y una nueva tierra, que será morada de los justos; los cuales, tras largas tribulaciones, conocerán una edad de oro, fecunda en grandiosos hechos y embellecida por el placer, el triunfo del amor y la hermosura de la verdad. Entonces desceñirás tus regias vestiduras, no teniendo para qué empuñar el cetro de tu soberanía, porque Dios será todo para todos. Adorad, pues, angélicas potestades, al que muere para que se cumplan todas estas maravillas; adorad a mi Hijo, y honradle como a mí propio.»

Esto dijo el Todopoderoso, y la innumerable multitud de ángeles prorrumpieron en ruidosas aclamaciones, cuya armonía, como producida por voces celestiales, era intérprete de su júbilo. Al compás de los himnos y hosannas que resonaban por las eternas regiones del Empíreo, inclinábanse reverentemente los ángeles ante ambos tronos, y en muestra de adoración, cubrieron las gradas con coronas, entretejidas de amaranto y oro; de amaranto inmortal, flor que brilló primero junto al árbol de la Vida, en el Paraíso, pero que luego, por el pecado del hombre, de nuevo se trasladó al cielo, su patria, y allí prospera y florece aún, prestando dulce sombra a la fuente de la vida y a las márgenes del dichoso río, cuyas ondas de ámbar se deslizan por entre las flores del Elíseo.

Con guirnaldas formadas de estas perpetuas flores, entrelazan y sostienen los espíritus bienaventurados sus resplandecientes cabelleras; de las que desprendiéndose después, se esparcen sobre el luciente pavimento, que brilla como un mar de jaspe, matizado de celestiales rosas. Cíñenselas los ángeles de nuevo; prepara cada cual su arpa de oro, siempre templada, y como un carcaj suspendida a su costado; y preludiando una suavísima sinfonía, entonan sagrado cántico, que arrebata el alma de entusiasmo. No hay voz allí que permanezca silenciosa; no hay voz que niegue el encanto de su melodía: tan acorde se ve todo en el cielo.

Cantáronte a ti primero ¡oh Padre omnipotente, inmutable, inmortal, infinito, que has de reinar por siempre! A ti, creador de todas las cosas, fuente de luz, invisible entre los gloriosos fulgores del altísimo trono donde te sientas, que aun templando la fuerza de tus rayos, y envuelto en la nube que como radiante tabernáculo te rodea, dejas ver los bordes de tu manto oscurecidos por tan excesivo brillo. El cielo entre tanto aparece deslumbrado, y los más lucientes serafines no se acercan a ti sino cubriéndose los ojos con ambas alas.

Ensalzáronte después a ti, que precediste a toda la creación, Hijo engendrado, Divina Imagen, en cuya hermosa faz resplandece el Padre Omnipotente, para ti visible, sin nube alguna, pero invisible a las demás criaturas. En ti el esplendor de su gloria se reproduce impreso; y transfundido en ti se anima su inmenso espíritu. Por ti creó el cielo de los cielos, y todas las potestades que en él se encierran; por ti precipitó en el abismo a las ambiciosas dominaciones. No dejaste aquel día vagar al terrible rayo de tu Padre, ni detuviste las ruedas de tu flamígero carro, que estremecían la eterna bóveda del cielo al pasar sobre los debelados ángeles rebeldes. Tornaste triunfante de aquella lid, y tus potestades te exaltaron con inmensas aclamaciones, a ti, Hijo único de la omnipotencia de tu Padre, ejecutor de la terrible venganza que tomaba en sus enemigos. No así con el Hombre: vencido por la malicia de aquellos, no le hiciste blanco de tus rigores, sino que le miraste con piedad, ¡oh Padre de gracia y misericordia! Sabedor tu amado y único Hijo de que no era tu propósito castigar la fragilidad del Hombre, y de la compasión que por él sentías, para apaciguar tu cólera, poniendo término a la lucha entre la misericordia y la justicia, que revelaba tu semblante, ofreciose Él mismo al sacrificio para redimir al Hombre, renunciando a la felicidad de que junto a ti gozaba. ¡Oh amor sin ejemplo, amor que no podía nacer sino en el espíritu divino! ¡Salve, Hijo de Dios, redentor de la Humanidad! ¡Tu nombre será de hoy más el sublime asunto de mi canto: mi cítara celebrará sin cesar tus alabanzas, al par de las de tu Padre!

En tan gozosos afectos y loores empleaban sus bienhadadas horas los ángeles que pueblan la región de las estrellas; mientras Satán, descendiendo al sólido y opaco globo de este mundo esférico, comenzaba a recorrer la primera convexidad que, envolviendo los orbes luminosos inferiores, los separa del Caos y del dominio de la antigua Noche. De lejos parecíale un globo aquella convexidad; de cerca un continente sin límites, sombrío, estéril y salvaje, triste como una noche sin estrellas, y expuesto a las tempestades siempre amenazadoras del Caos, que muge a su alrededor: cielo inclemente, excepto por la parte de los muros del Empíreo, que aunque lejanos, reflejaban un destello de claridad en medio de las tinieblas procelosas.

Recorría el Enemigo a pasos agigantados aquel anchuroso campo, semejante al buitre que nacido en el Imaus, cuya nevada cima cubre el Tártaro vagabundo, abandona la región falta de caza para cebarse en la carne de los corderos o cabritillos que pastan en las colinas, y dirige después su vuelo hacia las corrientes del Ganges o el Idaspes, ríos de la India, bajando de paso a las áridas llanuras de Sericana, por donde a favor de la brisa y de las velas, caminan los chinos en sus ligeros esquifes de caña. Marchaba así el Enemigo por aquel mar de tierra que azotaba el viento, buscando por todas partes su presa; marchaba solo, porque en aquel lugar no se encontraba aún ningún ser vivo ni muerto; pero más tarde, cuando malogró el pecado las obras de los hombres, subieron allí desde la tierra, como un vapor aéreo, las vanidades de los mortales, las almas de los que cifran en ellas sus quiméricas esperanzas de gloria, de fama duradera o de felicidad, así en esta como en la otra vida. Todos aquellos que en la tierra aspiran al fruto de una lastimosa superstición o de un desmedido celo, y no ambicionan más que las alabanzas de los hombres, encuentran allí recompensa proporcionada a sus merecimientos, vana como sus obras. Todos los seres imperfectos, verdaderos abortos y monstruos, que salen extrañamente amalgamados de manos de la naturaleza, se refugian en aquella región desde la tierra, en que se evaporan y vagan inútilmente por ella hasta la disolución del mundo; y no residen en la vecina luna, como algunos han soñado; pues los argentados campos de este astro sirven más bien de morada a otras almas justas, a espíritus que participan a la vez de la naturaleza angélica y humana.

Desde el antiguo mundo fueron trasladados al principio a aquellas tristes regiones los hijos de fementidos enlaces: los gigantes que llevaron a cabo inútiles proezas, entonces muy celebradas; posteriormente los que edificaron a Babel en la llanura de Sennaar, que sin desistir de su frustrado intento, seguirían construyendo nuevas torres, si tuviesen medios con que efectuarlo. Uno tras otro llegaron luego muchos más, entre ellos Empédocles, que para ser tenido por Dios se lanzó voluntariamente a los abismos del Etna; y Cleómbroto, que para gozar del Elíseo de Platón se sumergió en el mar. Empeño interminable sería mencionar a otros, hipócritas o dementes, anacoretas y frailes blancos, negros y grises, con todos sus embelecos. Por allí vagabundean los peregrinos que tan largo viaje arriesgaron buscando muerto en el Gólgota al que vive en el cielo; y los que para ganar el Paraíso, visten al morir el hábito franciscano o dominico, imaginando que este disfraz les allanará la entrada. Cruzan todos ellos los siete planetas, las estrellas fijas, la esfera cristalina, cuyo balanceo produce la trepidación, objeto de tantas controversias, y la esfera que se puso en movimiento antes que ninguna otra. En la puerta del cielo, parece aguardarles San Pedro con sus llaves: tocan ya en el umbral; y cuando levantan el pie para penetrar en él, a impulsos de un furioso viento que en encontradas direcciones los combate, son lanzados a diez mil leguas de distancia en la inmensidad del aire. ¡Qué de cogullas, tocas y hábitos se ven entonces revueltos y despedazados como los que con ellos se cubren, y qué de reliquias, escapularios, indulgencias, dispensas, bulas y absoluciones, que vienen a ser ludibrio de los vientos! Revolotea todo ello por los espacios ilimitados, sobre el mundo, y en el vastísimo limbo llamado después Paraíso de los locos, que si andando el tiempo fue de pocos desconocido, hallábase despoblado entonces y nadie penetraba en él.

Encontró a su paso el infernal Enemigo aquel tenebroso globo, y anduvo recorriéndolo largo tiempo, hasta que el resplandor de una escasa luz le atrajo hacia el sitio de donde salía. Pudo entonces descubrir a lo lejos un magnífico edificio que en anchurosa gradería se alzaba hasta la muralla del cielo, y al terminar aquella, una construcción más suntuosa aún, semejante a la puerta de regio alcázar, coronada con un frontispicio de diamante y oro. Brillantes perlas orientales adornaban el pórtico, que ni pincel humano ni modelo alguno acertarían a imitar en la tierra; sus escalones eran como aquellos por donde vio Jacob subir y bajar a las celestiales cohortes de los ángeles, cuando huyendo de Esaú, camino de Padan-Aram, y entregado de noche al sueño en los campos de Luza, bajo el estrellado firmamento, exclamó al despertar: «¡Esa es la puerta del cielo!»

Cada uno de aquellos escalones contenía un misterio, mas no siempre estaba allí fija la escala, que a veces se ocultaba en el cielo y se hacía invisible. Fluía por debajo de ella un mar brillante de jaspe y de perlas líquidas, que surcaban los que habían subido de la tierra en alas de los ángeles, o arrebatados en un carro por corceles de raudo fuego. Mostrábase entonces la escala en toda su extensión, ya para alucinar al Enemigo con la facilidad de la subida, ya para acrecentarle la pena con que había de verse excluido de la mansión bienaventurada.

En frente de aquellas puertas, y precisamente encima de la risueña morada del Paraíso, abríase un camino que conducía a la tierra, camino mucho más ancho que fue en los venideros tiempos el espacioso que llegaba hasta el monte Sión y la Tierra prometida, predilecta del Señor. Recorrían incesantemente aquel camino los ángeles que comunicaban las órdenes supremas a las dichosas tribus, y el Altísimo dirigía miradas bondadosas a las que habitaban desde Paneas, manantial de las aguas del Jordán, hasta Bersabé, donde la Tierra Santa confina con el Egipto y las playas de la Arabia. Tan vasto era aquel camino, que sus límites se perdían en las tinieblas, como las profundidades del océano. Desde allí, llegado que hubo al escalón inferior de las gradas de oro que conducen a la puerta del cielo, Satán inclinó su vista, y quedó maravillado al descubrir repentinamente todo aquel mundo. Como el espía que caminando toda la noche por peligrosos y desiertos sitios, llega por fin, al despuntar la risueña aurora, a la cumbre de empinada altura, y ve de pronto la agradable perspectiva de tierra extraña, que con asombro contempla por primera vez, o de metrópoli famosa, embellecida con pirámides y brillantes torres que iluminan los dorados rayos del sol naciente; así el espíritu maligno quedó embargado de asombro, aun con haber visto en otro tiempo las maravillas del cielo; mas el aspecto de aquel mundo que tan hermoso parecía, todavía le inspiró mayor envidia que admiración.

Dominando desde aquella elevación la inmensa sombra de la noche, recorrió con la vista desde el punto oriental de la Libra hasta el signo que toma el nombre del animal que condujo a Andrómeda más allá del horizonte del mar Atlántico. Vio luego la extensión que media entre los dos polos, y sin más detención, dirigió el raudo vuelo hacia la primera región del mundo, y fácilmente torció el rumbo a través del puro y marmóreo aire, entre innumerables estrellas que brillaban desde lejos como astros, pero que de cerca parecían otros tantos mundos; y lo serán acaso, o bien islas afortunadas como los jardines de las Hespérides, tan celebrados en la antigüedad. Campos de bienandanza, bosques y valles floridos, islas tres veces felices, ¿quién tenía la dicha de habitaros? Satán no se detuvo a averiguarlo.

Atrae sobre todo sus miradas el áureo sol, resplandeciente como el Empíreo, y hacia él dirige su vuelo atravesando el sereno firmamento; pero en qué dirección y hasta qué punto se apartó más o menos del centro, difícil es discurrirlo: encaminose a la región desde donde el fulgente astro comunica su luz a las vulgares constelaciones que se mantienen a distancia proporcionada, y que en su sucesiva evolución regulan el cómputo de los días, los meses y los años, ya acercándose en sus varios movimientos al astro vivificante, ya suspendiéndolos en virtud de la influencia de sus magnéticos rayos, que templan con dulce calor el universo, y, aunque invisibles, penetran con benigna eficacia en todas partes, hasta en lo más profundo de los abismos: tan maravillosamente está situado. Detúvose allí el Impío; y acaso ningún astrónomo descubrió jamás con el auxilio de su cristal óptico semejante mancha en el disco del astro luminoso.

Pareciole aquel lugar a Satanás espléndido sobre todo encarecimiento, superior a cuanto como metal o piedra puede existir en la tierra. No eran todas sus partes semejantes entre sí, pero en todas penetraba por igual una luz radiante, como penetra el fuego el interior del hierro. Si eran metales, una parte parecía oro, y la otra plata finísima; si piedras, debían componerse de carbunclos o crisólitos, rubíes o topacios, semejantes a las doce que brillaban en el pecho de Aarón, o a aquella, más imaginada que conocida, que los filósofos de este mundo han buscado tanto tiempo inútilmente, aunque con su arte poderoso hayan sujetado al volátil Hermes y extraído del mar bajo sus diferentes formas al antiguo Proteo, hasta reducirle por medio del alambique a la primitiva.

¿Cómo pues maravillarse de que aquellos campos y regiones exhalen elixir tan puro, y de que corra el oro potable por los ríos, cuando a pesar de la distancia a que se halla de nosotros, a su solo contacto produce el sol, incomparable alquimista, en medio de la oscuridad y combinando entre sí las sustancias terrestres, riquezas tales, de colores tan vivos y de efectos tan extraordinarios?

Lejos de quedar deslumbrado, contempla fijamente Satán todos aquellos objetos; ninguno está fuera del alcance de su vista, que como no se opone obstáculo ni sombra alguna, el sol lo esclarece todo. Así, cuando al medio día lanza este sus rayos verticales desde el ecuador, cayendo directamente, en ningún punto de alrededor puede proyectarse la sombra de un cuerpo opaco. Aquel aire, puro cual ningún otro, contribuía a que la mirada de Satán penetrase hasta los objetos más lejanos, y así descubrió claramente un hermoso ángel que estaba en pie, y era el mismo que Juan el apóstol percibió en el sol. Aunque vuelto de espaldas, no se ocultaba su glorioso aspecto: coronaba su frente una tiara de oro formada por los rayos de aquel astro, y su cabellera, no menos brillante, ondeaba suelta sobre sus alas. Parecía ocupado en un grave cargo, o sumido en meditación profunda, pero el Espíritu impuro se llenó de alegría con la esperanza de tener en él un guía que dirigiese su vuelo errante hacia el Paraíso terrestre, feliz morada del Hombre, donde debía terminar su viaje y principiar nuestra desventura.

Para evitar sin embargo todo peligro o contrariedad, ideó el medio de desfigurarse, tomando la forma de un querubín adolescente, si no de los de primer orden, tal que llevase pintada en su rostro la inmortal juventud del cielo y la hermosura de la gracia en todo su continente; que tan diestro era en aquellas artes. Sujetaba una diadema sus cabellos, rizados por el aliento del céfiro; sus alas compuestas de plumas de varios colores, estaban salpicadas de oro; la túnica recogida que le cubría daba mayor desembarazo a sus movimientos, y parecía medir sus pasos al compás del tirso de plata en que se apoyaba.

No pudo acercarse sin ser oído, y al sentir el ruido de sus pasos, volvió el Ángel su radiante rostro. Reconoció entonces Satán a Uriel, uno de los siete arcángeles que en presencia de Dios y como más próximos a su trono, son los ejecutores de sus mandatos; son sus ojos, que recorren ya los cielos, ya el globo terrestre, llevando instantáneamente su palabra así a las regiones acuosas como a las secas, así a las tierras como a los mares. Acércase Satán a Uriel, y le dice:

«Uriel, pues eres uno de los siete espíritus que asisten ante el glorioso y brillante trono del Señor, y el primero que sueles interpretar su voluntad suprema, trasmitiéndola al más elevado cielo donde la están esperando todas sus criaturas, no dudo que sus soberanos decretos te otorguen aquí igual honor, y que por lo mismo, y siendo uno de los ojos del Eterno, visitarás con frecuencia el mundo nuevamente creado. El ardiente deseo de ver y conocer las admirables obras de Dios, y particularmente al Hombre, objeto principal de sus delicias y favores, por quien todas esas obras tan maravillosas ha creado, me ha inducido a separarme de los coros de querubines y a discurrir solo por estos sitios. Dime, pues, hermosísimo serafín, dime en cuál de esos orbes esplendorosos tiene el Hombre su residencia fija, o si no la tiene, y puede habitar indistintamente en todos ellos. Dime dónde podré hallar, dónde contemplar con mudo asombro, o mostrando francamente mi admiración, a ese ser a quien el Criador da tantos mundos, derramando sobre él tal copia de perfecciones. Así podremos ambos, no solo por el hombre, sino por todas las demás cosas, glorificar al universal Hacedor, cuya justicia precipitó en lo más profundo del infierno a sus rebeldes enemigos, y que para reparar esta pérdida, y para gloria mayor suya, ha creado esta dichosa raza. En todo es sabia su providencia.»

Así habló el falso Enemigo, encubriendo su astucia, pues ni hombres ni ángeles pueden discernir la hipocresía, vicio invisible en cielo y tierra, excepto para Dios, que lo consiente; que aun cuando la Sabiduría vigila, la Desconfianza duerme a su puerta, o cede el puesto a la Sencillez; y la Bondad no ve mal alguno donde claramente no se descubre. Esto fue lo que entonces engañó a Uriel, aunque como director del sol, era tenido por el espíritu más perspicaz del cielo; por lo que con natural sinceridad contestó así al pérfido impostor:

«Ángel hermoso: tu deseo de conocer las obras de Dios para glorificar a su Autor supremo, nada tiene de vituperable, antes la vehemencia misma de ese anhelo es de mayor alabanza merecedora, pues desde su empírea mansión te trae solo hasta aquí, queriendo asegurarte por tus propios ojos de lo que quizá en el cielo se contentan algunos con saber de oídas. Maravillosas en verdad son las obras del Altísimo, todas dignas de conocerse y recordarse siempre con delicia. Pero ¿cuál de los espíritus creados podrá calcular su número o comprender la infinita sabiduría que las produjo, aunque sin manifestar lo recóndito de sus causas?

»Yo vi cuando a su voz se juntó la informe masa de la materia, embrión ya de ese mundo: oyola el caos; la revuelta confusión adquirió forma, y la infinita inmensidad se redujo a límites. Pronunció otra palabra, y las tinieblas se disiparon; brilló la luz, nació el orden del desorden, y al punto se repartieron según su gravedad respectiva los elementos corpóreos, la tierra, el agua, el aire y el fuego. Voló a la región aérea la quinta esencia del cielo, y animándose según sus diferentes disposiciones, y girando a modo de esfera, se convirtió en esas innumerables estrellas que estás viendo. Cada cual ocupó distinto lugar conforme su movimiento; cada cual sigue su curso; y lo demás circuye como una muralla el Universo.

»¿Ves allá abajo aquel globo, uno de cuyos lados brilla con la luz reflejada que de aquí recibe? Pues aquella es la Tierra; allí habita el Hombre; esta luz es su día, y sin ella cubriría la noche todo el globo terrestre, como sucede en el hemisferio opuesto. Pero la proximidad de la Luna, que así se llama aquel hermoso planeta que está enfrente, le presta oportuno auxilio; describe su círculo mensual, y acabado, vuelve a recorrerlo incesantemente en medio del cielo, iluminándose su triforme faz con el resplandor que recibe y que a su vez comunica a la tierra, y con su pálida influencia ahuyenta la oscuridad de la noche. Ese punto adonde señalo, es el Paraíso, mansión de Adán, y la sombra que enmedio de él se dilata, su vivienda. No puedes equivocar el camino; a mí me incumben otros cuidados.»

Volvió el rostro al decir esto, y Satán se inclinó profundamente ante aquel espíritu superior, como es costumbre en el cielo, donde nadie rehúsa tributar el respeto y honor debidos; y despidiéndose de Uriel, se lanzó a la costa inferior de la tierra desde la Eclíptica. Cobrando entonces mayor agilidad con la esperanza de obtener un feliz éxito, desciende perpendicularmente, gira como una rueda, atravesando la región del Éter, y no se detiene hasta llegar a la cima del Nifates.

Libro cuarto

Argumento


A la vista ya del Edén, y cercano al lugar en que se propone llevar por sí solo a efecto su atrevida resolución contra Dios y el Hombre, comienza a dudar Satán, fluctuando entre sus temores, su envidia y desesperación. Por último triunfa en él la perversidad, y se acerca al Paraíso, cuya situación y aspecto exterior se describe; penetra en él; pósase, tomando la forma de un buitre, sobre el árbol de la vida, que es el más elevado de cuantos se ven allí, y contempla detenidamente el sitio en que se halla. Hácese una pintura de todo él, y aparecen Adán y Eva: la admiración que su belleza y su dichoso estado producen en Satán, no le retrae de su mal propósito; antes al oír cómo discurren entre sí, y al saber que les estaba prohibido, so pena de muerte, comer el fruto del árbol de la ciencia, por este lado piensa tentarlos, induciéndolos a la desobediencia; y poco después se aleja de ellos para averiguar por otros medios algo más respecto a su situación. Entre tanto desciende Uriel en un rayo de sol, y previene a Gabriel, encargado de guardar la puerta del Paraíso, que un espíritu infernal se ha escapado de aquel abismo, y cruzando a mediodía por su esfera hacia el Paraíso en figura de ángel bueno, acababa de ser descubierto por sus furiosos ademanes en la montaña. Gabriel promete que le encontrará antes de rayar el alba. Entrada la noche, tratan Adán y Eva de retirarse a descansar. Descripción de su gruta. Su oración nocturna. Prepara Gabriel su legión de vigilantes para que ronden en torno del Paraíso, y envía dos ángeles vigorosos a la gruta de Adán, recelando que el Espíritu maligno intentase hacer algún daño a los dos esposos mientras dormían; y con efecto le hallan puesto junto al oído de Eva, a quien sugiere su tentación durante el sueño. Condúcenle a la fuerza adonde está Gabriel. Interrógale este; él contesta con altivez; mas atemorizado por una demostración del cielo, huye del Paraíso.


¡Oh! ¡que no se hubiera oído entonces la protectora voz que escuchó en el cielo el autor del Apocalipsis, cuando derribado segunda vez el Dragón, se levantó furioso para vengarse del Hombre! ¡Ay, desdichados habitantes de la tierra! Si nuestros primeros padres hubiesen estado prevenidos contra su oculto enemigo, cuando todavía era tiempo, se hubieran preservado quizás de sus mortíferas asechanzas; no así ahora, que encendido en furor, comenzando por tentar al Hombre para poder después acusarle, baja Satán por vez primera a la Tierra, y quiere vengarse en su inocente y débil morador de la pérdida de aquella batalla que sostuvo, y de la fuga que emprendió al infernal abismo. En medio de su audacia e impavidez, no se muestra satisfecho de su raudo vuelo, ni halla motivo bastante para envanecerse, sino que próxima a estallar su implacable cólera, la siente hervir en su proceloso pecho, y cual máquina atronadora, retrocede sobre sí mismo. Asaltan su turbado pensamiento el horror y la incertidumbre; sublévase en su interior el infierno todo, porque en sí y alrededor de sí, lleva el infierno. Ni un solo paso puede dar para alejarse de él, como no se aleja de su ser por cambiar de puesto. Despierta su adormecido despecho al grito de su conciencia; despierta en él el amargo recuerdo de lo que fue, de lo que es, de lo que será, cuando con mayor malicia incurra en mayor castigo. A veces fija tristemente su dolorida mirada en el Edén, que tan risueño se le manifiesta; a veces en el cielo, y en la esplendidez del sol, que brilla a la sazón con toda la pompa del mediodía; y combatido por tan encontrados pensamientos, exclama suspirando:

«¡Oh tú, que coronado de suprema gloria, contemplas al igual de Dios este nuevo mundo desde tu solitario imperio, tú, ante quien palidecen todos los demás astros, a ti te invoco, mas no con voz lisonjera, que si pronuncio tu nombre ¡oh Sol! es para decir cuán aborrecidos me son tus rayos! Y ¿qué mucho, cuando me traen a la memoria el bien de que gocé, yo que me vi encumbrado sobre tu soberana esfera? Perdiéronme el orgullo y la más inicua ambición, al mover en el cielo guerra contra el monarca sin par que domina en él. ¡Ah! ¿por qué fui tan insensato? ¿Debía yo corresponder así a quien me puso en tan sublime altura, a quien jamás me echó en cara sus beneficios? ¿Tan dura era su servidumbre? ¿Qué menos podía yo hacer que tributarle alabanzas, siendo tan merecidas, y mostrarle una gratitud que tan justa era?

»¡Ah, que todas estas bondades fueron en daño mío, y no sirvieron más que para dar pábulo a mi malicia! Al verme en tanta supremacía, creíme exento de sumisión; creí que dando un paso más, de tal manera me sobrepondría a todo, que me hallaría en el mismo instante libre de la inmensa deuda que para siempre tenía empeñado mi reconocimiento. Pesada es la obligación que aún pagada, nunca se satisface; pero yo olvidaba cuanto incesantemente recibía, sin comprender que un pecho agradecido no debe por ser deudor, y que continuamente está pagando, porque a la vez que contrae la obligación, pone el desquite. ¿Qué violencia, pues, tenía que soportar?

»¡Oh, si su poderosa voluntad hubiera hecho de mí un ángel de ínfima condición! No habría aún dejado de ser feliz, porque no me hubieran desvanecido tanto mis quiméricas esperanzas. Y ¿por qué no? Cualquiera otra de las grandes Potestades hubiera aspirado a la misma soberanía, y arrastrádome a mí por humilde tras su partido. Sin embargo, ninguno de los demás cayeron; todos opusieron resistencia a la tentación, armándose por dentro como por fuera. Y ¿no tenías tú la misma voluntad, el mismo poder para resistir? Sí que tenías. ¿De quién, pues, te quejas? ¿A quién acusas, más que a ese libre amor, don de los cielos, que arde igualmente en todos los corazones?

»¡Maldecido amor, o maldecido odio, que tanto valen para mí uno como otro, dado que es eterna mi desventura! Aunque el maldito eres tú, tú mismo, que siendo árbitro de tu voluntad, voluntariamente elegiste lo que hoy motiva tu justo arrepentimiento. ¡Ah, miserable! ¿Por dónde huiré de aquella cólera sin fin, o de esta también infinita desesperación? Todos los caminos me llevan al infierno. Pero ¡si el infierno soy yo! ¡Si por profundo que sea su abismo, tengo dentro de mí otro más horrible, más implacable, que a todas horas me amenaza con devorarme! Comparado con él, este en que padezco me parece un cielo.

»¡Ah! demos tregua al orgullo. ¿No habrá medio de arrepentirse, medio de ser perdonado? Lo hay en la sumisión; mas ¿cómo consentirá mi altivez que me humille así en presencia de mis inferiores, de los mismos a quienes seduje, prometiéndoles que lejos de someterme jamás, subyugaría al Omnipotente? ¡Ay de mí! ¡Cuán ajenos están de figurarse lo cara que pago mi jactanciosa temeridad, y los tormentos que interiormente me aquejan, mientras ellos adoran mi infernal trono! Esta diadema, este cetro que tanto me han encumbrado, solo sirven para hacer más ignominiosa mi caída; solo en ser más miserable consistirá mi supremacía; que no otro será el triunfo de mi ambición.

»Y aún cuando fuera posible mi arrepentimiento, y que perdonado ya, pudiera recobrar mi primer estado, ¡qué de elevados designios no volvería a sugerirme mi elevación! ¡qué poco tardaría mi hipócrita humildad en faltar a sus juramentos, contemplándolos nulos, como impuestos por el dolor y arrancados por la violencia! Ni ¿qué sincera reconciliación ha de caber donde un odio mortal ha abierto tan profunda herida? La reincidencia, por el contrario, me precipitaría en mayor abismo; pagaría cara esta breve tregua, a costa de redoblar mis tormentos; y como nada de esto se oculta al que me condena, tan lejos está él de perdonarme, cuanto yo de solicitar su misericordia. Así que ninguna esperanza resta: en lugar de nosotros, expulsados de nuestra patria, ha creado al Hombre, en quien tiene puestas sus delicias, y para el Hombre este mundo. Renuncio, pues, a la esperanza, y con ella al temor, al remordimiento. No hay ya para mí bien posible; tú ¡oh mal! serás todo mi bien en lo sucesivo; por ti a lo menos reinaré juntamente con el Señor del Cielo, y quizás me quepa por reino la mitad del Universo, como el Hombre y ese nuevo mundo lo experimentarán en breve.»

Mientras hablaba así, cruzaban sombrías pasiones por su semblante: tres veces lo alteraron la cólera, la envidia y la desesperación, que sucesivamente le fueron desfigurando; y a pesar de las apariencias con que se disfrazaba, se le hubiera conocido a la simple vista; porque jamás empaña nube alguna la radiante faz de los bienaventurados. Pero él, que se observó al punto, cambió en tranquilo exterior todos sus afectos, y como tan diestro en ardides, que no tenía igual en dar a la falsedad el aspecto de la virtud, encubrió la malicia con que preparaba su venganza, aunque no lo bastante para engañar a Uriel, que estaba ya prevenido. Había el Arcángel seguido atentamente todos sus pasos; le había visto en el monte Asirio poseído de una inquietud poco propia de los espíritus celestiales, pues creyendo que nadie le veía ni vigilaba, en sus furiosas demostraciones y en sus descompuestos ademanes había claramente mostrado la exaltación que dominaba su ánimo.

Siguió, pues, su camino, acercándose a los términos del Edén, donde se descubre el verde valladar, con que, a semejanza de cerca campestre, corona el delicioso Paraíso, próximo ya, la solitaria eminencia de una escabrosa colina, y su áspera pendiente rodeada de enmarañados y espesos bosques, que la hacen inaccesible. Sobre su cumbre se elevan a desmesurada altura multitud de cedros, pinos, abetos y pomposas palmeras, vergel agreste, donde el ramaje entrelazado, multiplicando las sombras, forma un vistoso y magnífico anfiteatro. Dominando las copas de los árboles, alzaba sus verdes muros el Paraíso, desde el cual se ofrecía a nuestro común padre la inmensa perspectiva que al pie y en torno de sus risueños dominios se dilataba; y sobre los muros, en línea circular, se ostentaban los más hermosos árboles, cargados de las más exquisitas frutas; y frutas y flores brillaban a la vez con los reflejos del oro y de los encendidos colores que las esmaltaban; mientras el sol posaba en ellas sus rayos, más complacido que en las bellas nubes del ocaso o en el arco que nace de la lluvia, enviada por Dios a refrigerar la tierra.

Tan encantador le parecía aquel sitio a Satán. Purificábase doblemente el aire a medida que se acercaba a él, hinchéndole el corazón de deleite, de aquel gratísimo bienestar con que la primavera ahuyenta toda tristeza, como no sea la de la desesperación. Agitando sus fragantes alas, esparcían los vientos los perfumes que naturalmente atesoran, y revelaban en su murmullo dónde habían adquirido las balsámicas esencias que prodigaban; y como el navegante que traspone el cabo de Buena-Esperanza, y al dejar atrás a Mozambique, siente el dulce halago de los vientos del nordeste, y los aromas de Saba que le envía la Arabia feliz desde sus odoríferas riberas, y se complace enajenado en caminar más lentamente, para recibir el suave aliento que sonriendo exhala de lejos el océano; así aspiraba el pérfido Enemigo el delicioso ambiente que iba determinado a emponzoñar, aunque gozándose en él más que Asmodeo con el maligno vapor que le alejó, enamorado y todo, de la esposa del hijo de Tobías, huyendo a impulsos de su venganza desde la Media a Egipto, para quedar allí rigorosamente aprisionado.

Iba pues pensativo y lentamente subiendo Satán por la empinada y áspera colina, sin hallar camino alguno entre los enmarañados zarzales y malezas que estorbaban el paso a hombres y animales. Una sola puerta tenía el Paraíso, y miraba a oriente, hacia el lado opuesto; lo cual advertido por el príncipe infernal, sin hacer caso de ella y como por menosprecio, salvó de un ligero salto el valladar de la colina y su mayor altura, y cayó en el fondo interiormente. A la manera que un lobo rapaz obligado por el hambre a rastrear una nueva presa, acecha los lugares del campo en que los pastores encierran por la noche sus ganados, creyéndolos seguros, y salta por encima del redil; cayendo en medio del rebaño, o como el ladrón, que para dar con el escondido tesoro de un rico ciudadano, preservado de todo asalto bajo dobladas puertas, hierros y cerrojos, se desliza furtivamente por las ventanas o por las techumbres; tal se introdujo en el campo de Dios aquel malvado, como se introdujeron después mercenarios viles en su templo. Vuela de allí al árbol de la vida, que estaba en medio y sobresalía entre todos los demás, y pósase en él transformado en buitre; y no para procurarse nueva vida, sino para idear la muerte de los que vivían; no para aprovecharse de la virtud de aquel árbol, sino de su fruto, que no abusando de él, era prenda segura de inmortalidad; tan cierto es que solo Dios conoce el justo valor del bien presente, y que por el abuso o el mal empleo se pervierten las mejores cosas. Inclina luego al suelo sus miradas, y contempla las nuevas maravillas, los tesoros con que la naturaleza brinda a los sentidos del hombre en aquel estrecho recinto, en aquella tierra, que más bien es abreviado cielo.

Jardín de Dios era en efecto el bellísimo Paraíso, puesto al oriente de Edén, que se extendía desde Aurán hasta las soberbias torres de la gran Seleucia, construidas por los reyes griegos, y hasta Talasar, que sirvió mucho antes de morada a los hijos de Edén. En aquel delicioso país estableció Dios su jardín, haciéndole más encantador aún, y extrayendo del fértil seno de la tierra los árboles más agradables a la vista, al olfato y al paladar, entre los cuales sobresalía por su altura el árbol de la vida y ostentaba sus frutos de ambrosía y oro vegetal. No lejos se veía el árbol de la ciencia, nuestra muerte, de la ciencia del bien, que tan caro nos costó, dándonos a conocer el mal.

Al mediodía, y atravesando el Edén, bajaba un anchuroso río, que sin torcer su corriente, pasaba, sumergiéndose, por debajo del agreste monte, colocado allí por Dios y levantado sobre las raudas ondas como término del Paraíso. Incitada de dulce sed la esponjosa tierra, absorbía por sus venas las aguas hasta la cumbre, de donde manaba una fuente cristalina que esparcía por todas partes multitud de arroyos; juntos los cuales, se precipitaban desde una altura, y acrecentando el río que salía de su tenebroso cauce, dividíale en cuatro corrientes principales, que con diverso rumbo recorrían vastas comarcas, celebérrimos imperios, de que no es menester hacer mención. Preferible sería pintar, si el arte llegase a tanto, cómo los bullidores arroyos que nacían de aquella fuente de zafiro, saltando entre orientales perlas y arenas de oro, a la sombra de los árboles que sobre ellos se inclinaban, difundían el néctar de sus aguas y acariciaban todas aquellas plantas, y nutrían flores dignas del Paraíso; flores que un arte sutil no había dispuesto en regulares líneas ni en vistosos ramos; la espléndida naturaleza las prodigaba por colinas y valles y llanuras, unas abriéndose a los primeros rayos del sol, otras resguardadas en impenetrable sombra, para mejor preservarse del resistero del mediodía.

Tal era aquel delicioso sitio, mansión campestre y encantadora, de rico y variado aspecto, de bosques cuyos árboles destilaban balsámicas y olorosas gomas, o de los que pendían frutos esmaltados de luciente oro, y exquisitos por su sabor; que no en otra parte debió existir el jardín de las Hespérides, si su fábula fuese cierta. A trechos se descubrían mesetas de verdes prados, con rebaños que pastaban la verde yerba, colinas cubiertas de palmeras, valles cuya fertilidad aumentaban las corrientes de agua, flores de todos matices, rosas que no conocían espinas. Por otro lado grutas umbrías y cavernas de sin igual frescura, que ocultaba entre sus pámpanos la risueña vid, cargada de purpúreos racimos y trepando a lo alto para lucir su gentil y fecunda gala; y al propio tiempo parleras cascadas que de las empinadas cumbres se desprendían, esparciendo unas veces y juntando otras sus aguas en transparente lago, donde como en un espejo se retrataban, coronadas de mirtos, sus ondulantes márgenes. Las aves prorrumpían a una en sus gorjeos, y las primaverales brisas, difundiendo la fragancia de los campos y los bosques, asociaban sus murmullos al del trémulo ramaje; mientras ejercitaba sus danzas festivas Pan, numen universal, rodeado de las Gracias y las Horas, y seguido de una perpetua primavera. No era tan delicioso el Enna por donde Proserpina iba cogiendo flores, cuando ella, flor más hermosa aún, fue arrebatada por el tenebroso Plutón y ocasionó a su madre el dolor de buscarla por el mundo todo. Ni era tan apacible la floresta de Dafne, junto al Oronte; ni la que bañaba la inspiradora fuente de Castalia; ni la isla Nisea, cercada del río Tritón, donde el viejo Cam, a quien los gentiles llaman Ammón y los de la Libia Júpiter, ocultó a Amaltea y a su sonrosado hijo, el niño Baco, de la vista de su madrastra Rea. El mismo monte Amara, en que los reyes de Abisinia guardaban a sus hijos, tenido por algunos como el verdadero Paraíso, situado en la Etiopía cabe las fuentes del Nilo, aquel escarpado monte, puesto entre rocas de alabastro, que no podía subirse en todo un día, en manera alguna podía compararse con este jardín de Asiria, donde el príncipe infernal vio con desplacer tantos placeres juntos y tantas especies de vivientes seres, nuevas para él y desconocidas.

Dos de ellos de más noble figura, de cuerpo recto y elevado, recto como el de los dioses, ostentando una dignidad natural y una desnudez majestuosa, parecían los señores de aquel imperio, y se mostraban dignos de serlo. En sus celestiales miradas resplandecía la imagen de su Creador, la verdad, la inteligencia, la santidad pura y severa, que no excluía la verdadera libertad filial, de que procede la autoridad humana. No eran iguales ambos, ni parecían de un mismo sexo: él nacido para la reflexión y el valor, ella para la dulzura y la gracia seductora; él solo para Dios, ella para Dios y para él. La frente hermosa y ancha del uno y su sublime mirada indican su autoridad suprema; sus cabellos de color de jacinto, partidos por mitad, caen en varoniles bucles sobre sus hombros, pero sin pasar de ellos; la cabellera de la otra, de largas hebras doradas, extendida como un velo, desciende ondulando hasta su delicado talle, y se recoge en multitud de anillos, como se enredan los de las vides, emblema de dependencia, impuesta con el más tierno ascendiente, otorgada por ella, recibida por él y consagrada con actos de espontánea sumisión, de modesta resistencia y de esquivez tan dulce como amorosa. No había entonces en ellos parte alguna velada ni secreta; no conocían el falso pudor, ni la vergüenza que mancilla las obras de la naturaleza. Infame vergüenza, hija del pecado: ¡qué de zozobras causaste a la humanidad con esa mentida apariencia de pureza, privándonos de la mayor ventura de la vida, la sinceridad del corazón, la paz inmaculada de la inocencia!

Iban así ambos mostrando su desnudez, y como ignorantes del mal, sin ocultarse de las miradas de Dios, ni las de los ángeles. Iban asidos de las manos, con dos almas las más enamoradas que unió jamás en sus vínculos amor: Adán el más bello de los hombres que fueron sus hijos, y Eva la más hermosa de las mujeres. Sentáronse en el mullido césped, a la sombra de una espesura que exhalaba perfumadas auras, y cerca de una cristalina fuente. Habíanse ejercitado en el cultivo de su querido jardín cuanto bastaba a hacerles después grata la fresca impresión del céfiro y más dulce el reposo, y más refrigerante la satisfacción de la sed y el hambre. Sirviéronse de los frutos que eran su comida, frutos sabrosísimos que doblándose las ramas les ofrecían, y descansaban recostados sobre el blando musgo, tapizado de brillantes flores. De la corteza de los frutos que habían gustado, hacían vasos para apagar la sed con el agua del arroyo que rebosaba; y no faltaban en aquel banquete dulces requiebros ni cariñosas sonrisas, naturales en esposos dichosamente unidos por el vínculo nupcial, y que se veían a solas.

Alrededor de ellos jugueteaban todos los animales terrestres, que por su ferocidad fueron después perseguidos en bosques y desiertos, en montes y cavernas. Allí triscaba el león, meciendo suavemente entre sus garras al corderillo: osos, tigres, panteras y leopardos retozaban alegres en su presencia. Para divertirlos, desplegaba allí el monstruoso elefante todas sus fuerzas, retorciendo a uno y otro lado su flexible trompa; deslizábase hacia ellos la lisonjera serpiente, enroscando en complicados nudos sus escamas, y dando ya indicios de su fatal malicia, no conocida aún; y otros animales yacían sobre la yerba, unos que habiendo acabado de pastar fijaban los ojos con mirada inmóvil, otros que estaban rumiando y adormecidos; porque ya el sol iba declinando y apresurando el fin de su curso hacia las islas del océano, y los astros precursores de la noche subían por la ascendente escala del cielo; a tiempo que Satán, dominado del mismo asombro que al principio, y sin poder apenas recobrar su desfallecida voz, exclamaba así:

«¡Oh Infierno! ¡Qué triste espectáculo se ofrece ante mis ojos! ¿Posible es que ocupen nuestro dichoso lugar y tan bienaventurados sean esos seres de otra especie, nacidos quizá de la tierra, que no son espíritus, y sin embargo tan poco se diferencian de los brillantes espíritus celestiales? No puedo contemplarlos sin asombro, y aun creo que podría amarlos; tan perfecta es su semejanza con la divinidad, y tal gracia ha comunicado a sus formas la mano de que han salido. ¡Oh bellísimas criaturas! No podéis figuraros el cambio a que estáis ya expuestos, y cuán pronto se trocará en desdicha vuestro bienestar; desdicha tanto mayor, cuanto más felices os juzgáis ahora. Bienaventurados sois; pero poca defensa tiene vuestra bienaventuranza para que dure mucho; y esa mansión sublime, vuestro cielo, no tiene toda la fortaleza que necesita un cielo para resistir al enemigo que ahora penetra en él. Yo no soy enemigo vuestro, antes bien os compadezco al veros así abandonados, y a pesar de la ninguna compasión que conmigo se ha tenido. Quiero formar alianza con vosotros, contraer una amistad tan íntima y tan estrecha que en lo sucesivo viva yo con vosotros, o vosotros viváis conmigo. No os parecerá mi mansión tan agradable como este risueño Paraíso, pero la aceptaréis, porque al fin es obra de vuestro Hacedor: él me la cedió a mí, y con igual generosidad os la cedo yo a vosotros. El infierno abrirá de par en par sus puertas para recibiros, y a recibiros saldrán también todos sus magnates. No os veréis allí reducidos a tan estrechos límites como estos, y tendréis suficiente espacio para vuestra innumerable descendencia. Si el lugar no es más delicioso, quejaos del que me obliga a tomar venganza de sus ofensas en vosotros, que no me habéis ofendido; y aunque vuestra cándida inocencia me inspire piedad, como en efecto me inspira, el público bien, que es preferible, y el honor de un imperio que, gracias a mi venganza, ensanchará sus límites con la conquista de un nuevo mundo, me obligan a hacer lo que de otra suerte, aun estando condenado, me repugnaría.»

Así discurría Satán, excusando con la necesidad, que es la razón de los tiranos, sus diabólicos proyectos; y descendiendo de la alta cima del árbol en que se había colocado, se introduce entre la bulliciosa turba de los cuadrúpedos, toma ya una, ya otra de sus formas, según convenía mejor a sus designios, observa de cerca su presa sin ser notado, y presta atención a sus palabras, y expía sus acciones para averiguar cuanto deseaba saber sobre su estado. Tan pronto, como león de fiero aspecto, da vueltas alrededor de ellos; o como tigre que descubre casualmente orillas de un bosque dos tiernos cervatillos retozando, se agacha contra la tierra y luego se levanta, y se mueve inquieto, a semejanza del enemigo que busca dónde mejor emboscarse, y por fin se lanza sobre ellos para asirlos a la vez, a cada uno con una garra. En esto Adán, el primer hombre, dirigiendo la palabra a Eva, la mujer primera, hizo que Satán se volviese todo oídos para escuchar aquel lenguaje para él tan nuevo.

«¡Oh mi única compañera, que eres parte de mi ser, y el más querido de todos cuantos me rodean! ¡Cuán infinitamente bueno es ese nuestro Hacedor, que además ha hecho todo este vasto mundo para nosotros, y que se muestra tan liberal de sus bondades, como poderoso e infinito en su grandeza! Nos ha sacado del polvo y puesto aquí, en medio de tanta felicidad, cuando nada merecíamos de su mano, cuando nada podemos hacer que él necesite; y en cambio solo un precepto nos impone, solo un deber fácil de cumplir: de todos los árboles de este Paraíso, que tan varios y deliciosos frutos nos ofrecen, únicamente nos prohíbe gustar del árbol de la ciencia, plantado junto al árbol de la vida. Cerca, pues, de la vida está la muerte; y que esta sea cosa terrible, no admite duda, pues sabes bien como el Señor ha dicho que el fruto de ese árbol es la muerte; única prohibición que ha impuesto a nuestra obediencia, en medio de tantos dones como nos ha otorgado, y de tan gran poder y supremacía como nos concede sobre todas las criaturas que pueblan la tierra, los aires y los mares. No nos parezca, por lo tanto, penosa semejante privación, teniendo, cual tenemos, libertad para gozar de todo lo demás, y para escoger entre tantos y tan varios deleites el que prefiramos; y así alabemos al Señor y agradezcámosle sus bondades, prosiguiendo en la grata ocupación de podar estos tiernos árboles y cultivar estas flores, trabajo que aun cuando fuera más penoso, a tu lado sería muy dulce.»

Y Eva le replicó de este modo: «¡Oh tú, de quien soy y para quien he sido formada, carne de tu carne, único objeto de mi existencia, que eres mi guía y mi superior! Justo y razonable es cuanto has dicho, pues debemos al Señor incesantes alabanzas y agradecimiento; y yo más particularmente, porque gozo de mayor suma de felicidad al gozarte a ti, cuya supremacía es de tal naturaleza, que no hallarás cosa que se te iguale. Acuérdome a cada instante de aquel día en que despertando del sueño por primera vez me vi reclinada en una umbría sobre las flores, admirada de mí, sin saber quién era, ni dónde estaba, ni de dónde o cómo había venido. No lejos de allí, de lo interior de una gruta, nacía murmurando un arroyuelo, que esparciendo su líquida corriente, quedaba después inmóvil, y tan puro como la bóveda del cielo. Dirigime a él con toda la irreflexión de mi inexperiencia, y me tendí en su verde orilla para contemplar aquel terso y brillante lago, que se asemejaba a otro firmamento; mas al inclinarme sobre él, vi que de pronto, enfrente de mí y dentro del agua, aparecía una figura que también se inclinaba para mirarme. Retrocedí asustada; ella retrocedió asimismo; plúgome acercarme de nuevo; plúgole a ella acercarse igualmente, y dirigirme también sus miradas con el mismo interés y amor. Hasta ahora la hubiera estado contemplando, llevada de una vana afición, si no hubiera sonado una voz que me dijo: «Eso que ves, eso que estás contemplando, hermosa criatura, eres tú misma; como tú aparece y desaparece; pero ven, y te llevaré adonde no sea una sombra el ser que anhela gozar de tu vista y de tus dulces brazos, el ser cuya imagen eres y de quien gozarás también en inseparable unión. Tú le darás una multitud de criaturas parecidas a ti, por lo que serás llamada madre de la especie humana.» ¿Qué había yo de hacer sino seguir ciegamente al que sin ser visto me atraía de aquella suerte? Di algunos pasos y te descubrí, tan bello y esbelto como eres, debajo de un plátano, aunque debo confesarte que no me pareció al pronto tu belleza tan dulce, tan seductora como la del lago. Traté de huir, pero tú me seguiste, gritando: «Vuelve acá, hermosa Eva. ¿De quién huyes? ¿Huyes de mí, siendo mía, siendo mi carne, mis propios huesos? Para darte la existencia, he cedido una parte de mí mismo; de lo más próximo a mi corazón ha salido la sustancia de tu vida; y para tenerte siempre a mi lado, dulce consuelo mío, mitad de mi alma, te estoy buscando; que sin ti mi ser se vería incompleto.» Y tu cariñosa mano asió la mía, y cedí a tu anhelo, y comprendí desde entonces cuánto la gracia varonil excede a la de la belleza, cuán superior es la inteligencia a toda otra hermosura.»

Así habló nuestra primera madre, y con miradas de casta seducción conyugal, y con el más tierno abandono, medio abrazándole se apoyó en nuestro primer padre, a quien hizo sentir la leve presión de su turgente seno, velado en parte por las rizadas ondas de su áurea cabellera. Enajenado él a la vista de tal beldad y de tan dóciles encantos, sonreíase henchido de amor, como sonríe Júpiter a Juno cuando fecundiza las nubes que siembran las flores de mayo sobre la tierra; y selló los labios de Eva con un ósculo purísimo. Apartó Satán la vista lleno de envidia; y dirigiéndoles de soslayo una mirada maligna y rencorosa, exclamó interiormente así:

«¿Hay espectáculo más odioso e insufrible? ¿Han de gozar encantados estos, uno en brazos de otro, de delicias superiores a las del Edén, y han de disfrutar tal cúmulo de venturas mientras yo vivo sumido en el infierno, donde no existe placer ni amor, sino un violentísimo deseo, que no es por cierto el menor de nuestros tormentos, deseo que no pueden consumir ni satisfacer tantas penas y martirios? Mas no debo echar en olvido lo que he llegado a saber de sus propios labios: no pueden disponer de todo a su voluntad; hay aquí un árbol fatal, llamado de la ciencia, cuyo fruto se les prohíbe. Estales pues vedada la ciencia, lo cual es sospechoso y contrario a la razón. ¿Por qué su Señor les envía esa ciencia? ¿Si será un delito el saber, si será la muerte? ¿Si toda su existencia se cifrará en su ignorancia, y su dicha en esta prueba de obediencia y de fidelidad? ¡Oh! ¡qué bello descubrimiento para fraguar su ruina! Encenderé en su ánimo un vivo deseo de saber, de infringir ese envidioso mandamiento, inventado sin duda para mantener en la humillación a unos seres cuya inteligencia los sublimaría al igual de los dioses. Pues bien: aspirando a esta gloria, gustarán de ese fruto, y morirán. ¿No es probable que suceda así? Pero antes es menester examinar muy prolijamente este jardín, y recorrer hasta sus últimos escondrijos. Una casualidad, una dichosa casualidad puede conducirme a sitio donde halle, bien orillas de una fuente, bien al abrigo de una sombría espesura, alguno de esos espíritus celestiales, que me ilustre respecto a lo que me falta averiguar. Vivid pues, felices amantes, mientras podáis: gozad durante mi ausencia de esos breves placeres, a los que sobrevendrán largas desventuras.»

Acabado de decir esto, se puso en marcha con arrogante y desdeñoso paso, aunque con astuta precaución, recorriendo bosques, colinas, valles y llanuras. Descendía entre tanto lentamente el Sol hacia el punto extremo en que el cielo parece tocar con el mar y con la tierra, y sus rayos, extendiéndose hasta el ocaso, reflejaban en la puerta Oriental del Paraíso. Era esta una roca de alabastro, que se alzaba hasta las nubes y que a larga distancia se descubría, accesible del lado de la tierra por medio de una subida que conducía a su alta entrada: el resto lo formaba un escapado risco, imposible de superar. Entre ambas pilastras de la roca se hallaba sentado Gabriel, caudillo de las guardas angelicales, esperando la llegada de la noche; y alrededor se ejercitaba en heroicos juegos la joven milicia del cielo desarmada, pero conservando a mano sus escudos, yelmos y lanzas, pendientes en pabellones y ostentando el brillo deslumbrador de sus diamantes y oro. De repente, envuelto en un rayo de sol y atravesando la claridad del crepúsculo, aparece Uriel, rápido como una estrella que se desliza en otoño durante la noche, cuando henchidos los aires de inflamados vapores, muestran al navegante el punto desde donde se lanzarán contra él los vientos desencadenados; y apresuradamente empezó a decir:

«Gabriel, pues tienes a tu cargo la guarda y vigilancia de esta mansión venturosa, para impedir que nada malo se acerque aquí ni penetre en ella, sabe que hoy mismo, en la mitad del día, llegó a mi esfera un espíritu, deseoso al parecer de contemplar las maravillas más admirables del Omnipotente, y sobre todo al Hombre, última criatura hecha a su imagen. Le indiqué el camino que con mayor rapidez podía seguir; observé la dirección de su vuelo, y al verle detenerse en la montaña que cae al norte del Edén, noté que sus miradas eran poco propias del cielo y que había en ellas algo de sombrío. Le seguí con la vista, pero le he perdido entre estas espesuras; y temo no sea alguno de los espíritus rebeldes, que salido del abismo, venga a suscitar aquí nuevas perturbaciones: tú cuidarás de descubrir dónde se oculte.»

Y el alado guerrero le respondió: «No me admira, Uriel, que residiendo tú en la brillante esfera del sol, abarques con tu penetrante mirada inmensas distancias y profundidades. Nadie puede burlar la vigilancia que aquí se ejerce, pasando por esta puerta, sino quien conocidamente proceda del cielo; y del mediodía hasta ahora no se ha presentado ser alguno celestial. Si otro de diferente naturaleza, como el que tú has descrito, ha traspasado estos límites terrestres con algún designio, ya conoces cuán difícil es oponer obstáculos materiales a una sustancia divina; mas cualquiera que sea la forma con que se encubra ese que dices, si se ha introducido dentro del recinto de estos muros, le hallaré mañana al rayar el día.»

Con esta promesa volvió Uriel a su región, llevado por el mismo rayo luminoso cuyo más elevado extremo le hizo descender con mayor rapidez al sol, que en aquella hora llegaba debajo de las Azores, fuese porque a impulso de una increíble velocidad hubiera ya terminado su diario curso, fuese porque la tierra, girando menos acelerada y abreviando su curso hacia el oriente, dejase a aquel astro iluminar con sus purpúreos y áureos fulgores las nubes que rodean su trono en el ocaso.

Llegó por fin la tranquila Noche, y el pardo Crepúsculo cubrió el mundo con su triste manto. Seguíale el Silencio, y animales y aves se retiraban, ellos a sus guaridas, estas a sus nidos, todos enmudeciendo, menos el vigilante ruiseñor, que empleaba la noche en ensayar sus amorosos e incesantes trinos. ¡Qué encanto tenía el silencio! Poblábase de resplandecientes zafiros la bóveda del firmamento; y Héspero, caudillo de la estrellada hueste, se distinguía por lo luminoso, hasta que apareciendo la luna, reina de pálida majestad, ostentó su incomparable brillo, y ahuyentó las tinieblas con su plateada luz.

A este tiempo Adán conversaba así con Eva: «Querida esposa mía: esta hora de la noche y los seres todos que se entregan al descanso, nos brindan con igual reposo. Para el hombre ha establecido Dios el trabajo y el descanso, como la alternativa del día y de la noche; y el rocío del sueño, que tan oportunamente hace sentir ahora su dulce peso a nuestros ojos, viene a cerrar nuestros párpados. Las demás criaturas que durante el día vagan ociosas y sin cuidado, tienen menos necesidad de reposo, menos que el hombre, que da ocupación diaria a su cuerpo e inteligencia, en lo cual prueba su dignidad, y el galardón con que recompensa el cielo sus acciones, porque los otros animales no ejercitan así su actividad, ni Dios toma en cuenta lo que ejecutan. Mañana, antes que la fresca aurora anuncie en el oriente la proximidad del día, deberemos levantarnos, y volver a nuestro agradable trabajo, aclarando aquella enramada, y más allá desembarazando las verdes calles por donde paseamos al mediodía, pues nos estorba la espesura del ramaje que esteriliza todas nuestras faenas, y que requiere más número de manos, si ha de atajarse su desmedida exuberancia; al paso que debemos también limpiar la tierra de las flores caídas y de las gomas que han destilado sobre ella, porque únicamente sirven para afearla y obstruirla, impidiéndonos caminar con facilidad. Entre tanto, la naturaleza quiere y la noche manda que descansemos.»

A lo cual Eva, hermosísima criatura, respondió: «Dueño mío, de quien procedo: lo que tú mandes, obedeceré sumisa; Dios lo ha dispuesto así; Dios es mi ley, tú la mía, y en no excederse de ella consiste toda la ciencia, todo el mérito de la mujer. Embelésanme tus palabras hasta el punto de hacerme olvidar el tiempo, sus mudanzas y el transcurso del día, porque contigo todo es igualmente agradable para mí. Agradable es el ambiente de la mañana, dulces sus albores y los primeros cánticos de las aves; hermoso el sol, cuando en este amenísimo jardín derrama sus orientales destellos sobre el césped, los árboles, los frutos, y las flores esmaltadas por el rocío; exhala aromas la tierra, fecundada por mansas lloviznas, y es encantadora la paz de la tarde, como el silencio de la noche, en que solo se oye la voz solemne de su cantor, y como la belleza de la luna y todas esas esmeraldas del cielo que forman su luminosa corte. Pero ni el fresco ambiente de la mañana, ni los primeros cantos de las aves, ni el sol que inunda este jardín ameno, ni los céspedes, frutos y flores esmaltadas por el rocío, ni el perfume que tras mansa llovizna embalsama la tierra, ni la apacible tarde y la deliciosa noche con su cantor solemne, ni el pasear a la luz de la luna o a la trémula claridad de las estrellas, nada hay para mí tan dulce como tú mismo. Mas ¿por qué esos astros están luciendo toda la noche? ¿Para quién es ese magnífico espectáculo, si tiene cerrado el sueño todos los ojos?»

«Hija de Dios y el Hombre, Eva hermosa, replicó nuestro primer padre; esos astros que giran alrededor de la tierra, llevan de una en otra región su luz, que ha de alumbrar aun a naciones que todavía no existen, y que brilla apareciendo y ocultándose para evitar que la noche, envolviéndolo todo en su oscuridad, recobre su antiguo imperio y prive de la vida a toda la naturaleza. Y no solo esparcen claridad esos templados astros, sino que con su benigno calor diferentemente graduado lo vivifican, calientan, templan y mantienen todo, o comunican parte de su virtud interior a los demás seres, a todas las producciones de la tierra, disponiéndolas a recibir del sol con mayor eficacia su cabal acrecentamiento. Y aunque en la profunda noche falte quien los contemple, no por eso resplandecen en vano; porque no pienses que aun dado que el hombre no existiera, dejaría ese cielo de tener admiradores, ni Dios quien le tributase alabanzas; que mientras velamos, mientras dormimos, recorren invisibles la tierra millones de criaturas espirituales, y día y noche alaban sin cesar y contemplan las obras del Creador. ¡Cuántas veces desde la cumbre de la sonora montaña o de lo interior de los bosques llegan a nosotros voces celestiales a la mitad de la noche, que ya solas, ya respondiéndose unas a otras, ensalzan al Omnipotente! Con frecuencia se oyen sus coros y nocturnas veladas, y al divino son de los instrumentos que acompañan sus melodías, media la noche su espacio, y se elevan al cielo nuestros pensamientos.»

Así iban los dos discurriendo, y asidos uno a otro de la mano, entran solos en su deliciosa gruta. Era un sitio elegido por el soberano Señor, y dispuesto de manera, que nada echase allí de menos el Hombre de cuanto pudiera deleitarle. Formaban el laurel y mirto entrelazados una tupida bóveda de fuertes y olorosas hojas; el acanto y toda especie de arbustos aromáticos, un verde muro por uno y otro lado, que adornaban como rico mosaico mil y mil flores brillantes, el iris con sus tornasoladas tintas, las rosas y el jazmín, unidas a sus esbeltos tallos. Los pies descansaban sobre un lecho de violetas, de azafrán y de jacintos, que cubriendo el suelo como vistoso pavimento, hacían resaltar sus colores más vivos que los de las piedras más preciosas. Ninguna otra criatura, aves, cuadrúpedos ni reptiles, osaba acercarse allí: tal era el respeto que inspiraba el Hombre; y jamás se ideó mansión tan umbría, sagrada y solitaria que sirviese de templo al dios Pan o a Silvano, ni a las Ninfas y Faunos, númenes de las selvas.

Allí, en aquel apartado retiro, entre flores, guirnaldas y perfumadas yerbas, se desposó Eva embelleciendo su lecho nupcial por primera vez; y los coros celestiales cantaron su himeneo el día en que su ángel tutelar la entregó a nuestro primer padre, más ataviada, más encantadora en medio de su desnudez que Pandora, en quien los dioses apuraron todos sus dones, cuando (¡oh fatal semejanza en la desventura!) cuando llevada por Hermes al insensato hijo de Jafet, sedujo con sus dulces miradas al género humano para vengarse del que había robado el primitivo fuego de Jove.

Llegado pues que hubieron a su umbrosa gruta, se detuvieron ambos, y volviendo los ojos al firmamento, adoraron al Dios que hizo la tierra, el aire, el cielo que estaban contemplando, el luciente globo de la luna y las estrellas que poblaban la azulada bóveda.

«Obra tuya es también la noche, Omnipotente Hacedor, y obra tuya el día que acaba de expirar y que hemos empleado en el trabajo que nos está prescrito, con la dicha de auxiliarnos y amarnos mutuamente, colmo de todos los bienes que nos otorgas. Este delicioso lugar es sobrado extenso para nosotros, y su abundancia tal, que no hay quien participe de ella, ni quien recoja cuanto su suelo da de sí; pero tú has prometido que de nosotros dos nacerá una raza que ha de llenar la tierra, y glorificar como nosotros tu infinita bondad, lo mismo cuando despertamos a la luz del día, que cuando, como ahora, aspiramos a gozar del sueño.»

Estas alabanzas pronunciaron los dos con unánime afecto, sin observar otro rito que una pura adoración, que para Dios es el más agradable; y enlazadas las manos, entraron en su gruta, y se retiraron a lo más apartado de ella. No tuvieron que despojarse del molesto disfraz que nosotros vestimos, sino que yaciendo uno al lado de otro, Adán estrechó a su hermosa Eva, y esta aceptó los misteriosos deberes que su santo vínculo le imponía. Dejemos que austeros hipócritas encarezcan las perfecciones de la castidad, el respeto a los lugares sagrados y a la inocencia, y que condenen como impuro lo que Dios ha purificado, lo que prescribe a unos y lo que concede a la libertad de todos. El Señor manda que nos multipliquemos, y ¿quién sino el autor de nuestra ruina, el enemigo de Dios y el Hombre, puede obligarnos a lo contrario?

¡Salve, amor conyugal, misteriosa ley, origen verdadero de la vida humana, único don propio del Paraíso, en que todas las cosas eran comunes! Por ti se ven libres los hombres del adúltero furor que los iguala con los brutos; por ti fueron engendrados los dulces afectos que el cariño, la fidelidad, la justicia y la pureza establecieron por primera vez, y los sagrados vínculos de padre, hijo y hermano. ¿Cómo he de ver yo en ti nada de criminal ni vituperable, nada que sea indigno de la más santa morada, cuando eres fuente perpetua de doméstica ventura, tálamo candoroso y casto, en estos como en los pasados tiempos, y cuando gozaron de ti los santos y los patriarcas? En ti logra amor el acierto de sus doradas flechas; en ti luce su inextinguible antorcha y posa sus purpúreas alas; y en ti se ven cifrados sus encantos todos, no en las improvisadas caricias, en la sonrisa venal de falsas, insípidas e impúdicas mercenarias, ni en los cortesanos galanteos, festejos, mascaradas, músicas y bailes con que antojadizos amantes hacen gala de una pasión que más bien es digna de menosprecio. Estrechamente enlazados sus desnudos miembros, duermen ambos esposos al compás de los cantos con que les regalan los ruiseñores, y coronados por la lluvia de rosas que les renuevan los primeros albores de la mañana. Gozad de ese sueño, felices consortes, doblemente venturosos si no aspiráis a mayor ventura, ni a saber más de lo que sabéis.

Ya la noche había recorrido la mitad de su órbita sublunar, y el cono que su sombra forma llegaba a la mayor altura de la anchurosa bóveda celeste; y ya saliendo por la puerta de marfil, a la hora y con las armas que acostumbraban, se disponían los querubines a su nocturna ronda, desplegando aparato bélico, cuando dijo Gabriel al que más se acercaba a él en autoridad: «Llévate en pos, Uziel, la mitad de esa legión, y recorre en torno la parte del mediodía con la más cuidadosa vigilancia; que la otra mitad se dirija al norte, y dando nosotros la vuelta, nos reuniremos en el occidente.» Divídense con la rapidez de la llama, unos hacia el lado del escudo, otros hacia el de la lanza; y llamando el mismo Gabriel a dos ángeles que estaban a su lado y se distinguían por su denuedo y sagacidad, les dio la siguiente orden: «Id, Ituriel y Zefón, id a recorrer el Edén con toda la presteza que os sea posible; no dejéis de explorar rincón alguno, y sobre todo la mansión de aquellas dos bellísimas criaturas, que quizás en estos momentos están durmiendo, sin recelar de ningún peligro. Esta tarde, al declinar el sol, vino un Ángel a participarme que había visto un espíritu infernal (¿quién había de sospecharlo?) que escapándose del infierno, se encaminaba a este Paraíso, sin duda con algún propósito siniestro; y así donde quiera que le halléis, apoderaos de él y traedle a mi presencia.»

No dijo más, y se puso delante de su brillante hueste, que eclipsaba el resplandor de la luna, mientras los dos ángeles se encaminaban directamente al sitio en que podían hallar a su Enemigo; y allí en efecto le encontraron bajo la forma de un sapo inmundo, agachado junto al oído de Eva. Por medio de esta diabólica astucia, procuraba insinuarse en los órganos de su imaginación y sugerirle a su antojo mil ilusiones, sueños y devaneos, o inspirándole su ponzoñoso aliento, inficionar sus espíritus vitales, nacidos de lo más puro de la sangre, como los vapores que exhala arroyuelo cristalino, y suscitar en su mente insensatos y desasosegados pensamientos, esperanzas vanas, propósitos ambiciosos, deseos inmoderados, henchidos de altivos conceptos, que dan origen a la soberbia.

Al descubrirle así Ituriel, tocole ligeramente con el cabo de su lanza. No puede la impostura resistir el contacto de un arma celestial, y por fuerza tiene que recobrar su propia forma; como le aconteció a Satán, que se estremeció todo al verse descubierto y sorprendido; y a la manera que prende una chispa en el montón de pólvora acopiada para el almacén que se forma al menor indicio de guerra, y encendido el negro grano, estalla de repente e inflama el aire, no menos pronto se levantó el odioso Enemigo en su natural figura. Dieron un paso atrás los ángeles al presentárseles tan súbitamente transformado el terrible rey; pero ajenos a todo temor, se acercaron a él, diciéndole: «¿Cuál eres tú de los espíritus rebeldes precipitados en el infierno? ¿Cómo te has evadido de allí, y por qué estás en acecho, obrando traidoramente, junto a la cabeza de los que duermen?»

«¡Ah! ¿no me conocéis? replicó Satán con desdeñoso tono. ¿No sabéis quién soy? Pues bien me conocisteis en otro tiempo, cuando en vez de igualaros conmigo, reinaba yo allí, adonde no osabais encumbrar el vuelo. Desconocerme ahora, vale tanto como desconoceros a vosotros mismos, que sois sin duda los últimos de vuestras filas. Y si no ignoráis quién soy ¿a qué preguntarlo, comenzando vuestro mensaje tan inútilmente como habéis de concluirlo?»

A lo que Zefón, devolviendo desprecio por desprecio, le contestó: «No juzgues, espíritu rebelde, que esa forma, en que tan menguado aparece tu esplendor, pueda darte a reconocer, pues no brillas ya en el Cielo inocente y puro, y estás muy distante de aquella gloria que ostentabas cuando eras fiel: ahora llevas impreso el crimen en tu semblante, y en la frente la lúgubre oscuridad de tu morada. Pero ven con nosotros, y no dudes de que tendrás que dar cuenta al que nos envía, a cuyo cargo está la custodia de este lugar inviolable y la incolumidad de esos dos seres que están durmiendo.»

De este modo habló el Querubín, y su grave y severa reprensión añadió invencible gracia a su juvenil belleza. Quedó confuso Satán; comprendió cuán incontrastable es el proceder recto, cuán amable en sí misma la virtud, y no pudo menos de dolerse de su pérdida, aunque más se dolió todavía de que tan visible fuese la decadencia de su esplendor; y sin embargo, no quiso mostrar apocamiento. «Si he de combatir, dijo, será como superior contra superior, con el que manda, no con el que es mandado, o con todos a la vez; que en esto me cabrá más gloria, o por lo menos no perderé tanto.» A lo que con valentía replicó Zefón: «El miedo de que estás poseído nos ahorrará de un empeño que el último de nosotros bastará a realizar contra ti, perverso, y contra tu impotente debilidad.»

Enmudeció el infernal príncipe al oír esto, devorando interiormente su rabia, como soberbio corcel, que al sentir el freno, salta irguiendo la cabeza y tascando el férreo bocado. Tan inútil le parecía la fuga como el combate; embargábale el corazón un temor que procedía de poder más alto, cuando nada le había hasta entonces intimidado. Iban acercándose al punto del occidente en que, terminada ya su excursión, volvían los ángeles y se congregaban para recibir nuevas órdenes; al frente de los cuales puesto Gabriel, su caudillo, con voz sonora les dijo así: «Por esta parte, amigos, oigo pasos acelerados, y descubro a Ituriel y Zefón en medio de la oscuridad. Con ellos viene otro de soberana apariencia, pero muy decaído de su brillantez, que por su arrogante ademán parece el príncipe del Infierno. Determinado se muestra, según su aspecto, a no salir de aquí sin empeñar combate. Preparaos, pues: en su hosco ceño trae pintada la provocación.»

No había acabado de decir esto, cuando acercándose los dos ángeles, le refieren sucintamente quién es aquel; dónde le habían hallado, cuál era su ocupación, y en qué forma y actitud había tratado de ocultarse; y dirigiéndole Gabriel una penetrante mirada: «¿Por qué, le preguntó, has traspasado los límites a que te ves reducido por tu crimen? ¿Por qué vienes a perturbar en su ministerio a los que no se han dejado llevar de tu detestable ejemplo, y tienen por lo mismo derecho y facultad para impedir tu temerario acceso a estos lugares? ¿No hay más que violar la tranquila morada de los que Dios ha establecido aquí y colmado de bendiciones?»

Y con sonrisa de menosprecio le respondió Satán: «Gabriel, en el Cielo tenías fama de perspicaz, y como tal te contemplaba yo; pero esas preguntas me hacen dudar de tu buen acuerdo. ¿Hay alguien que viva contento entre suplicios? ¿Hay quién, pudiendo, no anhele evadirse del infierno, aunque esté condenado a vivir en él? Por cierto debes tener que a estarlo tú, lo desearías, y atropellarías por todo con tal de hallar sitio, por lejano que fuese, libre de tanta penalidad, donde esperases trocar el dolor en alegría y en presto alivio, y los tormentos en bienestar. Esto es lo que aquí busco, y lo que tú, que nunca has experimentado males, sino venturas, no acertarías a comprender. ¿A qué me pones por delante la voluntad del que nos aprisiona? Que refuerce con más seguros reparos sus puertas de hierro, si ha de tenernos sumidos en sus lóbregos calabozos. Esto es cuanto tengo que responderte: por lo demás, la verdad te han referido: como esos te han dicho, me hallaron; lo cual, sin embargo, no implica violencia ni exceso alguno.»

A estas palabras dichas en tono desdeñoso, contestó el Ángel guerrero no menos intencionadamente: «¡Oh, qué dechado tan cabal de cordura se perdió el cielo el día que Satán fue arrojado de él! Fue arrojado de él por su insensatez; y llega ahora aquí fugitivo de su prisión y abrigando la grave duda de si debe o no tenerse por perspicaz al que le califica de temerario en invadir esta región, y traspasar los límites de aquella a que está condenado en el infierno: tan natural contempla el evadirse de sus tormentos y su castigo. Sigue en tu presunción, soberbio, hasta que la cólera que nuevamente suscitas con tu fuga descargue en ti siete veces, hasta que el azote que te haga volver a tus cadenas persuada a tu gran prudencia de que no hay castigo proporcionado a la infinita indignación que semejante culpa provoca. Pero ¿por qué vienes solo? ¿Por qué no te siguen tus huestes infernales? ¿Son los tormentos más llevaderos para ellos que para ti, y por esto no tratan de evitarlos? ¿O es que no cuentas tú con tanto valor para resistirlos? Pues, intrépido caudillo, que has sido el primero en librarte de tus tormentos: si hubieras manifestado a tus secuaces la causa de tu evasión al abandonarlos, seguramente no te hubieran dejado venir solo ni fugitivo.»

No pudo ya Satán reprimir su ira y exclamó: «Valor más que nadie tengo, ángel insolente, para soportar mis penas. Sobrado sabes que fui yo tu más terrible enemigo en aquella lid en que la fulminante furia del trueno vino tan presto en auxilio tuyo, en auxilio de tu lanza, que por sí no inspiraba temor alguno. Pero tus palabras, tan irreflexivas como siempre, muestran la inexperiencia en que estás de lo que debe hacer un caudillo fiel a su deber y aleccionado por los malos sucesos de su fortuna, que es no exponerlo todo a peligrosos trances, sino experimentarlos primero él mismo. Por esto he cruzado yo solo estos desiertos espacios, y venido a reconocer este mundo nuevamente creado, cuya fama no ha podido menos de llegar hasta los infiernos. Espero encontrar aquí morada más venturosa, y establecer en la tierra o en las regiones aéreas mis potestades proscritas, aunque para conquista tal fuese menester embestir otra vez contra ti y tus bienhadadas legiones; que más fácilmente os acomodáis a la servidumbre del Señor entronizado en los cielos, a entonar himnos en su alabanza y a incensarle de lejos, que a la dureza de los combates.»

Lo cual oído por Gabriel, prosiguió en estos términos: «Decir y desdecirse, encarecer primero el mérito de la fuga y desempeñar después el oficio de espía, no es propio de un caudillo, sino de un embaucador. ¿Cómo te atreves a suponerte fiel a tu deber? ¡Que así profanes el nombre, el sagrado nombre de tu fidelidad! Y ¿a quién eres fiel? ¿A tu rebelde muchedumbre? ¿A ese tropel de réprobos, dignos de ser mandados por tan digno jefe? ¿Consistía vuestra disciplina, la fe que jurasteis y vuestra obediencia militar en alzaros desleales contra el Poder supremo? Y por otra parte, falso hipócrita, que ahora te vendes por paladín de la libertad, ¿quién más lisonjero, más humilde y servil adorador que lo fuiste tú un día del invencible Rey de los cielos, sin duda con la esperanza de destronarle así mejor y empuñar su cetro? Pues, oye, y haz lo que te prevengo: sal de aquí, y huye al lugar de donde has salido; que si subsistes un momento más en estos sagrados confines, arrastrando y cargado de hierros te volveré a tu infernal mazmorra, y quedarás enclavado allí, de suerte que no te burles otra vez de las fáciles puertas del infierno, ya que tan débiles te parecen.»

Amenazole así; pero Satán le oía con indiferencia, y encendido en nuevo furor, repuso: «Cuando sea tu cautivo, querubín orgulloso, háblame de cadenas: ahora disponte a sentir el peso de mi poderoso brazo. Jamás te abrumó otro tal, ni aún cuando el Soberano celeste cabalgaba sobre tus alas, y uncido con otro como tú, acostumbrados al mismo yugo, tirábais de su carro triunfal, y andábais por los caminos del cielo empedrados de estrellas.»

Mientras esto decía, ardían en enrojecido fuego los angélicos escuadrones, y desplegando en circular ala sus falanges, le rodeaban, apuntándole con sus lanzas; como cuando en los campos de Ceres, maduras para la siega, se mecen las apiñadas espigas, inclinándose a uno y otro lado, según de donde se agita el viento; y el labrador las contempla con inquietud, temiendo que todos aquellos haces en que cifra su mayor logro, no vengan a convertirse en inútil paja.

Alarmado Satán en vista de aquella actitud, hizo sobre sí un esfuerzo y dilató sus miembros hasta adquirir las desmedidas proporciones y fortaleza del Atlas o el Tenerife. Toca su cabeza en el firmamento, y lleva en su casco el Horror por penacho de su cimera; ni carece tampoco de armas, dado que empuña una lanza y un escudo. Tremenda lid se hubiera suscitado entonces, que no solo el Paraíso, sino la celeste bóveda hubiera conmovido en torno, y aun puesto en grave conflicto todos los elementos a impulsos de choque tan irresistible, si previniendo aquella catástrofe, no hubiera el Omnipotente suspendido en el cielo su balanza de oro, que desde entonces vemos brillar entre Astrea y el Escorpión. En aquella balanza había pesado Dios todo lo creado, la tierra esférica en equilibrio con el aire; y ahora pesa del mismo modo los acontecimientos, la suerte de las batallas y de los imperios. Puso a la sazón en contrapeso el resultado de la fuga y el del combate, y el segundo subió rápidamente hasta dar en el fiel que lo señalaba; y entonces dijo Gabriel a su Enemigo:

«Conozco, Satán, tus fuerzas, como tú conoces las mías: ni unas ni otras nos pertenecen; Dios nos las ha prestado. ¡Qué insensatez jactarnos de lo que han de hacer nuestras armas, cuando no hemos de llegar sino a lo que permita el cielo! Tu poder es el que él consiente; el mío a la sazón doble, para que yazcas a mis pies, como cieno que eres. Y si de ello quieres tener una prueba, mira allá arriba, y leerás tu suerte en el celeste signo donde se pesa, donde se muestra cuán liviana y débil sería la resistencia.»

Miró en efecto Satán, y vio cuán desfavorable le era el movimiento de la balanza. No esperó más; huyó, lanzando denuestos, y en pos de él huyeron las nocturnas sombras.

Libro quinto

Argumento


Comienza a rayar el día, y Eva refiere a Adán su agitado sueño, que él oye con disgusto; pero hace por consolarla, y salen ambos a su trabajo cotidiano, dirigiendo antes a Dios su plegaria de la mañana. Para que el hombre no pueda alegar disculpa alguna, envía Dios a Rafael, que le recuerde su obediencia, que le manifieste el uso que ha de hacer de su libertad, la proximidad de su enemigo, quién es este y cuál la causa de su enemistad, con todo lo demás que a Adán le importa saber. Baja, pues, Rafael al Paraíso; píntase su celestial hermosura. Al descubrirle Adán, sale a recibirle, le conduce a su albergue, y le regala con las frutas más sabrosas que al efecto ha cogido Eva por su mano. Conversan amigablemente entre sí, y Rafael desempeña su comisión hablando a Adán de su estado, de la condición de su enemigo; y satisfaciendo a sus preguntas, le declara quién sea este y lo que le induce a obrar así, empezando su relato por la primera rebelión de Satán en el cielo, el origen de ella, cómo se retrajo a las partes del Norte con sus legiones, y las incitó a rebelarse contra Dios, logrando que le siguiesen todos, excepto el serafín Abdiel, que contradice sus razones, y se opone a él, y por último le abandona.


Ya la aurora dirigía sus pasos a la región de Levante, dejando en el cielo impresas sus sonrosadas huellas, y sembrando la tierra de orientales perlas, cuando, como lo tenía de costumbre, despertó Adán, cuyo sueño, ligero como el aire, favorecido por una pura digestión y por dulces y suaves vapores, fácilmente se disipaba al menor ruido de las hojas, de los brumosos arroyuelos, a que da movimiento el alba, y de las aves vocingleras que revoloteaban entre los árboles. Pero se sorprendió por lo mismo de hallar a Eva adormecida aún, el cabello descompuesto y encendidas sus mejillas, como por efecto de un sueño desasosegado; e incorporándose medio apoyado sobre su costado, para mejor fijar su amorosísima mirada en aquella hermosura que, dormida o despierta, así le enajenaba con sus encantos, blandamente estrechó su mano; y con una voz tan dulce como la de Céfiro cuando acaricia a Flora, murmuró a su oído estas palabras: «Despierta, hermosa, alma mía, supremo bien que me otorga el cielo, delicia de mi corazón; despierta: mira que alumbra ya la mañana, que la frescura del campo nos está llamando, y que desperdiciamos estas primicias del día, y no vemos cómo crecen nuestras tiernas plantas, cómo se abren las flores de los naranjos, y la mirra destila su licor, y su bálsamo la caña, mientras la naturaleza se reviste de sus colores, y la abeja extrae de los pétalos sus almibarados jugos.»

Despierta Eva al oír esto, mira con asombro a Adán, y apretándole entre sus brazos, dice: «¿Eres tú, consuelo mío, colmo de mi ventura, único ser en quien se recrea mi pensamiento? ¡Con qué placer vuelvo a verte y vuelvo a gozar del día! Porque has de saber que esta noche (noche igual no he pasado hasta ahora) he tenido un sueño, si sueño puede llamarse, porque no he pensado en ti, como pienso siempre, ni en nuestras faenas últimas, ni en las próximas, sino en ofensas y cuidados que hasta esta penosa noche no había sentido mi ánimo; he tenido un sueño en que me parecía que, introduciéndose en mi oído, una voz afectuosa me invitaba a pasearme. La tomé al pronto por la tuya: «¿Por qué duermes, Eva? me decía. Esta es la hora del placer, de la frescura y del silencio, silencio solamente interrumpido por el canoro pájaro de la noche, que la pasa en vela modulando sus amorosos trinos; esta es la hora en que la luna completamente redondeada y en la plenitud de su dulce claridad, ahuyenta la sombra que lo encubre todo: inútiles encantos, si la vista no goza de ellos. El cielo vela también y tiene abiertos sus ojos; ¿sabes para qué? Para contemplarte a ti, prodigio de la naturaleza, a ti cuya presencia alegra, y cuya beldad no puede menos de embelesar a cuantos la ven.» Me levanté, creyendo que eras tú el que me hablabas, mas no te vi; eché a andar deseosa de encontrarte, y atravesé, o tal por lo menos me pareció, multitud de caminos, hasta que de repente me hallé junto al árbol de la ciencia prohibida, que se me representó hermosísimo, más hermoso que durante el día. Mirándole estaba maravillada, cuando a su lado noté que había una figura con alas, como las que a menudo vemos bajar del cielo; sus húmedos cabellos estaban rociados de ambrosía. Contemplaba también el árbol, y exclamó: «¡Oh preciosa planta! ¡Que tan cargada te veas de fruto y nadie, ni Dios ni hombre, quiera aliviarte de él, ni gustar de su dulzura! ¿Tan despreciable es la ciencia? Si no es por envidia, ¿qué otra causa puede haber para esta prohibición? Prohíbalo quien quiera, nadie me impedirá a mí privarme más tiempo de este placer. De otra suerte ¿por qué estás aquí?» Esto dijo, y sin más vacilar, con mano atrevida cogió y gustó. Quedé horrorizada al oír estas palabras, y mucho más viendo la temeraria acción que las acompañaba; pero él, arrebatado de entusiasmo: «¡Oh, divino fruto, siguió diciendo, dulce por extremo, y más dulce todavía por ser vedado! Niégasete, sin duda, para que seas alimento exclusivo de los dioses, pues si lo fueras de los hombres, los convertirías en divinidades. Y ¿por qué no han de aspirar a ser dioses los humanos? ¿No se acrecienta el bien a medida que se comunica? Lejos de perder en ello su autor, sería objeto de nuevas adoraciones. Ven, pues, felicísima criatura, Eva hermosa y angelical: gusta como yo de este fruto, que si hoy eres feliz, llegarás doblemente a serlo; gusta de él, y serás una nueva deidad entre los dioses, y tu imperio no se limitará a la tierra, sino que tendrás por mansión el aire, como nosotros, o podrás remontarte por tu propia virtud al cielo, y verás la vida que viven los dioses, y tú vivirás como ellos.» Y hablando de esta suerte, se acercó a mí, y llevó a mis labios parte del fruto que había arrancado. Su dulce y sabrosa fragancia excitó de tal modo mi apetito que no pude menos de probarlo; y al punto sentí que nos trasladábamos ambos a la región de las nubes, desde donde vi extenderse a mis pies la inmensidad de la tierra, magnífico y variado espectáculo; y admirada de mi vuelo, me asombré no menos del cambio que había experimentado y de la incalculable altura a que me hallaba; cuando repentinamente desapareció mi guía, y a mí se me figuró que caía precipitada a la tierra y que llegaba a ella adormecida. ¡Con qué júbilo he despertado, y visto que todo ha sido la ilusión de un sueño!»

Refirió así Eva el que había tenido durante la noche; y contristado Adán al oírlo, la respondió: «Perfecta imagen y amada mitad de mí mismo: ese desasosiego que ha agitado esta noche tu mente mientras dormías, también ahora me aflige a mí. No sé por qué recelo que ese sueño extraordinario traiga algún mal consigo; pero ¿de dónde provendrá ese mal? En ti, que tan pura eres, ni sombra de él puede darse; pero oye lo que voy a decirte. Hay en el alma varias facultades inferiores, sometidas a la Razón como a su soberana. Entre ellas ejerce el principal oficio la Imaginación, que de todos los objetos exteriores, que perciben los sentidos cuando están despiertos, forma quimeras y visiones aéreas, las cuales agrupa o desvanece la Razón, produciendo así todo cuanto afirmamos o negamos, todo aquello que distinguimos con el nombre de ciencia o de opinión. Cuando la naturaleza se entrega al reposo, la Razón se retrae también a su más oculto seno; y acontece con frecuencia que aprovechándose la Imaginación de este retraimiento, como continuamente está en vela, procura imitarla, forjándose allá mil trazas y desvaríos; pero ordenando mal los objetos, especialmente durante el sueño, solo produce pensamientos inconexos, y confunde los hechos presentes con los pasados y los remotos.

»Así, en este sueño que me refieres, juzgo descubrir cierta semejanza con los asuntos de que tratamos en nuestra última conversación, bien que revestidos de extraños accidentes; por lo que no debe esto causarte sobresalto alguno. Puede introducirse un mal pensamiento en el ánimo, tanto del hombre como de los espíritus celestiales, indeliberadamente y sin que llegue a contaminarle; y esto me inspira la confianza de que ese sueño que tal aversión te ha inspirado mientras dormías, no consentirás nunca que despierta se realice. Aleja, pues de ti toda tristeza: que no empañe nube alguna la claridad de esos ojos, más brillante y serena que la que en su primera sonrisa envía al mundo la aurora. Levantémonos, y volvamos nuevamente a nuestras dulces faenas, nuestros bosques y fuentes, y al cuidado de las flores que entreabren ahora sus cálices, y exhalan los suavísimos aromas que han guardado durante la noche, para que te goces mejor en ellos.»

Así consoló Adán a su bella esposa, y ella en efecto quedó consolada; pero en medio de su silencio se deslizó de sus ojos una dulce lágrima que enjugó con sus cabellos; y al ver que asomaban otras a sus cristalinas fuentes, las atajó Adán con un beso, correspondiendo de este modo a aquella tímida demostración de un remordimiento que se alarmaba con la sola idea de la culpa, sin ser culpable.

Dando pues al olvido sus temores, se apresuraron a salir al campo; y apenas traspusieron el umbral de su mansión, a la que servían de techumbre espesos y copudos árboles, y se hallaron al aire libre, a la luz del día y del sol, que al aparecer en su carro, tocaba con las ruedas la superficie del océano, y cuyos rayos impregnados de rocío y paralelos a la tierra, doraban la vasta región oriental del Paraíso y los fértiles llanos del Edén, se postraron humildemente para adorar a su Criador, comenzando la acostumbrada plegaria que todas las mañanas le dirigían de varios modos, sin que sus himnos careciesen jamás de variedad ni de santo entusiasmo, bien fuesen recitados, bien cantados de improviso; pues en sonora prosa o numeroso ritmo fluía de sus labios una elocuencia tan natural, que no necesitaba de los dulces acordes del arpa ni del laúd; y dieron así principio:

«Estas, Padre del bien, Omnipotente Señor, son tus gloriosas obras. Obra es de tus manos esta fábrica del Universo, tan maravillosamente bella; y tú mismo ¡cuán admirable eres! Tu inefable grandeza se encumbra sobre esos cielos, invisible para nosotros, confusamente vislumbrada en tus más pequeñas obras, en las cuales, sin embargo, se descubre tu bondad, superior a toda idea, y tu poder divino. Celebradle vosotros, que podéis hacerlo más dignamente, espíritus angélicos, hijos de la luz; vosotros, que le contempláis de cerca, y que en torno de su trono, en la eternidad de un día sin noche, y en concertados coros eleváis cánticos de alegría; vosotros, que estáis en el cielo. Unid también vuestras alabanzas, criaturas de la tierra, en honor del que es principio y postre y centro y ser al propio tiempo infinito. Y tú, la más brillante de las estrellas, última que recorres la vía nocturna, si no perteneces más bien al alba, precursora del día, que con tu fulgente diadema coronas la risueña frente de la mañana: ensálzale asimismo en tu luminosa esfera, a la hora apacible en que asoma la luz de oriente. Sol, vista y alma de este anchuroso mundo, ríndele homenaje como superior a ti, y en tu incesante giro proclama sus loores, cuando apareces en el cielo, cuando te ostentas en tu apogeo y cuando te ocultas a nuestros ojos. Luna, que acompañas unas veces al Sol en su oriente, y otras te apartas de él, huyendo con las estrellas fijas en su movible órbita; y vosotros planetas errantes en número de cinco, que al compás de armónicos sonidos os movéis en misteriosa danza: publicad la gloria de aquel que de las tinieblas sacó la luz. Aire y los demás elementos que fuisteis los primeros que engendró en su seno Naturaleza: pues vuestra cuádruple virtud recorre bajo innumerables formas un círculo perpetuo, e influís e inspiráis la vida en todo, que vuestro continuo movimiento sirva para tributar al Supremo Hacedor himnos cada vez más nuevos y más variados. Y vosotras, nieblas y exhalaciones, que surgís de las montañas o de los vaporosos lagos, negras o cenicientas, hasta que el sol dora con sus rayos la fimbria de vuestros ropajes: surgid para honrar el nombre del magnífico autor del mundo; y ya tapicéis de nubes el incoloro espacio del firmamento, o derraméis vuestra fecunda lluvia en la sedienta tierra, que en vuestra ascensión o vuestro descenso proclaméis siempre sus alabanzas. Alabadle también con manso murmullo o rugiendo impetuosamente, oh vientos que sopláis de los cuatro ángulos de la tierra; y vosotros, excelsos pinos, árboles y plantas de toda especie, inclinad vuestras cabezas y agitad vuestras ramas en señal de adoración. Loadle asimismo al son susurrante de vuestras aguas, fuentes y líquidos arroyuelos. Unid a las demás vuestras voces, criaturas todas vivientes. Aves, que cantando os remontáis hasta las puertas del cielo, sublimad su gloria en vuestras melodías y llevada por vuestras alas; y los que os deslizáis por entre las olas, y los que vagáis por la tierra, ya hollándola majestuosa, ya arrastrando humildemente, sed testigos de que mi lengua no enmudece ni por el día ni por la noche, y de que mi voz resuena en las colinas, en los valles, en las fuentes y en la fresca sombra de las enramadas, que de mí aprenden sus alabanzas. ¡Bendito seas, Señor del Universo! Que tu bondad, como hasta aquí, nos dispense únicamente bienes; y si la noche ha producido o encubierto algún mal, ahuyéntalo, como la luz ahuyenta las tinieblas en este instante.»

Expresión de su inocencia era plegaria tan fervorosa, terminada la cual, recobraron sus ánimos la profunda paz y la acostumbrada calma. Apresuráronse a volver a sus faenas campestres de la mañana, por entre prados cubiertos de rocío y de flores; y llegaron a un plantel de árboles frutales que por su excesivo crecimiento extendían su espeso ramaje más de lo conveniente, y necesitaban que una mano experta reformase su estéril pompa. Acercan también la vid al olmo para unirlos entre sí; la cual, como amante esposa, le ciñe con sus flexibles brazos, y le ofrece en dote sus racimos, y embellece con ellos su inútil hojarasca.

Viéndolos ocupados de esta suerte el supremo Rey del cielo, se apiadó de ellos, y llamando a Rafael, el espíritu amigable que se dignó de viajar con Tobías, y favoreció su matrimonio con la doncella siete veces casada: «Rafael, le dijo, ya sabes la perturbación que, fugándose del infierno y atravesando el tenebroso abismo, ha movido Satán en el Paraíso terrestre, y la inquietud que ha causado esta noche a los dos humanos que allí viven, proponiéndose con la ruina de ellos labrar a la vez la de su descendencia. Ve, pues, allá; emplea el resto del día en conversar con Adán, como entre sí conversan los amigos. Le encontrarás en un sitio sombrío y retirado que le preserva del calor del mediodía, y donde con el alimento y el descanso repara las fuerzas gastadas en sus diarias fatigas. Háblale de modo que le hagas comprender su dichoso estado; que de su voluntad depende su dicha, de su voluntad, que aunque libre, es también mudable, por lo que debe andar precavido y desconfiado, no llegue a perderse por exceso de confianza en su seguridad. Háblale asimismo de los riesgos a que está expuesto, de quién debe recelar, y del Enemigo que, por haber sido expulsado poco ha del cielo, procura que los demás se hagan también indignos de tal ventura, no empleando a este fin la violencia, que le sería perjudicial, sino el engaño y la seducción. Prevenle, en suma, de cuanto debe hacer, no sea que delinquiendo voluntariamente, alegue después que ha obrado por sorpresa, por falta de consejo y de previsión.»

Esto ordenó el Padre Eterno; con lo que dejó enteramente satisfecha su justicia. No demoró un punto al alado Ministro el cumplimiento de aquel mandato, y de entre la innumerable multitud de serafines en que estaba, cubierto por sus grandiosas alas, alzó el rápido vuelo y cruzó por en medio del firmamento. Apártanse a uno y otro lado las angélicas legiones para abrirle paso a través del camino del Empíreo, hasta llegar a las puertas del cielo, las cuales se abren de par en par por sí solas, girando sobre sus goznes de oro, que con tan divino arte el sabio Autor de todo las había dispuesto. Desde allí, ni nubes ni astro alguno se interponen a sus miradas, y ve la tierra, pequeña como en sí es y semejante a los demás globos luminosos, y ve el jardín de Dios coronado de cedros por encima de las más altas montañas. Así, aunque menos distintamente, contempla el observador durante la noche, por medio de los cristales de Galileo, tierras y regiones imaginarias en lo interior de la luna; y así descubre el piloto como una mancha nebulosa al aparecérsele, las islas de Delos y Samos entre las Cícladas.

Prosigue el Ángel bajando con acelerado vuelo, y cruza la inmensidad del espacio aéreo, y surca mundos y mundos, seguro de sus fuertes alas, ora impelido por los vientos del polo, ora sacudiendo velozmente el movible aire; hasta que llegando al límite a que pueden las águilas remontarse, mirábanle todas las aves asombradas como al fénix, único en su especie, cuando para depositar sus preciosas cenizas en el fulgente templo del Sol, encaminaba su vuelo a la egipcia Tebas. Descendiendo después sobre la cumbre oriental del Paraíso, recobra su aspecto de alado serafín. Seis alas velan sus divinas formas: las dos que cubren sus anchos hombros le caen sobre el pecho como un magnífico manto real; los dos de en medio ciñen su talle como una estrellada zona, y orlan sus riñones y cintura con menudas plumas de oro y tornasoles copiados de los del cielo; y las otras dos resguardan sus pies, adheridas a sus talones, con plumas esmaltadas del color del firmamento. Mostrábase semejante al hijo de Maya, y al sacudir sus plumas, llenaba de celestial fragancia el anchuroso espacio que en torno le circuía.

Reconociéronle al punto las legiones de ángeles que custodiaban el Edén, y le recibieron con el honor debido no solo a su dignidad, sino a su misión sublime, porque desde luego adivinaron toda la importancia de la que iba a desempeñar. Pasó por delante de sus esplendentes tiendas, y entró en el bienaventurado campo, atravesando odoríferas florestas de mirra y casia, de nardos y de bálsamos, que sobrepujaban en dulzura a todo encarecimiento; porque exuberante allí y risueña como en su primavera, la naturaleza, desplegaba todos sus encantos juveniles y vertía a manos llenas sus más gratos tesoros en medio de aquel silvestre espectáculo, superior a toda perfección artística.

Sentado a la entrada de su fresca gruta, le vio Adán según iba adelantándose por en medio de la aromática floresta. Desde su mayor elevación, lanzaba directamente el Sol sus encendidos rayos hasta lo más profundo de la tierra, calor excesivo para Adán; y Eva estaba en lo interior de su albergue, a la hora en que solía, preparando para su comida los sabrosos frutos, que con solo ser gustados, eran deleite del apetito, y al propio tiempo despertaban la sed del néctar que la leche, el jugo de ciertas frutas o los racimos de la vid les suministraban. Llamó, pues, Adán a su Esposa, diciendo:

«Ven, Eva, corre, verás un objeto digno de contemplarse: a la parte de oriente, entre los árboles, y caminando en esta dirección, viene una figura ¡oh, qué radiante! Parece una segunda aurora que brilla en la mitad del día. Algún mandato del cielo nos trae quizá, y se dignará de ser hoy nuestro huésped. Apresúrate a ofrecerle las mejores provisiones que guardes; no escasees prodigalidad alguna, y recíbele con todo el honor debido a un mensajero celeste. A nuestros bienhechores debemos corresponder con sus propios dones, y mostrarnos liberales de lo que tan liberalmente se nos concede, ya que la naturaleza multiplica aquí sus inagotables tesoros, y que al desprenderse de ellos para hacerse más fecunda, nos enseña a no ser avaros.»

A esto replicó Eva: «Adán mío, a quien Dios ha consagrado como modelo de la tierra que animó Él mismo: el cuidado de guardar lo que ha de servirnos para alimento, es inútil aquí donde las estaciones se encargan de proveernos de todo, a no ser aquellos frutos que mejoran reservándose, porque pierden así su humedad superflua. Pero no omitiré solicitud alguna, y juntaré de cada planta, de cada árbol, de cada sabroso fruto lo que más digno me parezca para agasajar a ese angelical huésped, el cual se convencerá de que Dios ha derramado sus beneficios en la tierra como en el cielo.»

Y sin perder más tiempo, se dispone a proceder con la mayor diligencia y a desempeñar sus quehaceres hospitalarios, pensando en cómo escoger lo más delicado, lo que más se acomodase al gusto, sin mezclar cosas extrañas ni de mal aspecto, sino de una agradable variedad que contribuyese a aumentar su agrado. Discurre de un lado a otro, y de los más tiernos tallos arranca cuanto la tierra, madre universal, produce en la India oriental y en la de occidente, en las orillas del Ponto, en las costas de África, o en el país en que reinó Alcínoo; frutos de toda especie, de dura cáscara, de blanda piel, unos lisos, vellosos otros. De ellos hace largo acopio, que amontona con mano pródiga; exprime los dorados racimos, que le dan un licor inofensivo y grato, y de simientes y dulces almendras que tritura, saca almibarada crema. No carece de vasos puros que contengan una y otra bebida; y por fin cubre el suelo de rosas y arbustos olorosos, que para serlo no habían menester de luego.

Entre tanto se adelanta nuestro primitivo padre a recibir a su divino huésped, sin más séquito que sus cabales perfecciones, que constituían toda su grandeza, incomparablemente mayor que la enojosa pompa que arrastran en pos los príncipes, con tantos corceles ricamente enjaezados y tantos palafreneros cuajados de oro, que deslumbran a la multitud, dejándola estupefacta. Llegó, pues, Adán a su presencia, y no embarazado de temor, sino con la sumisión y afable respeto que a su superior naturaleza se debía, profundamente inclinándose, le dijo: «Espíritu celestial, pues no es posible que hermosura tanta provenga más que del cielo: ya que descendiendo de los supremos tronos, te dignas de abandonar por breve tiempo aquellas mansiones venturosas para honrar estas otras con tu presencia, haznos a los dos que aquí vivimos, a quienes el Soberano del mundo ha otorgado la posesión de morada tan espaciosa, haznos la merced de reposar en este umbrío albergue, tomando asiento, y gustando los más sazonados frutos de este jardín, hasta que ceda el calor del mediodía, y más benigno el sol, vaya declinando.»

Y el Ángel con la mayor dulzura le respondió: «A esto he venido, Adán. Tal como has sido creado, y dueño de una mansión como la presente, bien puedes invitar aun a los mismos espíritus celestiales a que con frecuencia te visiten. Llévame, pues, a ese apartado recinto cubierto de sombra; tengo para estar contigo desde esta hora del mediodía hasta que comience la noche.» Y se encaminaron ambos a la campestre vivienda, que como el asilo de Pomona, se cobijaba entre fragantes flores. Allí estaba Eva, sin otra gala ni adorno que ella propia, más encantadora que la Ninfa de los bosques y que la más bella de aquellas tres diosas que en el monte Ida sostuvieron desnudas la competencia de su hermosura; estaba para servir al divino huésped, y no necesitaba de otro velo ni defensa que su virtud, sin que ningún pensamiento impuro alterase la calma de su semblante. «¡Salve!» le dijo el Ángel, empleando la santa salutación que después se dirigió a la benditísima María, segunda Eva. «¡Salve, madre del género humano! Tu fecundo seno dará al mundo más hijos que los frutos con que los árboles del Señor colman esa mesa.» La mesa era un alto y espeso césped, cercado de asientos de muelle musgo, y sobre su ancha y cuadrada superficie se extendían las producciones todas del otoño, aunque allí otoño y primavera se daban la mano. Entablaron los comensales su plática reposadamente, sin temor de que se les enfriasen los manjares; y nuestro padre empezó diciendo: «Plázcate, divino extranjero, gustar de estos regalos, que nuestro Hacedor, de quien sin tasa ni medida procede todo perfecto bien, ha mandado a la tierra que nos ceda para nuestro alimento y nuestro placer; manjares insípidos quizá para naturalezas espirituales; mas yo únicamente sé que el Padre celestial alimenta a todos.»

A esto replicó el Ángel: «Pues lo que Él (alabado sea perpetuamente), lo que Él da al Hombre, que en parte es también espiritual, bien puede ser manjar agradable para los espíritus más puros; que la inteligencia de estos necesita de alimento como vuestra razón, pues una y otra llevan en sí las facultades subalternas de los espíritus, como son oír, ver, oler, tocar y gustar; y el gusto depura, digiere y asimila las sustancias, convirtiendo las corpóreas en incorpóreas. Ello es indudable que todo lo creado ha menester de alimento con que sostenerse y repararse: entre los elementos, el más grosero mantiene siempre al más puro, la tierra al agua, la tierra y el agua al aire, y el aire a los etéreos fuegos, empezando por la luna, que como más vecina a la tierra, presenta en su redonda faz esas manchas, que son vapores todavía impuros que no se han transformado en sustancias; mas no por eso deja la luna de desprender de su húmedo continente alimento para otras esferas superiores. El sol, que comunica su luz a todos los astros, recibe de ellos sus acuosas exhalaciones y absorbe durante la noche el licor del océano. Aunque los árboles de vida que tenemos en el cielo nos den frutos de ambrosía, y las vides destilen néctar, y aunque al amanecer extraigamos melifluo rocío de entre las hojas, y el suelo ofrezca granos de perlas a nuestras plantas, de tal manera ha prodigado aquí Dios sus bondades en la variedad de los placeres de que gozáis, que bien puede esta mansión compararse con el cielo; y así no creas que deje de quedar mi gusto satisfecho.»

Sentáronse, pues, y fueron comiendo de las viandas, y el Ángel no en la apariencia ni figuradamente, como es común opinión de los teólogos, sino con todo el incentivo de un verdadero apetito; así que el calor digestivo transformó los manjares en su sustancia angélica, y la parte redundante salió a través de la espiritual por medio de la traspiración. Ni esto debe causar asombro, cuando por medio del carbón ardiente trueca, o cree posible trocar, el empírico alquimista la escoria más vil en el oro más puro, cual si saliese de la mina. Desnuda Eva, hacía oficios de sirviente, y apuradas las copas, las coronaba de nuevo con licores a cual más gratos. ¡Oh inocencia digna del Paraíso! Nunca como entonces hubieran tenido disculpa los hijos de Dios en enamorarse de la hermosura; pero en aquellos corazones no cabía el amor impúdico, ni se comprendían los celos, infierno de los amantes ofendidos.

Una vez satisfecha, mas no ahíta, tanto en manjares como en bebidas, la necesidad de la naturaleza, concibió de pronto Adán el deseo de no perder la ocasión con que tan importante conferencia le brindaba para saber qué más había en el mundo superior al suyo, qué seres poblaban el cielo, cuya excelencia tanto sobre la suya se distinguía, cuyas esplendentes formas eran una emanación de la Divinidad, y cuyo envidiable poder en tanto grado excedía al del Hombre; y con respetuosa prudencia se insinuó así:

«Veo, conciudadano de Dios, hasta dónde llega tu bondad, por el honor que nos has dispensado, dignándote de visitar nuestra humilde morada y de probar los frutos de la tierra, que no son manjar digno de los ángeles; mas los has aceptado de tal modo, que no parece puedas mostrarte más complacido al tomar parte en el celestial banquete; y sin embargo, ¡qué comparación cabe!»

Y el divino Mensajero repuso: «Hay, Adán, un Ser omnipotente de quien proceden todas las cosas, y en quien refluye todo aquello que no viene a estado de depravación. Todo lo creó perfecto en su origen con variedad de formas, con diversos grados de sustancia y vida en los vivientes; pero todo se completa y espiritualiza y depura a medida que más se aproxima a Él o a aquella esfera de acción que a cada cosa está designada, hasta que los cuerpos llegan a espíritus en la proporción debida a cada especie. Así, de la raíz de una planta nace esbelto su verde tallo, y de este las hojas más delicadas, y de las hojas, en fin, la flor primorosamente esmaltada, que exhala aromáticas esencias. Y así las plantas y los frutos que dan alimento al Hombre, siguiendo una escala gradual, se transforman en espíritus vitales, o animales o intelectuales, que armonizados entre sí, producen la vida, el sentimiento, la imaginación y la inteligencia, de donde el alma adquiere la razón: la razón, que constituye su esencia, ya proceda discursivamente, ya por medio de la intuición. El discurso suele ser más propio de vosotros, los humanos; la intuición, de nosotros, los celestiales; diferimos en el grado de razón, mas no en cuanto a su naturaleza, que es siempre idéntica. No te admires, pues, de que yo haya aceptado los alimentos que Dios ha hecho a propósito para ti, porque, como tú en la tuya, los convierto yo en mi sustancia propia. Tiempo vendrá quizá en que los hombres lleguen a participar de la dignidad angélica, y en que gusten del manjar celestial juzgándolo adecuado a su subsistencia; en que vuestros cuerpos, así sustentados, se despojen un día de todo lo que no es espiritual, y se remonten alados a la región etérea, como nosotros, y puedan habitar libremente aquí o en la celestial morada, si dais entonces muestras de ser obedientes y conserváis entero, inalterable y fiel el amor que debéis al que os ha hecho progenie suya. Entre tanto gozad de cuantos dones os concede vuestro dichoso estado; que por ahora en vano aspiraríais a más.»

«¡Cuán bien, generoso espíritu y benigno huésped, repuso el patriarca de la raza humana, cuán bien nos has trazado el camino que puede conducirnos a nuestra enseñanza, y la escala de la naturaleza que recorre desde el centro a la circunferencia, y cómo la contemplación de las cosas creadas basta para elevarnos de una en otra hasta la majestad de su Creador! Pero dime: ¿qué has querido dar a entender con lo de si dais muestras de ser obedientes? ¿Es posible que no lo seamos, que nos olvidemos del amor a Aquel que nos ha sacado del polvo, establecídonos aquí y colmádonos de cuantos bienes puede concebir o apetecer el anhelo humano?»

Y el Ángel le replicó: «Hijo del Cielo y de la Tierra, escucha. A Dios eres deudor de toda tu felicidad, pero el proseguir disfrutando de ella, de ti depende, es decir, de tu obediencia, en la cual debes mantenerte fiel, porque es la prenda de tu ventura: tenlo presente. Dios te ha hecho perfecto, pero no inmutable; te ha hecho bueno, pero te deja árbitro de perseverar o no en esta bondad; te ha dotado de un albedrío libre por su naturaleza, no sujeto al misterioso hado ni a la inflexible necesidad. Por eso el homenaje que exige es voluntario, y no forzoso, pues de ser arrancado por la fuerza, ni lo aceptaría, ni sería homenaje. ¿Cómo un corazón esclavizado ha de mostrar que se somete voluntariamente a su servidumbre, si cohibido por el destino, carece de toda elección posible? Nosotros también, y cuantas angélicas legiones asisten al trono de Dios, ciframos nuestro estado de bienaventuranza, como vosotros el vuestro, en la obediencia; que no tenemos otra seguridad. Libremente servimos, porque libremente amamos; de nuestra voluntad depende el amar o no, y en ella por consiguiente estriba nuestra elevación o nuestra ruina. Por incurrir en la desobediencia, cayeron algunos desde los cielos al profundo abismo. ¡Oh! ¡y qué caída! ¡En qué miserable extremo, y desde qué gloria tan sublime!»

A lo cual respondió nuestro primer padre: «Con la mayor atención he escuchado tus palabras, divino maestro, y me han deleitado más que los armónicos acentos de los vecinos montes cuando repiten por la noche los cantos de los querubines. Ni se me oculta que hemos sido creados libres tanto para querer como para obrar; y no olvidaremos nunca el amor que debemos a nuestro Hacedor y la obediencia a su único mandamiento, que tan justo es en efecto, pues así me lo persuade y ha persuadido siempre mi reflexión. Pero lo que dices que ha ocurrido en el cielo me hace dudar de mí mismo, y me inspira el deseo de oír, si te dignas de referirlo, la relación completa del caso, que debe de ser muy extraño y digno de escucharse con religioso silencio. Aún tenemos día sobrado; que apenas ha llegado el Sol a la mitad de su carrera, y comenzado la otra mitad en el ancho círculo del cielo.»

A este ruego de Adán condescendió Rafael después de una breve pausa, diciendo: «En arduo empeño me pones, padre de los hombres, arduo y triste a la vez; porque ¿cómo representar al sentido humano las invisibles hazañas de los espíritus guerreros, y cómo referir sin pena la ruina de tantos gloriosos seres, y tan perfectos mientras guardaron fidelidad? ¿Cómo, por fin, revelar los secretos de un mundo que quizá no es lícito descubrir? Mas por tu bien debe permitirse todo. Pondré al alcance de tu comprensión lo que es superior a ella, dando a lo espiritual formas corpóreas, por donde mejor se entienda; pues si la tierra es una sombra del cielo ¿qué extraño que se asemejen más de lo que es posible imaginar las cosas de acá abajo a las celestiales?

»No existía este mundo aún, y reinaba el lóbrego Caos donde hoy giran las célicas esferas, donde la tierra se asienta ahora equilibrada sobre su centro, cuando un día (porque el tiempo, no obstante la eternidad, aplicado al movimiento mide cuanto es capaz de duración por medio de lo presente, lo pasado y lo futuro), cuando un día, digo, de los que completan el grande año celeste, fueron por mandato supremo convocadas todas las angélicas legiones, y acudiendo desde los más apartados ámbitos del Empíreo, rodearon el trono del Omnipotente, presididas por sus gloriosos capitanes. Enarbolábanse allí mil y mil enseñas, banderas y estandartes, que entre las primeras filas y la retaguardia ondeaban al aire, sirviendo para distinguir las diferentes jerarquías, órdenes y grados, o para ostentar en los blasones de sus brillantes campos sagrados recuerdos y memorables hechos de virtud y amor. Y cuando acabaron de formar un círculo de inconmensurable extensión, incluyéndose una rueda en otra, el Infinito Padre, a cuyo lado se sentaba el Hijo en el seno de su bienaventuranza, cual desde una montaña de ardiente fuego que no deja ver su cima por la excesiva claridad que luce en ella, pronunció estas palabras:

«Oíd todos vosotros, ángeles, hijos de la luz, tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades; oíd mi decreto, que ha de ser para siempre irrevocable. En este día he engendrado al que declaro mi único Hijo, y sobre este santo monte acabo de consagrarle. A mi diestra le tengo; vedle. Desde hoy será vuestro superior, pues por mí mismo he jurado que todas las rodillas se doblarán en el cielo ante él, y que le reconocerán todos por soberano. Vivid unidos, como una sola alma, bajo el imperio de este representante de mi grandeza, y sed perpetuamente dichosos; que el que le desobedezca, me desobedecerá a mí, romperá los vínculos que nos unen, y desde aquel día, apartado de Dios y de su visión beatífica, caerá en las más hondas tinieblas, en el profundo abismo, donde tiene reservado un lugar que ocupará sin fin y sin esperanza de redención.»

»Así habló el Señor Todopoderoso, y todos parecieron acoger dócilmente sus palabras, aunque en realidad no todos sentían lo mismo. Aquel día, como uno de los más solemnes, se pasó en cánticos y danzas en torno del sagrado monte; místicas danzas, que la estrellada esfera de los planetas y los astros fijos imita antes que otra alguna en sus intrincados, excéntricos y revueltos laberintos, tanto más regulares, sin embargo, cuanto mayor es su irregularidad en la apariencia; y de sus movimientos procede armonía tan divina y tan dulce en sus mágicos acordes, que el mismo Dios los escucha embelesado.

»Acercábase entre tanto la noche (que también nosotros tenemos mañana y tarde, no porque nos sean necesarias, sino porque su variedad es más agradable), y terminadas las danzas, sentimos el deseo de regalarnos con dulcísimos manjares; y puestos en círculos como estábamos, aparecieron las mesas llenas de angélicos alimentos, de líquidos rubíes y néctar, fruto de las deliciosas vides que cultiva el cielo, rebosando en vasos de perlas, diamantes y macizo oro. Recostados sobre flores y coronados de guirnaldas comían allí y bebían, y en dulce consorcio se henchían de inmortalidad y júbilo, mas sin llegar a hastiarse, porque la plenitud es allí el límite del exceso, hallándose en presencia del bondadosísimo Señor, que al otorgarles tantos dones a manos llenas toma parte en su regocijo. Entre tanto la ambrosía de la noche, exhalándose entre nubes desde el alto monte de Dios, fuente de la luz como de la sombra, había trocado la faz del fulgente cielo en un crepúsculo agradable, pues nunca extiende allí la noche más tenebroso velo, y un blando rocío iba adormeciendo todos los ojos, excepto los de Dios, siempre vigilantes. Diseminados poco después los ejércitos angelicales por la llanura del cielo, mucho más extensa que la de la tierra, si aplanase su superficie, que tales son los divinos atrios, se dispersaron en legiones y curias, acampando orillas de arroyos cristalinos y entre árboles de vida; y bajo innumerables e improvisados pabellones, como en otros tantos tabernáculos, gozaban los celestiales espíritus del sueño, arrullados por los frescos céfiros; gozaban del sueño todos, menos los que durante el transcurso de la noche se empleaban en cantar melodiosos himnos alrededor del trono del Señor.

»Pero no velaba con este objeto Satán, que así se llama ahora, porque su primitivo nombre no se oye ya en el cielo; Satán, uno de los primeros, si no el más distinguido de los arcángeles, grande por su poder, su favor y su dignidad, que envidioso del puesto a que el Padre Omnipotente elevaba aquel día a su Hijo, proclamándole por Mesías y ungiéndole por Rey, no podía reprimir su orgullo, indignado de que así se le postergase. Cediendo pues a su malevolencia y a su soberbia, no bien, mediada la noche, llegó la hora en que la oscuridad era mayor y en que por lo mismo brindaba más al sueño y al recogimiento, determinó alejarse con todas sus legiones, dando aquella muestra de menosprecio a la supremacía de Dios, de cuyo culto y obediencia se separaba desde aquel momento; y despertando al que le seguía en autoridad, llevole aparte, y le dijo así:

«¿Tú también, compañero mío, estás durmiendo? ¿Es posible que pueda el sueño cerrar tus párpados? ¿No te acuerdas ya de lo que se decretó ayer, del decreto que hace tan poco pronunciaron los labios del Señor del Cielo? Tú tienes por costumbre no ocultarme ninguno de tus pensamientos, como acostumbro yo a confiarte también los míos. Y si despiertos tú y yo somos uno mismo ¿por qué el sueño ha de hacer que nos desunamos? Ves que se nos imponen nuevas leyes: dictadas estas por un poder soberano, pueden producir en nosotros sus vasallos nuevos propósitos, nuevos consejos para tratar de eventualidades que acaso sobrevendrán; pero no es conveniente discurrir aquí más sobre este punto. Congrega a los jefes de los millares de huestes que acaudillamos; diles que por superior mandato, antes que la oscura noche haya retirado sus sombrías nubes, debo, juntamente con los que tremolan sus banderas bajo mis órdenes, encaminarme con apresurado vuelo a las regiones que poseemos en el norte, y disponer allí lo necesario para recibir dignamente a nuestro rey, el gran Mesías, y ejecutar lo que tenga a bien mandarnos, porque en breve aparecerá triunfante en medio de todas las jerarquías celestes, a las cuales impondrá sus leyes.»

»Mientras el pérfido Arcángel hablaba así, iba inspirando malignas prevenciones en el incauto ánimo de su compañero, que, conforme le había prescrito, llamó a la vez, o unos tras otros, a los principales a quienes mandaba; indicoles que se le había ordenado trasladar a otro punto el gran pendón que los distinguía, antes de que la sombría noche abandonase el cielo; y para tomar el tiento a su lealtad, les insinuó el motivo de aquella marcha con ciertas vaguedades y reticencias, propias para agriar y torcer sus ánimos. Obedecieron todos, como lo tenían de costumbre, la señal y superior mandato de su grande adalid, que bien merecía el nombre de grande, siendo tanta en el cielo su dignidad; seducíales su esplendor, como seduce a los astros que le siguen el de la estrella de la mañana, y la impostura de que se había valido arrastró en pos de sí a la tercera parte de las celestiales huestes.

»Entre tanto los ojos del Eterno, cuya mirada penetra los más recónditos designios, descubrieron desde la cima del santo monte, alumbrado de noche por las lámparas de oro que arden en su presencia, pero sin necesitar de su luz, la rebelión que se preparaba; vieron cómo iba cundiendo entre aquellas lucidas cohortes, y la resistencia que su innumerable muchedumbre se aprestaba a hacer a su voluntad suprema; y sonriendo, dirigió a su único Hijo estas palabras:

«¡Hijo mío, en quien veo resplandecer la plenitud de mi gloria, heredero de mi omnipotencia! Pues se va a atentar contra esta, impórtanos pensar cómo defenderla, y con qué armas hemos de sostener el eterno derecho que poseemos a la divinidad y al imperio de todo lo creado. Un enemigo se alza que pretende erigir un trono igual al nuestro, allá en las vastas regiones del septentrión; y no contento con esto, medita cómo aventurar al trance de una batalla nuestro poder y nuestro derecho. Preparémonos pues, y en tan temeroso riesgo armémonos prontamente de cuantas fuerzas podamos disponer, empleándolas en defendernos, no sea que por desprevenidos caigamos de nuestra sublime altura, de nuestro santuario, de la cima de nuestro monte.»

»A lo que con reposado, puro, inefable, y sereno aspecto, radiante de divinidad, respondió el Hijo: «Omnipotente Padre, que con razón haces desprecio de tus enemigos, y que contemplándote seguro, te burlas de sus vanos intentos y de su inútil cuanto tumultuosa audacia: con esto acrecentarán mi gloria; su odio redundará en loor mío, cuando vean que el soberano poder que se me ha otorgado aniquila todo su orgullo, y experimenten la habilidad de mi brazo en subyugar a los que se rebelan; y entonces dirán si debo ser considerado como el último de los cielos.»

»Mientras hablaba así el Hijo, caminaba Satán en apresurado vuelo con sus secuaces; ejército más innumerable que las estrellas de la noche o las matutinas gotas de rocío que, como relucientes perlas, engasta el sol en las plantas y las flores. Atraviesan una y otra región, los poderosos reinos de los serafines, de las potestades y de los tronos en sus triples grados; comparados tus dominios, Adán, con aquellas regiones, serían lo que tu jardín con respecto a toda la tierra, a los mares todos, al globo entero, desplegado en toda su longitud. De esta suerte llegan por fin a las extremas partes del Norte, y Satán a su mansión regia fabricada en lo más alto de un monte, que se divisaba a lo lejos como una montaña sobrepuesta a otra, con pirámides y torres hechas de agramilado diamante y de rocas de oro; que tal era el palacio del célebre Lucifer, según en su lenguaje llaman los hombres a esta clase de construcciones; pues para afectar mayor igualdad con Dios, imitando el nombre de la montaña en que acababa de proclamarse al Mesías rey de los cielos, él llamó a la suya Montaña de la Alianza. Y convocando en torno de ella a todos sus secuaces con pretexto de que así se le ordenaba para consultarlos sobre el ostentoso recibimiento que habían de hacer a su Soberano luego que se presentase, y valiéndose del arte con que sabía fingir el acento de la verdad, cautivó su atención, diciéndoles:

«Tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, títulos magníficos, si no son vanos desde el momento en que por un decreto se ha concedido a otro tan gran poder, que nos eclipsa a todos al ser consagrado por rey supremo. Él es la causa de la atropellada marcha que esta noche hemos traído: él la de que aquí estemos congregados de improviso, con el único objeto de acordar cómo más dignamente hemos de recibir, y qué honores nuevos hemos de rendir al que viene a imponernos un tributo de genuflexión, una humillación servil, que hasta ahora no se nos había exigido. Postrarnos ante uno, era demasiado: ¡cuán duro no debe sernos este doble culto ofrecido no solo al que es superior, sino al que se nos dice ahora que es su imagen! Y ¿qué acontecería si despertasen nuestros ánimos a mejor acuerdo, y se determinasen a sacudir tal yugo? ¿Humillaréis las frentes, y doblaréis temblando vuestras rodillas? No tal: creo conoceros bien; y asimismo os reconoceréis vosotros como naturales e hijos de este cielo, que antes no ha poseído nadie; y si no todos somos iguales, todos somos libres, igualmente libres, porque la diferencia de clases y dignidades no se opone a la libertad, que, por el contrario, se concilia con ellas. ¿Quién, pues, ni razonable ni justamente podrá alzarse con la monarquía sobre los que de derecho son iguales suyos, si no en poder y esplendor, al menos en libertad? ¿Quién se atrevería a dictarnos leyes ni mandamientos, cuando por estar exentos de crimen, no necesitamos de ley alguna? Y menos debiera atreverse a hacerlo el que no puede ser nuestro soberano ni exigir que le adoremos sin vilipendiar la regia dignidad en virtud de la cual estamos destinados a gobernar, y no a ser siervos.»

»Escuchaban todos su audaz discurso sin contradecirle, cuando levantándose el serafín Abdiel, celosísimo adorador de la Divinidad y dócil cual ningún otro a sus mandatos, inflamado en santa indignación, atajó así aquel furioso torrente:

«¡Oh blasfemo, insolente y falso! No era de esperar que se oyesen semejantes palabras en el cielo, y menos proferidas por ti, ingrato, que tan encumbrado te hallas sobre tus iguales. ¿Cómo puede tu sacrílega astucia condenar ese justo decreto promulgado y jurado por el Señor? Ordena que ante su único Hijo, que por derecho propio empuña el cetro regio, doblen todos los que habitan el cielo la rodilla, y honrándole como es debido, le confiesen por legítimo Soberano; y ¿esto dices que es injusto, porque lo es reducir con leyes a los libres, y lo es que uno solo impere sobre sus iguales y obtenga un poder que nadie puede heredar después? ¿Pretendes dictar leyes a Dios? ¿Vas a disputar sobre los fueros de la libertad con el mismo que te ha hecho lo que eres, y que al crear conforme a su voluntad las potestades celestes, ha limitado las condiciones de su existencia? Harto experimentada tenemos su bondad; harto sabemos con cuánta solicitud procura nuestra dicha y nuestra grandeza, y que lejos de empequeñecernos, quiere, por el contrario, sublimar nuestro venturoso estado uniéndonos más estrechamente bajo una misma cabeza. Y, puesto que, como afirmas, fuera injusto que el que es igual reine como monarca sobre sus iguales, ¿osas tú, por grande y glorioso que seas, y aunque cifrases en ti solo todo el esplendor de las angélicas naturalezas, igualarte a ese unigénito Hijo, por quien, como Verbo suyo, el Padre Omnipotente lo creó todo, y te creó a ti mismo, y a todos esos espíritus celestes, coronados de gloria en diferentes grados y glorificados con los nombres de tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, potestades que constituyen nuestra esencia? No nos humillará su reinado, antes acrecerá nuestro lustre, porque siendo nuestro príncipe, no podrá menos de identificarse con nosotros; sus leyes serán las nuestras, y cuantos honores le tributemos vendrán a recaer en nosotros mismos. Desiste pues de tu insensato encono; no perviertas a los que te escuchan, y apresúrate a calmar la cólera del Padre y la cólera del Hijo; que no es difícil obtener el perdón cuando se implora a tiempo.»

»Con este fervor se expresaba el Ángel, mas era inútil su celo, que se tenía por extemporáneo, por poco digno y propio de espíritus apocados; de lo que lisonjeándose el Apóstata, más ensoberbecido que antes, le replicó:

«¿Que fuimos creados, dices, y que como producto de segunda mano, el Padre transfirió este cuidado a su Hijo? ¡Idea peregrina y nueva! Bueno fuera saber de quién has aprendido esta doctrina. ¿Cuándo se efectuó esta creación? ¿Recuerdas tú cuándo saliste de la nada, y cómo te dio el ser ese tu Hacedor? Porque nosotros no conocemos tiempo alguno en que no hayamos sido lo que somos, ni nada que nos haya precedido. Engendrados fuimos por nosotros mismos y elevados por nuestra propia virtud vivificadora, cuando llegado el momento fatal, adquirieron las cosas su complemento, y nosotros, frutos ya sazonados, tuvimos por patria al cielo. Nuestro poder de nosotros únicamente procede, y nuestro brazo ejecutará tales empresas, que muestre bien si hay otro que se le iguale. Entonces verás si tenemos necesidad de recurrir a súplicas, y si rodeamos el trono del Omnipotente como adoradores o como agresores. Y ahora lleva, refiere estas nuevas a tu ungido príncipe; y apresura el vuelo, antes que un funesto obstáculo te lo impida.»

»Dijo, y aquellas innumerables huestes aplaudieron sus palabras con un ronco murmullo, parecido al que en el hondo mar forman las olas; mas no por eso perdió su intrepidez el flamígero serafín, pues aunque solo y cercado de enemigos, se sintió con sobrado aliento para añadir:

«¡Oh espíritu apartado de Dios, espíritu maldito, contrario a toda virtud! Veo inminente tu perdición, y veo a tu desventurada grey, envuelta en tus pérfidos amaños, participar a un mismo tiempo de tu crimen y tu castigo. No, no te inquiete ya el deseo de sacudir el yugo del Divino Mesías; no abrigues más confianza en las leyes de la indulgencia: otras serán las que contra ti se lancen, y leyes irrevocables. Ese cetro de oro a que pretendes sustraerte, se trocará en azote de hierro que quebrante y reduzca a la nada tu inobediencia. Seguiré el consejo que me has dado, mas no por temor a tus advertencias y amenazas, sino para huir de estas inicuas tiendas, que la inminente cólera del Señor abrasará en repentino incendio, sin distinguir de inocentes ni de culpables. Teme tú el trueno que va a estallar sobre tu cabeza, y el rayo devorador que te consuma. Gimiendo entonces, conocerás al que te ha creado, porque no podrás menos de conocer al que te aniquile.»

»Estas palabras pronunció el serafín Abdiel, único dechado de fidelidad entre aquella multitud de infieles, único que conservaba su fe, su amor y su celo, y que se mostraba firme, resuelto, inaccesible a toda seducción y a todo temor contra la rebeldía que se fraguaba. Ni el número ni el ejemplo fueron poderosos a hacerle abjurar de la verdad, ni aun viéndose solo, a que decayera su constante ánimo. Largo trecho anduvo entre las legiones, sufriendo los improperios con que al paso le zaherían: pero sobreponiéndose a sus insultos y menospreciando sus amenazas, abandonó con desdeñosa indiferencia aquellas altivas torres que en breve habían de derrumbarse.»

Libro sexto

Argumento


Prosigue Rafael su narración, y refiere cómo fueron enviados Miguel y Gabriel a combatir contra Satán y sus ángeles. Descríbese la primera batalla, de resultas de la cual, y a favor de la noche, se retira Satán con los suyos; convoca un consejo, e inventa unas máquinas infernales, con que en nuevo combate empeñado al siguiente día, consigue introducir algún desorden en las legiones de Miguel; pero estas, por fin, arrancando de su asiento montes enteros, sepultan bajo ellos a las huestes satánicas y sus máquinas. No logran, sin embargo, acabar con la rebelión, y al tercer día envía Dios al Mesías, su Hijo, a quien había reservado la gloria de aquel triunfo. Preséntase este en la plenitud del poder que le ha concedido su Padre, y ordenando a sus legiones que se mantengan inmóviles a sus lados, lánzase con su carro, fulminando rayos, en medio de sus enemigos, que incapaces de resistirle, se ven perseguidos hasta los postreros atrincheramientos del cielo; abierto el cual, caen precipitados con estrepitosa confusión al abismo que de antemano estaba preparado para servirles de castigo: con lo que el Mesías vuelve victorioso al seno de su Padre.


«Continuó el Ángel intrépido caminando toda la noche, sin que nadie le persiguiese, y atravesando los vastos campos del cielo, hasta que despertada la Aurora por las Horas que marchan circularmente, abrió con sus rosadas manos las puertas de la luz.

»Hay en lo interior de la montaña santa y próxima al trono de Dios, una gruta que en perpetua alternativa ocupan la luz y las tinieblas, cuya agradable sucesión forma lo que puede llamarse el día y la noche del cielo. Auséntase la luz, y por la puerta opuesta entra mansamente la oscuridad, hasta que llega el momento de extenderse por los celestes ámbitos, bien que su mayor sombra pudiera tenerse aquí meramente por un crepúsculo. Ahora se acercaba la mañana circuida del empíreo esplendor con que brilla en la región suprema, y la Noche huía ante ella, acosada por los rayos que despedía el oriente; cuando a los ojos de Abdiel apareció la inmensa llanura cubierta de fúlgidos escuadrones agrupados en orden de batalla, de carros, de armas resplandecientes, de fogosos bridones que reflejaban su brillo unos en otros: señales todas de guerra, pero de guerra que iba a estallar en breve, porque todos sabían ya las nuevas que él pensaba comunicarles.

»Introdújose gozoso entre aquellas amigas falanges, que le recibieron con júbilo y ruidosas aclamaciones, como al único de tan inmensa muchedumbre de criminales que se había preservado de su perdición; y conduciéndole al compás de sus aplausos a la santa montaña, le presentaron ante el supremo trono, de donde, y de lo interior de una nube de oro, salió una voz que pronunció estas dulces palabras:

«Siervo de Dios, has obrado bien; bien has combatido por la más noble causa, defendiendo la de la verdad solo contra multitud tanta de rebeldes, y haciéndote más temible con tus palabras que lo son todos ellos por sus armas. Para dar testimonio de la verdad, has menospreciado el baldón universal, más difícil de sobrellevar que todas las violencias, cuidando solo de hacerte grato a los ojos de Dios, y sin temor a que te calificasen de perverso. Fácil es ya el empeño en que vas a verte, auxiliado de toda una hueste amiga, y habiéndote con contrarios a cuya presencia volverás con tanta mayor gloria, cuanto más te vilipendiaron al separarte de ellos. Someterás por la fuerza a los que no quieren admitir la razón por ley, siendo como es tan justa, ni al Mesías por soberano, cuando reina por el derecho de sus propios méritos. Apréstate, Miguel, príncipe de los ejércitos celestiales, y tú, Gabriel, que le igualas en ardor bélico; guiad uno y otro al combate mis invencibles legiones; poneos al frente de mis ejércitos santos. Que congregados por millares y por millones, lleguen a competir en número con los de esa muchedumbre rebelde y falta de Dios. Aprestad fuego y armas mortíferas; dad sin temor en ellos; y persiguiéndolos hasta la extremidad del Empíreo, arrojadlos de la presencia de Dios, de su mansión bienaventurada, al lugar de su tormento, a los abismos del Tártaro, que abren ya su inflamado caos para que en él acabe su ruina.»

»Esto dijo la soberana voz, y al punto empezaron las nubes a agolparse sobre la montaña, y la espesa humareda con cuyos lóbregos remolinos luchaban furiosas llamas, anunciaba la ira que iba a estallar en breve. Con estruendo no menos espantoso resonó en la cumbre el penetrante acento de la trompeta aérea, que apenas oída de las celestes potestades, se agruparon en irresistible masa, moviéndose silenciosas aquellas brillantes legiones, al compás de armónicos instrumentos, poseídas de heroico ardor, digno de un alto empeño, y siguiendo a los inmortales caudillos que defendían la causa de Dios y de su Mesías. Marchan con inquebrantable firmeza, sin que basten a desordenar sus filas angostos valles, empinadas lomas, bosques ni ríos; que no es el suelo obstáculo a sus plantas, y los aires parecen ayudar a su veloz ímpetu. Y como cuando las aves de todo género cruzaban sucesivamente el aire y posaban su vuelo sobre el Edén, para que a cada cual impusieses tú su nombre, así iban atravesando los varios espacios del cielo, y una y otra región, diez veces más anchurosas que la tierra toda.

»Por fin, al término del horizonte y a la parte del septentrión, se descubrió en todo su extenso ámbito una lengua de fuego, que semejaba un ejército en orden de batalla, y a menor distancia un bosque erizado de inhiestas lanzas, cubierto de yelmos y escudos varios, en que se veían pintados emblemas ostentosos. Eran los escuadrones de Satán, que se movían con precipitada furia, imaginándose que aquel día, bien por fuerza de armas, bien por sorpresa, habían de enseñorearse de la montaña del Eterno, y sentar en su trono al soberbio competidor, envidioso de su grandeza. Mas el resultado mostró cuán insensatos y vanos eran sus propósitos.

»Extraño nos pareció al principio que unos ángeles moviesen guerra a los otros, y que viniesen a descomunal batalla los mismos que asociados de continuo en unánime concierto de paz y amor, como hijos de un mismo y augusto Padre, entonaban loores al Rey Eterno; pero sonó el grito de guerra, y el rumor fragoroso de la lid ahuyentó todo otro pacífico pensamiento.

»Descollando sobre todos los suyos y exaltado como un Dios, mostrábase el Apóstata en su refulgente carro, aparentando majestad divina, cercado de ardientes querubines y escudos de oro. Bajó de su pomposo trono, a tiempo que entre una y otra hueste mediaba ya limitado trecho, tan limitado como terrible, y que puestas frente a frente, se dilataban en formidable línea, prontas a acometerse; mas antes de llegar a este trance, adelantose Satán con resueltos e inmensos pasos a su sombría vanguardia, alto como una torre, y ciñendo su armadura de diamante y oro. No pudo verle Abdiel sin indignación: estaba entre los campeones más insignes, determinado a los más valerosos hechos; y alentose a sí propio exclamando:

«¡Oh cielo! ¿Que tal semejanza guarde aún con el Altísimo quien no conserva ya ni fe ni respeto alguno? ¿Por qué donde falta la virtud, no han de faltar asimismo la fuerza y el ardimiento, y por qué el más audaz, bien que parezca invencible, no ha de ser también el más débil? Confiado en la ayuda del Omnipotente, he de poner a prueba la fuerza de ese cuya insensatez y falacia he probado ya, porque justo es que el que con la verdad ha triunfado, con las armas triunfe del mismo modo, venciendo en ambos combates; que cuando la razón lucha con la fuerza, por más que sea empresa ardua y temeraria, la victoria debe estar de parte de la razón.»

»Así discurriendo, sale de entre sus compañeros armados, se encuentra a pocos pasos con su altivo enemigo, a quien aquella demostración enfurece más, y le provoca resueltamente, diciéndole:

«Temerario, aquí te esperamos. ¿Presumías llegar a la eminencia a que aspiras sin que nadie se te opusiese? ¿Presumías hallar indefenso el trono de Dios, y que lo hubiéramos abandonado temerosos de tu poder o aterrados por tus amenazas? ¡Insensato! No conoces cuán vano empeño es armarse contra un Señor Todopoderoso, que del más leve grano puede a cada momento sacar innumerables ejércitos que destruyan tus maquinaciones, y que con solo extender su mano a inconmensurables límites lograría sin otro auxilio, al menor impulso, anonadarte a ti y confundir en tenebrosos abismos a tus legiones. Ya ves que no todos siguen tu ejemplo, y que todavía hay quien abrigue fe y amor en su Dios, lo cual no veías cuando en medio de los tuyos, fascinados por su error, era yo el único que disentía de todos. Contempla ahora si tengo imitadores, y aunque tarde, convéncete de que son pocos los que aciertan, y muchos los que desvarían.»

»A quien el protervo Enemigo, lanzando una mirada desdeñosa, contestó de este modo: «En mal hora para ti, en buena para mi sed de venganza, eres el primero a quien encuentro después que huiste de mi presencia, ángel sedicioso. Vienes así a pagar tu merecido, a sufrir el rigor de la cólera que has provocado, porque tu lengua fue la primera que por espíritu de contradicción se desató en injurias contra la tercera parte de los dioses congregados para defender sus derechos, que no cederán a nadie por grande que sea su omnipotencia, mientras se sientan animados de su virtud divina. Te has adelantado sin duda a tus compañeros, ambicioso de obtener alguna ventaja sobre mí, para que este triunfo les hiciese confiar en mi vencimiento. He suspendido mi venganza, porque en no replicarte parecería que me obligabas a guardar silencio, y porque es bien te convenzas de que para mí, libertad y cielo son una misma cosa, tratándose de espíritus celestiales, no de los que se avienen mejor con la servidumbre, espíritus abyectos, entretenidos en cánticos y festines. Estos son los que tú has armado, mercenarios del cielo, que siendo esclavos, intentan pelear contra la libertad; pero hoy han de ponerse en parangón los hechos de los unos con los de otros.»

»Y Abdiel le replicó con entereza estas breves palabras: «¡Apóstata! No desistes de tu error, ni te verás libre de él, porque cada vez se alejan más tus pasos de la verdad. En vano infamas con el nombre de servidumbre el homenaje que prescriben Dios o la Naturaleza, pues Dios y Naturaleza mandan que impere el que sea más digno, el superior a aquellos a quienes gobierna. Servidumbre es obedecer a un insensato, al que se rebela contra quien tanto puede, como es la de los tuyos al obedecerte. Ni tú mismo eres libre, sino esclavo de ti propio, y nada importa que lleves tu insolencia hasta el punto de escarnecer nuestra sumisión. Reina, pues, en los infiernos, que serán tus dominios, mientras yo sirvo en el cielo al Señor por siempre bendito, y obedezco sus supremos mandatos, como deben todos obedecerlos. Pero en el infierno te aguardan, no coronas, sino cadenas; y ya que, según has dicho, he venido huyendo hasta aquí, reciba tu arrogancia estas albricias con que te saludo.»

»Y al decir esto, había ya descargado un vigoroso golpe, que no quedó en amago, sino que cayó de pronto, como una tempestad, sobre la orgullosa frente de Satán, el cual, ni con la vista, ni con la rapidez del pensamiento, ni menos aún con su broquel pudo repararlo, antes le obligó a retroceder diez largos pasos y a doblar una rodilla, sosteniéndose apenas en su robusta lanza; al modo que los vientos subterráneos o las desbordadas aguas arrancan de su asiento una montaña y la dejan medio inclinada con los pinos que cubren su superficie. Asombrados, o más bien furiosos, vieron los rebeldes tronos aquella humillación del que creían tan invencible; al paso que los nuestros prorrumpieron en un grito de alegría, présago de su victoria e indicio del anhelo con que ansiaban el combate. Al punto ordena Miguel que suene la trompeta del arcángel, y pueblan sus ecos la vasta extensión del cielo, y el ejército fiel entona el Hosanna al Omnipotente.

»Mas no se contentaron las huestes contrarias con permanecer en inacción, sino que se precipitaron furiosas a la lid. Levantose horrendo clamoreo, cual nunca se había oído en el cielo hasta el presente, formando asperísima discordancia el choque de las armas y las armaduras, y el crujir de los carros de bronce y los ardientes ejes de sus ruedas. ¿Quién podrá describir el tremendo choque? Volaban las flechas encendidas, silbando horriblemente sobre nuestras cabezas y cubriendo ambos ejércitos con una bóveda de fuego, y bajo ella se lanzaban uno contra otro con fragoroso ímpetu e inextinguible rabia. Tronaba el cielo todo y a haber existido la tierra entonces, se hubiera conmovido hasta sus últimos cimientos. Mas ¿qué mucho si de una y otra parte batallaban millones de ángeles denodados, de los cuales el más débil hubiera bastado por sí solo a conturbar los elementos, y a armarse de la fuerza con que prevalecen en sus regiones? ¿Qué poder les estaba negado a aquellas falanges innumerables que entre sí luchaban, para llevar por donde quiera el espanto y la asolación de la guerra? Hubieran trastornado, ya que no destruido, hasta su mansión nativa, si el Eterno y omnipotente Rey desde sus altos alcázares del cielo no hubiera puesto freno y límites a sus fuerzas. Cada legión de por sí equivalía a un numeroso ejército; cada guerrero representaba en fuerza una legión; y en tan atroz refriega, el caudillo era soldado, el soldado capaz de alzarse a caudillo; que cada cual sabía bien cuándo había de avanzar, cuándo mantenerse a pie firme, o cambiar de batalla, o abrir y estrechar las temerosas filas, sin que en ninguno cupiese la resolución de la fuga o la retirada, ni demostración alguna por donde parecer medroso, sino que cada uno confiaba en sí propio, cual si él solo dispusiese de la victoria.

»Y ¡qué de hazañas dignas de eterno nombre se consumaron! Por ser tantas, no son para referidas. Ocupaba el combate infinito espacio, variando en cada momento en multitud de trances; y tan pronto luchaban los invictos guerreros en terreno firme, como alzaban el vuelo y se acometían suspendidos de los contrastados aires, que semejaban voraz hoguera. Mantúvose largo tiempo indecisa la batalla, hasta que Satán, que aquel día desplegó una fuerza maravillosa, no hallando quien pudiera contrarrestarle, y desbaratando las filas de los serafines, revueltos en lo más enconado de la pelea, divisó por fin la espada de Miguel que deshacía, segaba escuadrones enteros de un solo golpe.

»Asía el Arcángel su terrible arma con ambas manos, blandiéndola a todas partes con incontrastable fuerza: donde asestaba su filo, todo era devastación y ruina. Saliole Satán al paso para poner coto a tan grande estrago, y se cubrió con el vastísimo círculo de su escudo, reforzado hasta por diez láminas de diamante. Al verle el insigne Arcángel, suspendió el belicoso empeño, y lleno de júbilo, como quien esperaba terminar la guerra con la rota de su Enemigo y encadenarle a sus plantas, el rostro encendido y con airado ceño, empezó dirigiéndole estas palabras:

«Recréate en el mal de que eres autor, y a que has dado origen con tu rebeldía, pues hasta su nombre era en el cielo desconocido, y míralo propagarse aquí, gracias a una guerra que si a todos es odiosa será funesta para ti y para tus secuaces. ¿Qué has hecho de aquella bendita paz de que gozábamos, trocando nuestro estado natural en este tan miserable, producido por tu criminal soberbia? Y ¡que así hayas contaminado a tantos millones de ángeles, tan puros y fieles en otro tiempo, y hoy tan henchidos de envidia y deslealtad! Pero no creas turbar la paz de esta mansión dichosa: el cielo te arrojará lejos de sus dominios, que como reino que es de bienaventuranza, no tienen cabida en él los malévolos ni los perturbadores. Huye, pues, y en pos de ti vaya el mal que has abortado; y tú y tus perversas falanges sumíos en el infierno, que es vuestra funesta morada; y da allí rienda suelta a tus furores, sin aguardar a que mi vengadora espada anticipe tu castigo, ni a que más ejecutiva aún la cólera del Señor, apresure los horrores de tu suplicio.»

»Y a esto replicó Satán: «No con vanas amenazas pretendas intimidar a quien no has podido hacerlo con tus acciones. ¿Quién de los míos ha huido de tu presencia? Y si a tus golpes ha caído alguno, ¿no se ha recobrado al punto sin darse por vencido? Pues ¿cómo se promete tu arrogancia triunfar más fácilmente de mí, y que yo abandone esta empresa? No desvaríes, porque no ha de terminar así un empeño que tú llamas criminal, y que nosotros contemplamos como glorioso. Venceremos, sí, o convertiremos este cielo en el infierno que tú has inventado; y si no reinamos aquí, seremos siquiera libres. Esto te digo; y que no he de huir de ti, aunque apuradas tus fuerzas, venga en auxilio tuyo ese que se apellida Omnipotente. De lejos o de cerca, quiero pelear contigo.»

»Ambos enmudecieron; ambos se aprestaron a un combate indescriptible. ¿Cómo referirlo, ni aun con la lengua de los ángeles? ¿Con qué compararlo de lo que conocemos en la tierra? ¿Qué imaginación humana podrá encumbrarse hasta las maravillas del poder divino? Porque dioses parecían; y en sus movimientos, en su reposo, en figura, en acciones y el manejo de sus armas, dignos de conquistar el imperio de todo el cielo. Giraban sus fulminantes espadas en el aire, describiendo tremendos círculos, y sus escudos, uno enfrente de otro, relumbraban como dos grandes soles. Todo permanecía en expectativa, todo embargado de espanto. Apartáronse a entrambos lados los ejércitos angélicos, dejando libre el espacio en que antes medían sus armas, porque hasta la conmoción que los combatientes imprimían al aire era peligrosa. Tal (valiéndome de imágenes pequeñas para pintar cosas sublimes), tal, una vez trastornada la armonía de la naturaleza y puestas en guerra las constelaciones, veríamos dos planetas de siniestro aspecto lanzarse uno contra otro, y chocar furiosos en medio del firmamento, confundiendo en una sus enemigas esferas.

»Levantaban a la vez ambos campeones sus temibles brazos, cuya fuerza era solo comparable a la del Omnipotente, y ambos ideaban asestar un golpe que fuese el postrero y pusiera término a la lid. Competían en vigor, en destreza y agilidad, mas la espada de Miguel, sacada de la armería de Dios, era de tan acerado temple, que nada podía resistir a su cortante filo. Paró con ella un furioso tajo de la de Satán, rompiéndola en dos partes; y no bastando esto, tirole una estocada, que penetrándole en el costado derecho, le abrió una enorme herida. Por primera vez sintió Satán el dolor, y comenzó a agitarse en horribles contorsiones; que el acero le destrozaba las entrañas; pero su etérea contextura no daba lugar a mayor estrago, y se repuso en su ser, saliendo de la herida copiosos borbotones de licor purpúreo, de sangre, tal como puede animar los espíritus celestiales, que manchó toda su armadura, poco ha tan resplandeciente.

»De todas partes acudieron a socorrerle sus más denodados ángeles, poniéndose en su defensa, mientras otros le trasladaban en los paveses hasta su carro, distante un buen trecho del campo de batalla. En él le depositaron, haciendo extremos de dolor y rabia, avergonzados de ver que no era tan invencible como creían, postrada su soberbia con tal desastre y desvanecida la confianza en que estaban de que su poder era igual al poder divino. Sanó empero muy pronto, porque los espíritus, en quienes todo es vida, existen por completo en cada una de sus partes, no como el frágil hombre en el conjunto de sus entrañas, de su corazón o su cabeza, del hígado o los riñones; no pueden morir sin reducirse a la nada; no es posible que el líquido de sus tejidos reciba una herida mortal, como no es posible que la reciba la fluidez del aire; son todo corazón, todo cabeza, y ojos y oídos y sentidos e inteligencia; y a medida de su voluntad mudan de miembros, de color, de formas y de apariencia, reduciéndose o dilatándose, según conviene mejor a sus deseos.

»Llevábanse al propio tiempo a cabo memorables hechos por el lado en que combatía Gabriel, el cual con sus brillantes enseñas se entraba resueltamente por las espesas legiones que acaudillaba Moloc. En vano le perseguía este soberbio príncipe, jurando que había de arrastrarle encadenado a las ruedas de su carro, y blasfemando con impía lengua de la sacrosanta divinidad de Dios: quedó hendido de un mandoble desde la cabeza a la cintura, y lanzando rabiosos ayes, desapareció con su destrozada hueste. Otro tanto acaecía en los dos extremos de la batalla, donde Uriel y Rafael triunfaban de sus orgullosos enemigos Adramalec y Asmodeo, a pesar de sus gigantescas fuerzas y sus diamantinas armaduras, viéndose ambos tronos castigados cuando más prepotentes se creían, y caídos de su altivez, sin que sus armas y defensas los preservaran de huir cubiertos de horribles heridas. Ni se mostró Abdiel más remiso en escarmentar a la descreída muchedumbre, cayendo a impulsos de sus repetidos golpes Ariel y Arioc y Ramiel, que se distinguía por su violenta ferocidad.

»Pudiera referirte las proezas de otros muchos millares de ángeles para perpetuar en la tierra la memoria de sus nombres; mas estos bienaventurados se contentan con la gloria de que disfrutan en el cielo, y no han menester las alabanzas de los hombres. Y en cuanto a los adversarios, bien que no les neguemos su poder y esfuerzo bélico, ni la fama que ambicionaban, merecedores como se hicieron de la maldición que el cielo echó sobre ellos, dejémoslos yacer entre las tinieblas del olvido; porque la fuerza que se aparta de la verdad y de la justicia no es digna de estimación y loa, sino de reprobación y de menosprecio; aspira a la gloria por medio de un vano orgullo, y a la reputación valiéndose de la infamia: quede, pues, condenada, a silencio eterno.

»Rendidos los principales caudillos, comenzó el combate a declinar, multiplicándose los desastres, y comenzaron la derrota y la confusión. Veíanse aquellos llanos cubiertos de despojos y armas despedazadas; los carros hechos trizas, los conductores y los caballos amontonados y envueltos en humo y en vivas llamas. Los pocos que subsistían en pie retrocedían azorados y comunicaban su desaliento a los ejércitos de Satán, que apenas acertaban a defenderse, que por primera vez sentían la debilidad del temor y los dolores del sufrimiento, y que huían ignominiosamente, avergonzados de verse reducidos a tal extremo por mal de su pecado y su rebeldía. Hasta entonces ignoraban lo que era miedo y cobardía y angustia.

»¡En cuán diferente situación se hallaban los santos inviolables! ¡Cuán firme, cuán entera avanzaba su falange, igual en sus filas, indestructible, segura de su victoria! Debía esta ventaja a su inocencia, que tan superior la hacía a sus enemigos. No había incurrido en el pecado de desobediencia, y se mantenía animosa en la confianza de quedar incólume, aun cuando la violencia de la refriega turbase a veces el orden de sus legiones.

»La noche entre tanto comenzó su curso, y esparciendo su oscuridad por el cielo, dio tregua e impuso silencio al odioso estrépito de la guerra. Vencidos y vencedores se guarecieron bajo su tenebroso manto; Miguel y sus ángeles permanecieron en el campo de batalla, en torno del cual velaban multitud de querubines con antorchas encendidas; en la parte más lejana Satán, rodeado de sus rebeldes huestes y oculto entre profundas tinieblas; y no pudiendo reposar un punto, luego que entró la noche, convocó a consejo a sus potentados, y sin muestra alguna de desaliento, les habló así:

«Los peligros que habéis arrostrado, queridos compañeros, la destreza de que habéis dado pruebas sin ser vencidos, os hacen merecedores, no ya de la libertad, que es galardón mezquino, sino de bienes que tenemos en más estima, del honor, el dominio, la gloria y el renombre. Todo un día habéis estado sosteniendo un combate dudoso; y lo que en un día habéis hecho ¿por qué no poder hacerlo durante una eternidad? Ha echado mano el Señor del cielo de cuanto poder disponía contra vosotros; de su mismo trono ha sacado las fuerzas que creyó suficientes para someteros a su voluntad; pero ¿lo han conseguido? No; y en esto debemos hallar la prueba de que no es tan previsor de lo futuro ni tan omnisciente como le creíamos. Cierto que la inferioridad de nuestras armas nos ha perjudicado en parte y ocasionádonos dolores que antes no conocíamos; pero una vez conocidos, los hemos menospreciado. Tenemos ya el convencimiento de que nuestra naturaleza empírea no está sujeta a trance mortal alguno, de que es imperecedera, pues aun debilitada por las heridas, sana muy pronto de ellas, y vuelve a cobrar su vigor nativo. A tan leve mal, fácil es aplicar remedio. Con más poderosas armas, con instrumentos más impetuosos que para la lid próxima dispongamos, mejoraremos de fortuna y empeoraremos la de los enemigos, o por lo menos se igualará la disparidad que seguramente no ha puesto entre ellos y nosotros la naturaleza. Y si otra causa ignorada les ha concedido esa superioridad, pues conservamos enteros nuestros ánimos y cabal nuestra inteligencia, veamos e investiguemos los medios de descubrirla.»

»Dijo, y se sentó. Próximo a él estaba en la asamblea Nisroc, cabeza de los Principados, que había salido del combate acribillado de heridas y con las armas abolladas y hechas pedazos. Mostraba gesto sombrío, y le respondió:

«Tú que nos libras de nueva servidumbre para procurarnos el pacífico goce de los derechos que como dioses nos son debidos, no dejas de comprender que siendo tales hemos de lamentar doblemente el vernos expuestos a dolorosas heridas, y forzados a pelear con desiguales armas contra un enemigo impasible e invulnerable. De esta contrariedad necesariamente ha de provenir nuestra ruina; porque ¿de qué nos sirve el valor, ni de qué esta fuerza tan vigorosa, si uno y otra ceden al dolor, que lo rinde todo y deja desmayado al más poderoso brazo? Podríamos muy bien renunciar quizás al goce de todo placer, y no prorrumpir en quejas, y vivir tranquilos, que es la más dulce de las vidas; pero el dolor es el colmo de la miseria, el peor de los males, y cuando se hace excesivo, no hay paciencia que baste a soportarlo. Si alguno de nosotros acierta a inventar un arma que produzca dolorosa lesión en nuestros enemigos, invulnerables todavía, o una defensa tan eficaz como lo es la suya, me prestará un servicio no menos digno de gratitud que el que debemos al que nos procura la libertad.»

»A lo que con estudiada compostura respondió Satán: «Pues ese invento desconocido aún, y que con razón estimas tan importante para nuestro triunfo, lo tengo ya. ¿Quién de nosotros, al contemplar la brillante superficie de este mundo celeste en que moramos, de este vastísimo continente, ornado de plantas, de frutos, de flores que exhalan ambrosía, de perlas y oro, puede ver con indiferencia maravillas tantas, y no conocer que nacen allá en lo interior de profundos senos, entre negras y crudas masas, de una espuma espirituosa e ígnea, hasta que tocadas y vivificadas por un rayo del cielo, se animan de pronto y exponen sus encantos a la influencia de la luz? Pues esos mismos gérmenes nos ofrecerá el abismo en su natural inercia y provistos de una llama infernal; los cuales comprimidos en tubos huecos, redondos y prolongados, con solo aplicarles fuego por una de sus extremidades, se dilatarán ardiendo, y estallarán por fin con el estruendo del trueno, esparciendo entre nuestros enemigos tal estrago, que despedazándolos y destruyendo cuanto a su furor traten de oponer, temerán que hemos desarmado al Tonante de sus rayos, única arma terrible para nosotros. No será larga nuestra faena, y antes que asome el día, veremos cumplidos nuestros deseos. ¡Ánimo pues; nada temáis! Considerad que la habilidad y la fuerza reunidas no hallan cosa difícil, y menos cosa de que desesperar.»

»No bien pronunció estas palabras, reanimáronse los semblantes, y se abrieron los corazones a la esperanza. Admiración causó en todos semejante invento, extrañando cada cual que no se le hubiese ocurrido a él: tan fácil parece una vez descubierto lo que antes de descubrirse se hubiera tenido por imposible. Quizá en los futuros siglos, si la perversidad de tu raza llega a tanto, no faltará alguno de tus descendientes que con ánimo dañino o por sugestión diabólica fragüe una máquina parecida, y en castigo de sus crímenes destruya a los hijos de los hombres al moverse guerra y atentar mutuamente contra sus vidas.

»Terminado el consejo, aprestáronse los rebeldes a la obra sin más tardanza. Nadie opuso reparo alguno, y todos dieron ocupación a sus manos. En un momento levantan la superficie del celeste suelo, descubren debajo las materias elementales de la naturaleza en su primitivo origen, hallan la espuma sulfurosa y nítrica, mezclan ambas entre sí, y calcinándolas diestramente, las reducen a negros y menudos granos, de que hacen provisión copiosa. Rompen unos las ocultas venas de los minerales y de las rocas, que existen en el cielo semejantes a las de la tierra, y forjan tubos y balas que llevan consigo la destrucción; otros fabrican dardos incendiarios, que abrasan instantáneamente cuanto tocan: y antes que se acerque el día, durante el secreto de la noche, dan cima a sus trabajos, y con gran previsión disponen todo lo necesario a su disimulada empresa.

»Apareció por fin en el oriente del cielo la risueña aurora, y se levantaron los ángeles vencedores al toque de la trompeta que los llamaba a las armas, formándose en breve las espléndidas falanges, que ostentaban el áureo fulgor de sus brillantes cotas. Desde las colinas que recibían los primeros rayos del sol, espiaban algunos el espacio que en torno se dilataba, mientras, desempeñando otros el oficio de exploradores, recorrían ligeramente armados todos los puntos, para averiguar a qué distancia se hallaba el enemigo, dónde estaba acampado, si había emprendido la fuga, si se ponía en movimiento o se conservaba inmóvil y apercibido para el combate. Descubriósele por fin ya cercano, que avanzaba a paso lento, pero resueltamente, formando una sola y espesa haz y desplegando al viento sus estandartes; a tiempo que Zofiel, el más veloz de los alados querubines, retrocedía a toda priesa, gritando desde lo alto de los aires: «¡A las armas, guerreros! ¡A las armas, y a combatir! ¡Ahí tenéis al enemigo! Los que creíamos que se habían fugado vienen a evitarnos la molestia de perseguirlos. No temáis que por fin se salven. Una nube parece su espesa multitud, y que caminan animados de funesta resolución y de confianza. Que cada cual ciña su cota de diamante, y ajuste bien su casco y embrace fuertemente su ancho escudo para poder manejarlo como convenga, pues a mi juicio no va a ser hoy día de menuda lluvia, sino de gran tormenta, que fulminará rayos abrasadores.»

»De esta suerte preparó a los que estaban ya prevenidos; y puestos en orden, desembarazados de impedimentos, y viendo tranquilos que se acercaba el instante de pelear, se movieron resueltamente. Ya se avista el enemigo. Avanzaba con largos y lentos pasos, formando un inmenso cuadro, dentro del cual llevaba sus infernales máquinas rodeadas de apiñados escuadrones que impedían se descubriese el engaño. Al divisarse, se detuvieron los dos ejércitos; mas de repente apareció Satán al frente de los suyos, y en altas voces se expresó así:

«¡Vanguardia! ¡A derecha e izquierda! Desplegad de frente, para que cuantos nos odian puedan ver cómo ofrecemos paz y buena avenencia, y con qué sinceridad de corazón estamos dispuestos a recibirlos si aceptan nuestra propuesta y no nos vuelven la espalda por pura perversidad, que es lo que sospecho. Pero pongo al cielo por testigo... Ya ves ¡oh cielo! con qué lealtad obramos. ¡Ea, pues! Los que al efecto estáis destinados, desempeñad vuestro oficio, haced lo que dejo indicado, y bien recio para que todos puedan oírlo.»

»Al oír estas palabras falaces y sarcásticas, los que formaban el frente se dividieron a derecha e izquierda, retirándose por ambos flancos, y descubrieron nuestros ojos un espectáculo no menos nuevo que extraño: una triple fila de columnas tendidas sobre ruedas y hechas de bronce, de hierro o piedra (que en efecto columnas parecían, o más bien troncos huecos de encina u otros árboles, despojados de sus ramas y cortados en los montes); pero horadadas en toda su longitud, ofrecían sus bocas algo de siniestro, que revelaba insidiosos planes. Al lado de cada columna, veíase un serafín, cuya mano blandía una pequeña vara que despedía fuego. Esto notábamos, y no sin sorpresa, perdiéndonos todos en conjeturas; mas no duró mucho la incertidumbre, porque apenas aplicaron ligeramente y todos a la vez las varas a unos agujeros imperceptibles de las columnas, iluminó de pronto el cielo una explosión de fuego, vomitaron las cavernosas máquinas torrentes de humo, y con horrible estruendo, que ensordeció los aires, desgarrando sus entrañas, lanzaron la infernal, indigesta masa que contenían, con fragorosos truenos y una abrasadora lluvia de ardientes globos. Iban asestados contra las filas del ejército vencedor, y era tal su furioso ímpetu, que dando en medio de ellas, no pudieron resistir su golpe los que se mantenían como firmes rocas, y cayeron ángeles y arcángeles a millares, revueltos entre sí y en el mayor desorden. Ni sus armas les fueron de provecho alguno; que a no serles mas bien embarazosas, fácilmente hubieran podido, como espíritus que eran, condensarse o esparcirse, y ponerse en salvo; pero ya solo les quedaba la mengua de su derrota y total dispersión, tanto más segura, cuanto más extendían sus filas. ¿Qué remedio intentar? Si avanzaban se exponían a ser rechazados de nuevo y más vergonzosamente, añadiéndose al desastre el mayor ludibrio de los enemigos, que ya se preparaban a descargar sus máquinas segunda vez: huir amedrentados, era indigna resolución.

»Veíalos Satán, lleno de regocijo, en aquel trance, y burlándose de ellos, decía a los suyos: «¿Qué es eso? ¿Por qué no se acercan más nuestros animosos vencedores? ¿Qué se ha hecho del denuedo con que acometían? Pues ¿no les ofrecemos recibirlos con los brazos y el corazón abiertos (¿puede hacerse más?), y les proponemos términos de avenencia, y ellos, cambiando de opinión, toman el portante, y nos hacen ridículas contorsiones, como si se propusieran armar una danza? Aunque para danzar, creo que se muestran un tanto atolondrados y bulliciosos; bien que será la alegría que les han causado nuestros pacíficos ofrecimientos; de modo que si se los repetimos, podemos prometernos completo éxito.»

»Y en tono no menos burlón añadió Belial: «Los términos, caudillo nuestro, en que se los hemos hecho, son de tanto peso y tan difíciles de entender, y con tan irresistible fuerza de raciocinio los hemos expuesto, que no es mucho estén todos esos guerreros algo pensativos y desconcertados. No es posible enterarse bien de ellos, sin que le ocupen a uno de pies a cabeza; y por lo menos esta ocupación tiene la ventaja de indicarnos que no andan muy derechos nuestros enemigos.»

»Con semejantes chanzonetas los denostaban, creyéndose en su desvanecimiento superiores a todas las veleidades de la victoria. Estimábanse ya con su invención iguales en poderío al Eterno, y se burlaban de sus rayos y de sus legiones los breves momentos que duró su estrago, que no se prolongaron mucho, porque encendida en ira la divina hueste, echó mano de armas que bastasen a desbaratar el infernal invento. Y fue así que de pronto (admira el vigor, la fuerza maravillosa que Dios ha puesto en sus fieles ángeles) de pronto arrojan las armas, vuelan a las alturas, que con mil deliciosos valles alternan en el cielo como en la tierra, y raudos cual otros tantos rayos, asen de las montañas, las mueven y desarraigan de sus cimientos con todo el peso de sus rocas y bosques y torrentes, y cogiéndolas por sus cimas, las voltean entre sus manos.

»Hubieras entonces presenciado el asombro y terror que se apoderó de los rebeldes, viendo que las montañas, invertida su base, se les venían encima, y que bajo ellas quedaban aplastadas con su triple fila las maldecidas máquinas, y todas sus esperanzas sepultadas entre tan inmensas moles. Sobre ellos al propio tiempo llovían peñascos y promontorios enteros, que al caer oscurecían la luz, y entre cuyos escombros desaparecían legiones, armas y defensas; y las armas eran ya instrumentos de nuevo daño, porque al romperse herían a los que las empuñaban, ocasionándoles acerbos dolores e imponderables tormentos; y solo se oían desesperados aves y horrorosos gritos, pugnando cada cual por librarse de la estrecha prisión que le sujetaba, pues el pecado privaba a aquellos espíritus de la sutil fluidez y esencia que poco antes constituían su ser.

»Pero los que quedaban ilesos se aprovecharon del ejemplo, y apelando al mismo recurso, arrancaron los montes circunvecinos. Comenzaron pues a volar por los aires, chocando unos con otros. Jamás pudo preverse lucha tan espantosa. ¡Con qué infernal rabia se combatía en los estrechos huecos que quedaban, y a pesar del pavor que aquellas tinieblas infundían! Las más cruentas guerras comparadas con la presente hubieran parecido un mero entretenimiento. El estruendo engendraba nueva confusión; la confusión producía mayor frenesí y estrago. Amenazaba desquiciarse el cielo; y seguramente se hubiera consumado aquel día su ruina, si el Padre Omnipotente, cercado de esplendor en el incontrastable trono de su celestial santuario, pesando los acontecimientos y previendo aquella iniquidad, no la hubiera permitido para realizar sus inescrutables fines de glorificar a su consagrado Hijo, vengándole de sus enemigos, y declarar que transfería en él su omnipotencia; por lo que, como asesor que era suyo, le dijo así:

«Destello de mi gloria. Hijo amado, Hijo en cuya faz aparece visible lo invisible que como Dios yo tengo: tu mano, partícipe de mi omnipotencia, realizará lo que tengo decretado. Dos días han transcurrido, dos días según en el cielo los computamos, desde que Miguel y sus Potestades han ido a subyugar a esos rebeldes. Tremendo ha sido el combate, como no podía menos de serlo armándose uno contra otro semejantes enemigos. Yo los he dejado entregados a sí propios, y ya sabes que al crearlos los hice iguales, y que no hay entre ellos más desigualdad que la del pecado, bien que esta no se haya hecho sensible, porque no he fulminado aún mi condenación; de suerte que se perpetuaría esa lucha encarnizada, sin que llegara a decidirse su resultado. La guerra fatigosa ha dado ya de sí cuanto puede dar: se ha soltado el freno a la más desesperada contienda; se han empleado los montes como armas arrojadizas, cosa ingrata para el cielo y perjudicial a la naturaleza. Dos días pues han transcurrido: el tercero te pertenece a ti, porque a ti lo he destinado. Todo lo he consentido para que tuvieses tú la gloria de dar fin a esta cruda guerra, que nadie más que tú puede terminar. Yo he infundido en ti tal virtud y gracia tan eficaz, que los cielos y el infierno se prosternarán ante tu poder incomparable. Tú has de sujetar esa perversa rebelión de modo, que todos confiesen ser tú el más digno de entrar en la herencia universal, en la herencia que de derecho te corresponde como Rey que has recibido la unción sagrada. Ve, pues, tú, poseedor del mayor poder de tu poderoso Padre; asciende a mi carro; guía sus rápidas ruedas de suerte que hagan temblar el cielo hasta sus cimientos; lleva mis armas todas, mi arco, mi irresistible trueno; suspende mi espada de tu cintura augusta, para que persiguiendo a esos hijos de las tinieblas, los arrojes de todos los límites del cielo a los más hondos abismos; y allí podrán menospreciar según les plazca a su Dios, y al Mesías, su ungido Rey.»

»Al pronunciar estas palabras, inundó completamente en rayos de luz a su Hijo, cuya inefable faz recibió toda la efusión del Padre; y lleno de su filial divinidad, le respondió:

«Padre mío, superior a todos los celestes tronos, el primero, el más alto, el más santo y el mejor por excelencia: tu designio constante es glorificar a tu Hijo, como yo te glorifico también a ti, según es justo. Toda mi gloria y grandeza, toda mi felicidad consisten en que complaciéndote en mí, veas satisfecha tu voluntad, y yo cifraré en cumplirla el colmo de mi ventura. Acepto como dones tuyos tu cetro y tu poder, de que haré dejación mucho más complacido cuando vengan los tiempos en que todo tú estés en todo y yo en ti para siempre, y en mí todos aquellos que te sean amados. Pero yo odio a los que tú odias, y puedo armarme de tu terror como me armo de tus misericordias, dado que soy tu imagen en todo. Ministro de tu poder, libraré en breve a los cielos de esos rebeldes, que caerán precipitados en la lóbrega mansión donde los aguardan cadenas, tinieblas y perpetuos remordimientos; porque ellos renegaron de la obediencia que te es debida, cuando el obedecerte a ti es la felicidad suprema, separados entonces tus inmaculados santos de los ángeles impuros, y rodeando tu montaña santa, y yo su caudillo, entonaremos sinceros cánticos, himnos de la más alta alabanza.»

»Dijo; e inclinándose sobre su cetro, se levantó del asiento de gloria que ocupaba a la diestra del Señor, a tiempo que la tercera aurora sagrada comenzaba a esparcir por el cielo sus resplandores. De repente, y con un ruido semejante al fragor impetuoso del huracán, se lanzó el carro de Dios Padre, fulminando espesas llamas. Tenía sus ruedas unas dentro de otras, y no se movía por impulso ajeno, sino por el instinto de propio espíritu, yendo escoltado por cuatro custodios con aspecto de querubines. Cada uno de estos mostraba cuatro rostros maravillosos, y sus cuerpos y alas estaban sembrados de innumerables ojos, refulgentes como estrellas; ojos que asimismo brillaban en las ruedas, las cuales despedían centellas; y sobre sus cabezas se alzaba un firmamento de cristal en que se veía un trono de zafiro matizado de purísimo ámbar y de los colores del arco iris.

»Cubierto con la celeste armadura del radiante Urim, obra divinamente labrada, ocupa el Mesías su carro. A su derecha lleva la Victoria, que extiende sus alas de águila, y al costado el arco y el carcaj divino lleno de rayos de triples puntas. Envuélvenle en torno airados torbellinos de humo, de entre los cuales brotan las llamas de ardientes exhalaciones. Diez mil millares de ángeles le acompañan y le rodean veinte mil carros de Dios (yo mismo oí contarlos), que anuncian desde lejos su llegada. Sublimado sobre el firmamento de cristal y sostenido en alas de los querubines, veíasele en su trono de zafiro; mas los suyos le descubrieron los primeros, y se sintieron henchidos de inefable júbilo al divisar ondeante en los aires y tremolado por ángeles el estandarte del Mesías, que era la enseña del cielo. Bajo él congregó Miguel al punto sus legiones, extendidas en dos alas, que en breve rodearon al supremo caudillo formando un solo cuerpo.

»Ya el divino poder le había preparado el camino del triunfo: a su mandato, retiráronse las montañas a su primitivo asiento; oyeron su voz, y le obedecieron: el cielo recobró su serena faz: los valles y las colinas se cubrieron de nuevas flores. Y vieron todos estos prodigios sus desventurados enemigos, y persistieron en su obstinación, reuniendo sus huestes para empeñar otro combate. ¡Insensatos, que de la desesperación sacaban su confianza! ¡Que tal perversidad quepa en ánimos celestiales! Pero ¿hay prodigios que basten a humillar a los soberbios, ni fuerza que pueda ablandar sus corazones endurecidos? Lo que más debiera convencerlos aumenta su pertinacia: enfurécense doblemente al ver la gloria del Unigénito, y su magnificencia despierta en ellos mayor envidia. Su única aspiración es adquirir tanta grandeza, y vuelven a colocarse en orden de batalla, confiados en triunfar por la fuerza o por la astucia, y en vencer finalmente a Dios y su Mesías; y cuando no, hundirse para siempre en universal ruina; que no es dado a su altivez huir ni retirarse ignominiosamente, sino provocar el postrer combate. Por lo que el Hijo de Dios, dirigiendo su voz a uno y otro lado, habló así a sus cohortes:

«Permaneced ¡oh santos! en vuestra gloriosa actitud, y vosotros, ángeles, continuad armados: hoy descansaréis de vuestras fatigas. Habéis probado ya vuestra fidelidad y mostrádoos aceptos a Dios, defendiendo su justa causa y ostentando a fuer de invencibles los dones que habéis recibido de él. Pero el castigo de esa maldecida grey queda reservado a otro brazo, porque la venganza corresponde al Señor o a aquel a quien la confía. Lo que hoy ha de suceder no será obra que lleven a cabo el número ni la muchedumbre; y si estáis atentos, contemplaréis cómo me hago yo ministro de la indignación divina contra esos impíos; que no os han ofendido a vosotros, sino a mí, haciéndome objeto de su envidia. En mí tienen puesto su encono, porque el sumo Hacedor, de quien es el poder y la gloria de este imperio, me ha elevado a esta grandeza por efecto de su voluntad; y a mí, por lo tanto, me ha encomendado su castigo. Desean que cada cual probemos en nueva batalla nuestro poder, ellos contra mí solo, y yo solo contra todos ellos; y pues la fuerza es su único recurso, y no ambicionan otro timbre ni reconocen mayor virtud, sea la fuerza la que decida.»

»Al acabar de decir esto, revistiose su faz de un aire tan sombrío, que infundía terror, y dando rienda suelta a su cólera, se precipitó sobre sus enemigos. Cubriéronle al mismo tiempo con sus alas incrustadas de estrellas, que hacían más pavorosas las tinieblas de alrededor, los cuatro querubines que sostenían su carro. Ya giran las ruedas de este con un estruendo parecido al de un torrente o un ejército numeroso, y arrebatado de su ardiente ímpetu, y formidable como la noche, vuela hacia sus contrarios. Conmovíase a su paso el tranquilo Empíreo de uno a otro extremo, y todo retemblaba y vacilaba, excepto el trono de Dios. Presto se vio entre ellos, y empuñando en su mano diez mil rayos, que arrojó delante de sí, quedaron acribillados de heridas los rebeldes. Llenáronse de pavor; perdieron todo aliento, toda esperanza de resistencia; cayéronseles las armas de las manos. Alfombra de sus plantas fueron los escudos y yelmos y aceradas frentes de todos aquellos tronos, potestades y serafines, que derribados ahora de su soberbia, hubieran deseado ver otra vez sobre sí el peso de las montañas, para no ser blanco de tan implacable encono.

»De los ojos de los cuatro querubines y de los innumerables que cubrían también las animadas ruedas, salían por todas partes rayos abrasadores. Un mismo espíritu los dirigía; cada uno de aquellos ojos era un horno encendido que fulminaba fuego contra los malvados, los cuales, faltos ya de fuerzas y del vigor que antes los animaba, caían vencidos, medrosos, confusos y aniquilados. Y sin embargo, no apuró el Hijo de Dios su rigor con ellos, contentándose con desatar a medias el trueno de su venganza, dado que no se había propuesto destruirlos, sino expulsarlos de la celestial morada; y así les permitió reponerse de su postración, y los ahuyentó como un rebaño de tímidas ovejas reunidas por el miedo. El terror y las furias los aguijaban; y al llegar a la muralla de cristal que formaba los límites del cielo, abriose este de par en par, y puso ante su vista la inmensa sima del infinito abismo que los aguardaba.

»¡Qué espectáculo tan espantoso! El horror los hizo retroceder, pero mayor era aún el que los impelía hacia adelante. Ellos mismos iban precipitándose al llegar al borde de la celestial orilla, y la maldición eterna los empujaba para más apresurar su ruina. Oyó el infierno aquel fragoroso estrépito, como si se derrumbase el cielo del cielo mismo, y hubiera huido amedrentado, si el inflexible Destino no hubiera ahondado bien sus negros cimientos, ligándolos con cadenas indestructibles.

»Nueve días estuvieron cayendo. Rugió trastornado el Caos, y sintió diez veces doblada su confusión con el estridente tumulto de aquel estrago, que acumuló tantas ruinas y destrozos. Por fin abrió el infierno su boca, los tragó a todos, y volvió a cerrarla; el infierno, propia morada suya, lugar de dolores y penas, sembrado de inextinguible fuego. Y el cielo se regocijó, ya pacificado, y unió de nuevo sus muros, reduciéndolos a sus límites.

»Quedando vencedor por sí solo con la expulsión de sus enemigos, retiró el Mesías su carro triunfal; y enajenados de júbilo salieron a su encuentro todos los santos, que hasta entonces habían contemplado silenciosos e inmóviles sus admirables hechos. Marchaban rodeándole con ramos de palmas, y cada una de aquellas brillantes jerarquías entonaban cánticos de triunfo, cánticos al Rey victorioso, al Hijo, al heredero del Padre, al Señor cuyo dominio acataban, al más digno de poseerlo. Al compás de estas aclamaciones, atravesó por en medio del cielo hasta el palacio y templo de su omnipotente Padre, sublimado sobre su trono, que le recibió en el esplendor de su gloria, donde está hoy sentado a su diestra, en inmortal bienaventuranza.

»He aquí cómo, asemejando las cosas del cielo a las de la tierra, para satisfacer tus deseos, y a fin de que puedas aprovecharte de las lecciones de lo pasado, acabo de revelarte lo que en otro caso quizás hubiera ignorado para siempre la raza humana: la discordia y guerra que se suscitó en los cielos entre las angélicas potestades, y la eterna ruina de los que llevados de una desmedida ambición, se asociaron con Satán en su rebeldía. Envidioso de tu felicidad, anhela hoy este apartarte asimismo de la obediencia a tu Criador, para que desheredado como él de tu dichoso estado, vengas a merecer su castigo y caigas en su perpetua miseria. Su mayor venganza, su único consuelo sería poder ultrajar al Altísimo, haciéndote a ti partícipe de su error y de su pena. No des jamás oído a sus tentaciones; prevén esto mismo a tu compañera; ten presente el terrible ejemplo que has oído, el castigo en que incurren los inobedientes. Ellos hubieran podido ser siempre venturosos, y se perdieron. No te olvides de esto, y teme ser contado entre los rebeldes.»

Libro séptimo

Argumento


Accediendo a los ruegos de Adán, cuéntale Rafael cómo y por qué fue creado este mundo: que habiendo Dios expulsado del cielo a Satán y a sus ángeles, declaró que le placía crear otro mundo y otras criaturas que habitasen en él; y así envía a su Hijo circundado de gloria y acompañado de angélicos coros, para que en el espacio de seis días realice la obra de la creación. Al compás de sus himnos celebran los ángeles esta nueva maravilla, y la reascensión del Hijo a los cielos.


Desciende del cielo, Urania, si es bien que te invoque con este nombre. Siguiendo tu voz divina, me remonto más allá del Olimpo, sobreponiéndome al vuelo de las alas del Pegaso. No me contento empero con invocar tu nombre: invoco tu inspiración, porque ni tú te cuentas entre las nueve Musas, ni moras en la cumbre del antiguo Olimpo. Nacida en el cielo, antes que apareciesen los montes, antes que brotaran las fuentes de sus manantiales, tú conversabas con tu hermana, la divina Sabiduría, y con ella te recreabas, en presencia del Omnipotente Padre, que se complacía en oír tus celestiales cánticos. Transportado por ti, aunque habitador terrestre, al cielo de los cielos, he respirado el aire empíreo que para mí templabas. Sostenme también ahora, y vuélveme a mi nativo elemento, no sea que al ímpetu de este desenfrenado bridón en que cabalgo, caiga, como Belerofonte un día, bien que él no penetrase en región tan alta, y dé conmigo en los campos aleyos, para vagar allí desamparado y en completo olvido.

Estoy aún a la mitad de mi canto, pero reducido ya a límites más estrechos, cuales son los de una divina y visible esfera. He descendido a la tierra, abandonando las regiones allende el polo, y cantaré más seguro y con voz humana, sin temor de que enronquezca ni quede muda, a pesar de habérseme deparado tan aciagos días. ¡Oh! y ¡qué aciagos, viéndome rodeado de dañinas lenguas, de tinieblas, de peligros y de soledad! Pero no, no estoy solo, que tú me asistes, cuando por la noche cierra mis párpados el sueño, y cuando la mañana ilumina el sonrosado oriente. Dirige pues mi canto, sublime Urania; dame un auditorio propicio, aunque escaso en número, y aleja al propio tiempo de mí la bárbara disonancia de Baco y su turbulento séquito, raza de aquella salvaje horda que en el Ródope despedazó al bardo de Tracia, cuando sin respeto al que era encanto de los bosques y de las rocas, ahogó con su feroz griterío los ecos de su voz y de su cítara. No pudo Calíope salvar a su hijo, pero tú, Urania, no abandonarás al que implora tus favores, porque ella inspiraba vanos sueños, y tú, celestial aliento.

Di ¡oh Diosa! lo que sucedió luego que Rafael, el afable arcángel, previno a Adán que aleccionado por el ejemplo de los apóstatas del cielo, no incurriese en su infidelidad, pues él y su descendencia, a quienes se había mandado que no tocasen al árbol prohibido, se verían sometidos a igual castigo en el Paraíso, si menospreciaban e infringían aquel único precepto, tan fácil de cumplir, en medio de la infinita multitud de objetos que se brindaban allí a sus gustos, por extraños que fuesen y caprichosos.

Con profunda atención escucharon Adán y su consorte Eva aquel relato, y quedaron admirados y profundamente pensativos al oír cosas tan grandes y tan extrañas, cosas de que no tenían la menor idea, que en el cielo se conociesen odios, y que con semejante confusión anduviesen allí mezcladas la guerra y la paz divina; pero el mal había venido a recaer por fin como desatado torrente sobre sus autores, privándolos para siempre de la bienaventuranza. Disipáronse en Adán las dudas que abrigaba su corazón, y nació en él, sin otra intención, el deseo de averiguar lo que más inmediatamente le interesaba: cómo se produjeron el cielo y la tierra, todo este mundo visible; cuándo y de qué fueron creados, y por qué causa; y qué era el Edén y cuanto fuera de él existía antes de la época a que alcanzaba su memoria; semejante a aquel que ha saciado su sed del todo, y que sigue con la vista al arroyuelo que se desliza murmurando, y despierta en él nueva sed con el susurro de su corriente. Dirigiose pues a su celeste huésped en estos términos:

«Admirables cosas que no pueden menos de maravillar por lo diferentes que son de las de este mundo, nos has revelado, divino intérprete. Dios nos ha favorecido enviándote desde el Empíreo para advertirnos a tiempo de lo que hubiera podido causar nuestra perdición; riesgo que no conocíamos, porque no está al alcance de la inteligencia humana. Por ello debemos gratitud eterna a la infinita bondad, recibiendo sus avisos con el solemne propósito de cumplir siempre su voluntad soberana, único fin con que aquí existimos. Pero ya que para nuestro aprovechamiento has tenido la dignación de descubrirnos cosas tan superiores a la comprensión terrestre, pero que nos conviene conocer, como lo ha dispuesto la suprema sabiduría, ten la bondad asimismo de descender más hasta nosotros y de instruirnos en lo que ha de sernos no menos útil, diciéndonos cómo se formó ese cielo que vemos a tan lejana altura, ornado de los innumerables astros que lo recorren, y eso que llena el espacio todo, ese difuso ambiente que abarca la órbita de la florida tierra; qué causa movió al Creador, en medio del santo reposo de que gozaba por toda una eternidad, a sacar tan tarde su obra del Caos, y cómo una vez empezada, se terminó en tan breve tiempo. A consentírtelo el Señor, manifiéstanos lo que tanto anhelamos averiguar, no para inquirir los secretos de su eterno imperio, sino para más glorificar sus obras. Réstale aún a la gran lumbrera del día largo espacio de su curso, aunque va declinando ya; pero suspendiéndolo al oírte, al oír tu poderosa voz, te prestará atención, y retrasará su marcha para escuchar cómo refieres su nacimiento, y cómo el de la Naturaleza, al salir por primera vez del oculto abismo; y mientras la estrella y el astro de la noche se apresuran para oír tu narración, la Noche traerá consigo el silencio; el sueño se pondrá en vela con igual intento, o nosotros le ahuyentaremos hasta que termine tu canto, y podamos despedirte antes que nos sorprenda el brillo de la mañana.»

Esta súplica hizo Adán a su ilustre huésped; y el Ángel divino le contestó con estas dulces palabras: «A tan comedido ruego, justo será acceder; pero ¿qué encarecimiento, qué lengua seráfica bastará a referir las obras del Omnipotente, ni qué espíritu humano a comprenderlas? Lo que sí puedes conseguir, lo que no será negado a tus oídos, es aquello que mejor conduzca a glorificar al Hacedor y más contribuya a labrar tu felicidad. Yo he recibido del cielo el encargo de satisfacer tus deseos, como no pasen de ciertos límites; fuera de ellos, no indagues más; no desvaríes con la esperanza de profundizar misterios ocultos, que el invisible Rey, único que lo sabe todo, ha rodeado de tinieblas tan impenetrables a los que viven en la tierra como en el cielo; y harto te queda en todo lo demás que estudiar y que conocer. Porque el saber es como el alimento; se requiere no menos templanza en la satisfacción del apetito, que en la medida a que debe el espíritu ajustarse, pues la excesiva ciencia embaraza con su demasía y convierte la sabiduría en locura, como el exceso de alimento se trueca en vapor inútil.

»Ahora bien, ten por cierto que apenas cayó Lucifer (a quien se daba este nombre porque resplandecía entre los ángeles más que la estrella así llamada entre las estrellas), apenas cayó con sus malditas legiones en medio del abismo que les estaba preparado, y volvió vencedor el augusto Hijo con el séquito de sus Santos, contempló el Eterno Omnipotente Padre toda aquella muchedumbre desde su trono, y habló así a su Hijo:

«Engañose por fin nuestro envidioso Enemigo, creyendo que todos habían de seguirle en su rebeldía, y que con su auxilio nos arrancaría la posesión de esta altísima e inaccesible fortaleza, asiento de la suprema Divinidad. Perdiole su confianza, y arrastró en su catástrofe a muchos que han desaparecido de nuestra presencia; pero veo, sin embargo, que la mayor parte han permanecido fieles en su puesto, que el cielo está todavía poblado, y que cuenta con suficiente número de habitantes para llenar sus reinos, vastísimos como son, y para desempeñar los sagrados ministerios y solemnes ritos de este sublime templo.

»Mas, para que su soberbia no se lisonjee de haber logrado esta ventaja, de haber despoblado el cielo, y locamente presuma del detrimento que me ha causado, he de reparar la pérdida, si como tal puede considerarse el perderse uno a sí mismo. Crearé al punto otro mundo, y de un hombre produciré una raza de hombres innumerable, que habitarán allí, no en este reino, hasta que elevándose gradualmente por sus méritos, se abran y ganen al fin esta morada, purificados largo tiempo por medio de su obediencia. La tierra entonces se convertirá en cielo, y el cielo en tierra, porque uno y otra formarán un solo imperio donde reinen alegría y unión perpetuas. Entre tanto, celestes potestades, gozad de esta mansión con más holgura. Y tú, Verbo mío, hijo por mi engendrado, por ti se cumple todo esto: habla, y quedará hecho. Contigo envío mi Espíritu, que lo llena todo, contigo mi poder. Parte, pues; manda al abismo que forme el cielo y la tierra dentro de ciertos límites. El abismo no los tiene, porque Yo soy quien lleno lo infinito, y el espacio no está vacío. Y aunque Yo no reconozco límites en mí mismo, y reduzco y no llevo a todas partes mi bondad, que es libre de obrar o no, ni la necesidad ni el destino influyen nada en mis actos: el hado consiste en lo que yo quiero.»

»Estas palabras dijo el Omnipotente, y su Verbo, su filial Divinidad las realizó al punto. Los actos de Dios son inmediatos, más rápidos que el tiempo y el movimiento, y para hacerlos comprensibles al sentido humano, hay que valerse de la sucesión de las palabras, de la lentitud con que procede la terrestre inteligencia. Grande fue el triunfo, extremado el júbilo del cielo, al anunciarse así la voluntad divina. «¡Gloria al Altísimo, decían, y buena voluntad y paz en la tierra a los futuros hombres! ¡Gloria a Aquel cuya justicia y vengadora cólera ha arrojado a los impíos de su presencia y de la morada de los justos! ¡Gloria y alabanza al Señor cuya sabiduría ha hecho del mal el bien, y ha destinado a una raza mejor el lugar que ocupaban los espíritus malignos, y difundirá su eterna bondad en los mundos y siglos venideros!»

»Prorrumpieron en este himno las celestes jerarquías, y apareció el Hijo, dispuesto a su grande obra, revestido de la Omnipotencia, ciñendo la corona de la Majestad divina. La sabiduría, el amor inmenso, su Padre todo reflejaba en él. Asistían en torno de su carro innumerables querubines, serafines, potestades, tronos y virtudes, espíritus alados, carros asimismo con alas, sacados del arsenal de Dios, donde existen millares de siglos ha, entre dos montañas de bronce, preparados para los días solemnes; carrozas celestiales, prontas siempre a volar, y que ahora se ofrecían espontáneamente, porque estaban animadas de espíritu vital, atentas al mandato de su Señor. El cielo abrió de par en par sus eternas puertas, que al girar sobre los goznes de oro, produjeron un armonioso sonido, para dar paso al Rey de la Gloria, al Verbo poderoso, al espíritu creador de nuevos mundos.

»Detuviéronse en el continente del cielo, y desde sus orillas divisaron el vastísimo inconmensurable abismo, tempestuoso como un océano, lóbrego, horrible, impenetrable, agitado de arriba abajo por furiosos vientos y encrespadas olas, que como montañas se elevaban para escalar los cielos y confundir el centro con los polos.

«¡Basta, revueltas olas! Y tú, abismo, ¡sosiégate: cesen vuestros furores!» exclamó el Verbo creador. Y no se detuvo más: sino que arrebatado en alas de los querubines, se remontó a la gloria paterna, por en medio del Caos y del mundo que todavía no era, porque el Caos oyó su voz. Seguíale su brillante comitiva para presenciar la obra de la creación y las maravillas de su poder; y paró de pronto las ardientes ruedas de su carro, y tomó en la mano el compás de oro, guardado en los eternos tesoros de Dios, para trazar el círculo de este universo y cuantas cosas habían de existir en él; y fijando uno de sus extremos en el centro y volviendo el otro alrededor de la vasta profundidad de las tinieblas: «Aquí, dijo, llegarás, y estos ¡oh mundo! serán tus límites.»

»Así creó Dios el cielo y así la tierra, materia informe y vacía. Cubrían el abismo profundas tinieblas, pero desplegando sus alas paternales sobre las tranquilas aguas el Espíritu de Dios, infundió en ellas la virtud y el calor vital a través de la masa fluida, arrojó a lo más profundo las negras y frías heces infernales, contrarias a la vida; aunó y condensó cuantas cosas se asimilaban entre sí; y apartando las demás a diferentes lugares, e introduciendo el aire entre unas y otras, apareció la tierra equilibrándose sobre su centro.

«¡Hágase la luz!», dijo y la luz fue hecha. Brotó súbitamente del hondo abismo la luz etérea, lo primero de todo, la esencia más pura de las cosas, y desde su nativo oriente comenzó a esparcirse por entre las sombras aéreas, ciñéndola una nube esférica y radiante, porque el sol no existía aún; y en este nebuloso tabernáculo permaneció algún tiempo. Vio Dios que la luz era buena, y la separó de las tinieblas por medio del hemisferio. Y llamó a la luz día, y a las tinieblas noche; y del espacio que entre uno y otra componen, formó el día primero. El cual no pasó sin ser grandemente festejado y cantado por los coros angelicales; pues cuando percibieron la primera luz que asomaba por oriente, rompiendo las tinieblas, en aquel natalicio del cielo y de la tierra, llenaron de vivas y aclamaciones la vasta concavidad del universo, y al compás de sus arpas de oro y sus acordados himnos, ensalzaron a Dios juntamente con sus obras, proclamándole Creador cuando llegó la primera noche y cuando rayó la primera aurora.

»Y dijo Dios en seguida: «Que en medio de las ondas se ponga el firmamento, y que divida unas aguas de otras.» Y Dios hizo el firmamento, dilatación de un aire fluido, puro, transparente, elemental, que se extiende en redondo hasta la mayor convexidad de aquel anchísimo orbe, división inmutable y segura, que separa las aguas de la región inferior y las superiores. Porque así como la tierra, estableció Dios el mundo sobre reposadas aguas, en medio de un vasto océano de cristal, y alejó de él la tumultuosa irregularidad del Caos, para que el contacto de sus violentas extremidades no alterase su estructura. Y dio el nombre de cielo al firmamento; y los coros nocturnos y matutinos cantaron el día segundo.

»La tierra estaba formada, pero sumergida como rudo embrión en el seno de las aguas, aún no se descubría. Inundaba toda su superficie el grande océano, y no en balde, porque se infiltraba en todo su globo un templado y fecundo humor que hacía fermentar y concebir a la madre universal, fertilizada por una humedad vivificadora, cuando dijo Dios: «Aguas que os derramáis por los cielos, congregaos en un lugar y aparezca el continente enjuto.» Y salieron de pronto las enormes montañas, que elevando sus cimas hasta las nubes, tocaban con las estrellas. Y tanto como sus hinchadas moles subían, tanto se ahuecaban y hundían sus cóncavos senos para dejar anchos y profundos lechos por donde las aguas se dilatasen. Y por ellos corrían con bulliciosa rapidez sus turgentes ondas, como inflamadas gotas que ruedan sobre el polvo árido. Unas se elevan cual murallas de cristal, otras saltan por encima, formando puntiagudos montes; que tan raudo movimiento imprimió el imperioso mandato a sus corrientes. Como en los ejércitos de que ya tienes una idea, acuden a sus filas los soldados al oír el llamamiento de la trompeta, así se precipitan una tras otra las olas por donde más fácil camino encuentran, impetuoso torrente en los despeñaderos, mansas y apacibles en las llanuras. Ni les son de obstáculo alguno las rocas o las montañas; hallan siempre salida, ya introduciéndose subterráneas, ya serpenteando por mil rodeos y abriéndose profundos canales en aquellos terrenos cenagosos que fácilmente se descomponían antes que Dios les mandase quedar secos y endurecidos, menos los destinados a recibir los ríos, que llevan en pos húmedos despojos perpetuamente. A la parte árida llamó el mismo Señor tierra; al ancho receptáculo en que las aguas se acumulaban, mar. Y vio que aquello era bueno; y dijo: «Que la tierra se vista de verde yerba, de plantas que den simiente, y de árboles con frutos de especies varias, que lleven entre sí su propia semilla, para reproducirse sobre la tierra.»

»No bien dijo estas palabras, cuando de aquella misma tierra que hasta entonces se mostraba rasa, árida, desierta, desagradable, sin ornato alguno, brotó delicado césped, con cuyo verdor se atavió toda su superficie, luciendo en torno su vistoso esmalte. Viéronse allí las plantas con su infinita variedad de hojas, florecer de improviso, arrebolarse de mil colores y embalsamar el seno de la madre tierra con los aromas dulcísimos que exhalaban. Apenas abrían sus cálices, provocaba la floreciente viña con sus apretados racimos; redondeábase en sus rastreros tallos la calabaza; mecíanse en sus hazas formadas en espesas legiones, las huecas cañas, y el humilde arbusto y la punzante zarza enlazaban sus enmarañadas cabelleras. Alzábanse por fin los arrogantes árboles, moviéndose acompasadamente y dilatando sus ramas, unas cubiertas de copiosos frutos, otras matizadas de flores. Erguíanse sobre las colinas gigantescos bosques, y espesas arboledas sobre las cañadas, a las márgenes de las fuentes y en las orillas de los ríos. ¿Qué le faltaba a la tierra para asemejarse al cielo? Bien podían morar en ella los dioses, y recorrerla embelesados, y reposar al amor de sus umbrías sagradas. Dios no le había enviado aún lluvia que la regase, ni formado al Hombre que había de cultivarla; pero de sus nuevas entrañas fluía un jugoso vapor que abonaba el suelo y alimentaba las plantas antes de que brotasen, y la menuda yerba antes de verdeguear sus tallos. Y vio Dios que esto era bueno; y la mañana y la noche renovaron los cantos del tercer día.

»Y volvió a hablar el Altísimo: «Que luzcan astros en el espacio de los cielos para distinguir los días de las noches, y para que marquen las estaciones y los días y el transcurso de los años; y mando que su oficio sea servir de luminares en el cielo y de antorchas para la tierra.» Y así fue hecho. Y puso Dios dos grandes astros, grandes por lo que habían de servir al Hombre, los cuales alternasen, el mayor en presidir al día, y el más pequeño a la noche. Y también hizo las estrellas, poniéndolas en el firmamento de los cielos, a fin de que iluminasen la tierra, y regulasen las vicisitudes de los días y de las noches, y diferenciasen la luz de las tinieblas. Y parose a contemplar su grande obra, y le pareció bien. Porque el primero de aquellos astros fue el sol, cuya inmensa esfera careció en un principio de luz, aunque era de sustancia etérea; y luego formó el globo de la luna, y las varias magnitudes de las estrellas, y las sembró por el cielo, como en un campo. Y tomando una gran parte de luz de su nebuloso tabernáculo, la trasladó al orbe solar, que por sus poros recibe y aspira el brillante líquido, y que con su fuerza retiene la plenitud de sus rayos, siendo a la sazón el gran palacio de la luz. De él, como de su manantial, se mantienen los demás astros, depositando aquella misma luz en sus urnas de oro, y allí abrillanta sus cuernos el planeta de la mañana; mientras ellos iluminados o por reflejo acrecientan el fulgor escaso que les es propio, aunque a la vista humana aparezcan tan diminutos por la mucha distancia a que los contempla.

»Por vez primera apareció en su oriente el glorioso astro, regulador del día, que derramó sus espléndidos rayos por todo el horizonte, ufano al verse recorriendo el sublime cielo en toda su longitud, yendo precedido de la aurora y de las pléyades, que en festivas danzas difundían anticipada su benéfica influencia.

»Menos brillante que él, en la parte opuesta del occidente y a igual altura, alzábase la luna, que recibía de lleno su claridad, reflejándola como un espejo, no necesitando otra luz en aquella posición, y manteniéndose a igual distancia hasta que llegó la noche. Asomó entonces por el oriente para dar la vuelta en torno del eje de los cielos, y dividió su imperio con mil astros menores, con mil y mil estrellas que alumbraban a la vez, tachonando la celeste bóveda; con lo que también por vez primera ornaron el hemisferio, ascendiendo y declinando sucesivamente, y coronaron con los encantos de la noche y de la mañana el cuarto día.

»Y dijo el Señor: «Que las aguas produzcan reptiles, seres vivientes, de fecundos gérmenes; y que las aves vuelen sobre la tierra, desplegando sus alas en el libre firmamento de los cielos.» Y creó las ballenas enormes, y todos los seres que viven y nadan, y producen abundantemente las aguas en todas sus especies, y todas las especies también de pájaros alados.» Y vio que esto era bueno, y los bendijo a todos, diciendo: «Creced y multiplicaos, y llenad las aguas de los mares, de los lagos y de los ríos; y vosotras, aves, multiplicaos sobre la tierra.» Y por golfos y mares y calas y bahías bullen al punto cardúmenes innumerables, millones de peces que con sus aletas y escamas relucientes se deslizan entre las verdosas ondas, en muchedumbre tal, que forman a veces inmensos bancos en medio del océano. Solitarios o en compañía, pacen unos las ovas de que se sustentan, y se pierden entre los enmarañados bosques de coral, o serpentean con la velocidad de un relámpago, luciendo a la luz del sol sus tornasoladas mallas con recamos de oro; otros, reposando tranquilos entre sus conchas de nácar, saborean su líquido alimento; otros en fin, cubiertos de fuertes armaduras, acechan su presa bajo las rocas. Triscan en tanto sobre la tranquila llanura del mar las focas y los combados delfines; otros, de prodigioso volumen, moviéndose pesadamente, revuelven el océano como una tempestad; mientras el leviatán, mayor que ningún otro viviente, tendido como un promontorio sobre aquel abismo, dormita o nada, y se asemeja a una flotante playa, sorbiendo y arrojando alternativamente todo un mar por sus agallas.

»En las cálidas grutas, en los pantanos y orillas de las aguas salen al propio tiempo numerosas bandadas de las infinitas crías encerradas en los huevos, que rompiéndose al ser sazón, dan a luz sus desnudas avecillas; las cuales tardan poco en vestirse de plumas y en ensayar su vuelo, y se remontan a lo más encumbrado del aire, y cantan su triunfo desdeñándose de la tierra, que cubren con su sombra como una nube. Allí, en la cima de las rocas y de los cedros, labran sus nidos las águilas y las cigüeñas. Aves hay que se mecen solas en la región aérea; más cautas otras, viajan unidamente, en formación regular y teniendo en cuenta las estaciones, y dirigen sus caravanas por encima de los mares y de las tierras, prestándose mutua ayuda para facilitar su vuelo. Estribando así en los vientos, emprende su viaje anual la prudente grulla, moviendo y azotando el aire al pasar con sus pobladas alas. Saltando de rama en rama, alegran las arboledas con sus gorjeos los pajarillos, y ejercitan sus pintadas alas durante el día; mas no porque se acerque la noche deja el ruiseñor su solemne canto, antes la emplea toda en exhalar sus sentidos ayes. En los argentados lagos, como en los ríos, bañan otros el delicado vello de sus gargantas; el cisne enarca su cuello entre las blancas alas majestuosamente tendidas; luce su pompa haciendo de sus pies remos, y cuando abandona el húmedo elemento, se lanza en medio de la región del aire; al paso que otros caminan con pie seguro, como el crestudo gallo que con su clarín anuncia las silenciosas horas, y el que se gallardea con su rica cola, sembrada de los colores del iris y estrellados ojos. Así las aguas se poblaron de peces, y el aire de aves; y la noche y la mañana solemnizaron el quinto día.

»El sexto y último de la creación, comenzó al son de las arpas nocturnas y matinales; a tiempo que el Señor dijo: «Que la tierra produzca las especies de animales vivientes, los que andan en rebaños, y los reptiles y las bestias de la tierra, cada uno según su especie.» Y obedeció la tierra, y abrió de pronto sus fecundos senos, y dio de una vez a luz innumerables criaturas vivientes, perfectas en sus formas, y en sus miembros completamente organizadas. Y como de sus madrigueras, salieron de las entrañas de la tierra las fieras salvajes, y ganaron los bosques, los matorrales, las espesuras y las cavernas, estableciéndose y viviendo en parejas entre los árboles; y los ganados discurrieron por los campos y verdosas praderas, estos en corto número y solitarios, aquellos en grandes baños, brotando todos de una vez y pastando juntos. Aquí, de entre el tupido césped nacía la terneruela; allí asomaba el flavo león y se asía de sus garras para dejar libre el resto de su cuerpo, saltando cual si hubiese roto sus ligaduras y sacudiendo su áspera melena; y la onza, el leopardo, el tigre, levantaban la tierra, como el topo, escarbando a su alrededor y formando montecillos. El ágil ciervo sacaba de debajo del suelo la enramada de su cabeza, y Behemot, el más voluminoso engendro de la tierra, podía apenas desembarazar de la que le cubría su pesada mole. Balando y vestidas de sus vellones, despuntaban, a manera de plantas, las ovejas; y entre el agua y la tierra se mostraban indecisos el caballo acuático y el escamoso cocodrilo.

»Bullía a la vez todo cuanto se arrastra por la tierra, insectos o gusanillos, los unos agitando los flexibles abanicos de sus alas y decorando sus diminutos contornos con los pomposos blasones del estío, esmaltados de oro y de púrpura, de verde y azul; los otros prolongando como una línea su estrecho cuerpo, y marcando en la tierra su sinuosa huella; y no son estos los seres más pequeños de la naturaleza. Algunos, de la especie de las serpientes, prodigiosos por su longitud y corpulencia, enroscan sus pliegues anulosos y se añaden alas. Es la primera la económica hormiga, próvida de lo futuro, que en un pequeñísimo pecho encierra un gran corazón, modelo quizá de la perfecta igualdad de algún día, y que logra establecer en común sus populares tribus. Aparece en seguida el enjambre de la abeja hembra, que alimentando con delicioso manjar a su holgazán esposo, construye de cera sus celdillas y deposita la miel en ellas. Los demás son innumerables. Conoces la naturaleza de cada uno, los nombres que tú mismo les has dado, y no tengo necesidad de repetírtelos. Conoces asimismo a la serpiente, el animal más astuto de cuantos se crían en los campos, de desmedida longitud a veces, con sus ojos de bronce, y la terrible cresta que lleva por cabellera, aunque lejos de serte a ti nociva, se somete dócilmente a tu voluntad.

»Mostrábanse ya en la plenitud de su esplendor los cielos y giraban movidos por el impulso que les comunicó al principio la mano de su gran Motor; ricamente ataviada se sonreía la tierra, contemplándose ya perfecta; veíanse poblados el aire, el agua, la tierra, por las aves, peces y animales, que volaban, nadaban y caminaban; y sin embargo no estaba aún completo el sexto día. Faltaba la obra maestra, el ser para quien todo aquello se había creado, la criatura que sin encorvarse, sin ser bruto como las demás, dotada de la santidad de la razón, pudiese erguir su cuerpo, alzar su frente serena, avasallarlo todo y conocerse a sí mismo; pudiese elevarse magnánimo para desde aquí comunicar con el cielo sus pensamientos, y lleno de gratitud, reconocer la fuente de donde todo su bien emana, y con espíritu devoto, dirigir su corazón, su voz y sus miradas, adorando y tributando culto al Supremo Dios, que hizo de él la primera de sus obras. Por lo que el Omnipotente y Eterno Padre (que ¿dónde deja de estar presente?) habló así a su Hijo, siendo oído de todo el mundo:

«Hagamos ahora al Hombre a nuestra imagen y semejanza; y que reine sobre los peces del mar y los pájaros del aire, sobre las bestias del campo, sobre la tierra, en fin, y los reptiles que se arrastran por el suelo.»

»Y esto dicho, te formo a ti, Adán, a ti, Hombre, polvo de la tierra, e inspiró en tu aliento el soplo de la vida, y te creó a su propia imagen, a imagen del mismo Dios, y quedaste hecho alma viviente. Te creó varón, y para perpetuar tu raza, creó hembra a tu compañera. Y bendijo al género humano, diciendo: «Creced, multiplicaos y llenad la tierra. Dominadla, y extended vuestro dominio sobre los peces del mar y los pájaros del aire, y sobre todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra, donde quiera que hayan sido creados, pues no se ha dado aún nombre a región alguna.» En seguida, como sabes, te trasladó a esta deliciosa morada, a este jardín plantado con los árboles de Dios, no menos gratos a la vista que al paladar, y liberalmente te concedió todos sus sabrosos frutos por alimento. Aquí están reunidos en infinita variedad cuantas especies hay de ellos sobre la tierra; pero del árbol cuyo fruto lleva en sí el conocimiento del bien y el mal debes abstenerte, porque el día que comas de él morirás; la pena que tienes impuesta es la muerte. Sé cauto, y enfrena cuidadosamente tu apetito, para que no te sorprenda el pecado, ni su negra compañera, la muerte.

»Aquí terminó Dios su obra, y contempló todo lo que había hecho, y vio que todo era perfectamente bueno; y así la noche y la mañana completaron el sexto día; y el Creador, que cesó en su obra, no porque estuviese cansado, regresó a su mansión sublime, al cielo de los cielos, a lo más alto, para ver desde allí aquel mundo nuevamente creado, aditamento de su imperio, y qué aspecto ofrecía desde su trono, y cómo en bondad y en hermosura correspondía todo a su grandiosa idea. Y se remontó entre universales aclamaciones, al sonoro compás de diez mil arpas que rompieron en angélicas armonías: la tierra y los aires las repitieron (y tú las recordarás, pues las escuchaste); los cielos y las constelaciones todas se hicieron sus ecos, y los planetas detuvieron su curso para oírlas, mientras la brillante pompa seguía ascendiendo, extática de júbilo.

«¡Abríos, eternales puertas!» iban cantando: «Cielos, abrid vuestras vivientes puertas, y entrará el Creador glorioso, que vuelve, terminada ya su obra magnífica, su obra de seis días, ¡el Mundo! Abríos de hoy más con frecuencia; que Dios se dignará de visitar a menudo la morada de los hombres justos, y se complacerá en ello, y enviará a ella con repetidos mensajes a sus alados nuncios, portadores de su suprema gracia.»

»Así en su ascensión cantaba el glorioso séquito; y atravesando los cielos, que abrían de par en par sus refulgentes puertas, caminaba el Creador derechamente a la eterna mansión de Dios: suntuoso y ancho camino, en que el polvo es oro y la calzada de estrellas, como las ves en la galaxia o vía láctea que descubres por la noche, a la manera de una zona tachonada de estrellas.

»Extendíase entonces por la tierra del Edén la noche séptima, pues el Sol estaba en su ocaso, y asomaba por oriente el crepúsculo precursor de la oscuridad, cuando llegó a la santa montaña, suprema cumbre del cielo, trono imperial de la Divinidad, por siempre firme e incontrastable, el poderoso Hijo, y tomó asiento con su augusto Padre. Él también había asistido invisible, aunque sin moverse (que tal es el privilegio de la Omnipotencia) a la ordenada obra, como principio y fin de todas las cosas; y reposando del trabajo, bendijo y santificó el día séptimo, como quien en él descansaba de todo lo hecho; pero no lo santificó en silencio: el arpa cumplió su oficio, y no suspendió sus sones; el tubo dulce y solemne, el órgano con todas sus armonías, cuantos sonidos salen de la vibrante cuerda o el hilo de oro, acordaron sus suaves tonos, acompañados de voces, ya unísonas, ya contrapunteadas; y las nubes de incienso que se desprendían de los áureos incensarios, velaban la montaña toda. Celebraban la Creación y la obra de seis días.

«¡Grandes ¡oh Jehová! son tus obras, y tu poder infinito! ¿Qué pensamiento puede comprenderte, ni qué lengua expresar tu grandeza? Con más gloria vuelves ahora, que cuando volviste vencedor de los ángeles gigantes. Tus truenos aquel día mostraron tu poder; pero hoy eres Creador, y el crear es más que destruir lo creado. ¿Quién puede igualarse a ti, Omnipotente Rey, ni poner límites a tu imperio? Fácilmente debelaste la soberbia de los espíritus apóstatas, y aniquilaste su vano empeño: presumieron los impíos amenguar tu fuerza y apartar de ti los innumerables adoradores; pero el que intenta contrariar tu poder, labra su propia ruina, y solo consigue realzarlo más; que con sus mismas armas le castigas, y del exceso del mal haces un bien mayor. Testimonio es de todo, ese mundo, recién formado, ese otro cielo, no distante de las celestiales puertas, fundado a nuestra vista sobre el claro cristal, sobre el transparente mar, de extensión casi infinita, poblado de multitud de estrellas, cada una de las cuales sea quizás un mundo dispuesto para habitarse, aunque tú solo sepas en qué sazón. En medio se halla la mansión de los hombres, la tierra, con el océano inferior que la circuye, morada llena de encantos. ¡Dichosos una y mil veces los hombres y los hijos de los hombres, a quienes Dios tanto ha privilegiado creándolos a su imagen para que habiten en esos lugares, le rindan culto, y en recompensa dominen sobre todas sus obras, sobre la tierra, la mar y el aire, y multipliquen la raza de sus santos y justos adoradores! ¡Mil veces dichosos, si comprenden su ventura y perseveran en la virtud!»

»Esto cantaban, resonando por todo el Empíreo las voces de ¡aleluya! Y así fue solemnizado el sábado.

»Creo haberte satisfecho ya en lo que deseabas. Sabes cómo empezó este mundo, el origen de cuanto en él existe, y lo que desde el principio se hizo anterior a tu memoria, para que la posteridad, informada por ti, tenga de todo conocimiento. Si más pretendes saber, con tal que no exceda a la humana capacidad, manifiéstalo.»

Libro octavo

Argumento


Adán hace algunas preguntas sobre los movimientos celestes, a las que contesta el Ángel con palabras dudosas, aconsejándole que procure informarse de cosas más dignas de saberse. Persuádese de ello Adán; pero deseoso de tener a Rafael más tiempo consigo, le refiere todo lo que recuerda su memoria desde que fue creado, y cómo entró en el Paraíso; su conferencia con Dios respecto a la soledad y a la compañía que pudiera convenirle; su primer encuentro y su desposorio con Eva; y prosigue discurriendo sobre este punto con el Ángel que después de hacerle algunas amonestaciones, regresa al cielo.


Suspendió el Ángel su relato, y tan dulce impresión dejaron sus palabras en los oídos de Adán, que por algún tiempo, creyendo estarle oyendo todavía, permaneció inmóvil y atento; hasta que por fin, como quien de pronto vuelve en sí, le dijo en tono de agradecido:

«¿Cómo podré mostrar el debido reconocimiento ni corresponder a la merced que me has dispensado, divino historiador, satisfaciendo cumplidamente el anhelo que tenía de instruirme, y llevando tu amistosa condescendencia hasta el punto de revelarme cosas que jamás hubiera podido adivinar? Con asombro, pero con gran deleite, las he escuchado, y atribuyo al Sumo Hacedor toda su gloria, como es debido. Quédanme, sin embargo, algunas dudas que únicamente tú puedes resolver; porque cuando contemplo esta admirable fábrica, este mundo compuesto de cielo y tierra, y calculo su magnitud, la tierra me parece un grano de arena, un átomo, comparada con el firmamento y todos sus numerosos astros, y que estos recorren espacios incomprensibles, de lo cual son prueba su distancia y su breve reaparición diurna. Pero ¿es posible que no tengan otro oficio que difundir la luz alrededor de esta opaca tierra, de este diminuto globo, formando el día y la noche, y que su vasta carrera atienda a objeto tan poco útil? Cuando en esto pienso, me maravillo de que la Naturaleza, tan próvida y sabia, incurra en semejantes desproporciones; que con tan pródiga mano haya creado y multiplicado esos sublimes cuerpos, sin otro fin, al parecer, y que les imponga tan incesante revolución, que se repite día por día; mientras la sedentaria tierra, que hubiera podido moverse en círculo más estrecho, servida por seres más nobles que ella, realiza su destino sin tanta agitación, y recibe el calor y la luz como un tributo que le presta el incalculable curso de una velocidad que no puede apreciarse, ni hay números que puedan expresarla.»

Habló nuestro padre así, y en su aspecto indicaba estar entregado a profundas reflexiones; lo cual advertido por Eva, que, aunque un tanto apartada, se hallaba allí presente, se levantó de su asiento con humilde majestad y con una gracia que inspiraba al que la veía deseos de que permaneciese en aquel lugar, y se dirigió a visitar los frutos y las flores, para ver cómo prosperaban sus tiernas y pomposas plantas; y ellas se abrieron al sentir que se acercaba, y crecieron regocijadas al contacto de su hermosa mano. Mas no se retiró disgustada del discurso que había escuchado, ni porque su inteligencia fuese inferior a tan sublimes cosas, sino por reservarse el placer de que Adán se las repitiese, y de ser ella su solo oyente. Prefería oírlas de boca de su esposo más que de la del Ángel, y dirigirle a él sus preguntas, porque estaba segura de que este añadiría interesantes digresiones, y de que sus conyugales caricias allanarían cuantas dificultades se le ocurrieran; que de sus labios salía otro encanto tan dulce como el de sus palabras. ¡Oh! ¿dónde hallaríamos hoy semejante consorcio, unido por el amor y el recíproco respeto? Retirose pues con la dignidad de una diosa, y no sin el correspondiente séquito; que en su compañía iban las gracias seductoras rodeándola como a una reina, brotando en torno y de todos los ojos destellos del deseo que de continuo incitaba a contemplarla.

A las dudas propuestas por Adán, respondió Rafael con ingenua benevolencia: «No censuro tu anhelo de saber, que el cielo es como el libro de Dios abierto ante tus ojos, en el cual puedes leer sus obras maravillosas y aprender a distinguir estaciones, horas, días, meses y años. Que sea el cielo el que se mueve, o la tierra, te importa poco, con tal que tus cálculos sean exactos; lo demás, sabiamente ha hecho el supremo Artífice en encubrirlo tanto al hombre como al ángel, no divulgando secretos que son para admirados más bien que para escudriñarse. A los que gustan de desvanecerse en conjeturas, deja Dios que se pierdan en fútiles cuestiones sobre la máquina de los cielos, quizá para burlarse de sus vanas sutilezas; y cuando pretendan estudiar el cielo y someter a cálculo las estrellas ¡qué no inventarán para ajustarlo todo a una forma! Construyendo unas veces y destruyendo otras, se esforzarán en salvar las apariencias, y rodearán la esfera de curvas concéntricas y excéntricas, con sus ciclos y epiciclos y sus orbes colocados unos dentro de otros. Esto he colegido yo de tus razonamientos, y en esto te seguirán tus descendientes. Supones que los cuerpos mayores y más luminosos no pueden estar subordinados a los más pequeños y opacos, ni los cielos girar en tan inmenso espacio, mientras la tierra, tranquilamente asentada, es la única que goza de su tributo; mas considera, en primer lugar, que ni la magnitud ni la lucidez son indicios de excelencia, porque, si bien en comparación del cielo, es la tierra tan pequeña y no ostenta fulgor alguno, puede poseer riquezas de más cuantía y más preciadas que el Sol, el cual brilla, pero estéril, y cuya virtud es tan ineficaz para él cuanto fructuosa para la tierra. Ella es la primera que recibe sus rayos, que de otra suerte serían inútiles, la que se alimenta de su vigor; y todas esas espléndidas luminarias no se han hecho para la tierra, sino para ti, morador terrestre. En cuanto a la vasta redondez del cielo, sobrado alto proclama la magnificencia del Hacedor, que ensanchó tanto su recinto para que el Hombre comprenda que no habita en mansión propia, edificio por demás anchuroso para él, del cual solo ocupa una pequeña parte y el resto está destinado a usos que únicamente el Señor conoce. La rapidez de esos círculos, por más que sean innumerables, debes atribuirla a su Omnipotencia, que añade a sus sustancias corpóreas una actividad casi espiritual. ¿Qué te diré yo de la velocidad con que camino? Partí del cielo en que Dios reside al rayar el alba, y antes de mediodía he llegado al Edén, salvando una distancia que no hay guarismos conocidos con que se indique. Discurro de este modo, admitiendo el movimiento de los cielos, para mostrarte cuán débiles son los fundamentos de tus dudas; pero no lo afirmo, aunque desde la tierra en que vives parezca así. Dios ha puesto los cielos tan distantes de la tierra, para que no penetre en sus vías el sentido humano, y para que si los ojos terrestres pretenden alzarse tanto, se pierdan en inútiles esfuerzos por aquellas altas regiones.

»Mas ¿y si el sol es el centro del Universo, y otros astros incitados por su fuerza atractiva y la suya propia, giran en torno de él describiendo varios círculos? Seis de ellos te lo hacen ver en su curso errante, elevándose unas veces, descendiendo otras, adelantándose, retrocediendo o permaneciendo inmóviles. ¿Y si el séptimo de esos planetas, la tierra, que aparece estable, participase a la vez de tres movimientos imperceptibles, que por otra parte debieran atribuirse a diferentes esferas obrando en sentido contrario y cruzándose oblicuamente? O eximes de semejante faena al Sol, o supones inalterable a ese veloz rombo, que no ves de día ni de noche, que haces superior a todas las estrellas y semejante a una rueda que gira sin cesar; creencia de que puedes prescindir, si la tierra, industriosa de suyo, busca el día encaminándose al oriente, y si por la parte privada de los rayos del sol halla la noche, reflejando la claridad de la luz en su hemisferio opuesto. Y ¿qué diremos si esa misma luz enviada por la tierra a través de la atmósfera transparente, fuese como la de un astro para el globo terrestre de la luna, que la iluminase de día, y a su vez fuese iluminada por ella durante la noche? La influencia sería totalmente recíproca siendo cierto que la luna contenga campos y aun habitantes: las manchas que ves en ella semejan nubes; las nubes pueden resolverse en lluvia, y esta producir en su jugoso suelo frutos que den alimento a los seres allí nacidos. Un día quizás descubrirás nuevos soles que lleven en pos sus lunas, y se transmitan su luz masculina y femenina; sexos ambos que animan el universo, y que pueden difundir la vida en cada uno de los orbes donde residen. Que esparcidos por el vasto imperio de la naturaleza, privados de seres vivientes, yermos y desiertos, estén limitados estos cuerpos a ostentar su luz, y apenas envíen un destello de ella a los demás orbes, atraídos desde tan lejos hacia la región habitable, que recibe de los mismos su esplendor, será asunto de eterna controversia. Pero que estas opiniones sean o no fundadas; que el sol, predominante en los cielos, influya sobre la tierra, o la tierra sobre el sol; que él dé en el oriente principio a su inflamado curso, o ella emprenda su silencioso camino desde el occidente, adelantando lenta sus inofensivos pasos, y gire sobre su fácil eje, conduciéndote sin sentir con su apacible aire; ideas son con que no debes atormentar tu pensamiento: deja estos secretos a la sabiduría de Dios; pon tu celo en servirle y en temerle. Que disponga Él de sus criaturas, donde quiera que estén, según le plazca; y tú goza de los bienes que te ha otorgado, de este Paraíso y tu hermosa Eva. El Cielo está muy sobre ti para que puedas averiguar lo que acaece en él. Sé humilde en tu ciencia; cuida solamente de ti y de lo que te concierne; no sueñes en otros mundos, ni en las criaturas que puedan morar en ellos, o en su estado, condición y clase; y conténtate con cuanto te ha sido revelado, no solo respecto a la tierra, sino al más elevado cielo.»

A lo que, aclaradas ya sus dudas, respondió Adán: «Me has satisfecho plenamente ¡oh pura inteligencia del Cielo, benigno Ángel! Me has librado de incertidumbres, mostrándome el camino más llano de la vida, y enseñándome a no acibarar las dulzuras de mi existencia, que Dios ha preservado de angustiosos cuidados y pesares, siempre que nosotros renunciemos a quiméricos pensamientos y nociones vanas. Pero el espíritu o la imaginación propenden a lanzarse libres de todo freno en errores interminables, hasta que desengañados o aleccionados por la experiencia, se persuaden de que no consiste el verdadero saber en el profundo conocimiento de cosas inútiles, abstractas e incomprensibles, sino el de todo aquello que está a nuestros alcances y de que hacemos uso todos los días de nuestra vida: lo demás es humo, vanidad, locura, que hace impracticable, que frustra lo que más debe interesarnos, y que empeña más y más nuestra ansiosa solicitud. Descendamos pues de la altura en que nos hallábamos, y tratemos de asuntos más humildes y provechosos; así tendré ocasión de acertar a dirigirte preguntas que no te parezcan inoportunas, y a que te dignarás replicar benévolamente, favoreciéndome como hasta ahora.

»Te he oído referir todo lo que es anterior a mis recuerdos; permíteme que a mi vez te refiera yo mi historia, que tal vez te sea desconocida. El día no declina aún, y aprovecharé, como ves, lo que resta en idear algún recurso con que entretenerte, invitándote a que oigas mi narración. Sería una insensatez el creer que no he de merecerte respuesta alguna, porque mientras estoy a tu lado, me parece hallarme en el cielo. Tus palabras son a mis oídos más dulces que grato es el fruto de la palmera para aplacar el hambre y la sed, a la hora de la comida, después del trabajo; que aquel, aunque sabroso, al fin llega a cansar y produce hartura; pero tus palabras, dictadas por la divina gracia, jamás hastían.»

Y le contestó Rafael con celestial agrado: «Tampoco tus labios, padre de los hombres, carecen de gracia, ni tu lengua de elocuencia. Dios te ha prodigado interior y exteriormente sus dones, haciéndote imagen suya, y bien hablando, bien permaneciendo en silencio, muestras esa gentileza y bella disposición que acompaña a todas tus palabras y movimientos. En el cielo te consideramos como nuestro compañero de servicio en la tierra, y nos complacemos en observar las miras de Dios con respecto al Hombre, porque vemos cuánto te ha honrado, igualándote en el amor con que nos mira a nosotros. Di, pues, cuanto te plazca. Sucedió que aquel día estaba yo ausente, ocupado en un viaje arduo y penoso para hacer una larga excursión a las puertas del infierno. Iba una legión numerosa, según se nos había mandado, con el fin de vigilar todos los pasos e impedir que saliesen espías de los enemigos mientras el Señor estaba en su obra, no fuese que indignado de tal temeridad, destruyese lo que había creado; pues bien que nada pudiesen ellos intentar sin su consentimiento, quiso, como supremo monarca, enviarnos a cumplir sus altos mandatos y probar la prontitud de nuestra obediencia. Llegamos en breve; encontramos cerradas y fuertemente barreadas las pavorosas puertas; pero antes de aproximarnos, oímos dentro un rumor que en nada se parecía a los armónicos sones de los cánticos ni las danzas, sino a los gritos de los tormentos, de las lamentaciones y de la furiosa rabia. Volvímonos alegres a las colinas limítrofes de la luz antes que anocheciese el sábado, así como se nos había ordenado. Pero comienza ya tu relato, el cual escucharé con el mismo gusto que tú has escuchado el mío.»

Esto dijo el divino Nuncio; y prosiguió así nuestro primer padre: «Difícil le es al Hombre decir cómo empezó su vida, porque ¿quién conoce su verdadero origen? Pero el deseo de seguir conversando contigo me animará a hacerlo. Cual si nuevamente despertase del más profundo sueño, me hallé muellemente recostado sobre la florida yerba; y cubierto de un balsámico sudor, que tardaron poco en enjugar los rayos del Sol, absorbí aquellos húmedos vapores. Volví en seguida hacia el cielo mis ojos asombrados, y estuve un rato contemplando el espacioso firmamento; hasta que levantándome de pronto por un movimiento instintivo, salté como esforzándome en llegar a él, y me hallé derecho sobre mis pies, que me sostenían. Alrededor vi colinas y valles, umbrosos bosques, llanuras bañadas de sol, líquidos arroyuelos que murmurando se deslizaban, y por do quiera criaturas que vivían y se movían, que andaban o volaban, y aves que gorjeaban entre el ramaje. Todo se mostraba risueño, y mi corazón estaba inundado en fragancia y en alegría.

»Reparé entonces en mí mismo, examiné todos mis miembros, di algunos pasos, y me determiné a correr, valiéndome de mis sueltas articulaciones, e impelido por la vigorosa fuerza que en mí sentía; pero ¿quién era yo, dónde estaba, por qué existía? De nada tenía noticia. Probé a hablar, y hablé sin dificultad, prestándose a ello mi lengua, y poniendo nombre a cuanto veía; y exclamé: «¡Oh Sol, claridad hermosa, y tú, Tierra, que recibes su luz y que tan lozana te ostentas y tan risueña: montes y valles, ríos, bosques y llanuras: y vosotros los que gozáis de vida y de movimiento, bellísimas criaturas! Decidme, decidme, si lo sabéis, de dónde procedo y cómo me encuentro aquí. No procedo de mí mismo, sino seguramente de un gran Hacedor, tan grande por su bondad como por su poder. Decidme cómo he de conocerle, cómo podré adorarle, pues por él gozo de movimiento y vida, y me siento más feliz de lo que yo mismo puedo comprender.»

»Y mientras hablaba así, me encaminé sin saber adónde, lejos del sitio donde por vez primera respiré el aire y contemplé esa encantadora luz; y como nadie me respondiese, me senté pensativo en un verde y sombrío ribazo, bordado todo de flores. Por primera vez también me asaltó el delicioso sueño, que con dulce opresión y sin alarmarme embargó mis sentidos, bien que temí volver a la insensibilidad de mi primer estado, y disolverme repentinamente. Mas en el mismo punto se apoderó de mi mente un sueño, cuya agradable representación vino a hacerme creer que gozaba aún de mi ser, que vivía aún; y figuróseme que llegaba allí alguien de divino aspecto, y que me decía: «Adán, tu mansión te llama; levántate, Hombre, destinado a ser el primer padre de innumerables hombres. Vengo, llamado por ti, para conducirte al delicioso jardín donde tienes dispuesta tu morada.» Esto diciendo, me asió de la mano, y deslizando por el aire sin dar paso alguno, me transportó por encima de los campos y de las aguas a una selvosa montaña, cuya cima era una llanura, ancho recinto cercado de hermosísimos árboles, de calles y de bosques; que de cuanto hasta entonces había visto en la tierra, nada apenas me parecía tan agradable. Los frutos que en extremada abundancia pendían de cada árbol, incitaban primero a los ojos y encendían después el apetito en deseo de cogerlos y de gustarlos; y en esto desperté, y vi que era realidad lo que con tal viveza el sueño me había pintado. De nuevo hubiera emprendido mi carrera, a no habérseme aparecido entre los árboles la divina presencia del que en aquel lugar me servía de guía; y lleno de júbilo, pero con respetuoso temor, me prosterné ante sus plantas para adorarle.

»Hízome levantar, y con la mayor dulzura me dijo: «Yo soy el mismo que buscas, el autor de cuanto ves encima, debajo y alrededor de ti. Te hago dueño de este Paraíso; tenle por tuyo para cultivarle, guardarle y sustentarte de sus frutos. De todos los árboles que en este jardín crecen, come libremente y con corazón alegre; no padezcas necesidad; pero del que lleva en sí el conocimiento del bien y del mal, que he plantado en medio del jardín, junto al árbol de la vida, y para prueba de tu obediencia y fidelidad (no olvides jamás este precepto), guárdate de gustar, y evita sus funestas consecuencias. Sabe que el día que comas de él y quebrantes el único mandato que te impongo, morirás infaliblemente, serás mortal desde entonces, perderás tu presente felicidad, y expulsado de aquí, irás a un mundo de desdichas y penalidades.»

»El severo tono con que pronunció esta rigurosa prohibición resuena aún con terrible eco en mis oídos, dado que está en mi mano no incurrir en semejante pena; mas en seguida cobró su risueño aspecto, y prosiguió hablándome en estos afectuosos términos: «No solo este encantador recinto, sino la tierra toda te doy a ti y a tu descendencia. Poseedla como dueños, con todo lo que vive en ella, en el agua y en el aire, animales, peces y aves; en testimonio de lo cual, he ahí a los pájaros y cuadrúpedos según la especie de cada uno: te los presento para que les impongas sus nombres, y para que con la más sumisa obediencia te rindan homenaje; y lo propio has de entender de los peces, que residen dentro del agua, y no comparecen aquí porque no pueden abandonar su elemento ni respirar este aire, sutil para ellos en demasía.» Y mientras así se expresaba, fueron de dos en dos acercándose a mí las aves y los animales, postrándoseme estos con mansos halagos, y aquellas descendiendo, sostenidas en sus alas. Íbales dando nombre a medida que pasaban, e instruyéndome en su naturaleza, que de tal penetración me había dotado Dios en aquel momento; pero en ninguna de aquellas criaturas hallaba lo que parecía aún faltarme; y así me atreví a preguntar a la celeste visión:

«Y a ti ¿cómo te llamaré? Porque tú eres superior a todos estos, superior al Hombre, a todo lo que es más que el Hombre, y a cuanto pudiera yo nombrar. ¿Cómo podré adorarte, autor de este Universo y de todo lo que es un bien para el Hombre, cuya felicidad has labrado tan sin medida, disponiéndolo todo para este fin? Pero nadie participa conmigo de tan gran ventura. ¿Qué dicha hay en la soledad? ¿Qué goce es el que se disfruta a solas? Y aún gozando así de todo ¿cómo puede uno satisfacerse?»

»La presuntuosa resolución con que dijo esto sugirió a mi celeste visión una sonrisa que realzó su majestad; y añadió: «¿Qué entiendes por soledad? ¿No están la tierra y el aire poblados de criaturas vivientes, que dóciles a tu voluntad, se muestran contentos con tu presencia? ¿No comprendes su lenguaje y sus instintos? También alcanzan ellos una inteligencia y una razón que no son de despreciar. Recréate con ellos, trátalos como soberano dueño de un vasto imperio.»

»Estas palabras del universal Señor me parecieron un mandato; y en tono suplicante, como quien demanda indulgencia, repuse: «¡Que no te ofendan mis palabras, Señor Omnipotente y Hacedor mío! ¡Préstame benignos oídos! ¿No te has dignado hacerme aquí tu representante, y disponer que sean inferiores a mí todas estas criaturas? Pues ¿qué sociedad, qué armonía, qué verdadero placer puede ser común a los que no se consideran entre sí iguales? No hay mutualidad de afecto, si no se da y se recibe en la proporción debida, porque en la desigualdad que eleva a unos y rebaja a otros, no puede existir perfecto acuerdo y se establece pronto recíproco desvío. Hablo de la sociedad tal como yo la desearía, en que los placeres razonables han de ser comunes, y no pueden serlo en el consorcio del bruto con el hombre. Cada cual busca solaz en los de su especie, como el león en la compañía de la leona, y por eso tú mismo los has unido en parejas; que no solo es imposible que se entiendan el pájaro y la fiera, o el pez y el ave, mas ni siquiera el simio con el buey, y menos el hombre con el bruto, por ser esto lo más difícil.»

A lo cual, sin manifestar desagrado, respondió el Todopoderoso: «Veo, Adán, que quieres procurarte una felicidad perfecta y pura en la elección de tus asociados, y que no hallarás placer, con encontrarte rodeado de tantos goces, viéndote solitario. ¿Qué juzgas de mí y de mi actual estado? ¿Crees que yo soy completamente feliz o no? Solo estoy toda una eternidad; no reconozco segundo ni semejante, y mucho menos igual: ¿con quién, pues, he de comunicarme, sino con los que son hechura mía; inferiores a mí, e infinitamente inferiores a lo que respecto a ti son las demás criaturas?»

»A esta pregunta respondí humildemente: «Soberano del mundo, para concebir la alteza o profundidad de tus eternos designios ¡qué limitado es el alcance humano! Tú eres perfecto por ti mismo, y en ti no cabe la menor falta. No es así el Hombre, que se perfecciona gradualmente con el deseo de asociarse a sus semejantes para hacer más llevaderos o mejorar sus defectos. Ni en ti hay la necesidad de reproducirte, siendo infinito como eres y, aunque uno, cabal en número. El número es lo que manifiesta en el Hombre su imperfección individual, y así debe producir el semejante de su semejante, y para multiplicar su imagen, imperfecta en la unidad, necesita de un amor mutuo, de una compañía querida; pero tú, aunque solo en tu recóndito alcázar, no has menester mejor acompañamiento que tú mismo; no buscas otra sociedad; y si tal quisieses, sublimarías a una de tus criaturas hasta unirla o ponerla en comunicación contigo, hasta divinizarla; mientras que yo no puedo levantar al que se arrastra por la tierra para conversar con él, ni hallar en su trato complacencia alguna.»

»Alentado por su bondad, hablele así, valiéndome del permiso que me otorgaba; Él acogió mi indicación, replicando con su graciosa y divina voz: «Me he complacido hasta ahora en probarte, Adán, y advierto que no solo conoces a los animales, pues has dado a cada cual adecuado nombre, sino que te conoces a ti mismo. Bien descubres el libre espíritu que en tu interior he puesto, la imagen mía, que no he concedido a los brutos, por lo cual no puedes igualarte a ellos. Razón tienes en considerar extraña su sociedad, y piensa siempre del mismo modo. Antes de oírte, sabía que no era conveniente al hombre la soledad; mas la compañía que entonces viste no es la que te destino; te la mostré únicamente para probar si juzgabas bien de tu conveniencia y de lo que es justo. Lo que ahora te presentaré ha de agradarte seguramente; será una semejanza tuya, un sostén a propósito para ti, un segundo tú, exactamente igual a lo que anhela tu corazón.»

»Calló al decir esto, o yo no le oí decir más, porque rendida mi naturaleza terrestre a aquella virtud divina, que por tanto tiempo me había tenido remontado a la excelsa altura de su celestial coloquio, como deslumbrado y oprimido por una fuerza que embarga los sentidos, no pudiendo vencer mi languidez, recurrí al alivio del sueño, y este acudió al instante, traído en mi auxilio por la naturaleza, y cerró mis párpados, pero dejó clara mi vista interior, la luz de mi fantasía; y arrebatado, como en un éxtasis, me pareció percibir, aunque dormido, el mismo glorioso ser que había tenido despierto ante mis ojos; y vi que descendía hasta mí, y que me abría el costado izquierdo y sacaba de él una costilla teñida toda en sangre del corazón, principio y savia de la existencia. La herida era profunda, mas de repente se cubrió de carne nueva y quedó sanada.

»Dispuso la visión creadora y modeló la costilla con sus manos, y de ellas salió una criatura semejante al Hombre, pero de diferente sexo, y tan en extremo hermosa, que cuanto en el mundo me había parecido bello, dejé de verlo tal desde aquel instante, o más bien lo contemplé cifrado en ella y en el encanto de sus ojos; los cuales llenaron mi corazón de un suave deleite que antes no había sentido, y esparcieron en todo cuanto la rodeaba el espíritu del amor y el más delicioso anhelo. A poco desapareció, privándome de su luz, y desperté, y corrí en su busca, resuelto a hallarla, o a lamentar su pérdida para siempre y renunciar a toda otra felicidad. Y cuando menor era mi esperanza, hela nuevamente a corto trecho de allí, conforme se me había en el sueño aparecido, revestida de todas las seducciones que tierra y cielo podían juntar para hacer su beldad más interesante. Llegose a mí llevada por su creador celestial, que aunque invisible, con su voz la dirigía, habiéndola impuesto ya en los deberes de la santidad nupcial y en los ritos del matrimonio. La gracia acompañaba sus pasos, el cielo reverberaba en sus ojos, y la dignidad y el amor presidían todos sus movimientos. Enajenado de júbilo, no pude menos de exclamar así:

«Esta vez colmas mis deseos. Cumpliste ya tu promesa, bondadoso Señor, dispensador de todos los bienes, y de este en especial, el mayor don que has podido hacerme. ¿Cómo no me lo envidias? Ya veo el hueso de mis huesos, la carne de mi carne: en ella me veo a mí. Mujer es su nombre; del Hombre ha sido sacada; y por esta causa el Hombre dejará a su padre y a su madre para unirse con su mujer; y ambos serán una misma carne, un mismo corazón y una sola alma.»

»Ella me oyó; y aunque impulsada hacia mí por una fuerza divina, la inocencia, el pudor virginal, su virtud, la conciencia de su dignidad, que ha de ser requerida antes que conquistada, que no es fácil ni espontánea, sino retraída y cauta, para que su incentivo sea mayor, en suma, la naturaleza, bien que exenta de todo pensamiento pecaminoso, tan poderosamente obró en ella, que al verme se retiró. Yo la seguí; ella, poseída del sentimiento del honor, con majestuosa condescendencia aprobó la demostración de mi solicitud; y la conduje al lecho nupcial, arrebolado su rostro con el carmín de la aurora. Los cielos todos, las favorables constelaciones marcaron aquella hora con su más benigna influencia; congratulose la tierra; estremeciéronse de gozo sus colinas; las aves gorjearon alborozadas, y el fresco ambiente y los bullidores céfiros difundieron la nueva entre los bosques, derramando sus alas las rosas y perfumes que habían libado en las aromáticas florestas; hasta que la enamorada avecilla de la noche cantó aquel himeneo, y dio priesa a la estrella de la tarde para que iluminando la cima de su colina, encendiese la nupcial antorcha.

»Te he dicho pues lo que pasó por mí: mi historia te hará ver la felicidad terrestre de que disfruto. Confieso que todo me causa placer aquí, pero un placer que, anhelado o involuntario, ni excita en mí cambio alguno, ni produce mayor deseo, como me sucede con la delicada sensación que comunican a mi paladar, a mi vista y a mi olfato los frutos, las plantas y las flores, y lo agradables que me son el paseo y el melodioso cántico de las aves. Enajenado con cuanto veo, enajenado con cuanto toco, nada es, sin embargo, comparable con la pasión que experimenté por primera vez. ¡Qué conmoción tan extraña! En todos los demás goces me reconozco superior, dueño de mí mismo; en este solamente, en el poder fascinador que sobre mí ejerce el encanto de la belleza, cedo a la debilidad; y bien porque mi naturaleza no sea bastante fuerte para oponer resistencia a su seducción, bien porque en la merma de mi costado haya perdido más de lo necesario, es lo cierto que esa belleza tiene en sí demasiados atractivos, siendo en su exterioridad tan perfecta, aunque interiormente no lo sea tanto. No se me oculta que, atendido el fin primordial de la Naturaleza, la excelencia del espíritu y de las facultades internas, es evidente su inferioridad, y que aun considerada en sus formas, se asemeja menos a la imagen del Creador que nos hizo a entrambos, y no corresponde al sello de predominio que llevamos sobre las demás criaturas; pero cuando contemplo de cerca su beldad, me parece tan seductora, tan acabada en sí misma, que su menor deseo, su menor palabra juzgo que es lo más cuerdo, lo más virtuoso, lo más discreto y lo mejor que ocurrirse puede. La ciencia más sublime se da ante ella por vencida; el mejor razonamiento al lado del suyo queda desconcertado y acaba por parecerme un desvarío; síguenla ciegamente la autoridad y la razón, como si hubiera sido ella formada la primera, y no después que yo, y accidentalmente: en suma, y para decirlo de una vez, en ella moran y ejercen su supremo imperio la majestad del alma y la nobleza, que la rodean con la aureola del respeto, como custodios angelicales.»

A esto con severo semblante replicó el Ángel: «No acuses a la Naturaleza, que ha hecho cuanto en su mano estaba. Haz tú lo propio, y no desconfíes de la sabiduría, que no ha de abandonarte mientras tú no te apartes de ella en el momento de necesitarla más, y mientras no des exagerada importancia a lo que la merece menos, como por ti mismo lo puedes ver: porque ¿qué es lo que tanto admiras? ¿qué lo que de tal modo te enajena? La belleza es sin duda digna de tu afecto, de tu respeto y de tu amor, mas no de rendimiento tan absoluto. Compárate con ella, y estímate en lo que vales, que a veces nada es tan provechoso como esa estimación de sí mismo bien entendida y puesta en sus justos y razonables límites. Cuanto más procures conocerte a ti, más se persuadirá ella de tu superioridad, y menos se sobrepondrán a la realidad las apariencias. Dios la hizo seductora para que te inspirase mayor agrado, y al propio tiempo majestuosa para que la honrases con tu amor, que si no procede con cordura, tardará poco ella en comprenderlo. Pero cuando el deleite de los sentidos, que sirve para la propagación de la especie, absorbe todos los demás placeres, debe reflexionarse que ese mismo deleite se ha concedido a los irracionales, los cuales no participarían de él si fuese digno de avasallar el alma humana y de que preponderase en ella esta pasión. Sigue amando los encantos, la ternura, la discreción que hallas en tu compañera; ámala en este sentido, pero no con pasión, porque no consiste en ella el verdadero amor. El amor purifica el pensamiento y engrandece el corazón; lleva a la razón por guía; préciase de juicioso; sirve de escala para remontarse hasta el amor celeste, y no se mancha con el deleite de la carne: por esto no ha sido sacada tu compañera de entre las bestias irracionales.»

Al oír esto, repuso Adán medio avergonzado: «No es su extrema belleza, aun siendo tan seductora, ni el deseo de la procreación, común a todos los seres (pues tengo más alta idea del lecho nupcial, que miro con misterioso respeto), lo que me enamora en ella, sino la gracia impresa en todas sus acciones, los mil y mil donaires con que acompaña cuanto dice y cuanto hace, y su amorosa y dulce condescendencia; señales evidentes todas de la unión que reina en nuestras almas hasta hacer una sola de ambas, y de la armonía en que vivimos los dos esposos, más agradable que la del más armonioso son a nuestros oídos. No es esto lo que me subyuga (nada te oculto de lo que pasa en mí); no estoy ofuscado, porque mis sentidos perciben los objetos conforme a su variedad y a la influencia que ejerce cada uno; me conservo libre para dar la preferencia a lo mejor y para decidirme por lo que prefiero. Tú no me vedas que ame; al contrario, me dices que el amor nos sublima al cielo, y que es quien allá nos encamina y guía. Pues bien: permíteme que te pregunte ahora: ¿no aman los espíritus celestiales? Y ¿cómo expresan su amor? ¿Contemplándose únicamente, o por medio de una irradiación mutua, o de un contacto bien sea virtual, bien inmediato?»

A lo que con celestial semblante, que animaba el sonrosado carmín propio del amor, contestó sonriendo el Ángel: «Bástete saber que somos felices, y que sin amor no hay felicidad. Ese puro, aunque corpóreo deleite de que disfrutas, porque tú has sido creado puro, nosotros lo gozamos en sumo grado; no hallamos embarazo alguno en las partes de nuestro cuerpo. Si los espíritus se acercan, se confunden totalmente, más que el aire con el aire, aunándose la pureza de sus esencias, y no viéndose en la precisión de juntar la carne con la carne, y el alma con el alma. Y ya no puedo retrasarme más: el sol se aleja, trasponiendo el Cabo Verde de la tierra y las islas Hespérides, que es la señal de mi partida. Persevera en el bien, sé feliz, y ama; ama sobre todo a Aquel que cifra el amor en la obediencia, y no olvides su mandamiento. Cuida que la pasión no extravíe tu juicio, ni te induzca a hacer nada de lo que repugna a una voluntad libre. En tu mano tienes tu felicidad o desgracia y la de tus hijos; y así procede con gran cautela. En tu perseverancia nos complaceremos no solo yo, sino todos los bienaventurados. Mantente firme; que de conservarte en tu actual estado o para siempre perderlo, tú eres exclusivamente árbitro y responsable; y pues Dios te ha hecho perfecto cuanto es menester para que no necesites de ayuda extraña, rechaza toda tentación que te aleje de tu obediencia.»

Levantose el Ángel al decir esto, y Adán le despidió mostrándole su gratitud en estos términos: «Pues ya es forzosa tu ausencia, ve en paz, huésped celestial, divino nuncio de Aquel cuya soberana bondad adoro. ¡Cuán complaciente, cuán amoroso has estado para conmigo! El honor que me has dispensado te agradecerá siempre mi memoria. Sigue siendo el protector y amigo del género humano, y visítame con frecuencia.»

Y de esta suerte se separaron en la umbría floresta, el Ángel volviendo al cielo, y Adán entrándose en su morada.

Libro nono

Argumento


Después de explorar Satán la tierra con la más maligna intención, vuelve de noche al Paraíso, introduciéndose en forma de vapor acuoso en el cuerpo de la Serpiente que yacía dormida. Salen Adán y Eva al amanecer para continuar su trabajo, el cual propone Eva que se divida, dirigiéndose cada cual a distinto punto; mas Adán no lo aprueba, alegando el peligro que podían correr, y temeroso de que el enemigo contra quien ya estaban prevenidos, no sedujese a Eva al hallarla sola. Picada ella de que no la creyese bastante cuerda o bastante fuerte, insiste en que se separen, deseando además dar pruebas de su firmeza. Cede por fin Adán; la Serpiente halla sola a su Esposa; acércase cautamente; empieza por contemplarla; le dirige la palabra, y con lisonjeros encarecimientos la declara muy superior a todas las demás criaturas. Admirada Eva de oír hablar a la Serpiente le pregunta cómo ha adquirido aquella facultad humana, y la inteligencia de que carecía antes; la Serpiente responde que habiendo probado el fruto de cierto árbol que allí existía, ha adquirido a un mismo tiempo la palabra y la razón, de que hasta entonces no había gozado. Ruégale Eva que la conduzca adonde está el árbol, y al verlo reconoce que es el de la ciencia prohibida; pero más alentada ya la Serpiente, la induce con mil instancias y artificios a que pruebe el fruto, y hallándolo de un sabor delicioso, reflexiona un momento si debe o no participárselo a Adán; pero al cabo va a presentárselo, y le refiere lo que la ha decidido a comer de él. Queda al pronto consternado Adán; pero considerando que su Esposa está perdida, resuelve, llevado de su vehemente amor, perecer con ella, y atenuando su falta, come también del mismo fruto. Efectos que ambos experimentan. Procuran encubrir su desnudez, y acaban por reconvenirse y acusarse mutuamente.


Cesen ya las pláticas que Dios o un ángel, huésped del Hombre, sostenían familiarmente con él, como con un amigo, dignándose de sentarse a su lado, de compartir con él su campestre mesa y de permitirle discurrir sencillamente sin mostrarse con él severo. Una trágica catástrofe sucederá a esta escena: insensata desconfianza, monstruosa infidelidad, desobediencia y rebelión por parte del Hombre; por parte de Dios, de tal manera olvidado, desvío y profundo disgusto, indignación, justísimo rigor y terrible sentencia, que trajo sobre el mundo un cúmulo de males, el pecado y la muerte que le acompaña, y la miseria precursora de la muerte: enojoso empeño, pero asunto no menos sublime y más heroico que la cólera del inexorable Aquiles persiguiendo a su enemigo tres veces fugitivo alrededor de las murallas de Troya, y que el furor de Turno al verse privado de Lavinia, su prometida esposa, y la ira de Neptuno y de Juno, tan pertinaz contra los griegos y contra el hijo de Citerea. Y no me será difícil remontar mi canto a tal altura, si logro el auxilio de mi celeste protectora, que sin ser llamada acude a mí todas las noches, y me dicta entre sueños o me inspira fáciles rimas en que yo no había pensado.

Largo tiempo ha que por vez primera elegí este asunto para un canto heroico, pero comencé ya tarde. La naturaleza no me ha dado facilidad para pintar guerras que hasta aquí se han contemplado como el único argumento para la poesía heroica: ¡sublime aspiración realzar a fuerza de largos y repugnantes desastres, hazañas de fabulosos caballeros en batallas también supuestas, y no consagrar un solo canto a la verdadera fortaleza, a la paciencia y heroicidad de los mártires; describir evoluciones y juegos, vistosas empalizadas, escudos relumbrantes de empresas y blasones, bridones encubertados, arneses bordados de oro, y arrogantes jinetes entrando en las justas y en los torneos; y luego la suntuosidad de los banquetes, servidos en magníficos salones por numerosos pajes y escuderos; primores artificiosos y rutinarios, que no pueden dar justo y heroico renombre ni al autor ni a su poema! Pero a mí, que no he puesto mi arte ni mi estudio en estas cosas, se me ofrece argumento más sublime, bastante por sí solo a granjearme alta reputación, a no ser que la tardanza del tiempo, el hielo del clima o el de mis años entorpezcan mis ya rendidas alas; y no podría menos de suceder así, si esta obra fuese exclusivamente mía, y no del nocturno numen que sugiere sus cantos a mis oídos.

Hundíase el Sol en el océano, y con él desaparecía la estrella de Héspero, cuyo oficio es llevar el crepúsculo a la tierra, sirviendo de medianera entre el día y la noche. Del uno al otro extremo del hemisferio extendía esta su velo en torno del horizonte, a tiempo que Satán, a quien Gabriel había intimidado con sus amenazas y expulsado del Edén, más diestro ahora en su falacia y malignidad, y más ansioso de la perdición del Hombre, a pesar de que se exponía él también a mayor castigo, sin temor alguno resolvió penetrar de nuevo en aquellas regiones. Era de noche cuando emprendió el vuelo; a la mitad de ella había acabado de dar la vuelta a la tierra, porque evitaba el día, desde que Uriel, que regulaba el movimiento del Sol, le descubrió al entrar en el Edén y previno contra sus intentos a los querubines que lo guardaban. Así expulsado y poseído de mortal angustia, siete noches consecutivas anduvo rodando entre las tinieblas: tres veces recorrió la línea equinoccial, y cuatro, atravesando los coluros, cruzó por el carro de la noche de polo a polo. A la octava noche volvió al Paraíso, y en la parte opuesta a la que guardaban los querubines, descubrió una entrada furtiva, que ellos no conocían.

Había allí un lugar (ya no existe, y de esta novedad no fue causa el tiempo, sino el pecado), donde el Tigris se precipita en una profunda sima al pie del Paraíso, refluyendo parte de sus aguas hasta formar una fuente junto al árbol de la vida. En aquel precipicio se arrojó Satán, arrastrado por el río, y entre el salto que sus aguas daban subió al jardín, envuelto en su densa niebla. Allí buscó un sitio donde ocultarse. Había recorrido mares y tierras del Edén al Ponto Euxino y la laguna Meótides, y más allá de las riberas del Obi, y descendió al polo Antártico, cruzando al occidente, desde el Orontes al océano que se ve atajado por el istmo de Darién, y luego a las regiones bañadas por el Ganges y por el Indo. Al escudriñar así toda la tierra con minucioso examen y contemplar con profunda atención todas las criaturas, para elegir la que mejor se prestase a sus intentos, halló que la más astuta era la serpiente, y después de prolijas dudas y reflexiones, se convenció de que en ninguna como en ella podría injertar su insidioso espíritu, y en ninguna encubrir mejor sus siniestros odios a la más penetrante vista; porque en la falsedad de la serpiente no había ardid que pareciese impropio, ni cabía sospechar de su natural sutileza y malignidad, al paso que en los demás animales cualquier acto superior a su rudo instinto hubiera podido parecer influencia y sugestión diabólica. Esta fue al cabo su resolución; pero tales y tan desesperados combates traía en su interior, que prorrumpió en doloridos ayes, discurriendo así:

«¡Oh Tierra! ¡Cuán semejante eres al Cielo, por no decir superior y morada más digna de los dioses, dado que has sido producto de una segunda creación, con la cual se perfeccionó la antigua! Porque ¿hubiera Dios, después de hacer una obra perfecta, creado otra peor? ¡Oh terrestre cielo, alrededor del cual giran otros, que brillan únicamente para comunicarte sus resplandores! Solo para ti existen, al parecer, uno y otro astro, y en ti concentran los preciosos destellos de su sagrada influencia. Así como en el cielo Dios es el centro que se difunde por donde quiera, así lo eres tú también con respecto a los demás orbes que tienes por tributarios. En ti, que no en ellos, aparecen todas las virtudes conocidas que producen las yerbas y las plantas, y la estirpe más noble de los seres animados de vida gradual que crecen, sienten y raciocinan, dones todos cifrados en el Hombre. ¡Con qué placer, si de algún placer fuese yo capaz, recorrería tus campos, contemplando esa deliciosa alternativa de colinas y valles, ríos, bosques y llanuras; tan pronto tierras, tan pronto mares; aquí una ribera al pie de una selva, allá enormes rocas y grutas y cavernas! Pero ninguno de esos lugares me ofrece mansión ni asilo, y cuanto mayores son los encantos que me rodean, más grande es el tormento que llevo dentro de mí, como si fuese yo el odioso objeto de sentimientos tan encontrados. Toda dulzura se convierte para mí en veneno, y hasta en el cielo mi suerte sería tristísima. Y no es que yo quiera vivir aquí, ni aun en el cielo, de no imperar en él como soberano; porque no es la esperanza de llegar a condición menos miserable la que me anima ahora, sino el deseo de hacer a otros tan desdichados como lo soy yo, aunque redunde en mayor desventura mía; que lo que únicamente halaga mi desasosegado anhelar es la destrucción. Si en efecto, logro destruir, o que él propio labre su total perdición, al hombre para quien todo esto se ha creado, todo ello le acompañará en su ruina, como identificado que está con su prosperidad o su infortunio. ¡Sea con su infortunio! ¡Perezca cuanto aquí existe! De todas las potestades infernales, yo seré el único a quien quepa la gloria de haber aniquilado en un día lo que Él, el que se llama Omnipotente, ha empleado en crear seis días y seis noches sin interrupción; y ¿quién sabe cuánto tiempo empleara antes en concebirlo? Quizá no tuvo tal pensamiento hasta que yo, en una sola noche, libré de oprobiosa servidumbre casi a la mitad de los que llevan el nombre de ángeles, reduciendo en proporción la multitud de sus adoradores. En venganza de esto, sin duda, y para reponer sus legiones así mermadas, fuese por haber desmerecido de aquella antigua virtud que poseyó al crear los ángeles, si fueron creación suya, fuese para humillarnos más, determinó suplir nuestra falta con un ser formado de tierra, elevándole desde tan vil extracción hasta el punto de concederle nuestra dignidad celeste. Como lo resolvió, lo llevó a cabo; y formó al Hombre, y para él labró todo este magnífico mundo, y le dio por mansión la tierra, proclamándole rey de ella; y ¡oh indignidad! puso a su servicio las alas de los serafines, y por custodios suyos espíritus de fuego, obligados a desempeñar este terrestre ministerio.

»Temeroso de su vigilancia, y con el fin de eludirla, me he envuelto en los nebulosos vapores de la noche, y deslizádome cautelosamente entre estos matorrales, buscando una serpiente adormecida para introducirme entre sus escamas, y ocultarme y ocultar mis tenebrosos planes. ¡Oh indigna degradación! ¡Yo, que he lidiado contra los dioses queriendo sublimarme sobre todos ellos, verme obligado ahora a transformarme en un reptil, a identificarme con su asqueroso cieno, y embrutecer así la pura esencia que aspiraba al más excelso grado de la divinidad! Pero ¿a qué extremo no son capaces de descender la ambición y la venganza? El ambicioso, para lograr su fin, debe rebajarse tanto como ha pretendido elevar sus miras, y por encumbrado que esté, humillarse hasta los más viles empleos. La venganza, tan dulce a primera vista ¡qué amarga es al fin, pues que recae en el vengativo! Pero no importa: recaiga en mí, con tal que descargue el golpe donde le asesto; y ya que no puede alcanzar al que está más alto, hiera al menos al que provoca más inmediatamente mi envidia, a ese nuevo favorito del cielo, al Hombre, formado de barro, hijo del despecho, a quien, para mayor afrenta nuestra, sacó su Hacedor del lodo. No haya más: a ese ensañamiento se responderá con la misma saña.»

Esto dijo; y rastreando por entre la maleza, ya húmeda, ya árida, en forma de negro vapor, prosiguió su nocturna excursión por los sitios donde más fácilmente diera con la serpiente, hasta que la descubrió adormecida, enroscada en la multitud de sus complicados pliegues, y en medio su cabeza, llena de astutas maquinaciones. No estaba oculta en la siniestra sombra de horrible caverna, sino durmiendo tranquila, ni temerosa, ni terrible, sobre la espesa yerba. Introdújose el demonio por su boca, y apoderándose de su brutal instinto, de su corazón, de su cabeza, impregnó en todo su ser su activa inteligencia, mas sin turbar su sueño, y esperando la llegada de la mañana.

Cuando la sagrada luz comenzó a alborar en el Edén sobre las húmedas flores, y a exhalar estas su matinal incienso, cuando todos los seres que respiran elevan al Criador su silencioso homenaje desde el grande altar de la tierra con el aroma que le es tan grato, salieron de su mansión nuestros primeros padres, y unieron la plegaria de sus labios al coro de las criaturas que carecían de voz; y terminada su oración, recreándose unos instantes con la dulzura del ambiente que el aire les enviaba, acordaron el medio de adelantar en sus incesantes trabajos, los cuales requerían mucho más de lo que ellos dos podían hacer en tan vasto terreno; y así ocurriósele a Eva decir a su esposo:

«Adán, no debemos aflojar en el cultivo de este jardín, sino cuidar de sus plantas, yerbas y flores que es la agradable tarea que se nos ha impuesto; pero hasta que vengan más brazos en nuestra ayuda, la obra será menor que el trabajo, y cada vez más desproporcionada a la exuberancia con que crece todo. Las ramas que podamos por superfluas, que enderezamos o sujetamos durante el día, en una o dos noches brotan de nuevo y frustran todos nuestros afanes. Quisiera, pues, que para remediarlo, me dieses algún consejo, u oye el que de pronto se ocurre a mi imaginación. Dividamos nuestro trabajo: elige tú el sitio que mejor te parezca, o dedícate a lo que más urgente contemples, ya cubriendo de madreselva esta enramada, ya dirigiendo la yedra a las plantas con que deba unirse, mientras yo, alejándome por aquel lado, iré enderezando los tallos de las rosas mezcladas con los mirtos, en lo cual me ocuparé hasta el mediodía. Porque si seguimos como hasta aquí, trabajando siempre uno al lado de otro ¿cómo hemos de evitar, viéndonos juntos, que la distracción de una mirada, de una sonrisa, de la conversación a que da lugar un objeto nuevo, interrumpa nuestra ocupación a cada paso, y la haga cundir tan poco, que aunque comenzada muy de mañana, esté sin terminar a la hora de la comida?»

A lo que con cariñosas palabras replicó Adán: «¡Eva mía, mi única compañera, de todas las criaturas vivientes la que más amo, sin comparación alguna! Bueno es tu intento; acertadamente discurres sobre lo que debemos hacer para el mejor desempeño de la tarea que nos ha impuesto el Señor aquí; y no puedo menos de alabar tu celo, porque nada más recomendable en la mujer que el estudio que pone en sus quehaceres y en procurar que su esposo trabaje también con fruto. Pero el mandato de Dios no es tan riguroso que nos vede el descanso indispensable, ora se invierta en alimentar el cuerpo, o en pláticas sabrosas, que son el alimento del espíritu, o en la dulce distracción de una mirada, de una sonrisa, placeres concedidos a nuestra razón y negados a los brutos, porque son la expresión de nuestro amor que no debe considerarse como el fin menos noble de nuestra vida; así que, no nos ha destinado Dios a un trabajo penoso, sino al que puede proporcionarnos aquel gusto que es inseparable de la razón. Unidas nuestras manos, no dudes que dejarán fácilmente expeditas las enramadas y veredas que frecuentamos en nuestros paseos, hasta que dentro de poco tengamos otros brazos más jóvenes que nos ayuden. Si, después de todo, te molesta el conversar tanto conmigo, consentiré en ausentarme por breve tiempo, que la soledad es a veces la compañía más agradable, y una separación, aunque corta, hace más dulce el placer de volver a verse. Un recelo, sin embargo, me trae inquieto, el riesgo que puedes correr lejos de mí; porque ya sabes lo que se nos ha advertido; sabes que envidioso de nuestra felicidad y desesperando de la suya, un enemigo perverso está acechándonos para consumar nuestra perdición y mengua, y que vigila, no lejos de aquí tal vez, ansioso de realizar su anhelo, y aprovechar la ventaja de tenernos separados. Mientras estemos juntos, no se atreverá a acercarse, dado que en caso necesario, fácilmente nos podremos prestar auxilio, bien intente apartarnos de nuestra obediencia a Dios, bien perturbar nuestro conyugal amor, que de todas nuestras venturas, es quizá la que más envidia. Sea pues este su intento, sea que abrigue otro más funesto, no te alejes de quien te ha dado la vida, de quien te ampara y protege aún. La mujer que se ve amenazada de algún peligro o de algún menoscabo en su honra, halla su segura confianza en el esposo que la defiende, y se hace participante de todas sus desgracias y sinsabores.»

Eva, con inocente dignidad, mas con severa dulzura, propia de quien ama y se siente contrariada, prosiguió así: «¡Hijo del cielo y de la tierra, Señor de la tierra toda! Bien sé que tenemos un enemigo que solicita nuestra ruina. Ya me has informado de esto, y lo he oído además de boca del Ángel, al despedirse, desde una sombría estancia en que me oculté, regresando precisamente a la caída de la tarde, cuando se cierran los cálices de las flores. Pero ¡sospechar de mi fidelidad para con Dios y para contigo, solo porque un enemigo intenta ponerla a prueba! Nunca supuse en ti semejante duda. ¿Por qué temer tanto su violencia, si, inaccesibles a la muerte y a las penalidades, hemos al cabo de preservarnos de ellas, y aun rechazarlas cuando necesario fuere? Y si lo que verdaderamente temes es su astucia, ¿qué recelo tienes de que venza ni seduzca mi inquebrantable fidelidad ni mi amor sincero? ¿Cómo han podido albergarse en tu corazón tales sentimientos? ¿Cómo pensar tan desfavorablemente de la que tanto amas?

A lo cual, tratando de persuadirla, contestó Adán así:

«Hija de Dios y el Hombre, inmortal Eva, porque tal eres, pura de todo pecado y mancha: si pretendo persuadirte a que no te alejes de mi vista, no es por desconfianza que de ti tenga, sino para evitar las asechanzas con que nos persigue nuestro enemigo, porque el seductor, aunque trabaje en vano, siempre deja alguna mancha en aquel a quien solicita, dando a entender que su entereza no es tal que pueda resistir a la tentación. Tú misma te enojarías y mostrarías tu indignación contra semejante ultraje, aunque resultase sin efecto; y así no interpretes mal el deseo que tengo de preservarte a ti sola de esta ofensa, pues contra los dos a la vez, bien que su audacia sea grande, no la dirigiría; y si a tanto se atreviese, a mí me acometería primero. Ni son para menospreciadas su astucia y perversidad, que poderosas deben ser cuando logró seducir a los ángeles. No juzgues, pues, inútil mi auxilio. Al influjo de tus miradas, crecerán en mí todas las virtudes; tu presencia me inspirará más cordura, más previsión, más fuerza, si fuese preciso recurrir a esta, porque la humillación de verme ante ti vencido redoblaría mi vigor al más indecible extremo. ¿Por qué mi presencia no ha de producir en ti un sentimiento igual, ni qué testigo mejor de esta prueba de entereza a que estás resuelta, y del triunfo de tu virtud?»

Celoso de lo que tanto le interesaba, expresaba así Adán su conyugal amor; pero atribuyéndolo Eva a desconfianza de su firmeza, le replicó de nuevo, dulcificando su voz: «Si nuestro estado es tal que hemos de vivir incesantemente estrechados por un enemigo violento o pérfido, y si estando separados no hemos de ser cada cual bastante a defendernos ¿qué tranquilidad nos espera en medio de tan continuo sobresalto? El castigo no puede preceder al pecado: al tentarnos ese enemigo, nos ultraja ciertamente poniendo en duda nuestra integridad, pero de la duda no resulta infamia para nosotros, sino descrédito para él. ¿Por qué, pues, temerle y huirle tanto? Doble honor será, por el contrario, para nosotros desbaratar sus maquinaciones, y granjearnos así nuestra paz interior, y juntamente el favor del cielo, testigo de nuestra resistencia. ¿Será bien culpar a nuestro sabio Creador de habernos hecho felices tan a medias, que ni juntos ni separados contemos con seguridad alguna? Poco apetecible sería ventura semejante; y de estar expuestos a un peligro como este no merece nuestro Edén tal nombre.»

A lo que con mayor vehemencia contradijo Adán en estos términos: «Mujer, Dios lo hizo todo perfecto, que así lo dispuso su voluntad. Nada salió imperfecto ni defectuoso de sus manos creadoras, y mucho menos el hombre y cuanto puede asegurar su felicidad, preservándole de toda fuerza exterior, pues aunque lleva consigo el peligro, lleva también los medios de evitarlo. Contra su voluntad ningún mal puede inferírsele, y esta voluntad es libre, como lo es cuanto obedece a la razón. Esta razón, por otra parte, obra con rectitud, pero Dios la manda que esté siempre vigilante y sobre sí, para que no dejándose deslumbrar por una engañosa apariencia de bien, se incline al error, y extravíe a la voluntad de manera, que esta incurra en lo que Dios expresamente tiene prohibido. No es pues la desconfianza, sino la ternura del amor la que nos prescribe a mí que vele por ti, y a ti que veles por mí igualmente. A vueltas de toda nuestra firmeza posible es que nos perdamos, porque no es imposible que, cegándonos nuestro enemigo con engaños artificiosos, se olvide la razón de la vigilancia a que está obligada, y nos induzca en inadvertido yerro. No te expongas a la tentación; vale más evitarla, lo cual más fácilmente conseguirás si no te apartas de mí; pero el peligro viene sin ser buscado. Pretendes dar pruebas de tu constancia; dalas antes de tu obediencia. ¿Quién testificará de tu triunfo, si no ha presenciado nadie tu combate? Pero si presumes que en el imprevisto trance saldremos más airosos de lo que parece estando unidos, ya vas advertida; aléjate, porque permanecer aquí a la fuerza sería tanto como estar ausente. Aléjate con tu nativa inocencia, y cobra fuerzas de tu virtud; empléala toda; y pues Dios ha hecho con respecto a ti lo que debía, haz tú también lo que debes.»

A estas razones del patriarca del género humano, insistió Eva en replicar; y aunque sumisa, dijo por fin: «Iré, pues, con tu permiso, y sobre todo alentada por la razón que has indicado últimamente; que en un trance imprevisto, quizá nos hallaríamos menos preparados estando juntos. Iré ya más animosa, y sin el recelo de que tan fiero enemigo comience desde luego su agresión por la parte más débil; y si tal intentase, sería doblemente vergonzoso su vencimiento.»

Y diciendo esto, retiró suavemente su mano de entre las de su esposo, y como una ninfa de las selvas, o dríada, o del séquito de Diana, se encaminó con ligera planta hacia el bosque, sobrepujando en gentileza y gracia a la misma diosa de Delos, bien que no fuese como ella armada de arco ni flechas, sino de instrumentos apropiados al cultivo de los jardines, no pulidos aún por el arte ni por la acción del fuego, y tales como los ángeles se los habían suministrado. Asemejábase en su atavío a Pales o Pomona, a Pomona huyendo de Vertumno, y a Ceres, virgen aún, antes de tener fruto de Júpiter en Proserpina. Veíala Adán alejarse, contemplándola encantado, y fija su ardiente mirada en ella; hubiera, sin embargo, preferido tenerla a su lado. Una y otra vez la advirtió que regresase en breve, y otras tantas prometió ella volver a su morada al acercarse el mediodía, para disponer lo conveniente a la comida de aquella hora, y entregarse luego al reposo.

¡Oh desdichada Eva! ¡Qué amargo desengaño, qué humillación te espera antes de tu imaginado regreso! ¡Oh infame crimen! Desde este momento no hallarás ya en el Paraíso ni dulces manjares ni grata tranquilidad. Un lazo te está aguardando oculto entre esas risueñas flores y entre esas sombras, donde el odio infernal se prepara a interceptarte el camino y arrebatarte tu inocencia, tu ventura y tu fidelidad.

Y era así, que desde los primeros albores de la mañana había salido el Enemigo de su escondrijo, disfrazado bajo la apariencia de una serpiente, y con la esperanza más que probable de hallar a los dos únicos representantes del género humano, que en realidad equivalían a todo este, y eran el anhelado objeto de su venganza. Recorre florestas y descampados, todos los lugares en que el ramaje forma alguna espesura y ofrece sitios más deliciosos y retirados; los busca en las márgenes de las fuentes y en la frescura de los arroyos y las umbrías, pero desea sobre todo hallar a Eva separada de su esposo, aunque no abrigaba la menor esperanza de conseguir tanta ventura; cuando de pronto, realizándose una y otra, la descubre completamente sola, velada por una fragante nube. Divisábasela a medias, entre el espeso valladar de encendidas rosas que en torno la rodeaban, ocupándose en enderezar los delgados tallos de las flores, que aunque ostentaban en toda su viveza brillantes colores de púrpura y azul matizados de oro, se inclinaban lánguidas bajo su peso; y ella las sostenía graciosamente enlazándolas con mirtos, descuidada a la sazón de sí misma, flor más delicada y bella que todas las otras, necesitada también de su natural apoyo, del cual estaba tan lejos, cuanto cercana la tempestad que le amenazaba. Allí, a poca distancia, por entre las sombrías calles que formaban los más empinados árboles, los cedros, los pinos y las palmeras, la acechaba la Serpiente, ya acercándose resueltamente a ella, ya ocultándose y volviendo a aparecer, resguardada por la frondosidad del ramaje y las flores que había Eva plantado por su propia mano: pensil más encantador que los fabulosos jardines del resucitado Adonis, o los del famoso Alcínoo, huésped del hijo del viejo Laertes, y más delicioso que los no fingidos, sino verdaderos, donde el rey, sabio por excelencia, se solazaba con la bella esposa que debía al Egipto.

Admirado contemplaba Satán aquel lugar, y mucho más la persona de Eva. Hallábase como el que encerrado largo tiempo en una ciudad populosa, cuyas apiñadas chimeneas y fétidos vapores vician el aire, sale una mañana de estío a respirar ambiente más puro en una granja campestre, halagado por el olor de las mieses, de las eras y de los establos, y por el aspecto y bullicio de los campos; y si por dicha acierta a pasar una beldad virginal, graciosa como una ninfa, todo lo que le rodea adquiere por ella mayor encanto, como si en sus ojos se cifrase todo aquello que le enajena. Este mismo placer experimentó la Serpiente al contemplar aquel florido vergel, dulce retiro de Eva en medio de la soledad de la mañana. Su celestial belleza es la de un ángel, aunque más delicada, como de mujer al fin; su graciosa inocencia, cada ademán y hasta el menor de sus movimientos desconciertan la infernal malicia, y como que la arrebatan algo de la feroz intención que antes la animaba. Así permaneció el malvado unos momentos enajenado del mal que era su esencia y estúpidamente entregado al bien que por entonces le libraba de su enemistad y perfidia, de su odio, de su envidia y de su venganza; mas el fuego del infierno que interiormente le abrasaba, como le hubiera abrasado aun en el cielo, le sacó en breve de su delicioso éxtasis, atormentándole tanto más, cuanto mayor era la felicidad que allí se respiraba, y de que él estaba privado para siempre; lo que, renovándose su furioso encono, y entregándose de nuevo a su perversa intención, se complacía en discurrir así:

«¿Adónde me llevas, pensamiento? ¿Qué dulce impulso es este con que me enajenas, hasta el punto de hacerme olvidar el fin con que aquí he venido? No ha sido el amor, sino el odio; no la esperanza de trocar el Infierno en Paraíso, ni la de gozar de ningún placer, sino la de destruir todo goce, excepto el que consiste en la destrucción, pues los demás son para mí extraños. No he de malograr, pues, la ocasión que ahora me sonríe. Encuentro sola a la mujer, que será dócil a mis sugestiones; mis ojos, de tanta penetración dotados, no alcanzan a ver a su esposo, de cuya superior inteligencia es bien que me recate, porque su fuerza, su altivo denuedo y sus heroicos miembros, aunque formados de deleznable tierra, le hacen un competidor temible. Él además es invulnerable, y yo no; que a tal bajeza me ha traído el infierno, y tanto me han hecho mis dolores desmerecer de lo que era en el cielo. Y ¡qué hermosa, qué divina creación es la mujer! ¡Cuán digna es del amor de los dioses, y cuán poco terrible, por más que sean terribles el amor y la hermosura cuando no son objeto de un odio más poderoso aún, doblemente poderoso si sabe encubrirse con la máscara del amor! Esto, que ha de perderla, voy a intentar ahora.»

Y con esta resolución, el enemigo del género humano, introducido en el cuerpo de la serpiente (¡fatal consorcio!), se dirigió hacia Eva, no arrastrando por tierra y enroscándose en sí misma, como después lo hizo, sino enhiesta sobre su cola, base circular de múltiples anillos que se elevaban unos sobre otros, y que creciendo cada vez más, formaban con sus escamosos pliegues un confuso laberinto. Erguía su cabeza coronada por una cresta; brillaban sus ojos como dos carbunclos; y alzando entre espirales círculos su cuello con mil vistosos cambiantes de verde y oro, mecíase el resto de su cuerpo sobre la yerba. Nada más bello y gracioso que su figura. Jamás se conocieron serpientes tan seductoras, ni las que en Iliria transformaron a Hermione y Cadmo, ni aquella en que se convirtió el dios adorado en Epidauro, ni las que dieron su forma a Júpiter Ammón o a Júpiter Capitolino, unida la una a Olimpia, la otra a la que fue madre de Escipión, gloria de Roma.

Moviose primero torcidamente, como el que acercándose a otro por temor de importunarle, se vale de rodeos; como el diestro piloto que al llegar con su nave a la corriente de un río o a la proximidad de un promontorio, inclina a un lado y otro el timón y cambia las vidas según el viento. Así variaba la Serpiente de dirección, y con sus tortuosas posturas y estudiados ademanes procuraba atraerse las miradas de Eva; pero distraída esta en su quehacer, aunque oía el movimiento de las hojas, no prestaba atención al ruido, acostumbrada como estaba al jugueteo que por el campo traían en su presencia todos los animales, más dóciles a su mandato que a la voz de Circe su rebaño transfigurado.

Más confiada ya la Serpiente, púsose delante de ella, sin esperar a que la llamase, y quedó inmóvil de admiración; inclinó repetidas veces su prominente cresta y su esmaltado y brillante cuello con sumisión cariñosa, lamiendo la tierra en que había fijado Eva su planta, hasta que tantas mudas demostraciones consiguieron por fin su efecto; y satisfecho Satán de haber llamado su atención, valiéndose de la lengua de la serpiente, o por un mero impulso del aire en que iba envuelta su voz, comenzó con insinuante astucia a tentarla así:

«No te maravilles de mí, reina del universo, cuando tú eres aquí la única maravilla. No me rechacen con desdén esos ojos, que son todo un cielo de dulzura, ni te ofendas de que yo me acerque a ti y no me sacie de contemplarte, que yo solo soy, yo solo el que no se ha dejado intimidar por tu majestuoso aspecto, más majestuoso ahora en la soledad. ¡Oh imagen la más perfecta de tu perfecto Hacedor! Todos los seres vivientes se recrean en ti, gloríanse de ser tuyos y adoran enajenados tu celestial hermosura, cuyo poder es mayor a medida que es objeto de admiración más universal. Y ¡estar encerrada aquí en este recinto agreste, en medio de salvajes brutos, incapaces de contemplarte, incapaces de apreciar todo lo bella que eres, a excepción de un hombre que te acompaña! Y ¿por qué ha de ser uno solo, cuando merecerías ser tenida por diosa entre los dioses, y adorada y servida por multitud de ángeles que a todas horas te rodeasen?»

Con tan lisonjeras palabras dio principio a su discurso el Tentador, y halló desde luego cabida en Eva; que aunque en extremo admirada de oír su voz, manifestó su asombro diciendo así:

«¿Qué es esto? ¡El lenguaje del hombre y el pensamiento humano expresados por la lengua de un bruto! Creía yo que a lo menos del primero estaban privados los irracionales, habiéndolos Dios creado mudos e incapaces de articular todo sonido; en cuanto al segundo, ya abrigaba yo dudas al notar que hay mucho de discernimiento en sus miradas y en sus acciones. No ignoraba que tú, Serpiente, eres el más sagaz de todos los animales campestres, mas no sabía que estuvieses dotada del habla humana. Repite, pues, este milagro, y dime cómo siendo muda, has podido adquirir la palabra, y cómo de todas las criaturas que diariamente se ofrecen a mi vista, eres la que conmigo te muestras más afectuosa. Esto deseo saber; que bien lo merece semejante maravilla.»

«¡Reina de este hermoso mundo, contestó el pérfido seductor, encantadora Eva! Fácil me es hacer lo que ordenas, y justo que en todo seas obedecida. Era yo al principio como los demás animales que pacen la yerba que van pisando; eran mis instintos tan viles y terrestres como mi alimento, y fuera de este o de la diferencia de sexo, nada sabía discernir, ninguna cosa más alta se me alcanzaba. Pero vagando acaso un día por el campo, acerté a descubrir a lo lejos un hermosísimo árbol, cargado de frutos, que resaltaban extraordinariamente por sus colores de carmín y oro. Acerqueme para mejor contemplarlo, y sentí que de sus ramas salía un delicioso perfume que excitaba el apetito, más sabroso al olfato que el olor del más dulce hinojo, o el de las ubres de la oveja y la cabra, llenas, a la caída de la tarde, de leche que no han mamado aún el cordero ni el cabritillo, distraídos en su retozo. Con la impaciencia de satisfacer el ansia que en mí se despertó, resolví gustar aquel bello fruto; estimulábanme el hambre y la sed, poderosos incentivos, a comer una de aquellas manzanas cuyo aroma me incitaba tanto. Enrosqué mi cuerpo alrededor del musgoso tronco, pues para alcanzar a sus ramas desde la tierra, es menester tu elevada estatura, o la de Adán. Viéronme con envidia, poseídos de igual deseo, los animales que me rodeaban, imposibilitados de hacer lo mismo; y llegado que hube a la mitad del árbol, del que tan cercana pendía la seductora abundancia de aquella fruta, arranqué, comí hasta la saciedad, y experimenté un placer que jamás había hallado ni en las más gustosas plantas ni en las más cristalinas fuentes. Satisfecho por fin, experimenté en mí un extraño cambio; iluminó la razón mis facultades interiores; tardé poco en adquirir el habla, aunque conservando esta misma forma; y desde entonces se elevó mi pensamiento a profundas y sublimes meditaciones, y mi espíritu fue capaz de considerar todo lo que hay visible en el cielo, en la tierra y en el aire, todo lo bueno y lo bello que en el mundo existe. Pero todo lo bueno y lo bello está cifrado en tu divina imagen, junto todo en el celestial destello de tu hermosura, a la cual nada hay que pueda igualarse ni compararse. Ella es la que, aun a riesgo de serte importuno, me ha obligado a venir aquí para contemplar y adorar a la que con tan justo derecho está proclamada como soberana de las criaturas y señora del universo.»

Así habló la Serpiente poseída del maligno espíritu; y doblemente admirada y sin cautela alguna. Eva le replicó así: «Serpiente, tus excesivas alabanzas me hacen dudar de la virtud de ese fruto que has sido la primera en probar; mas dime: ¿dónde crece ese árbol? ¿Está muy lejos de aquí? ¡Hay tantos y tan diferentes árboles puestos por Dios en el Paraíso, que nos son todavía desconocidos! Con tal abundancia se brindan a nuestra elección, que existen multitud de frutas a que no hemos tocado aún, y que penden incorruptibles de sus ramas hasta que nazcan otros hombres que se aprovechen de ellas, y otras manos que nos ayuden a aligerar a la naturaleza de tanta fecundidad.»

Lo cual oído por la astuta Serpiente, se apresuró, llena de júbilo, a responder: «El camino, gran señora, es fácil y nada largo. Al otro lado de una calle de mirtos, en una plazoleta y junto a una fuente, pasado un bosquecillo de balsámica mirra, lo encontraremos; por lo que si aceptas mi compañía, te conduciré en seguida.» «Condúceme», dijo Eva. Y sin más tardanza se aprestó a hacerlo la Serpiente, arrastrándose con tal rapidez, que su encorvado cuerpo parecía derecho: tan pronta estaba para la maldad. Incítala la esperanza, y brilla su cresta de alegría; como el fuego errante, formado de untuosos vapores, que condensa la noche y sostiene el frío, que con el movimiento produce llama, y que animado, según dicen, por un espíritu maligno, girando y despidiendo falaces fuegos, engaña y extravía al caminante nocturno, llevándole por bosques y pantanos, hasta que tal vez le precipita en un lago, donde se ahoga privado de todo auxilio. Así brillaba el traidor enemigo, conduciendo engañoso a Eva, nuestra crédula madre, hacia el árbol prohibido, origen de todos nuestros males; la cual, así que le vio, dijo a su guía:

«Serpiente, hubiéramos podido ahorrarnos de venir hasta aquí, diligencia para mí infructuosa, bien que sea tal la abundancia de estos frutos. Admirable es sin duda, y si tales efectos producen, guarda su virtud para ti, que nosotros no podemos gustar de ellos, ni tocar a ese árbol. Dios nos lo ha prohibido, único mandamiento que ha salido de sus labios; por lo demás, vivimos siendo ley de nosotros mismos: nuestra ley es nuestra razón.»

«¿Eso dices? replicó astutamente el Seductor. ¡Dios ha mandado que no comáis de todos los frutos de estos árboles, y os ha hecho señores de cuanto hay en la tierra y en los aires!»

Y Eva, que todavía no había pecado, contestó: «Podemos comer de los frutos que llevan todos los árboles de este jardín, pero del que da ese hermoso árbol plantado en medio del Paraíso, ha dicho Dios: «No comeréis, ni llegaréis a él, porque será vuestra muerte.»

Y apenas oyó el Seductor esta breve respuesta, fingiendo gran celo y amor por el Hombre y profunda indignación por el agravio que se le hacía, apeló a un nuevo recurso, y como luchando con el sentimiento que le agitaba, tomó al fin una actitud tranquila y el aire estudiado de quien se preparaba a tratar de un asunto grave. Como cuando en Atenas o en la libre Roma, en tiempo en que florecía aquella elocuencia que no ha vuelto a oírse, se presentaba un orador famoso, encargado de una gran causa, y concentrándose en sí mismo, cautivaba antes de hablar con sus movimientos y gestos al auditorio, y otras veces, para no entretenerse en el exordio, prorrumpía desde luego en altos conceptos, arrebatado por la fuerza de su razón o de la justicia; no de otro modo irguiéndose, agitándose y levantándose a su mayor altura, con toda la vehemencia de su pasión, exclamó el falso Tentador:

«¡Oh sagrada y sabia planta, dispensadora de la sabiduría y madre de la ciencia! En mí siento ya la eficacia de tu poder, que ilumina mi mente, y no solo me permite discernir las cosas en sus primeras causas, sino los medios de que se valen los agentes superiores, a pesar de su profunda sabiduría. Y tú, reina de este universo, no creas en esa terrible amenaza de muerte, que seguramente no se realizará. ¿Quién ha de haceros morir? ¿El fruto de ese árbol, cuando con él se adquiere la vida de la ciencia? ¿El que ha fulminado esa amenaza? Pues, ¿no me veis a mí, a mí que he tocado y gustado ese fruto que se os veda? Y no solamente vivo, sino que gozo de una vida más perfecta que la que el destino me había otorgado, gracias al propósito que formé de sobreponerme a mi condición. ¿Ha de cerrarse para el Hombre el camino que tienen abierto los irracionales? ¿Ha de encenderse la ira de Dios por tan pequeña falta? ¿No aplaudirá más bien vuestro intrépido valor, al ver que ni el temor de la muerte que os pone delante, sea la muerte lo que quiera, os retrae de un empeño que puede proporcionaros vida más venturosa, el conocimiento del bien y el mal? ¡El bien! ¿Hay nada más justo? ¡El mal! Pues si el mal existe, ¿por qué no conocerlo, y así se evitará mejor? Dios no puede castigaros siendo justo, y si no es justo, no es Dios, y dejando de ser Dios, no hay para qué temerle ni obedecerle. El mismo temor de la muerte debe induciros a no temerla. Y ¿por qué os ha impuesto esa prohibición sino para intimidaros, para manteneros en vuestra baja servidumbre, en vuestra ignorancia, y que no dejéis de ser sus adoradores? Sabe bien que el día en que comáis de ese fruto, vuestros ojos, que tan claros parecen ahora, y que, sin embargo, están rodeados de oscuridad, se abrirán completamente a la luz, y seréis lo que son los dioses, y comprenderéis el bien y el mal, como lo comprenden ellos. Llegaréis a ser dioses, como yo he llegado a ser hombre, que hombre soy interiormente, pues tal es la proporción establecida: el bruto pasa a ser hombre, y el hombre Dios. Quizá la muerte consista en esto, en trocar la naturaleza humana por la divina; y si con tal trueque se os amenaza, y es lo peor que puede aconteceros, el morir ¿no es apetecible? ¿Qué dignidad es la de los dioses, que el Hombre no puede aspirar a ella, ni aún participando del alimento divino? Han existido primero, y de esta ventaja se prevalen para hacernos creer que todo procede de ellos, lo cual es muy dudoso al ver esta bellísima tierra caldeada por el sol, tan fecunda de todo, mientras ellos nada producen. Si ellos lo han hecho todo ¿por qué han puesto en este árbol la ciencia del bien y del mal, para que quien quiera que guste de sus frutos obtenga a pesar suyo la sabiduría? Y al adquirir esta ¿en qué puede el Hombre ofender a Dios, ni en qué vuestro saber perjudicar al suyo? Y si todo depende de él ¿cómo este árbol produce una cosa contraria a su voluntad? ¿Será su móvil la envidia? pero ¿cabe esta pasión en ánimos celestiales? Estas, estas razones y otras muchas os inducen a no privaros de tan precioso fruto. Arráncale, pues, diosa humana, y come de él sin recelo alguno.»

Concluyó así su razonamiento, y sus pérfidas sugestiones hallaron fácil acogida en el corazón de la incauta Eva. Tenía sus ojos fijos en aquellos frutos, cuyo aspecto era por sí solo harto tentador; resonaba en sus oídos el eco de aquel lenguaje que a ella le parecía tan persuasivo, tan convincente por su razón y por su verdad. Acercábase por otra parte la hora del mediodía, y despertaba en ella un apetito tanto mayor, cuanto más incitativa era la fragancia de aquella fruta, que un irresistible deseo estimulaba a su vista a coger y saborear; pero se detuvo un momento, haciéndose a sí propia estas reflexiones:

«Grandes son sin duda tus virtudes ¡oh el más excelente de los frutos! y aunque vedado al Hombre, digno de la mayor admiración, cuando por tanto tiempo menospreciado, es tu primer efecto dar elocuencia a un mudo y hacer que una lengua incapaz de hablar prorrumpa de este modo en tus alabanzas; alabanzas que no omitió ni aún el mismo por quien nos estás prohibido, en el hecho de llamarte árbol de la ciencia del bien y del mal. Védanos que te probemos, pero su mandato te hace doblemente apetecible, porque manifiesta el bien que de ti resulta y la necesidad que tenemos de él. El bien que no se conoce, no es tal bien, y el poseer lo que no se aprecia es como si no se poseyese. En suma ¿qué nos prohíbe? El saber, es decir, nuestro bien; nos prohíbe adquirir la sabiduría; pero semejante prohibición no puede obligarnos a nosotros. Y si la muerte ha de venir después a esclavizarnos ¿de qué nos sirve esa libertad concedida a nuestra naturaleza? El día que comamos de ese fruto es el de nuestra perdición; ¡moriremos! Pero ¿ha muerto la serpiente? ¿No ha comido de él, y sin embargo vive, y conoce, y habla, y discurre, y raciocina, cuando antes estaba privada de razón? ¿O es que la muerte se ha inventado solo para nosotros, y que se nos niega el alimento intelectual concedido a los irracionales? Pues si únicamente se concede a estos ¿cómo el primero que ha gustado de él, lejos de mostrarse avaro de tal bien, lo ofrece tan espontáneamente, sin interés alguno, por amistad hacia el Hombre, ajeno a toda especulación y engaño? ¿Qué tengo, pues, que temer, o más bien, por qué abrigo temor alguno en la ignorancia en que estoy del bien y el mal, de Dios y de la muerte, de la ley y del castigo? Remedio da para todo este divino fruto, tan hermoso a la vista, tan grato al paladar, con su virtud de infundir la ciencia. ¿Quién me impide cogerlo, y alimentar con él mi cuerpo y mi espíritu a la vez?»

¡En mal hora discurrió así; que acabando de decir esto, alargó su temeraria mano, cogió el fruto, y comió de él! En el mismo momento la tierra se sintió herida; la naturaleza toda, estremecida hasta en sus últimos cimientos y exhalando un quejido de cada una de sus obras, anunció con dolorosas angustias que todo se había perdido. Ocultose el perverso reptil en la espesura del bosque, y pudo hacerlo sin que lo advirtiese Eva, que totalmente entregada a la satisfacción de su apetito, a nada más atendía. No había, al parecer, experimentado hasta entonces placer igual en ningún otro fruto, fuese que realmente lo sintiera así, o que en la ilusión de la ciencia que iba a adquirir se lo imaginara. No se apartaba de su pensamiento la idea de su divinidad; devoraba el fruto con ansioso afán, sin conocer que comía su muerte. Y luego que se hubo saciado, cual si estuviese exaltada de embriaguez, dando rienda a su júbilo, lo expresó así:

«¡Oh árbol soberano, en quien tan alta virtud reside, el más precioso de todos los del Paraíso! ¡Que siendo tu bendito fruto la sabiduría, haya estado hasta hoy oscurecido, menospreciado, pendiente de ti y creado sin utilidad alguna! Todos los días, al venir la aurora, te visitaré y aligeraré tus ramas del fértil peso de que están cargadas, y con que brindas a todos tan liberalmente; hasta que, alimentada por ti, adquiera suficiente caudal de ciencia para igualarme a los dioses, a esos dioses dotados del conocimiento de todo, y que envidian a los demás lo que ellos no pueden concederles; que si fuesen suyos los dones que tú das, seguramente no brillarías aquí. Y ¡cuán reconocida ¡oh experiencia! no debo estarte desde que eres mi mejor guía! Por no seguirte, he estado hasta hoy sumida en la ignorancia; mas ya me abres el camino de la ciencia y me introduces en el asilo más recóndito en que se oculta. Yo quizá estoy oculta también: el cielo está tan alto, que desde su remota esfera no se perciben distintamente las cosas de acá abajo, y tal vez distraído en otros cuidados nuestro gran Legislador, confía su continua vigilancia a los ministros que le rodean.

»Pero ¿cómo compareceré ahora yo en presencia de Adán? ¿Le daré conocimiento de la mudanza que hay en mí, le haré partícipe de toda mi felicidad, o me reservaré la ciencia que he adquirido sin comunicársela? Esto postrero añadirá a mi sexo lo que le falta, acrecentará su amor, y me hará igual a él, y acaso superior, que sin duda es preferible; porque mientras sea inferior ¿qué libertad disfruto? Esto es lo que conviene. Mas ¿y si me ha visto Dios? ¿Y si me aguarda la muerte? ¡Quedar privada de la existencia! ¡Adán entonces se uniría a otra Eva, y faltando yo, sería feliz con ella! De solo pensarlo me siento ya morir. ¡No: llevaré a cabo mi resolución! Adán me acompañará en la prosperidad o en el infortunio. Le amo con tal ternura, que arrostraré con él todas las muertes, porque vivir sin él no sería vida.»

Y diciendo esto, se apartó del árbol para alejarse, pero antes hizo una profunda reverencia al poderoso ser que residía en él y le infundía la savia de la ciencia, de que manaba el néctar, alimento de los dioses.

Adán, en tanto que impaciente esperaba su vuelta, de las más selectas flores había tejido una guirnalda para adornar los cabellos de la que merecía ver coronadas sus tareas campestres, como cuando los labradores ofrecen una corona a la reina de sus sembrados. Recreábase en mil alegres pensamientos y en el placer con que volvería a verla después de tan larga ausencia, y sin embargo, algo de funesto presentía a veces su corazón en los desiguales latidos con que palpitaba; y así se adelantó a aguardarla, siguiendo el camino que había tomado al separarse de él. Conducía este al árbol de la ciencia, y la encontró a poco de haberle ella dejado. Vio que llevaba en la mano una rama llena de hermosos frutos, cubiertos de brillante vello y que difundían en torno la fragancia de la ambrosía. Apresurose Eva a llegar; antes de hablar, expresaba en el rostro su disculpa y la defensa de su tardanza, y con las cariñosas palabras de que sabía usar, le dijo de esta manera:

«Adán ¿has extrañado mi larga ausencia? ¡Cuánto te he echado de menos! y separada de ti ¡qué lento me ha parecido el tiempo! Agonía de amor semejante, no la he experimentado nunca, ni la experimentaré otra vez, porque no volveré a exponer mi inexperiencia y temeridad al tormento que he sentido en estar lejos de ti; pero el motivo ha sido tal, que te admirarás de oírlo.

»Este árbol no es, como nos habían dicho, peligroso por sus frutos, ni son estos origen de males desconocidos: todo lo contrario; producen un divino efecto, abren los ojos a una nueva luz, y convierten en dioses a los que los prueban, como he tenido ocasión de verlo. La sabia serpiente no está sometida al precepto que nosotros, o no se ha sometido a él: ha comido de este fruto, y en vez de hallar la muerte, que a nosotros nos amenaza, ha adquirido desde luego el habla humana, el discurso humano, y raciocina que es un asombro. Sus persuasiones me han convencido de suerte, que yo también he comido, y he experimentado cuán verdaderos son los efectos: se han abierto mis ojos, cerrados antes; se ha engrandecido mi espíritu, ensanchado mi corazón, y yo elevádome a la divinidad; divinidad que anhelo principalmente para ti, y que sin ti no apetecería; porque la ventura, si tú no participas de ella, no me haría a mí venturosa, y el disfrutarla sin ti engendraría en mí hastío y aborrecimiento. Gusta pues de este fruto, para que permanezcamos los dos unidos, y sea igual nuestra suerte, igual nuestro gozo y nuestro amor igual. Si no lo haces, nuestra condición no será la misma; nos veremos separados, y aunque yo renuncie por ti a la divinidad, quizá sea tan tarde, que el destino no lo consienta ya.»

Con tan lisonjeras expresiones refería Eva lo acaecido, pero en sus mejillas se notaba cierto tinte de rubor. Adán, por su parte, al oír tan funesta declaración, quedó sorprendido y anonadado; helósele la sangre en las venas, y corrió por todos sus miembros un estremecimiento. Sus manos privadas de acción dejaron caer la guirnalda que tenía preparada para Eva, cuyas flores, esparcidas por el suelo, se marchitaron. Permaneció algún tiempo confuso y mudo, hasta que por fin rompió el silencio, empezando por decirse a sí mismo:

«¡Oh hermoso ser, obra la más acabada y perfecta de la creación, criatura en quien Dios apuró para deleite de los ojos y el pensamiento cuanto hay de santo y divino, de bueno, de afectuoso y de encantador! ¡Que así te hayas perdido! ¡Que en un instante te veas en tan miserable estado, postrada, envilecida y condenada a muerte! ¿Cómo has podido resolverte a infringir tan estrecho mandamiento, y a tocar con sacrílega mano el fruto prohibido? Algún falaz artificio de un enemigo a quien no conocías te ha seducido y causado tu perdición y la mía, porque yo estoy resuelto a morir contigo. Privado de ti ¿cómo he de vivir? ¿Cómo renunciar a tu dulce compañía, al amor que tan estrechamente nos une, ni sobrevivirte en la soledad de estos salvajes bosques? Porque aunque Dios crease otra Eva, producida nuevamente de mi costado, jamás te apartarías tú de mi corazón. No, no: la naturaleza me encadena a ti con indisoluble lazo. ¡Eres la carne de mi carne, el hueso de mis huesos, y en la prosperidad como en el infortunio, mi suerte será siempre la tuya!»

Y profiriendo estas palabras, como quien recobrado de un profundo desmayo, y después de luchar con mil opuestos pensamientos, se somete a lo que le parece irremediable, así con tranquilo ánimo se volvió a Eva añadiendo:

«¡Qué acción tan temeraria has cometido, irreflexiva Eva, y qué peligro tan grande has arrostrado, no solo al poner tus ojos en el fruto prohibido, prohibido tan terminantemente, sino lo que es mucho más, en gustar de él cuando nos estaba vedado hasta tocarlo! Pero ¿quién puede anular lo pasado, y no hacer lo que ya se ha hecho? Ni Dios con todo su poder, ni aun el mismo Hado. Quizá no morirás por esto: quizá tu acción sea menos vituperable, por haber gustado antes y profanado ese fruto la serpiente, haciéndolo común a los demás y privándole de su carácter sagrado. Y si para ella no ha sido mortal, sino que vive, y vive, según dices, adquiriendo la vida del Hombre, indicio es muy favorable para nosotros, que con este alimento podemos obtener una superioridad proporcionada a nuestra naturaleza, que necesariamente será de dioses, de ángeles o de semidioses. Ni me resuelvo yo a creer que Dios, sabio Creador, aunque nos haya amenazado con la muerte, quiera destruirnos tan pronto, siendo sus criaturas predilectas y habiéndonos elevado a tanta dignidad sobre todas sus demás obras: las cuales después de haber sido hechas para nosotros perecerían, porque dependen de nuestra, suerte. ¿Ha de ponerse Dios en contradicción consigo mismo, deshaciendo hoy lo que ayer hizo, y perdiendo el fruto de sus trabajos? ¿Puede concebirse, aunque en su mano esté repetir su obra, que así quiera aniquilarnos? Daría lugar al triunfo de su adversario, y a que dijese este: «Efímera es la condición de los que más han merecido el favor divino. ¿Quién está seguro de disfrutarlo largo tiempo? Primero me destruyó a mí; ahora a la raza humana; ¿a quién le tocará luego?» Ocasión que no debe darse nunca a un enemigo para que así se mofe. Mi suerte, pues, está identificada con la tuya; la misma sentencia ha de alcanzar a ambos: si muero contigo, será para mí la muerte como la vida. Tan fuertes son los lazos con que la Naturaleza ha unido los sentimientos de mi corazón a mi existencia propia: mi existencia eres tú, porque mío es cuanto tú eres: nuestra condición no puede ser distinta; los dos somos uno solo, una sola carne: perderte a ti, será tanto como perderme yo a mí mismo.»

Y a este razonamiento, respondió así Eva: «¡Oh prueba insigne de un extremado amor, testimonio ilustre, y sublime ejemplo, que me obliga a imitarte! Destituida de tu perfección ¿cómo he de lograrlo, Adán? Yo, que me envanezco de haber salido de tu costado, ¿cómo no he de regocijarme al oírte hablar así de nuestra unión, y al ver que formamos ambos un solo corazón, un alma sola? Bien lo muestras en este día, al declarar que antes que la muerte, o cosa más temible que la muerte pueda separarnos, estás resuelto, llevado de tu entrañable amor, a seguirme en mi falta, y aun en mi crimen, si crimen hay en gustar de este hermoso fruto, cuya virtud (pues el bien procede siempre del bien, sea directa, sea accidentalmente) me ha suministrado esta preciosa prueba de tu amor, que sin ella, quizá no hubiera llegado a manifestárseme tan inmenso. Y si yo hubiera creído que la muerte con que se nos amenaza había de ser la consecuencia de mi temerario intento, yo sola hubiera arrostrado este castigo, sin tratar de exponerte a él; porque antes morir abandonada, que obligarte a una acción contraria a tu sosiego, sobre todo después de la completa seguridad que tengo de un cariño tan verdadero, tan profundo, tan incomparable. Yo siento en mí efectos muy distintos; no la muerte, sino una vida más grande, una vista más perspicaz, otras esperanzas, otros goces y un deleite tal, que cuantos placeres han halagado hasta ahora mis sentidos me parecen insípidos y hasta ingratos. Come, pues, siguiendo mi ejemplo, Adán, sin reparo alguno, y da al viento esos mortales temores.»

Estas palabras acompañó con un estrecho abrazo, e inundados sus ojos en lágrimas de alegría. No podía ser mayor su satisfacción, viéndose objeto de un amor que arrostraba por ella la divina cólera o la muerte; y en recompensa (porque a complacencia tal era lo que correspondía) presentó con pródiga mano a Adán los apetitosos frutos pendientes de su rama, que él no tuvo escrúpulo en comer contra lo que su razón le sugería, porque no obraba ofuscado, sino seducido por una mujer encantadora.

La tierra temblaba en tanto, alterada hasta en sus más profundos senos, como acometida de un nuevo vértigo, y la Naturaleza prorrumpió en un segundo gemido. Oscureciose el firmamento; rugió sordamente el trueno, y el cielo vertió algunas tristes lágrimas al consumarse aquel pecado que en su origen llevaba ya la muerte; mas nada de esto advirtió Adán, embebecido en saborear el funesto fruto. Ni Eva temió reincidir en su atrevimiento, doblemente animada por la complicidad de su compañero; así que embriagados ambos como con un vino nuevo, se entregaron al más frenético regocijo, imaginándose sentir ya en sus pechos el aliento de la divinidad, que los levantaba sobre la despreciable tierra. Pero aquel fruto engañoso comenzó a despertar en ellos por vez primera otros afectos, encendiéndolos en lúbricos deseos: Adán miró a Eva con lascivos ojos; ella le correspondió con voluptuoso agrado, y en ambos prendió el fuego de la lujuria. Él empezó a provocarla así:

«Ahora descubro, Eva, de cuán delicado gusto, de qué gentileza estás dotada, que no es pequeña parte de la sabiduría, pues ahora distinguimos de sabores, y tenemos un buen juez en el paladar. Pero a ti es debida toda la gloria que me has proporcionado en semejante día. ¡Oh! ¡qué de placeres hemos perdido, absteniéndonos de este delicioso fruto! Hasta hoy no sabíamos lo que es verdadero gusto; y si tal deleite tienen en sí las cosas que se nos prohíben, debiéramos desear que la prohibición se extendiera a diez árboles en vez de uno. Ven, pues; gocemos, ya que es nuestro tanto bien, del inefable placer que este nuevo alimento nos promete. Jamás, desde que te vi por primera vez y me desposé contigo, me ha parecido tu hermosura ornada de tanto encanto, ni he sentido deseos tan vehementes de gozar de tu belleza, que me enamora como nunca: influencia sin duda de la virtud de ese árbol.»

Añadió a estas palabras acciones y miradas que indicaban la impaciencia de su amor. No era menor la de Eva, cuyos ojos despedían el fuego que la devoraba. Asiola él de la mano, y sin resistencia alguna la condujo a un verde ribazo cubierto por una espesa enramada que daba sombra a un lecho de flores, pensamientos, violetas, gamones y jacintos, el más fresco y muelle regazo de la tierra. Apuraron allí sin tasa sus amorosas ansias y delicias, sellando su mutuo crimen y desquitándose de su pecado, hasta que vencidos por el estupor del sueño, hubieron de renunciar a sus voluptuosos goces.

Luego que fue perdiendo aquel falso fruto la virtud con que sus suaves y penetrantes aromas habían embriagado sus espíritus y pervertido sus más íntimas facultades, desvaneciéndose el impuro letargo de un sueño que les había representado al vivo la enormidad de su falta, se levantaron desasosegados, se miraron uno a otro, y vieron cuán distinto se ofrecía todo a sus ojos, y cuán oscura niebla cubría sus corazones. Había huido de ellos la inocencia, que los preservaba del conocimiento del mal, ocultándoselo como con un velo; la confianza sincera, la rectitud natural y el honor, lejos ya de su lado, dejaban expuesta su desnudez a la criminal vergüenza que los cubría; pero al que la vergüenza cubre con su máscara, le descubre más. Como el valeroso Danita, el hercúleo Sansón, que al desasirse de los torpes brazos de la filistea Dalila, despertó ya privado de su fuerza, volvieron ellos en sí destituidos de todas sus virtudes; y confusos y silenciosos, permanecieron sentados, contemplándose largo tiempo, sin atreverse a proferir palabra; hasta que Adán, aunque tan abatido como Eva, prorrumpió al fin en sentidas quejas, diciendo:

«¡Oh Eva! ¡En mal hora diste oídos a aquel falso reptil, que nunca hubiera aprendido a remedar la voz humana! Veraz habría sido en pronosticar nuestra desgracia, no en prometernos una mentida elevación, porque si se han abierto nuestros ojos, y sabemos discernir ya lo bueno de lo malo, hemos perdido el bien, y solo nos queda el mal. ¡Funesto fruto de la ciencia, si consiste en conocer esto, en dejarnos así desnudos, privados de nuestro honor, de la inocencia, de la fe y de la pureza, que eran nuestro mejor ornato, ahora manchadas y envilecidas! En nuestros rostros aparecen evidentes las huellas de la insensata concupiscencia, origen de nuestros males y nuestra vergüenza, que es el mayor de todos; que en cuanto a la pérdida del bien, no debe quedarte la menor duda. Y ¿cómo osaré yo ahora ponerme en presencia de Dios o de los ángeles, a quienes veía antes con tanto júbilo y enajenamiento? Sus celestiales figuras anonadarán con su irresistible esplendor esta materia terrestre. ¡Oh! ¡Si pudiera ocultar mi salvaje existencia en la soledad, en el más oscuro rincón, al abrigo de árboles gigantescos, impenetrables a la luz del sol y de los astros, y entre las tinieblas de una oscuridad más profunda que la de la noche! ¡Encubridme vosotros, pinos; tapadme ¡oh cedros! con vuestras innumerables ramas, donde jamás vuelva a ser visto! Pero, no: en tan miserable estado, pensemos qué arbitrio será el mejor por de pronto para ocultar uno a los ojos de otro lo que nos causa mayor vergüenza, lo que más repugnante es a nuestra vista. Busquemos un árbol cuyas anchas y flexibles hojas unidas entre sí y rodeadas a nuestra cintura, nos preserven de esta vergüenza, que en lo sucesivo ha de acompañarnos siempre, para que no nos dé continuamente en rostro con nuestra impureza.»

Y practicando el consejo, internáronse ambos en lo más espeso del bosque, y eligieron al efecto la higuera; mas no la que nosotros apreciamos con este nombre y por su celebrado fruto, sino la conocida hoy entre los indios, en la costa de Malabar, o en el Decán, de ramas tan anchas y dilatadas, que colgando hasta el suelo y prendiendo en él, como hijas que crecen alrededor de su madre, forman pilares, bóvedas y muros, dentro de los cuales resuena el eco; donde el pastor indio, huyendo del sol, busca la fresca sombra, y por entre los claros del ramaje vigila a su ganado mientras está pastando.

Cogieron aquellas hojas, anchas como el escudo de una amazona, y con el arte que ya sabían, las juntaron y ciñeron a sus riñones: inútil precaución, si así querían ocultar su crimen y librarse de la vergüenza que los acosaba. ¡Oh! ¡cuán menguado reparo, en comparación de su primitiva y gloriosa desnudez! Tales halló en los últimos tiempos Colón a los americanos, cubiertos con una faja de plumas, desnudo lo restante del cuerpo, y viviendo como salvajes en sus islas y entre los bosques de sus playas.

Así disfrazados, y creyendo encubrir así parte de su vergüenza, mas no por eso más tranquilos ni consolados interiormente, se sentaron para desahogarse en llanto; y no solo acudieron las lágrimas a sus ojos, sino que se desencadenó una tempestad furiosa en el fondo de sus corazones; lucha de violentos afectos, de ira, odios, desconfianzas, sospechas y discordias, todos perturbando a la vez lo más íntimo de sus ánimos, en otro tiempo morada pacífica y apacible, y al presente llena de agitaciones y sobresalto. No les servía ya de guía la inteligencia, ni la voluntad se prestaba a sus persuasiones; eran esclavos del apetito sensual, que usurpándoles, a pesar de su inferioridad, la soberanía de la razón, se alzaba con su dominio. En este estado de excitación, torva la mirada y temblorosa la voz, dirigió de nuevo Adán la palabra a Eva:

«¡Oh! ¡Si hubieras dado oído a mis palabras, y permanecido a mi lado como te lo rogué, en la infausta hora que te asaltó el necio afán de vagar por esos campos, sugerido no sé por quién! Éramos hasta entonces dichosos; no nos veíamos, como ahora, imposibilitados de todo bien, infamados, desnudos, miserables... Que de hoy más nadie pretenda con frívolos pretextos poner a prueba su fidelidad: quien con tal empeño solicita verse en semejante trance, muy expuesto está a perecer en él.»

Y sentida Eva de esta reconvención, le replicó: «¿Qué severidad de lenguaje estás empleando, Adán? ¿A mi insensatez, o al capricho de vagar por esos campos, como dices, atribuyes nuestro infortunio? ¿Quién sabe lo que hubiera acontecido aun estando tú presente, y lo que hubieras tú mismo hecho? Aquí, de igual suerte que allí, no hubieras sospechado la falacia de la Serpiente, al oírla hablar como hablaba, mucho más no mediando entre nosotros y ella motivo alguno de enemistad, ni temor de que quisiese hacerme mal, o idease cómo perdernos. ¡Que no debía separarme de tu lado! ¡Bueno sería yacer siempre inerte como una costilla inanimada! Siendo así, ¿por qué tú, que eres mi superior, no me prohibiste terminantemente el alejarme, dado que me exponía al riesgo que encareces tanto? Lejos de contrariarme, no opusiste dificultad; no lo permitiste y lo aprobaste, despidiéndote de mí cariñosamente. Si te hubieras mantenido firme y resuelto en tu negativa, ni yo hubiera faltado a mi deber, ni tú ahora serias mi cómplice.»

Adán, irritado por vez primera: «¡Eva ingrata! exclamó: ¿Este es tu amor? ¿Así correspondes al mío, que has visto inalterable cuando tú estabas perdida, y yo a salvo aún? ¿No he podido yo vivir y gozar de inmortal ventura, sin arrostrar contigo la muerte voluntariamente? ¿Y me acusas de ser la causa de tu culpa, y crees que no fui bastante severo en lo que te permití? ¿Qué más podía yo hacer? Te advertí, te aconsejé, te predije el riesgo a que te exponías, y que un enemigo oculto estaba acechando para tender sus lazos. Llevar más allá mi celo, hubiera sido violentarte, y emplear la violencia contra el que es libre, es un proceder indigno. La confianza es la que te ha cegado, la seguridad que abrigabas o de que no corrías peligro alguno, o de que saldrías triunfante de cualquier empeño. Acaso yo erré también cuando admirando más de lo justo lo que me parecía en ti tan perfecto, imaginé que ningún mal se atrevería a llegar hasta ti. Bien pago mi error ahora, que se ha convertido en crimen. ¿Y tú eres mi acusadora? Este castigo merece quien por confiar demasiado en la excelencia de la mujer, la deja ejercer imperio; que contrariada, romperá el freno, y entregada a su albedrío, cuando algún daño le sobrevenga, su primer impulso será acusar al hombro de débil e indulgente.»

Así pasaban infructuosamente el tiempo en mutuas reconvenciones; ninguno de los dos se culpaba a sí propio, pareciendo interminables sus estériles altercados.

Libro décimo

Argumento


Sabida la desobediencia del Hombre, abandonan los ángeles custodios el Paraíso, y vuelven al cielo para justificar su vigilancia, de la cual se muestra Dios satisfecho, declarando que no han podido evitar la entrada de Satanás en aquel lugar. Envía en seguida a su Hijo para que juzgue a los culpables, el cual lo verifica, y pronuncia la debida sentencia. Compadecido de ellos, cubre su desnudez, y asciende de nuevo al cielo. El Pecado y la Muerte, que hasta entonces habían permanecido a la puerta del infierno, presintiendo por una maravillosa simpatía el triunfo de Satanás en aquel mundo nuevo, y el pecado cometido por el Hombre, resuelven no estar más tiempo confinados en aquel lugar, sino seguir a Satanás, su señor, a la morada del Hombre; y para facilitar el tránsito desde el infierno al mundo, abren un ancho camino o un elevado puente sobre el Caos, según el designio primeramente concebido por Satanás; y cuando se disponen a dirigirse a la tierra, se encuentran con él, que envanecido de su triunfo, vuelve al infierno. Congratúlanse mutuamente. Llega Satanás al Pandemonio, y en plena asamblea refiere pomposamente el triunfo que ha conseguido sobre el Hombre; pero en vez de aplausos, oye solo un silbido universal de su auditorio, convertido como él en serpientes, conforme a la sentencia dada en el Paraíso. Engañados por la apariencia del árbol prohibido que se ofrece a su vista, quieren todos ellos probar el fruto, y no comen más que polvo y amarga ceniza. Resolución que forman el Pecado y la Muerte. Dios predice la completa victoria de su Hijo, y la regeneración de todas las cosas, pero ordena a sus ángeles que hagan algunas alteraciones en los cielos y en los elementos. Convencido Adán cada vez más de su degradada condición, se lamenta tristemente, y rechaza los consuelos de Eva; mas ella insiste, y por fin logra tranquilizarle. Creyendo evitar la maldición que ha de caer sobre su posteridad, propone varios medios violentos que desaprueba Adán, porque esperando en la promesa que se les había hecho de que la raza humana se vengaría de la Serpiente, la exhorta a intentar por medio de la oración y el arrepentimiento la reconciliación con el Señor tan justamente ofendido.


Súpose al punto en el cielo el acto de odio y desesperación consumado por Satán en el Paraíso, y cómo, disfrazado de serpiente, había seducido a Eva, y esta a su marido, para comer el funesto fruto, pues ¿qué cosa puede ocultarse a la vigilancia de Dios, que lo ve todo, ni engañar su previsión, que a todo alcanza? Sabio y justo el Señor en cuanto dispone, no había impedido a Satán que tentase el ánimo del Hombre, a quien dotó de suficiente fuerza y entera libertad para descubrir y rechazar las astucias de un enemigo o de un falso amigo. Que bien conocían nuestros primeros padres, y no debieron olvidar jamás, la suprema prohibición de no tocar a aquel fruto, por más que a ello les incitaran, pues por desobedecer este mandato, incurrieron en tal pena (¿qué menor podían esperarla?); y su crimen, por suponer otros varios, bien merecía tan triste suerte.

Silenciosos y compadecidos del Hombre, se apresuraron a ascender desde el Paraíso al Cielo los ángeles custodios. De aquel suceso colegían lo desventurado que iba a ser, y se maravillaban de la sutileza de un enemigo que así les había ocultado sus furtivos pasos.

Luego que tan funestas nuevas llegaron a las puertas del cielo desde la tierra, contristaron a cuantos las oyeron. Pintose esta vez en los semblantes celestiales cierta sombría tristeza, que, mezclada con un sentimiento de piedad, no bastaba, sin embargo, a turbar su bienaventuranza. Rodearon los etéreos moradores a los recién llegados en innumerable multitud, para oír y saber todo lo acaecido: y ellos se dirigieron al punto hacia el supremo trono, como responsables del hecho, a fin de alegar justos descargos en favor de su extremada vigilancia, que fácilmente podían probar; cuando el omnipotente y eterno Padre, desde lo interior de su misteriosa nube, y entre truenos, hizo así resonar su voz:

«Ángeles aquí reunidos, y vosotros, Potestades que volvéis de vuestra infructuosa misión, no os aflijáis ni turbéis por esas novedades de la tierra, que aun con el más sincero celo, no habéis podido precaver: ya os predije no ha mucho tiempo lo que acaba de suceder, cuando por primera vez, salido del infierno, el Tentador atravesó el abismo. Entonces os anuncié que prevalecerían sus intentos; que en breve realizaría su odiosa empresa; que el Hombre sería seducido y se perdería, dando oídos a la lisonja, y crédito a la impostura contra su Hacedor. Ninguno de mis decretos han concurrido a la necesidad de su caída; no he comunicado el más leve impulso al albedrío de su voluntad, que siempre he dejado libre y puesta en el fiel de su balanza. Pero al fin ha caído. ¿Qué resta hacer más que dictar la mortal sentencia que su transgresión merece, la muerte a que queda sujeto desde este día? Presume que la amenaza será vana e ilusoria, porque no ha sentido ya el golpe inmediatamente como temía; pero en breve verá que el aplazamiento no es perdón, lo cual experimentará hoy mismo. No ha de quedar burlada mi justicia, como lo ha quedado mi bondad. Pero ¿a quién enviaré por juez? ¿A quién, sino a ti, Hijo mío, que en mi lugar riges el universo, a ti que ejerces, trasmitido por mí, todo juicio en los cielos, en la tierra y en los infiernos? Con esto se persuadirán de que procuro conciliar la misericordia con la justicia al enviarte a ti, amigo del Hombre, mediador suyo, designado para servirle de rescate y ser voluntariamente su Redentor, como estás destinado a convertirte en hombre y a ser juez de su humillación.»

Así habló el Padre; e inclinando a la derecha el esplendor de su gloria, inundó al Hijo con los rayos de su clara divinidad. Él reflejó toda la refulgente majestad de su Padre y respondió con inefable dulzura de este modo:

«Eterno Padre: tuyo es el mandato, mío el obedecer tu suprema voluntad en el cielo como en la tierra, porque tú te complaces en mí, que soy siempre tu Hijo por extremo amado. Voy a juzgar en la tierra a los que te han desobedecido; pero tú sabes que cualquiera que sea la sentencia, sobre mí recaerá el mayor castigo cuando se hayan cumplido los tiempos; que ante ti me impuse este sacrificio, y no estoy arrepentido de él, porque así tendré el derecho de mitigar la pena, que ha de refluir en mí. Templaré de tal modo la justicia con la misericordia, que realzadas así una y otra, ambas queden satisfechas, y tú desagraviado. Y no he menester para esto de séquito ni aparato alguno: en este juicio solo han de intervenir el juez y los dos culpables; el tercero está condenado por ausente con más rigor; está convicto de su crimen y de su rebeldía a todas las leyes; que en la serpiente no ha podido obrar convicción alguna.»

Pronunciadas estas palabras, se levantó de su radiante trono, con todo el esplendor de su gloria colateral, y rodeándole los Tronos, las Potestades, los Principados y las Dominaciones, le acompañaron hasta las celestiales puertas, desde donde se descubre la perspectiva del Edén y de sus confines todos. Rápidamente hizo su descenso, que no hay tiempo que mida la velocidad de los dioses, por más que vuele en alas de los más raudos minutos. Inclinándose a su ocaso, alejábase ya el sol del mediodía, y esparcíanse por la tierra a su hora acostumbrada los blandos céfiros, anunciando la proximidad de la húmeda noche; cuando más tranquilo aún, en medio de su indignación, se acercaba el que como juez e intercesor a un tiempo iba a sentenciar al Hombre. Oyeron los culpables la voz de Dios, que al declinar de la tarde resonaba por el Paraíso llevada a sus oídos por el hálito de los vientos; oyéronla, y Hombre y Mujer huyeron de su presencia, ocultándose entre los árboles más sombríos; pero Dios se acercó, y llamó en alta voz a Adán.

«¿Dónde estás Adán, que no vienes alegre, como acostumbrabas a recibirme así que me veías de lejos? Me disgusta que te ausentes de aquí, y que te entretengas en la soledad, cuando un solícito deber te hacía presentarte antes sin ser buscado. ¿Vengo Yo con menos esplendor? ¿Qué novedad te tiene ausente? ¿Qué causa tu detención? Ven al punto.»

Presentose, y Eva con él, pero más medrosa, a pesar de haber delinquido primero, y ambos confusos y desconcertados. No brillaba ya en sus miradas el amor ni para con Dios, ni el del uno al otro; no se revelaba en sus semblantes sino el crimen, la vergüenza, la turbación, el despecho, la ira, la obstinación, el odio y la hipocresía. Pero al fin, después de muchas vacilaciones, respondió Adán:

«Os vi en el jardín, pero atemorizado a vuestra voz, como estaba desnudo, me oculté.»

Y el divino Juez, sin reconvenirle, contestó: «Pues muchas veces has oído mi voz, que no te infundía temor, antes bien te regocijaba. ¿Cómo es que ahora te causa espanto? ¡Que estás desnudo! Y ¿quién te lo ha hecho advertir? ¿Has comido acaso el fruto del árbol que te prohibí gustases?»

A lo que, acosado de remordimientos, replicó Adán: «¡Oh cielo! ¡En qué trance tan penoso me veo hoy ante mi Juez! O echo sobre mí todo el delito, o tengo que acusar a la que es como yo mismo, a la compañera de mi existencia, cuya falta, dado que no ha querido ofenderme a mí, debiera yo encubrir, y no dar lugar con mis quejas a su castigo. Pero no puedo menos de sucumbir a la dura necesidad, a un imperioso deber, para que no recaigan en mí el pecado y la pena a un tiempo, que para mí solo, serían insoportables. Ni ¿de qué me serviría obrar de otro modo, si está patente a tus ojos cuanto tratara yo de ocultarte? Esta mujer, a quien tú creaste para descanso mío, que me concediste como el más completo de tus dones, tan buena, tan hermosa, tan encantadora, tan divina, de quien yo no recelaba mal alguno, que en cuanto hacía parecía llevar la justificación de su proceder, me dio a comer del fruto vedado, y comí.»

Y el Supremo Señor repuso: «¿Era tu Dios, para que así la obedecieses antes que a mí? ¿Fue creada para ser tu guía, ni superior, ni aún igual a ti, que así has abdicado en ella de tu dignidad de hombre, y de la superioridad que respecto a ella debías tener? De ti la formó Dios y para ti, que realmente la aventajas en todo género de excelencias y perfecciones; porque si bien está adornada de belleza y encantos que la hacen amable y digna de tu amor, no por eso había de avasallarte; que sus cualidades son para obedecer, no para ejercer el mando. Este a ti te correspondía, si tú hubieras sabido conducirte.»

Y en seguida se volvió a Eva solo para preguntarla: «Y tú, dime, mujer, ¿qué has hecho?»

Anonadada por la vergüenza, sin poder ocultar su crimen, y no atreviéndose a hablar apenas delante de su Juez, llena de confusión, respondió Eva: «Me engañó la serpiente, me engañó, y comí.»

Lo cual oído por el Señor, procedió sin más dilación a sentenciar a la serpiente a quien se acusaba, bien que fuese un bruto, incapaz de achacar el crimen a quien le había hecho instrumento de él, e infamádole apartándole del fin de su creación; de manera que con razón fue maldito, como pervertido en su naturaleza. No le importaba entonces saber más al Hombre, ni supo más, porque esto no aminoraba su delito; y así Dios fulminó su sentencia contra Satán, el primero que había delinquido, aunque en términos misteriosos, que juzgó ser los que convenían, haciendo recaer su maldición sobre la serpiente: «Pues tal maldad has cometido, maldita seas entre todos los animales que pueblan la tierra. Caminarás arrastrando sobre tu vientre; comerás polvo todos los días de tu vida. Interpondré la enemistad entre ti y la mujer, entre su generación y la tuya. Su planta quebrantará tu cabeza, y tú morderás su planta.»

Así habló el oráculo, y así se verificó cuando Jesús, hijo de María, segunda Eva, vio a Satán, príncipe del aire, caer del cielo, como un relámpago; y cuando levantándose de su sepulcro, despojó de su poder a aquellos principados y potestades, y triunfó de ellos con excelsa pompa; y luego en su ascensión brillante, llevose cautivo por los aires el cautiverio, el imperio mismo de Satán, usurpado por tanto tiempo; de Satán, a quien por fin pondrá bajo nuestros pies el que aquel día predijo su fatal quebranto.

Y dirigiéndose a la Mujer, pronunció así su sentencia: «Yo multiplicaré tus angustias cuando conciba tu seno, y parirás tus hijos entre dolores, y quedarás sometida a la voluntad de tu marido, y él te dominará.»

Y últimamente condenó a Adán en estos términos: «Por haber escuchado las palabras de tu mujer, y comido del árbol que te había vedado, diciendo: “De ese árbol no comerás”, la tierra será maldita a causa de tu pecado; sacarás tu alimento de ella con penoso afán durante tu vida; te producirá por sí cardos y espinas; comerás yerbas de los campos, y ganarás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al seno de la tierra de que has de saber saliste; porque polvo eres, y en polvo te volverás.»

Así juzgó Dios al Hombre, siendo a la vez su Juez y su Salvador, y en aquel instante apartó de él el golpe mortal que en el mismo día le amenazaba; y viéndole desnudo, expuesto a la inclemencia del aire, que había de sufrir grandes alteraciones, se compadeció de él, y no se desdeñó de hacer desde entonces oficios de sirviente suyo, como cuando lavó los pies de los que le servían; y desde luego, con el amor de un padre de familia, cubrió su desnudez con pieles de animales, unos muertos, otros que, como la culebra, se despojaban de la suya por otra nueva. No se desdeñó tampoco de vestir a sus enemigos; que no solo cubrió de pieles su desnudez exterior, sino que echó sobre la interior, aún más ignominiosa, el manto de su justicia, defendiéndolos de las miradas de su Padre. Y con rápida ascensión volvió a su bendito seno, y a la plenitud de su gloria, como estaba antes, y refiriole cuanto había pasado con el Hombre, aunque su Padre nada ignoraba, y aplacó su cólera por medio de su amorosa intercesión.

Entre tanto, y cuando en la tierra no se había delinquido aún, ni pronunciádose la terrible sentencia, estaban sentados el Pecado y la Muerte dentro de las puertas del infierno, y uno frontero a otro. Hallábanse abiertas las puertas, y de lo interior salían llamas devoradoras que se extendían por el Caos. Habíalas franqueado el Pecado para dar paso a Satán; y ahora decía a la Muerte:

«¿Qué hacemos aquí, hija mía, ociosos y contemplándonos uno a otro, mientras Satán, nuestro gran autor, triunfa en otros mundos y nos procura mansión más venturosa para nosotros, querido linaje suyo? Ni es posible que haya dejado de salir airoso de su empresa, pues de otra suerte, ya hubiera vuelto aquí acosado por el furor de su perseguidores, porque ningún sitio más a propósito que este para su castigo ni para vengarse de él. Yo siento en mí una nueva fuerza, como si me nacieran alas, y que me esperan dominios más extensos fuera de estos abismos; siéntome atraído, sea por simpatía, sea por cierta fuerza connatural, poderosa para unir entre sí a larga distancia con secretos vínculos y por las más ignoradas vías, cosas que se asemejan. Tú, sombra inseparable mía, debes seguirme, porque no hay poder que pueda divorciar a la Muerte del Pecado; y por si la dificultad de salvar este ciego e insondable abismo entorpece el regreso de nuestro padre, acometamos una atrevida empresa, que no es superior a tu fuerza ni a la mía; echemos un puente desde el infierno a ese nuevo mundo en que impera Satán ahora: monumento que nos granjeará alto concepto entre toda la infernal hueste, pues facilitará su salida de aquí en sus marchas y transmigraciones, donde quiera que la suerte los encamine. Ni puedo yo equivocarme en el plan que trace, dado que tan certera es la atracción, el instinto que me dirige.»

A lo que contestó el descarnado Esqueleto: «Ve adonde el Hado y tu irresistible impulsión te lleven; yo no he de quedarme atrás ni errar el camino, teniéndote a ti por guía. ¡Qué olor a carne y a innumerables víctimas percibo! ¡Cómo saboreo ya el gusto de muerte, que exhala cuanto en ese mundo vive! No dejaré de ayudar al intento que te propones; cuenta con mi cooperación.»

Y al decir esto, aspiraba con deleite el olor de la mortal descomposición que se efectuaba en la tierra. Como cuando una bandada de carnívoras aves acuden afanosas desde larguísimas distancias la víspera de un combate al campo en que se establecen dos ejércitos enemigos, llevadas por el olor de los cadáveres vivientes que una sangrienta batalla ha de entregar a la muerte el siguiente día; así el repugnante monstruo venteaba su presa, alzando la cóncava nariz para llenarla de infestado aire y olfatear desde más lejos. Atravesando las puertas del infierno, lanzáronse ambos en la inmensidad y confusión del sombrío Caos, siguiendo distintas direcciones; y haciendo uso de su poder, que era muy grande, se posaron sobre las aguas y juntaron en una masa cuanto en ellas había de sólido o glutinoso, revolviéndolo hacia arriba y hacia abajo, como en proceloso mar, cada cual por su lado, hasta arrojarlo junto a la boca del infierno: no de otro modo que dos vientos polares, cayendo encontrados sobre el mar Cronio, aglomeran las montañas de hielo que forman hacia el oriente y más allá de Petzora el camino que debe conducir a las opulentas costas del Catay.

Valiéndose la Muerte de su pesada, dura y fría maza, como de un tridente, golpeó la amontonada tierra, dejándola tan firme como la isla de Delos, flotante en otro tiempo, y endureció la materia restante con su mirada, cual si tuviese la propiedad de la de la Gorgona. Trabaron con betún del Asfaltite la ya trazada vía, ancha como las puertas y profunda como los cimientos del infierno; y levantando sobre el espumoso abismo, en figura de elevados arcos una inmensa mole, fabricaron un puente de prodigiosa longitud, que se apoyaba en la inmóvil muralla de este mundo, abierto y entregado ya a la muerte, y que daba paso ancho, llano, fácil y seguro a los abismos infernales. Si las cosas grandes pueden compararse con las pequeñas, así Jerjes salió de Susa con ánimo de subyugar la Grecia, y desde el palacio de Memnón se encaminó al mar, y echando un puente sobre el Helesponto, juntó a Europa con el Asia, y azotó con repetidos golpes las indignadas olas.

Prosiguieron, pues, la fábrica de su puente con maravilloso arte, extendiendo una larga cadena de rocas sobre el perturbado abismo, y siguiendo la huella de Satán, hasta el punto mismo en que, parando su vuelo, se vio libre del Caos y puso su planta en la árida superficie de este mundo esférico; y con diamantinos clavos y cadenas aseguraron (¡oh funesta seguridad!) su perdurable obra. Y divididos por breve trecho, vieron los confines del Cielo Empíreo y de este mundo, dejando a la izquierda el infierno separado por su anchuroso abismo, con los diferentes caminos que guiaban a cada una de aquellas tres regiones. Tomaron sin vacilar el de la tierra, y dirigieron sus primeros pasos al Paraíso.

En breve descubrieron a Satán bajo la forma de un luminoso ángel, que se remontaba al zénit entre el Centauro y el Escorpión, mientras el Sol se levantaba en Aries. Iba así disfrazado, mas no bastaba disfraz alguno para que los hijos desconociesen a su padre. Después de haber seducido a Eva, se alejó, sin ser percibido, por el bosque; cambió de figura para mejor observar los efectos de su crimen; vio que Eva insistía en él, y que, aunque exenta de malicia, había logrado lo mismo de su esposo; observó la vergüenza que les obligaba a cubrirse de un velo inútil; pero al descender el Hijo de Dios a juzgarlos, huyó aterrado, no porque esperase librarse del castigo, sino para diferirlo algún tiempo más. Temía el malvado el que desde luego pudiera imponerle la divina cólera; mas no sucediendo así, volvió por la noche al sitio en que sentados los desventurados cónyuges discurrían sobre su triste suerte. A vueltas de sus quejas, oyó su propia sentencia, y al saber que no se ejecutaría inmediatamente, sino pasado algún tiempo, voló henchido de júbilo al infierno con aquellas nuevas. Al llegar a la entrada del Caos, junto al extremo del nuevo y admirable puente, encontró de improviso a sus amados hijos, que le buscaban, y los recibió con grande alegría, la cual se acrecentó al ver la estupenda fábrica. Largo rato le duró el asombro, hasta que su digno y encantador hijo, el Pecado, rompió el silencio en estos términos:

«¡Oh Padre! Tuya es esta magnífica obra, tuyo este trofeo, que contemplas cual si no se te debiese a ti. Tú eres su autor, su primer arquitecto; porque no bien adivinó mi corazón (que por una secreta armonía se mueve a compás del tuyo, como unidos ambos en íntimo consorcio) no bien adivinó que habías triunfado en la tierra, de lo cual me dan ahora tus ojos evidente indicio, cuando, a pesar de los mundos que nos separaban, me sentí atraído hacia ti, juntamente con esta, hija tuya también, que tal es la fatal unión en que los tres vivimos. No podía ya el infierno tenernos más tiempo sujetos en su recinto, ni su lóbrego e intransitable seno impedirnos que siguiésemos tus gloriosas huellas. De cautivos que hasta ahora hemos estado en lo interior del Orco, nos has sacado a la libertad, y dádonos fuerza para llegar hasta aquí y echar sobre el tenebroso abismo este enorme puente. Todo este mundo es ya tuyo. Tu valor ha conseguido lo que tus manos no habían logrado ejecutar, y tu previsión ganado con creces cuanto con la guerra habías perdido. Ya estás vengado del desastre que en el cielo experimentamos. Aquí reinas ya como monarca; que allí no podías serlo. Que domine el otro donde la victoria le concedió su imperio, mas que renuncie a este mundo, de que su propia sentencia le ha desposeído, y que de hoy más entre contigo a la parte en la universal soberanía, cuyos límites los formará el Empíreo, siendo ahora suyo el mundo cuadrado, y el mundo circular tuyo. Que se atreva ahora contigo, que tan peligroso eres para su trono.»

A lo que placentero repuso el príncipe de las tinieblas: «Hija querida, y tú, que eres a la vez hijo y nieto mío: bien demostráis ahora que sois de la estirpe de Satán, nombre de que me glorío, por ser el antagonista del Omnipotente Rey de los Cielos; bien merecéis mi gratitud y la del infierno todo, pues con triunfador empeño habéis erigido este monumento triunfal cabe las puertas del mismo cielo, y hecho mía vuestra gloriosa empresa. Habéis convertido el cielo y este mundo en un solo imperio, en un imperio y un continente de fácil comunicación; y así, mientras que a través de las tinieblas y a favor del nuevo camino que habéis abierto, desciendo a dar cuenta a los campeones que siguen mis banderas de todos estos triunfos y a celebrarlos en su compañía, cruzad vosotros esos innumerables orbes, vuestros ya todos, y encaminaos al Paraíso. Fijad en él vuestra mansión, vuestro venturoso reino; ejerced vuestro dominio sobre la tierra, sobre los aires, y especialmente sobre el Hombre, único señor de tan vasto imperio. Hacedle desde luego vuestro esclavo, hasta que por fin acabéis con su existencia. Yo delego en vosotros mis poderes, y os nombro mis representantes en la tierra con toda la autoridad que de mí procede. De vuestras fuerzas ahora unidas depende la conservación de este nuevo imperio, que gracias a mí, el Pecado entrega a la Muerte. Si juntos lográis vencer, ningún detrimento en su bien tendrá ya que temer el infierno. Id, pues, y desplegad todo vuestro poder.»

Despidiolos así; y ellos, atravesando velozmente la región de los astros, fueron por todas partes derramando su veneno. Emponzoñadas las estrellas, perdieron su lucidez, y hasta los planetas se vieron totalmente eclipsados. Satán, que tomó otro rumbo, se dirigió por la nueva vía a las puertas del infierno. Gemía el Caos sintiéndose aprisionado y hendido por uno y otro lado, y al rebotar de sus olas, golpeaba la maciza fábrica, en la que no hacían mella alguna sus furores. Entró en su retiro el príncipe de las tinieblas, hallando las puertas de par en par, sin nadie que las guardase, y todo en la más tétrica soledad, porque los que estaban allí para custodiarlas, abandonando su puesto, habían levantado su vuelo a más alta esfera, y los demás retirádose al interior, al abrigo de los muros del Pandemonio, ciudad y magnífica residencia de Lucifer, que así se llamaba aludiendo a la brillante estrella comparable con Satanás. Vigilaban allí en continua guardia las legiones, mientras los próceres celebraban un consejo ansiosos de saber qué causa podría diferir el regreso de su soberano; por lo demás, observaban fielmente las órdenes que al partir les había dictado. A la manera que el Tártaro se retira de Astracán a sus nevadas llanuras, huyendo de los rusos, sus enemigos, o que el Sofí bactriano retrocede ante la enseña de la turquesca media luna, llevando la devastación hasta más allá del reino de Aladule y se refugia en la ciudad de Tauris o en la de Casbin; veíanse las huestes recién lanzadas del cielo dejar desiertas las inmensas regiones que forman los límites infernales, y acogerse con cuidadosa vigilancia a los muros de su metrópolis, aguardando de hora en hora a su aventurero caudillo, que había partido en busca de ignorados mundos. Llegó; atravesó por en medio de ellas sin darse a conocer, bajo la apariencia de un ángel de ínfimo orden entre la milicia plebeya, y penetrando invisible en el regio salón plutónico, ocupó su elevado trono, suntuosamente erigido en el extremo opuesto bajo un dosel de riquísimo brocado. Sentose un instante; dirigió en torno una mirada, todavía encubierto, hasta que de repente, como saliendo de una nube, apareció su fúlgido semblante, con todo el brillo de una estrella, o más esplendoroso aún, y rodeado de aquella gloriosa aureola, pero solo aparente, que le era permitido ostentar después de su caída. Admirados de tan súbito fulgor los moradores de la Estigia, vuelven los rostros, y descubren a su anhelado caudillo, que estaba ya entre ellos: con lo que prorrumpieron en ruidosas aclamaciones. Levantáronse apresuradamente de su tenebroso estrado los próceres del consejo, y con general alegría se acercaron a felicitarle. Impúsoles silencio con la mano, y se captó su atención diciendo:

«Tronos, Dominaciones, Principados, Virtudes y Potestades, títulos de que os declaro nuevamente en posesión, a más de que de derecho os corresponden: el feliz éxito de mi empresa ha sobrepujado a mis esperanzas. Aquí vuelvo para sacaros triunfantes de esta sentina infernal, abominable, maldita, asilo de la miseria y prisión de nuestro tirano. Ya poseéis como señores un espacioso mundo, apenas inferior al cielo en que nacisteis, mundo que os he conquistado con mi esfuerzo, a costa de indecibles riesgos. Sería largo empeño referiros todo lo que hecho, lo que he sufrido, los obstáculos que he hallado en mi viaje por esos inmensos abismos en que nada hay real, y en que la más horrible confusión domina. Sobre ellos han labrado el Pecado y la Muerte un ancho camino para facilitar vuestra gloriosa marcha; pero ¡qué de penalidades me ha costado esa vía por nadie transitada aún, viéndome obligado a luchar con un insondable vacío, y sumergirme en el seno de la Noche primitiva y del fiero Caos! Celosos ambos de sus secretos, se oponían a mi extraño viaje, y con espantosos bramidos protestaban de mi audacia ante el supremo Hado. Llegué por fin a ese mundo nuevamente creado, cuya fama tanto se ha celebrado en el cielo. ¡Oh! ¡qué fábrica tan maravillosa y tan perfecta! Allí tenía situado su paraíso el Hombre, que era feliz a consecuencia de nuestro destierro. Ya no lo es: mi astucia le ha seducido, le ha divorciado de su Creador, y lo que más debe admiraros, valiéndome para esto no más que de una manzana; de cuya ofensa en castigo (cosa es que os moverá a risa), Dios ha condenado a su querido Hombre, y juntamente con él a todo el mundo, a ser víctimas del Pecado y de la Muerte, es decir, de nosotros, que hemos adquirido este poder sin esfuerzo, ni peligro, ni contratiempo alguno. Allí vamos a trasladarnos, allí nos estableceremos, y mandaremos en el Hombre como mandaba él en todas las cosas. Verdad es que también Dios me ha condenado a mí, o más bien que a mí, a la serpiente, en cuyo cuerpo me introduje para engañar al Hombre: la parte que a mí me alcanza de esa sentencia es la enemistad que ha de mediar entre mí y el género humano. Yo morderé sus plantas, y su descendencia hollará mi cabeza, aunque ignoro cuándo; pero en cambio de la adquisición de un mundo ¿quién teme tan leve pena, ni otra más rigurosa? Ya sabéis, pues, lo que hecho; ¿qué os resta a vosotros hacer, ¡oh dioses!, más que lanzaros a la posesión de bien tan incomparable?»

Así dio fin a su arenga, y permaneció algún tiempo inmóvil, esperando que atronasen sus oídos universales aclamaciones y aplausos estrepitosos; mas en su lugar, solo resonaron siniestros silbidos, lanzados por todas partes, de aquellas innumerables lenguas, que era demostración harto clara de público menosprecio. Maravillose de esto, mas no le duró mucho el asombro, que mayor era el que de sí mismo concibió al sentir que su rostro se adelgazaba prolongándose, que los brazos se lo adherían a las costillas, que sus piernas se enlazaban una a otra, hasta que faltándole el apoyo, cayó convertido en monstruosa serpiente, arrastrándose sobre su vientre, y luchando consigo en vano, porque un poder superior le sujetaba, condenándole a tomar la figura en que había pecado, y según la sentencia que se le había impuesto. Quiso hablar; y su arponada lengua solo acertó a contestar con silbidos a todas las demás lenguas, arponadas como la suya; que todos cual él, quedaron transformados en serpientes, dado que eran cómplices de su inicuo crimen. Horrible fue la silba que se desató por todos los ámbitos del salón: arrastrábanse por él un enjambre de monstruos, revueltos entre sí colas con cabezas, escorpiones, áspides, crueles anfisbenas, cornudas cerastes, hidras, temibles élopes y dipsas; que nunca se multiplicaron muchedumbre tan grande de serpientes ni en la tierra empapada con la sangre de la Gorgona, ni en las playas de la isla Ofiusa.

En medio de todos sobresalía Satán por su magnitud de enorme dragón, más grande que el inmenso Pitón, engendrado por el Sol en el cieno del valle Pitio, de suerte que aún así conservaba su superioridad sobre los demás. Todos le siguieron atropelladamente hasta la llanura en que estaba el rebelde ejército precito, formado en orden de batalla y con el sublime anhelo de ver llegar en son de triunfo a su glorioso adalid; y vieron en efecto ¡qué espectáculo tan inesperado! un tropel de asquerosísimas serpientes. El horror que al principio sintieron acabó por trocarse en no menos horrible simpatía, porque ellos también se convirtieron en aquello mismo que a su vista se presentaba, cayéndoseles de las manos armas, lanzas y broqueles, dando en tierra con sus cuerpos, prorrumpiendo en agudos silbos y desapareciendo bajo aquella forma de que habían sido contagiados; que a crimen igual, correspondía también igual castigo. Así el aplauso con que contaban se volvió atronadora silba, y el triunfo en ignominia que lanzaban sobre sí por sus propias bocas.

No lejos de allí se extendía un bosque, nacido en el momento de su metamorfosis, y que el Supremo Señor había dispuesto para más agravar su pena, cuyos árboles se veían cargados de hermosos frutos parecidos a aquellos del Paraíso con que el enemigo infernal había seducido a Eva. En aquella extraña novedad se fijaron sus ávidas miradas, figurándose que en vez del árbol vedado, se les ofrecían otros muchos que aumentasen sus tormentos y su vergüenza; pero devorados por una sed ardiente y por una hambre rabiosa que Dios les envió a fin de incitarlos más, no pudieron resistir, y enredándose unos en otros, se precipitaron y encaramaron a los árboles, formando madejas más enmarañadas que las de los cabellos de Megera. Abalanzáronse ansiosamente a los frutos, bellísimos a la vista, tan bellos como los que se producían orillas del bituminoso lago en que ardió Sodoma; frutos que no engañaban el tacto, pero sí el gusto, y de que procuraron saciarse para satisfacer el hambre; mas en vez de manjar sabroso, comían solo amarga ceniza, que arrojaban al punto de sus contrariadas bocas entre repugnantes náuseas. Apretados del hambre y de la sed, renovaban frecuentemente su embestida, y siempre experimentaban el mismo sabor asqueroso que les desquiciaba las quijadas, llenas de hollín y ceniza, cayendo repetidas veces en el propio engaño, mientras el Hombre, de quien habían triunfado, solo una había incurrido en su error. Así permanecieron largo tiempo devorados por el hambre y atormentados por la incesante furia de los silbidos, hasta que les fue dado recobrar su perdida forma; y así quedaron condenados a sufrir todos los años por cierto número de días aquella misma humillación, en pena del orgullo y regocijo que habían sentido al seducir al Hombre. Ellos, sin embargo, difundieron entre los paganos una tradición, inventando la fábula de una serpiente, que llamaron Ofión, la cual juntamente con Eurínome (quizás la dominadora Eva) se alzó en un principio con el imperio del alto Olimpo, de donde fueron ambos expulsados por Saturno y Rea antes que naciese Júpiter Dicteo.

Entre tanto llegaba al Paraíso la infernal pareja, y ¡ojalá no hubiese llegado! El Pecado, que primero influía allí con su poder y posteriormente con su acción, ahora se establecía corporalmente para residir en él como constante habitador. Seguíale en pos y paso a paso la Muerte, que no cabalgaba aún en su pálido caballo; a la cual se dirigió el Pecado, diciendo:

«Segundo fruto de Satán, Muerte, que has de avasallarlo todo: ¿qué juzgas ahora de nuestro imperio? Con penosa dificultad hemos llegado a él; pero ¿no es preferible a aquel umbral tenebroso del infierno dónde estábamos sentados, siempre vigilando, siempre ignorados y envilecidos, y tú medio extenuado de hambre?»

Y el Monstruo nacido del Pecado le respondió así: «A mí, víctima de un hambre eterna, tanto me da el Infierno, como el Cielo o el Paraíso. Allí me encontraré mejor donde más tenga que devorar; y esto, aunque tanta abundancia ofrece, paréceme sobrado pequeño para llenar este estómago y este anchuroso cuerpo.»

A lo cual repuso el incestuoso Padre: «Pues desde luego puedes alimentarte de todas esas yerbas, frutos y flores, y no perdonar ni una bestia, ni un pescado, ni un ave, que no es pasto poco apetitoso, y saciarte de cuantas cosas ha de destruir la segur del Tiempo, hasta que apoderado yo del Hombre y de su raza, pervierta sus pensamientos, sus miradas, sus palabras y sus acciones, y le prepare para ser tu postrera y más agradable presa.»

Dicho esto, se separaron, tomando cada cual diverso camino, ambos con el propósito de destruir y hacer perecedero todo lo criado, y de disponerlo a la devastación que tarde o temprano había de verificarse; viendo lo cual el Omnipotente, desde el sublime trono que ocupa rodeado de sus Santos, habló así a todas aquellas esplendorosas jerarquías:

«Ved con qué rabia se apresuran esos monstruos del infierno a perturbar y destruir ese nuevo mundo que Yo he creado tan bello y tan perfecto; y que se mantendría en el mismo estado, si la insensatez del Hombre no hubiera dado entrada en él a esas destructoras furias que me califican de demente; y esto suponen el príncipe del Infierno y sus secuaces, porque cuando les concedo tan llano acceso a ese lugar celestial y consiento que se enseñoreen de él, piensan que condesciendo con las miras de tan menguados enemigos, y se lisonjean de que mi pasión me ciega en términos de abandonarlo todo y entregar el universo a su desconcierto. No conocen esos abortos del infierno que me he valido de ellos y los mantengo esclavizados allí, para que absorban toda la escoria e inmundicia con que la impura desobediencia del Hombre ha manchado lo que tan inmaculado era en su origen, hasta que rebosando y ahítos de ese letal veneno, llegue un día en que tu victorioso brazo, dulcísimo Hijo mío, hunda para siempre en el Caos al Pecado y a la Muerte con su voraz sepulcro, y quede cerrada la boca del infierno, y sus mandíbulas ociosas. Regenerados entonces el cielo y la tierra, se purificarán para santificar lo que no podrá ya mancillarse nunca; pero entre tanto la maldición que he pronunciado tiene que cumplirse.»

Dijo; y resonando como las olas del mar, prorrumpieron los celestiales coros en cánticos de aleluya; y entre innumerables himnos repetían: «Justos son tus designios, justos tus decretos en cuanto obras. ¿Quién puede destruirte?» Y celebraban después al Hijo, Redentor del género humano, por quien los siglos verán nacer o descender de los cielos un nuevo cielo, una nueva tierra.

Esto cantaban; y el Creador llamó por su nombre a sus principales Ángeles, y les encargó de diferentes ministerios, conforme la actual sazón de las cosas lo requería. El primero fue el Sol, a quien prescribió que alterase su movimiento y enviase su luz a la tierra haciendo que alternasen en ella el calor y el frío, hasta el punto de ser casi intolerables ambos; que llevase del norte al decrépito invierno, y del mediodía los rigores del abrasado solsticio. A la pálida luna le ordenaron también su curso; a los otros cinco planetas su movimiento y sus varios aspectos, el sextil, el cuadrado, el trino y el opuesto, todos ellos tan nocivos y tan funestos en su conjunción; enseñando a las estrellas fijas a ejercer asimismo su maligna influencia y suscitar tempestades, ya al ascender cuando el Sol, ya al declinar con él. A los vientos señalaron sus lugares respectivos, y cuándo enfurecidos debían introducir la confusión en el aire, en el mar y a lo largo de sus playas; al trueno, en fin, el tiempo en que había de aterrar los tenebrosos palacios aéreos con su hórrido estampido.

Dicen algunos que el Señor mandó a los ángeles apartar más de dos veces diez grados los polos de la tierra del eje del Sol, y que no sin gran trabajo pudieron poner oblicuo aquel globo central. Otros pretenden que se ordenó al Sol llevar sus riendas a igual distancia de la línea equinoccial por uno y otro lado, pasando por el Tauro, las siete Hermanas Atlánticas y los Gemelos de Esparta, subiendo hasta el trópico de Cáncer, y bajando después por Leo, Virgo y Libra hasta Capricornio, para proporcionar en su curso a cada clima la variedad de las estaciones. De otra suerte, ornada la tierra de flores inmarcesibles, hubiera gozado de una perpetua primavera, y de igual duración en los días y las noches, excepto en los puntos situados más allá de los círculos polares, donde hubiera brillado el día sin noche alguna, mientras que el Sol, para resarcirlos de su alejamiento, girando visible siempre a sus ojos en torno del horizonte, no les hubiera dejado conocer el oriente ni el ocaso, ni se hubieran visto envueltos en nieve el yerto Estotiland y los países australes que se extienden más allá del de Magallanes.

Al presenciar la desobediencia de nuestros primeros padres, el Sol retrocedió en su curso, como en el festín de Atreo: ¿quién sabe si antes de su pecado se hubiera, visto la tierra expuesta, cual hoy, al penetrante frío y a los rigorosísimos calores? Estas vicisitudes de los cielos produjeron, aunque lentamente, iguales efectos en los mares y en la tierra: la influencia de los astros esparció por todas partes vapores, nieblas, ardientes emanaciones, corruptas y pestilenciales; desde el norte de Norumbeca y las playas de Samoyeda, rompiendo sus prisiones de bronce, y lanzándose armados de hielo, nieve y granizo, de huracanes y torbellinos, los furiosos Bóreas y Cecias, Argeste y Tracias arrasan las selvas y trastornan los mares; saliendo de Sierra Leona con encontrado ímpetu el Áfrico y el Noto, impelen las negras nubes preñadas de truenos; y a través de ellos, no menos airados, se precipitan de levante a occidente el Euro y el Céfiro con sus fragorosos colaterales el Siroco y el Libequio. Empezó pues la desolación por las cosas inanimadas. La discordia, hija del Pecado, fue la primera que introdujo la muerte entre los irracionales por medio de una feroz antipatía, y se encendió la guerra entre bruto y bruto, entre ave y ave, entre pescado y pescado, devorándose unos a otros, olvidados de su pasto y perdido el temor al Hombre, de quien huían, o a quien con gesto amenazador veían pasar, clavando en él aviesas miradas.

Así tuvieron exteriormente principio nuestros males, que Adán pudo ya presenciar en parte, aunque acongojado por la pena, se ocultó en la más retirada oscuridad; pero otros mayores sentía dentro de sí; y en la lucha que traía con sus pasiones, procuraba desahogarse, exclamando:

«¡Qué desventura la mía, después de tanta felicidad! ¡Este fin ha tenido para mí ese nuevo y glorioso mundo! ¡Y yo, que era la gloria de su gloria, y que gozaba de tal bienaventuranza, ahora me veo maldito! ¡Que tenga que huir de la presencia de Dios, cuando su vista era en otro tiempo mi mayor delicia! Y ¡si al menos fuera este el término de mis males! Merecidos los tengo, y justo es que pague lo que merezco; pero no sucederá así, que cuanto coma, cuanto beba, cuanto proceda de mí, solo servirá para perpetuar mi maldición. ¡Oh! Aquellas palabras que antes tanto me deleitaban, aquel creced y multiplicaos equivaldrá para mí a una sentencia de muerte. Porque ¿qué puedo yo multiplicar más que la maldición que llevo sobre mi cabeza? Y de los que en las futuras edades sean mis sucesores ¿quién al considerar los males que de mí heredan, no execrará mi memoria?: «¡Maldito seas, impuro progenitor! ¡Agradecidos debemos estarte, Adán!» Y sus gracias serán otras tantas imprecaciones. A la maldición, pues, que sobre mí llevo, deberán agregarse las que por una violenta reacción me alcancen, que hallarán en mí su centro, y aunque estén en su esfera, me abrumarán con su pesadumbre. ¡Oh malogradas dulzuras del Paraíso! ¡Cuán caras me costáis, adquiridas a precio de tantos males!

»Pero después de todo, ¿te exigí yo, Creador Omnipotente, que me convirtieses de tierra en Hombre? ¿Te solicité para que me sacases de las tinieblas, o para que me colocases en este jardín delicioso? Pues si mi voluntad no tuvo parte en mi existencia, lo justo y equitativo sería que me restituyeses a la nada, mayormente cuando mi deseo es resignar y devolver todo lo que he recibido, y cuando es tal mi incapacidad para cumplir con las duras condiciones que se me han impuesto a fin de conservar un bien que no he pretendido. ¿No es suficiente pena la pérdida de este bien? ¿Por qué has de añadir el sentimiento de una desventura eterna? Es pues inexplicable tu justicia, aunque a decir verdad, demasiado tarde para prorrumpir en estas quejas. Hubiera debido rehusar tales condiciones, en el momento en que se me propusieron; pero ¡desdichado! si las aceptaste ¿cómo quieres gozar del bien y cuestionar sobre ellas? Dices que Dios te ha creado sin tu consentimiento: y si un hijo desobediente, a quien tú reconvinieses, te replicara: «Y ¿por qué me has dado la existencia cuando yo no te la pedía?» ¿aceptarías tú el menosprecio que hacía de ti y su insolente disculpa? No fue ciertamente creado por tu elección, sino por una necesidad de la naturaleza. Dios te creó por su voluntad y con el fin de que le sirvieses; la recompensa que te otorgaba era una pura gracia; tu castigo el que a su justicia plugo imponerte. Pues bien: sometido estoy; su sentencia es equitativa. Polvo soy, y en polvo he de convertirme. ¡Oh felicidad, cuando quiera que acontezca! Mas ¿por qué esta dilación en ejecutar la pena el mismo día que se ha dictado? ¿Por qué he de sobrevivirme? ¿Por qué ha de burlarse de mí amenazándome con la muerte, y reservándome un castigo perpetuo? ¡Con qué placer cumpliría yo mi sentencia de muerte y me trocaría en tierra insensible, descansando en ella como en el seno de mi madre! Hallaría allí mi reposo, y dormiría tranquilo; no atronaría más mis oídos aquella tremenda voz; no abrigaría el temor de mayor desdicha, ni me atormentaría esta expectativa cruel de mi posteridad. Pero una duda me asalta aún. ¿Si será que no muera del todo, y que este puro aliento vital, este espíritu del Hombre, que Dios le ha inspirado, no llegue a perecer con el barro de su cuerpo? Y entonces ¿quién sabe si yaceré en el sepulcro, o en otro lugar no menos terrible, y si mi muerte será todavía una especie de vida? ¡Horrible idea, si fuese cierta! Pero ¿cómo ha de serlo? Si lo que en mí pecó fue ese hálito vital, eso que vive y ha pecado será lo que haya de morir; pero verdaderamente el cuerpo no tiene parte en la vida ni en el pecado. Todo, pues, morirá en mí; resuélvase así esta duda, quedando tranquilo, dado que no llega a tanto el alcance humano.

»Y porque el Señor sea infinito en todo ¿ha de serlo también en sus rigores? Aun cuando así sea, el Hombre no lo es, y por lo tanto ha de ser mortal, pues de otra suerte, ¿cómo Dios ha de hacer objeto de su cólera infinita al Hombre, cuyo fin es la muerte? ¿Ha de ser esta inmortal? Sería una contradicción tan extraña, que no es posible en el mismo Dios, porque argüiría, no poder, sino debilidad. Y por satisfacer su ira, al castigar al Hombre ¿había de llevar lo finito hasta lo infinito, pretendiendo saciar un rigor que nunca se saciaría? Valdría esto tanto como hacer extensiva su sentencia hasta más allá del polvo, de la nada, y de las leyes de la Naturaleza, la cual mide las causas por la energía de la acción que imprimen, no por el círculo de su propia esfera. Mas si la muerte no acabase de un golpe con todo lo que es sentir, como suponía yo, y fuese desde ahora para siempre un mal interminable, mal que empiezo a experimentar en mí, fuera de mí y por toda una eternidad... ¡oh desdichado! Vuelve a espantarme este temor, y de nuevo combate con tempestuosos vértigos mi indefensa fantasía. Sí: la muerte y yo somos incorpóreos: no solo a mí, sino a toda mi posteridad alcanza la maldición. ¡Envidiable patrimonio os lego, hijos míos! ¡Oh! ¡Si me fuese dado consumirlo todo, y no dejaros la menor parte! ¡Cómo me bendeciríais por esta pérdida, en vez de maldecirme ahora! Mas ¿por qué ha de condenarse a todo el género humano, siendo inocente, por la falta de un solo Hombre? ¡Inocente! ¿Lo es, cuando de mí nada puede salir que no sea corrupción, y espíritu y voluntad tan depravados, que no solamente estén dispuestos a hacer, sino a desear lo que yo he hecho? ¿Qué descargo han de ofrecer cuando comparezcan ante el Señor? Después de todo, yo no puedo menos de absolverlos: todo este laberinto de vanos subterfugios y razonamientos en que me pierdo, me trae otra vez a mi convicción. El primero y el último a quien debe acriminarse, soy yo, solo yo, raíz y origen de toda corrupción, y sobre mí debe recaer todo el castigo. ¡Ojalá que así sea! ¡Insensato anhelo! ¿Podrías tú soportar esta carga, más pesada que la tierra, más pesada que el mundo todo, aun cuando te ayudase a sobrellevarla aquella Mujer infame? De suerte que lo que deseas y lo que temes te da el mismo resultado; viene a destruir todas tus esperanzas de consuelo, y a demostrarte que eres un miserable, sin ejemplo en lo pasado ni en lo futuro, comparable solo a Satán en el crimen y en el castigo. ¡Oh conciencia! ¡En qué abismo de sobresaltos y horrores me has sumergido! ¡No encuentro camino alguno que me ponga a salvo, y de un precipicio doy en otro más insondable!»

De este modo se lamentaba Adán consigo mismo, en medio de la soledad de la noche. No era ya esta, como antes de la caída del Hombre, templada, agradable y serena, sino húmeda, nebulosa y encapotada, que representaba doblemente terribles los objetos a la conciencia del criminal. Tendido en tierra, en la yerta tierra, maldecía mil veces la hora en que fue criado, y mil veces también acusaba a la muerte de lenta, desde que sabía que era la consecuencia de su culpa. «Muerte ¿por qué no vienes, decía, con triplicado rigor a acabar conmigo? ¿Faltará la verdad a su promesa, y no se apresurará a ser justa la Divina Justicia? No acude la Muerte a mi llamamiento, y la Justicia Divina no acelera sus tardíos pasos, a pesar de mis súplicas y clamores. Bosques, fuentes, colinas, valles y arboledas: un eco de mi voz bastaba otro tiempo para que vuestros sombríos recintos me respondiesen. ¡De cuán diferente modo entonces resonabais!»

Al verle tan afligido la triste Eva, desde el sitio en que su pena la tenía postrada, se acercó a él, y procuró con dulces palabras calmar su arrebatada furia; mas Adán la rechazó con aspereza, diciendo: «¡Apártate de mí, malvada serpiente, que este nombre es el que te conviene como cómplice suya, no menos falsa y odiosa que ella! Nada más te falta que su figura y color para descubrir tu traidora índole, para que en lo sucesivo se guarden de ti todas las criaturas y no se dejen deslumbrar de tu celestial apariencia, que oculta la malicia del infierno. ¡Ah, que sin ti yo hubiera seguido siendo dichoso, a no haber tu soberbia e inquieta vanidad despreciado mis consejos cuando mayor era el peligro y empeñádote en no creerme! Anhelabas ser vista del Demonio; te prometías vencerle; te engañó y se burló de ti, y yo engañado a mi vez, permitiendo que te alejaras de mi lado, creyéndote prudente, constante, experta y prevenida contra todo género de asechanzas, no conocí que tu virtud, lejos de verdadera, era aparente, y que la naturaleza te formó de una costilla corva, torcida, según veo ahora, hacia el lado siniestro mío, de que saliste. ¡Si al menos me hubiera visto privado de ella, porque sobraba entre las restantes!

»¡Oh! ¿Por qué Dios, sabio Hacedor, que pobló los altos cielos de espíritus varoniles, introdujo en la tierra este ser nuevo, este bello defecto de la naturaleza, y no llenó el mundo de hombres, como lo está el cielo de ángeles, sin necesidad de mujer alguna? ¿Por qué no halló otro medio de perpetuar la raza humana? No hubiera dado lugar a esta desventura ni a las muchas que de ella han de originarse; que la tierra experimentará innumerables males por los artificios de la mujer y por la íntima unión con su sexo; pues o no hallará el hombre ninguna que le convenga, sino la que más desdichas y desaciertos le ocasione, o la que desee le pagará en ingratitudes, entregándose a otro peor que él, y si le ama, se verá contrariada por sus padres, o el logro de su mejor elección resultará tardío, y cuando quede unido con el vínculo que anhelaba, lo estará a una pérfida enemiga que solo le proporcione aborrecimiento y mengua; de donde infinitas calamidades para la vida humana, y disturbios sin cuento, en lugar de la paz doméstica.»

Nada más dijo Adán, y se apartó de ella; pero sin mostrarse Eva ofendida, bañado el rostro en lágrimas que sin cesar corrían por sus mejillas, y suelto y desgreñado el cabello, postrose humilde a sus pies, y abrazada a ellos, imploró perdón exclamando:

«No así me abandones Adán: el cielo es testigo del sincero amor y respeto que te profesa mi corazón, y de que te he ofendido involuntariamente, por efecto de mi desdicha y del engaño que padecí. Apiádate de mis ruegos; abrazada estoy a tus rodillas; no me prives de lo único que es mi vida, de tus miradas, de tu protección, de tus consejos; que en el colmo de desventura en que me veo, no cuento con otra fuerza ni con otro apoyo. Si tú me abandonas, ¿de quién he de esperar auxilio, ni dónde podré vivir? El tiempo que nos dure la vida, que quizá sean breves momentos, haya al menos paz entre nosotros. Partícipes ambos de esta común afrenta, unámonos también en el odio contra el enemigo que nos ha impuesto nuestra sentencia, contra esa cruel serpiente. ¡No me hagas objeto de tu aborrecimiento por una desgracia tan imprevista, cuando ya es segura mi perdición y cuando soy más miserable que tú mismo! Los dos hemos pecado, tú solo contra Dios, y yo contra Dios y contra ti. Volveré al lugar en que fui condenada; desde allí importunaré al cielo con mis lamentos; le rogaré que aparte de ti el castigo, y que caiga sobre mí sola, sobre mí, ¡única causa de todos tus males, objeto único de su cólera!»

No la dejaron proseguir sus sollozos; permaneció inmóvil en su humilde actitud, hasta que el perdón que demandaba por una falta así confesada y de que estaba tan arrepentida, movió a compasión a su esposo, el cual sintió al punto inclinarse su corazón hacia la que ha poco era su vida, su mayor delicia, y ahora estaba a sus pies sumisa y acongojada; bellísima criatura, que imploraba la indulgencia, el consejo, la ayuda del mismo a quien había desagradado. Él, como quien se encuentra desarmado, no teniendo en qué emplear su cólera, la levantó y consoló con estas afectuosas palabras:

«¡Imprudente! ¡Conque otra vez, como antes, vuelves a desear lo que no conoces, a desear que el castigo caiga sobre ti sola! ¡Ah! ¿sufrirás el que se te imponga, puesto que no eres capaz de sobrellevar la ira de que has experimentado no más que una pequeña parte, y que tan insoportable te parece hasta mi disgusto? Si mis ruegos alcanzasen a atenuar el rigor de lo que está ya decretado, yo me apresuraría a adelantarme a ti yendo a aquel lugar, y levantando cuanto me fuera posible la voz para que cayese toda la maldición sobre mi frente, para que fuese perdonada la fragilidad de tu débil sexo, que me estaba confiado y de que cuidé tan mal. Pero levanta: no disputemos más; no nos acriminemos uno a otro, que harto acriminados estamos ya. Procuremos, con el auxilio de un mutuo amor y ayudándonos uno a otro, aligerar el peso de la desgracia que nos abruma, porque el día de nuestra muerte que se nos ha anunciado, o mi previsión es falsa, o no llegará tan pronto, sino que será un mal lento, un morir prolongado, que haga mayor nuestra pena, y que trascienda a toda nuestra raza. ¡Oh raza desventurada!»

Y Eva, para inspirarle ánimo, replicó: «Sé, Adán, por una triste experiencia, cuán ineficaces son mis palabras para contigo, y cuán destituidas las juzgas de razón. ¡Oh, y si lo acaecido poco ha no las hubiera hecho además funestas! Sin embargo, a pesar de mi indignidad, alentada por ti, restablecida nuevamente en tu gracia y en la esperanza de recobrar tu amor, único consuelo de mi alma, que viva o muera, no quiero ocultarte los pensamientos que la inquietud de mi ánimo me suscita, y que pueden aliviar nuestros males o darles fin. Violentos y tristes son, pero tolerables, dada la extremidad en que nos vemos, y sobre todo están más en nuestra mano. Si tanto nos angustia la pena de nuestros descendientes, condenados a una maldición infalible, víctimas al fin de la Muerte (que, en efecto, terrible es ser causa de la infelicidad ajena, de la infelicidad de nuestros propios hijos, y lanzar de nuestro propio seno a ese maldito mundo una desdichada raza, para que después de una vida de tormentos sea presa de tan repugnante monstruo) de ti depende, ya que aún no se halla en su estado de concepción, evitar que esa raza no bendecida llegue a ser engendrada. Sin hijos estás; sin hijos puedes quedarte. Así la Muerte será burlada, y habrá de saciar en nosotros dos su ansia devoradora. Pero si crees que es duro y dificultoso hablándose, mirándose, amándose, renunciar al sagrado débito del amor, a las dulzuras de los abrazos nupciales, y ahogar sin esperanza alguna el deseo, teniendo a la vista un objeto que arde en el mismo anhelo, tormento no menos irresistible que el que causa nuestros temores, entonces, para librarnos a nosotros y librar al propio tiempo a los nuestros del mal que nos amenaza, tomemos más pronta resolución y entreguémonos a la Muerte; y si no damos con ella, hagamos en nosotros su oficio con nuestras manos. ¿A qué seguir viviendo con un temor que no promete más término que la Muerte, cuando podemos abreviar el plazo de nuestros días, y destruyéndonos, anticipar nuestra destrucción?»

Esto dijo, o añadió otras palabras que indicaban bien su desesperación; y tanto había discurrido sobre la muerte, que llevaba impresa su palidez en el semblante. No así Adán; que poco convencido de su consejo, y entregado con solícito afán a otras esperanzas, contestó a Eva:

«El menosprecio que haces de la vida y del placer parece indicar que hay en ti algo más sublime y excelente que lo que con tal indignación rechazas; pero desde el momento en que recurres a la destrucción de tu existencia, tú misma desmientes semejante indicio, porque manifiestas, no desprecio, sino angustia y pena por la pérdida de una vida y un placer que prefieres a todos los demás bienes. Engáñaste si deseas la muerte como término de tus males, creyendo evadirte así de la pena a que estás condenada, porque Dios no se ha armado tan vigorosamente de su vengadora ira para que se frustre; más temería yo que esa muerte anticipada no nos preservase del castigo que nos aguarda, y que semejante obstinación empeñase al Altísimo en perpetuar la muerte en nuestra vida. Adoptemos pues resolución más eficaz: yo creo acertar con ella reflexionando atentamente en aquella profecía de nuestra sentencia: Tu raza hollará la cabeza de la serpiente; lo cual sería bien fútil reparación, si como presumo, no aludiese a nuestro enemigo Satán, que se valió de este engaño contra nosotros. Hollar su cabeza sería en efecto nuestra mejor venganza, que sin duda malograríamos dándonos nosotros mismos la muerte, o resolviéndonos a hacer estériles nuestros días, como propones; con lo que nuestro enemigo se libraría del castigo que se le ha impuesto, y nosotros solo conseguiríamos doblar el nuestro. Renunciemos pues a toda violencia contra nosotros mismos, o a una infecundidad voluntaria que nos privaría de toda esperanza y no argüiría en nosotros más que rencor, orgullo, impaciencia, despecho y rebeldía contra Dios, que tan justo es imponiéndonos este yugo. Recuerda con qué benignidad y agrado nos escuchó, y cómo pronunció su sentencia sin cólera alguna, sin hacernos reconvenciones. Temíamos una disolución inmediata, y pensábamos que la amenaza y la muerte tendrían lugar en el mismo día; y ¿a qué se ha reducido? A anunciarnos, a ti lo penoso que ha de serte llevar en tu seno y dar a luz el fruto de tus entrañas, pena que se compensará con la alegría de verte reproducida, y a mí la maldición, que de rechazo alcanza a la tierra, de que ganaré mi sustento trabajando; ¡como si fuese esto tan gran desgracia! Mayor lo sería la ociosidad; porque al fin viviré de mi trabajo; y para que el frío y el calor se nos hiciesen más soportables, sus próvidos cuidados atendieron a nuestra necesidad sin que lo solicitásemos, y mientras nos juzgaba, se compadecía de nosotros, indignos de su protección, y sus manos nos proporcionaban con qué vestirnos. Pues si le dirigimos nuestras súplicas, ¿cómo ha de cerrar el oído a ellas, ni negar su corazón a la piedad? ¿Cómo dejará de enseñarnos por qué medios hemos de evitar la inclemencia de las estaciones, la lluvia, el hielo, la nieve y el granizo? Ya el cielo con demudada faz empieza a amenazar desde esa montaña con todas estas contrariedades, y los vientos con su soplo húmedo y destructor arrancan el follaje de esos hermosos y copudos árboles. Esto nos obliga a procurarnos mejor auxilio, y algún calor más con que templar nuestros ateridos miembros; y antes que al astro del día reemplace la frialdad de la noche, veamos cómo reflejando juntos sus rayos, pueden inflamar la materia seca, o cómo por el frote de dos cuerpos llega a encenderse el aire; a la manera de las nubes, que luchando entre sí hace poco, e impelidas por el aire, con su violento choque han engendrado el rayo y precipitándose este con su sesga llama, ha prendido en la resinosa corteza del pino y del abeto, y esparcido en derredor un calor agradable, que puede suplir al sol. Dios nos instruirá en el uso que hemos de hacer de ese fuego, y en todo lo demás que sirva de alivio o preservativo a los males que nuestras culpas han producido; y nos enseñará a orar e implorar su gracia. Auxiliados y alentados por Él, no tendremos que temer las incomodidades de la vida, hasta que nos convirtamos por fin en el polvo, última y natural morada nuestra. ¿Qué cosa podemos hacer mejor que volver al lugar en que hemos sido juzgados, postrarnos devotamente ante Él, confesar con humildad nuestras culpas, y pedirle perdón, regando el suelo con nuestras lágrimas, y exhalando profundos sollozos salidos de nuestros contritos corazones, en señal de sincero arrepentimiento y abnegación completa? Mitigará su rigor sin duda y dará al olvido su desagrado; pues cuando más indignado y justiciero parecía ¿no brillaba en sus tranquilas miradas el afecto, la gracia y la compasión?»

Así habló nuestro arrepentido padre, y Eva no manifestaba menores remordimientos. Encamináronse sin más tardanza al lugar en que habían sido juzgados, y se prosternaron reverentemente en su presencia. Allí confesaron con humildad sus culpas, imploraron perdón, bañaron con sus lágrimas la tierra, y prorrumpieron en profundos sollozos con corazones contritos, en señal de sincero arrepentimiento y de la más completa sumisión.

Libro undécimo

Argumento


Trasmite el Hijo de Dios a su Padre las súplicas de los dos esposos, ya arrepentidos de su culpa, e intercede por ellos. Acepta Dios sus ruegos, pero declara que no pueden permanecer más tiempo en el Paraíso, y envía a Miguel con algunos querubines para que los expulsen de aquella mansión, y sobre todo para que revele a Adán los acontecimientos futuros. Llega Miguel a la tierra. Adán muestra a Eva ciertos signos siniestros; observa la llegada de Miguel, y le sale al encuentro. Anúnciale el Ángel su partida. Desconsuelo de Eva; Adán suplica, y acaba por obedecer. Condúcele el Ángel a la cima de una alta colina, y en una visión le representa lo que ha de suceder hasta el Diluvio.


En esta humilde actitud permanecieron arrepentidos y orando, porque descendiendo del trono de Dios misericordioso la gracia justificante, arrancó el endurecimiento de sus corazones, y puso en ellos una nueva carne regeneradora, que prorrumpía en ayes inexplicables, y que inspirada por el espíritu de la oración, se remontaba al cielo con vuelo más veloz que el de la elocuencia más sublime. No era, sin embargo, su aspecto de míseros suplicantes, ni parecía su ruego de menos interés que el de aquellos vetustos cónyuges de las antiguas fábulas, menos antiguas, sin embargo, que esta historia, Deucalión y la casta Pirra, cuando para reponer la anegada raza humana, se prosternaban devotos ante el santuario de Temis.

Remontáronse al cielo las súplicas de Adán y Eva, sin que los envidiosos vientos las apartaran o privaran de su camino; penetraron por las celestes puertas, como espirituales que eran; y cubriéndolas el gran Intercesor con la nube de incienso que humeaba ante el altar de oro, llegaron ante el trono del Padre, donde las presentó el Hijo radiante de júbilo, dando principio a su intercesión en estos términos:

«Mira, Padre mío, los primeros frutos que en la tierra ha producido la gracia con que has animado al Hombre; los sollozos y ruegos que envueltos entre incienso te ofrezco en este incensario de oro, como sacerdote que soy tuyo; frutos cuya semilla echaste en el corazón de Adán a la par que el arrepentimiento, y de más grato sabor que los que sus manos cultivaban, que los que hubieran producido todos los árboles del Paraíso antes de quedar privado aquel de su inocencia. Presta ahora oído a sus súplicas, y atiende, aunque mudos, a sus suspiros; y pues ignora, al dirigirte su oración, de qué palabras ha de valerse, permíteme ser su intérprete, ya que soy su abogado y su víctima expiatoria. Refunde en mí sus obras buenas o malas, que mis méritos perfeccionarán las primeras, y con mi muerte redimiré las otras. Acéptame a mí, y recibe de esos desgraciados, cual si fuese mío, el anhelo de paz para la raza humana. Que por lo menos viva, reconciliado contigo el Hombre, los tristes días que le has concedido, hasta que la muerte a que está condenado, y que yo pido que se difiera, no que se revoque, le conduzca a mejor vida, en que todos los redimidos por mí participen de esta paz y bienaventuranza, identificados conmigo, como yo lo estoy contigo.»

A quien el Padre, no velado por nube alguna, respondió sereno:

«Todas tus peticiones acepto, amado Hijo, que todas eran otros tantos decretos míos; pero permanecer más tiempo en el Paraíso, no lo consiente la ley que he impuesto a la naturaleza. Esos puros e inmortales elementos extraños a toda combinación grosera, a toda mezcla inarmónica e impura, rechazan al Hombre, manchado ahora, y se apartan de él como de materia corrompida, para que según su nueva naturaleza se procure un alimento mortal y más propio de la disolución a que le ha traído su pecado, a consecuencia del cual se pervirtió desde luego todo, y se corrompió lo que de suyo era incorruptible. Creé al Hombre dotándole de dos dones perfectísimos, la felicidad y la inmortalidad: pero el insensato perdió la una, y la otra solo serviría para perpetuar sus males; por lo que recurrí a la muerte. La muerte, pues, viene a ser su postrer remedio, y después de una vida meritoria a fuerza de penosas tribulaciones, purificada por la fe y por los actos de la misma fe, resucitará el día de la renovación del justo a una nueva vida, elevándose triunfante al renovarse los cielos y la tierra. Convoquemos ahora el sínodo de todos los bienaventurados en los vastos términos del cielo. No quiero ocultarles mis juicios, sino que vean cómo procedo con el género humano, pues que vieron cómo procedí con los ángeles rebeldes; y así, aunque se conservan firmes, se afirmarán todavía más en su fidelidad.»

Calló, y a la señal que hizo el Hijo al brillante ministro que esperaba sus órdenes, este tocó su trompeta, la misma quizá que se oyó después en el Oreb cuando descendía Dios, y quizás también la misma que volverá a oírse en el juicio universal. Oyose al punto la voz del Ángel en todas las regiones, y desde sus venturosas moradas cubiertas de amaranto, desde sus fuentes y manantiales de vida, desde todos los puntos en que reposaban en un goce común, se apresuraron los hijos de la luz a acudir al supremo llamamiento; y todos ocuparon sus sedes, hasta que desde lo alto de su encumbrado trono manifestó así su soberana voluntad el Omnipotente:

«Hijos míos: el Hombre se ha hecho semejante a uno de nosotros y conocedor del bien y el mal desde que probó el fruto prohibido, pero ese conocimiento se limita al bien que ha perdido y al mal que se ha procurado. ¡Qué dichoso sería si se hubiera contentado con conocer el bien por sí mismo, y no tener del mal la menor idea! Al presente se aflige, se arrepiente y ora contrito; yo dirijo sus movimientos; pero más que estos movimientos conozco cuán variable y vano es su corazón entregado a sí mismo. Recelando pues que más adelante vuelva a llegar con mano aun más osada al árbol de la vida, y coma su fruto, y viva perpetuamente, o crea por lo menos que su vida ha de ser interminable, he resuelto sacarle del Paraíso y conducirle a lugar más a propósito, donde labre la tierra de que fue extraído.

»Miguel, tú quedas encargado de mi mandato. Elige de entre los querubines, flamígeros guerreros que llevar contigo, no sea que en favor del Hombre o para asaltar la mansión que queda deshabitada, introduzca el Enemigo alguna nueva perturbación. Apresúrate, pues, y expulsa del divino Edén a los esposos pecadores; lanza a los profanos de aquel santo lugar, y anúnciales a ellos y a toda su descendencia su perpetuo destierro. Mas para que puedan soportar el peso de su rigorosa sentencia, una vez que se muestran humildes y que lloran compungidos su falta, que el terror no los amilane. Si obedecen resignados tu intimación, no des lugar a que partan desconsolados; revela a Adán lo que sucederá en los tiempos futuros, conforme a las advertencias que yo te inspire, y mezcla a tus palabras los consuelos de mi nueva alianza con la regenerada estirpe de la Mujer; de modo que se despidan tristes, pero tranquilos. Para defender la parte del Edén que más fácil entrada ofrece, pon por la parte de oriente una guardia de querubines; vibra a larga distancia la llama de una espada que infunda espanto a todo el que trate de aproximarse, y cierra enteramente el paso hacia el árbol de la vida, no sea que convertido el Paraíso en guarida de espíritus malévolos, inficionen todos aquellos árboles, y vuelvan a seducir al Hombre con sus usurpados frutos.»

Apenas dejó de hablar, se preparó a descender prontamente el poderoso Ángel, y con él la esplendente legión de los vigilantes querubines. Semejante a un doble Jano, cada uno tenía cuatro rostros; cada cual llevaba cubierto el cuerpo de ojos, más numerosos que los de Argos, y vigilantes hasta el punto de no dejarse adormecer ni por la flauta arcadia, ni por el caramillo pastoril o la soporífera varilla de Hermes.

Despertaba al propio tiempo Leucotea para alegrar de nuevo al mundo con su sagrada luz, y embalsamaba con un fresco rocío la tierra, cuando Adán y nuestra primera madre Eva concluían sus oraciones, y hallaban en sí una fuerza que procedía del cielo. De su misma desesperación sacaban cierta esperanza, cierta tranquilidad que no alejaba, sin embargo, todos sus temores; y Adán repetía así a Eva sus benévolos consuelos:

«Eva, fácilmente admite la fe que todo el bien que disfrutamos procede del cielo; pero que de nosotros ascienda al cielo algo que prevalezca para con el espíritu de un Dios que es el colmo de toda dicha, o que baste a captarse su voluntad, no parece igualmente creíble; y con todo, esta ferviente oración, estos anhelantes suspiros que nacen de nuestro pecho, llegan hasta el trono del Señor; y desde el momento en que con mis ruegos he procurado aplacar su ofendida divinidad, y postrado ante ella he humillado mi corazón, paréceme que, propicio y afable, inclina hacia mí su oído, y hasta llego a persuadirme de que me oye con favorable disposición. Ello es que mi ánimo recobra su calma, y que acude a mi memoria aquella promesa de que tu raza hollará la cabeza de nuestro enemigo; promesa que no había vuelto a recordar en medio de mi turbación, y que ahora me infunde la esperanza de que ha pasado ya la amargura de la muerte, y de que seguiremos viviendo. Regocíjate, pues, Eva, con razón apellidada madre del género humano, madre de cuanto vive, pues que por ti vivirá el Hombre, y para el Hombre vivirá todo.»

Pero con rostro afectuoso a la vez y triste, le replicó así Eva: «No es digna de ese glorioso título una pecadora, que destinada a ser tu ayuda, se convirtió en tu asechanza: improperios, aversión y toda especie de oprobio es lo que merezco; y sin embargo, la misericordia de mi Juez es infinita. Yo, que he dado la muerte a todos, vengo a ser por su gracia fuente de vida; y tú, generoso a tu vez también, me juzgas digna de tan alto título, cuando lo soy únicamente de otro. Pero ya el campo nos llama al trabajo, que ahora ha de costarnos sudor, después de una noche de insomnio. Mas ¿no ves? Mira cómo la mañana indiferente a nuestro cansancio vuelve a emprender risueña su rosada vía. Marchemos, pues: no me apartaré más de tu lado, cualquiera que sea el sitio a que nos conduzca nuestra cotidiana faena, que ha de sernos penosa en lo sucesivo, pues ha de durar lo que dure el día; bien que si permanecemos aquí ¿qué trabajo ha de parecernos duro en medio de estos bellos pensiles? Vivamos en ellos, y viviremos contentos, aunque hayamos descendido tanto de nuestro estado.»

Así discurría, a medida de sus deseos, profundamente humillada Eva; mas otra era la decisión del Hado, y la Naturaleza tardó poco en manifestarla por medio de las aves, de los brutos y del aire, porque este eclipsó de repente el purpúreo brillo de la mañana. A su vista el ave de Júpiter, desde lo más alto de su vuelo, cayó sobre dos pájaros de bellísima pluma a quien perseguía, y el animal que reina en los bosques, y que por primera vez se hizo entonces cazador, bajando de una colina, se lanzó contra un ciervo y su compañera, la más hermosa pareja de aquellos montes. Huían hacia la puerta oriental del Paraíso; observábalo Adán, y siguiéndolos con sus miradas, dijo conmovido a Eva:

«¡Ay, Eva! Algún próximo contratiempo nos amenaza, cuando por medio de esos mudos indicios de la Naturaleza, nos presagia el cielo sus designios, o cuando menos nos da a entender que confiamos demasiado en la remisión de nuestro castigo, porque nuestra muerte se ha diferido algunos días. ¿Quién sabe lo que durarán, ni lo que hasta entonces será nuestra existencia, ni si lo más que averiguaremos es que somos polvo, que polvo volveremos a ser, y que acabaremos? ¿A qué, si no, ponernos delante de ese doble espectáculo, esa súbita persecución en el aire y en la tierra, ambas en la misma dirección y en el mismo instante? ¿Por qué esa oscuridad del lado de oriente antes de mediar el día, y ese fulgor matutino, más vivo que el de la aurora, que ostenta aquella nube hacia el occidente, esparciendo destellos por el firmamento azul, y descendiendo lentamente cual si trajese una misión del cielo?»

Y no era ofuscación suya; que de aquella parte, reflejando en el Paraíso un resplandor marmóreo y posándose sobre una colina, anunciaba una aparición gloriosa, de que no hubiera dudado Adán, si el humano temor no hubiera puesto en sus ojos sombras. No aparecieron más esplendentes los ángeles cuando se mostraron a Jacob en Mahanain, viéndose cubierto el campo con las tiendas de sus fúlgidas cohortes; ni cuando en Dothan se descubrió flamígera montaña hecha un campo de fuego y amenazando al monarca sirio, que para sorprender a un solo hombre y obrando como asesino, suscitó una guerra, sin proclamarla.

Señaló el príncipe de las celestes jerarquías los puestos que habían de ocupar sus brillantes potestades para apoderarse del jardín, y él se adelantó solo, buscando el sitio en que se había refugiado Adán. No se le ocultó a este, y mientras se acercaba el supremo mensajero, dijo a su esposa: «Disponte ya, Eva, a alguna gran novedad que quizá ha de cambiar nuestra suerte, o imponernos nuevas leyes a que tendremos de someternos, porque veo a lo lejos descender de la fulminante nube que envuelve la colina un guerrero de la legión celeste, y según su apariencia, no de los inferiores. Será algún gran Potentado, alguno de los supremos Tronos; que tal es la majestad que le rodea. No me inspira temor por su terrible aspecto, ni tiene la benigna dulzura de Rafael, que tanta confianza infunde, sino una presencia tan solemne como sublime; y para no ofenderle, retírate tú; yo con la mayor reverencia le saldré al encuentro.»

Y apenas dijo esto, se le acercó el Arcángel apresuradamente, no en su figura celestial, sino ataviado como un hombre que ha de entenderse con otro hombre. Sobre sus resplandecientes armas flotaba una veste marcial de púrpura, más viva de color que la Melibea, o que la grana de Sarra con que en los tiempos de treguas se ornaban los reyes y antiguos héroes. Isis tejió sus matices; su estrellado yelmo con la visera alzada dejaba ver un rostro en las primicias de la virilidad que acaba de salir de la juventud; a un lado, como un radiante zodíaco llevaba pendiente la espada, terrible espanto de Satanás, y en su mano empuñaba la lanza. Adán se inclinó profundamente; el Arcángel se mantuvo erguido, y con majestuosa dignidad le dio así cuenta de su mensaje:

«Adán, el supremo mandato del cielo no ha menester exordios: baste decirte que tus ruegos han sido oídos, y que la muerte a que estabas sentenciado desde el momento de tu transgresión retrasará su golpe los largos días que te están concedidos para dar lugar a tu arrepentimiento, y a que borres tu criminal acción con tus buenas obras. Entonces tal vez, desenojado tu Señor, te redimirá enteramente de la instancia con que la muerte te reclama; pero no te es permitido morar más tiempo en el Paraíso, y yo he venido para sacarte de él y enviarte fuera del Edén a labrar la tierra de que fuiste formado, y a cuyo seno es bien que vuelvas.»

No dijo más; porque al oír Adán estas palabras, sintió sobrecogido su corazón y embargados sus sentidos por el hielo del más acerbo dolor; mas Eva, que aunque oculta, todo lo había escuchado, se denunció a sí misma, prorrumpiendo en gritos y agudos lamentos:

«¡Oh inesperado golpe, más terrible que el de la muerte! ¡Salir de este dulce Paraíso, dejar mi suelo natal y estos dichosos y umbríos vergeles, morada digna de dioses! ¡Y yo que esperaba subsistir aquí tranquila en medio de mi tristeza, hasta que llegase el día mortífero para ambos! Flores amadas que no hallaré en ningún otro clima, las primeras a quienes visitaba por la mañana, las últimas de quienes por la tarde me despedía; flores que tanto cuidaba mi cariñosa mano desde que os abríais, y a todas las cuales he dado nombre: ¿quién os enderezará hacia el Sol ahora, y os ordenará por tribus, y os regará con la ambrosía de estos puros manantiales? Y tú, por fin, nupcial gruta, que yo me complacía en embellecer con cuanto puede ser agradable a la vista y al olfato: ¿cómo me alejaré de ti para andar vagando por un mundo inferior, que comparado con este será salvaje y sombrío? ¿Cómo vivir de un aire menos puro, acostumbrada a estos frutos inmortales?»

Al oír esto el Ángel, la interrumpió dulcemente: «No así te lamentes, Eva; renuncia con resignación a lo que justamente has perdido; no te apasiones con tanta vehemencia de lo que no es tuyo. Al salir de aquí, no vas sola; va contigo tu esposo, a quien estás obligada a seguir, porque donde él habite será tu tierra natal.»

Entonces Adán, volviendo en sí de su repentino e inerte anonadamiento y recobrando el ánimo, dirigió a Miguel estas humildes palabras: «Espíritu celestial, bien seas uno de los Tronos, bien lleves el nombre de superior entre ellos, porque tu majestad puede ser propia de un príncipe que impera sobre otros príncipes: bondadosamente nos has comunicado tu mensaje, que a hacerlo de otro modo, no hubiéramos resistido a tan duro golpe; mas todo el dolor, todo el abatimiento y desesperación que puede resistir nuestra flaqueza, en tus palabras están cifrados al anunciarnos el destierro de esta feliz morada, que era nuestro dulce asilo, el único consuelo a que nuestras almas estaban acostumbradas. Cualquiera otro lugar nos parecerá inhospitalario y yermo; nos desconocerá a nosotros y será para nosotros desconocido. ¡Ah! Si a fuerza de incesantes ruegos lograse apiadar la voluntad de Aquel que lo puede todo, no cesaría un momento de importunarle con continuos clamores; pero pedirle lo que se opone a su absoluto decreto, sería tan inútil como querer contrarrestar con nuestro hálito la fuerza del viento, que rechaza sofocante sobre nosotros al exhalarlo. Me someto, pues, a su soberano mandato: solo me aflige la idea de que al partir de aquí, no volveré a ver su rostro, no contaré más con su bendito auxilio. Aquí hubiera yo recorrido de uno en otro, adorándolos, todos los sitios en que se dignó consolarme con su divina presencia; y hubiera dicho a mis hijos: «En este monte se me apareció; bajo este árbol se me hizo visible; entre estos pinos oí su voz; aquí, orillas de esta fuente, conversé con Él.» En muestra de reconocimiento, le hubiera erigido altares de césped, y hubiera acumulado lustrosas piedras de los arroyos en memoria y monumento para las futuras edades, y derramado sobre ellas el dulce perfume de odoríferas gomas, de los frutos y de las flores. Pero en ese otro ínfimo mundo ¿dónde hallaré sus brillantes apariciones, ni siquiera señal de la huella de sus plantas? Porque, aunque yo huya de su cólera, una vez recobrada la vida, y prolongada su duración y legada a la posteridad que se me promete, no me queda otro consuelo que alcanzar a ver los destellos últimos de su gloria y adorar de lejos los más leves vestigios de sus pasos.»

«No ignoras, Adán, le replicó Miguel con afectuoso semblante, que suyo es el cielo, suya la tierra toda, no esta roca solamente; que llena con su presencia la tierra, el mar, el aire, todo cuanto vive alentado por el calor de su virtual omnipotencia. Te ha concedido el dominio de la tierra toda para que la poseas y la gobiernes, don que no debes menospreciar; y así, no creas que su presencia está reducida a los estrechos límites del Paraíso o del Edén. Este hubiera sido quizá la cabeza de tu imperio, de donde hubieran salido todas las generaciones, y adonde hubieran vuelto también de todos los confines de la tierra para ensalzarte y reverenciarte a ti, su ilustre progenitor; pero tú has perdido esta preeminencia, decayendo hasta el punto de tener que morar en el mismo suelo que tus hijos. No dudes, pues, de que tan presente como aquí, está Dios en los valles y en las llanuras, de que le hallarás en todas partes, y de que por donde quiera te seguirán las pruebas de su presencia, y te verás circuido de su bondad y paternal amor, de su verdadera imagen y de las divinas huellas de sus pasos. Y para que puedas creer y asegurarte en esto antes que de aquí salgas, has de saber que soy enviado para revelarte lo que en los futuros siglos te acontecerá a ti y acontecerá a tu descendencia. Prepárate a presenciar bienes y males, la pugna que se empeñará entre la divina gracia y la perversidad del hombre. Así aprenderás la verdadera resignación, y a moderar la alegría con el temor y un piadoso recogimiento, de modo que te mantengas igualmente sereno en la fortuna y en la adversidad, para que puedas arrostrar más a salvo los trances de la vida, y disponerte mejor al de la muerte cuando sobreviniere. Sube ahora conmigo a esta eminencia; deja aquí a Eva, a quien ya he tranquilizado, entregada al sueño, mientras tú, despierto, contemplas el porvenir, como en otro tiempo dormías tú también, cuando ella vino a la vida.»

A cuyas palabras agradecido, contestó Adán: «Sube en buen hora, que yo te seguiré como a seguro guía por el camino que me conduzcas; sumiso estoy a la voluntad del cielo en medio de mi castigo. Opondré dócil pecho a todos los males, y me armaré para hacerme superior a todos los sufrimientos y conseguir desde luego la tranquilidad, por medio del trabajo, si así puedo merecerla.»

Y ascendieron ambos a la visión divina. Era aquella montaña la más alta del Paraíso, y desde su cima se descubría claramente el hemisferio de la tierra, que se dilataba hasta donde podía alcanzar la vista. No era más elevada ni en torno se extendía más la montaña a donde por diferente causa llevó el Tentador, hallándose en el desierto, al segundo Adán, para mostrarle todos los reinos de la tierra y las grandezas de cada uno.

Desde allí pudo contemplar en su propio asiento las ciudades de antigua o reciente fama, las que eran cabeza de los más insignes imperios, desde los muros destinados a Cambalu, silla de Can del Caita, y desde Samarcanda, orillas del Oxo y trono de Temir, hasta Pekín, donde reinan los reyes de la China. De aquí corrió su vista hasta Agra y Lahor, propias del gran Mogol, y hasta el Quersoneso Áureo, o hacia Ecbatana la de Persia, después Hispahan, o a Moscú, donde es soberano el Zar de Rusia, y a Bizancio, dominada por el Sultán, que nació en el Turquestán. Pudo luego fijar sus ojos en el reino de Nego y su puerto más lejano, Erecco, y los pequeños estados marítimos de Montbaza, Quiloa, Melinde y Sofala, que algunos creen Ofir, hasta los reinos de Congo y Angola, más al mediodía; y trasladándose del río Níger al monte Atlas, los imperios de Almanzor, de Fez, de Sus, de Marruecos, de Argel, y Tremecén. Y desde allí contempló a Europa, y el lugar en que Roma había de dominar al mundo. Y allá en su imaginación quizá descubrió también la opulenta Méjico, imperio de Moctezuma, y el del Cuzco en el Perú, espléndido trono de Atabalipa, y la Guyana, no despojada aún, a cuya principal ciudad llamaron El Dorado los hijos de Gerión.

Mas para disponerle a representaciones más sublimes, Miguel levantó de los ojos de Adán el velo que había puesto sobre ellos el falso fruto de que se prometió vista más perspicaz; y luego le purificó el nervio visual con eufrasia y ruda porque tenía mucho que ver, y le introdujo en él tres gotas de agua sacadas de la fuente de la vida. La virtud de aquellas yerbas penetró de tal manera hasta lo íntimo de la vista intelectual, que precisado Adán a cerrar los ojos, quedó enajenado, cayendo todos sus espíritus en un éxtasis; por lo que el bello Ángel le asió de la mano y le hizo al punto volver en sí diciéndole:

«Adán, abre ahora los ojos, y contempla en primer lugar los efectos que tu crimen original ha producido en algunos de los que nacerán de ti; los cuales, sin embargo, no han tocado jamás al árbol prohibido, ni conspirado con la serpiente, ni delinquido con tu pecado; pero, a pesar de ello, de ese mismo pecado heredan la corrupción que ha de precipitarnos en acciones más violentas.»

Abrió los ojos Adán, y vio un campo que, labrado en parte, estaba lleno de haces de paja recién segada; el resto quedaba para pasto y rediles de los ganados. En medio, como marcando un límite, se alzaba un altar rústico, hecho de yerba, al cual llegaba de pronto un segador sudoroso, que depositaba en él las primicias de sus frutos, espigas verdes aún y tostados haces, pero revueltos, y según más a mano los había hallado. Inmediato a él se veía un pastor en actitud más humilde, cargado con los recentales más escogidos y mejores de su rebaño, y después de sacrificarlos, extendía las entrañas y la grasa sobre la leña ya preparada, rociándolas con incienso y practicando todos los demás ritos debidos. De repente bajó del cielo un fuego propicio sobre su ofrenda, y la consumió con presta llama, esparciendo alrededor un grato aroma; pero la ofrenda del otro no se consumió, porque no era sincera; lo cual le encendió en ira, y según estaba hablando con el pastor, le lanzó en medio del pecho una piedra que le dejó sin vida. Cayó, y cubierto de mortal palidez, exhaló el alma entre torrentes de sangre. Sobrecogido con aquel espectáculo el corazón de Adán, exclamó:

«Maestro mío: ¿Por qué ha sucedido tan gran desdicha a ese hombre humilde, que tan bien ha hecho su sacrificio? ¿Este premio reciben la piedad y una devoción tan pura?»

Y Miguel le respondió conmovido: «Esos dos son hermanos, Adán, y nacerán de ti. El injusto ha matado al justo, por envidia de que el cielo haya aceptado la ofrenda de su hermano; pero esa acción sanguinaria será vengada, y como tan meritoria la fe del otro, no quedará sin recompensa, aunque le ves morir aquí cubierto de polvo y sangre.»

«¡Ay! dijo nuestro padre. ¡Por esa acción y por esa causa! ¿Conque lo que he visto es la muerte? ¡Y por este medio volveré yo a la tierra nativa! ¡Oh espectáculo terrible, que no puede contemplarse sin repugnancia y asombro, ni considerarse sin horror, ni sentirse sin espanto!»

A lo que contestó Miguel: «Ya has visto en el hombre la primera forma de la muerte; pero ¡cuán varias son las que toma, y cuántos los caminos que conducen a su hórrida caverna, y todos ellos tristes! Es, sin embargo, más vaporosa para los sentidos a la entrada que interiormente. Unos, como acabas de ver, morirán por un golpe violento, otros por el fuego, el agua y el hambre, y muchos por la intemperancia en los manjares y en las bebidas. Ella propagará por la tierra crueles enfermedades, que en monstruosa multitud se ofrecerán a tu vista, para que comprendas cuántas miserias ha acarreado a la Humanidad el liviano apetito de Eva.»

Al punto apareció a su vista una mansión triste, repugnante, sombría, parecida a un lazareto, en la cual se veían amontonados gran número de pacientes, porque allí se juntaban todas las enfermedades, el horroroso espasmo, los agudos tormentos, el agonizante desmayo del corazón, toda especie de fiebres, las convulsiones, las epilepsias, los rigurosos catarros, la piedra intestina y las úlceras, los cólicos rabiosos, el infernal frenesí, la siniestra melancolía, la lunática demencia, la lánguida atrofia, con el marasmo, la hidropesía y la peste devastadora, y las dropsias, el asma y el reuma que destroza la trabazón de los miembros. Las toses eran crueles, amarguísimos los suspiros; la desesperación corría de lecho en lecho acosando a los enfermos, y sobre ellos blandía su dardo la muerte triunfante, pero retardando sus golpes, a pesar de que a todas horas la invocaban con afán como el supremo bien y la última esperanza.

¿Quién, ni aun el corazón más endurecido, hubiera contemplado con ojos enjutos espectáculo tan tremendo? A Adán no le era posible, y lloró, a pesar de no haber nacido de mujer; predominó la compasión en lo más perfecto del Hombre, y por algún tiempo se entregó al llanto, aunque acudiendo a su mente más graves pensamientos, moderó su exceso, y así que recobró la palabra, volvió a sus exclamaciones:

«¡Oh miserable especie humana! ¡A qué degradación has llegado! ¡Qué condición tan infeliz te está reservada! Más te valiera no haber nacido. ¿Por qué se nos ha impuesto? Si el que la recibe la conociese ¿cómo había de aceptar semejante oferta, y no rechazarla desde luego, prefiriendo quedar en un pacífico olvido? ¿Es posible que siendo el Hombre imagen de Dios, y habiendo sido formado tan bueno, tan preeminente, aunque después se haya hecho criminal, tenga que pasar por sufrimientos tan terribles a la vista, y al ánimo tan intolerables? ¿Por qué, conservando aún el Hombre parte de la semejanza divina, no había de estar libre de semejantes imperfecciones, preservándole de ellas el mismo respeto que se debe a la imagen de su Creador?»

«La imagen de su Creador, replicó Miguel, se apartó de ellos desde el momento en que se envilecieron al entregarse a sus apetitos desordenados; desde aquel punto se trocaron en la imagen de aquel a quien servían, del vicio brutal que indujo a pecar, sobre todo a Eva, y que los rebajó hasta el punto de hacerlos dignos de su castigo. Porque no es la imagen de Dios la que han afeado, sino la suya propia, y si alguien ha desvanecido esta semejanza, han sido ellos; y al convertir las saludables leyes de la pura naturaleza en horribles enfermedades, ellos se imponen un castigo justo, por no haber respetado la imagen de Dios que llevaban en sí mismos.»

«Reconozco esa justicia, dijo Adán, y me someto a ella; pero ¿no hay otro medio menos doloroso que estos, para llegar a la muerte y confundirnos con nuestro originario polvo?»

«Uno hay, respondió Miguel, que consiste en observar la regla de No excederse, de guardar templanza en lo que se come y bebe, procurándose el alimento preciso, no los deleites de la glotonería; con lo que pasarán multitud de años sobre tu cabeza. Así podrás vivir, hasta que, como el fruto maduro, vuelvas al seno de tu madre; y no serás arrancado violentamente, sino que te desprenderás con facilidad cuando estés sazonado para la muerte, es decir, en tu ancianidad; y entonces sobreviviendo a tu juventud y a tu robustez, se convertirá en débil y caduca y encanecerá tu belleza; y torpes ya tus sentidos, quedarán yertos para el gusto que ahora sientes en los placeres; y en lugar de ese espíritu juvenil, confiado y vivaz, se inyectará en tu sangre un humor melancólico, frío y estéril, que amenguará tu vigor y acabará por consumir todo el bálsamo de tu vida.»

A lo que repuso nuestro primer padre:

«Pues bien: no esquivaré ya la muerte; no deseo prolongar mucho la vida; dispuesto estoy, por el contrario, a dejar cuan dulce y fácilmente me sea posible esta pesada carga, que debo tener sobre mí hasta que llegue el día designado para librarme de ella; y esperaré tranquilamente mi disolución.»

Y añadió Miguel: «No ames ni aborrezcas la vida, pero mientras te dure, esfuérzate en vivir bien. Si será larga o breve, el cielo ha de decidirlo. Y ahora prepárate a presenciar otro espectáculo.»

Miró, y vio una espaciosa llanura llena de tiendas de varios colores: junto a unas pastaban rebaños de ganados; de otras salían voces de instrumentos que por sus acordes melodías indicaban ser órganos y arpas; y se descubría el que movía las teclas y pulsaba las cuerdas, cuya ligera mano recorría todos los sonidos desde el más bajo al más alto, produciendo resonantes fugas. En otro lado estaba un hombre trabajando en una fragua con dos pedazos de hierro y cobre que había derretido, y encontrado antes, ya porque un incendio casual abrasando algún bosque en cualquier montaña o valle, y penetrando por las venas de la tierra, hubiese arrojado el ardiente metal por la boca de una concavidad, ya porque algún torrente hubiese expelido aquellas materias de las profundidades en que se hallaban. Con solo derramar el líquido en unos moldes que tenía ya preparados, forjó primero sus propias herramientas, y luego las que podían servir para liquidar o labrar los metales mismos.

Después de estos, aunque no a mucha distancia, bajaron a la llanura desde la cima de los altos montes en que moraban, otros hombres de diferente raza. Indicaban en su apariencia ser hombres justos, que ponían su estudio en adorar sinceramente a Dios, en contemplar sus obras manifiestas, y en cuidarse de todo aquello que puede proporcionar a los hombres libertad y paz. Y no habían discurrido largo tiempo por la llanura cuando de pronto salen de las tiendas un tropel de mujeres bellísimas, ricamente ataviadas de joyas y galas seductoras, cantando al compás de las arpas dulces y amorosos cánticos y tejiendo vistosas danzas. Aquellos hombres, que permanecían graves, las miraron, fijaron en ellas sus ojos sin temor alguno, hasta que prendidos por fin en sus halagüeñas redes, cedieron a su encanto, y cada cual eligió la que le agradaba más; y en amantes coloquios se entretuvieron, hasta que apareció, precursora del amor, la estrella de la noche; y ardiendo entonces en fuego que los devoraba, encendieron las antorchas nupciales, y mandaron que se invocase al himeneo, que por primera vez se invocó en los ritos del matrimonio; y las tiendas todas resonaron en fiestas y ruidosas músicas.

Aquellos inefables coloquios y deleitosos arrobamientos del amor y de la juventud, que no malograban un solo instante, aquellos cantos y lazos de flores y dulcísimas armonías, de tal modo interesaban el corazón de Adán, de suyo inclinado al placer, irresistible propensión de la naturaleza, que exclamó así:

«Verdaderamente me has abierto los ojos ¡oh tú el primero de los ángeles benditos! Más grata me parece esta visión, y más esperanzas de pacíficos días me ofrece, que las dos pasadas. En ellas todo era estrago y muerte y tormentos aún más terribles; en esta la naturaleza parece realizar todos sus designios.»

«No juzgues, le advirtió Miguel, que lo más placentero es lo mejor por más que parezca satisfacer a la naturaleza, y menos debes juzgarlo tú, creado para fin más noble, más santo y puro, y más conforme con la divinidad. Esas tiendas que tan agradables te parecen, son el albergue de la perversidad, y en ellas habitará la raza de aquel que mató a su hermano. Parecen cultivar con afán las artes que embellecen la vida, de las que son raros inventores, pero se olvidan de su Creador, cuyo espíritu los ilumina, y no reconocen ninguno de sus beneficios. Nacerá de ellos, sin embargo, una generación hermosa, porque esa turba de mujeres tan bellas que acabas de ver, diosas en la apariencia, amables, alegres, encantadoras, carecen de la bondad que consiste en la honra doméstica, el principal timbre de una mujer. Destinadas y aderezadas solo a los apetitos lascivos, servirán no más que para cantar y danzar y lucir galas y ejercitar la lengua y flechar los ojos; y esa sobria raza de hombres cuyas vidas religiosas les hacían dignos del título de hijos de Dios, sacrificarán bajamente toda su virtud, toda su fama a las seducciones y sonrisas de esas bellas ateas. Ahora nadan en placeres; nadarán luego en un profundo abismo; y ríen, pero en breve el mundo se convertirá para ellos en un mundo de lágrimas.»

Frustrada con esto la breve alegría de Adán: «¡Qué lástima y qué vergüenza, exclamó, que los que con tan buenos auspicios entran en la vida, tan fácilmente se aparten de su sendero, tomando otros extraviados, o desfallezcan a la mitad del camino! Y lo que veo es que siempre los males del hombre tienen un mismo origen, todos provienen de la mujer.»

«Provienen, repuso el Ángel, de la afeminada flaqueza del hombre, que debería conservar más cuerdamente su dignidad, ya que ha recibido dones tan superiores. Pero vas a ser testigo de otra escena.»

Miró, y descubrió un vasto país que delante de él se dilataba, ocupado por pueblos y edificios rurales, y más lejos por ciudades populosas, con sus puertas y fuertes torres, y una muchedumbre armada, en cuyos feroces semblantes se retrataba la guerra, gigantes de inmensos cuerpos y osados en sus empresas. Unos blandían sus armas, otros aguijaban a sus fogosos bridones, y así jinetes como infantes, ya diseminados, ya en orden de batalla, no desempeñaban allí un ministerio ocioso. Apostados en un camino los escogidos para este fin, acopiaban forraje y recogían gran número de hermosos bueyes y no menos hermosas vacas, que arrebataban a sus suculentos pastos, y rebaños enteros de lanudas ovejas y balantes corderillos, rico botín de todos aquellos llanos: apenas si lograban escapar con vida los pastores, que pedían socorro a gritos. De repente se traba un sangriento combate: chocan entre sí con cruel furia los escuadrones, y en el sitio mismo en que poco antes pacían los ganados, yacen multitud de cadáveres y armas destrozadas, y la tierra sangrienta se trueca en un desierto. Acampados otros, asedian una población fuerte, y la hostilizan con baterías, con minas, con escalas, mientras los sitiados se defienden desde lo alto de las murallas, con flechas, jabalinas, piedras y ardiente azufre: horrible mortandad y gigantescas proezas por ambos lados. Más allá los heraldos con sus cetros llaman a consejo en las puertas de la ciudad, y al punto se reúnen varios hombres de cabellos blancos y grave aspecto, mezclándose con los guerreros; hácense oír arengas elocuentes, pero suscítase de pronto una oposición facciosa, hasta que por fin se levanta un personaje de mediana edad, distinguido por su prudencia, que discurre largamente sobre el derecho y la sinrazón, la justicia, la religión, la verdad, la paz y el juicio de Dios. Vitupéranle mozos y viejos, y hubieran puesto sus manos violentamente en él, a no bajar una nube que le arrebató, desapareciendo a los ojos de aquella multitud. De esta suerte procedían allí la violencia, la tiranía, la ley de la fuerza, y no era dable sosiego alguno en aquella tierra.

Lloraba Adán amargamente, y volviéndose a su guía le preguntó sollozando: «¿Qué gente es esa, ministros de la Muerte, no hombres, que así se la dan a sus semejantes, y que multiplican diez mil veces el homicidio de su hermano? Porque hermanos suyos son esos a quienes degüellan, hombres que asesinan a otros hombres. Y ese justo que a pesar de su virtud hubiera perecido, a no haberle salvado el cielo, ¿quién era?»

«Esos, replicó Miguel, son los resultados de los torpes matrimonios que has visto. Desde el punto en que se unen el bien y el mal, que recíprocamente se aborrecen, la imprudencia de tal unión produce monstruosos engendros de cuerpo y alma. Tales serán esos gigantes, hombres de encumbrada fama, porque en semejantes tiempos solo se admirará la fuerza, que se llamará valor y virtud heroica. Vencer en las batallas, subyugar naciones, volver uno cargado de los despojos de infinitas víctimas inmoladas, se considerará como el más sublime grado de la gloria humana; que todo esto se hará por la gloria del triunfo, para alcanzar el nombre de grandes conquistadores, bienhechores de la humanidad, dioses, hijos de los dioses, cuando más bien debieran llamarse destructores y plagas de la especie humana. Así se adquirirá en la tierra fama y nombradía, y el verdadero mérito se dará al olvido. Ese, que ha de ser el séptimo de tus descendientes, único justo de esa generación perversa, ya has visto que le odiaban por eso mismo, y cuán expuesto estuvo entre tantos enemigos, porque se atrevió a ser el único virtuoso, y a anunciarles la ingrata verdad de que Dios rodeado de sus santos vendría a juzgarlos. Pero el Señor omnipotente le ocultó en una nube de perfumes, y sus alados corceles le arrebataron, como has visto, y Dios le ha recibido en su seno para que goce con él de la salvación en el reino de la bienaventuranza, exento de toda muerte; lo cual te dará a entender el premio reservado para los buenos y el castigo que a los demás aguarda; y en prueba de ello, dirige allí tus miradas y considera bien lo que vas a ver.»

Y en efecto miró, y vio que todo había variado de aspecto. La boca de bronce de la guerra había cesado de rugir; todo a la sazón respiraba contento y júbilo, lujuria y disolución; todo era fiestas y danzas, matrimonios o prostituciones, según mejor parecía, raptos o adulterios, y por donde quiera que pasaba una mujer hermosa, arrastraba tras sí a los hombres. De las copas del deleite salían las discordias civiles. Por último llegó un venerable patriarca, y se mostró indignado de sus vicios, protestando contra su conducta. Frecuentaba sus reuniones en que solo veía triunfos y fiestas, y les predicaba conversión y arrepentimiento, como a almas que gemían encarceladas y en breve habían de sufrir una sentencia terrible. Todo fue en vano; y cuando sintió que se acercaba la hora, renunció a sus consejos, y mudó lejos de allí sus tiendas.

En seguida, cortando altos troncos de la montaña, comenzó a construir una nave de extraordinarias dimensiones; calculó los codos que había de tener en longitud, en anchura y elevación; cubriola en derredor de betún; abrió una puerta en uno de sus costados, la llenó de abundantes provisiones para hombres y animales, y ¡oh singular prodigio! de cada especie de animales, aves y pequeños insectos, entraron en ella a setenas y a pares, obedeciendo al precepto que se les había impuesto, y los últimos de todos el padre, sus tres hijos y sus cuatro mujeres; después de lo cual cerró Dios la puerta.

Al propio tiempo se levantó el viento del mediodía, y desplegando sus inmensas y negras alas, acumuló las nubes que se extendían bajo del cielo, las cuales se aumentaron con todos los vapores, con todas las húmedas y sombrías exhalaciones que inmediatamente les enviaron las montañas. Cerrose el denso firmamento como con una lóbrega techumbre, y se desgajó una impetuosa lluvia, que prosiguió cayendo hasta que la tierra se ocultó a la vista. Sobrenadaba el bajel en medio de las aguas y con su enristrada proa se abría seguro paso; las olas habían sepultado ya las demás viviendas, que con todas sus pompas rodaban por el profundo abismo; el mar inundaba al mar, dejándole sin términos y sin playas, y en los palacios que tal magnificencia ostentaban antes, se guarecían y propagaban los monstruos marinos. De todo el género humano ha poco tan numeroso, no quedaba más que lo que iba nadando en aquella frágil embarcación.

¡Qué pena sentiste entonces, Adán, al ver el fin de tu descendencia, fin tan triste, y al considerar tan completa despoblación! Tú también te hallaste sumido en otro diluvio de lágrimas y pesares, anegado y ahogado como tus hijos, hasta que blandamente sostenido por el Ángel, pudiste permanecer en pie, bien que inconsolable, como un padre que llora a sus hijos, muertos todos a un tiempo ante sus ojos; tanto, que apenas te quedó fuerza para manifestar así tu dolor al Ángel:

«¡Oh visiones en mal hora tenidas! Más dichoso hubiera vivido ignorante del porvenir. Hubiera yo solo participado de tantos males; que la carga diaria se lleva difícilmente. Estas penas que se reparten en varios siglos y que caen de una vez sobre mí, mi previsión las anticipa, y me atormentan con la idea de lo que han de ser antes de que existan. Que ningún hombre pretenda jamás averiguar la suerte que le ha de caber a él y a sus hijos en lo futuro: adquirirá la seguridad de males que su previsión no podrá evitar, y que solo temerlos serán para él no menos insoportables que si realmente le aconteciesen. Pero ya de esto no debo cuidarme: inútil es en el hombre esa prevención, dado que los pocos que sobrevivan perecerán al cabo, de hambrientos y acongojados, a fuerza de vagar por esos líquidos desiertos. ¡Insensato! Llegué a esperar, al ver que la violencia y la guerra desaparecían de la tierra, que todo sería ventura, y que la paz vendría a coronar a la raza humana con largos días de prosperidad; pero ¡qué grande fue mi error! Ahora conozco que tanto como corrompe la paz, devasta la guerra. ¿Por qué ha de ser así? Explícamelo, mensajero celestial, y dime si la raza humana perecerá aquí.»

Y Miguel replicó de nuevo: «Esos que ha poco has visto tan triunfantes y tan viciosamente opulentos, son los mismos que viste al principio llevar a cabo eminentes hechos y grandes proezas, pero sin el mérito de la verdadera virtud. Los cuales, después de haber vertido torrentes de sangre, trocado en ruinas las naciones que han sometido y granjeádose por tanto en el mundo fama, insignes títulos y grandes riquezas, han cifrado su bienestar en los placeres, la molicie, la ociosidad, la crápula y la concupiscencia, hasta que sus torpezas y su soberbia, de la intimidad en que con él vivían y de su pacífica situación, han extraído sus hostiles hechos. De la propia suerte, los vencidos y los esclavizados por la guerra han perdido, al tiempo que su libertad, toda virtud y el temor de Dios; y aunque con fingida piedad le imploren en el trance de las batallas, no los ayudará el Señor contra los invasores. Tibios así en su celo, procurarán en lo sucesivo vivir tranquilos, licenciosa y mundanalmente, poseyendo lo que les dejen gozar sus dueños, porque la tierra producirá siempre más que lo que la templanza exija. Todo, pues, degenerará, llegará a pervertirse todo; yacerán en el olvido la justicia, la moderación, la verdad, la fe. Un solo hombre quedará exceptuado, único hijo de la luz en un siglo de tinieblas, bueno a pesar de los malos ejemplos, de las seducciones, de las costumbres y de un mundo perverso; que superior al temor de los vituperios, de los sarcasmos y de las violencias, los amonestará para que se aparten de sus inicuas vías; que abrirá ante sus pasos las sendas de la rectitud, mucho más seguras y pacíficas; que les anunciará la cólera que amenaza a su impenitencia, y se apartará de ellos porque la escarnecen; Dios le contemplará como el único justo entre los vivientes; y él, obediente a su mandato, construirá esa arca maravillosa que has visto, para librarse en ella él y su familia de un mundo condenado a universal naufragio.

»No bien, acompañado de los hombres y animales elegidos para transmitir la vida, entre y se guarezca en el arca, cuando instantáneamente se abrirán todas las cataratas del cielo, que noche y día derramarán torrentes de agua sobre la tierra; saldrán de madre las fuentes más profundas; reventará el océano, cubriendo todas sus playas, hasta que la inundación sobrepuje a los más encumbrados montes. Este del Paraíso, impelido por la fuerza de las olas y asaltado a la vez por los dos brazos de la corriente, perderá su asiento, y despojado de toda su pompa, arrastrados sus árboles por las aguas, se precipitará por el gran río hasta la boca del golfo, donde se detendrá convertido en isla salada y árida, refugio de focas, orcas y gaviotas de graznido desapacible. Todo lo cual te enseñará que Dios no vincula en lugar alguno la santidad, si no va con los hombres que lo frecuentan o en él habitan. Y ahora presta atención a lo que sigue.»

Miró, y vio el arca nadando sobre el agua, que a la sazón iba descendiendo, porque las nubes se alejaban empujadas por el viento sutil del norte, cuyo duro soplo rizaba la líquida superficie a medida que decrecía. Un sol radiante reflejaba en las cristalinas ondas, y como tras larga sed, se saciaba en ellas ansioso de su frescura; y en breve toda aquella inundación, formando un tranquilo lago, fue disminuyendo y estrechándose más y más, y se retiró por fin al profundo abismo, que había ya abierto sus diques, a tiempo que el cielo cerró sus cataratas.

Ya no sobrenada el arca, sino que parece afirmada en tierra, y fija en la cima de alguna alta montaña; y ya se descubrían como otras tantas rocas las cumbres de las colinas. Las rápidas corrientes sepultan rugiendo sus airadas olas en el mar que se retira. Sale un cuervo volando del arca; tras él, un mensajero más seguro, una paloma enviada primera y segunda vez en busca de un árbol verde o de terreno donde pudiera asentar sus ligeros pies. Vuelve al segundo viaje, trayendo en el pico una rama de olivo, señal de paz; y al punto aparece seca la tierra; y baja del arca el venerable anciano con toda su familia; y levantando sus manos y sus piadosos ojos al cielo en muestra de gratitud, ve sobre su cabeza una nube de rocío, y en medio de ella un arco formado con tres brillantes fajas de varios colores, que indicaba la paz de Dios y una era de nueva alianza: con lo que el corazón de Adán, antes tan triste, se regocijó sobremanera, y expresó su júbilo en estos términos:

«¡Oh tú, que puedes representar como presentes las cosas futuras, celestial maestro! Ya con este último espectáculo me reanimo, seguro como estoy de que vivirá el Hombre, y de que subsistirán con sus razas todas las criaturas. Al presente me lamento menos de la destrucción de todo un mundo de hijos criminales, cuanto me regocijo de haber hallado un solo hombre tan perfecto y tan justo, que Dios se haya dignado de hacerle principio de otro mundo, y de dar su cólera al olvido. Mas dime: ¿qué significan esas fajas de color que se enarcan en el cielo, como si el ceño de Dios se hubiese ya apaciguado? ¿Sirven, como una margen florida para detener la fluctuación de esa acuátil nube, por temor de que vuelva a disolverse y anegue otra vez la tierra?»

Y le respondió el Arcángel: «Has acertado en tu conjetura, que Dios ha tenido la benevolencia de redimir sus iras, aunque tan arrepentido estaba últimamente de haber criado al Hombre capaz de depravación. Sintiose apesadumbrado cuando al inclinar al mundo su mirada, vio llena la tierra toda de violencias, y que la carne corrompía sus obras. Pero excluidos aquellos impíos, tal gracia ha merecido a sus ojos un hombre justo, que se ha apiadado, y no eliminará de la tierra a la raza humana. Consiente en no aniquilar ya el mundo con un nuevo diluvio, en no permitir que el mar traspase sus límites, ni la lluvia sumerja a hombres y animales. Siempre que tienda una nube sobre la tierra, desplegará su arco y seguirán su invariable curso el día y la noche, la estación de la siembra y de la cosecha, del calor y de los blancos hielos, hasta que el fuego purifique todas las cosas nuevas, y así el cielo como la tierra, donde ha de morar el justo.»

Libro duodécimo

Argumento


Prosiguió el Ángel Miguel refiriendo lo que acontecerá después del Diluvio. Al hacer mención de Abraham, recorre sucesivamente la escala de los siglos hasta venir a explicar quién será el fruto nacido de la Mujer que se había prometido a Adán y Eva, culpables ya; su encarnación, muerte, resurrección y ascensión; y el estado de la Iglesia hasta su segunda venida. Completamente satisfecho Adán y tranquilizado con aquellos anuncios y promesas, baja de la montaña con Miguel. Despierta a Eva, que había estado durmiendo todo aquel tiempo, y cuyos agradables sueños la habían predispuesto a la tranquilidad de ánimo y a la obediencia. Miguel, llevándolos de la mano, los conduce a ambos fuera del Paraíso, y fulmina su ardiente espada, mientras los querubines se colocan en sus respectivos puestos según les había ordenado.


Como el viajero que precisado a caminar de priesa interrumpe, sin embargo, su marcha al mediodía, suspendió aquí el Arcángel su narración, quedando entre el mundo destruido y el mundo restaurado, por si Adán quería además discurrir sobre lo que había oído; pero a poco, valiéndose de una sencilla transición, prosiguió de nuevo, diciendo:

«Has visto, pues, el principio y el fin de un mundo; has visto renacer al Hombre de un tronco; y aún tienes más que ver, pero conozco que tu vista mortal se debilita: estos objetos divinos no pueden menos de deslumbrar y fatigar los sentidos humanos. Lo que ha de acontecer después es mejor que te lo refiera; y así oye, y estame atento.

»Mientras esta segunda generación de hombres se reduzca a corto número, y mientras en sus ánimos subsista el recuerdo de la terrible sentencia que se dictó, vivirán temerosos de Dios, procederán justa y rectamente y se multiplicarán en breve. La tierra, cultivada por ellos, les dará colmadas cosechas de trigo, vino y aceite; sacrificarán a menudo lo más selecto de sus rebaños, el toro, el cabrito, el cordero, prodigando con afectuosa mano sus libaciones; e instituyendo fiestas sagradas, transcurrirán sus días en inocente júbilo, en paz segura, divididos en tribus y familias bajo el mando de paternal autoridad, hasta que se levante un hombre altivo y ambicioso, que enemigo de igualdad tan bella y de tan feliz estado, se arrogue un injusto dominio sobre sus hermanos, y ahuyente de la tierra toda concordia, toda ley natural. Empleará sus armas, y no contra las fieras, sino contra los hombres, en guerras y hostiles asechanzas, y cuantos se nieguen a obedecer su tirano imperio; y por esto se apellidará el gran cazador, a despecho del Señor; a despecho también del cielo, pretenderá derivar del mismo su transmitida soberanía, y su nombre equivaldrá al de rebelión, aunque acuse de rebeldes a los demás.

»Acompañado o seguido de una multitud tan ambiciosa como él y no menos propensa a la tiranía, marchando desde el Edén hacia el occidente, encontrarán una llanura, donde de las entrañas de la tierra, verdadera boca del infierno, brotará un betún negro e hirviente, y con él y con ladrillos labrados al intento, procurarán fabricar una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo, con lo que logren eternizar su nombre, no sea que diseminados alguna vez por extrañas tierras, su memoria se dé al olvido, aunque por lo demás no se cuiden de que sea buena o mala esta memoria. Pero Dios, que sin ser visto desciende muchas veces a visitar a los hombres, y entra en sus moradas para investigar sus obras, fijó en ellos sus miradas y bajó a aquella ciudad antes de que su torre ocultase las torres del cielo; y burlándose de ellos, puso en sus lenguas espíritus diversos que alterando por completo su nativo idioma, lo convirtieron en un ruido disonante de palabras desconocidas. Suscitose de pronto un confuso y estrepitoso clamoreo entre los constructores; llamábanse unos a otros, pero nadie se entendía, de suerte que redoblando sus gritos, enfurecidos y creyéndose mutuamente injuriados, trabaron entre sí descomunal pelea. ¡Oh! ¡qué de risas produjo en el cielo aquel espectáculo, con su extraño azoramiento y su horrenda vocería! Cayó así en ridículo y concluyó la soberbia fábrica, que por esta causa fue llamada Confusión.

Viendo lo cual Adán, exclamó con paternal enojo: «¡Hijo execrable, que así aspira a avasallar a sus hermanos, apoderándose de una autoridad usurpada, que no ha concedido Dios! Solo nos ha dado dominio absoluto sobre las bestias, los peces y las aves; este derecho tenemos, debido a su bondad; pero no ha hecho al hombre señor de los demás hombres, sino que reservándose este título para sí, dejó a la humanidad libre de toda servidumbre humana. Y ese usurpador no se contenta con someter a su orgullo al hombre, porque con su torre pretende asaltar y desafiar al cielo. ¡Miserable! ¿Qué alimentos pensará transportar allá arriba para atender a su subsistencia y a la de su temerario ejército, cuando el aire sutil que reina sobre las nubes seque sus groseras entrañas, y le prive de respiración, ya que no esté privado de sustento?»

A lo que contestó Miguel: «Con razón te indignas contra ese mal hijo que tal perturbación produce en la tranquila existencia humana, empeñándose en subyugar la libertad, hija de la razón; pero no olvides, sin embargo, que desde tu culpa original, la verdadera libertad se ha perdido, la libertad gemela de la recta razón, y por consiguiente partícipe con ella de su mismo ser. Una vez oscurecida u olvidada en el hombre la razón, nacen en él los deseos inmoderados, las pasiones violentas, que le privan del imperio que sobre él ejerce aquella, y de libre que era, le reducen a esclavitud. Por lo mismo, desde el momento en que consiente que un poder ominoso avasalle el albedrío de su razón, Dios le impone el justo castigo de someterle exteriormente a violentos opresores, que por lo común tiranizan con no menos injusticia su libertad externa; y es bien que exista la tiranía, aunque no por eso sea el tirano disculpable. A veces las naciones decaerán de la virtud, que es la razón, de tal manera, que no la iniquidad, sino la justicia, o la maldición que sobre ellas caiga, las privará de su libertad externa y aun de la que interiormente disfruten. Testigo el hijo irrespetuoso de aquel que fabricó el arca, que a consecuencia de la afrenta con que infamó a su padre, oyó fulminar contra su viciosa raza esta maldición terrible: Serás esclavo de los esclavos.

»Caerá, pues, este último mundo, como el primero, de un mal en otro peor, hasta que cansado Dios de tantas maldades, retire su presencia de entre los hombres y aparte de ellos sus santas miradas, resuelto a abandonarlos en sus caminos de perdición, y a elegir entre todas las naciones una sola que sea la que le invoque, una nación que proceda del único hombre fiel, el cual more de la parte acá del Éufrates, aunque haya sido criado en el seno de la idolatría.

»¿Podrás creer que esos hombres sean estúpidos hasta el punto de abandonar al Dios vivo, aun en vida del patriarca preservado del diluvio, y de adorar las obras salidas de sus propias manos, los leños y las piedras, como si fueran dioses? Pues a pesar de esto, el Altísimo Señor se dignará, por medio de una visión, alejar a ese hombre de la casa de su padre, de entre los suyos y del culto de sus falsos dioses, enviándole a una tierra que le mostrará; y hará que sea principio de una nación poderosa, a la cual colmará de bendiciones, de suerte que todas las demás naciones de su raza lleguen a ser igualmente benditas. Y ese hombre obedece al punto; no conoce la tierra adonde va, pero abriga una fe ciega. Yo estoy viéndole, aunque tú no puedas verle; veo la fe con que deja sus dioses, sus amigos, su suelo natal, la ciudad Ur de Caldea, pasando el vado para ir a Harán, y llevando en pos un séquito embarazoso de ganados y de sirvientes. No camina pobre, mas confía todas sus riquezas a Dios, que le llama a una tierra desconocida; y llega a Canaán, donde descubre sus tiendas colocadas alrededor de Siquén y en la llanura próxima a Moreh; y allí se le promete para su descendencia la donación de toda aquella tierra, desde Hamath, por la parte del norte, hasta el Desierto, a la del mediodía (distingo los lugares por sus nombres, aunque estos nombres no existan ya), y desde el monte Hermón hasta el anchuroso mar occidental. A este lado Hermón; en el otro el mar. Mira en perspectiva estos puntos según los voy mencionando: en la costa el monte Carmelo; aquí la corriente del Jordán con los manantiales que la alimentan, verdadero límite hacia el oriente; pero sus hijos se establecerán en Senir, en aquella larga cadena de colinas. Considera bien esto, que todas las naciones de la tierra serán benditas en la descendencia de ese hombre, y que en su descendencia está incluido tu gran Libertador, el destinado a hollar la cabeza de la Serpiente; lo cual en breve te será más claramente revelado.

»Este bendito patriarca, que a su tiempo tendrá el nombre de fiel Abraham, dejará un hijo, y este hijo un nieto, igual a él en fe, en sabiduría y en fama, el cual acompañado de sus doce hijos partirá de Canaán para una tierra más adelante llamada Egipto, fertilizada y dividida por el río Nilo. Mira por dónde corre este, y cómo desagua en el mar por medio de siete bocas. Invitado por el más joven de sus hijos, viene a residir en esta tierra en tiempo de carestía. Ilústrase este hijo por sus hechos, que le elevan a ser el segundo en el imperio de los Faraones, y muere allí dejando una posteridad que muy pronto llega a ser una nación; la cual, creciendo de día en día, se hace sospechosa a uno de los reyes sucesivos, y este procura atajar el incremento de aquella gente extraña tan numerosa, convirtiéndola de huéspedes en esclavos, y en vez de hospitalidad dando muerte a todos los hijos varones; pero por último nacen dos hermanos, llamados Moisés y Aarón, enviados por Dios para redimir a su pueblo de la esclavitud, que regresan llenos de gloria y de despojos a la tierra de promisión.

»Ya antes de esto el pérfido tirano, que renegaba de su Dios y menospreciaba su mensaje, ha de verse amenazado de señales y anuncios terribles: los ríos se teñirán de sangre, aunque no lleven ninguna; invadirán su palacio las ranas, los piojos y las moscas, y lo inundarán todo, y plagarán toda aquella tierra; sus ganados morirán de morriña y peste; su cuerpo y los cuerpos de todos sus súbditos se cubrirán de úlceras y tumores. Mezclado el trueno con el granizo y el granizo con el rayo, despedazarán el cielo de Egipto, devorando la tierra por donde pasen; y lo que no devoren de yerbas, frutos o granos, quedará envuelto en una negra nube de langostas, que formando un inmenso enjambre, consumirán hasta el más pequeño resto de verdura. Veránse sumidos en tinieblas todos sus reinos, tinieblas palpables que suprimirán tres días; y finalmente, en una misma noche y de un solo golpe morirán todos los recién nacidos de Egipto. Traspasado de diez heridas el dragón del río, consentirá entonces en la partida de sus huéspedes, y con frecuencia humillará su empedernido corazón; mas como el hielo que se endurece de nuevo después de la blandura, sintiéndose poseído de mayor ira, perseguirá a los que ya había dejado libres, y el mar le tragará con su hueste, dejando pasar a los viajeros a pie enjuto, entre dos muros cristalinos; y la vara de Moisés tendrá separadas las olas hasta que el pueblo del Señor llegue a su segura playa.

»Tal es el milagroso poder que Dios concederá a su profeta; y Dios estará presente en su Ángel, que caminará delante de ellos en una nube y en una columna de fuego, de día en la nube, de noche en la columna, para guiarlos en su camino o ponerse a sus espaldas cuando los persiga el obstinado rey. Y los perseguirá en efecto, toda una noche; pero se interpondrá la oscuridad para defenderlos hasta que se aproxime el alba; y entonces Dios, dirigiendo sus miradas a través de la columna y de la nube, confundirá a las impías legiones y hará polvo las ruedas de sus carros, y por su mandato segunda vez tenderá Moisés su poderosa vara sobre la mar, y la mar obediente a ella, volverá sus olas sobre los ordenados escuadrones y dejará allí sepultados a sus guerreros. En salvo ya el pueblo escogido, camina desde la playa a Canaán, atravesando el áspero Desierto, pero no directamente, por temor de que alarmados los Canaanitas, no susciten una guerra que amedrente a gente inexperta en ella, y el miedo la obligue a retroceder a Egipto, prefiriendo la vida menguada de la esclavitud; porque para los nobles como para los que no lo son, la vida más dulce es la más extraña a las armas, cuando no se acude a ellas por un impulso de desesperación.

»La permanencia en el Desierto les será además provechosa, dado que podrán fundar un gobierno, y entre sus doce tribus elegir un gran senado que ejerza su autoridad conforme a ordenadas leyes. Descenderá Dios al monte Sinaí, cuya nebulosa cima le recibirá temblando, y desde allí entre truenos y relámpagos y estruendoso tañido de trompetas les dictará sus leyes, unas referentes a la justicia civil, otras a los ritos religiosos de los sacrificios, anunciándoles por medio de imágenes y sombras al que está destinado a hollar la cabeza de la Serpiente y el modo con que proveerá a la salvación del género humano. Pero la voz de Dios es temerosa al oído humano, y así le pedirán que les manifieste su voluntad por boca de Moisés, poniendo término a su temor; y Dios accederá a su ruego, una vez persuadidos de que no podrán acercarse a Él sin mediador, sublime oficio que desempeña Moisés ahora en figura, para introducir otro gran mediador cuyo tiempo predecirá; y todos los profetas cantarán sucesivamente el advenimiento del gran Mesías.

»Establecidos estos ritos y estas leyes, de tal manera se mostrará Dios complaciente con los hombres dóciles a su voluntad, que se dignará de poner su tabernáculo en medio de ellos para que el Único Santo habite entre los mortales. Al tenor de lo que ha prescrito, se fabrica un santuario de cedro, cubierto de oro, y dentro de él un arca en que se conservan los testimonios y recuerdos de su alianza; encima se eleva el trono de la misericordia, resguardado por las alas de dos fulgentes querubines. Arden delante de este trono siete lámparas que, como en un zodíaco, representan las antorchas celestiales; y sobre la tienda permanecerá de día una nube, de noche un flamígero destello, excepto los días en que las tribus estén caminando; las cuales conducidas por el Ángel del Señor, llegarán por fin a la tierra prometida a Abraham y su descendencia.

»Sería muy prolijo referirte todo lo demás, el número de batallas empeñadas, de reyes destronados, de reinos que han de conquistarse; cómo el Sol quedará inmóvil todo un día en el cielo, retrasándose el acostumbrado curso de la noche, y esto a la voz de un hombre que gritará: “¡Oh Sol! Párate sobre el Gibeón, y tú, Luna, en el valle de Ajalón hasta que Israel haya vencido”; que así se llamará el tercer hijo de Abraham, hijo de Isaac, nombre que se trasmitirá a su posteridad vencedora de los pueblos de Canaán.»

Al llegar aquí le interrumpió Adán diciendo: «¡Oh mensajero del cielo, luz de mis tinieblas! ¡Qué de cosas favorables me has revelado, sobre todo en lo que concierne a Abraham y su descendencia! Por primera vez siento ahora verdaderamente abiertos mis ojos, y menos angustiado mi corazón: hasta el presente todos mis pensamientos eran vacilaciones respecto a la suerte que me estaba reservada, y no solo a mí, sino a todo el género humano; pero ya veo el día en que serán bendecidas todas las naciones; merced que yo no merezco por haber buscado la ciencia prohibida por medios también ilícitos. No acabo de comprender, sin embargo, por qué se imponen tantas y tan diversas leyes a aquellos entre quienes se dignará Dios de residir en la tierra. Esta multitud de leyes supone igual multitud de culpas. ¿Cómo Dios puede habitar entre tales hombres?»

Respondiole Miguel: «No dudes que entre ellos reinará el pecado, que has engendrado tú. La ley se les impone únicamente para evidenciar su natural perversidad, que sin cesar está incitando al pecado a rebelarse contra aquella; y cuando vean que dicha ley puede poner de manifiesto el pecado, y no borrarlo, excepto por débiles apariencias de expiación, como la sangre de toro o de macho cabrío, deducirán que para satisfacer la deuda del Hombre es menester sangre más preciosa, la del justo por el injusto, a fin de que en esta justicia que ha de imputárseles por la fe, puedan hallar su justificación para con Dios y la paz de su conciencia, que no bastarían a procurar todas las ceremonias de la ley, cuya parte moral no puede cumplir el Hombre, y no cumpliéndola, no puede vivir. La ley pues parece imperfecta y únicamente dictada con el objeto de someter a los hombres en la plenitud de los tiempos a una alianza más íntima, y disciplinados ya, hacerlos pasar de las figuras aparentes a la realidad, de la carne al espíritu, de la imposición de una ley estrecha a que libremente acepten una amplia gracia, del temor servil al respeto filial, y de las obras de la ley a las obras de la fe. Así que no será Moisés, aunque tan amado del Señor, pero solo ministro de la ley, quien conduzca a su pueblo a Canaán, sino Josué, llamado Jesús por los gentiles y encargado con este nombre de ser quien debele a la Serpiente y conduzca con toda seguridad al Hombre, completamente perdido en los desiertos del mundo, al eterno descanso del Paraíso.

»Entre tanto, establecidos aquellos en el Canaán terrestre morarán y prosperarán allí por largo tiempo; mas cuando sus pecados lleguen a perturbar el sosiego público, provocarán a Dios a que les suscite nuevos enemigos, de los cuales se verán libres luego que den muestras de arrepentimiento; y esta libertad les procurarán primero los jueces, y después los reyes. El segundo de estos, célebre por su piedad y sus gloriosos hechos, obtendrá la irrevocable promesa de que su regio trono ha de subsistir perpetuamente; todas las profecías referirán también que del real tronco de David, nombre propio de este rey, procederá un Hijo, nacido de la Mujer, el mismo que se te ha predicho, predicho igualmente a Abraham, como aquel en quien tendrán su esperanza todas las naciones, predicho a los reyes y que será el postrero de estos, porque su reino no tendrá fin.

»Pero a Él ha de preceder una larga sucesión de reyes. El primero, hijo de David, famoso por sus riquezas y sabiduría, colocará en un suntuoso templo, rodeada de una nube, el arca del Señor, que hasta entonces habrá andado vagando con sus tiendas. De los demás que han de seguirle, unos se contarán en el número de los buenos, otros en el de los malos reyes. Los malos formarán más larga serie, y sus torpes idolatrías y todos sus otros crímenes, añadidos a la perversidad del pueblo, de tal manera irritarán a Dios, que se apartará de ellos, y abandonará su tierra, sus habitaciones, su templo, su santa arca y sus reliquias más sagradas a la befa y rapacidad de la ciudad cuyos muros has visto entregados a la confusión, de donde le vino el nombre de Babilonia. Allí los dejará en cautiverio por espacio de sesenta años, y por fin los sacará de él, recordando su misericordia y la alianza jurada a David, inalterable como los días del cielo. Vueltos de Babilonia por disposición de los reyes sus señores, que Dios les inspirará, reedificarán ante todo la casa del mismo Dios, y vivirán algún tiempo moderada y regularmente, hasta que creciendo en opulencia y número degeneren en facciosos. Las primeras discordias nacerán de los sacerdotes, hombres que consagrados a los altares, deberían no pensar más que en la paz; sus rencillas llegarán hasta profanar el mismo templo, acabando por arrebatar el cetro, sin hacer caso de ninguno de los hijos de David, y por último lo perderán, y pasará a manos de extranjeros, para que el verdadero ungido, el Mesías, nazca privado de sus derechos.

»Nace este rey, sin embargo, y una estrella hasta entonces oculta en los cielos, anuncia su venida y sirve de guía a los sabios de Oriente que le buscan para ofrecerle incienso, mirra y oro. Un ángel, nuncio de paz, enseña el lugar de su nacimiento a unos sencillos pastores que velaban durante la noche, los cuales acuden transportados de júbilo, y oyen los coros de innumerables ángeles que entonan cantos al recién nacido. Su madre es una Virgen; su padre el Altísimo Omnipotente. Subirá al trono hereditario, y se extenderá su reino a los confines más apartados de la tierra, como su gloria a todos los ámbitos de los cielos.»

Calló Miguel, al notar en el semblante de Adán una alegría tan viva, que asemejándose al dolor, le hacía verter abundoso llanto y no poder proferir una palabra; mas al fin pronunció las siguientes:

«¡Oh profeta de faustas nuevas! Has colmado mis mayores esperanzas. Claramente comprendo ahora lo que en mis más profundas meditaciones buscaba en vano: por qué el que con tanta ansia esperamos, debe llamarse fruto de la Mujer. ¡Salve, virgen Madre, que tan encumbrada estás en el amor del cielo! Sin embargo, de mi carne nacerás, y de tu vientre nacerá el Hijo de Dios Altísimo. Así se unirá Dios con el Hombre. Forzoso es que la Serpiente aguarde con mortal angustia el quebrantamiento de su cabeza. Mas dime: ¿dónde y cuándo será el combate? ¿qué golpe herirá la planta del vencedor?»

«No te figures, respondió Miguel, que el combate vaya a ser un duelo, ni que se produzcan realmente las heridas en la planta o en la cabeza: el Hijo no une la humanidad a la divinidad para postrar con más fuerza a tu enemigo; ni quedará así aniquilado Satán, cuando un escarmiento más terrible, su caída del cielo, no le imposibilitó para hacerte a ti una mortal herida. El Mesías, tu Salvador, no te curará destruyendo a Satán, sino destruyendo en ti y en tu raza las obras de este, lo cual no puede efectuarse sino perfeccionando lo que a ti te falta, la obediencia a la ley de Dios, impuesta bajo pena de muerte y padeciendo esta muerte que ha merecido tu desobediencia y la de aquellos que de ti desciendan. Solo así puede satisfacerse la Suprema Justicia. Él cumplirá exactamente la ley de Dios por obediencia y por amor, aunque solo el amor baste al cumplimiento de esta ley. Sufrirá tu castigo exponiéndose en la carne a una vida perseguida y a una abominable muerte. Prometerá la vida a los que crean en su redención y en que por medio de la fe se les imputará su obediencia y los méritos para salvarse, no por sus propias obras, aunque se ajusten a la ley. Vivirá en la tierra odiado, blasfemado, prendido por fuerza, juzgado y condenado a muerte, infamado, maldito, enclavado en la cruz por su propia nación, y muerto por haber dispensado la vida. Pero en su cruz quedarán clavados tus enemigos; con Él serán crucificados el castigo que se te ha impuesto, y los pecados de todo el género humano, y ningún daño experimentarán después los que confien plenamente en su satisfacción. Así morirá, pero resucitando en breve. La muerte no tendrá sobre Él poder muy duradero, pues antes de que vuelva a lucir la tercera aurora, le verán los astros de la mañana alzarse de su sepulcro, puro como la naciente luz; y entonces quedará satisfecho el rescate que redime al Hombre de la muerte, y su muerte salvará al Hombre, siempre que no menosprecie una vida así ofrecida, y que contraiga el mérito de la fe acompañada de buenas obras. Este divino acto anula tu sentencia, la muerte que hubieras debido sufrir, envuelto como estabas en el pecado y eliminado para siempre de la vida; este acto quebrantará la cabeza de Satán y rendirá su fuerza, una vez derrotados el pecado y la muerte, sus dos principales armas, cuyo aguijón se clavará más hondamente en su cabeza que la herida que haga la muerte temporal en la planta del vencedor o de sus rescatados; porque esta muerte es como un sueño de que dulcemente se despierta para pasar a la vida de la inmortalidad.

»Después de su resurrección solo se detendrá en la tierra el tiempo preciso para aparecerse alguna vez a sus discípulos, hombres que durante su vida le siguieron siempre; y a ellos les encargará que anuncien a las naciones lo que de Él y de la salvación humana han aprendido, bautizando en agua corriente a los que crean, señal que purgándolos de la mancha del pecado para la pureza de su vida, los preparará también en espíritu, si fuere menester, para una muerte semejante a la del Redentor. Enseñarán por consiguiente a todas las naciones, porque desde aquel día predicarán la salvación no solo a los hijos nacidos del seno de Abraham, sino a los que profesen la fe de Abraham, cualquiera que sea el lugar del mundo donde se hallen; y así en su raza serán bendecidas todas las naciones.

»En seguida ascenderá el Salvador al cielo de los cielos, llevando en pos la victoria, triunfante de sus enemigos y de los tuyos; en su ascensión sorprenderá a la Serpiente, como príncipe que es del aire, y arrastrándola encadenada por todo su imperio, la dejará por último confundida. Entrará luego en su gloria, y recobrará su trono a la derecha de Dios, magníficamente exaltado sobre todas las dignidades del cielo; desde donde, cuando ese mundo esté preparado para su disolución, volverá en toda su gloria y majestad a juzgar a los vivos y a los muertos; juzgará a los muertos apartados de la fe, y recompensará a los fieles, recibiéndolos en su bienaventuranza, así en el cielo como en la tierra, porque toda la tierra será entonces Paraíso, lugar más bienhadado que este Edén, y días aquellos venturosísimos.»

Así habló el arcángel Miguel; suspendió su discurso, como si sobreviniera el gran período del mundo; y nuestro primer padre, lleno de júbilo y admiración, exclamó: «¡Oh bondad infinita, bondad inmensa, que hasta del mal haces nacer todo este bien, trocando en bienes los males, maravilla más grande que la de la creación, al salir la luz de las tinieblas! Cercado me veo ahora de incertidumbres: no sé si arrepentirme del pecado en que he incurrido y a que he dado ocasión, o si más bien regocijarme, porque de él ha resultado mayor bien, gloria más grande a Dios, a los hombres más benévola protección del cielo, y que a la cólera haya sustituido la gracia. Pero dime: si nuestro Libertador torna a los cielos, ¿qué será de ese escaso número de fieles, abandonados en medio de ese rebaño impío, de tantos enemigos de la verdad? ¿Quién guiará a su pueblo, quién le defenderá? ¿No serán sus discípulos víctimas de más sañudo rigor que el que con Él han empleado?»

«Seguro puedes estar, replicó el Ángel, de que así ha de suceder; pero desde el cielo enviará a los suyos un consolador, el prometido de su Padre, su espíritu, que residirá en ellos y grabará en sus corazones la ley de la fe por medio del amor para guiarlos con toda verdad; y les infundirá amor espiritual con que puedan resistir las tentaciones de Satán y despuntar sus envenenados dardos. Nada de lo que pueda intentar el hombre contra ellos los intimidará, ni aún la misma muerte, pues recibirán en sus interiores consuelos la compensación de todas sus crueldades. Su inquebrantable firmeza desarmará a menudo a sus más tenaces perseguidores, porque el Espíritu comunicado primero a los apóstoles que han de predicar a las naciones el Evangelio, y después a cuantos reciban la gracia del bautismo, infundirá en aquellos el portentoso don de hablar todas las lenguas y de renovar todos los milagros que antes de ellos hizo su Maestro; y así en cada nación persuadirán a una inmensa muchedumbre a oír embelesada las nuevas venidas del cielo; y finalmente cumplido su ministerio y terminada gloriosamente su carrera, morirán dejando escritas su historia y su doctrina.

»Pero, según lo habían predicho, en lugar de ellos, sucederán los lobos a los pastores; lobos crueles, que emplearán los sagrados misterios del cielo en saciar su vil ansia de ambición y lucro, y que corromperán con supersticiones y falsas tradiciones la verdad, que solo se conserva en las puras palabras de la Escritura, y solo es comprensible para el espíritu. Entonces procurarán valerse de nombres, dignidades y títulos, y unir el poder secular a estos, aunque fingiendo que únicamente aspiran al espiritual, con lo que se apropiarán el espíritu de Dios, prometido y otorgado por igual a todos los creyentes. A favor de tal ficción impondrán leyes espirituales por medio del poder humano a cada conciencia; leyes que nadie hallará escritas en los libros santos, ni entre las que el Espíritu grabó tan profundamente en los corazones. ¿Qué pretenden, pues, más que violentar el espíritu de la Gracia, y esclavizar a su compañera la libertad? ¿Qué otra cosa que destruir los templos vivos edificados por la fe, por su propia fe, y no por ninguna extraña? Porque ¿quién puede ser infalible en la tierra, obrando contra la fe y contra la conciencia? Muchos se gloriarán de serlo, y de esta variedad nacerá una rigurosa persecución contra los perseverantes adoradores en espíritu y en verdad. El resto, que será el mayor número, creerán cumplir con la religión apelando a demostraciones exteriores y a especiosas formalidades. Hostigada por los dardos de la calumnia, huirá la verdad, y se hallará rara vez la práctica de la fe. De esta suerte el mundo llegará a ser funesto para los buenos, halagüeño para los malos, y se sentirá abrumado bajo su propia pesadumbre, hasta que luzca el día de descanso para el justo, de venganza para el malvado, que será el del advenimiento del Defensor que recientemente se te ha prometido, fruto de una Mujer, vagamente anunciado, y a quien no puedes ya menos de conocer como tu Salvador y tu Soberano. Cercado de brillantes nubes, se revelará, por fin, en el cielo, partícipe de la gloria de su Padre, y vendrá a aniquilar a Satán con todo su perverso mundo; y de esta masa candente, purificada por el fuego, sacará nuevos cielos, una nueva tierra, y creará siglos interminables, fundados en la justicia, en la paz y en el amor, que darán frutos de colmado bien y perpetua felicidad.»

Terminó con estas palabras, y Adán también, añadiendo: «¡Cuán pronto celestial profeta, has recorrido este mundo transitorio y la serie de los tiempos hasta que lleguen a fijarse estables! Más allá todo es un abismo, todo una eternidad, cuyo fin no puede alcanzar la vista. Saldré de aquí perfectamente instruido y en paz con mis pensamientos; llevo cuanto puede contener este pequeño vaso, y mi locura fue aspirar a llenarlo más. Sé para en adelante que lo mejor es obedecer solamente a Dios; amarle y temerle a un tiempo; proceder cual si estuviese siempre delante de Él; no desconfiar jamás de su Providencia; entregarse del todo a Él, que misericordioso en todas sus obras, hace que el bien triunfe del mal, y convierte las cosas más pequeñas, en las más grandes, y anonada con el impulso que se cree más ineficaz los mayores poderes de la tierra, y toda la ciencia mundana con la más humilde sencillez. Sé que el que padece por la verdad adquiere valor bastante para lograr el supremo triunfo, y que para el fiel, la muerte no es más que la puerta de la vida. Esto he aprendido con el ejemplo de Aquel a quien reconozco ya como mi Redentor siempre mi bendito.»

Y el Ángel por última vez repuso: «Pues sabiendo esto has llegado a la cumbre de la sabiduría, y no esperes alcanzarla mayor, aunque conocieses todas las estrellas por su nombre, y todos los poderes etéreos, y los secretos del abismo, y las obras todas de la Naturaleza, y las de Dios en el cielo, en el aire, en la tierra y en los mares; aunque disfrutases de todas las riquezas de este mundo y lo redujeses todo a tu solo imperio. Añade a tu saber acciones que sean dignas de él; añade la fe, la virtud, la paciencia y la templanza; añade el amor, que algún día será llamado caridad, y que es el alma de todo lo demás; y entonces sentirás menos abandonar este Paraíso, porque dentro de ti hallarás otro mucho más venturoso y bello.

»Pero bajemos ya de esta altura de contemplación, que ha llegado la hora precisa en que es fuerza partir de aquí, y esos vigilantes que ves, colocados por mí en aquel collado, aguardan para marcharse. Flamígera espada, signo de proscripción, vibra furiosamente delante de ellos: no podemos permanecer más tiempo. Ve: despierta a Eva: también la he tranquilizado a ella con agradables sueños, nuncios consoladores, y predispuesto su ánimo a una sumisa resignación. En ocasión oportuna, tú la harás partícipe de cuanto has oído, y principalmente de lo que le conviene a su fe saber, de la gran redención que su descendencia, la descendencia de la Mujer, traerá a todo el género humano, para que podáis vivir, ya que serán largos vuestros días, unidos en una sola fe, bien que tristes, y no sin causa, al recordar los males pasados, pero contentos, sin embargo, considerando vuestro dichoso fin.»

Dijo, y bajaron ambos de la colina; y apenas se vio al pie de ella, corrió Adán al lecho en que había dejado a Eva durmiendo, y la encontró despierta, y oyó que le recibía con estas palabras, nada melancólicas por cierto:

«Ya sé de dónde vienes y adónde has ido, porque Dios también nos asiste cuando estamos dormidos, y en los sueños se aprende algo, y los que me ha sugerido han sido muy agradables y predíchome grandes bienes, apenas abrumada de pesar y con el corazón tan angustiado, cerré los ojos. Sé tú ahora mi guía; no me detendré un momento: ir contigo, vale tanto como permanecer aquí; quedarme sin ti, sería alejarme contra mi voluntad, porque tú eres para mí cuanto existe bajo el cielo, y contigo estaré en todos los lugares, contigo, a quien mi crimen voluntario expulsa de esta mansión. Al salir de aquí llevo, sin embargo, el consuelo que más puede tranquilizarme: que aunque por mí se ha perdido todo, y aunque no merezco favor tan grande, de mí nacerá la prometida estirpe por quien todo ha de restaurarse.»

Así habló nuestra madre Eva; Adán la escuchaba complacido, pero nada le respondió, porque a su lado estaba el Arcángel. De la otra colina, donde estaban colocados, con paso majestuoso descendían los querubines; deslizábanse al andar como fúlgidos meteoros, cual la niebla de la tarde, que levantándose del río, pasa rozando la superficie de los pantanos, y avanza presurosa hurtando el suelo a las pisadas del labrador, que regresa a su alquería. Levantada delante de ellos, fulguraba la espada del Señor, despidiendo airados resplandores, como un cometa, y su ardiente fuego y los vapores que exhalaba iban acalorando el templado clima del Paraíso, cual el adusto aire de la Libia. El Ángel entonces, asiendo de las manos a nuestros padres, y apresurando sus lentos pasos, los condujo directamente a la puerta oriental, y desde ella con la misma prontitud hasta el pie de la roca, donde se extendía la llanura inferior, y desapareció.

Volvieron ellos la vista atrás, y descubrieron toda la parte oriental del Paraíso, venturosa morada suya en otro tiempo, que ondulaba al trémulo movimiento de la fulminante espada, y agrupadas a la puerta figuras de terrible aspecto y relumbrantes armas. Como era natural, arrasáronseles en lágrimas los ojos, que se enjugaron pronto. Delante tenían todo un mundo, donde podían elegir el lugar que más les pluguiera para su reposo, y por guía la Providencia; y estrechándose uno a otro la mano, prosiguieron por enmedio del Edén su solitario camino con lentos e inciertos pasos.

El Paraíso recobrado

Libro primero

Argumento


El asunto de esto libro comienza por la invocación al Espíritu Santo. El poema representa en primer lugar a Juan bautizando en el Jordán: llega Jesús, que recibe a su vez las aguas del bautismo; y es reconocido como Hijo de Dios, no solo por la bajada del Espíritu Santo, sino también por una voz del cielo. Al ver esto Satán, que se halla presente, remóntase al momento a las regiones etéreas, donde reuniendo a sus infernales consejeros, les manifiesta sus temores de que Jesús sea aquella semilla de la mujer, destinada a aniquilar todo su poderío. Al propio tiempo les indica la urgente necesidad de averiguar la certeza del hecho, intentando, por medio de lazos y engaños, combatir y exterminar al Hombre de quien tanto deben temer. Satán se brinda a acometer por sí solo tamaña empresa, y aceptado su ofrecimiento, se pone en marcha para llevar a cabo su cometido. Dios, entre tanto, rodeado de su corte celestial, anuncia que ha resuelto someter a su Hijo a las tentaciones de Satán; pero predice que el tentador sufrirá la más completa derrota, lo cual celebran los ángeles, entonando un himno de triunfo. Jesús es conducido por el Espíritu al desierto, cuando pensaba en el principio de su elevada misión de Salvador de la humanidad: sumido en sus meditaciones, refiere, en un soliloquio, cuán divinos y generosos impulsos había experimentado desde su más tierna juventud, y cómo su madre, María, al observar en él tales disposiciones, le dio a conocer las circunstancias de su nacimiento, revelándole que era nada menos que el Hijo de Dios. Indica luego lo que sus propios estudios y reflexiones le habían sugerido en confirmación de esta gran verdad, fundándose particularmente en el reciente testimonio que acababa de recibir en el Jordán. Nuestro Señor pasa cuarenta días ayunando en el desierto, donde las fieras se humillan a su presencia, mostrándose inofensivas. Satán aparece después bajo la forma de un anciano campesino, y entabla conversación con nuestro Señor; manifiéstale su extrañeza por verle solo en tan peligroso sitio, y al propio tiempo aparenta recordar que él es la persona reconocida en el Jordán como Hijo de Dios. Jesús contesta lacónicamente: Satán le replica, enumerando las dificultades que ofrece vivir en el desierto; y excítale a manifestar su divino poder, si es realmente Hijo de Dios, trasformando algunas piedras en pan. Jesús reprueba su proceder, y le dice que ya sabe quién es. Satán se da entonces a conocer, y procura disculpar su conducta con una artificiosa defensa; pero nuestro Señor le reprende severamente, refutando todos los puntos de su justificación. Satán, con aparente humildad, intenta todavía sincerarse; finge admirar a Jesús por su virtud, y le pide permiso para conversar con él en otra ocasión, a lo cual contesta el Señor que obre según el permiso del Cielo. Desaparece entonces Satán, y termina el libro con una breve descripción de la noche en el desierto.


Yo, que en otro tiempo canté el feliz jardín, perdido por la desobediencia de un hombre, voy a cantar ahora el Paraíso, recobrado para la humanidad entera por la firme obediencia de aquel que a rudas pruebas sometido por todo género de tentaciones, humilló al tentador, frustrando sus asechanzas, y convirtió en Edén el salvaje desierto.

¡Oh tú! celeste Espíritu, que al glorioso eremita condujiste al desierto, futuro campo de su victoria, para combatir al Enemigo; y le llamaste a ti cuando hubo dado irrecusables pruebas de ser el Hijo de Dios: inspírame como solías hacerlo, que sin ti enmudeciera mi improvisado canto. Condúceme a las alturas o a los profundos abismos del universo todo; préstenme apoyo tus favorables alas, para que pueda referir actos en alto grado heroicos, que aunque secretos y relegados al olvido durante tantos siglos, no menos dignos son de haberse cantado ha mucho tiempo.

Ya el gran Precursor, con voz más imponente que el sonido de la trompeta, proclamaba el arrepentimiento, anunciando que el reino de los cielos estaba al alcance de todos cuantos recibieran el bautismo: poseídos de religioso temor, los habitantes de las comarcas vecinas acudían en tropel para ser bautizados; y con ellos llegó desde Nazaret a las orillas del Jordán, aquel que pasaba por hijo de José. Oscuro se presentaba entonces, desconocido y sin llamar la atención de nadie; pero avisado San Juan Bautista, por conducto divino, reconociole al punto como superior, más digno que él de alabanzas; y hasta hubiera querido resignar en sus manos su santo ministerio. No tardó en confirmarse este testimonio: entreabriose la celeste bóveda sobre el que acababa de ser bautizado, y descendió el Espíritu en figura de paloma; mientras que la voz del Padre proclamaba desde el empíreo que aquel era su muy amado Hijo. Oídas fueron estas palabras por el Enemigo, que vagando todavía por la tierra, no debía ser el último en acudir a tan famosa reunión; y consternado al escuchar la voz divina, contempló unos momentos con asombro al hombre glorificado a quien se acababa de dar tan augusto título. Poseído entonces de envidia y de rabia, emprende su vuelo a través de los aires, sin detenerse hasta llegar a su imperio; convoca a consejo a todos sus poderosos próceres, sombrío consistorio rodeado por diez capas de negras y espesas nubes; y una vez en medio de ellos, con miradas de temor y abatimiento, dirígeles estas palabras:

«¡Oh antiguas potestades del aire y de este inmenso mundo! (pues pláceme mucho más hablaros del aire, nuestra primitiva conquista, que recordar el infierno, nuestra odiosa morada); bien sabéis cuántos siglos hace, para nosotros como los años de los hombres, que hemos poseído este universo, gobernando a nuestro antojo los asuntos de la tierra, desde que Adán y su fácil consorte Eva, engañados por mí, perdieron el Paraíso. Con temor esperaba yo, no obstante, la hora en que la semilla de Eva asestaría contra mi cabeza este golpe fatal. Tardía es la ejecución de los decretos del cielo, pues el más largo período es corto para él; y ahora, demasiado pronto para nosotros, por la sucesión de las horas ha llegado el temido momento en que debemos sufrir las consecuencias de la remota amenaza. Preciso es ante todo parar el golpe, si es que podemos, so pena de ver derrocado todo nuestro poderío, perdida nuestra independencia, y el derecho de residir en este hermoso imperio del aire y de la tierra, conquistado por nosotros. Malas noticias os traigo: de mujer ha nacido últimamente el vástago destinado a combatirnos. Fundado motivo nos dio ya su nacimiento para abrigar temores; pero ahora, llegado a la flor de la juventud, dotado de todas las virtudes, de gracia y de sabiduría, para llevar a cabo las más altas misiones, redobla justamente mi recelo. Un gran profeta, que a guisa de heraldo le precede, a fin de anunciar su llegada, llama a todo el mundo; y pretende lavar los pecados en el consagrado río, para preparar a sus neófitos, así purificados, a recibir a ese hombre sin mancha, o más bien, a honrarle como a su Rey. Todos acuden, y él mismo, entre ellos, fue bautizado, no con el fin de purificarse más, sino para recibir el testimonio del Cielo, y que no puedan dudar ya las naciones de su divino carácter. Yo vi al profeta acogerle con respeto; vi que al salir del agua, abría el cielo por cima de las nubes sus puertas de cristal; inmaculada paloma bajó entonces sobre su cabeza; y oí la voz soberana pronunciar desde el Empíreo estas palabras: «Ese es mi Hijo muy amado, con quien estoy complacido.» Vemos, pues, que su madre es mortal; pero su Padre ocupa el trono del cielo; y ¿qué no hará para favorecer a su único Hijo? Conocémosle ya, y harto comprendimos su fuerza cuando su terrible trueno nos lanzó a las profundidades. Averiguar debemos quién es Aquel, pues hombre parece por todas sus facciones, aunque resplandezcan en su rostro los rayos de la gloria de su Padre. Ya lo veis; el peligro es inminente y no permite que entremos en largas discusiones: debemos oponerle al punto un grave obstáculo (no por la fuerza, sino por una refinada astucia, por una trama bien urdida), antes que a la cabeza de las naciones aparezca como su rey, su jefe, el dueño supremo de la tierra. En otro tiempo, cuando nadie se atrevía, yo solo acometí la arriesgada empresa que tenía por objeto descubrir el paradero de Adán y perderle; y entonces llevé a cabo felizmente mi ardua misión. El viaje que debo emprender hoy os menos peligroso; y hallado ya una vez el buen camino, de esperar es que el éxito me favorezca de nuevo.»

Calló Satán, y sus palabras, honda sorpresa causaron en el infernal concurso, abatido y consternado por tan infaustas nuevas; mas no era ya tiempo de discurrir sobre su despecho y sus temores. Unánimes todos, confiaron la dirección de tan delicada empresa, a su gran dictador, cuyo primer ataque contra la humanidad había contribuido tan poderosamente a la pérdida de Adán; y que desde las profundas bóvedas de las cavernas infernales condujo a sus cómplices a la región de la luz, donde eran gobernadores, potentados, monarcas, y hasta dioses de muchos grandes reinos y vastas provincias.

Así el Enemigo, escudado con todas las astucias de la serpiente, dirige sus ligeros pasos a las orillas del Jordán, donde quizás encuentre al Mesías nuevamente anunciado, a este hombre de los hombres, reconocido como Hijo de Dios. Contra él debe poner en juego todos sus ardides y medios de seducción, a fin de subvertir al que, según sospecha, ha sido enviado a la tierra para poner fin al reinado de que tanto tiempo disfrutara. Inútiles fueron sus esfuerzos, pues muy por el contrario, contribuyó a realizar el designio concebido, preordenado y decretado por el Altísimo, que en medio de su corte celestial dirigió a Gabriel con benevolencia las siguientes palabras:

«Ya verás hoy claramente, Gabriel, tú y todos los ángeles que en asuntos humanos se interesan, cómo comienzo a realizar lo predicho en aquel solemne mensaje, que en otro tiempo te di para la casta virgen de Galilea, anunciándola que daría a luz un hijo de gran renombre, el cual debía llamarse Hijo de Dios. Entonces la dijiste para disipar sus dudas de que tales cosas sucediesen, que el Espíritu Santo bajaría sobre ella, y que la virtud del Altísimo la protegería con su sombra. A ese hijo, adulto ahora, es al que voy a exponer a las asechanzas de Satán, para demostrar que es digno de su divino nacimiento y de tan gloriosa predicción. Que le tiente; y al efecto, que ponga en juego todos sus más sutiles artificios, ya que entre la turba de sus cómplices se jacta y vanagloría de su refinada astucia. Debió haber aprendido, sin embargo, a ser menos arrogante desde que fracasaron sus tentativas contra Job, cuya firme perseverancia se sobrepuso a cuantos males inventar pudiera su cruel malicia. Ahora sabrá que puedo producir un hombre, de mujer nacido, mucho más capaz de resistir a todas sus tentaciones y a su inmensa fuerza, y de precipitarle nuevamente en el infierno, recobrando así por conquista lo que el primer hombre perdió, por la astucia sorprendido. Pero ante todo me propongo ejercitarle en el desierto; allí hará sus primeras pruebas para prepararse a la gran lucha que él solo ha de empeñar, antes de enviarle a vencer, con su propia humildad y penosos sufrimientos, al pecado y a la muerte, estos dos grandes enemigos. Su debilidad triunfará de la fuerza de Satán, y del mundo entero, y de esta masa de carne pecadora; para que sepan todos los ángeles y celestes potestades, y comprenda después la raza humana, de qué excelsa virtud he dotado a este hombre perfecto, por su mérito llamado mi Hijo, para alcanzar la salvación de todos los hijos de los hombres.»

Así habló el Padre Eterno, y toda la celeste corte enmudeció de admiración un instante, prorrumpiendo en armoniosos himnos; formáronse celestiales danzas alrededor del trono, y entonaron los coros el siguiente cántico:

«Victoria por el Hijo de Dios, que ahora empeña su grandioso vuelo para vencer las astucias infernales, no con las armas sino con la sabiduría. El Padre conoce al Hijo, y por eso expone sin temor su virtud filial, aunque no probada todavía, contra todo lo que pueda tentar, seducir, halagar o atemorizar. ¡Con ella frustrará todas las estratagemas del infierno, inutilizando sus diabólicas maquinaciones!»

Así resonaban en el cielo los himnos y cánticos de la corte celestial.

Entre tanto el Hijo de Dios, que algunos días antes había pasado a vivir a Bathabara, donde Juan confería el bautismo, meditaba y buscaba en su espíritu la mejor manera de acometer la grandiosa misión de Salvador de la humanidad, ideando de qué modo daría principio al divino ministerio para el cual ya estaba preparado. Paseándose un día solo, fue conducido por el Espíritu, e impelido por sus profundas meditaciones, a una soledad apartada de toda huella humana, y la más a propósito para reflexionar. Sucediéndose sus pensamientos, y un paso tras otro, penetró al fin en el salvaje desierto, que se extendía en la frontera; y allí, rodeado por do quier de ásperas sombras y peladas rocas, prosiguió de este modo sus santas meditaciones:

«¡Oh, qué cúmulo de pensamientos se agolpan a la vez a mi espíritu cuando considero lo que siento en mi interior, y al escuchar lo que a mis oídos llega desde fuera, tan poco conforme todo con mi presente estado! Siendo todavía un niño, ningún juego de la infancia tenía encanto para mí; todo mi espíritu se fijaba seriamente en aprender y saber, a fin de practicar luego cuanto pudiese contribuir al bien público. Creíame yo nacido para este fin, para propagar toda verdad, para promover toda acción loable; y por eso leí la ley de Dios en mis infantiles años; y me pareció tan admirable, que constituía todas mis delicias. Así logré adquirir tal sabiduría, que antes de cumplir los doce años, en la época de nuestra gran fiesta, habiendo entrado en el templo para oír a los doctores de la ley y proponerles cuestiones que pudieran ilustrar mis conocimientos o los suyos, fui de todos admirado. Empero, no era esto todo a lo que yo aspiraba; ardía en deseos de llevar a cabo sublimes actos, hechos heroicos: unas veces ideaba librar a Israel del romano yugo, y otras domeñar y reprimir en toda la tierra la violencia brutal y el orgullo de los tiranos poderosos, hasta que la verdad fuese libre y se restableciera la equidad. Sin embargo, pareciome más humano, y más glorioso a la vez, conquistar primero con benévolas palabras los corazones bien dispuestos; y hacer por la persuasión lo que se consigue con el temor. Resolví, en fin, dirigir y enseñar a las almas extraviadas, a las que no pecan voluntariamente, sino por ignorancia; y someter tan solo a las rebeldes. Pronto se apercibió mi madre de que alimentaba tales ideas, pues harto se traducían de vez en cuando por mis palabras; y regocijada interiormente, llamome aparte y me dijo: “Nobles son tus pensamientos, hijo mío; pero debes conservarlos y procurar su desarrollo hasta que alcancen esa sublimidad a que pueden elevarlos la santa virtud y el mérito, por grande que sea el modelo que tienes en el Altísimo. Imita a tu incomparable Maestro, practicando actos superiores a los de todo hombre, pues sábelo, no eres hijo de ningún mortal, por más que las gentes te crean de oscuro nacimiento. Tu Padre es el Rey eterno, que gobierna todo el cielo y la tierra, los ángeles y los humanos. Un enviado de Dios predijo tu nacimiento, anunciando que serias concebido en mí, aunque virgen; pronosticó también que serias poderoso, que ocuparías el trono de David, y que tu reino no tendría fin. Cuando tú naciste, los pastores que en los campos de Belén guardaban por la noche sus ganados, oyeron un cántico glorioso de los ángeles, el cual les anunciaba que acababa de nacer el Mesías, indicándoles dónde le podrían ver. Entonces fueron a buscarte, conducidos hacia el establo donde reposabas, pues en la posada no se había encontrado sitio mejor. Una estrella que apareció en el cielo, jamás vista antes, guió hasta aquí desde el oriente a unos hombres sabios, que vinieron a rendirte homenaje, ofreciéndote incienso, mirra y oro. Por su brillante luz conducidos, hallaron el lugar donde naciste, asegurando que era tu estrella la que acababa de aparecer en el cielo, y que por ella habían sabido el nacimiento del Rey de Israel. El justo Simeón y la profetisa Ana, por una visión advertidos, fueron al templo para verte; y ante el altar y los sacerdotes dijeron cosas semejantes, que oyeron todos los que allí se hallaban.”

»Enterado de estos pormenores por boca de mi madre, volví a leer de nuevo la ley y los profetas, buscando cuanto se había escrito respecto al Mesías, de lo cual solo conocían una parte nuestros escribas. Pronto comprendí que yo era aquel de quien hablaban, y principalmente, que debía seguir mi carrera, sufriendo rudas pruebas, y aun la muerte, antes de serme lícito alcanzar el reino prometido o conseguir la redención de la humanidad, cuyos pecados todos debían recaer sobre mi cabeza. No obstante, sin desanimarme ni abatirme, esperaba la hora prefijada, cuando se presentó el Bautista (de quien había oído hablar con frecuencia, aunque no le conocía); y él era el destinado a servir de precursor al Mesías, preparándole el camino. Como todos los demás, presenteme para que me bautizara, pues le creía enviado del cielo; pero reconociome al punto (por revelación divina), y en alta voz proclamome por aquel de quien era precursor. Rehusó primero conferirme el bautismo, porque yo era muy superior a él, y a duras penas consintió por fin en ello. Mas al salir de la corriente purificadora, abrió el cielo sus eternas puertas; sobre mí bajó el Espíritu en forma de paloma; y por último, para completar el testimonio, oí distintamente la voz de mi Padre, que desde el cielo me llamó su muy amado Hijo, con quien solo estaba complacido. Por esto comprendí que el momento de obrar era llegado; que ya no debía vivir oscuro, sino comenzar mi obra abiertamente, de la manera más conforme con la autoridad del cielo recibida. Y ahora me siento conducido a este desierto por no sé qué poderosa fuerza; ignoro con qué objeto; pero acaso no lo deba conocer, que Dios me revela cuanto saber me importa.»

Así habló nuestra estrella matutina, que entonces despuntaba: y mirando en torno suyo, solo vio Jesús por todas partes un árido desierto, oscurecido ya por densas sombras. Como no había observado el camino que a tal paraje conducía, difícil era volver, pues ninguna humana huella lo indicaba. Y sin embargo, sentíase impelido siempre; pero embargado el espíritu con tales pensamientos sobre su pasado y su porvenir, que debía parecerle preferible aquella soledad a la reunión más escogida. Cuarenta días enteros estuvo en aquel lugar, recorriendo unas veces las colinas, y otras algún umbrío valle; descansaba de noche bajo una añosa encina o corpulento cedro, para preservarse del rocío, o bien se retiraba a una caverna, lo cual no nos ha sido revelado. En todo aquel tiempo no probó alimento humano, ni le acosaron los tormentos del hambre. Las fieras, entre las cuales vivía, se amansaban a su vista, sin causarle daño alguno, ni durante su sueño ni cuando despierto estaba; la terrible serpiente y el nocivo gusano huían de su presencia; el león y el tigre feroz mirábanle desde lejos. Al fin llegó la hora, y el Hijo de Dios tuvo hambre.

Entonces vio acercarse a un hombre de avanzada edad, vestido con traje de campesino: parecía ir en busca de alguna oveja descarriada, y al paso recogía varias ramas secas, que podrían servirle para calentarse en un día de invierno, cuando los vientos soplan con fuerza, al entrar mojado en su morada. Después de contemplar a Jesús con ojos de curiosidad, dirigiole estas palabras:

«Señor, ¿qué enojoso accidente te ha conducido a este lugar, tan apartado de la senda o el camino que siguen los demás hombres en numerosa caravana? De los que aquí se aventuran, no hay uno solo que vuelva y que no deje los huesos, después de haber sufrido los tormentos del hambre y de la sed. Te pregunto esto, y más me admiro, porque me parece reconocer en ti al hombre a quien nuestro profeta, que bautiza, en las orillas del Jordán, recibió en otro tiempo tan respetuosamente, llamándole Hijo de Dios. Yo lo vi y lo oí, pues nosotros, los habitantes de este desierto, obligados a veces por la necesidad, debemos ir a la ciudad o los pueblos vecinos, de los cuales dista de aquí mucho el más cercano. De esta suerte sabemos cuánto de nuevo ocurre, satisfaciendo nuestra curiosidad: también la lama llega hasta nosotros.»

A lo que contestó el Hijo de Dios: «El que aquí me condujo, de aquí me sacará; no busco yo otro guía.»

«Acaso pueda hacerlo por milagro, replicó el campesino, pues no veo cómo sería posible de otro modo. Las raíces y los troncos son aquí nuestro único alimento; capaces de soportar la sed más que el camello, muy lejos vamos a buscar el agua, que ya nacimos a la fatiga y la miseria acostumbrados. Pero si el Hijo de Dios eres, convierte, en pan esas duras piedras; así te salvarás tú mismo y nos aliviarás con este alimento, del que rara voz prueban los míseros como nosotros.»

Calló Satán; y el Hijo de Dios repuso: «¿Piensas tú que el pan sea tan necesario? ¿No está escrito (pues reconozco en ti otro del que aparentas ser) que el hombre no vive de pan solo, sino de cada palabra salida de la boca de Dios, cuyo maná sirvió aquí de alimento a nuestros padres? Cuarenta días estuvo Moisés en la montaña sin comer ni beber, y durante otros tantos recorrió Elías este árido desierto sin tomar alimento alguno; yo hago ahora lo mismo. ¿Por qué tratas, pues, de inspirarme recelo, si sabes ya quién soy, como yo sé quién eres?»

El gran Enemigo, deponiendo entonces todo disimulo, contestó así: «Es verdad: yo soy aquel desdichado espíritu, que aliado con millones de seres, les excitó a una rebelión temeraria; y que no habiendo sabido conservar mi dichoso estado, fui precipitado con ellos desde la morada feliz al abismo sin fondo. Sin embargo, no quedé tan rigurosamente confinado en aquel lugar horrible, que no me fuera permitido abandonar a menudo mi dolorosa prisión, para disfrutar alrededor de este globo de amplia libertad, o cruzar los aires; y hasta fue tolerada mi presencia algunas veces en el cielo de los cielos. Yo me introduje entre los hijos de Dios, cuando el Eterno expuso a mis golpes a Job el Husiano, para probarle y enaltecer su elevado mérito. Más tarde, cuando propuso a todos sus ángeles atraer a un lazo al orgulloso rey Achab, a fin de que cayera en Ramoth, viéndoles vacilar, encargueme yo del cometido; y llené de mentiras las lenguas de todos aquellos aduladores profetas, para arrastrarlos a su pérdida, según tenía encargo de hacerlo, porque yo hago lo que Dios me manda. Aunque haya decaído mucho mi primitivo esplendor, perdiendo el amor del Eterno, no por eso estoy privado de la facultad de amar, de contemplar, al menos, y admirar lo que veo de excelente en el bien, de bello y virtuoso, pues de otra suerte, habría perdido todo sentimiento. ¿Qué más puedo desear que verle y acercarme a ti, sabiendo que has sido declarado Hijo de Dios, y escuchar atentamente tus sabias palabras, considerando tus divinas obras? Créenme generalmente los hombres peligroso enemigo de la humanidad: ¿por qué había de serlo? Ellos no me hicieron jamás ni daño ni violencia; no por ellos perdí cuanto he perdido; más bien gané por ellos lo ganado; y con ellos habito estas regiones del mundo, ya que no sea su soberano. Con frecuencia les presto mi ayuda y les anuncio las cosas venideras, por presagios, signos, respuestas, oráculos, prodigios o sueños, a fin de que puedan regir su futura conducta. Dicen que la envidia, me impele a obrar de tal modo, para tener compañeros en mi desgracia y miseria: en un principio pudo ser así; pero acostumbrado a sufrir ha mucho tiempo, sé ahora por experiencia que los padecimientos de los otros no disminuyen la amargura ni alivian en modo alguno el peso de cada cual. ¡Triste consuelo sería pues para mí ver a los demás asociados a mi suerte! Lo que más me aflige (¿y cómo no había de ser así?) es que el hombre, el hombre caído se redimirá, pero nunca yo.»

A lo cual contestó nuestro Salvador con severo acento: «Merecida tienes tu pena, pues desde el principio fuiste tejedor de mentiras, y mentirás hasta el fin. Te jactas de haber logrado escapar del infierno, y de que te se haya permitido penetrar en el cielo de los cielos: cierto es que entraste, aunque como el pobre y mísero cautivo que vuelve al lugar donde antes se sentaba entre los que primero brillan por su esplendor. Pero ahora, depuesto, rechazado, despojado, despreciado, envilecido, e indigno de compasión, solo ofreces el aspecto de una ruina, y eres objeto de irrisión para todos los habitantes del cielo. La mansión feliz no te proporciona dicha ni alegría, antes bien acrecienta tu tormento, representándole las perdidas bendiciones, que ya no puedes compartir en el infierno, como tampoco antes en el cielo. Pero, dices que eres obediente a las órdenes del Rey de los cielos: ¿pretendes por ventura atribuir a obediencia lo que el temor te arranca, o lo que ejecutas por el gusto de hacer daño? ¿Qué, sino tu malicia, te ha impelido a juzgar mal del virtuoso Job, agobiándole después con toda clase de aflicciones? Sin embargo, su paciencia triunfó. El otro servicio que alegas, por ti mismo elegido, se redujo a mentir por cuatrocientas bocas, pues la mentira es lo que le sustenta, es tu único alimento. No obstante, aspiras a la verdad; a ti son debidos todos los oráculos; mas ¿qué verdades han anunciado entre las naciones? Tu arte ha consistido en mezclar algo cierto con lo falso para propagar más mentiras. Pero ¿cuáles han sido tus respuestas? Solamente palabras oscuras y ambiguas, engañosas por su doble sentido, que rara vez comprendieron los que te preguntaban; y lo que no se comprende ignorado queda. ¿Cuándo el que entró en tu santuario, a fin de consultarte, volvió más sabio o instruido, para evitar o buscar lo que más le interesaba? ¿Cuál no cayó más pronto en el lazo fatal? Dios ha entregado justamente las naciones a tus engaños, desde que se dieron a la idolatría; pero cuando se propone anunciarlas su providencia, de ellas desconocida, ¿de dónde recibes la verdad sino de Él o de aquellos de sus ángeles, que presiden todas las provincias y que, desdeñando acercarse a tus templos, te prescriben como al último de todos, lo que debes decir a tus adoradores? Tú, temblando de pavor, o cual parásito servil, obedeces primero, y después te vanaglorias de haber anunciado la verdad; pero esta gloria te será muy pronto arrebatada; y no podrás seguir engañando a los Gentiles con tus oráculos, porque estos enmudecerán siempre. Ya no irán a consultarte a Delfos, ni a ninguna otra parte, haciendo sacrificios y pomposas ceremonias, pues al fin, todo sería inútil, porque permanecerás mudo. Dios ha enviado ahora su oráculo vivo al mundo, para dar a conocer su última voluntad; y quiere que habite en lo sucesivo en las almas piadosas su espíritu de verdad, oráculo espiritual que revela toda la que al hombre conocer importa.»

Así habló nuestro Salvador; pero el astuto Enemigo, aunque poseído interiormente de rabia y despecho, disimuló, y contestole con dulzura en estos términos: «Severo has sido en tu reprimenda, y con dureza censuras los actos a que me ha impelido mi desdicha, y no la voluntad. ¿Dónde podrías encontrar fácilmente un mísero que no se sienta impulsado a menudo a separarse de la verdad, si le ofrece alguna ventaja mentir, negar, fingir, lisonjear o abjurar? Pero tú eres superior a mí; tú eres Señor; de ti puedo y debo sufrir con sumisión reprensiones o censuras, congratulándome de salir librado a tan poca costa. Escabrosas son las sendas de la verdad, y penoso recorrerlas; pero es dulce anunciarla, agradable el oírla; es melodiosa como el caramillo campestre o el canto de los pastores. ¿Qué extraño, pues, que me complazca en oír las máximas por tu labio pronunciadas? Los más de los hombres admiran la virtud, sin ser capaces de seguir su senda: permíteme, pues, oírte, ya que he venido donde otros no llegan, y que procure al menos conversar contigo, aunque sin esperanza de igualarte. Tu Padre, que es santo, sabio y puro, tolera que el sacerdote hipócrita o ateo huelle su sagrada mansión, y ejerza su ministerio cerca del altar, poniendo sus manos sobre las cosas santas, y elevándole preces y oraciones. Hasta se ha dignado prestar su voz a Balaam, el profeta réprobo: no me prohíbas, pues, acercarme a ti.»

«Aunque conozco tu objeto, contestó el Salvador, ni deseo que vengas aquí, ni te lo prohíbo: obra según el permiso que del cielo recibas: nada más puedes hacer.»

Calló el Salvador, e inclinándose Satán, con sombrío disimulo, desapareció evaporándose, en el aire ligero. Entonces la noche comenzó a extender sus densas sombras sobre el desierto, cubriéndole al fin con sus tenebrosas alas: las aves descansaban en sus nidos de arcilla, y las fieras salían en busca de una presa.

Libro segundo

Argumento


Inquietos los discípulos de Jesús por su prolongada ausencia, discurren entre sí acerca de ella. También María da rienda suelta a su maternal ansiedad, evocando con este motivo el recuerdo de muchas circunstancias referentes al nacimiento y temprana vida de su Hijo. Satán se presenta otra vez ante sus infernales consejeros, dales cuenta del mal éxito de su primera tentativa contra nuestro Señor, y les pide consejo y auxilio. Belial propone tentar a Jesús por medio de las mujeres; pero Satán le reprende por su disolución, acusándole de todo el libertinaje de este género, atribuido por los poetas a los dioses; y rechaza su proposición, por no ofrecer en modo alguno probabilidades de éxito. Después indica otros medios de tentación, particularmente el de aprovecharse de la circunstancia de estar padeciendo hambre nuestro Señor; y formando una legión de espíritus escogidos, marcha con ellos a continuar su obra. Jesús sufre los tormentos del hambre en el desierto. Llega la noche; descríbese cómo la pasa nuestro Salvador. Avanza la mañana: Satán reaparece ante el Mesías, y después de manifestar su extrañeza por verle tan abandonado en el desierto, donde otros habían sido alimentados milagrosamente, le tienta con un suntuoso y espléndido banquete. Jesús rechaza la oferta y aquel se desvanece. Viendo Satán que no puede vencer a nuestro Señor por el apetito, le tienta de nuevo ofreciéndole riquezas como medio de alcanzar poderío. Jesús rehúsa también, citando muchos casos en que personas pobres y virtuosas llevaron a cabo nobles acciones; demuestra al propio tiempo el peligro que llevan consigo las riquezas, y los cuidados y disgustos inseparables del fausto y del poder.


Entre tanto, los discípulos recientemente bautizados, que aún permanecían en el Jordán con su precursor; que habían visto al que acababa de ser proclamado Mesías de una manera tan expresa, y declarado Hijo de Dios, y que creyeron en aquella autoridad superior, con la cual habían conversado y vivido (me refiero a Andrés y Simón, tan ilustres más tarde, así como otros no citados en la Sagrada Escritura), echando de menos la presencia de Aquel cuya llegada les causara tal regocijo (tan tardío como prontamente desvanecido), comenzaban a dudar, y dudaron aún muchos días. Cuanto más se prolongaba la ausencia, más aumentaba la incertidumbre: imaginábanse algunas veces que el Mesías solo habría sido mostrado al mundo para volver por cierto tiempo al lado de Dios, como Moisés en la montaña, donde permaneció mucho tiempo; y como el gran Tesbita, que se elevó al cielo llevado en ruedas de fuego para volver un día. He aquí por qué, así como los jóvenes profetas buscaron entonces cuidadosamente a Elías, creyéndole perdido, así los discípulos recorrieron los lugares inmediatos a Bathabara, Jericó, la ciudad de las palmas, Æsón, la antigua Salem, Machœros, y todas las ciudades y aldeas construidas en las márgenes del ancho lago de Genezaret o en la Perea; pero todas sus pesquisas fueron inútiles. Entonces, en la orilla del Jordán, cerca de una pequeña bahía donde los vientos juguetean susurrando entre las cañas y los mimbres, unos sencillos pescadores (no se les designaba entonces con más pomposo nombre) en humilde cabaña reunidos, lamentábanse de su inesperada pérdida, y así exhalaban sus quejas:

«¡Ay! ¡en qué triste abatimiento hemos vuelto a caer después de las halagüeñas esperanzas que habíamos concebido! Nuestros ojos contemplaron al Mesías, cuya venida era cierta, y que tanto tiempo esperaron nuestros padres; hemos oído sus palabras, admirando su sabiduría llena de gracia y de verdad. «Y ahora, ahora es seguro que la redención está próxima, y que el reino de Israel será recobrado.» Así nos regocijábamos; pero nuestra alegría se ha trocado bien pronto en incertidumbre y en nuevo asombro. ¿Dónde habrá ido? ¿Qué accidente ha sido la causa de que desaparezca de entre nosotros? ¿Se quiere retirar acaso después de haberse dejado ver, aplazando de esta suerte la realización de nuestra esperanza? Dios de Israel, envíanos a tu Mesías, que ya es la hora llegada: mira a los reyes de la tierra, cual oprimen a tus elegidos, hasta qué punto se ha elevado su injusto poderío, y cómo, escudados con él, ningún temor les infunde ya tu brazo. Levántate para ostentar tu gloria, y libra a tu pueblo del ominoso yugo. Mas, aguardemos; hasta ahora ha cumplido su promesa enviándonos su Cristo; nos lo ha revelado por su gran profeta, designándole y mostrándole en público, y con él hemos conversado. Alegrémonos, pues, y deponiendo todos nuestros temores confiemos en su providencia; no nos faltará; no le llamará a sí; no se burlará de nosotros privándonos de la bendita presencia de Aquel cuya llegada nos había regocijado, y pronto veremos al objeto de nuestro anhelo y alegría.»

Así es como, después de exhalar sus quejas, recobraron la esperanza de encontrar al que habían hallado ya sin buscarle. En cuanto a su madre, María, cuando vio que los otros volvían del bautismo sin su hijo, a quien no habían dejado tampoco en las orillas del Jordán; y que no se tenía noticia alguna de su paradero, aunque su corazón estuviese tan tranquilo como puro, su inquietud y temores maternales tomaron incremento, despertándose en su espíritu algunas tristes reflexiones, que entre suspiros así se traducían:

«¡Oh! ¿de qué me sirve ahora el alto honor de haber concebido de Dios? ¿De qué esa salutación, ese insigne favor de haber sido bendecida entre todas las mujeres, puesto que no son menores mis penas, y me depara la suerte aflicciones mucho más profundas que las de otras mujeres, por causa del fruto que he llevado? Vio la luz en un momento en que apenas se pudo encontrar un abrigo para preservarle a él y a mí del frío; nuestro asilo fue un establo, y un pesebre le sirvió de cuna. Pronto nos vimos obligados a huir a Egipto, hasta que murió el rey asesino, que quería su vida, y que inundó de sangre infantil las calles de Bethleem. Desde Egipto regresamos a nuestra morada de Nazaret, donde vivimos muchos años. Su vida tranquila y contemplativa se deslizaba en el retiro doméstico, sin que pudiera inspirar sospechas a ningún rey; pero hoy, que ha llegado a la edad viril, siendo reconocido, según dicen, por Juan Bautista, y declarado públicamente Hijo de Dios por la voz de su Padre, ¿podré esperar un gran cambio en su favor? No, pero sí una pena, como lo ha predicho el anciano Simeón, pues según él, mi hijo será causa de que muchos caigan en Israel, encumbrándose otros; y en apoyo de este pronóstico, anunciome que una espada me traspasaría el corazón. ¡Tal es la suerte que me ha sido deparada; mi gloria me impone muchas penalidades! A lo que parece, afligida puedo estar y ser bendita al mismo tiempo; no me quejaré ni murmuraré tampoco. Pero ¿dónde se detiene ahora? Sin duda está oculto para llevar a cabo algún gran designio. Cuando apenas contaba doce años, se perdió; mas al encontrarle, reconocí al punto que no se podía extraviar, y que se ocupaba en los asuntos de su Padre. Reflexioné sobre el sentido de sus palabras, y luego le comprendí muy bien. Su ausencia se prolonga mucho más esta vez, porque medita en el retiro algún gran proyecto; pero acostumbrada estoy a esperarle con paciencia; mi corazón ha sido desde hace largo tiempo como un depósito de importantes cosas, de palabras recogidas, de pronósticos y de acontecimientos extraordinarios.»

Así María, reflexionando a menudo, y repasando en su memoria cuanto había sucedido de notable desde que se le dirigió la primera salutación, esperaba el cumplimiento con dulce humildad. Su Hijo, entretanto, recorría solo el salvaje desierto; pero alimentado con las más santas meditaciones: bajó en él mismo el espíritu, y de pronto le fue revelada toda su grande obra futura: vio cómo debía comenzar, el mejor medio de llenar el objeto de su venida a la tierra, y su elevada misión. En cuanto a Satán, después de insinuar hábilmente que volvería pronto, dejó a Jesús y trasladose rápidamente a las regiones medias del aire condensado, donde todos sus próceres celebraban consejo. Una vez allí, sin aire jactancioso ni alegría, con señales de inquietud, y pálido el semblante, habloles de este modo:

«Príncipes, antiguos hijos del cielo, tronos etéreos, ahora espíritus de demonios, a cada uno de los cuales han sido asignados los elementos de su reino, y que debierais llamaros con más justicia poderes del fuego, del aire, del agua y de la tierra (¡así pudiéramos conservar estas humildes residencias sin nuevas perturbaciones!). Sabed que contra nosotros acaba de levantarse un enemigo que nos amenaza nada menos que con expulsarnos al infierno. Según lo proyecté, y revestido de los poderes que me disteis por vuestro voto unánime, le he hallado, le he visto y sondeado; pero encuentro una resistencia muy distinta de la que me opuso Adán, el primer hombre. Aunque este no sucumbió sino por las seducciones de su mujer, es inferior por mucho al enemigo de que os hablo, pues si bien hombre por parte de madre, le ha dotado el cielo de superiores dones, de una perfección absoluta, de una gracia divina y de una fuerza de espíritu capaz de las más grandes acciones. Por eso vuelvo ahora, temeroso de que el recuerdo de mi triunfo cerca de Eva, en el Paraíso, os indujese equivocadamente a contar por seguro igual éxito en este caso. Antes bien, os invito a todos a prepararos para secundarme con mano firme o con vuestro consejo, a fin de que yo, que hasta el día no he hallado en parte alguna quien me iguale, no sea completamente vencido.»

Así habló la vieja Serpiente para expresar sus dudas, y por todas partes fueron acogidas sus palabras con aclamaciones, que le aseguraban eficacísimo auxilio, cuando en medio de todos se levantó Belial, el más disoluto de los espíritus que cayeron; el más sensual, y después de Asmodeo, el más carnal de los demonios, quien emitió de este modo su parecer y consejo: «Poned ante su vista y a su paso la más hermosa de las hijas de los hombres; muchas hay en cada país, cuya belleza aventaja a la del firmamento, más semejantes a diosas que a mortales criaturas, graciosas, discretas, hábiles en amorosas lides, de lenguaje seductor y persuasivo; que a una virginal majestad saben reunir la más dulce ternura; pero cuya aproximación es peligrosa, porque saben retirarse hábilmente, arrebatando en pos de sí los corazones, prendidos en amorosas redes. Semejantes seres tienen poder suficiente para dulcificar y domeñar los caracteres más rígidos, para desarrugar el entrecejo de los más graves, enervar, seducir con esperanzas voluptuosas, engañar inspirando crédulos deseos, y conducir a su antojo los más viriles y resueltos corazones, como el imán atrae al más duro hierro. Las mujeres, cuando no otra cosa, ganaron el corazón del más sabio de los hombres, de Salomón, induciéndole a erigir templos, donde adoró los dioses de aquellas.»

A lo cual contestó Satán al punto de este modo: «Belial, inicuamente juzgas a los demás por ti mismo, porque ya desde un principio te prendaste de amor por las mujeres, admirando sus formas, su color, sus graciosos atractivos; y creer que no hay ninguno a quien no seduzcan semejantes dijes. Antes del diluvio, tú y los de tu temible hueste, llamados todos falsamente hijos de Dios, recorristeis la tierra, fijando vuestras impúdicas miradas en las hijas de los hombres; os unisteis a ellas, y disteis nacimiento a una poderosa raza. ¿No hemos visto, o por lo menos oído decir, cómo tiendes tus lazos en los salones y palacios de los reyes, lo mismo que en los bosques y arboledas, a orillas de la musgosa fuente, en el valle o en el verde prado, para engañar a algunas raras bellezas? Calisto, Climene, Dafne, Semele, Antíope, Amimones, Syrinx, y otras muchas que sería muy largo enumerar, fueron víctimas de tus persecuciones. Tú las engañaste, tomando la forma de algunos héroes adorados, tales como Apolo, Neptuno, Júpiter, Pan, Sátiro, Fauno o Silvano; pero estas lides no agradan a todos. ¡Cuántos no habrá, entre los hijos de los hombres, que han desdeñado con ligera sonrisa la belleza y sus incentivos; y que supieron rechazar fácilmente sus ataques, fijando sus pensamientos en objetos más nobles! Acuérdate de aquel joven conquistador que vino de Pella; ya sabes con qué indiferencia miró a todas las hermosuras del Oriente, pasando entre ellas sin fijar su atención; recuerda también a aquel que recibió su nombre del África en la flor de su juventud y supo respetar a la hermosa doncella íbera. En cuanto a Salomón, vivió entre el fausto y la abundancia, colmado de gloria y de riquezas, sin aspirar a mayor dicha que la de disfrutar de su elevada posición; por ello estuvo expuesto a las seducciones de las mujeres. Pero aquel con quien tenemos que habérnoslas es mucho más sabio que Salomón, de un espíritu más elevado; y está dispuesto a realizar cumplidamente las más grandes empresas. ¿Qué mujer quieres encontrar, aunque fuese la maravilla y gloria de esta generación, en la que él se dignase fijar una mirada de deseo? Aun cuando, segura de sí misma, cual otra reina adorada en el trono de la hermosura, se presentase revestida de todos los atractivos propios para enamorar, así como Venus, que con su ceñidor ganó el corazón de Júpiter, según cuentan las fábulas, una sola señal de su frente majestuosa, en la que parece resplandecer la virtud, avergonzaría a esa pobre criatura, disipando todos sus encantos. Abatiría su orgullo o le transformaría en respetuoso temor. La belleza no inspira admiración sino a los espíritus débiles, que por ella se dejan cautivar; cesa de admirarla, y todas sus galas caen, convirtiéndose en trivial juguete; queda de pronto confundida a la primera mirada de desdén. Por lo tanto, con medios más enérgicos debemos combatir su firmeza; con otros de más ostentación; con las dignidades, los honores, la gloria y el favor popular, esos escollos donde han naufragado a menudo los más grandes hombres. O bien convendría despertar en él los deseos que pueden satisfacerse legítimamente, sin violar las leyes de la naturaleza. Yo sé que ahora le atormenta el hambre en un vasto desierto, donde no es posible encontrar alimento alguno: lo demás corre de mi cuenta, pues no dejaré de aprovechar toda ventaja, poniendo a prueba su firmeza tantas veces como necesario fuere.»

Calló Satán; y las ruidosas aclamaciones con que fueron acogidas sus palabras, hiciéronle comprender que merecían la aprobación general. Sin detenerse un punto, formó una escogida hueste de espíritus, sus rivales en astucia, a fin de tenerlos a mano, dispuestos a presentarse a la primera señal, si se ofrecía una ocasión de hacer entrar en escena a diversos personajes. Cada uno de aquellos espíritus sabía su papel; y con ellos emprende Satán su vuelo hacia el desierto, donde noche tras noche, después de cuarenta días, aún ayunaba el Hijo de Dios. Padeciendo entonces hambre, por primera vez, decíase a sí mismo:

«¿Cuándo acabará esto? Por espacio de cuarenta días he recorrido este desierto laberinto sin probar ningún alimento y sin sentir apetito alguno: ni atribuyo a virtud semejante privación, ni como sufrimiento la considero; si la naturaleza no lo necesita, o si la protección de Dios alimenta el cuerpo debilitado sin el auxilio de aquella, ¿qué mérito tiene el ayuno? Pero ahora me aqueja el hambre, lo cual indica que la naturaleza reclama lo que ha de menester. Sin embargo, Dios puede satisfacer esta necesidad de otro modo, aunque persista el hambre; y si esta me acosa sin perjudicar al cuerpo, por contento me daré, sin temer daño alguno de su aguijón. Sin cuidado estoy si me alimentan mejores pensamientos, porque alimentándome así, y a pesar del hambre, cumpliré mejor aún la voluntad de mi Padre.»

Era la hora de la noche cuando el Hijo de Dios se hablaba de este modo durante su silencioso paseo, yendo después a buscar reposo bajo la hospitalaria bóveda que formaban unos árboles estrechamente enlazados por sus copas. Allí se durmió, y tuvo unos sueños tales como suelen acosar a aquel a quien aqueja el hambre; es decir, que soñó manjares y bebidas, dulce alivio de la naturaleza. Parecíale hallarse junto al arroyo de Cherith, y que veía a los cuervos de duro pico llevar a Elías su alimento por mañana y tarde, respetándolo a pesar de su natural voracidad. Vio también cómo el profeta había huido al desierto, donde se durmió bajo un enebro; cómo al despertar encontró su cena preparada sobre las brasas; y cómo fue invitado por el ángel para levantarse y comer, y comió por segunda vez después de haber descansado. Las fuerzas que cobró así le sostuvieron por espacio de cuarenta días: unas veces participaba Jesús del alimento de Elías, y otras, imitando al huésped de Daniel, probaba sus legumbres. Así pasó la noche: la alondra, mensajera del día, abandonó entonces su nido, remontándose por los aires para esperar la salida de la aurora y saludarla con su alegre canto. Tan ligeramente como ella, nuestro Salvador abandonó su lecho de césped, reconociendo al punto que todo había sido un sueño; en ayunas se había entregado al reposo y en ayunas se levantaba. Entonces se encaminó a una colina a fin de examinar desde su elevada cumbre el país vecino, para ver si divisaba alguna cabaña, algún redil de ovejas o un ganado; pero no descubrió ninguna choza, ni rebaño ni redil; solo divisó en el fondo de un valle un delicioso bosquecillo, donde gorjeaban ruidosamente las aves cantoras. Hacia allí enderezó su paso, con intención de reposar por la tarde, cobijándose a la sombra de aquellas vastas bóvedas de verdura, bajo las cuales se paseó, recorriendo las sombrías alamedas abiertas en medio de los solitarios bosques. Parecía el conjunto obra de la naturaleza misma, pues esta enseña al arte; y una mirada supersticiosa habría creído ver allí el asilo de las ninfas y dioses de la selva. Dirigía Jesús una mirada en torno suyo, cuando de pronto se presentó un hombre a su vista. No era un rústico, como la vez primera, antes por el contrario, vestía un traje más aliñado, como el de un habitante de la ciudad, o de un hombre que ha vivido en la corte o en los palacios. Dirigiose al Hijo de Dios, y con expresivo decir, hablole en estos términos:

«En uso del permiso concedido, vuelvo a presentarme respetuosamente; pero admírame ahora mucho más que el Hijo de Dios habite tanto tiempo esta salvaje soledad, falto de todo recurso, padeciendo hambre, como bien me consta. Otros personajes de cierta nota, según la historia refiere, hollaron también este desierto: la criada fugitiva, expulsada con su hijo de la casa de su amo, encontró aquí alivio, merced a un ángel protector: toda la raza de Israel hubiera perecido aquí de hambre, si Dios no hubiese hecho caer el maná del cielo; y aquel audaz profeta, natural de Tebas, al vagar por estos lugares fue alimentado dos veces por una voz que le invitaba a comer. Durante cuarenta días, nadie se ha cuidado de ti; has sido olvidado todo este tiempo y aún más.»

A lo cual contestó Jesús: «¿Qué deduces de aquí? Todos ellos tuvieron necesidad de comer; pero yo, según ves, no la experimento.» «¿Cómo es, entonces, que te aqueja el hambre? replicó Satán; dime, ¿si te presentasen ahora alimento, no querrías comer?» «Eso sería según quien me lo ofreciera,» contestó Jesús. «¿Y por qué dependería tu negativa de esta causa? repuso el sutil enemigo. ¿No tienes tú derecho sobre todas las cosas creadas? ¿No te deben todas las criaturas con justo título, obediencia y vasallaje, estando obligadas a poner a tu disposición todas sus fuerzas, sin esperar tus órdenes? No hablo yo de las viandas impuras, según la ley, ofrecidas a los ídolos, y que el joven Daniel pudo rehusar; ni de las servidas por un enemigo; mas cuando aqueja la necesidad, ¿quién repara en escrúpulos? Mira, avergonzada la naturaleza, o mejor dicho, turbada por que hayas padecido hambre, ha elegido entre todos los elementos sus más selectas provisiones a fin de regalarte cual conviene, a ti que eres su Señor: dígnate solo sentarte y comer.»

Y lo que decía no era un sueño, pues apenas acabó de hablar, levantando nuestro Salvador la vista, vio en un ancho espacio, bajo la inmensa bóveda del follaje, una mesa ricamente servida, a la usanza regia, cubierta de platos, de los manjares más exquisitos y sabrosos, de caza de pelo y pluma, preparada en forma de pastel, hecha en el asador o cocida con ámbar gris. Veíanse también toda clase de peces de mar y de río, o cogidos en algún arroyo de suave murmullo; ostras y conchas de las especies más buscadas, por las cuales se había agotado el lago Lucrino, el Ponto y la costa de África. ¡Ah! ¡cuán vulgar era, comparada con todos estos delicados manjares, aquella manzana cruda que tentó a Eva! Y más allá, junto a un rico aparador cargado de vinos de agradable fragancia, manteníanse en buen orden jóvenes servidores de esbelto talle, ricamente vestidos y de más frescos colores que los de Ganimedes o de Hilas. A corta distancia, debajo de los árboles, formaban vistosas danzas, o permanecían graves, las Náyades y las ninfas del cortejo de Diana; llevaban frutos y flores en cuernos de la abundancia; Hespérides más bellas aún que las representadas en las fábulas, o las que encontraron en los solitarios bosques los caballeros de Logres o de Lyons, Lancelot, Peleas o Pellinore. Y entre tanto, oíanse armoniosas melodías producidas por instrumentos de cuerda o por dulces flautas; y de un lado y otro revoloteaban ligeros céfiros, de cuyas alas se desprendían los más suaves perfumes de la Arabia o de las más lozanas flores. Tal era el conjunto de aquel espléndido festín; y el Tentador repitió su invitación de esta suerte:

«¿Por qué el Hijo de Dios vacila en sentarse y comer? Estos no son frutos prohibidos; ninguna ley veda el tocar a estas puras viandas; el hecho de probarlas no supone el conocimiento del mal, sino que preserva la vida, aniquila al enemigo, al hambre, proporcionando un placer que restaura agradablemente las fuerzas del cuerpo. Todos estos que ves, espíritus son del aire, de los bosques y de las fuentes, dóciles servidores tuyos que han venido a rendirte pleito homenaje y reconocer en ti a su Señor. ¿Por qué tardas, pues, Hijo de Dios? Siéntate y come.»

A esto contestó Jesús con mesura y moderación: «¿No dices que tengo derecho sobre todas las cosas? ¿Y quién se opone a que haga uso de él? ¿Debo recibir acaso como donativo lo que me pertenece? Puedo mandar dónde y cuándo lo juzgue oportuno; a mi antojo puedo, no lo dudes, y tan pronto como tú, disponer que me pongan una mesa en este desierto, y llamar a las rápidas legiones de ángeles coronados de gloria, para que me sirvan y me presenten la copa. ¿Por qué te has de anticipar a mis deseos con esa oficiosidad inútil, puesto que no ha de ser aceptada? ¿Y qué tienes tú que ver con mi hambre? Yo desprecio tus pomposos goces, y por artificios tengo tus especiosas dádivas.»

Desconcertado Satán, replicó: «Ya ves, sin embargo, que también yo tengo poder para dar. Si por él le ofrezco voluntariamente lo que hubiera podido conceder a quien se me antojase, y si prefiero satisfacer con oportunidad en este sitio tu aparente necesidad, ¿por qué no has de aceptar mis servicios? Pero veo que cuanto pueda hacer u ofrecer es sospechoso; otros dispondrán sin vacilar de todas estas cosas, que con trabajo se habían ido a recoger muy lejos.» Al pronunciar estas palabras, mesa y manjares se desvanecieron completamente, y se oyó un rumor semejante al producido por las alas y las garras de las harpías. El importuno Tentador se quedó solo y con las siguientes palabras continuó su pérfida obra:

«El hambre, que doma a todos los seres, no te ocasiona dolor alguno, y por consiguiente no te impresiona; además de esto, tu sobriedad es invencible, pues no permites al apetito ejercer influencia en tu voluntad. Todo tu corazón aspira a elevados designios, a grandes acciones; pero ¿de qué manera las llevarás a cabo? Las grandes empresas requieren poderosos medios: desconocido, sin amigos, y de oscuro nacimiento, pasas por hijo de un carpintero; te has criado en la pobreza y la estrechez en tu morada, y estás perdido en este desierto, sufriendo hambre. ¿Por qué camino, o por qué esperanza aspiras tú a la grandeza? ¿En qué autoridad te apoyas? ¿Qué sectarios, qué partidarios puedes ganar? ¿Piensas por ventura que la inconstante multitud siga tus pasos más tiempo del que tú podrás alimentarla a tus expensas? Con el dinero se adquieren honores y amigos y se conquistan reinos. ¿Qué, sino el oro, encumbró a Antipater, el Idumeo, y colocó a su hijo Herodes en el trono de Judea, ese trono que te pertenece, permitiéndole adquirir poderosos amigos? Si quieres, pues, llegar a grandes cosas, comienza por reunir riquezas y bienes, y acumular tesoros, lo cual no te será difícil si mis consejos sigues. Las riquezas son mías; en mi mano está la fortuna; aquellos a quienes favorezco, prosperan y se enriquecen muy pronto; mientras que la virtud, el valor y la sabiduría quedan sumidos en la indigencia.»

A cuyas palabras contestó Jesús sin impacientarse: «Sin embargo, la riqueza, sin estas tres virtudes, es impotente para alcanzar el predominio, o conservarle cuando se adquiere. Testigos de ello son aquellos antiguos imperios de la tierra, que se aniquilaron en el apogeo de su prosperidad, al paso que los hombres dotados de esas virtudes, aun sumidos en la mayor pobreza, se distinguieron a menudo por los más grandiosos hechos. Tales fueron Gedeón, Jefté, y aquel joven pastor, cuya raza ocupó tantos siglos el trono de Judea, y que debe subir a él de nuevo para reinar sin fin en Israel. Entre los paganos (pues no ignoro los hechos dignos de memoria que se han llevado a cabo en el mundo), ¿no te acuerdas de Quinto Fabricio, de Curcio y de Régulo? Yo estimo los nombres de esos varones que a pesar de su pobreza, pudieron hacer grandes cosas y despreciar las riquezas, aún siendo estas ofrecidas por mano de los reyes. ¿Y por qué he de ser incapaz, a despecho de mi indigencia, de llevar a cabo lo que ellos han hecho, y acaso más? No ensalces, pues, las riquezas, objeto del afán de los necios, embarazosas para el sabio, cuando no un lazo más propio para debilitar la virtud y aniquilar su energía, que para impelerla a hacer lo que merece aprecio. ¿Qué mucho si rechazo las riquezas y los reinos con semejante aversión? No porque una corona, que aunque resplandeciente de oro solo es tejido de espinas, no lleve consigo peligros, tribulaciones, cuidados y noches de insomnio para el que ostenta la diadema real, cuando sobre sus hombros carga el peso de todos, pues tal es el deber de un rey; su honor, su virtud, su mérito y principal gloria consisten en llevar ese peso para bien del pueblo. No obstante, el que reina en sí mismo, el que gobierna los deseos, los temores y las pasiones, es aún más rey; esto es lo que alcanza todo hombre sabio y virtuoso; y el que no lo consigue, mal hace en aspirar a regir las ciudades de los hombres o de las multitudes turbulentas, mientras reina la anarquía en su corazón o alimenta mezquinas pasiones que le esclavizan. Conducir a las naciones por la recta senda con saludables doctrinas, llevarlas del error a la verdad, e inducirlas a rendir a Dios un culto noble y puro, es todavía más digno de un rey. He aquí lo que eleva el alma, lo que gobierna al hombre interiormente, esto es, en la más noble parte de nosotros mismos. Ese otro poder que solo sobre el cuerpo domina, y por la fuerza a menudo, no puede servir de verdadera satisfacción al hombre generoso que así reina. Además, siempre se consideró como acción más noble y gloriosa dar un reino que usurparlo, y como mucho más magnánimo renunciar a una corona que aceptarla. Las riquezas son, pues, superfluas, tanto por sí mismas como para el objeto que, según pretendes, deben buscarse, para adquirir un cetro, que con frecuencia vale más rehusar.»

Libro tercero

Argumento


Pronunciando un discurso por demás lisonjero y encomiástico, Satán procura despertar en Jesús la ambición de gloria; al efecto cita algunos ejemplos de conquistas realizadas, y de actos heroicos llevados a cabo por varios hombres en un remoto período. Nuestro Señor contesta demostrando la vanidad de la gloria mundana, y los impropios medios con que se alcanza generalmente, poniéndola en parangón con la que se adquiere por la resignación religiosa y la virtuosa sabiduría, personificadas en Job. Satán justifica el amor a la gloria por el ejemplo de Dios mismo, que la requiere de todas sus criaturas. Jesús patentiza la falacia de este argumento, probando que, como la bondad es el verdadero terreno donde se alcanza la gloria para el gran Criador de todas las cosas, los hombres pecadores no tienen de ningún modo derecho a ella. Satán excita entonces a nuestro Señor a reclamar su derecho al trono de David; dícele que siendo el reino de Judea en aquella época una provincia romana, no podría apoderarse de él sin grandes esfuerzos por su parte; y le insta a que se apresure a reinar. Jesús le contesta, que así esta como todas las cosas, debe realizarse a su tiempo debido; y después de indicar algo acerca de sus propios padecimientos, pregunta a Satán por qué se muestra tan solícito por el encumbramiento de aquel cuya elevación tiene por objeto la derrota de su enemigo. Satán replica, que como su situación es tan desesperada, poco puede ya temer; y que debiendo ser igualmente castigado por su falta, prefería reinase Aquel de cuya aparente benevolencia podía esperar más bien alguna intervención en su favor. El Enemigo prosigue con sus primeras instigaciones; y suponiendo que la marcada repugnancia de Jesús a engrandecerse podría ser debida a no conocer el mundo ni sus glorias, condúcele a la cima de una alta montaña. Desde allí le muestra la mayor parte de los reinos del Asia, llamando particularmente su atención sobre ciertos extraordinarios preparativos guerreros de los Partos para resistirse a las incursiones de los Escitas. Manifiesta después a nuestro Señor, que le enseña aquello expresamente a fin de que pueda ver cuán necesario es el empleo de las armas para conservar los reinos, así como para someterlos en su origen; aconséjale considere cuán imposible era defender a Judea contra dos vecinos tan poderosos como los Romanos y los Partos, y cuán necesario sería aliarse con uno u otro de ellos. Al propio tiempo le recomienda la alianza de los segundos, comprometiéndose a proporcionársela; asegúrale que por este medio podrá defender su poderío de todo cuanto intentaren contra él Roma o César; que le es dado extender su gloria por do quiera, y especialmente realizar lo que era necesario sobre todo para que el trono de Judea fuese en realidad el de David, es decir, libertar y restablecer las diez tribus, que aún estaban cautivas. Jesús después de hacer algunas ligeras observaciones acerca de la vanidad de los aparatos guerreros y de la debilidad del brazo humano, añade, que cuando llegue la hora de ocupar el trono que le está destinado, no vacilará un momento. Admírase luego del extraordinario interés que manifiesta Satán por la libertad de los Israelitas, de quienes había sido siempre al parecer enemigo, y declara que su esclavitud es la consecuencia de su idolatría; pero que en una época futura podría ser del agrado de Dios volver a llamarlos y restituirles su independencia y país natal.


Así habló el Hijo de Dios, y Satán enmudeció algunos instantes sin saber qué decir ni replicar, confuso y convencido de la debilidad de sus argumentos y de la falacia de su discurso; pero al fin, apelando a todas sus astucias de serpiente, contestó con estas aduladoras palabras:

«Ya veo que sabes cuanto se debe saber, que dices lo que mejor puedes decir, que haces lo que mejor puedes hacer. Tus actos concuerdan con tus palabras, y estas expresan los levantados sentimientos de tu noble corazón, imagen perfecta de la bondad, de la sabiduría, de la justicia. Si los reyes y las naciones llegasen a consultarte, tus respuestas serían el oráculo de Urim y de Tumim, esas preciosas piedras proféticas que brillaban en el pecho de Aarón, o infalibles como las palabras de los antiguos veedores. Y si fueras buscado para tomar parte en las empresas que exigen las leyes de la guerra, tu hábil conducta sería tal, que el mundo entero no podría imitar tus proezas ni resistirte en batalla, aunque reducido fuera el número de tus contendientes. ¿Por qué, pues, ocultas estas divinas virtudes, haciendo una vida retirada, más oscura todavía en este inmenso desierto? ¿Por qué privar al mundo todo de la admiración que merecen tus obras, y a ti mismo del renombre y de la gloria, única recompensa que estimula a las más grandes empresas, llama de los espíritus más elevados, de esos espíritus etéreos, los más puros y tranquilos, que desprecian todos los demás placeres, que miran como fango todos los tesoros y beneficios, todos los honores y poderes, aspirando solo a los más eminentes? Tú has llegado a la edad viril, y hasta pasas de ella; a esta edad, el hijo de Felipe el Macedonio había conquistado ya el Asia, haciéndose dueño del trono de Ciro; el joven Escipión había humillado el orgullo de los cartagineses, y el joven Pompeyo sometido al rey del Ponto, alcanzando la victoria. No obstante, los años y el juicio, madurado por ellos, no suelen extinguir la sed de gloria; al contrario se acrecienta con la edad. El gran Julio, que ahora excita la admiración del mundo, más ardía en deseos de gloria cuanto más avanzaba en años, y lloró el haber vivido tanto tiempo oscuro e ignorado. Mas aún no es para ti demasiado tarde.»

A lo cual contestó con calma nuestro Salvador: «Todos tus argumentos no me decidirán a buscar riquezas por amor al imperio, ni a que aspire al trono por el afán de gloria. ¿Qué es esta sino el resplandor de la fama, las alabanzas de un pueblo? ¿Y son estas siempre sinceras? ¿Qué es el pueblo sino una multitud confusa, una muchedumbre revuelta, que ensalza cosas vulgares y que, a decir verdad, apenas son dignas de elogio? Los hombres alaban y admiran lo que no conocen, y sin saber a quién, dejándose guiar unos por otros. ¿Y qué satisfacción puede causar verse ensalzado por semejantes jueces, ser tema de sus discursos y recibir aplauso de aquellos a quienes sería glorioso despreciar? ¿No sería singularmente feliz la suerte del que osare hacerlo así? Reducido es entre aquellos el número de los sabios e ilustrados, y muy escasos los que contribuyen a la gloria. Cuando Dios dirige sus miradas a la tierra, observando con satisfacción al hombre justo, y le da a conocer en el cielo a todos sus ángeles, que celebran sus alabanzas con sincero aplauso, entonces es cuando aquel alcanza la verdadera gloria, la verdadera celebridad. Esto es lo que hizo con Job, cuando para propagar su fama en el cielo y la tierra te preguntó, según puedes recordar para vergüenza tuya: «¿Has visto a mi servidor Job?» Aquel hombre, célebre en el cielo, era mucho menos conocido en la tierra, donde la gloria es una falsa gloria, atribuida a causas poco dignas y a hombres que no merecen nombradía alguna. Engáñanse aquellos que consideran como título de gloria extender a lo lejos sus conquistas, asolar vastos países, alcanzar brillantes victorias y tomar por asalto opulentas ciudades. ¿Qué hacen esos pretendidos héroes sino robar, devastar, saquear, incendiar, matar y reducir a la esclavitud pacíficas naciones, pueblos vecinos o lejanos, mucho más dignos de la libertad que sus conquistadores, quienes solo dejan ruinas por do quiera que pasan, destruyendo las obras de una paz floreciente? Entonces, henchidos de orgullo, se hacen adorar como dioses; quieren que se les llame libertadores, grandes bienhechores de la humanidad; desean que se les rinda culto en los templos, y se les ofrezcan sacrificios por sus sacerdotes. El uno es hijo de Júpiter, el otro de Marte, hasta que la Muerte, el verdadero conquistador, viene a demostrar que apenas son hombres que se han dejado embrutecer por groseros vicios, y que hallan en una muerte violenta o vergonzosa su digna recompensa. Si algo bueno hubiese en la gloria podríase alcanzar por medios muy distintos, sin ambición, sin guerra, sin violencia; con obras pacíficas, una eminente sabiduría, paciencia y templanza. Haré otra vez mención de aquel hombre que, sufriendo resignadamente los males con que le agobiaste, se hizo célebre en un país muy lejano y en época muy remota. ¿Quién pronuncia hoy el nombre de Job sin elogiarle? Y al pobre Sócrates, ¿quién podría disputarle después el primer lugar en la memoria de los hombres? Por su enseñanza y por lo que sufrió para propagarla, arrostrando una muerte injusta para que prevaleciese la verdad, alcanzó una nombradía que iguala hoy a la de los más orgullosos conquistadores. Sin embargo, si es preciso hacer alguna cosa para alcanzar fama y gloria, necesario es también sufrir: si para obtener alguna celebridad libró el joven africano del feroz cartaginés a su devastado país, su hazaña no fue ensalzada, o por lo menos, no gozó él de gran crédito, ni recibió por toda recompensa más que alabanzas. ¿Buscaría yo la gloria como la buscan los hombres vanos, sin merecerla muchas veces? No busco yo la mía, sino la de Aquel que me ha enviado, y por aquí demuestro de dónde vengo.»

A lo cual repuso el tentador murmurando: «No hagas tan poco aprecio de la gloria, que entonces te parecerías poco a tu glorioso Padre, pues él también la busca, y para su gloria ha hecho todas las cosas, y ordena y gobierna el universo. No contento con ser glorificado en el cielo por todos sus ángeles, quiere serlo también por los hombres, por todos los hombres, buenos o malos, sabios o ignorantes, sin diferencias, sin excepción. Además de todos los sacrificios, de todas las ofrendas, gloria necesita y gloria recibe indistintamente de todas las naciones, de los hebreos, de los griegos o de los bárbaros, sin admitir excusa alguna. A nosotros mismos, que somos sus enemigos declarados, nos exige que le glorifiquemos.»

«Y no sin razón, replicó Jesús con fervor, puesto que su palabra creó todas las cosas, no principalmente para su gloria como primer objeto, sino para manifestar su bondad y hacer partícipes a todas las almas de la felicidad de que son susceptibles. ¿No es lo menos que puede esperar de sus criaturas la gloria y la bendición, es decir, el más ligero agradecimiento, la más fácil y natural de las recompensas, de parte de aquellos seres que nada pueden ofrecerle en cambio, y que no haciéndolo, solo le pagarían probablemente con el desprecio, la rebelión y la maledicencia? ¡Cruel recompensa, extraño reconocimiento por tanto bien, por tan gran beneficio! Pero ¿por qué el hombre habría de buscar la gloria, cuando nada tiene suyo, cuando nada debe esperar sino condena, ignominia y baldón; cuando después de haber sido colmado de tantos beneficios, corresponde solo con la infidelidad, la ingratitud y la falsía, privándose a sí mismo de todo verdadero bien? Y como si esto no bastase, revindica para sí, por un sacrilegio, lo que no pertenece en justicia sino a Dios solo; pero tal es la bondad, tal la misericordia divina, que si alguno intenta alcanzar mayor gloria para el Eterno, le hace obtener entonces la gloria verdadera.»

Así habló el Hijo de Dios, y de nuevo Satán permaneció sin hallar contestación: reconocíase culpable de su propio pecado, pues por su insaciable sed de gloria lo había perdido todo; pero bien pronto recurrió a otro argumento.

«Piensa como quieras de la gloria, dijo; poco importa que la juzgues digna o indigna de ser buscada; pero tú has nacido para reinar, tú has sido destinado a sentarte en el trono de tu antecesor David, que te corresponde por parte de madre. Aunque tu derecho dependa ahora de una mano poderosa que no quiere compartirlo, fácil sería posesionarle por las armas. Verdad es que la Judea y toda la tierra prometida, reducidas a provincias bajo el yugo de los romanos, obedecen a Tiberio; pero este país no está siempre gobernado con templanza. Con frecuencia se han violado su templo y sus leyes; se le han inferido sangrientos ultrajes; se han cometido abominaciones, como lo hizo en otro tiempo Antíoco. ¿Piensas, por ventura, reconquistar tu derecho permaneciendo en la inacción o en el retiro? No lo hizo así Macabeo: verdad es que se retiró al desierto, pero con armas, y de esta suerte venció varias veces a un poderoso rey. Con mano fuerte, y aunque sacerdote, obtuvo la corona para su familia, y usurpó el trono de David, él, que en otro tiempo se contentaba con la colina de Modén y los arrabales contiguos. Si un reino no basta para tentarte, muévante al menos el celo y el deber, que no deben permanecer ociosos, sino estar alerta para aprovechar una ocasión, contribuyendo ellos mismos a que llegue el momento favorable. Muestra, pues, tu celo, por la casa de tu Padre; cumple con tu deber librando a tu país del yugo de los paganos, que esa es la mejor manera de realizar, de verificar las antiguas profecías que anunciaron tu reinado sin fin, ese reinado tanto más feliz cuanto antes comience. Reina, pues ¿qué ventaja te ofrece aplazar tu reinado?»

Nuestro Salvador contestó en estos términos: «Todas las cosas deben realizarse a su debido tiempo, y tiempo hay para que se verifiquen todas. Si el espíritu profético habló de mi reinado, si ha dicho que debe ser sin fin, también el Padre ha decretado, en sus inescrutables designios, cuándo ha de comenzar, Él, que es el dueño de todos los tiempos y las estaciones. Si ha decretado que he de vivir antes en oscura condición, en medio de la adversidad, sufriendo tribulaciones, injurias, insultos, desprecios y burlas; que debo estar expuesto a los lazos y la violencia; que he de sufrir, practicar el ayuno, esperar tranquilamente, sin inquietud ni desconfianza, para saber lo que puedo soportar y cómo sabré obedecer, ¿no debo conformarme con su voluntad? Quien mejor sabe sufrir, mejor sabe obrar; mejor reina el que primero ha sabido obedecer, justa prueba a que debo someterme antes de obtener un poder que no debe cambiar ni concluir. Pero ¿qué te importa a ti el momento en que ha de comenzar mi reinado sin fin? ¿Por qué te muestras tan solícito? ¿A qué vienen tus preguntas? ¿No sabes acaso que mi elevación será la señal de tu caída, y mi triunfo la causa de tu exterminio?»

El Tentador, aunque atormentado interiormente, replicó así: «Suceda esto cuando quiera, yo he perdido toda esperanza de obtener gracia, y siendo así, ¿qué cosa peor puedo temer? Aquel que ha perdido la esperanza no debe conocer el temor; si mi suerte pudiese agravarse, la expectativa de una desgracia mayor me atormentaría más que el mal mismo. Yo quiero apurarle hasta el fin, porque este es mi puesto, mi refugio, mi último reposo; y esperaré así el término, mi objeto final. Mi error viene de mí mismo, mi delito es hijo de mi propio impulso; cualquiera que mi falta fuere, ha sido condenada por sí misma, y en todo caso será castigada, bien reines o no. Cierto que hubiera confiado desde luego en tu continente lleno de dulzura, esperando por ese aspecto pacífico y esa mirada serena que tu reinado debía más bien aligerar que agravar mi pena, que sería como un intermediario entre la cólera de tu Padre y yo (la cual temo mucho más que el fuego del infierno), que sería una especie de fresca sombra, una nube de verano. Si estoy, pues, impaciente por conocer esa desgracia extrema que me amenaza, ¿por qué avanzas con tan lento paso hacia un porvenir mejor, hacia lo que debe poner el colmo a tu felicidad y a la del mundo entero cuando reines, tú, que eres el más digno del trono? Acaso aplazas, sumido en profundas meditaciones, la ejecución de tan importante y arriesgada empresa; y esto no sería de extrañar, pues aunque reúnas en tu persona cuantas perfecciones caben en el hombre, todo aquello de que la naturaleza humana es susceptible, como has vivido hasta ahora en el retiro, deslizándose en tu morada la mayor parte de tu existencia, sin visitar apenas las ciudades de Galilea, ni residir en Jerusalén sino algunos días al año, ¿qué observaciones podías haber hecho? Todavía no has visto el mundo, ni mucho menos su gloria, los imperios, los monarcas y sus brillantes cortes, la mejor escuela de la experiencia para dar a conocer los más rápidos y seguros medios de realizar grandes empresas. El hombre más sabio, si carece de práctica, será siempre medroso y tímido, semejante a aquel joven novicio, que buscando burras encontró un reino; irresoluto y circunspecto, en fuerza de su reserva, prívale esta de todo su valor. Pero yo quiero conducirte a un lugar donde acabarás bien pronto tu aprendizaje, donde verás ante tus ojos las monarquías de la tierra, su pompa y magnificencia; y esto bastará para imponerte, a ti que eres tan apto para saberlo todo, en los secretos y misterios de la monarquía, a fin de que sepas cómo se debe combatir el poderío de los príncipes.»

Así diciendo (tal era la fuerza que se le concedió entonces), llevó al Hijo de Dios a la cima de una elevada montaña: en su verdosa falda extendíase una vasta llanura, formando inmenso circuito, y desde allí ofrecíase a la vista un admirable panorama. Por los lados deslizábanse dos ríos, uno de los cuales serpenteaba entre los campos; mientras que el otro se alejaba rápidamente a través de hermosas praderas, bañadas por numerosos riachuelos, cuyas aguas recogía para llevarlas al mar. El país era fértil en trigo, vino y aceite; y cubrían el llano y las colinas abundantes pastos, poblados de rebaños. Veíanse grandes ciudades rodeadas de altas torres, que bien pudieran ser residencia de poderosos monarcas, y tan inmensa era la perspectiva, que se divisaban acá y allá las estériles landas del árido y abrasado desierto. A esta alta montaña fue donde el Tentador trasladó a Jesús, dirigiéndole allí de nuevo la palabra en estos términos:

«Rápida ha sido nuestra carrera; pasando sobre las colinas y los valles, los bosques, los campos y los ríos, los templos y las torres, hemos atajado muchas leguas. Desde aquí contemplas la Asiria y las antiguas fronteras de su imperio; ves el Aras y el mar Caspio; por este lado, a la extremidad del oriente, corre el Indus, por el occidente el Éufrates; y con frecuencia fueron traspasados estos límites. Al sur se divisa el golfo Pérsico y la Arabia, desierto intransitable: he aquí a Nínive, en cuyo amurallado recinto se podría viajar durante varios días; edificada por Nino, es el asiento de esa primera monarquía de la edad de oro, y fue residencia de Salmanasar cuyo triunfo llora todavía Israel en su prolongado cautiverio. He ahí a Babilonia, la maravilla de las naciones, tan antigua como Nínive; pero reedificada por aquel que dos veces hizo cautiva a la Judea y a toda la casa de tu padre David, asolando a Jerusalén, hasta que Ciro llegó para libertar a los hebreos. A ese lado ves Persépolis, la ciudad que él fundó; más lejos Bactres, Ecbatana, que se ostenta en toda su extensión y Hecatómpilos, con sus cien puertas; aquí está Susa, a orillas del Idaspes, ese río de color de ámbar, de cuyas aguas solo pueden beber los reyes; y la gran Seleucia, más célebre aún, construida por los Macedonios o los Partos. Nísibe, Artaxates, Teredón y Ctesifonte, se ofrecen también a tus miradas; todo este país, conquistado por los libertinos príncipes de Antioquía, se halla actualmente bajo el dominio de los Partos, que conducidos por el gran Arsaces, fundador de este imperio, se apoderaron de él hace varios siglos. Este momento es el más oportuno para darte una idea de su inmenso poderío, porque el rey de los Partos acaba de reunir en Ctesifón todas sus huestes para marchar contra los Escitas, cuyas bárbaras incursiones han asolado la Sogdiana; y se apresura a prestar auxilio a esta provincia. A pesar de la distancia, puedes ver sus numerosas tropas, su aspecto marcial, los arcos de acero y las agudas flechas de esos guerreros, tan temibles en la fuga como en la persecución; todos son jinetes, porque la lucha a caballo es aquella en que más se distinguen. Mira cuán belicoso ardimiento demuestran en esa revista, cómo se forman sus filas en cuadro, en ángulo, en media luna, o se desplegan en alas.»

Jesús miró, y por las puertas de la ciudad vio salir innumerable multitud de guerreros, brillantes con sus cotas de malla y ornamentos militares; sus caballos, aunque cubiertos de acero, no son menos ágiles y vigorosos, y encabritándose avanzan con sus jinetes, flor y nata de las provincias que se extienden de un extremo a otro del imperio. Vienen los unos de Aracosia, de Candahar y de la Margiana; los otros de las montañas de Hircania o del Cáucaso, de los profundos valles de la Iberia, de Atropatis, de las vecinas llanuras de Adiabene y Media, y del sur de Susiana, hasta el puerto de Balsara. Veíaseles alinearse en orden de batalla, girar rápidamente, y huyendo al parecer, lanzar tras sí una terrible granizada de agudos dardos a la cara de sus perseguidores, a los cuales vencían por esta maniobra. El campo estaba cubierto de armaduras, que despedían el sombrío fulgor del hierro; no faltaban allí numerosos escuadrones, y en cada ala guerreros armados de punta en blanco para combatir de cerca; ni carros, ni elefantes, que llevaban torres cuajadas de arqueros; ni peones en gran número, provistos de azadas y hachas, para allanar las alturas, abrir paso por los bosques, cegar los valles, levantar trincheras, o echar puentes sobre los ríos orgullosos, como para someterles al yugo. Detrás de ellos iban mulos, camellos, dromedarios, y furgones cargados de instrumentos de guerra; jamás se habían visto tantas fuerzas reunidas ni tan vasto campamento. Cuando Agricán, con todos sus aliados del norte, sitió a Albraca, la ciudad de Galafrón, según cuentan los romanos, a fin de conquistar la mano de Angélica, la más hermosa de las mujeres e hija de aquel príncipe, solicitada en matrimonio por muchos valerosos caballeros, por los dos Paynim, y los pares de Carlomagno, su ejército no era más brillante ni más numerosos sus guerreros. El gran Enemigo, lisonjeándose de que aquel espectáculo había producido gran impresión en nuestro Salvador, dirigiole de nuevo la palabra en estos términos:

«Para que reconozcas que no es mi ánimo comprometer tu virtud, y que no omito medio alguno a fin de que tu seguridad repose en sólidas bases, escucha y sabrás con qué objeto te he conducido aquí, mostrándote tan hermoso espectáculo. Aunque tu reino haya sido anunciado por los profetas o por los ángeles, si no tratas de conquistar ese trono, como lo hizo tu padre David, nunca reinarás; en todas las cosas y sobre todos los hombres, la predicción supone medios de éxito, y si no se hace uso de ellos, la profecía se revoca. Pero supongamos que tomas posesión del trono de David con el libre consentimiento de todos, sin oposición alguna por parte de los Hebreos o de los Samaritanos: ¿cómo podrías abrigar la esperanza de disfrutarle largo tiempo, tranquilo y seguro, hallándote entre dos enemigos cual los Partos y los Romanos? Por esto debes obtener el apoyo de uno de los dos; yo te aconsejaría comenzar por los primeros, que son los vecinos más cercanos, y que demostraron en otro tiempo ser capaces de asolar tu país, haciendo cautivos a sus antiguos reyes Antígono y el viejo Hircano. De mi cuenta corre poner a los Partos a tu disposición, por el medio que tú elijas, bien por conquista o alianza, pues solo con su apoyo recobrarás el poder, sin el cual no puedes ocupar realmente el trono de David, como su legítimo sucesor. De este modo conseguirás la libertad de tus hermanos, de esas diez tribus cuya posteridad conserva todavía aquel pueblo en su territorio. Entre los Medos andan también dispersos diez hijos de Jacob y dos de José, perdidos lejos de Israel y esclavizados, como lo estuvieron en otro tiempo sus padres en la tierra de Egipto. El ofrecimiento que te hago te proporciona ocasión de alcanzar su libertad; si así lo haces, y les devuelves su herencia, entonces, y solo entonces, reinarás cubierto de gloria en el trono de David, desde el Egipto al Éufrates, y aún más allá, sin que nada debas ya temer de Roma ni de César.»

A lo cual contestó nuestro Salvador sin inmutarse: «Me has hecho ver una grande y vana ostentación del poder mundano, frágiles armas, y un pomposo aparato guerrero, tan largo de preparar como fácil de destruir: me has comunicado secretos de alta política, hábiles proyectos sobre enemigos, alianzas y batallas, plausibles todos a los ojos del mundo; pero que no tienen para mí ningún valor. Dices que debo poner en juego todos los medios, porque si no quedará sin efecto la predicción y me veré privado del trono. Mi hora, según antes te dije, no ha llegado aún, y debieras desear que estuviese lejana todavía. Cuando haya sonado, no creas que me verás vacilar en dar principio a mi obra, sin recurrir a tus máximas políticas, ni hacer uso de ese incómodo aparato guerrero que me has mostrado, más propio para demostrar la debilidad humana que su fuerza. Alegas que es preciso liberte a mis hermanos, según les llamas, los Israelitas de las diez tribus, si aspiro a reinar como el heredero legítimo de David, y a extender su dominio sobre todos los hijos de Israel. Pero dime, ¿de qué proviene ese celo por su independencia? ¿Por qué no mostraste el mismo por Israel, David, o su trono, en vez de excitarle por orgullo a que hiciese el recuento de su pueblo, lo cual costó la vida a setenta mil hombres en tres días de epidemia? ¡Tal fue entonces tu celo por Israel; y ese es el que afectas hoy por mí! En cuanto a esas tribus cautivas, ellas mismas labraron su desgracia, pues abandonaron a Dios para adorar el becerro de oro, los ídolos de Egipto, Baal y Astarot, y los de todos los pueblos vecinos. Además de esto imitaron sus crímenes, que excedían en perversidad a los de otros pueblos paganos; no habiendo implorado con arrepentimiento al Dios de sus padres, murieron impenitentes, dejando una raza que se les asemeja, que no se distingue de los Gentiles sino por una vana circuncisión, y que rinde a Dios un culto confundiéndole con los ídolos. ¿Cómo he de pensar en devolver su independencia a esas tribus, que una vez libres volverían sin vacilar, sin humillarse, sin arrepentimiento y sin conversión, a buscar sus dioses de Betel y de Dan, como un antiguo patrimonio? No; que sigan esclavizadas por sus enemigos, puesto que adoran ídolos con su Dios. Sin embargo, es posible que al fin (Dios sabe cuándo), acordándose de Abraham, se inclinen a un arrepentimiento sincero por alguna vocación milagrosa; y que se abran paso a través de la multitud de Asirios, cuando se dirijan alegres y presurosos a su país natal, así como en otro tiempo cruzaron sus padres el mar Rojo y el Jordán al encaminarse a la tierra prometida. Yo abandono su porvenir a la Providencia.»

Así habló el verdadero Rey de Israel, contestando con dulzura al Enemigo, de un modo que burlaba todos sus artificios, como sucede siempre cuando con la verdad se combate la falsía.

Libro cuarto

Argumento


Persistiendo Satán en tentar a nuestro Señor, muéstrale la imperial ciudad de Roma en el apogeo de su pompa y esplendor, como potencia que pudiera preferir a la de los Partos; y dice que con la mayor facilidad podría expulsar a Tiberio, devolver a los romanos su independencia y hacerse dueño, no solo del imperio, sino también de todo el mundo, incluso el trono de David. El Salvador contesta, manifestando su desprecio por el poder y las grandezas mundanas; censura la pompa, la vanidad y el libertinaje de los romanos; demuestra cuán poco merecen recobrar la libertad que habían perdido por su mala conducta; y termina refiriéndose a la grandeza de su propio reinado futuro. Desesperado Satán, y para encarecer el valor de sus dones, declara que únicamente los otorgará a condición de que Jesús se prosterne ante él y le rinda culto. Nuestro Señor manifiesta su indignación con firmeza, aunque moderadamente, al escuchar proposición semejante; y reprende con severidad al Tentador, diciéndole que está condenado para siempre. Humillado Satán, intenta justificarse; apela después a otro género de tentación, y proponiendo a Jesús el premio de la sabiduría y del talento, muéstrale el celebrado templo de la antigua literatura, Atenas, sus escuelas, los ilustres maestros y sus discípulos, haciendo al propio tiempo un encomiástico panegírico de los músicos Griegos, poetas, oradores y filósofos de las diferentes sectas. Jesús le contesta demostrando la vanidad e insuficiencia de la decantada filosofía gentílica, y manifiesta preferir a la música, poesía, elocuencia y didáctica poética de los Griegos, la de los inspirados escritores Hebreos. Irritado Satán al ver defraudadas todas sus tentativas, censura la inconsideración de nuestro Salvador en rechazar sus ofertas; y prediciéndole los padecimientos que debe sufrir, después de ridiculizar su esperado reino, condúcele de nuevo al desierto, dejándole allí. Llega la noche: el Enemigo hace estallar una espantosa tormenta, procurando, además, alarmar a Jesús con tremendos sueños y terribles espectros, que sin embargo no causan impresión alguna en el Salvador. Una hermosa y serena mañana sucede a los horrores de la noche: Satán se presenta de nuevo a Jesús, y refiriéndose particularmente a la tempestad de la víspera, toma motivo una vez más para ultrajarle, enumerando las penalidades que debe sufrir. Nuestro Señor se limita a reprenderle; y entonces, en el colmo de la desesperación, el Enemigo confiesa que había vigilado con frecuencia a Jesús desde su nacimiento, expresamente para descubrir si era el verdadero Mesías; y que coligiendo que probablemente lo sería, por lo acontecido en el Jordán, habíale seguido desde entonces más asiduamente, con la esperanza de alcanzar alguna ventaja sobre él, lo cual probaría hasta la evidencia que no era en realidad la Divina Persona destinada a ser su «fatal enemigo». Reconoce que hasta entonces ha sido completamente derrotado; pero que está resuelto a someterle a una prueba más. Así diciendo, le conduce al templo de Jerusalén, y colocándole en la punta de la más elevada torre, le intima a que pruebe su divinidad, bien sosteniéndose allí, o precipitándose sin sufrir daño alguno. Asombrado Satán, y confundido al ver que Jesús permanecía inmóvil, cae de pronto, y reaparece entre sus infernales cómplices, a quiénes da cuenta del mal éxito de su empresa. Los ángeles, entretanto, conducen a nuestro Señor a un hermoso valle, y mientras le sirven celestiales manjares celebran su victoria con un himno de triunfo.


Perplejo y turbado por el mal éxito de su tentativa, el Enemigo permanecía inmóvil, sin que su artificioso espíritu le dictase contestación alguna, después de haber sido descubierto su engaño, y tantas veces defraudadas sus esperanzas. Aquella persuasiva retórica que dulcificaba su lenguaje, cuando tan fácilmente sedujo a Eva, parecía faltarle entonces y haber perdido toda su fuerza. Bien es verdad que Eva no era más que Eva. El que había dominado a esta con su gran superioridad, veíase a su vez burlado y sorprendido, por no haber sabido apreciar mejor de antemano la fuerza que trataba de combatir y la suya propia. Semejante al hombre que, habiendo sido considerado antes como sin igual por su destreza, se ve eclipsado en la ocasión en que menos lo esperaba, y que a fin de salvar su honor, y contra todas las probabilidades de triunfo, quiere aún medirse con quien le ha vencido, sin poder confesar su derrota, aunque aumente con esto su bochorno; o cual otro enjambre de moscas, que en la época de la vendimia se lanza sobre el lagar de dónde corre el dulce líquido y vuelve después mosconeando; o tal, en fin, como las olas que se levantan contra la dura roca, y aunque se estrellan todas, repiten sus acometidas inútilmente, resolviéndose en espuma o vapor; así Satán, después de recibir negativa sobre negativa y de verse reducido a un humillante silencio, no cede sin embargo; y aunque desesperando del éxito, renueva sus vanas tentativas.

Para ello transportó a nuestro Salvador a la vertiente occidental de aquella elevada montaña, desde donde se podía ver otra llanura bastante larga; pero no muy ancha, bañada por el mar del mediodía, y terminada en el lado del norte por una cadena paralela de colinas, que protegían los productos de la tierra y las moradas de los hombres, de los fríos vientos del septentrión. En el centro deslizábase un río en cuyas dos orillas se elevaba una imperial ciudad, con torres y templos, que se destacaban orgullosamente sobre siete pequeñas colinas ornadas de palacios, pórticos, teatros, baños, acueductos, estatuas, trofeos, arcos de triunfo, jardines y bosquecillos. Aquel espectáculo se desplegaba a los ojos de Jesús a pesar de las altas montañas que debían ocultarle (por qué extraño paralaje, o ilusión óptica, multiplicada a través de los aires o por los cristales de un telescopio, averígüelo el curioso lector); y el Tentador rompió el silencio con estas palabras:

«La ciudad que ves no es otra sino la opulenta y gloriosa Roma, la reina del mundo, cuya fama se extiende a lejanos países, y que se ha enriquecido con los despojos de las naciones. Ahí ves el soberbio Capitolio, que domina sobre todos los demás edificios desde lo alto de la roca Tarpeya, esa ciudadela inexpugnable; allí está el monte Palatino, palacio imperial, vasto recinto, edificio soberbio, obra maestra de los arquitectos más ilustres, que brilla a lo lejos por sus doradas almenas, sus torres, sus terrados y esplendentes pirámides. No lejos de él, elévanse magníficos palacios, semejantes más bien a las moradas de los dioses; y he dispuesto mi aéreo microscopio de tal manera, que puedas ver por dentro, y exteriormente, sus columnas y bóvedas, ricamente cinceladas por mano de los más célebres artistas, labradas en cedro, mármol, marfil y oro. Dirige ahora tus miradas del lado de las puertas, y verás qué multitud entra y sale: son pretores, procónsules, que vienen de sus provincias o vuelven a ellas; visten la toga bordada de púrpura, y van acompañados de los lictores, que ostentan la segur, insignia de su dignidad; de cohortes, legiones y brillantes jinetes. Aquellos que pasan por la vía Apia o la vía Emiliana, y visten diverso traje, son embajadores que llegan de remotos países: vienen los unos de las últimas regiones australes, de Siena, de Meroé, de la isla de Philæ, cubierta de sombra por ambos lados; o más al occidente, del reino de Baco, hasta el lago de Libia. Otros son enviados por los reyes de Asia y por el de los Partos; llegan de la India, del Quersoneso de Oro y de la isla de Trapobana, situada más allá de aquel país; su cutis es bronceado, y cubren sus cabezas turbantes de blanca seda; otros proceden de la Galia, de Bretaña, de Gades, del país de los Germanos, del de los Escitas y de los Sármatas, que habitan desde más allá del norte del Danubio hasta el Quersoneso Táurico. Todas esas naciones, sometidas actualmente a Roma, prestan obediencia a su poderoso emperador, que por sus vastos dominios, sus riquezas y poderío, su civilización, su progreso en las artes y el valor guerrero de sus súbditos, pudiera ser a tus ojos preferible al rey de los Partos. Exceptuando estos dos imperios, todos los demás pueblos son bárbaros, apenas dignos de fijar en ellos la atención, pues obedecen a príncipes poco poderosos, que se hallan demasiado lejos; al mostrarte esos dos grandes imperios, te enseño todos los reinos de la tierra y toda su gloria. El emperador romano no tiene hijo alguno; es de edad avanzada, viejo y libertino. Se ha retirado de Roma para vivir en Caprea, pequeña isla, aunque de difícil acceso, situada cerca de las orillas de la Campania, donde se propone entregarse secretamente a sus desenfrenadas pasiones. Confiando a un perverso favorito los asuntos públicos, aún cuando de él sospeche, aborrece a todo el mundo y es de todos aborrecido. ¡Cuán fácil te sería, dotado como estás de regias virtudes, dándote a conocer, e inaugurando tu carrera con grandiosas hazañas, expulsar a ese monstruo de su trono, convertido ahora en inmundo lupanar, y sustituirle en el solio, librando de su vergonzoso yugo a un pueblo triunfante! Y con mi apoyo te es dado conseguirlo, pues yo tengo el poder de hacerlo, y te lo cedo a ti. Aspira, pues, al imperio del mundo entero; aspira a cuanto hay de más elevado, que si no lo alcanzas con el supremo dominio, no llegarás a sentarte en el trono de David, ni permanecerás en él largo tiempo, por mucho que hayan dicho los profetas.»

El Hijo de Dios le contestó con calma: «Toda esa grandeza y majestuoso aparato de riquezas y lujo, que llaman magnificencia, lo mismo que esa ostentación guerrera que antes me mostraste, no seducen mis miradas ni mucho menos mi corazón. También hubieras podido hablarme de sus banquetes suntuosos, de sus espléndidos festines, de sus desenfrenadas orgías, de sus mesas de madera de limonero o de mármol del Atlas, pues yo también he oído, o acaso leído algo de esto; de sus vinos de Setía, de Cales, de Falerno, de Quíos y de Creta; de sus copas de oro y de cristal, bañadas en mirra, guarnecidas de piedras preciosas y engastadas en perlas; detalles todos interesantes para cualquiera a quien acosare el hambre o la sed. Elogias además a esos embajadores, enviados por naciones lejanas o vecinas: ¡qué honor, pero también, qué fastidio! ¡Qué enojosa pérdida de tiempo el sentarse en un trono para escuchar tantas vanas y mentidas lisonjas, tantas alabanzas extravagantes! Después me hablas del Emperador, a quien se podría vencer fácilmente, y cuya derrota me cubriría de gloria; dices que debo expulsar a ese monstruo cruel; pero ¿no sería necesario hacerlo al propio tiempo con el demonio que lo ha convertido en tal? Sírvale su conciencia de verdugo: no he sido yo enviado para destronarle, ni tampoco para libertar a ese pueblo, victorioso en otro tiempo, vil y humillado ahora, que merecido tiene su servilismo; que antes justo, frugal, humilde y moderado, conquistó gloriosamente, pero gobernó mal las naciones sometidas a su yugo, despojando a las provincias para satisfacer su sed de rapiña o sus dispendiosos placeres. Esos romanos, poseídos primero de la ambición del triunfo, orgullosa e insultante pompa; y feroces luego por haberse acostumbrado a ver correr en sus circos la sangre de las fieras que luchan entre sí, así como la de los hombres expuestos a sus ataques, han llegado a ser con sus riquezas apasionados por el lujo, y siempre más insaciables y afeminados por los espectáculos que diariamente presencian. ¿Qué hombre sabio y valeroso intentaría libertar a ese pueblo degenerado, que se ha esclavizado él mismo? ¿Quién podría convertir en hombres libres a los que son serviles de por sí? Sábelo pues; cuando llegue la hora de sentarme en el trono de David, mi reinado será como un árbol cuyo ramaje se extendiese sobre toda la tierra, para cubrirla con su sombra, o bien como la piedra que haría pedazos todas las monarquías existentes en el mundo. Y mi reinado no tendrá fin: medios se encontrarán para ello; pero no te corresponde a ti saber cuáles son estos, ni tampoco revelártelo debo.»

A lo cual contestó el Tentador con descaro: «Veo en qué poco estimas todas mis ofertas, y cómo las rechazas por ser yo quien te las hace. Nada es de tu agrado; te muestras por demás receloso, y con tus exagerados escrúpulos, te limitas a contradecirme. Sin embargo, quiero que sepas en cuánto estimo los ofrecimientos que te hago, y qué lejos está de mí apreciar en poco las ventajas de que te quiero hacer partícipe. Todo cuanto abarca tu mirada, todos esos reinos del mundo, yo te los doy (que a mí me los han dado y yo los cedo a quien me place); no es ninguna bagatela; pero te impongo una condición indispensable. Es preciso que te prosternes y me rindas adoración como a tu superior y tu dueño (fácil te es hacerlo), reconociendo que todo lo has recibido de mí. ¿No es esto lo menos que merece tan considerable donativo?»

Nuestro Salvador contestó con acento desdeñoso: «Jamás me agradó tu lenguaje, y mucho menos tus ofrecimientos; ahora desprecio tanto estos como aquel, ya que has osado exponer en tan abominables términos tu impía condición. Pero sufriré con paciencia, hasta que expire el plazo durante el cual te será permitido obrar contra mí. Escrito está en el primer mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios y le servirás a él solo;» ¿y te atreves a proponer a su Hijo que te rinda culto, a ti, maldito, doblemente maldito ahora por esta pretensión, más impía y osada que la que tuviste con Eva? No se hará esperar tu expiación. Dices que te dieron los reinos del mundo; di más bien que te los abandonaron y que los usurpaste; ningún otro donativo podrías hacer. Y aun cuando te los hubiesen dado, ¿de quién los habrías recibido sino del Rey de los reyes, del Dios supremo, dueño de todas las cosas? Y si te los ha dado ¡con qué generosa gratitud le pagas! Pero hace ya mucho tiempo que la gratitud se ha extinguido en ti. ¿Tan falto estás de temor, o tan desvergonzado eres que osas ofrecérmelos a mí, al Hijo de Dios, ofrecerme lo que me pertenece, bajo la infame condición de prosternarme y adorarte como a Dios? ¡Atrás! ¡aléjate de mí! Ahora es cuando te manifiestas evidentemente como el mal personificado, como Satán, maldito para siempre.»

Confuso y poseído de temor, replicó el Enemigo: «No te muestres tan gravemente ofendido, Hijo de Dios, pues también los ángeles y los hombres son hijos de Dios, y yo he querido asegurarme de que llevas ese título por ser superior a ellos. Por esto te propuse que me rindieses el homenaje que recibo de los ángeles y de los hombres; de esos tetrarcas que presiden el fuego, el aire, el agua y la tierra, así como también de las naciones que habitan en toda la superficie del globo. A mí me invocan como al dios de este mundo y de aquel que está debajo; y más que a ningún otro, impórtame asegurarme si tú eres Aquel cuya llegada, según las profecías, debe serme tan fatal. La prueba no te ha perjudicado en modo alguno; más bien has alcanzado honor y aprecio, al paso que yo no gano nada, y hasta debo renunciar a lo que me proponía obtener. Dejemos, pues, los reinos de este mundo, puesto que son transitorios; no te hablaré más de ellos; adquiérelos o no, según te plazca, que eso a ti solo te concierne.

»Parece que tú aspiras a alguna cosa más noble que a una corona mundana: prefieres entregarte a la meditación y a las sabias discusiones, según lo indicaba ya aquel rasgo de tu infancia, cuando escapaste de la vista de tu madre para ir solo al templo, donde te hallaron en medio de los más graves doctores, discutiendo sobre puntos y cuestiones relativas a la cátedra de Moisés; enseñando pero no enseñado. La infancia anuncia al hombre, como la mañana anuncia el día: sé ilustre, pues, por tu saber; y así como tu imperio debe extenderse sobre todo el mundo, extiéndase también tu espíritu sobre el universo entero y en todo cuanto contiene. No está comprendida toda la ciencia en la ley de Moisés, en el Pentateuco y en los escritos de los profetas; también los Gentiles, guiados por la luz natural, saben, escriben y enseñan cosas dignas de admirarse; y tú debes conferenciar con los Gentiles, dirigiéndoles por la persuasión según tus miras. Sin conocer su sabiduría, ¿cómo quieres conversar con ellos, o que ellos se entiendan contigo? ¿Cómo has de discutir, cómo refutar sus idolismos, sus tradiciones y paradojas? Con sus propias armas se debe combatir su error. Antes de abandonar esta despejada montaña, mira otra vez por la parte del occidente, y mucho más cerca, hacia el mediodía, verás en la ribera del mar Egeo una ciudad con magníficos edificios, donde el aire es puro y el terreno llano. Es Atenas, el ojo de Grecia, la madre de las artes y de la elocuencia, la patria o mansión hospitalaria de los sabios célebres, que encuentran en su agradable retiro, en la ciudad o los arrabales, paseos cubiertos de sombra, para entregarse al estudio. He ahí el olivar de Academo, el asilo de Platón, donde el ruiseñor deja oír todo el verano las rápidas y variadas notas de su canto. Allí está el monte Himeto, cuyas flores atraen a la industriosa abeja, que con su ligero zumbido invita a las meditaciones graves; y más allá se desliza el Ilisos con sus ondas de suave murmullo. Dentro de la ciudad puedes ver las escuelas de los antiguos sabios: el Liceo, dónde enseñaba aquel que preparó al gran Alejandro para subyugar al mundo; y poco más lejos el Pórtico, ornado de pinturas. En esa ciudad podrás estudiar la secreta influencia de la armonía, por medio de tonos y números indicados con la voz o con la mano; las distintas medidas de los versos que tal encanto comunican a las odas líricas de los poetas eolios y dorios, y a los cantos muy superiores de aquel que a todos les inspiró, del ciego Melesígenes, llamado más tarde Homero, cuyos poemas se atribuyó Febo. En la misma fuente fue donde los graves y sublimes trágicos adquirieron los profundos conocimientos, que comunicaban luego con sus coros y sus yámbicos, esos excelentes preceptos de prudencia moral, que acogidos con gusto en forma de breves sentencias, recuerdan al hombre las leyes del destino, la inconstancia de la fortuna, las vicisitudes de la vida humana, ofreciendo a su vista el espectáculo de los actos más nobles, y el cuadro fiel de las grandes pasiones. Allí es dónde podrías formarte sobre el modelo de esos célebres oradores antiguos, cuya irresistible elocuencia dirigía a su antojo a la arrogante democracia, abría los arsenales y fulminaba sus rayos por encima de Grecia, hasta Macedonia y el trono de Artajerjes. Presta también oído a las lecciones de esa filosofía que bajó del cielo a la modesta morada de Sócrates. He ahí donde habitaba aquel a quien el bien inspirado oráculo declaró el más sabio de los hombres, y de cuya boca brotaron aquellos raudales de dulce elocuencia que iban a bañar todas las escuelas de los académicos antiguos y modernos, así como las de los Peripatéticos, de los Epicúreos y de los severos Estoicos. Estudia sus doctrinas en esos lugares, o si lo prefieres, en tu humilde morada, hasta que el tiempo madure tu edad para soportar el peso de un reino; sus preceptos te convertirán en un cumplido príncipe, que sabrá reinar en sí mismo, y cuya sabiduría resaltará más a la cabeza de un imperio.»

Nuestro Salvador contestó con estas sabias palabras: «No creas que conozco estas cosas, o más bien, cree que las ignoro; y sin embargo, no dejo de saber lo que debo. El que recibe sus luces del cielo, de la fuente misma de la luz, no necesita otras doctrinas, por más que las reconozca como verdaderas; pero las de que tú hablas son falsas, son casi ensueños, conjeturas, ficciones que no se fundan en ninguna base sólida. El primero y más sabio de todos esos doctores confesó no saber más que su ignorancia; su primer discípulo se dejó llevar por las fábulas y las ideas seductoras; una tercera escuela dudó de todas las cosas, hasta del buen sentido; otros fundaron la felicidad en la virtud; pero acompañada esta de riquezas, de larga vida, del placer de los sentidos, y sin inquietudes ni zozobras. Por último, el Estoico, poseído de su filosófico orgullo, al que llama virtud; con su sabio, hombre virtuoso, perfecto en sí, que todo lo posee, lo mismo que Dios, causa vergüenza muchas veces cuando lejos de preferir la virtud, no teme al Señor ni al hombre; lo desprecia todo, riquezas y placeres, penas y tormentos, la muerte y la vida, jactándose de renunciar a esta cuando quiera, o de perderla a su antojo. Pero toda esa enojosa prosodia se reduce a una vana jactancia o a sutiles subterfugios para eludir la convicción. ¡Ah! ¿qué pueden enseñar ellos, y cómo no han de engañarse, si no conociéndose a sí propios, y mucho menos a Dios, no saben cómo tuvo principio el mundo, y cómo cayó el hombre, degenerado por sí mismo, sin depender más que de la gracia? Hablan mucho del alma; pero todo cuanto dicen está plagado de errores: buscan la virtud en sí mismos; se atribuyen toda la gloria para no cedérsela a Dios; y designan más bien al Eterno con los nombres vulgares de fortuna y destino, cual si fuese un ser extraño a los asuntos de los mortales. Así pues, aquel que busca la verdad en esos doctores, no la encuentra, o bien, juguete de una ilusión, que es mucho peor aún, solo ve una falsa imagen, un vano fantasma. En cuanto a lo demás, los sabios han dicho que un excesivo número de libros es origen de fatigas y confusión; el que los lee continuamente, sin analizar su contenido con un juicio igual o superior (¿y a qué buscar en otra parte lo que lleva en sí?), continúa siempre en la duda y falto de principios fijos. Está versado, sí, en la ciencia de los libros; pero siendo su juicio superficial, nada maduro, o poseído de preocupaciones, recoge bagatelas o frivolidades, cual si fueran pensamientos escogidos, aunque no valen lo que una esponja; pareciéndose a esos niños que van cogiendo piedrecillas por la ribera. Y si yo quisiera distraer mis horas de ocio con la música o la poesía, ¿dónde mejor que en nuestro idioma nativo podría encontrar tan grato solaz? Toda nuestra ley, toda nuestra historia, están llenas de himnos; los salmos se han compuesto con mucho arte; los cánticos y las arpas, tan agradables a los oídos de nuestros vencedores en Babilonia, revelan que la Grecia es más bien la que tomó de nosotros estas artes; pero las ha imitado mal, consagrándolas a celebrar con pompa los vicios de sus divinidades y los suyos propios, así en fábulas como en odas y cantos, donde representa a sus ridículos dioses, perdiendo ella misma todo decoro. Suprime en esos poemas los epítetos pomposos, semejantes al espeso afeite que cubre las mejillas de una cortesana, y todo lo demás se desvanece, sin dejar placer ni provecho. Indignos serían de compararse con los cánticos de Sión, que tanto agradan a todos aquellos cuyo gusto es puro, esos cánticos en los que se celebra noblemente a Dios, al santo de los santos, así como a sus hombres (divinamente inspirados, y no por ti). Solo exceptúo los poemas en que se pinta la virtud moral por la luz natural, aún no perdida del todo entre los hombres. Ensalzas a sus oradores cual si hubiesen llegado al apogeo de la elocuencia; son seguramente hábiles políticos, amantes de su patria, a lo que parece; pero distan mucho de igualar a nuestros profetas, porque a estos les ilumina la luz celeste, y con su estilo, tan majestuoso y natural, enseñan mucho mejor que todos los oradores de Grecia y Roma, las verdaderas reglas para gobernar las ciudades. En sus escritos se enseña, clara y fácilmente, la manera de hacer a una nación dichosa y conservar su felicidad; lo que arruina los reinos y destruye las ciudades; y estos son, con nuestra ley, los preceptos más propios para formar un monarca.»

Así habló el Hijo de Dios; pero Satán, apurado hasta el extremo (pues había agotado todos sus artificios), contestó a nuestro Salvador con enojado tono:

«Puesto que ni las riquezas ni los honores, ni las armas ni las artes, ni el trono ni el imperio, tienen para ti atractivo alguno; puesto que todo cuanto te propongo para alcanzar prez y gloria, con la vida contemplativa o activa, es rechazado por ti, ¿qué haces en este mundo? El desierto es lo que más te conviene: allí te encontré y allí te volveré a dejar; pero acuérdate de lo que te voy a predecir. Bien pronto tendrás motivos de arrepentirte por haber rechazado así, con tanto escrúpulo y prudencia, el auxilio que te ofrecía, y con el cual hubieras ocupado pronto y fácilmente el trono de David, o el trono del mundo entero. Ahora estás en la edad viril; llegado es ya el tiempo y la hora en que mejor pueden realizarse las profecías que a ti se refieren. Pero si yo sé leer alguna cosa en el cielo, o si este anuncia algo acerca del destino, por lo que me permiten descifrar las inmensas estrellas que se hallan en conjunción, veo que te amenazan penalidades y fatigas, la oposición y el odio, el escarnio, las censuras, los ultrajes, la violencia, los golpes, y por último una muerte cruel. Cierto que estos signos anuncian para ti un reino; mas no puedo discernir si real o alegórico, ni tampoco cuándo; eterno será seguramente, y sin principio ni fin, pues ninguna fecha precisa me dirige en el estrellado círculo.»

Así diciendo, apoderose del Hijo de Dios (pues sabía que aún no se le había retirado su poder), y le volvió a llevar al desierto, donde le dejó, aparentando luego que desaparecía. Entonces comenzó a reinar la oscuridad, declinó el día y sucediole la noche, su tenebrosa hija, ser impalpable que roba la luz en ausencia de aquel. Nuestro Salvador tranquilo y sin irritación alguna después de su excursión aérea, aunque rendido de fatiga, de hambre y de sed, se dispuso a buscar reposo en cualquiera parte, debajo de algún árbol, cuyas entrelazadas ramas pudiesen preservarle del rocío y la humedad de la noche. Empero, aquel abrigo y aquel descanso no le proporcionaron el menor alivio, pues el Tentador vigilaba a su cabecera, y no tardó en turbar su reposo con medrosos sueños. Después comenzó a rugir el trueno de los trópicos y el de los polos; las nubes, entreabiertas por todas partes, lanzaron torrentes de lluvia mezclada con relámpagos, pareciendo que el agua y el fuego conspiraban a la destrucción; rugían los vientos en los profundos antros, y precipitándose luego desde los cuatro puntos cardinales, barrieron el trastornado desierto; los esbeltos pinos, a pesar de sus profundas raíces, y las más robustas encinas, inclinaban sus agitadas copas, doblegándose al embate del huracán, o caían tronchados en el acto. Ya no tenías abrigo ¡oh paciente Hijo de Dios! pero continuabas firme e inalterable. Y no se limitaron a esto las causas de terror: espíritus infernales y espantosas furias te cercaron por do quier; aullaban los unos, rugían las otras, gritaban los demás, dirigiendo contra ti sus inflamados dardos; mientras que tú, sin palidecer, conservabas un aspecto tranquilo y la paz de la inocencia. Así pasó aquella noche horrible, hasta que por fin llegó una serena mañana a iluminar con su dulce luz los pasos del peregrino; la radiante aurora hizo enmudecer al trueno, disipó las nubes, apaciguó los vientos, y ahuyentó a los hediondos fantasmas, que el Enemigo había evocado para dominar al Hijo de Dios por el terror.

Ya el sol, con sus más poderosos rayos, había regocijado la faz de la tierra, secando las gotas que humedecían árboles y plantas. Las aves, al verse rodeadas de más frescura y verdor después de tan horrible y tempestuosa noche, lanzaban al aire sus más dulces trinos entre los bosquecillos y el ramaje, como saludando la vuelta de la mañana. Sin embargo, en medio de aquella alegría y de tan risueña naturaleza, y a pesar del trastorno causado, el príncipe de las tinieblas no estaba ausente; hasta quiso parecer satisfecho de tan agradable escena, y se presentó al Salvador. Empero, no había proyectado ninguna nueva trama, pues de todas se había valido; desesperando alcanzar buen éxito, proponíase más bien inferir el último ultraje para desahogar su rabia y su despecho por haber sido tantas veces rechazado. Encontró a Jesús paseándose en una colina descubierta, sombreada al norte y al oeste por un espeso bosque; salió de él en su acostumbrada forma, y con tono indiferente dirigió al Salvador estas palabras:

«Hijo de Dios, hermosa mañana se presenta después de tan horrible noche: he oído el estrépito de la tormenta; la tierra y el cielo parecían confundirse; pero yo estaba lejos, y estas sacudidas que los mortales temen como peligrosas para los cimientos de la celeste bóveda, o los inferiores de la tierra, son para el universo tan ligeras, tan inofensivas, si no saludables, como un estornudo para el cuerpo del hombre, sin contar que duran poco tiempo. No obstante, así como son nocivas para los hombres, los animales y las plantas, allí donde se producen; y así como causan destrozos y trastornos, lo mismo que las sediciones en los asuntos de los hombres, así también presagian y anuncian desgracias para aquellos sobre cuya cabeza, estallan, pareciendo amenazarles. La tormenta se ha desencadenado principalmente en este desierto para ti, porque tú eres el único humano que aquí habita. ¿No te dije que tendrás motivo de arrepentirte si dejas escapar el momento favorable que se te ofrece con mi auxilio, para posesionarte del trono destinado para ti; y que si lo abandonas todo al capricho de la suerte, persistiendo en seguir tu marcha para obtener el solio de David, sin saber cuándo, puesto que no está indicado en ninguna parte el tiempo y la manera, tendrías algún sentimiento? Seguramente llegarás a ocupar el puesto para que estás destinado, pues los ángeles lo anunciaron así; aunque sin decir nada de la época y los medios. Para que una acción sea del todo buena, no basta que esté conforme con el deber; es preciso también que se haga oportunamente; y por lo tanto, si no te atienes a esto, ten por seguro que te asaltarán, según te lo predije, peligros sin cuento, desgracias y penalidades, antes que logres empuñar el cetro de Israel. De ello te ha podido advertir, como signo precursor e infalible, lo ocurrido en la pasada noche, que te ha rodeado de tantos horrores, de tantos prodigios, y durante la cual has oído tantas voces amenazadoras.»

Así habló Satán, mientras que el Hijo de Dios continuaba su camino sin detenerse: pero contestole con estas breves palabras:

«No he sufrido más molestia que el mojarme un poco: esos terrores de que hablas no me han causado pena alguna; jamás creí que pudiesen producir sino un ruido incómodo, que no pasaría de amenazas. Lo que puedan hacer como presagios o signos de mal agüero, yo lo desprecio, pues todo se reduce a falsos prodigios, que no proceden de Dios, sino de ti. Sabiendo que debo reinar a despecho de todos los obstáculos que suscitar pudieras, me importunas al ofrecerme apoyo y auxilio, con el objeto de que, si yo lo aceptase, pareciera, cuando menos, que tú me has conferido todo el poder. ¡Espíritu ambicioso, tú quisieras ser considerado como mi Dios; y levantas tempestades por haberte dado una negativa, imaginándote que podrías atemorizarme a tu antojo! Desiste, pues, que tus designios son conocidos, y en vano te cansas; no me molestes más inútilmente.»

A lo que contestó el Enemigo, henchido de rabia: «Pues bien, escucha, hijo de David, nacido de una virgen, porque aún dudo que seas el Hijo de Dios. Yo oí decir que todos los profetas habían predicho la llegada del Mesías; con los primeros supe al fin tu nacimiento, anunciado por Gabriel y por los cantos que entonaron los ángeles en las llanuras de Bethleem, celebrándote como el Salvador recién nacido la noche en que viste la luz. Desde aquel momento, y aunque te criabas en tu retiro, rara vez he dejado de observarte en tu niñez, en tu infancia, en tu juventud y en tu edad viril, hasta el día en que, habiéndome dirigido con toda la multitud a las orillas del Jordán para acercarme a Juan Bautista (aunque no con el objeto de ser bautizado), oí que una voz celeste te proclamaba como el Hijo querido de Dios. Entonces juzgué que eras digno de que te observase más de cerca, de que te examinara más atentamente a fin de averiguar en qué grado y en qué sentido se te llamaba Hijo de Dios, título que puede entenderse de varios modos. Yo también soy, o era hijo de Dios, y si lo fui, aún lo soy, luego el parentesco subsiste. Todos los hombres son hijos de Dios; pero yo juzgué que habías sido declarado tal en un sentido más elevado; por consiguiente, vigilé tus pasos desde aquel momento, y te seguí hasta esta soledad, donde por las conjeturas más fundadas, deduje que tú debes ser mi fatal enemigo. Tengo, pues, plausibles razones para procurar conocer de antemano a mi adversario, saber quién y qué es; a qué punto llega su sabiduría y su poder, y cuáles son sus designios, procurando vencerle u obtener de él cuanto pueda por medio de conferencias o acuerdos, una tregua o una alianza; y he hallado aquí una ocasión favorable para ponerte a prueba, para escudriñarte. Confieso que te has mostrado endurecido contra toda tentación, firme como diamantina roca o como el centro del mundo; que has llegado a la mayor superioridad que alcanzar pudiera un simple mortal, tan sabio como virtuoso; pero nada más, pues ya se han visto hombres que despreciaron honores, riquezas, el trono y la gloria, y aún se verán otros. Por lo tanto, a fin de asegurarme que eres más que un hombre, digno de ser proclamado Hijo de Dios, por una voz celeste, debo apelar ahora a otra clase de prueba.»

Al pronunciar estas palabras, arrebató al Salvador, y sin tener las alas de un hipogrifo, llevole a través de los aires por encima del desierto y la llanura, hasta que vieron debajo de ellos la hermosa Jerusalén, la Ciudad Santa, con sus altas torres y su glorioso templo, más elevado aún, cuya cúpula parece desde lejos una montaña de alabastro cubierta de doradas espirales. Allí, en la flecha más alta, fue donde Satán colocó a Jesús, dirigiéndole en tono de burla estas palabras: «Tente aquí derecho, si quieres, pues se necesita alguna destreza para mantener el equilibrio; te he traído a la casa de tu padre, eligiendo en ella el sitio más alto, que es también el mejor. Manifiéstame ahora tu origen, ya que no manteniéndote firme, precipitándote al menos, pues bien puedes hacerlo sin temor, si eres en efecto el Hijo de Dios, toda vez que está escrito: «Mandará a sus ángeles que velen sobre ti, y te llevarán en brazos para que no tropiece tu pie contra ninguna piedra.»

A lo cual contestó Jesús: «También está escrito que no tentarás al Señor, tu Dios.» Y así diciendo, permaneció tranquilo e inmóvil; pero Satán, mudo de asombro, cayó en el acto. Así como el hijo de la Tierra, Anteo (para comparar las cosas pequeñas con las grandes), cuando combatió en Irasa contra el hijo de Júpiter, aunque derribado con frecuencia, levantábase siempre, recibiendo de la tierra, su madre, nuevas fuerzas; y fortificado por su caída, empeñaba la lucha con nuevo vigor, hasta que al fin, arrebatado del suelo y ahogado en el aire cayó muerto; así el orgulloso Tentador, después de ser vencido muchas veces, y al renovar sus ataques, cayó, dominado por su soberbia, del sitio donde se había colocado para ver la caída de su vencedor. Así también aquel monstruo de Tebas, que proponía su enigma y devoraba a quien no lo adivinase, poseído de pena y despecho cuando fue por fin explicado y comprendido, se precipitó de cabeza desde lo alto de la roca Ismeniana. De igual suerte, herido de terror y angustia, el Enemigo cayó, y arrastrado hacia la muchedumbre de sus secuaces, que entonces deliberaban (prometiéndose alegremente un seguro éxito), presentose entre ellos anunciándoles el triste resultado de su empresa, la ruina, la desolación y el espanto, por haber osado con tanta arrogancia tentar al Hijo de Dios. Así cayó Satán; y de improviso, semejante a un globo ardiente, una cohorte de ángeles pasó cerca de allí a vuelo tendido, con toda la rapidez posible. Recibieron al Señor en medio de ellos, y sosteniéndole sobre el blando tapiz formado por sus plumas, transportáronle a través de un cielo sereno; después le depositaron sobre el banco de césped de un florido valle, y pusieron delante de él una mesa cubierta de celestiales manjares, de los frutos divinos de la ambrosía y del licor inmortal que producen el árbol y la fuente de la vida. Bien pronto le repusieron de sus fatigas y repararon sus fuerzas, si es que el hambre o la sed las habían debilitado; y mientras comía, los coros de ángeles celebraban con celestiales himnos su victoria sobre la tentación y el orgulloso Tentador.

«Fiel imagen de tu Padre, bien ocupes tu trono en el seno de la bendición, y reflejes la primitiva luz, o ya te halles alejado del cielo, revestido de envoltura carnal y en forma humana, recorriendo el desierto; cualquiera que sea el lugar que habites, tu figura, tu condición o tu carrera, siempre te presentas como el Hijo de Dios, dotado de una fuerza divina contra el agresor del trono de tu Padre y el raptor del Paraíso. En tiempos muy remotos, tú le venciste y precipitaste del cielo con todo su ejército; hoy has vengado la derrota de Adán, y al triunfar de la tentación, has recobrado el perdido Paraíso, inutilizando la fraudulenta conquista del Enemigo. No volverá este a sentar de nuevo su planta en el feliz jardín para tentar a los habitantes; sus tramas se han frustrado, pues aunque se haya destruido aquella morada de terrenal bendición, se ha fundado ahora un Paraíso más hermoso para Adán y su raza elegida, que como Salvador has venido a restablecer aquí bajo, y donde vivirán seguros cuando llegue el tiempo, sin que deban temer a la tentación ni al Tentador. En cuanto a ti, serpiente infernal, ya no reinarás más tiempo: encerrada en una nube, lo mismo que un astro de otoño o un relámpago, caerás del cielo hollada bajo los pies del Hijo de Dios. He aquí tu castigo, antes que sientas tu herida (que no será la última ni la más grave), por la derrota que acabas de sufrir, y que no te valdrá ningún triunfo; en todas las puertas del infierno, Abaddón maldice tu temeraria empresa. Aprende a temblar en lo sucesivo ante el Hijo de Dios, que aunque desarmado, le expulsará a ti y a todas tus legiones, por el terror que te inspirará su voz, de todos tus infernales antros. Emprenderán la fuga aullando, e implorarán la gracia de ocultarse en una pocilga, por temor de que les mande precipitarse en el abismo, donde encadenados, serían sometidos al tormento antes de llegar su hora. ¡Salve Hijo del Altísimo, heredero de ambos mundos, vencedor de Satán! Comienza ahora tu gloriosa carrera, y da principio a tu obra de salvar a la humanidad.»

Así glorificaron con sus cánticos al Hijo de Dios, nuestro buen Salvador, celebrando su gloria; y recobradas las fuerzas con los celestiales manjares, púsose en camino alegremente para volver al hogar doméstico a reunirse con su madre.

Vida de Juan Milton

En los principios del reinado de Isabel vivía en Holton, pueblo de Oxfordshire, o cerca de él, uno de los mejores hacendados que se llamaba Milton. Parece que un antecesor suyo fue hombre de cierta posición entre las personas visibles de aquella tierra, pero que habiendo abrazado la causa de los vencidos en las guerras de las Rosas, se vio reducido a muy triste condición. El Milton de que hemos hablado envió, sin embargo, a su hijo Juan Milton a educarse en Oxford. El padre se adhirió al partido vencedor antes de la Reforma: el hijo, mientras estaba estudiando en Christchurch, renunció a la fe de sus mayores y se hizo protestante; por lo cual su padre le desheredó, y rompió con él abiertamente.

Pero aunque el joven Milton quedó realmente por este motivo, abandonado, no parece que se desanimara, pues vemos que dejando a Oxford algunos años después, figura en Londres, donde se colocó en casa de un escribano, o curial como decimos ahora, con el propósito de obtener un oficio público. Casose por los años de 1600, y si damos crédito a Philips, nieto de este ciudadano ya establecido, su mujer fue «de la familia de los Castons, originaria del país de Gales;» y siendo esto así, Juan Milton el poeta, como fruto de este matrimonio, debió llevar lo mismo que Shakespeare, algo de sangre céltica en sus venas, y en su ardiente temperamento algo también del fogoso y emprendedor carácter de un pueblo a quien describe «como una antigua y altiva raza,» de cuyas añejas e interesantes ficciones estuvo siempre prendado. Pero Antonio Wood dice, refiriéndose a Aubrey, que conoció aquella familia, que la madre del poeta fue «Sara, de la antigua casa de los Bradshaws.» Nosotros, sin embargo, nos inclinamos a creer que aunque Philips no sea, digámoslo así, testigo tan abonado como Aubrey, no había de haberse equivocado en punto tan peculiar a la historia de la familia, sobre todo habiéndose propuesto escribir la vida de Milton. Mistress Philips, hermana del poeta, indudablemente debía saber cómo se llamaba su madre cuando soltera. Posible es, no obstante, que tanto Philips como Aubrey tengan razón. La abuela de Milton por parte de madre pudo muy bien llamarse Bradshaws, y estar casada con Caston; y siendo así, la relación de los Miltons con los Bradshaws no era quimérica. Además es muy difícil que ni Philips ni Aubrey hubieran tan positivamente afirmado lo que aseguran, sin bastantes pruebas, y en este punto no tenemos necesidad de suponer lo que ellos dan como cierto. Philips, como realista que fue siempre, no se cuidaría de realzar mucho el nombre de Bradshaws, y Aubrey participaría, por la inversa, del mismo sentimiento. Andando el tiempo después de este matrimonio, la casa de los Bradshaws radicó en el Lancashire y Cheshire, en cuyos condados no era raro que emparentasen con los Welsh.

De este matrimonio nacieron seis hijos, tres de los cuales murieron en la infancia; de los otros que quedaron, fue uno Juan el poeta, que nació en Londres, en Bread-Street, el 9 de septiembre de 1608, criándose con una hermana algo mayor en edad que él, y con un hermano que tenía siete años menos. La residencia de esta familia durante los primeros años de Milton fue en el centro de la ciudad, siendo Bread-Street una calle que partía de la de Cheapside. La casa se distinguía de las demás por la enseña o muestra, del Águila desplegando las alas, puesta sobre la puerta, distintivo que en aquellos tiempos, y sobre todo en las casas de negocios, equivalía a lo que los números ahora. Del Bread-Street de las juventudes de Milton no queda el menor vestigio; desapareció completamente de resultas de un gran incendio en 1666; pero se edificaron nuevas casas en los antiguos solares, de manera que la calle quedó la misma; y cuando pasamos por ella cerramos los ojos a las actuales construcciones, y nos figuramos aquellos altos edificios de madera y yeso, pintados muy primorosamente, cuyos pisos bajos, pesados y sombríos, se destinaban a las oficinas, y los superiores para habitación de las familias, aun en el caso, que era lo más común, de que fuesen ricas.

Dice Milton de su padre, con cierto orgullo que le honra mucho, que «era un hombre de la más cabal integridad.» Más adelante añade: «Desde mis primeros años y por la infatigable diligencia y cuidado de mi padre (a quien Dios tenga en el cielo), me ocupé en el estudio de las lenguas y de algunas ciencias, conforme a mi edad, y con varios maestros y profesores, así en mi casa como en las escuelas.» Y por último concluye diciendo: «Mi padre me destinó cuando era pequeño al estudio de las humanidades, y tanto en la escuela de gramática, como en casa, hizo que diariamente se me instruyese.» Sabemos también, porque lo afirman otros, que Milton el padre fue un hombre de grande instrucción, y no solo aficionado a la música, sino excelente compositor. Algunos cantos escritos por él se conservan aún entre nuestra música de iglesia, y en su tiempo se oía también tararear algunos en bocas de las niñeras. Aubrey le califica de «hombre ingenioso,» y su nieto Philips recuerda que a pesar de lo enfrascado que estaba en los negocios, sabía hurtar algún tiempo para distraerse en aquel entretenimiento. Vivió hasta edad muy avanzada, pues contaba al morir ochenta y cuatro años. En cuanto a la compañera que le ayudó a sobrellevar los cuidados de la vida, Milton escribe que «era una excelente madre, conocida en la vecindad por su buena índole y espíritu caritativo.»

El ministro de la parroquia en que estaba comprendida Bread-Street, era hombre de alguna distinción entre el clero puritano, y en casa de Milton reinaban costumbres que no desdecían del sentimiento religioso; sin embargo, no tenemos razón ninguna para suponer que Milton fuese un fanático ni hiciese extremada ostentación de las prácticas piadosas. El espíritu grave y religioso de que tan evidentes muestras dio en sus postreros días, fue característico en él desde sus primeros años; pero el puritanismo que pública y privadamente profesaba no tenía nada de adusto ni repulsivo. Llevaba siempre el cabello largo, de tal manera, que a juzgar por este indicio, más tenía de caballero que de cabeza redonda. Era muy dado a la lectura de Shakespeare, que ni en su lengua ni en ninguna otra podía darse poesía más acomodada a su genio. Pertenecía, en fin, al partido puritano, en cuanto el puritanismo representa la religión y la libertad; pero no iba más allá.

Tenemos datos para asegurar que el talento de Milton comenzó a desarrollarse muy temprano, pues a la edad de diez años, su familia se admiraba ya de que fuese un muchacho tan despierto, y se leían con asombro los versos que ya por entonces componía. En aquellos tiempos religiosos, nada más natural que el propósito de sus padres de que el joven se consagrase a la Iglesia. Milton mismo refiere que tales eran las intenciones que se tenían respecto a él, y que por aquel mismo rumbo se encaminaba su inclinación; y sin duda con esta mira, fue enviado a la escuela de gramática de San Pablo, establecimiento muy floreciente entonces, y distante unos cinco minutos de donde vivía. Cosa de diez años tendría Milton, cuando de la enseñanza doméstica pasó a frecuentar una escuela pública; y el ardor con que se dedicó a los estudios en aquellas aulas, él mismo nos lo encarece. Hablando de las humanidades, por cuyo estudio su padre le sacó de casa, dice: «Con tanto afán las tomé, que desde los doce años no dejaba los libros para acostarme antes de media noche, y esta fue la primera causa de mi padecimiento de la vista, a cuya debilidad natural se unían frecuentes dolores de cabeza; con lo que cada vez más embebecido en el estudio, no lo dejaba de la mano, ni en el aula a que asistía, ni con los maestros que tenía en casa. Luego que hube aprendido varias lenguas y me aficioné algún tanto a las dulzuras de la filosofía, me enviaron a Cambridge.» Esto mismo aseguran Aubrey y Philips, hablando de él, y por su parte lo confirma Wood. Así pasó Milton de la niñez a la juventud, y este tributo de agradecimiento rindió al celo y liberalidad con que su padre fomentó sus buenas disposiciones. Copiaremos aquí las siguientes palabras que dirigió al mismo autor de sus días en una poesía latina: «Cuando por vuestra generosidad saludé la elocuencia de la lengua de Rómulo y las delicias del Lacio, y oí las sublimes palabras que salían de los labios de Jove, proferidas por los griegos magnilocuentes, me previnisteis que añadiese las flores que son ornamento del galo, y el habla que los nuevos italianos, introduciendo barbarismos en su idioma, sacan de su boca degenerada, y los misterios que pronuncia el profeta de Palestina.» ¡Dichoso el joven a quien su padre enriquecía con tales conocimientos, y que tan grata memoria conservaba de la casa en que se educó!

En su vida escolar Milton parece que fue también muy afortunado. Mr. Gill, director a la sazón de la escuela de San Pablo, era un hombre muy apto para la profesión del magisterio, y tenía un hijo que por algún tiempo estuvo de auxiliar en la escuela y con quien Milton contrajo una estrecha amistad. No era seguramente este joven el que Milton hubiera elegido por amigo; no tenía la gravedad que requería aquel cargo, y sus modales bruscos y desconcertados le perjudicaban a él tanto como a su padre; pero teniendo diez años más que Milton, conocía perfectamente los clásicos, había publicado versos griegos y latinos y era tan útil a los jóvenes estudiantes, que Milton años adelante se vio obligado a hablar de él con mucho agradecimiento. Es de suponer que sometiera a la experiencia y criterio del que se consideraba como compañero suyo alguno de sus ensayos en verso, y que le debiese estímulos y ayuda en las dificultades que le ocurrieran.

El 12 de febrero de 1625 entró Milton en el colegio de Cristo, de Cambridge, como «pensionado menor,» que era una posición media entre los estudiantes «aventajados,» que pagaban más, y los «inferiores» que satisfacían menos. Todos recibían la misma educación, pero la diferencia de honorarios que pagaban establecía distinción en sus respectivos privilegios. Los estudiantes y agregados del colegio de Cristo en aquella época venían a ser unos doscientos cincuenta; los de la Universidad se acercaban a tres mil. En el colegio de Cristo el profesor más notable era José Meade, conocido entre los teólogos por su Clavis Apocalyptica y sus estudios en esta materia, y ahora más familiar a los que estudian la Historia de Inglaterra, a causa de sus cartas llenas de noticias y anécdotas de aquel tiempo. Muchas de estas cartas se han impreso poco ha. Meade podía decir con razón: «sé muy bien lo que pasa en el mundo;» y afortunadamente para los que le trataban, su ingenio natural estaba siempre pronto a comunicarles cuanto a fuerza de afanes adquiría. Era, por decirlo así, un periódico ambulante en aquel colegio; y si los que estaban en él ignoraban algo de lo que acontecía en el parlamento, en la corte o fuera de ella, a su poca solicitud debían atribuirlo. Seguros estamos de que Milton no incurriría en tal falta. Otro profesor del colegio de Cristo era Guillermo Chappell que durante algún tiempo fue maestro de Milton. Chappell sabía disputar en latin, según la moda escolástica que privaba aún, con mucha sutileza y facilidad; pero en materias eclesiásticas era de la escuela de Laud, y no parece que poseía las mejores disposiciones para inspirar profundidad e independencia a los entendimientos.

La permanencia de Milton en Cambridge duró por espacio de siete años, desde 1625, en que él tenía diez y siete de edad, hasta 1632 en que cumplió veinte y tres. Bajo el aspecto de los negocios públicos aquellos años fueron memorables. Jacobo I había muerto; Carlos había continuado sus luchas con el Parlamento, y determinádose por fin a dar el arriesgado paso de gobernar a Inglaterra, sin contar con las Asambleas. A la guerra con España se había añadido la de Francia, que después de ocasionar una y otra en el país mil trastornos y calamidades, tuvieron un éxito desgraciado. El duque de Buckingham había caído bajo el puñal de Felton, y el gobierno vino a parar a manos de Carlos y Laud. Resonaban ya en los oídos del pueblo los nombres de los jefes de los Comunes, los Eliots, los Cokes y los Seldens, y la persecución de que eran objeto los hombres de aquella clase excitaba donde quiera murmuraciones de toda especie. Los principales de entre los parlamentarios circulaban mil pronósticos respecto al estado de los negocios, que a la sazón, según decían, no iban tan mal como antes: de todos modos no puede recordarse sin satisfacción que aquellos hombres consignasen la petición de derechos en nuestro código político, como punto que había de hacer época en nuestra historia constitucional.

Los sucesos que en este intervalo ocurrieron en Cambridge, no merecen especial mención. La elección de Buckingham para el cargo de Canciller, secundando los deseos del rey, produjo en la mitad de la Universidad un sentimiento de humillación, y predispuso a la otra a demostraciones de adulación que tuvieron no poco de ridículo. Entonces, o poco después, se verificó la instalación de Su Gracia con todos los honores y oficiosidades que en aquella ocasión parecieron oportunas. Y a consecuencia de esto el Rey y la Reina favorecieron a la Universidad con su visita, haciéndose alarde entonces de un servilismo de fidelidad que no podía engañar a los que veían la realidad de las cosas.

La serie de estudios que se daban cuando Milton estaba en Cambridge, constituía un período de transición entre las antiguas formas de la Edad media, y lo que con el tiempo se había ido progresando. En la enseñanza de las matemáticas, la fama de la Universidad era nula, pues hasta unos treinta años después de haber salido Milton de ella no hubo cátedra particular de aquella ciencia. Explicábanse elementos de geometría, pero se daba el primer lugar a la filología, la teología y la filosofía, refiriéndose principalmente esta última a la lógica y la metafísica. Dábanse las lecciones por profesores de la Universidad, a las que asistían con más o menos asiduidad los estudiantes de los diferentes colegios. El cargo de profesor en estos, aunque se proveía sistemáticamente, no podía sustituir al de los profesores universitarios como en tiempos posteriores. Los estudiantes de cada colegio estaban divididos en secciones, y estas dirigidas respectivamente por distintos profesores. Tanteábase el mérito comparativo de los estudiantes no por medio de los exámenes, como se acostumbra ahora, sino en los certámenes que sostenían aquellos en latin en la capilla del colegio, y estos certámenes en que iban turnando todos, pero no muy a menudo, además de las lecciones que daban con el profesor y las que privadamente estudiaban, venían a completar la rutina que se observaba en la educación universitaria.

Deberíamos suponer, aunque sin testimonio directo para ello, que Milton adquirió crédito en todas las clases con sus profesores, que sostuvo con lucimiento los certámenes de la capilla, y que no se mostró desidioso en su estudio privado. No tenemos, sin embargo, datos auténticos para afirmar nada de esto, pero estamos en libertad de presumirlo, además de que para nosotros es de todo punto evidente. Su sobrino Philips dice que «por su extraordinaria capacidad y por la aplicación que había manifestado en los ejercicios hechos por su grado,» era «querido y admirado de toda la Universidad, especialmente de sus compañeros y las personas de más talento de su casa.» Aubrey afirma que «era un estudiante muy aventajado en la Universidad y desempeñaba allí todos los actos con extraordinario aplauso.» Wood encarece aún más su alabanza, añadiendo que durante sus estudios, tres años antes, y lo mismo en el colegio, «acostumbraba a estarse hasta media noche encima de los libros, lo cual fue la primitiva causa de que sus ojos comenzasen a cegar;» pues «se dedicaba con infatigable empeño al estudio en que tanto aprovechó, y desempeñaba los actos así del colegio como los académicos, con admiración de todo el mundo, siendo además un joven muy virtuoso y sobrio; bien que muy persuadido de lo que era.» En 1642 uno de sus contrincantes le pinta como uno de los que más alborotaban la Universidad, de manera que al fin, «fue expulsado de ella.» Y a esto replica Milton: «Por esta gratuita mentira, que hubiera podido ser creíble en otro tiempo, le doy las gracias, pues me ha dado con ella ocasión para mostrarme públicamente y de todo mi corazón agradecido a las extraordinarias consideraciones que se me guardaron sobre todos mis iguales, y a la benevolencia de todos aquellos hombres tan doctos, profesores del colegio en que viví algunos años, los cuales al salir de allí, después de tomar dos grados, como era costumbre, expresaron de diferentes maneras cuánta mayor satisfacción les hubiera cabido en que hubiera continuado allí, así como por diferentes cartas suyas llenas de afecto y cariñosos recuerdos, antes de aquel tiempo y mucho después, pude convencerme de la singular estimación que me profesaban.» Debe tenerse presente que estas declaraciones se publicaron a los diez años de dejar a Cambridge, cuando los que hubieran podido desmentirlas, si no hubieran sido ciertas, vivían en su mayor parte.

Tiempo había de venir en que Milton se hiciera públicamente partidario del Parlamento, y abogara por las grandes reformas que se habían realizado en la Iglesia y el Estado, sin omitir las universidades; y nada entonces más natural que sus adversarios hubieran recordado su vida universitaria; y dado este caso que podía servir de móvil para promover algún escándalo, no solo lo hubieran promovido muchos, sino complacídose en exagerarlo. Así aconteció, que hallándose Milton en el segundo año, tuvo una disputa con su profesor Chappell en la cual medió el doctor Bainbridge; y el resultado parece fue que se obligó a Milton a ausentarse por algún tiempo, o que él mismo creyó conveniente hacerlo. Pero no duró mucho esta ausencia: ocurrió al terminar la Cuaresma de 1626 y no le ocasionó la pérdida del curso. Al regresar se halló con otro profesor llamado Tovey.

Pero estos hechos han servido de fundamento a algunas suposiciones. El doctor Johnson, consecuente con el espíritu de su crítica respecto a Milton, dice: «Hay motivos para creer que Milton no era mirado en su colegio con mucho afecto. Que no obtuvo distinción alguna, está probado; mas el despego con que se le trató fue algo más que negativo: vergüenza nos da referir lo que tenemos por muy cierto, a saber, que Milton era uno de los peores estudiantes de una Universidad en que se imponía la pública infamia del castigo corporal.» Para nosotros nada más infundado que la primera parte de esta aserción, es decir, que Milton fuese mirado con despego por las personas de su colegio; y en cuanto a la otra insinuación referente al ominoso castigo que pudo imponérsele, es no menos improbable. La única razón aparente que hay para semejante imputación, se encuentra en los manuscritos de Aubrey. Citando como autoridad a Cristóbal Milton, dice el mismo Aubrey que nuestro poeta recibió algunos malos tratos de manos de Chappell; y sobre la expresión «malos tratos» se encuentra interlineada la de «le pegó azotes.» De dónde se sacase este dato, no se sabe; no cabe duda que tanto en Cambridge como en Oxford seguían aplicándose estos castigos infamantes; pero con menos frecuencia que en tiempos antiguos, y sobre todo a jóvenes mayores de diez y seis años. Pues bien: en la primavera de 1626 Milton tenía diez y ocho; así que, examinando el caso imparcialmente, antójasenos que esta es una de tantas invenciones como se echaron a volar contra el escritor que se atrevió a combatir sin miramiento ni reparo alguno las preocupaciones y ruindad de los hombres de aquella época.

Lo evidente es que la juventud de Milton, sin afectar pureza, rectitud ni virtudes de ningún otro género, se distinguió por su gravedad y por la castidad de sus costumbres. Pero su gravedad era la que debe tener todo hombre, sin mezcla alguna de intolerancia ni de altivez. En cuanto a su castidad, no solo fue un hecho, sino hecho nacido del convencimiento que aún el hombre más puro estimaría como demasiado ideal y místico para profesado en un mundo como el nuestro. En su opinión la falta de esta virtud era más reprobable en el hombre que en la mujer, porque arguye debilidad de naturaleza en quien debe ser más fuerte y ejercer más dominio sobre sus pasiones. En sus versos a Hobson manifiesta que a veces tenía sus ratos de buen humor, y en la epístola a su amigo Diodati, en la primavera de 1626, confiesa que mientras estuvo en Londres iba alguna vez a las funciones de los teatros. En tiempos posteriores, como le acusasen algunos de sus émulos porque escribía como hombre demasiado familiarizado con los espectáculos escénicos, creyó deber replicar en los siguientes términos: «Pero desde el momento en que se hacía preciso echar mano de los afeites, del peluquín o de la carátula que se ven en las comedias ¿no era extraño que en el colegio hubiera tantos teólogos o aspirantes a teólogos, que subiesen a las tablas y retorciesen y atormentasen sus miembros clericales con todas las livianas posturas y gesticulaciones de los polichinelas, bufones y payasos, prostituyendo la dignidad de aquel ministerio, tuviésenlo o no lo tuvieran, en presencia de los cortesanos y de las damas, de los lacayos y de las doncellas? Allí donde ellos representaban tan sin escrúpulo entre los otros estudiantes mozos, yo era espectador: se creían galanes, y yo los tenía por locos; ellos se divertían así, y yo me reía de ellos; ellos disparataban, y yo pasaba un mal rato; y cuando daban en afectar aticismo, ellos embrollaban un párrafo, y yo los silbaba sin compasión.» Todo parece que se refiere a la gran representación que se dio delante del rey y la reina en Cambridge en 1629. La descripción indica la idea que Milton pudo adquirir del drama, y nos la da asimismo de los estudiantes del colegio de Cristo cuando añade, «con otros estudiantes mozos,» y manifiesta el desagrado con que vio aquella disparatada representación, hasta que por último no pudo reprimirse y soltó una estrepitosa silba.

En resumen, aunque Milton no ejerció el sacerdocio en la Iglesia anglicana, no por eso dejó de considerarse como sacerdote bajo cierto aspecto. El sacerdocio a que aspiraba era el de la poesía; la inspiración que anhelaba era la que recibieron los antiguos profetas, inspiración de que se hacían dignos aun siendo seglares, pero que los elevaba al goce de los títulos más sagrados. En su concepto, un poeta tan excelente como él esperaba que llegaría a ser, debía tener en su carácter algo de divino. El cantor de las Bacanales no era mucho que se confundiera con las Bacantes; pero un poeta que se remonta en su imaginación a cosas celestiales, no puede vagar por la tierra, no puede considerarse como terrestre. El mal inseparable de nuestra naturaleza le da aptitud para pintar el mal; pero si ha nacido para imprimir en los hombres el sentimiento del bien, debe dirigir el vuelo a las sublimes regiones donde el bien impera. En todas las artes los sentimientos verdaderamente religiosos proceden de hombres religiosos también. El genio desprovisto de santidad puede llegar al arca, mas no tocar a ella sin profanarla. Por más que uno se distinga en otros géneros, si carece de facultades especiales para este, jamás conseguirá éxito alguno. En artes, como en religión, el hombre natural no puede tratar de asuntos espirituales.

La doctrina admitida es que los hombres de facultades poéticas o artísticas son seres dotados de grande imaginación y sensibilidad, y por consiguiente se elevarán o descenderán alternativamente a impulsos de su capricho, hallándose aun lo moral y lo religioso sujeto a esta ley de su naturaleza, o más bien a esta falta de toda ley. La vida de Milton no es la única que prueba semejante inconstancia e irregularidad: tan persuadido estaba de este defecto, que a él precisamente debió la profunda convicción que toda la vida le sirvió de norma. Así es que reflexionando sobre esto, escribía: «He llegado a adquirir el convencimiento de que si uno, realizando sus esperanzas, consigue escribir con acierto cosas dignas de loa, debe ser por sí un verdadero poema, es decir, una composición, un dechado de todo lo mejor y más honroso, sin creer que pueda celebrar altos hechos de héroes o pueblos famosos, mientras no lleve en sí la experiencia o la práctica de todo lo que es loable.»

¿Qué extraño, pues, que un joven como el de Cambridge, que pensaba de esta manera, y tan juicioso y firme era en sus propósitos, viviese en cierto modo apartado de todos los demás? ¿Por qué hemos de maravillarnos si se lamentaba de la ausencia de personas que abrigasen estos pensamientos o inclinaciones entre los que se hallaban a su lado? Que la antipatía y reserva consiguientes a tal aislamiento sean prueba evidente de su altiva condición y excesivo amor propio, con razón habrá quien lo presuma. En ciertas situaciones, para hacerse enemigos, no se necesita más que infundir la sospecha de que a todos juzgamos inferiores; y es indudable que por esta causa Milton debió sufrir mucho en los primeros tiempos del colegio. En su aspecto debía sin duda haber algo de altivez, aunque fuese una apariencia que proviniera de otra causa; su amor propio debía ser grande, pero natural, inteligente, el que su inteligencia no le vedaba mostrar, aun proponiéndose no ocultarlo. Su superioridad era tan verdadera, que hubiera sido en él una afectación fingir que no estaba penetrado de ella. Todos saben que por su excelente complexión y la belleza de sus facciones, se le dio alguna vez el nombre de «la señorita del colegio de Cristo.» Pero tampoco se ignora que era diestro en la espada, y Wood afirma que «era de afable semblante, de gallardo y varonil continente, y animoso y resuelto en sus palabras.» Siendo muy joven, empezó el estudio del hebreo. Las primeras poesías que se conservan de su pluma, son una paráfrasis de los salmos 114 y 136. Estos ensayos los hizo, según confesión propia, a los quince años. En ellos se advierte un tono robusto y vigoroso, como el que caracteriza sus escritos posteriores; el que sigue en orden de tiempo pertenece a un año después de su llegada a Cambridge. Es una poesía titulada: «A la muerte de un hermoso niño.» El niño era un hijo de su hermana; los versos manifiestan grande imaginación, y están llenos de conceptos y expresiones de que solo es capaz un verdadero poeta. Hallamos a continuación el «Tiempo de vacaciones,» que se escribió cosa de un año después, y que es sumamente interesante como indicio de la facilidad con que el joven poeta aplicaba la lógica escolástica y el artificio propio de aquel asunto. El himno que viene luego, se titula: «A la mañana del nacimiento de Cristo» y es de muy distinto género; es una exuberante exposición propia de tal asunto, y a juicio de Mr. Hallam, el himno más bello que tiene la lengua inglesa. Se compuso para la Navidad de 1629. Síguense otras composiciones «A la Circuncisión» y «A la Pasión;» pero al llegar al octavo verso de esta última, el poeta no pasó adelante, y algún tiempo después manifestó la razón que tuvo para hacerlo así: «Convencido el autor de que este asunto era muy superior a la edad que entonces tenía, y no estando satisfecho de la manera con que lo empezó, lo dejó interrumpido aquí.» Los críticos han considerado exacto este juicio. Sus diez y seis versos «A Shakespeare» se suponen escritos en una hoja en blanco de un ejemplar de las obras del gran dramático, ejemplar probablemente de la primera edición en folio. En 1632 los hallamos con otros del mismo género al principio de la segunda edición de las mismas obras, pero se imprimieron anónimos; la circunstancia, sin embargo, de su aparición es interesante, por ser los primeros versos de Milton que en concepto nuestro se dieron a la imprenta. Otros escribió por el mismo tiempo al oír una «Música solemne.» Son enteramente del corte de los de Milton.

La marquesa de Winchester era una señora de extremada hermosura, muy querida de todo el mundo por su benevolencia, y respetada por sus relevantes dotes. Una inflamación de la cara que le bajó a la garganta, acabó repentinamente con ella a la sazón que se hallaba en cinta. Fue su muerte muy sentida, y con este motivo escribieron versos laudatorios a su memoria Ben Jonson, Devenant y otros ingenios muy conocidos. Milton insertó también una composición en su corona fúnebre con el título de «Epitafio a la marquesa de Winchester.» De esta composición únicamente diremos que el joven poeta del colegio de Cristo no pudo en esta ocasión competir con los veteranos del arte, concluyendo por añadir el soneto que hizo al entrar en «La edad de los veintitrés años,» sus versos «Al tiempo» y los dirigidos «A Hobson,» para completar el catálogo de las composiciones inglesas más conocidas de Milton durante los siete años que residió en Cambridge.

Pero las latinas que compuso mientras fue estudiante, no deben pasarse por alto; y si ninguna de ellas se dio por entonces a la imprenta, indudablemente consistió en que eran ejercicios de escuela, más bien que primicias de su genio poético.

No debió Milton quedar muy satisfecho de la preparación que recibió en Cambridge; pero recuérdese que Gibbon tampoco tuvo que agradecer mucho en este concepto a la Universidad de Oxford, un siglo después, y que lo mismo puede decirse en nuestros tiempos de un hombre tan eminente como el poeta Wordsworth. La verdad es que en los mejores colegios y en los tiempos más florecientes, el joven cuya educación no pasa de la ayuda que pueden prestarle los profesores, consigue muy poca cosa. Algo ciertamente debió Milton a su maestro Tovey, pero más, inmensamente más al magisterio de la sociedad y de los libros, que fueron los que ejercieron influencia en la voluntaria propensión de su naturaleza. Las inclinaciones que se desarrollan en el alma están más o menos en armonía con las disposiciones de cada cual. Educar el entendimiento, es dar dirección a sus facultades, y donde no hay facultades, mal pueden ser dirigidas. Todo talento privilegiado debe estar convencido de esta verdad; y así sucedió exactamente con el que había de llegar a ser autor del Paraíso perdido.

No parece que Milton se apresuró mucho a seguir su vocación. Tan indeciso estaba en este punto, aun en el postrer año de su permanencia en Cambridge, que un amigo cuyo juicio miraba con alguna deferencia, parece que le reconvino por aquella indecisión. En una carta esmeradamente escrita, trata de vindicarse a sí mismo. Niega que se deje llevar exclusivamente de su amor a la ciencia; y aunque no existieran motivos más poderosos, bastaban las «consideraciones propias y las de familia,» y «las del honor y la reputación,» para tener un eficaz estímulo. Pero el amor de la ciencia, que en sí es tan provechoso, puede infundir tal respeto a lo que debe hacerse, que predisponga a un hombre a arrostrar la nota de ser el último, antes que incurrir en la censura de no haberse preparado suficientemente. Copió para su amigo el soneto que había escrito al entrar «en la edad de veintitrés años,» como una prueba evidente de que no había dejado de pensar en aquel asunto; y el amigo entonces cobró fundadas esperanzas de verle adoptar el estado eclesiástico. Milton no manifestó en esta ocasión repugnancia alguna a hacerse clérigo, pues no tenía necesidad de hacerlo; pero hay razones poderosas para presumir que ya entonces sentía escrúpulos en este particular, pues contaba con motivos bastantes para justificar su conducta sin entrar en los pormenores que Laud y los que le servían de instrumentos se esforzaban en presentar como otros tantos crímenes. Diez años después prescindió ya de reticencias, pues decía, según hemos visto, que sus padres y amigos le destinaban «desde niño» a la Iglesia, y que su inclinación le encaminaba a lo mismo «hasta que entrando en años más maduros y conociendo la tiranía que se había introducido en la Iglesia,» vio claramente «que el que se decidiera a recibir las órdenes, debía suscribir a ser esclavo, y además a pronunciar votos, que a no tener muy ancha la conciencia, equivaldrían a un perjurio o a la ausencia de toda fe.» Creyó pues preferible «guardar un silencio vituperable antes que prometer lo que llevaba en sí la violencia y la falsedad.» Hablaba por consiguiente de sí como de un hombre «excomulgado por los prelados» y a quien en cambio asistía el derecho de criticar lo mismo a la Iglesia que a sus pastores.

Tenemos motivos para creer que hubo algunos momentos en que Milton pensó dedicarse a las leyes; pero sus escritos en prosa y verso antes de dejar a Cambridge, sugirieron a sus amigos la sospecha de que su vocación era escribir poesías que le diesen fama; y tal a no dudarlo era el sueño de su imaginación cuando se dejaba llevar de sus ilusiones. A esta idea fue gradualmente acostumbrando también la prudente sagacidad de su padre. Hízole presente la pasión que este sentía a la música; y ¿qué mucho que hijo de semejante padre se hubiese apasionado por la poesía? Sentía llegar a verse contrariado en esperanzas que tan empeñadas tenían sus aficiones, porque en su concepto las minas de platas del Perú eran nada comparadas con el don de producir versos inmortales. Su padre, hombre generoso y cuerdo, le ayudó a realizar este anhelo con que vivía, coadyuvando a satisfacer esta necesidad de su naturaleza. En tal estado Milton dejó a Cambridge.

Por aquel tiempo el notario se retiró de su oficio, y se estableció en el pueblo de Horton, en Buckinghamshire, con la intención al parecer de acabar sus últimos días en aquel retiro. Cómo se condujo con su hijo durante los cinco postreros años de su vida, él mismo lo declara en pocas palabras. «En la residencia, dice, a donde se retiró para pasar su vejez, tuve tranquilidad bastante para ocupar largo tiempo en el estudio de los autores griegos y latinos, no sin que algunas veces reemplazase el campo por la ciudad, ya con el objeto de comprar libros, ya con el de adquirir algunas nociones de matemáticas y música, que entonces eran todas mis delicias.» En aquellos cinco años escribió Milton su soneto al Ruiseñor, el Allegro y Penseroso, los Arcades, el Comus y el Lycidas. El Ruiseñor está fundado en la credulidad de los campesinos, que suponían, si llegaba a sus oídos el canto de aquel pájaro en la primavera, antes que el del cuclillo, que era señal de prosperidad en amores. En cuanto al Allegro y Penseroso, no necesitamos repetir que figuran entre nuestros primeros idilios poéticos. Los Arcades es una composición incompleta: la parte que falta probablemente estaba en prosa. Harefield, residencia de la distinguida condesa viuda de Derby, donde pasaba la acción de aquel poema dramático, distaba solo unas cuantas millas de Horton; pero no hay razón alguna para suponer que Milton fuese conocido de aquella familia; lo probable es que la composición fue escrita a ruegos de su amigo el músico Enrique Lawes; por lo menos a una excitación semejante no dudamos que se debió el origen del Comus, del que hablaremos en otra parte.

Durante su permanencia en Horton, fue Milton incorporado a la Universidad de Oxford, porque en aquel tiempo la agregación de un estudiante a cualquiera Universidad, le daba derecho para trasladarse a otra y Oxford estaba más próxima a Horton que Cambridge.

En Horton además, y en aquel mismo intervalo, Milton perdió a su excelente madre. «Fue sepultada en el presbiterio de la iglesia parroquial, y al lado de su sepultura asistió Milton y derramó tiernas lágrimas con su desconsolado padre, su hermana y su hermano, al cubrir de tierra el ataúd y dirigir su última mirada a la estrecha mansión en que todos hemos de parar, cumplidos que sean nuestros días.»

Al fin también de aquellos cinco años de Horton, fue cuando Eduardo King, del colegio de Cristo y amigo de Milton, pereció en el canal de San Jorge, suceso que inspiró al poeta el canto con el nombre de Lycidas. El ilustrado joven cuya vida fenecía así a los veinticinco años, se dedicaba a la carrera eclesiástica; y Milton censuraba aquel propósito como para indicar claramente el disgusto con que veía el estado eclesiástico y la esperanza de su amigo de fijar su porvenir en él. Cuando se reimprimió este monólogo en 1645, el autor se atrevió a expresar todo su pensamiento, y así puso la siguiente advertencia a la cabeza de la composición: «En este canto el autor lamenta a su sabio amigo, desgraciadamente ahogado en su travesía de Chester al mar de Irlanda, en 1637: Y con este motivo predice la ruina de nuestro corrompido clero, que se hallaba entonces en su apogeo.» Pero había de trascurrir aún algún tiempo hasta que se cumpliera esta profecía.

Dos cartas de Milton tenemos escritas por aquella época a su amigo Diodati, que nos ponen hasta cierto punto de manifiesto sus costumbres y su vida íntima. Asegura a su amigo que tiene poca destreza para escribir cartas, y que otra de las causas que influían en su negligencia como corresponsal, era su poca habilidad para alternar el trabajo con el descanso porque en su opinión y por lo general, el dedicarse a una cosa debía ser dedicarse a ella sin interrupción hasta dejarla terminada, o hasta que se pudiera tomar algún reposo natural. Que bajo cierto aspecto él no se aventuraría a decir lo que Dios podía no haberle concedido, pero que un don por lo menos le había inspirado, a saber, un ferviente amor a la belleza y un afanoso anhelo de buscarla donde quiera que se encontrase. Que estas eran sus aspiraciones, y que si no las había realizado con éxito proporcionado a sus esperanzas, su postrer esfuerzo debía ser rendir homenaje a aquellos que habían sido más afortunados. Confiesa que con este designio había ido templando sus alas volando despacio, pero confiando hacerlo con algún tino. No debe, sin embargo, suponerse que careciera de toda mira práctica; lejos de eso, tenía intenciones de ocupar algún puesto en un colegio de abogados, y añade que tendría mucho gusto en ver allí a sus amigos y en pasear con ellos las noches de verano por aquellos alrededores.

No creemos fundada la suposición de que obrase a impulsos de este pensamiento; otro fue el que por entonces ocupaba toda su imaginación. Sus estudios le habían sugerido mil ilusiones de lo pasado, juntamente con los recuerdos de los Alpes, la tierra de los Apeninos y los países existentes más allá de estas regiones. ¿Qué cosa más natural que el deseo de recorrer aquellos países, visitar sus antiguas ciudades, y detenerse ante los maravillosos monumentos que en ellos se conservan? La quebrantada salud de su madre le había obligado a aplazar la realización de estos deseos; mas la circunstancia de que a poco de haber muerto, se casó su hermano Cristóbal y pasó a residir en compañía de su padre, parece que le permitió poner por obra aquellos proyectos. Eran costosos porque había resuelto viajar como un caballero, llevando consigo a su criado. Su cariñoso padre es de suponer que contrariase menos aquel propósito que algunos otros; ello es que le dio su consentimiento, y que en mayo de 1638, Milton cruzó el canal haciendo rumbo a París. Había tenido la precaución de procurarse buenas recomendaciones, y una de ellas era la de su distinguido vecino Sir Enrique Wotton, preboste de Eton. Este señor se había proporcionado recientemente un ejemplar del Comus impreso por Enrique Lawes, que le agradó sobremanera. En más de una ocasión había hablado también con el autor, y asegurádole que el placer que tenía en tratarle le hacía esperar que alguna vez beberían una botella juntos, invitándole a «hacer penitencia,» cuando «pudieran reunir cierto número de buenos autores.» En una carta del anciano y cumplido preboste, se lee esta postdata; «Muy señor mío: os envío esta por medio de mi lacayo, para anticiparme a vuestra marcha y deciros lo agradecido que quedo a vuestra fina carta, que he recibido, interrumpiendo mis quehaceres, que no son pocos, y no queriendo valerme del correo ordinario. En cualquiera parte que os establezcáis y de que yo tenga noticia, me alegraré, y aprovecharé la ocasión de discurrir con vos sobre algunas novedades, a fin de mantener viva una amistad que apenas comenzada, se ha interrumpido tan inesperadamente.»

Al llegar a París, una de las personas a quienes Milton iba recomendado le proporcionó una amistosa entrevista con Lord Scudamore, el embajador inglés; y atendiendo a sus distinguidas prendas personales, el joven inglés fue presentado al sabio Hugo Grocio, que estaba entonces de embajador de la reina de Suecia en la corte de Francia. Nada sabemos de lo que pasó en esta entrevista, sino que Grocio dicen que recibió «muy amable su visita,» y que conferenció con él muy prevenido en su favor por su buen aspecto, y por los elogios que de él se le habían hecho. Pero Grocio estaba a la sazón muy ocupado en el ilusorio proyecto de consolidar el protestantismo, uniendo las iglesias episcopales de aquella creencia en Inglaterra, Suecia, Dinamarca y Noruega, prescindiendo de todos los demás protestantes; y si algo se indicó a Milton de tan desvariado proyecto, seguros estamos de que su respuesta no sería muy satisfactoria.

Milton permaneció en París solo unos cuantos días; de aquí se dirigió a Niza, donde se embarcó para Génova y para Liorna. Desde Liorna se encaminó por Pisa a Florencia, y en esta última ciudad se detuvo dos meses. Era entonces Florencia, como siglos atrás había sido, el emporio de la civilización italiana; casi en cada calle tenía una academia o club que se componía de estudiantes, poetas, artistas y sabios asociados voluntariamente; y a favor de las recomendaciones obtenidas en Inglaterra y París, fácilmente fue Milton admitido en las más distinguidas de aquellas sociedades. Para merecer este privilegio, era necesario presentar alguna producción de su pluma, y así lo hizo llevando algunas de las cosas que había escrito en Cambridge, y otras que llevó a cabo con aquel objeto. Hablando correcta y fácilmente el latin y el italiano, podía conversar de igual a igual con sus nuevos amigos, y estas reuniones parece que le fueron sumamente agradables. Cuando generosamente abogaba en tiempos posteriores por la libertad de la imprenta, decía: «Pudiera referir lo que he visto y oído en otros países sujetos a la tiranía de esta especie de inquisición; países en que traté con hombres de gran ciencia, que este honor me dispensaron, los cuales me contemplaban feliz por haber nacido en tierra de libertad filosófica, como suponían que era Inglaterra, al paso que ellos se lamentaban de la servil condición en que vivía la ciencia entre ellos; que esto había eclipsado la gloria de los ingenios italianos, y que nada se había escrito los últimos años en aquel país, sino bajezas y fanfarronadas.» Alternando con personas de esta clase, fue Milton presentado y pudo hablar al gran filósofo de la época.» «Allí, dice, fue donde hallé y visité al famoso Galileo, ya anciano y preso en la Inquisición, por pensar en astronomía de distinto modo que pensaban los franciscanos y dominicos, árbitros de la ciencia.» ¡Milton y Galileo conversando uno con otro, y Galileo en un estado en que el joven temía llegar a verse, privado de la luz, enteramente ciego! Mas por entonces Milton gozaba de la vista, del esplendor del cielo de Italia, y cuando expiraba el día de las brillantes lumbreras que iluminaban así aquellas sabias reuniones y círculos de Florencia, porque es evidente que Milton halló ingreso en los últimos, y que su corazón, por más reservado que fuese, no podía enteramente librarse de la impresión que el encanto de aquellos círculos le causaba. Entre sus composiciones se hallan algunas escritas en Florencia, versos compuestos en su alabanza, y que si no muestran gran genio en sus autores, manifiestan por lo menos muy claramente la extraordinaria admiración que se tributó al de Milton.

Desde Florencia tomó el camino de Roma, dirigiéndose por Siena. En Roma contrajo desde luego amistad con Lucas Holstenio, el conservador de la Biblioteca del Vaticano, sin casi necesidad de recomendación alguna. Holstenio había estudiado tres años en Oxford, hecho que explica en parte la cortés acogida que Milton recordaba con tanto agradecimiento, pero la cortesía se trocó pronto en admiración, así que el bibliotecario descubrió la mucha ciencia de aquel extranjero, y se convenció de la superioridad del que iba a juzgar de sus conocimientos. Tal importancia le concedió, que hizo llegar sus elogios a oídos del cardenal F. Barbarini, pariente y primer ministro del Papa. Pocos días después el cardenal daba un gran concierto, y entre otras muchas personas, invitó al extranjero que tanto había fascinado a Holstenio; con cuya ocasión, dice Milton, el cardenal, saliendo hasta la puerta, «no solo me buscó entre toda aquella multitud, sino que cogiéndome de la mano, me entró dentro con demostraciones las más honrosas.» Todo esto, dijo a su amigo Holstenio, era debido sin duda a sus favores. En casa del cardenal probablemente oyó Milton cantar a Leonora, notable por su juventud y su belleza, y cuya voz y habilidad le daban una celebridad superior a todas. Milton demuestra el entusiasmo que sintió al oír a aquella sirena, dado que escribió no menos que tres composiciones en alabanza de la cantante. Dos romanos, Juan Salsilo y Salvaggi, nombres olvidados ya en nuestro tiempo, pero entonces muy conocidos, compusieron en loor de Milton versos llenos de hipérboles extravagantes; mas los del primero fueron tan estimados del poeta, que al saber más adelante que estaba enfermo, le dirigió una sentida composición en versos latinos.

Pasado que hubo dos meses en estudiar los monumentos de la antigua Roma, y en este íntimo trato con sus actuales moradores, Milton emprendió el viaje a Nápoles. En el camino subió a su carruaje un ermitaño, que demostró ser hombre de alguna cultura literaria, y habiendo quedado prendado del viajero como antes que a él le había sucedido a Holstenio, al llegar a Nápoles vio que un hombre de tanto mérito no podía estar en aquella ciudad sin ser presentado a Manso, marqués de Villa, personaje de gran consideración en aquel país, y Mecenas de los talentos en los demás. Todo el que conozca la triste historia de Torcuato Tasso debe estar familiarizado con el nombre de Juan Bautista Manso, su constante y generoso amigo. Manso rayaba a la sazón en los ochenta años: recibió con mucha finura a Milton, y el resultado de esta entrevista lo dice el hecho de haberse constituido personalmente en guía del joven estudiante por todos los sitios que ofrecían algún interés en Nápoles y sus alrededores. «Yo le merecí, dice Milton, todo el tiempo que permanecí allí las más benévolas atenciones. Me acompañaba a los diferentes puntos de la ciudad, yendo a buscarme al palacio del virrey, y repetidas veces a mi casa para visitarme. Al despedirme, me pidió mil perdones, por no haber podido dispensarme más atenciones como lo deseaba, a causa de no haber disimulado yo mis sentimientos religiosos.» Milton había resuelto al salir de su casa no mezclarse para nada en cuestiones religiosas, a no ser que otros las provocasen; pero esta precaución parece que no fue bastante para preservarle de algunas inconveniencias, a veces hasta peligrosas, pues cuando pensaba volver a Roma, le advirtieron algunos mercaderes de Nápoles, que por ciertas cartas habían sabido lo preparados que estaban contra él los jesuitas ingleses, si otra vez se presentaba en aquella ciudad. Pero tenía que volver, y no hubiera desistido de su vuelta, porque manejaba bien la espada, y nada tenía que temer si se empeñaba un lance de hombre a hombre.

En Nápoles fue donde llegaron a sus oídos graves noticias sobre el conflicto que había surgido en Inglaterra entre el soberano y sus vasallos. Su deseo era haber ido a Sicilia y después a Grecia, pero en virtud de aquellas novedades, escribe: «Consideraba una deshonra que mientras mis compatriotas estaban combatiendo en mi país por la libertad, yo estuviese viajando por el extranjero por mi gusto, y con un objeto puramente intelectual.» Los escoceses habían destruido con incontrastable fuerza todas las innovaciones de Laud y del rey. Inglaterra experimentaba grande simpatía por lo que Escocia había hecho; y si no había comenzado la guerra civil al sur del Tweed, los hombres pensadores la veían como inminente. Próximo a dejar a Nápoles, Milton dirigió a Manso una epístola en hexámetros latinos y en estilo más sublime que cuanto la música de Tasso había inspirado a este en su favor. En contestación Manso envió a su amigo dos copas ricamente trabajadas, y en ellas dos líneas que formaban una expresiva dedicatoria.

«Volví, dice Milton, a Roma, a pesar de lo que se me había dicho. Si alguien me preguntó lo que era yo, no se lo oculté, y si alguien atacó en la ciudad papal la religión ortodoxa, yo como antes, y por espacio de dos meses, la defendí calorosamente.» En Florencia como en Roma reanudó Milton relaciones con sus antiguos amigos, y pasado aquel tiempo, se dirigió por Bolonia y Ferrara a vivir un mes en Venecia. Desde Venecia fue por Verona y Milán, subiendo el monte de San Bernardo, a Ginebra, en la cual ciudad permaneció algunas semanas, hasta que desandando el camino que había llevado, desde París arribó a Inglaterra cuando finalizaba junio, tras una ausencia de «un año y tres meses poco más o menos.» Esta breve relación de sus viajes la hizo cuando la parte que tomó en los negocios públicos le expuso a mil calumnias aventuradas, y por esta razón concluye su resumen con las siguientes palabras: «De nuevo pongo por testigo a Dios de que en todos aquellos puntos donde multitud de cosas se reputan legales, viví libre e incólume de todo libertinaje y vicio, teniendo siempre presente la máxima de que por más que me ocultase a los ojos de los hombres, no dejarían de verme los ojos de Dios.»

Es digno de observarse que todas las poesías que escribió Milton en Italia, así como casi todas sus composiciones de Cambridge, forman graves descripciones. En su noble epístola a Manso no hizo misterio alguno de la idea de escribir un poema épico, y los versos que le dirigían sus amigos de Roma y Florencia, indicaban harto claro que alguna expresión se le había deslizado sobre tal propósito, dado que no desconfiaban de que su genio acometiese alguna obra de aquella naturaleza. En este tiempo, sin embargo, no se le había ocurrido aún tomar por asunto de un libro la pérdida del Paraíso: la historia del rey Arturo y de los caballeros y damas que llenaban su corte caballeresca, fue lo que sugería a su imaginación animados y brillantes cuadros.

Cuando volvió Milton a Inglaterra, su padre había dejado la casa de Horton y trasladádose con su hijo Cristóbal a Reading. Los gastos inevitables en el viaje que había hecho el poeta, no le impidieron comprar gran cantidad de libros, de los cuales unos llevó consigo y otros llegaron después. En realidad no tenemos motivos en que fundarnos para suponer que los recursos con que contaba fueran bastantes para asegurarle una modesta independencia. En carrera comercial no pensaba, y a la vida profesional estaba poco inclinado. Si su buen padre pudo sostenerle en términos de que no tuviera que pensar más que en sus libros y en sus obras literarias, seguros estamos de que lo haría, y parece evidente que en efecto lo hizo.

El primer paso que dio Milton al volver a Londres, fue alquilar parte de una casa en St. Bride’s Churchyard. Allí acomodó sus libros y volvió de nuevo a sus estudios; era esto a fines de 1639. Pero al año siguiente le vemos tomar una «casa con jardín,» es decir, una casa aislada con un jardín alrededor en Aldersgate Street, calle que se describe como una de las más tranquilas y de las más decentes de los arrabales de Londres. Por este tiempo mistress Philips, su hermana, quedó viuda y volvió a casarse. Cuando vivía en St. Bride’s Churchyard, se encargó del cuidado y educación del hijo más joven, mozo de nueve años a la sazón y de grandes esperanzas, y ahora recibió al sobrino más pequeño como pupilo. Habiéndose comprometido a dirigir por sí la educación de aquellos dos sobrinos, vemos que luego se encargó de algunos más, hijos de amigos suyos, de quienes sin duda recibía buenos honorarios por sus servicios.

En este punto de la vida de Milton, Johnson da una completa explicación sobre el ningún afecto que le profesaba. «No permitáis, escribe, que veneremos a Milton; prohibidnos ver con cierta plenitud de satisfacción sus grandes promesas y sus pequeños cumplimientos; hombre que se apresura a volver a su país porque sus compatriotas pelean por su libertad, y cuando llega al lugar de la acción, emplea su patriotismo en una casa de pupilos.» Milton nos dice que resolvió dejar en esta ocasión «el éxito de los asuntos públicos, primero a Dios y después a aquellos a quienes el pueblo había encomendado esta empresa.» Pero los escritos de Milton constituyen su biografía; y si Johnson se hubiera tomado la molestia de leer sus obras en prosa con el cuidado que se merecen, habría fijado su atención en el siguiente pasaje, y no hubiera abusado tanto de su humor satírico: «Confiando en la ayuda de Dios, el pueblo inglés rechazaba la esclavitud con la más justa de las guerras; y aunque yo no reclame parte alguna en la alabanza que le es debida, fácilmente puedo defenderme de la imputación (si alguna de esta naturaleza se me ha hecho) tanto de timidez como de indolencia. Porque si no arrostré las penalidades y riesgos de la guerra, fue porque en otra esfera podía con más eficacia, y con no menos peligro para mí, servir de algo a mis compatriotas y mostrar un espíritu que ni se rendía a la adversidad de la fortuna, ni obraba por vil miedo a la calumnia o a la muerte. Desde que en mis primeros años me consagré a los estudios más liberales, y me sentí más robusto de entendimiento que de cuerpo, siendo extraño a las labores del campo, en que cualquier soldado de vigorosa naturaleza me hubiera fácilmente excedido, recurrí a las armas que yo podía manejar con más efecto, y comprendí que obraba cuerdamente al ejercitar así mis mejores y más poderosas facultades en el servicio de mi país y de su honrosa causa.» Cualquiera otra conducta que hubiera seguido Milton, le hubiera expuesto a menos calumnias que las que arrostraba, siendo un motivo de asombro para él y para todos, que después de tantos peligros no rodase su cabeza en un cadalso para castigo de su temeridad.

Milton se mudó juntamente con sus libros, a St. Bride’s Churchyard, en el otoño de 1639, y de aquí a Aldersgate Street en 1640, y publicó su primer folleto contra el Parlamento y la reforma eclesiástica en 1641. Por espacio de once años siguió Carlos I gobernando a Inglaterra sin contar con el Parlamento, y deliberadamente había suspendido las leyes que a sí mismo se impuso con su juramento al coronarse, y con las solemnes promesas que después hizo de mantenerlas. El fin de todo gobierno es proporcionar seguridad a las personas y propiedades, pero allí no había seguridad posible. El rey esquilmaba a sus súbditos cuanto podía, ejercía en todos los ramos del comercio el monopolio que más le agradaba, y detenía, desterraba o encarcelaba a su antojo a los tildados de descontentos, fuésenlo o no realmente. Nadie estaba seguro, si no alegaba el mérito de la sumisión y del silencio, y nadie era dueño de sí, ni aún con semejantes méritos. En los negocios eclesiásticos predominaba el sistema romano sostenido por Laud, y la única aspiración de sus amigos era suprimir toda oposición y libertad de pensamiento, perpetuar la jerarquía más aferrada a los intereses clericales, imponer el rezo inglés no solo a los ingleses sino a los escoceses, y asimilar el ritual anglicano al romano de tal manera, que apenas se advirtiese entre ellos diferencia alguna. Esta era la política que con relación a la Iglesia miraba Laud como la mejor y más conforme al modo de ver de su soberano.

Pero en 1639 se sublevó la Escocia, reprobando y proscribiendo, en uso de sus fueros, este orden de cosas. Llamó el Rey a sus súbditos ingleses para que le ayudasen a sofocar aquella rebelión; mas la respuesta que le dieron fue que para obtener aquella ayuda, era menester anular las leyes que regían, y conceder la libertad que las mismas leyes otorgaban para corregir tantos abusos y fomentar los intereses de la nación. En 1641 Carlos empleó cuantos recursos creyó oportunos, con la esperanza de orillar así aquellas dificultades, pero en vano. Congregó una asamblea de pares en York; disolvió el Parlamento Corto convocado en la primavera de 1640, y se vio obligado a pasar por la reunión de aquel Largo Parlamento tan memorable, en noviembre del mismo año. Pero aunque en Escocia se había desenvainado la espada contra el gobierno del Rey, ningún golpe le amenazaba aún por parte de Inglaterra; y dado que Milton se hubiera resuelto a esgrimir sus armas en esta contienda, el partido que hubiera podido tomar durante los tres años de su regreso de Italia, era el de emigrar a Escocia, y unirse en aquel reino a la bandera de los insurgentes. En Inglaterra, por aquel tiempo, la oposición se reducía al principio a meras discusiones, y uno y otro partido protestaban contra el pensamiento de emplear otros ningunos medios. Baste esto para aquilatar la justicia de las censuras que en el tono de mofa que hemos visto se permitió Johnson.

Estando en estos preliminares, tuvo Milton ocasión de comprender hasta qué punto influían en los realistas sus preocupaciones y yerros, y cuánto importaba ver si se podría encauzar bien a los mismos parlamentarios, ya que se estaba en los principios de la contienda; lo cual hubiera sido hacedero en el Parlamento, si sus paisanos le hubieran enviado a él; pero en aquellas circunstancias el único medio de poder prestar algún servicio al Estado era la prensa, y sus enemigos se hubieran alegrado mucho de verle comprometido en semejante agresión, y echar mano de las groseras armas que la multitud podía manejar tan bien o mejor que él mismo.

La obra que Milton dio a luz en 1641 se titulaba: De la Reforma en Inglaterra, y de las causas que la han frustrado hasta ahora. Escrito a un Amigo. El autor había manifestado en su Lycidas que la condición de la Iglesia anglicana estaba muy distante de satisfacerle; y véanse las elocuentes palabras con que describe el origen y principios de la Reforma en el siglo XVI: «Mas para no recargar más el cuadro de las iniquidades de la Iglesia, de cómo nacieron y de cómo tomaron cuerpo; cuando recuerdo por fin después de tantos siglos de tinieblas, en que la negra sombra del error ha ocultado todas las estrellas del firmamento de la Iglesia, cómo la brillante y bendita Reforma ahuyentó con el divino poder la negra y pesada noche de la ignorancia y tiranía anti-cristiana, me parece que un nuevo e indecible júbilo debe animar el pecho del que lee u oye, y que el suave placer de ojear el Evangelio debe inundar su alma en celestial fragancia. Entonces se difundió la Sagrada Biblia hasta los últimos rincones de que la profana falsedad y menosprecio la habían arrojado; se abrieron las escuelas; la ciencia divina y humana volvieron sus acentos a las lenguas que habían enmudecido; los príncipes y ciudades se agolparon al punto bajo la nueva bandera de salvación, y los mártires, con la irresistible fuerza de su debilidad, quebrantaron el poder de las tinieblas, y triunfaron de la fiera rabia del antiguo dragón.» De este lenguaje deducirá el lector el fervor y animación de estilo con que está escrito el folleto. El impulso que debió nacer de semejante cambio quedó paralizado; y las causas fueron varias, entre ellas la injusta preferencia que se dio a los obispos, cuya afición a pomposas ostentaciones, consecuencia natural de la falsa posición en que se les colocaba, dícese que los convirtió en grandes corruptores, en vez de ser, como su título lo indica, padres espirituales de la Iglesia.

Esta publicación debió ver la luz a principios de 1641. Fue seguida inmediatamente de otra, La Humilde Manifestación en favor del Episcopado, debida a la pluma de Hall, obispo de Norwich, excitado por el arzobispo Laud para tomar parte en esta cuestión. En respuesta al obispo apareció de allí a poco una obra con el título de Smectymnuus, nombre formado por las iniciales de los cinco teólogos puritanos que se encargaron de escribirla. Esta contra-réplica puso en un conflicto al arzobispo Usler. Milton contestó a la Institución apostólica del Episcopado, escrita por su excelencia, con dos tratados, el uno sobre la Prelacía episcopal, y el otro que se decía Razones del gobierno de la Iglesia. El obispo Hall publicó entonces una defensa de su Manifestación, a la cual tardaron poco en seguirse las Advertencias de Milton. Todos estos escritos aparecieron antes de expirar el año 1641.

Profunda fue sin duda la impresión que produjeron los folletos de Milton. En 1642 se dio a luz un volumen titulado: Modesta Refutación contra un Libelo calumnioso y grosero, el cual se consideró generalmente como debido a la pluma del hijo del obispo Hall. A los infundados ataques que dirigía esta obra contra el carácter privado de Milton, contestó él victoriosamente en su Apología del Smectymnuus.

El éxito de las apasionadas controversias sobre este asunto se vio primero en la expulsión de los obispos de la Cámara de los Lores, y finalmente en la supresión de aquella clase; mas el demostrar hasta qué punto contribuyeron los escritos de Milton a este resultado, haría preciso detenerse en su análisis, y las condiciones de esta breve memoria nos impiden entrar en cuestiones semejantes.

Pasados los borrascosos años de 1641 y 1642, hallamos a Milton en sosegada compañía con sus pupilos, o meditando sobre el gran poema que tenía pensado, y de que había anticipadamente hablado con pomposos anuncios en su Apología del Smectymnuus. Recordando los esfuerzos que le costó exponer sus opiniones sobre la educación, naturalmente tenemos curiosidad de ver cómo las pondría en práctica; mas por desgracia los hechos están muy lejos de corresponder a las esperanzas. Debemos suponer que bajo la dirección del autor del Comus y del Allegro y el Penseroso, sus pupilos estarían familiarizados con los más acabados y brillantes modelos que podía ofrecer una biblioteca clásica. No sucede nada de esto. Los libros que debiéramos hallar en primer término, tales como Virgilio, Horacio y Ovidio, ceden el puesto a Lucrecio, Manlio y otros prosistas de los inferiores y menos inteligibles en materia de lenguaje. No se hable de Tácito, de Livio ni de Cicerón. En el curso de autores griegos, no se tropieza con un solo trágico, orador ni aún historiador, a excepción de algunos fragmentos de Jenofonte. La idea de Milton parecía ser que con adquirir el conocimiento de la lengua, la comprensión de sus bellezas vendría por sí. Debemos añadir que los discípulos de este único establecimiento tenían que aprender hebreo y leerlo, comparándolo con el caldeo y el siriaco. No se olvidaban las lenguas modernas; y los domingos, Milton acompañaba la lectura del Nuevo Testamento en griego con oportunas explicaciones, con ciertas teorías de lectura y con algunas ideas respecto a la divinidad.

Johnson pregunta satíricamente, qué grandes hombres produjo aquella «admirable academia.» Un preceptor de enseñanza hubiera debido saber que el que lo es, ha de aspirar a desenvolver la capacidad, y que donde no hay germen alguno de esta capacidad de comprensión, en vano es dirigirse a ella. No dudamos que Milton enseñaría muchas cosas que se pueden aprender en cualquier libro impreso. Un autor que debía pasar por bien informado, dice que puso a sus sobrinos en disposición de interpretar los autores latinos a primera vista en el espacio de doce meses, y que así como era severo bajo un aspecto, bajo otro se mostraba franco y familiar en su conversación con aquellos de cuya educación estaba encargado. Su sobrino Philips añade que si sus pupilos hubieran recibido sus lecciones «con la penetración y profundidad, el ingenio, actividad y sed de saber de que estaba dotado el maestro, hubieran sido unos prodigios de talento y ciencia.» Por este último sabemos además que Milton tenía en este tiempo amigos personales que se contaban entre «los pisaverdes de aquella época,» y que de cuando en cuando se daba a bromear con ellos, haciendo fiesta lo mismo para sus pupilos que para él.

En algunos de estos «alegres días,» como ellos los llamaban, y en otros de alguna más sobriedad, suponemos que Milton hacía lo que hacemos todos, convencido a veces de que un hombre no es bien que esté siempre solo; pero la vida propiamente de calavera, ni en aquella ocasión era compatible con el vivo interés que le inspiraban los asuntos públicos, ni con los propósitos que abrigaba de llegar a ser útil y servir exclusivamente a su país. En aquellos días residía en Forest Hill, unas cuatro millas de Oxford, una familia llamada Powell. Era numerosa, y el cabeza de ella, Ricardo Powell, un magistrado que vivía con el desahogo de persona muy bien acomodada. Antes de que el padre del poeta abandonase a Bread Street, habían existido relaciones y negocios de intereses de alguna cuantía entre él y Powell, y en estos asuntos pecuniarios tuvo Milton alguna intervención directa y legal. Al trasladarse los Milton a Horton, debemos suponer que ambas familias, a causa de la mayor proximidad, se tratarían con más frecuencia; mas sea de esto lo que fuere, sabemos por el sobrino del poeta, entonces en su compañía, que por la pascua de Pentecostés de 1643, «emprendió un viaje por el país, cuyo objeto, o no se sabía, o era con alguno más que un mero pasatiempo. Ello fue que al cabo de un mes, el que salió soltero volvió casado con María, la hija mayor de Ricardo Powell, que entonces era juez de paz en Forest Hill, cerca de Shotover, en Oxfordshire.» Milton tenía que reclamar un dinero de su cuñado al tiempo de su casamiento, y que recibir, creemos que con el importe de su deuda, 1000 libras por vía de dote; pero ni este ni aquella llegó a cobrar jamás, por razones que indicaremos luego.

Entonces se mudó a su nueva casa de Barbican, a la cual llevó a su mujer, acompañándola algunos de sus parientes para pasar las fiestas de la boda, que duraron algunos días, y a que concurrieron también varios amigos de la novia. María Powell es de creer que fuese una joven de bella figura y agradable trato, pero ignoramos si tendría del mismo modo otras buenas cualidades. A las pocas semanas de su llegada a Londres, se recibió una carta invitando a mistress Milton a regresar por breve tiempo a su país; ella se mostró dispuesta a aceptar la invitación, y probablemente la provocaría. Su esposo no puso dificultad en complacerla, pero exigió que no difiriese su regreso más allá del día de San Miguel. San Miguel llegó y la perezosa señora no parecía; Milton escribió una y otra vez, y ninguna de sus cartas mereció respuesta; despachó un propio con este objeto, y parece que se le despidió sin hacerle caso. Nuestro poeta era un hombre profundamente virtuoso: llegó a lisonjearse con la esperanza de que casado sería feliz; pero esta esperanza tardó poco en desvanecerse.

¿A quién debe atribuirse la culpa de semejante desengaño? Los hombres dados a la vida pública pueden ser maridos cariñosos, mas por necesidad tienen que renunciar a la insistencia no interrumpida de su cariño. Las mujeres que se casan con semejantes hombres, deben no solo desear que sus maridos sean personas de suposición, sino apechugar con los inconvenientes que esto trae; y hay pocas mujeres que transijan así consigo mismas. Atendiendo a la vida puramente intelectual a que estaba entregado Milton, a su ardiente temperamento y a la energía de voluntad que le caracterizaban, preciso es confesar que las probabilidades de que hiciese un matrimonio feliz, no eran muy grandes. En favor de María Powell puede alegarse que su familia era de realistas; que en su casa, generalmente bulliciosa, probablemente reinaría mas animación de la acostumbrada por la presencia de los caballeros que en aquel tiempo moraban cerca del Rey en Oxford; y que la transición de la vida doméstica en casa de su padre, a la que tenía con Milton en Barbican, no era para halagarla mucho; pero por otra parte debe considerarse que los principios de Milton y la vehemencia con que los profesaba, eran tan conocidos, que no podían ignorarse en Forest Hill, siendo un error creer que su casa había de ofrecer escenas divertidas, y no ocupaciones formales y severas. En la época de este matrimonio, la fortuna de los Parlamentarios andaba un tanto decaída; para muchos, y especialmente para los partidarios del Rey en Oxford, era más que probable que la balanza se inclinase en favor de los realistas, tanto que el sobrino de Milton, Philips, supone que esta consideración bastó para que la familia tratase de cortar unas relaciones que, según el rumbo que tomaban las cosas, podían llegar a serle perjudiciales. Si esto era realmente la causa que los movía, no necesitamos decir más para encarecer su egoísmo, injusticia y crueldad.

No puede, sin embargo, negarse, a nuestro modo de ver, que tanto Juan Milton como María Powell se equivocaron. El desvío de María Powell a su nuevo estado, parece que consistió no tanto en su amor a las diversiones, dado que su carácter era más flemático que animado, sino en su incapacidad para hacerse agradable a un hombre de talento. Podrá decirse que Milton hubiera debido considerar este defecto de antemano, y abstenerse de contraer tal compromiso, y en este punto la verdad es que no dejó de equivocarse. La familia, con todo, trató de persuadirle de que semejantes genialidades eran naturales en una joven, mayormente tan a los principios, y que poco a poco iría renunciando a ellas. Pero cualesquiera que fuesen los defectos que Milton hallase en su mujer, estaba resuelto a sufrir las consecuencias del paso que había dado. Él no se separó de su esposa: ella fue la que le abandonó, añadiendo al abandono el insulto, no solo por su parte, sino por la de sus amigos.

Debemos recordar que Milton vivió lo bastante para casarse con tres mujeres. Con la segunda fue completamente feliz; el bello soneto que dedicó a su memoria, confirma sin duda esta aserción. Con su tercera esposa pasó los diez últimos años de su vida en la más estrecha unión, y de esto no tendremos la menor duda al ver el magnánimo proceder con que se condujo respecto a María Powell y a sus inconsiderados parientes. A medida que se acercaba a su edad media, fue haciéndose hombre más activo y de más firme resolución, y en sus últimos años abrigó ideas desfavorables a la constancia y bondad de las mujeres. Pero por más arraigada que estuviera en él la opinión de la superioridad que el sexo más fuerte debe ejercer sobre el más débil, el encanto que para él tenía la naturaleza de la mujer, y el homenaje que el hombre debe estar dispuesto a rendirla, se ve cuando pinta a Eva, a la Señora del Comus, y en otros varios de sus escritos. Profesaba evidentemente la opinión de Sheridan, que las mujeres son mucho peores y mucho mejores que los hombres.

Solo ya, y peor que si hubiera estado solo, Milton empezó a idear medios para salir de tan difícil estado. La cuestión se reducía a saber si el matrimonio es un lazo indisoluble, excepto en los casos limitados por las leyes existentes, y la conclusión que dedujo después de mucho estudio y reflexiones, fue que el divorcio podía apoyarse en otros fundamentos que los que a la sazón se tenían por tales. En 1644, al año siguiente de su matrimonio, dirigió al Parlamento un escrito titulado Doctrina y disciplina del divorcio. Halló que la opinión que había concebido sobre esta materia, estaba autorizada por Martin Bucer en una petición dirigida a Eduardo VI, y se contentó con reimprimir el juicio de este reformista, añadiendo un prefacio y una conclusión. Por este tiempo habían cobrado mucho ascendiente los Presbiterianos, y levantaron grandes clamores contra tan nueva doctrina. Intentaron que como desmoralizador de la sociedad, fuese citado Juan Milton a la barra en la Cámara de los lores; pero sus señorías no tomaron la cosa tan a pechos, y el acusado fue honrosamente despedido. En 1645 publicó Milton otro tratado sobre el mismo asunto, titulado Tetrachorden, que era una exposición de los cuatro pasajes principales de la Escritura relativos al particular. Otra publicación se dio a luz en el mismo sentido con el título de Colasterion. Hubo algún escritor anónimo que intentó refutar la Doctrina y disciplina del divorcio, y la última producción de Milton en punto a esta controversia, consistía en una réplica a aquella refutación. Nunca se retractó de las opiniones que había manifestado, y los que las aceptaron fueron por algunos llamados Miltonistas. Lo fundamental de su doctrina era «que por la ley de Moisés, además del adulterio, existían otras razones de divorcio, que debían tener presentes los magistrados cristianos como providencias de justicia, y que no debían contrariarse las palabras de Jesucristo; finalmente, que el prohibir absolutamente toda especie de divorcio, excepto en los casos previstos por Moisés, era contra la razón de la ley. La principal proposición era esta: que siendo la indisposición, la ineptitud o la contrariedad de ánimo producidas por causas inmutables por su naturaleza, un impedimento, que pueden serlo perpetuo para los beneficios más esenciales de la sociedad conyugal, cuales son la tranquilidad y la paz, establecen razón más poderosa de divorcio que el adulterio, con tal que los cónyuges se separen de mutuo consentimiento.»

Pero no fueron estas las únicas publicaciones que salieron de la pluma de Milton durante los dos años en que le vemos separado de su mujer. En 1644, a ruegos de su amigo Hartlib, dio a luz su Tratado sobre educación, que generalmente se ha considerado como una utopía sobre este asunto, porque exige una multitud de conocimientos y de ilustración en la juventud, que solo pueden adquirirse a fuerza de años y de experiencia. Rara vez acontece que los hombres de genio sean buenos preceptores: adquieren fácilmente sus conocimientos, las más veces por intuición, y dan en la pretensión de medir la capacidad de los demás por la suya propia. La lentitud y pasos graduales en que realmente consiste la educación, se reservan a los hombres de más paciencia y por decirlo así, de inferiores facultades. El genio es impetuoso; la rutina igual, lo mismo mañana que hoy, y sabe bien hasta dónde se puede ir y dónde conviene detenerse.

Pero el año en que se publicó el Tratado sobre educación, fue notable por la aparición de una obra de extraordinario mérito, la Areopagítica o Discurso por la libertad de la imprenta, sin restricciones. Dirigió Milton este escrito al Parlamento, que por cierto es de los en prosa el más elocuente, y el que consigna más verdades de perpetua aplicación y máximas más dignas. Los hombres, dice Milton, son virtuosos cuando rechazan el mal por voluntad propia, no cuando se apartan de él por necesidad. «Para mí, añade, no es digna de alabarse la virtud fugitiva y enclaustrada, jamás combatida ni en peligro, que no provoca ni acomete a su adversario, sino que se fortalece en aquellos que conquistan la corona inmortal con mil afanes y fatigas.»

El Parlamento había promulgado una orden para regularizar la imprenta, en que se decía: «Ningún libro, folleto, ni papel, se imprimirá en lo sucesivo, que primero no obtenga la aprobación y licencia de los designados a este fin, o por lo menos de alguno de ellos.» Milton acudió al Parlamento para que examinase de nuevo esta orden, y para recordarle que el someter a un autor a la ignorancia o capricho de los censores, era invención de tiempos modernos, recomendándole también que no diese en la ilusión de suponer que semejante ley bastaría para desterrar de la imprenta los malos libros, pues por el contrario sostenía que sus efectos podían ser «ante todo desalentar a los hombres doctos y ahuyentar la verdad, no solo haciendo inútiles todos nuestros conocimientos, sino imposibilitando cuantos descubrimientos pudieran hacerse en lo sucesivo tanto en lo civil como en lo religioso.» El principio, añade, de poner freno a la imprenta, so pretexto de que no debe difundirse el error, no bastaba para acabar con la controversia, dado que ningún hombre puede refutar un error sin publicar este mismo error para refutarlo. Que no debe castigarse a los malos porque se suponga que son capaces de cometer maldades, sino que debe esperarse a que estas se cometan, y que lo mismo acontecía con los libros. Al discurrir así, Milton deseaba que la licencia absoluta de la imprenta fuese un indicio seguro de libertad, mientras las leyes concernientes a la traición, a la sedición, a la difamación y a la blasfemia no estuviesen más en consonancia con aquel artículo. La licencia para imprimir tal como se concedía, era un fútil privilegio, si el gobierno se reservaba el poder de castigar aquellas faltas como le pluguiese. Al defender Milton que la libertad absoluta de imprenta debía hacerse efectiva, debiera haber llevado su reforma a todos aquellos vicios que pudieran llamarse colaterales; pero estaba aún muy distante el siglo XIX para que se realizase aquella ilusión en nuestra historia.

Milton, sin embargo, tenía muchos amigos, que sabedores de sus ideas en esta vital cuestión, le instaban para que las publicase, y muchos contestaban a sus exageraciones luego que lo ponía por obra. La influencia de aquel germen así defendido en el espíritu de la legislación, si no era del todo decisiva, no dejaba de ser considerable. La acción de los censores durante el Parlamento Largo, quedaba entorpecida y limitada por tan ilustradas opiniones; un funcionario hubo que renunció tan odioso cargo, y en tiempo de Cromwell quedó abolido. Milton defendía y exponía de la siguiente manera sus argumentos y amonestaciones: «Yo no he de ocultar ni a mis amigos ni a mis enemigos lo que por todas partes se dice, que si volvemos a las represiones inquisitoriales y a las licencias, y tenemos miedo de nosotros mismos, y sospechamos de los demás hasta el punto de asustarnos con cada libro, y temblamos ante cualquier papel antes de que sepamos su contenido; si algunos de los que casi se conservan mudos, nos prohíben leerlo todo, excepto lo que a ellos les agrade, no es fácil adivinar que intentan más una segunda tiranía para la ciencia; y en breve quedará fuera de toda duda que los obispos y los clérigos, en el nombre y en los hechos son lo mismo para nosotros.» Pero el poeta se entusiasma con su teoría como con una visión profética. Londres era para él un gran arsenal espiritual, en que se estaban forjando armas de todas especies para llegar a aquel gran resultado. «Me figuro en mi ignorancia una nación noble y poderosa, que sacude el sueño como un hombre vigoroso y rompe sus apretadas ligaduras; se me representa como un águila que ensaya su poderosa juventud, y fija sin deslumbrarse sus ojos en el ardiente sol del mediodía, avivando y purificándose su vista largo tiempo ofuscada en la fuente misma del esplendor celeste; mientras el clamoreo de las aves tímidas y agrupadas, así como de las que apetecen el crepúsculo, revoloteando alrededor y no comprendiendo aquella novedad, predice con sus envidiosos gritos un año de disturbios y divisiones.» Nuestros lectores interpretarán este discurso, y a fuerza de leerlo y analizarlo, adquirirán una impresión exacta del sublime y profético espíritu que en él domina.

En 1645 publicó Milton una colección de sus poemas, incluyendo todos los sonetos que había escrito en el mismo año. Los nuevos sonetos se referían a los clamores que se habían levantado a consecuencia de las publicaciones del autor sobre la cuestión del divorcio, así como los que llevan el nombre de Lorenzo, Ciriaco Skinner y Enrique Lawes, y los de Lady Margarita Ley y Una joven virtuosa. En el prólogo de este tomo, Moseley, el editor, dice: «los poemas de Spencer, en estos ingleses, están imitados de tal manera, que los aventajan en dulzura.»

La joven en cuya alabanza está escrito uno de los nuevos sonetos, suponen que se llamaba miss Davis, a quien Milton, hallándose viudo, empezó a dirigirse con ánimo de hacer de ella una segunda esposa. Esta joven, que se pinta como muy bella y de una familia respetable, parece que dudó antes de contraer semejante vínculo, el cual aunque agradable para ella en más de un sentido, no podía menos de exponerla a murmuraciones y desdenes sociales. Al propio tiempo se verificó un cambio repentino en las circunstancias de Milton, de tal naturaleza, que no dejaba lugar a duda alguna: por el verano de 1645 obtuvieron los Parlamentarios la victoria decisiva de Naseby; la causa realista quedó vencida desde aquel día, y entonces vieron los Powells que la alianza con Milton, no solo era una cosa segura, sino ventajosa. El corazón de María Powell, que es de presumir anduviese en vacilaciones, con el rumor de que su marido solicitaba la mano de otra, no debió quedar muy satisfecho de los nuevos acontecimientos.

En este estado se hallaban las cosas, cuando Milton devolvió una visita a cierto amigo llamado Blackborough, en St. Martin’s-le-Grand. No era Blackborough el único de los amigos de Milton que deseaban dejase a la mujer con quien se había reconciliado, y esta visita dio ocasión para averiguar si podría tener lugar. Mistress Milton tenía su habitación en lo interior de la casa; se presentó repentinamente, se arrojó a los pies de su esposo y le rogó con lágrimas y evocando pasados recuerdos, que no la diese al olvido. Dícese que Milton vaciló al principio, pero cedió por fin; y al declarar que se olvidaba de lo pasado, podemos estar ciertos de que así sucedería: nadie por lo menos duda de que la reconciliación de Adán y Eva por el poeta, fue una viva reminiscencia de los sentimientos que le sugirió esta escena.

Al año siguiente Mr. R. Powell, de Forest Hill, estaba «de guarnición en la ciudad de Oxford, cuando ocurrió su rendición.» En el archivo de los Papeles de Estado hay un documento firmado por el general Fairfax, de 27 de junio de 1646, en que concede a Powell libre salida con sus criados, caballos, armas, efectos y todo lo necesario para dirigirse a Londres o a otro cualquier punto, según lo creyese indispensable. Powell se encaminó con toda su familia a la capital, donde su cuñado, a quien tan bajamente habían insultado y desacreditado, los recibió en su casa y los hospedó en ella por espacio de algunos meses. Pocas semanas después de su llegada, nació el primer hijo de Milton.

El último poema latino de nuestro autor, fue escrito a principios de 1647. Era la Oda a Juan Rouse, el conservador de la Biblioteca Bodleiana. A principios de 1646, murió en su casa el padre de su esposa, y doce meses después falleció también su propio padre, que durante algunos años permaneció tranquilamente en su compañía. Viéndose sucesivamente libre de los individuos que formaban la familia de su mujer, y con la muerte de su padre en mayor independencia de acción, Milton se mudó a poco, en 1647, desde su espaciosa casa de Barbican a otra más pequeña en Holborn. Esta casa de Holborn, dícese que tenía accesorias a Lincoln’s Inn Fields, sitio que en aquel tiempo correspondía a su nombre más que al presente. En la casa de Holborn nació la segunda hija de Milton, María.

En 1648 añadió nueve Salmos a los que ya había traducido. Aquel año fue poco favorable a la tranquilidad de estudio de los ingleses que estaban identificados con los negocios públicos. El partido del Rey quedó derrotado en todas partes. Carlos fue hecho prisionero, primero por los escoceses, después por los presbiterianos ingleses y últimamente por los independientes. Los independientes, y Cromwell en especial, no solo estaban dispuestos a respetar la vida del Rey, sino que, a ser posible, deseaban entrar con él en algún acomodamiento; pero las dilaciones, intrigas y engaños de su Majestad, además de frustrar todo proyecto de aquella especie, indignaron a los hombres que hubieran podido servirle, y convencieron al ejército de que su vida no sería nunca más que un tejido de conspiraciones contra la vida de las personas que se atrevieran a oponerse a su voluntad. ¿Cuáles eran las ideas de Milton respecto a los acontecimientos que podían producir semejante resultado? ¿Dónde se hallaba cuando Carlos compareció ante el Supremo Tribunal de Justicia, y dónde cuando su cabeza, sin corona ya, rodó sobre el cadalso? No lo sabemos; lo que sabemos es que en su opinión, como en la de sus compatriotas en lo general, la guerra empeñada no se había suscitado contra la monarquía. El objeto de la lucha había sido establecer la monarquía sobre una base constitucional compatible con la libertad; fracasado este intento, la alternativa era una república; y cuando esta sobrevino se oía decir a todos: «nosotros no hemos traído esto; ello ha venido por sí; y convencidos como estamos de que hay una voluntad superior a todo nuestro poder, nos conformamos con ella, y en caso necesario demostraremos tener razón suficiente para hacerlo así.» Milton era uno de los que explicaban en estos términos su conducta.

Muerto el Rey, los Presbiterianos prorrumpieron en grandes gritos y fulminaron las más amargas invectivas contra los Independientes, como perpetradores responsables de aquella muerte. Milton que hubiera perdonado esta inculpación a los antiguos realistas o la gente ignorante del pueblo, no podía tolerarla procediendo de aquel partido, y por eso pocas semanas después de la muerte del Rey, publicó su folleto titulado: Procedimiento de los Reyes y los Magistrados, cuyo objeto, según parece, era en cuanto se relacionaba con el castigo impuesto al Rey, «más bien reconciliar los ánimos con aquel hecho, que discutir la legitimidad de la sentencia que se había pronunciado.» El argumento sin embargo, va más allá de lo que indican estas palabras, pues la proposición se encaminaba a probar «que es legal y en todos tiempos se había sostenido que, quien quiera que estuviese en el poder, podía residenciar a un tirano o a un rey perverso, y una vez adquirido el convencimiento de que lo era, deponerle y condenarle a muerte, si los magistrados ordinarios no se resolvían o se negaban a hacerlo.» Después quedó demostrado que los Presbiterianos, tan censurados a la sazón por haber depuesto al Rey, fueron los que no solo le depusieron en el Senado, sino que en el campo alzaron contra él la cuchilla del verdugo. La evidencia de los hechos y la irrebatible lógica de esta publicación, hirieron profundamente a los Presbiterianos, los cuales habían ya denunciado a Milton, y esta vez con mas energía que nunca; pero el objeto del escritor fue no tanto granjearse la voluntad de aquel partido, como reducirle a silencio exponiendo sus debilidades y su falta de sinceridad.

El trabajo de Milton que en el orden de tiempo sigue a este, fueron sus Observaciones sobre los artículos de la paz con los irlandeses rebeldes. Estos artículos redactados por Ormond, el Lord lugarteniente, a nombre del Rey, demostraban que Carlos, faltando a sus más solemnes compromisos, se preparaba a llevar adelante sus intentos con ayuda de los católicos irlandeses, y a favor de cualquiera otra circunstancia de que pudiera aprovecharse. Las firmas que acompañaban a este pacto se habían puesto trece días antes de que el desdichado Rey fuese públicamente ejecutado. «Tal es, dice Milton, los frutos de mis estudios privados, que ofrecí gratuitamente a la Iglesia y al Estado, y por los que recibí por única recompensa la impunidad, aunque estos actos me procuraron la tranquilidad de conciencia y la aprobación de los buenos, poniendo en práctica la libertad de discusión de que yo era tan partidario. Sin trabajo ni merecimiento alguno lograron otros honores y utilidades; pero nadie me vio solicitar cosa alguna para mí mismo ni por medio de mis amigos; ni se me halló jamás en actitud suplicante a las puertas del Senado, ni haciendo la corte a los magnates. Yo acostumbraba a estar retraído en mi casa, donde mis bienes propios, parte de los cuales habían sido secuestrados durante las revueltas civiles, y parte absorbidos por las opresoras contribuciones que había satisfecho, me proporcionaban escasa subsistencia. Cuando me veía libre de estas atenciones, y pensaba que pronto gozaría de un intervalo de paz no interrumpida, volvía mi pensamiento a una historia de mi país que abrazase desde los tiempos primitivos hasta el presente.»

Esta historia inglesa era un asunto muy favorito de Milton, pero no llevó su narración más allá de la conquista. Como historia no tiene mucha importancia; pero como obra en que Milton revela sus pensamientos y su gran inventiva aplicada a una serie dada de sucesos, a pesar de estar formada de fragmentos, no deja de ser interesante. Las comparaciones que hace entre lo pasado y lo presente, aunque entonces parecían inoportunas, son ahora instructivas para nosotros.

Mas había de llegar día en que el hombre que nunca había solicitado nada para sí, fuese elevado a una honrosa posición por la desinteresada munificencia del Estado. El gobierno invitó a Milton a aceptar la plaza de secretario de Lenguas extranjeras. Su último opúsculo había hecho un servicio al país, y su competencia y aptitud para el destino vacante, eran superiores a las de todos los demás a quienes hubiera podido concederse. Era presidente del consejo el gran jurisconsulto Bradshaw, y ya hemos visto que el mismo apellido tenía la madre del poeta; así que Milton aceptó el destino el 13 de marzo de 1649, y dos días después tomó formalmente posesión de él; pero en sus manos de seguro no sería una sine cura.

A juicio de muchos, fue un gran crimen la ejecución del Rey, y teniendo en cuenta sus efectos, fue en verdad un grandísimo error. Por lo demás, era un aviso a las testas coronadas para que no abusasen de su poder, y cualquiera otro recurso que se hubiera empleado, habría ofrecido extraordinarias dificultades. Pero con aquello se había herido profundamente el sentimiento de la nación, y en mucho tiempo no podía ponerse remedio al mal. En este estado la nueva república recibió un gran golpe con la publicación del Eikon Basilike, libro de devoción que se forjó para presentar al último rey como hombre singularmente devoto y santo en todos los actos de su vida privada. A pesar de la dificultad de comunicaciones que había entonces, el libro se propagó por todo el país, agotándose con sorprendente rapidez una edición tras otra. En contestación al Eikon Basilike (La Imagen real), Milton dio a luz uno de sus más doctos escritos, con el título de los Iconoclastas (Los destructores de Imágenes). El objeto de esta publicación era pintar la situación del Parlamento, en oposición al Rey, y demostrar la falsedad de las pretensiones que en favor del segundo se alegaban. Era otra gran Demostración, y no podía menos de ser favorable a la república.

Pero la conducta del Parlamento y el ejército para con el Rey no pareció tan ofensiva en el extranjero como interiormente. A fines del mismo año, Claudio Saumaise, más conocido por Salmasio, publicó su Defensio regia pro Carolo Primo ad Carolum Secundum. El autor de esta obra era un erudito de los más distinguidos, que había logrado gran celebridad, el cual, a vuelta de sus argumentos, defendía resuelta y enfáticamente el derecho divino de los reyes, y apuraba todo su saber para probar que los soberanos ninguna responsabilidad contraen con sus súbditos, sino únicamente con Dios. Semejantes ideas, poco daño podían hacer en Inglaterra, pero realzadas con los abusos que en la república se cometían, fácilmente podían extraviar a los extranjeros.

Tal impresión, sin embargo, produjo aquel escrito, que en enero de 1650 expidió el Consejo una orden para que «Mr. Milton preparase una refutación al libro de Salmasio.» Hecha en efecto esta, se mandó imprimirla, y se acordó dar gracias al autor; y como la obra de Salmasio estaba en latin, en latin también apareció la respuesta, llevando el título de Defensio pro Populo Anglicano.

Gravemente equivocado estaba Salmasio respecto a lo que acontecía en Inglaterra, y por la ligereza y menosprecio con que trataba a las personas que tenía por adversarios, incurrió en mil indiscreciones que hicieron poco favor al concepto de sabio en que se le tenía. Evidentemente nada estaba más lejos de su imaginación, que le saliese al encuentro un antagonista como Milton, rival muy sagaz para descubrir hasta el menor descuido, y una vez descubierto, nada escrupuloso en manifestarlo. Aquel espíritu servil, y la arrogancia e insolencia del tono que se empleaba, eran de tal naturaleza, que Milton no sabía cómo dirigirse a él en términos que pareciesen dignos. Téngase presente que todo el secreto de la oposición consistía en el sarcasmo, el ridículo, y los epítetos más ignominiosos que un inglés podía hallar contra su adversario; la agilidad y el vigor de la lucha traían a la memoria el arte y la impetuosa resolución de un jefe de los antiguos atletas, que se ponía a dirigir la lucha; a cada golpe que se asesta, se convence uno de que el enemigo que está delante no merece piedad alguna, y sin piedad se le tratará. Pero no le cegaba tanto la pasión, que le privase de la lógica, ni le impidiera valerse de las armas que le daba su ciencia.

La defensa de los derechos de la humanidad contra todo género de opresión es siempre justa, y a veces se eleva a una sublimidad que le subyuga a uno con su fuerza y magnificencia. Era natural que una lucha entre dos gigantes como aquellos, llamase la atención de los sabios y de los hombres ilustrados de Europa, porque era espectáculo raro el de aquellos dos combatientes, puesto uno enfrente de otro. Algunos dicen que Milton acabó con su adversario, el cual no volvió a mostrarse lo que antes era, y murió al siguiente año. Otros niegan que fuese así; lo cierto es que semejante acometida no podía menos de ocasionar una gran lesión. Desde entonces variaron mucho los sentimientos del continente, hostiles al Parlamento inglés. La fama de Milton no conoció superior sino en la de Cromwell, y el talento de uno y el poder de otro se creía que eran los que habían elevado a Inglaterra a su nueva posición.

Cuando Milton recibió la orden del Consejo para escribir esta obra, su vista, que hacía diez años iba gradualmente debilitándose, en los dos últimos se aminoró de una manera alarmante. Los médicos a quienes consultó, le previnieron que si se determinaba a emprender aquel trabajo, empeoraría su enfermedad hasta el punto de quedar ciego; a lo cual respondió con la más tranquila resolución: «¡Pues aunque ciegue!» Y cegó, en efecto, como le habían pronosticado; pero en los postreros instantes de su vida era un consuelo para él recordar la causa de aquellas tinieblas que se habían interpuesto entre sus ojos y el mundo visible; diciendo en unos versos: «Ciriaco, en pocos días, estos ojos, antes claros, privados de la luz, han perdido su vista. Me preguntas qué me consuela de tan gran quebranto: la conciencia, amigo mío, de haber perdido mis ojos en el nobilísimo empeño de defender la libertad.»

Ocho años pasaron, y nada más volvió a oírse de la polémica con Salmasio; mas no era creíble que la Defensa del pueblo de Inglaterra, tan celebrada de un extremo a otro de Europa, quedase sin respuesta alguna. Varias se dieron, y no excitaron interés; una que se publicó anónima, la atribuyó Milton al obispo Bramhall; sin embargo, su autor fue un clérigo desconocido llamado Rowland; contra la cual escribió Juan Philips, sobrino de Milton, una réplica que revisó el mismo poeta antes de publicarse.

Hemos visto que en 1649 se mudó Milton de Barbican a Holborn. Al hacerse cargo de su secretaría, pasó a ocupar la habitación que le estaba destinada en Whitehall, mas no sabemos por qué motivo, se le mandó desalojarla algún tiempo después; y en junio de 1651, tomó una linda casa en Petty France, en Westminster, contigua al palacio de lord Scudamore, que daba a St. James Park. Aquí siguió viviendo ocho años, hasta que vino la Restauración.

Como la pérdida de la vista le sobrevino poco a poco, no es fácil determinar con exactitud la época fija en que quedó totalmente ciego. Uno de sus adversarios le supone ya en este estado en 1652. No basta esto para asegurarlo; pero en la réplica que Milton le dirigió, dice lo bastante para dar por acaecida aquella desgracia en el mencionado año.

En una carta escrita a un amigo en setiembre de 1654, cuenta que por espacio de diez años había ido su vista «debilitándose y enturbiándose,» y añade cómo fue perdiéndola, hasta que la luz «se trocó en una oscuridad completa, como la que queda al apagarse una vela.» «Cuando por la mañana, dice, me ponía a leer, según mi costumbre, padecía mucho de los ojos, que me molestaban terriblemente, hasta que con el ejercicio corporal adquirían alguna fuerza. Si miraba a una luz encendida, la veía cercada de un disco luminoso. Una pequeña sombra que me cubría la parte izquierda del ojo izquierdo también, el cual comenzó a resentírseme algunos años antes que el otro, me impedía ver todo lo que había en aquella dirección. Hasta los objetos que tenía enfrente parecían oscurecerse cuando cerraba el ojo derecho, y este fue también durante tres años acabándose lentamente, y pocos meses antes de perder la vista del todo, no sentí novedad alguna; ahora siento como unos densos vapores en la frente y las sienes, que me oprimen y pesan sobre los párpados, sobre todo después de comer, a la caída de la tarde. Ni debo omitir tampoco que antes de quedar totalmente privado de la vista, cuando estaba en la cama y me volvía de uno y otro lado, al cerrar los ojos, me salían de ellos ráfagas lucientes; más adelante, cuando poco a poco fui dejando de distinguir los objetos, parecía que los colores, proporcionalmente turbios y oscuros, saltaban con cierto ímpetu y con una especie de zumbido interior.» Pero después de 1652, estas postreras llamaradas de la luz que se le apagaba, no volvieron a aparecer más.

La única obra en respuesta a su Defensa del pueblo de Inglaterra, sobre la que Milton decidió al fin no guardar silencio, fue una publicación titulada Regii sanguinis clamor ad Cœlum adversus Parricidas Anglicanos (Grito que la sangre real levanta al cielo contra los parricidas ingleses). El autor de esta obra era un tal Pedro Du Moulin, residente en Inglaterra, pero francés de nacimiento. Por él mismo sabemos que el manuscrito fue enviado a Salmasio, y que este encargó la impresión a uno llamado Moore, en latin «Morus,» escocés, que era el director del colegio protestante de Castres, en Languedoc. El libro no lleva más nombre que el del impresor, pero la dedicatoria a Carlos II está firmada por Moro. Milton llegó a entender que Moro había tenido alguna parte en esta obra, y contra él esgrimió la pluma, considerándole su autor; y como el escrito en cuestión estaba lleno de las más duras apreciaciones sobre su carácter privado, Milton aprovechó la ocasión para justificarse de semejantes diatribas, y al propio tiempo para decir al mundo cuál era su juicio respecto al carácter de los hombres que más participación tenían en el origen y conservación de la república inglesa. La importancia biográfica de esta segunda Defensa es muy grande; de modo que en este concepto tenemos mucho que agradecer a la cándida malignidad de los enemigos de nuestro autor. Moro intentó replicar; Milton contestó; a la contra-réplica añadió un suplemento; pero la controversia estaba ya agotada.

En 1653 quedó Milton viudo. Dícese que su esposa murió en su último destierro. Durante los últimos años, cuando estaba engolfado en cuestiones de tanto interés público y atrayéndose la atención de Europa, hay motivos para creer que su situación doméstica no era muy envidiable. Su esposa le había dejado ciego y con tres hijas, la más pequeña de dos años, y la mayor de ocho. Él mismo nos dice que a pesar de los servicios que había hecho a la República, había estado muy lejos de enriquecerse. Sus rentas consistían en el sueldo de secretario, que no llegaba a trescientas libras al año, y en sus recursos propios. En 1655 cuando, ciego ya, tuvo que echar mano de un auxiliar para su cargo, se le dejó reducido el sueldo a ciento cincuenta libras anuales, que se le asignaron como vitalicio. Poco después se nombró a su buen amigo Andrés Marvell como sustituto en su empleo oficial, nombramiento que parece haberse hecho a indicación suya.

Tales eran sus circunstancias personales cuando contrajo segundo matrimonio, y la persona con quien se enlazó fue miss Woodcock, hija del capitán Woodcock, de Hackney. Cómo se condujeron los negocios domésticos de Milton durante los tres últimos años, no está averiguado; pero que quedaron abandonadas las tres hijas, lo cual no hubiera sucedido a tener una madre de no más que regular inteligencia, es muy verosímil. Con Catalina Woodcock vivió Milton tan feliz como no lo había sido hasta entonces, y sus hijas suponemos que empezaron a dar señales de aprovechamiento bajo su dirección; pero este rayo de luz que entró en casa del poeta debía durar muy poco: quince meses después de su matrimonio murió su esposa embarazada, y la criatura no se logró. El sentimiento que tuvo siempre Milton por la pérdida de esta virtuosa señora, la expresó en un bellísimo soneto.

Ocho años fecundos en acontecimientos habían de pasar, antes de que Milton volviera a casarse. El alivio de trabajo que tenía en su cargo de secretario, le dejaba algún tiempo más de que disponer; seguía ocupándose en la Historia de Inglaterra, y ahora dio principio a los apuntes preparatorios para un diccionario latino reformado, y a la reunión de materiales para una obra de Teología; mas poco después de haber enviudado segunda vez, comenzó a pensar en el asunto de la Caída del Hombre para el poema épico que de tiempo atrás meditaba. Según su amigo Aubrey, empezó esta grande obra en 1658, mas en esta época todavía no se consagraba a ella del todo, sino a ratos. En 1658 publicó el manuscrito de la obra de Sir Gualterio Raleigh titulada el Consejo del Gabinete. En 1659 dio su importante tratado de la Potestad civil de los casos eclesiásticos, y un vigoroso opúsculo sobre los medios de suprimir los Jornaleros de la Iglesia. En el mismo año escribió también una carta a un amigo, tocante a los trastornos de la República, y otra al general Monk en favor de una República libre, exponiendo los medios que debían emplearse para asegurarla; pero eran cartas confidenciales y breves que no llegaron a imprimirse. El folleto dado a luz algunos meses después bajo el título de Breve y fácil camino para establecer una República libre, era de más importancia y estaba dirigido a la nación. En este opúsculo recomendaba con mucho empeño la excelencia de una República libre «comparada con los inconvenientes y peligros de la restauración monárquica en aquel país.» Otro fragmento publicó por entonces en contestación a un sermón altamente realista, predicado por un doctor Mateo Griffith, que se decía «Capellán del último Rey.» En estos dos escritos protesta Milton con toda su energía contra el restablecimiento del gobierno de los Estuardos, y en el mismo sentido seguía clamando, cuando los cañones de Dover Castle anunciaban el desembarque de Su Majestad Carlos II; pero la nación no le oía, y la corte y el pueblo se apresuraban a realizar las fatídicas predicciones tantas veces anunciadas por Cromwell, reproducidas por Milton al presente. La parte sensata del país estaba cansada de una guerra de facciones, del desorden que cada vez introducía más profunda perturbación, y anhelaba se realizasen sus esperanzas, fundadas en las prudentes y patrióticas intenciones del Rey proscrito. Aquellas esperanzas iban a salir fallidas; pero la experiencia vino demasiado tarde, y lo hecho ya no podía menos de realizarse.

En los ocho años que precedieron a la Restauración, vivió Milton en su aislado domicilio de Petty France, cerca del centro en que se agitaban todos aquellos años las ruidosas cuestiones suscitadas entre la Iglesia y el Estado. En aquel solía recibir a sus amigos, entre los que nos figuramos oír a Ciriaco Skinner discurrir libremente sobre los últimos debates del Parlamento o del club, y sobre la marcha de los negocios públicos. En el mismo sentido resonaba allí la honrada voz de Andrés Marvell, que a veces hacía también ingeniosas y profundas observaciones críticas acerca de la poesía y de la literatura en general. Allí es de suponer que Roberto Boyle hablase a su ciego amigo de los nuevos experimentos filosóficos, pasando de los misterios de la naturaleza a las religiosas consideraciones que le inspiraba su supremo Autor. Los escritos de Milton prueban las relaciones personales que tenía con los hombres más distinguidos del ejército y del Estado, y que estos acudían de vez en cuando a visitarle. La admiración que causaba su genio, lo mismo que el de Bacon, era mayor entre los extranjeros que entre sus compatriotas, y en esa época, después de Cromwell, el inglés que más llamaba la atención de los primeros, y a quien manifestaban más deseos de conocer, era nuestro autor; por lo que muchos emprendían un viaje y se dirigían a su modesta vivienda solo con este objeto.

Pero todo cambió con la Restauración. Milton debió comprender que su vida no estaba segura; había terminado su carrera política, y no bastaba en lo sucesivo su silencio para preservarle de las consecuencias de lo pasado. Abandonó entonces a Petty France y halló en Bartolomé Close un asilo y un amigo. A la proclamación se siguió su encarcelamiento; pero tenía amigos de influencia deseosos de favorecerle, como su cuñado Sir Tomás Clarges, Morrice, secretario de Estado y primo del general Monk, Andrés Marvell, que era individuo del Parlamento, dos distinguidos realistas, regidores de York, y sobre todo Sir Guillermo Davenant. Aun entre sus enemigos había algunos que consideraban su pérdida de vista con lástima, y su genio con respeto. Hay quien dice que algunos de sus amigos le dieron por muerto, y fingieron hacerle exequias fúnebres para frustrar la persecución del gobierno que andaba en busca suya; pero semejante recurso hubiera parecido sobrado cándido además de no ser creíble que Milton se hubiera prestado a semejante farsa. A ser cierta esta especie, los ingenios de la corte de Carlos no la hubieran dejado dormir tanto tiempo después del suceso.

En junio de 1660 resolvieron los Comunes que los Iconoclastas y su Defensa del Pueblo de Inglaterra se quemasen por mano del verdugo, y así se verificó en el mes de agosto; pero al mismo tiempo se pronunció sentencia de indemnidad, absolviendo de la pena de muerte al autor, aunque algunos meses después, no sabemos por qué causa, le hallamos bajo la vigilancia del macero del Rey. Sin embargo, en breve fue puesto en libertad, castigándole solo a pagar sus alimentos; pago a que resistió con su carácter independiente y resuelto, fundándose en que era excesivo, y se modificó el tanto antes prefijado.

Al dejar la casa de Bartolomé Close, tomó otra en Holborn, cerca de Red Lion Square, de donde a poco se trasladó de nuevo a Jewin Street. Aquí publicó una obra sobre los Accidentes y Gramática de la Lengua Latina, y además los Aforismos del Estado de un manuscrito que dejó Sir Gualterio Raleigh. Debemos añadir que en esta casa de Jewin Street contrajo Milton su tercer matrimonio, mas no parece que fuese con mucha anterioridad a 1664. Su amigo el doctor Paget le recomendó a Isabel, hija de Mr. Roberto Minshull de Wistaston, cerca de Nantwich, en Cheshire, como mujer que podría contribuir a su felicidad, y se verificó este enlace. Tenía entonces Milton cincuenta y seis años, y treinta menos su esposa. Su hija mayor contaba diez y ocho, y la segunda diez y seis.

Permaneció Milton tanto tiempo sin casarse con la esperanza al parecer de que sus hijas adquirieran afición y capacidad para el arreglo de la casa, pero estas esperanzas debieron frustrársele. Milton incurrió al parecer en la falta de haberse conducido con sus hijas no tan dignamente como era de esperar de él; conducta que por una y otra parte dejamos al juicio de los lectores.

A mistress Foster, nieta de Milton, se atribuye la declaración de que su abuelo, además de la aspereza con que trataba a sus hijas, miraba con tal indiferencia su educación, que no quiso que aprendiesen a escribir. La mayor no podía leer por cierto impedimento que tenía en la lengua, pero las otras dos, y Débora la más joven lo dice así, sabían leer en ocho idiomas, entre ellos el griego y el hebreo; pero la ocupación de verse obligadas a leer mucho en estas lenguas, o por lo menos en una que no sabían traducir, debía ser tan desagradable como inútil. El sobrino del poeta, Philips, refiere que luego que las jóvenes concluían esta ocupación, iban todas tres fuera de casa «a aprender algunas labores curiosas y entretenidas, propias de mujeres, especialmente el bordado en plata y oro.» El hecho de que Milton al morir dejó cuanto poseía a su esposa, excepto lo que podían reclamar sus hijas por la parte de su madre, de la familia de los Powells, ha venido a confirmar los desfavorables informes que se tienen en el particular.

En cambio debe recordarse que mistress Foster, la nieta del poeta, no es enteramente digna de crédito, pues la aserción de que Milton no quiso enseñar a sus hijas a escribir, es positivamente falsa, dado que Aubrey afirma ser Débora, la más joven, la amanuense de su padre, y que aprendió latin y a leer griego, es decir, a traducir una lengua y leer otra. Débora además asegura que aunque no fueron a colegio, «aprendían en casa con una maestra que se tomó a este fin.» Esto significa que estaban bajo la dirección de un aya. A este gasto hay que añadir el del aprendizaje del bordado, y la asignación que tuvieron los cuatro o cinco años antes de morir su padre, en que dejaron de formar parte de la casa. Al fin de ese tiempo, dice él que había «gastado la mayor parte de su fortuna en esta atención,» y al mismo tiempo que habían sido «descuidadas y poco afectuosas con él;» que «no le cuidaban estando ciego, ni hacían nada en obsequio suyo;» que «en lugar de servirle de apoyo, que tanto necesitaba, se confabulaban con la criada para sisarle en la compra;» que habían inutilizado algunos de sus libros, y vendido los demás a las prenderas; y que María, la segunda, sabiendo que su padre estaba para casarse, decía que la mejor noticia que podrían darle de él era que había muerto.

La nueva mujer de Milton tenía veinte y seis años de edad cuando se casó, y Aubrey, que la conoció, la pinta como «una bella persona, de carácter bondadoso y dulce.» Por lo que de ella se dice, debemos en efecto presumir que se distinguía por sus atractivos personales. Sábese que profesó a su marido gran respeto; que los versos que se le ocurrían a él de noche, los escribía ella al dictado al siguiente día; que procuraba complacerle en todo, y que de hecho probó ser una excelente señora. Milton mismo confiesa que era una «amante esposa», y su hermano Cristóbal asegura que así como él «se quejaba, aunque sin acritud, de que sus hijas le habían tratado con poco cariño, de su esposa decía que había sido amable y cuidadosa.» Al dejar para ella la propiedad de que podía disponer, que, sin embargo, no le proporcionaba más que los medios de una regular subsistencia, daba a entender que satisfacía una deuda de gratitud. En el convenio últimamente hecho cuando se litigó la herencia, las hijas se contentaron con recibir cien libras cada una por su parte; y al mismo tiempo las mil libras que seguía debiendo la familia de Powell, reconocidas por personas que se obligaban a pagarlas como una deuda legítima, quedaban a las hijas como objeto de reclamación. «Philips cuenta» dice Johnson, «que mistress Milton persiguió a las hijastras en vida de su marido, y las despojó de lo suyo después de muerto;» pero baste decir que Philips nunca dijo semejante cosa, ni es la primera vez que la ojeriza de Johnson le lleva a incurrir en difamaciones de esta naturaleza. La mejora hecha en favor de la viuda, probablemente sugerida por ella misma, es el único cargo que puede hacérsele; y por lo que hace a la persecución que se le atribuye, Débora bien podía dejar su casa, aun recibiendo buen trato, para ser adoptada, como de hecho lo fue, por mistress Merien, mientras sus dos hermanas difícilmente hubieran vivido cinco o seis años al lado de su madrastra, si tan mal se hubiera conducido con ellas. En todo esto, en lo que se dice del proceder de Milton para con sus hijas y su primera mujer, no es fácil asegurar en quién estuvo la falta, pero no creemos aventurar mucho al decir que si él fue culpable con los demás, estos lo fueron en mucho mayor grado para con él.

No siguió viviendo mucho tiempo en Jewin Street; de allí se trasladó, por último, a una casa situada en Artillery Walk, que entonces era una hermosa calle que salía a Bunhill Fields; pero no había residido mucho tiempo en su nueva vivienda, cuando le lanzó de ella la peste, que tan terriblemente invadió la metrópoli en 1655; hubo de refugiarse por algún tiempo en una casa cualquiera de Chalfont, en Buckinghamshire, que había alquilado para él su joven amigo Wood, el Cuáquero. En este tiempo concluyó o dejó casi concluido su Paraíso perdido.

Las primeras noticias que tenemos de que Milton intentase escribir un poema épico, se refieren a la época de su viaje al continente. Los elogios que le tributaron en Florencia, indican que algo de este propósito manifestó a sus amigos de aquella ciudad. En los versos que dirigió a Manso en Nápoles, pocos meses después, explícitamente declara su intención, pero el asunto que entonces le ocupaba, era el Rey Arturo y el espíritu caballeresco de aquellos tiempos. En su tratado del Gobierno de la Iglesia, publicado en 1641, vuelve a hablar de su proyecto, pero es con referencia también al Rey Arturo. No sabemos cuándo o por qué dejó el asunto británico por el bíblico; pero es lo cierto que en 1658 había ya variado de resolución, pues algunos años antes, Philips y otros amigos habían visto fragmentos del poema, especialmente el Apóstrofe de Satán al Sol, que apareció después en el Paraíso perdido. Es por consiguiente de suponer que ocho o diez años antes se ocupaba el poeta en este asunto y estaba más o menos resuelto a escribirlo, y que unos siete años antes de su publicación, era obra que resueltamente traía entre sus manos. La primera forma que pensó dar a su obra, sabido es que era la de un drama; los manuscritos de Milton en Cambridge, nos dan por anteriores dos planes dramáticos sobre la Caída del Hombre, trazados de un modo semejante al de los antiguos misterios; mas por fortuna abandonó aquella idea, en la cual parece que insistió muy poco.

La causa más poderosa que le sugirió tan sublime asunto es probable que dependa de los nuevos pensamientos a que se entregó al regresar a Inglaterra en 1639. Estando aún en Cambridge, el disgusto con que veía el giro dado a los sucesos de la Iglesia anglicana, le apartó del propósito de hacerse clérigo. Su Lycidas manifiesta que pensaba así cuando estaba escribiendo aquel poema; pero su residencia en Horton y su viaje continental comprenden el intervalo que puede decirse más brillante de su vida, y si esta le hubiera sonreído después del mismo modo, es probable que el poema épico hubiera sido el caballeresco. La lucha entre Carlos y el Parlamento, que engendró la guerra civil y las graves cuestiones de la libertad civil y religiosa, absorbieron su atención, y no solo avivaron el espíritu religioso que descubrió en sus primeros años, sino que le arraigaron más en él, y por decirlo así, constituyeron sus ulteriores hábitos.

En otra parte hemos dicho que Milton entregó el manuscrito del Paraíso perdido a Wood en Chalfont, y mencionado también la observación del Cuáquero, amigo del poeta, que quien había escrito el Paraíso perdido, bien podía escribir el Paraíso recobrado, en lo cual alude al poema conocido después con este nombre. Milton volvió a Londres en 1666, probablemente a principios de año. El retraso que experimentó la publicación en 1665 por la peste, continuó en setiembre de 1666 por el gran incendio de Londres, que paralizó, como no podía menos de suceder, toda empresa por parte de los autores y libreros. Pero Milton había escrito la mayor parte, si no todo su Paraíso recobrado, falto de libros en su humilde habitación de Chalfont, así como su gran poema entre las incesantes distracciones producidas por la agitación y los peligros que combatieron a la República los cinco primeros años de su existencia, y entre los temerosos acontecimientos que acompañaron a la Restauración; pero desplegando toda su energía y aliento, se introdujo en la ciudad donde la peste acababa de hacer tantos estragos sin perdonar morada alguna, y donde a consecuencia del incendio, estaban sembradas las calles de ruinas y confusión, con el fin de hallar un librero bastante animoso para emprender la publicación de un poema épico en diez libros.

Halló, sin embargo, Milton el hombre que buscaba en la persona de Samuel Simmons; y todo el mundo sabe los términos del convenio que se realizó entre el poeta y este editor. Al firmarse el contrato recibió el autor cinco libras, y si se vendían los mil trescientos ejemplares de la primera edición, recibiría otras cinco. Si de la segunda edición se despachaba igual número, percibiría la misma suma, y otro tanto de la tercera, en el supuesto de que ninguna edición había de pasar de mil quinientos ejemplares; de manera que la venta de más de cuatro mil ejemplares no produjo al autor más que veinte libras. La primera edición se anunció perfectamente encuadernada y al precio de tres chelines. Milton firmó su convenio con Simmons el 27 de abril de 1667; el 26 de abril de 1669 recibió las segundas cinco libras, habiéndose agotado los mil quinientos ejemplares estipulados de la obra en aquellos dos años. La segunda edición no se imprimió hasta 1674, en que, como ya Milton no vivía, nada pudo recibir; así que todo lo que llegó a sus manos por producto del Paraíso perdido fueron diez libras. La segunda edición se vendió en el espacio de cuatro años, y al imprimir la tercera en 1681, Simmons entregó a la viuda de Milton ocho libras, importe del derecho de autor. Simmons vendió la propiedad al librero Brabazon Aylmer en veinticinco libras, y en 1683, pasó de Aylmer a Jacobo Tonson en precio mucho mayor. En el transcurso de veinte años se publicaron seis ediciones, y se vendieron de siete a ocho mil ejemplares. En 1688 apareció una hermosa edición en folio, bajo los auspicios del gran jurisconsulto whig, lord Somers, y con una lista que excedía de quinientos suscriptores, entre los cuales figuraban los hombres más distinguidos por su posición y su fama literaria: hechos que hacían más honor al público de aquel tiempo que al comercio de librería.

La Historia de Inglaterra de Milton, que tanto le había dado que pensar en ocasiones, no se publicó hasta 1670, pero muy mutilada por el censor, y, según dicen algunos, con intercalaciones posteriores, so pretexto de restablecer los pasajes suprimidos. En 1671 apareció el Paraíso Recobrado, juntamente con el Hércules Sansón. En 1673 el poeta dio a luz su tratado de la Verdadera religión, la herejía, el cisma, la tolerancia, y que medios adecuados debían emplearse contra la preponderancia del Papado. Por aquel tiempo, el país estaba cada vez más alarmado, y no sin razón, por temor de que ascendiese al trono un papista, y por el nuevo ascendiente con que amenazaba el romanismo. Milton excitó a todos los protestantes para hacer causa común contra el enemigo; en el mismo año reimprimió sus primeras poesías con algunas adiciones y correcciones, y su Tratado sobre educación; pero en la puntuación y en algunos otros pormenores, fue esta edición menos esmerada que la primitiva. En 1674, último de su vida, el venerable vate publicó sus Cartas familiares en latin; y una traducción, también en latin, de la Declaración de Poles en favor de Juan III, que se dio en el mismo año, se le atribuyó asimismo.

Durante sus últimos años, Milton sufría mucho de la gota, de cuyas resultas se dice que murió. El 8 de noviembre, a los sesenta y seis años de edad y en su casa de Bunhill Fields, pasó su espíritu a mejor vida. Parece que su muerte tuvo lugar sin que la precediesen grandes síntomas, pero él hacía mucho que tenía el presentimiento de que no estaba lejana y hablaba de ella a su familia con la mayor entereza y serenidad, y sin muestra alguna de temor. Sus restos fueron sepultados al lado de los de su padre, en el presbiterio de San Gil, de Cripplegate. Toland dice que a sus funerales concurrieron «todos los hombres ilustrados y todos sus amigos de Londres, además de una gran concurrencia del vulgo.»

Era Milton de estatura más bien pequeña que alta. La afeminada belleza que le distinguía en su juventud, se convirtió en una regularidad varonil de facciones cuando creció en años. Sus retratos manifiestan que llevaba partido el pelo en mitad de la frente, con melenas que le caían por encima de los hombros; era de color moreno claro, y sus ojos pardos, conservándose naturalmente abiertos aun después de haber quedado ciego. En la flor de su edad tenía el cuerpo erguido y cierto aire de intrepidez. Un clérigo de edad, que le vio en sus últimos años, le pinta en una pequeña habitación, sentado en una silla de brazos, vestido de negro, pálido aunque no cadavérico, con las manos y los dedos hinchados de la gota y untados de greda. Dícese que acostumbraba también a estar sentado con un levitón gris de abrigo a la puerta de su casa, cerca de Bunhill Fields, en los días de gran calor para tomar el fresco, y que allí lo mismo que en la sala, recibía las visitas de las personas distinguidas que iban a verle. No contrajo la gota por entregarse a una vida regalada, dado que una de sus costumbres invariables era la sobriedad. Bebía muy poco vino, y era muy parco en la comida. En sus primeros años abusaba mucho de la vista y de la salud con el trabajo nocturno; en lo sucesivo empleaba la noche de otro modo, acostándose a las nueve y levantándose, en verano a las cuatro, y en el invierno a las cinco. Si no podía levantarse a esta hora, hacía que alguno le leyese, y así que se levantaba, prestaba atención a la lectura de un capítulo de su Biblia hebraica. Seguía estudiando hasta el mediodía; después de dar un corto paseo, comía, tocaba un rato el órgano, y cantaba, o rogaba a su esposa, que tenía muy buena voz, que le acompañase. Volvía luego a sus quehaceres mentales hasta las seis; de las seis a las ocho recibía a las visitas; entre ocho y nueve tomaba una sopa de aceite y un corto alimento, fumaba una pipa, se bebía un vaso de agua, y se retiraba a descansar. Uno de sus biógrafos dice «que era de carácter grave, no melancólico, no lo fue por lo menos hasta la última parte de su vida, ni displicente, ni moroso, ni atrabiliario, sino de ánimo sereno, de ánimo que no descendía a cosas pequeñas.» Aubrey, aunque asegura que era satírico, lo cual no puede dudarse que lo fue en ocasiones oportunas, más adelante añade «que aun durante sus ataques de gota estaba alegre y cantaba.» Por su hija menor sabemos también que «su padre era de un trato delicioso, de una conversación llena de vida, no solo por lo interesante de los asuntos, sino por su natural gracia y finura.» Su vida, que era sencilla y virtuosa, siguió siéndolo hasta el fin.

La mayor parte de los biógrafos de Milton se lamentan de que distrajera su genio por espacio de veinte años de la poesía, y lo dedicara a la política; pero la política que profesaba no era la común; había llegado el tiempo crítico en que era preciso resolver si Inglaterra había de ser libre o no serlo, patria de una enérgica libertad, o triste imitadora de las serviles monarquías del continente. Había allí hombres nacidos, no para servirse a sí propios, sino para servir a su país y a la humanidad. Semejantes hombres pueden arrostrar mil penalidades, y hallar, sin embargo, gusto en la esperanza de que cumplen con un deber; pero estos forman comparativamente un número muy exiguo, y Milton entre estos pocos, figuraba en primera línea. Su poesía hace honor a su genio, y sus servicios como patriota no son menos gloriosos a su dignidad moral. Él mismo nos dice que para proceder de manera que no tuviera que avergonzarse perpetuamente de sí, era indispensable subordinar su amor por la poesía al amor de su país y de la libertad. Para usar de su propio concepto, en aquella contienda secular únicamente ponía la mano izquierda; la derecha, que era por su naturaleza más diestra y vigorosa, hallaba su verdadero empleo en cosas más sublimes. Sin embargo, sus escritos políticos, que podían considerarse como una excepción, constituían un poderoso impulso bajo el aspecto de la libertad general, impulso, que como otros muchos no feneció, según comúnmente se cree, al asomar la Restauración. Sin la revolución de 1640, difícilmente sabríamos lo que había acontecido desde 1688.

Pero nuestro insigne poeta, como se ve en hombres más a propósito que él para las cuestiones de estado, mostraba mayor aptitud para destruir lo malo, que para producir lo bueno que había de sustituirlo. Según la opinión general, Milton era un fervoroso republicano, pero de hecho se inclinaba al gobierno ejercido por los más ilustrados y virtuosos; y la cuestión de si los más sabios y virtuosos se hallan con preferencia en una república, en una oligarquía, en una monarquía, o en todos estos sistemas combinados, era cuestión secundaria que solo concernía a la relación en que se hallan los medios con los fines. Juzgando de la monarquía por lo que casi siempre había sido, o más bien por lo que había sido recientemente en su país, no abrigaba esperanza alguna de salvación por aquel camino. De aquí la gran dificultad que se originaba para averiguar cómo construir la máquina de un gobierno democrático de manera, que ofreciese las mayores ventajas posibles y los menores inconvenientes anejos a esa misma utilidad.

Nada más distante de su pensamiento que la persuasión de que el mejor gobierno fuese el de la muchedumbre. Deseaba que cada pueblo fuese una ciudad, y cada ciudad como Florencia o Venecia, dotada de grandes poderes legislativos y administrativos; sobre estos hubiera establecido, no una cámara de los comunes, sino un gran consejo, de carácter permanente y revestido de la autoridad suprema, y para dar consistencia a este consejo, dice, hubiera «sido bien reformar y perfeccionar las elecciones, no entregándolo todo al tumulto y clamoreo de una multitud ignorante, sino concediendo a los más justamente notables el nombrar a los que quisieran, y además de este número, otros de más selecta procedencia que eligiesen un número menor más rigurosamente; hasta que después de purificar y mejorar por tercera y cuarta vez la elección, quedasen solamente nombrados los que constituyesen el número debido, y resultasen los más dignos por el mayor número de votos.»

Inútil es decir que Milton no conocía la naturaleza humana, pero de estos principios se deduce que le faltó poco para acertar con las tendencias más arraigadas y características del pueblo inglés. Sus instituciones, como todas las de carácter natural y propio, se habían deducido de su vida social. De ninguna de ellas se había echado mano porque únicamente se recomendase por la abstracción de sus teorías o porque en el papel parecieran muy acertadas. Todo dimana de las exigencias, y todo se adopta con tal que se acomode a estas; pero para acomodarlas a la república de Milton, necesitaba la nación olvidarse de casi todas las tradiciones, formas y sentimientos de lo pasado, y reemplazarlos con un orden de cosas que habían de hacerse, mas no con un orden de cosas ya hechas. Exigir una combinación de esta naturaleza de un hombre inteligente, era demasiado; mas exigirlo de un pueblo tan fiel a sus antiguas costumbres como el inglés, no era en manera alguna razonable. Como político, el gran vate proclamaba altas verdades, pero la aplicación de estas verdades a las actuales circunstancias, pedía un pensamiento y un temperamento más flexible que el que Milton podía llevar a la ciencia de la política. Cromwell comprendió que la mayoría de la nación, bajo una u otra forma, era realista, y que dejar la futura suerte del gobierno al sufragio de la nación, equivalía a votar la destrucción de la República. Milton equivocó el concepto de lo que la nación podía hacer y lo que debía ejecutar. Cromwell, que tenía un gran instinto político, vio lo que la nación quería hacer abandonada a sí misma, y procedió con arreglo a este principio.

Por lo que hace a sus creencias religiosas, Milton en lo sustancial no se apartaba de las de su tiempo y su país. La fe de su juventud era la de un puritano, y aunque su piedad participaba de cierta índole libre, resultado natural de su especial inteligencia y modo de ver, nunca dejó de participar, en lo importante al menos, del espíritu y del carácter puritanos. A su muerte dejó dos obras manuscritas, una Historia de Moscovia, publicada poco después, y un Tratado completo de Doctrina Cristiana, que permaneció ignorado hasta que se dio a luz, traducido del latin, en el primer tercio del presente siglo. Verdad es que hasta los cuarenta años próximamente de edad, Milton fue trinitario y calvinista. En punto a la Trinidad, su opinión admitía algunas modificaciones, pero no hay seguridad de esta circunstancia hasta que apareció el Paraíso perdido, es decir, cuando se acercaba a los sesenta años. En este poema hay algunas expresiones oscuras y desusadas sobre las personas que comúnmente se consideran como indistintas, y formando una sola en la Divinidad; en la Doctrina Cristiana, el Hijo se representa como la suprema naturaleza creada, pero creada al fin, y el Espíritu Santo, cuando está representado como una persona, se supone que es el ser más inmediato al Hijo. Debe, sin embargo, advertirse que semejante concepto no afecta en manera alguna a las opiniones de Milton sobre otros puntos teológicos; modificó en esto sus creencias, pero en todo lo demás las conservó inalterables: siguió creyendo en la caída del hombre y en las consecuencias que tuvo respecto al género humano; en la Redención de Cristo, en el perdón por medio de su sacrificio, en la justificación por su Justicia y en el poder regenerador del Espíritu Santo. La Redención, según él, fue concebida por una Trinidad de personas, aunque no iguales entre sí, y por una Trinidad de actos, bien que estos no se produjeran por personas de la misma naturaleza y autoridad.

Los críticos de Milton suelen admirarse de que un drama tan maravilloso como el Paraíso perdido estuviese fundado en datos tan incompletos como los que ofrecen los primeros capítulos del Génesis; pero la verdad es que el poeta no halló los materiales de su obra dentro de aquella pauta: creía, como muchos aventajados críticos creen aún, que la primera parte de la revelación está formalmente expuesta en la última; que el Paraíso perdido no se funda en el Génesis, sino que como la teología del siglo XVII, está únicamente cimentado en la Escritura. Hasta algún tiempo después del en que floreció Milton, casi todos los cristianos, sinceros creyentes, procedían bajo el mismo espíritu.

Se ha alegado como un grave cargo contra Milton que en sus últimos años no se sabe que formase parte de Iglesia alguna, ni profesase una forma dada de culto público; pero los que esta acusación propalan parece que se olvidan de que Milton sostuvo sus controversias eclesiásticas con el gran partido presbiteriano, casi tanto como con la Iglesia de Inglaterra; que en sus últimos años la única Iglesia permitida era esta última; que el haberse afiliado en un culto cualquiera distinto del de esa Iglesia, hubiera equivalido a una violación de la ley y a incurrir en la pena de multa y encarcelamiento. Ciertamente que si se hubiera concedido libertad de cultos, apenas habría hallado Milton iglesia cuyo credo estuviese conforme con el suyo; que concedida semejante libertad, dudamos que hubiera aprovechado la ocasión para valerse de ella. Hombres religiosos hay que convienen en un culto sin estar afiliados en ninguno.

Ya hemos hablado bastante de la crítica del doctor Johnson con respecto a Milton. El autor que no tiene escrúpulo en decir a sus lectores que cree a Milton capaz de forjar una oración para el Eikon Basilike, con el objeto de poder, fundado en ella, acriminar mejor al Rey, se priva de toda autoridad en cuanto se relaciona con la reputación del autor del Paraíso perdido. Mr. De Quincey, aun siendo tory y nada afecto al puritanismo, ha calificado la conducta de Johnson respecto a Milton con frases muy severas, pero que no por eso dejan de ser exactas. «Por lo que hace al doctor Johnson, dice, ¿he de perdonarle yo por la trivial consideración del perjuicio que le irrogue? El doctor Johnson, cuando juzgaba a Milton, obraba con malicia, con falsedad y sin pudor alguno. Era hombre muy tentado de la falsedad, y no tenía la virtud de resistir a la tentación. Lo que hay es que Johnson ni capaz era de comprender a Milton. Johnson tenía su paraíso en las calles de Londres, y no tenía para qué hacer caso del que Milton había creado: para Milton, la religión y el gobierno eran los grandes intereses de la humanidad; para Johnson la religión no tenía más influencia que intimidar y rebajar el alma en lugar de sublimarla e infundir en ella nobilísimas aspiraciones; y en cuanto a gobierno, los hombres debían darse por contentos del que Jorge III tenía la dignación de darles. La naturaleza humana pintada por Johnson es una pobre naturaleza, pobre para este mundo y pobre para el otro; pintada por Milton tiene facultades divinas, y la perfección de que es capaz, y que él reconoce, es la profecía de su destino. Muy bien puede el poeta haberse remontado tanto a las regiones de lo ideal, que se olvidara de cuanto le rodea; pero el moralista que rebaja tanto la actualidad, se priva de la fuerza que puede elevarle hasta lo ideal. Johnson puede analizar y considerar los seres humanos en su vida mundana como ninguno otro hombre, pero seres humanos que puedan alternar con los ángeles, estaba muy lejos de concebirlos. Preferible, infinitamente preferible, es soñar con Milton, a no tener esperanza alguna como Johnson. Pero ¿qué decimos soñar? La fama del poeta es toda una realidad; el mundo celestial en que su espíritu penetró, una realidad todavía más grande, y los principios que de sus labios oímos son los más nobles que han salido jamás del pensamiento humano, y seguirán siéndolo siempre.»


Roberto Vaughan

Juicios críticos

Sobre el Paraíso Perdido de Milton

De Richardson

Si algún libro ha habido jamás verdaderamente poético, es decir, lleno de poesía, es el Paraíso perdido. ¡Qué afluencia de hechos deducidos de una fuente histórica tan escasa! ¡Qué de mundos inventados! ¡Qué naturaleza tan bella nos presenta ante los sentidos! En ningún otro poema se pintan las cosas divinas más sublime ni divinamente; en ninguno se da tan grandiosa idea de la naturaleza, tal como salió de las manos de Dios, con todo su encanto virginal, su gloria y su pureza; y en cuanto a la raza humana, ¿qué Homero hay que la presente más gigantesca, más robusta ni más valiente? ¿Qué pinturas o estatuas de los grandes maestros pueden sugerirnos un concepto tan exacto de su gentileza y superioridad? Todas estas grandezas brillan en aquel poema de la manera más perfecta e interesante. El ánimo del lector se siente predispuesto a gozar, y embargado por el placer, admira, y se embelesa, y cede a cuantas impresiones quiere el poeta producir en él. En este poema se halla la fuente de todo conocimiento, de toda religión y de toda virtud, dado que infunde en el alma una paz inefable, un dulce consuelo y una alegría íntima luego que se penetra uno del verdadero sentido del escritor, y presta dócil atención a sus armoniosos cantos.

Al leer la Ilíada o la Eneida hallamos una colección de bellísimos cuadros, lo mismo que al leer el Paraíso perdido; pero para ejecutar los primeros hay, hablando en el lenguaje profesional, muchos Rafaeles, Corregios, Guidos, etc., al paso que las pinturas de Milton son más grandes y sublimes, más divinas e interesantes que las de Homero y Virgilio y cualquier otro poeta, o para decirlo de una vez, muy superiores a las de todos los poetas antiguos y modernos.

De Newton

No hay página del Paraíso perdido en que el autor no dé muestras de ser un crítico eminente y un apasionado admirador de la Sagrada Escritura. De esta ha tomado infinitamente más que de Homero, de Virgilio y de todos los demás libros. En la Escritura tiene su fundamento no solo la acción principal, sino todos los episodios. La Escritura, no solo le ha suministrado los más nobles conceptos, sino engrandecido sus pensamientos y sublimado su imaginación; y al propio tiempo ha enriquecido sobremanera su lenguaje, dando a la dicción cierta majestad solemne, y sugiriéndole las más apropiadas y felices expresiones. Aprendan pues los lectores con este ejemplo a leer devotamente las Sagradas Escrituras. Si alguno hay que se atreva a ridiculizarlas o mirarlas con indiferencia, lo menos que puede decirse de él es que dista mucho de comprender el gusto y el genio de Milton; porque el que verdaderamente tenga uno y otro, estamos seguros de que estimará este poema como la más excelente de todas las composiciones modernas, y la Escritura como el mejor de todos los libros antiguos.

De Johnson

Voy ahora a examinar el Paraíso perdido, poema que con relación a su objeto bien puede ocupar el lugar más preferente, y con respecto a la ejecución, el segundo entre las producciones del ingenio humano.

Es opinión común a todos los críticos que el autor de un poema épico debe considerarse como el genio más privilegiado, porque requiere un conjunto de facultades de las cuales basta solamente alguna para otras composiciones. La poesía es el arte de unir lo agradable y lo verdadero, excitando a la imaginación como un poderoso auxiliar de la inteligencia. La poesía épica aspira a enseñar las verdades más importantes por medio de preceptos agradables, y para ello refiere los grandes hechos del modo que más interés produzcan. La historia debe suministrar al escritor los datos de la narración, datos que aprovecha y realza con arte superior, que vivifica con dramática energía y que reviste con útiles recuerdos y reflexiones; la moral le prescribe límites exactos, considerando bajo diferentes puntos de vista la virtud y el vicio; de la política y la práctica de la vida aprende a discernir los caracteres y a describir las pasiones, cada una de por sí o combinadas unas con otras; y la fisiología le ayuda a su vez con mil recursos e imágenes. Para levantar con todos estos materiales un edificio poético, se requiere una imaginación capaz de pintar a la naturaleza y de inventar lo que no existe; y nadie puede llamarse poeta si no posee todas las riquezas del lenguaje y distingue todos los primores de la frase o el colorido que resulta de ella, y sabe acordar los diferentes sonidos con las infinitas variedades de la modulación métrica.

Bossu es de opinión que el primer propósito del poeta debe ser hallar una moral que ilustre y realice después por medio de su fábula. Este parece haber sido el único fin de Milton, pues así como en otros poemas la moral es una consecuencia o un mero incidente, solo en Milton es una cosa esencial e intrínseca. Su objeto fue el más útil y el más difícil de todos, justificar los designios de Dios respecto al hombre; mostrar lo razonable de la religión y la necesidad de obedecer los preceptos divinos.

Para cumplir con este objeto era menester una fábula, una narración dispuesta con tal arte, que excitase el más vivo interés y la más grata sorpresa en el ánimo de los demás, y en esta parte de su obra preciso es confesar que Milton ha llegado a donde cualquier otro poeta. En su historia de la caída del hombre ha comprendido los sucesos que precedieron a este acontecimiento y los que sobrevinieron posteriormente; y con tal oportunidad introdujo todo el sistema de la teología, que no hay parte alguna de su obra que no aparezca necesaria en tal concepto. Apenas hay pasaje ni digresión alguna que no contribuya al desarrollo y progreso de la acción principal.

El asunto de un poema épico naturalmente tiene que ser un hecho de grande importancia: pues bien; Milton no trata de la destrucción de una ciudad, del establecimiento de una colonia, ni de la fundación de un imperio; su asunto es la suerte del mundo, las revoluciones del cielo y de la tierra, la rebelión contra el Ser Supremo suscitada por las criaturas más sublimes entre todos los seres creados; la derrota de sus huestes y el castigo de su crimen; la creación de una nueva raza de criaturas racionales; su ventura e inocencia original; la pérdida de su inmortalidad y la restauración de su paz y de su esperanza.

En la realización de los grandes sucesos solo pueden intervenir personas de elevada dignidad. Ante la grandeza desplegada en el poema de Milton, cualquiera otra desaparece; sus más débiles agentes son los seres humanos más dignos y más nobles, los primitivos padres de la humanidad, con cuyas acciones coincide la acción hasta de los mismos elementos, de cuya rectitud o de cuya extraviada voluntad dependen el estado de la naturaleza terrestre y la condición de todos los futuros habitantes del globo.

De los demás agentes del poema, los principales son tales que sería irreverente nombrarlos en ocasión menos importante; poderes de ínfima condición a quienes solo el freno del Omnipotente puede impedir la facultad de crear y de envolver los vastos límites del espacio en ruina y en confusión. Explicar los motivos y acciones de seres tan superiores de manera que la razón humana pueda comprenderlo y la humana imaginación representárselo es la empresa que este eminente poeta se propuso y que llevó a cabo.

En el examen de un poema épico entra por mucho el estudio de los caracteres que en él se emplean, y los que en el Paraíso perdido admiten este examen son los ángeles y el hombre, los ángeles buenos, y más, el hombre en su estado de inocencia y en su pecado.

Respecto a los ángeles, la virtud de Rafael es afable y benigna, condescendiente y francamente comunicativa; la de Miguel es majestuosa y sublime, y como es de suponer, celosa en cuanto corresponde a la dignidad de su propia naturaleza. Abdiel y Gabriel aparecen solo casualmente y obran como lo requiere su respectiva situación; la fidelidad solitaria de Abdiel está pintada afectuosamente.

Los caracteres de los ángeles malos son muy diversos. A Satán, como observa Addison, se atribuyen sentimientos propios del ser más sublime y más perverso. Clarke ha censurado a Milton por las impías blasfemias que a veces pone en boca de Satán; «porque hay pensamientos, dice con mucha razón, que no puede justificar ninguna índole ni carácter, dado que no se atrevería a expresarlos ningún hombre virtuoso, aun cuando se le pasasen por la imaginación.» Hacer hablar a Satán como un rebelde sin usar de expresiones que pudieran ofender la delicadeza del lector, era una de las mayores dificultades con que tenía que luchar Milton, y no puedo menos de añadir que supo salir perfectamente airoso de ella. En las arengas de Satán hay pocas cosas que puedan ofender los oídos del hombre más timorato. El lenguaje de la rebelión no puede ser nunca el mismo que el de la obediencia. La malignidad de Satán se deja llevar siempre de su altanería y obstinación, pero sus expresiones, por lo común, son generales y ofensivas en cuanto nacen de un corazón perverso.

Los demás caudillos de la rebelión celeste están diestramente dados a conocer en los libros 1.º y 2.º, y el feroz carácter de Moloc es siempre consecuente, lo mismo batallando que aconsejando.

Adán y Eva están durante su inocencia dotados de sentimientos que solo las almas puras pueden comprender y expresar; su amor es pura benevolencia y mutua veneración; se procuran el alimento sin ansia alguna y se muestran diligentes sin fatigarse. En sus oraciones al Criador apenas hay más que la efusión del asombro y de la gratitud. Disfrutan y no se les ocurre averiguar más; son inocentes y no abrigan temor alguno.

Pero con el pecado empiezan la desconfianza y las desavenencias, las acusaciones recíprocas y el empeño de disculparse; se miran ya uno a otro con prevención y temen que el Criador vengue la injuria que le han hecho; pero por fin vuelven en sí para implorar su perdón, va labrando en ellos el arrepentimiento y acaban postrándose en ademán de súplica. Adán, sin embargo, aparece siempre superior antes y después de la caída.

Acerca de lo verosímil y maravilloso, dos condiciones del poema épico vulgar que sugieren a los críticos profundas consideraciones, el Paraíso perdido no da lugar a muchas. Contiene la historia de un milagro, el de la creación y la redención; ensalza el poder y la misericordia del Ser Supremo, y así lo verosímil resulta maravilloso y lo maravilloso verosímil. Lo esencial en una narración es que sea verdadera, y como en la verdad no hay elección posible, supuesto que es necesaria, está sobre todos los cánones y reglas. En las partes accesorias y eventuales, puede, como en todo lo humano, hacerse algunas excepciones. Mas lo verdaderamente importante se apoya en inmóviles fundamentos.

Ha observado muy oportunamente Addison, que este poema por la naturaleza de su asunto lleva a todos los demás la ventaja de interesar universal y perpetuamente: todo el género humano de todos tiempos ha de tener la misma conexión con Adán y Eva, y cada hombre ha de participar del bien y el mal que se hace extensivo a todos.

En lo tocante a la máquina con que se da a entender la oportuna intervención de un poder sobrenatural, otro asunto inagotable de observaciones críticas, nada hay que hablar aquí porque cuanto sucede es bajo la inmediata y visible dirección del cielo; pero de todas suertes, de tal manera está observada esta regla, que no hay acción ni parte de ella que llegue a realizarse por otros medios.

En punto a episodios hallo únicamente dos, la relación de Rafael sobre la guerra del cielo y el discurso profético de Miguel sobre las vicisitudes que ha de experimentar el mundo. Ambos están estrechamente unidos con la acción principal; el uno era necesario para la instrucción de Adán, y el otro para su consuelo.

Tampoco puede hacerse objeción alguna tocante a complemento o integridad del plan, pues cumple distinta y claramente con lo que Aristóteles exige, el principio, el medio y el fin. Quizá no hay poema de la extensión de este de que pueda suprimirse menos sin que resulte una verdadera mutilación. No hay en él juegos, funerales, ni la prolija descripción de ningún escudo; de las breves digresiones que se hallan al principio de los libros tercero, séptimo y noveno pudiera indudablemente prescindirse; pero ¿quién se atrevería a suprimir tan bellas superfluidades? ¿quién no desearía que el autor de la Ilíada hubiese deleitado a los siglos venideros con un tanto de conocimiento de sí mismo? Tal vez no habrá pasaje alguno leído tan frecuentemente y con tanta atención como estos trozos que pudieran llamarse extrínsecos; y si el fin de la poesía es deleitar, lo que tanto embelesa a todos no puede tenerse por antipoético.

Las cuestiones de si la acción del poema es estrictamente una, de si el mismo poema merece propiamente llamarse heroico, y de quién por último es el héroe, solo pueden ocurrirse a lectores que deducen el fundamento de su criterio más bien de los libros que de la razón. Verdad es que Milton califica solamente de Poema el Paraíso perdido, pero también le llama en otra parte Canto heroico. Indigna la petulancia e inconveniencia de Dryden que niega el heroísmo de Adán porque al fin resulta vencido; pero no hay razón alguna para suponer que el héroe no pueda ser desgraciado, y eso aún con la práctica establecida, desde que muy bien pueden no andar juntos el triunfo y el merecimiento. Catón es el héroe de Lucano; pero la autoridad de Lucano no bastaría a Quintiliano a darle la razón; y sin embargo, aún dada la necesidad del triunfo, puede decirse que el seductor de Adán al cabo se vio humillado, y Adán reintegrado en la gracia de su Hacedor, y por tanto, seguro de recobrar su dignidad humana.

Después del plan y artificio del poema, deben considerarse como partes que lo componen los afectos y la dicción.

Los afectos, como expresión de las acciones o pintura de los caracteres, en su mayor parte guardan siempre la precisión más rigurosa.

Rara vez se tropieza con trozos brillantes que contengan lecciones morales o reglas de prudencia, pues es tan original la forma de este poema, que así como nada humano admite hasta que ocurre la catástrofe, tampoco puede tratarse en él del procedimiento humano. Su fin es elevar el pensamiento sobre los cuidados o entretenimientos terrestres. El elogio de la fortaleza con que Abdiel mantuvo su valerosa y singular virtud contra el menosprecio que de él hacía su enemiga muchedumbre, a todos los tiempos puede acomodarse; y la severidad con que Rafael reprende a Adán cuando quiere enterarse de los movimientos de los planetas y la respuesta que da el mismo Adán, seguramente pueden oponerse a cuantas reglas prácticas han dado hasta ahora todos los poetas.

Los pensamientos que van sucesivamente eslabonándose son tales, que únicamente pueden ocurrirse a una imaginación en el más alto grado de entusiasmo y energía, excitada además por un estudio incesante y un inmenso espíritu de investigación. El ardoroso vigor de Milton puede decirse que sublima su gran saber y que impregna su obra en el espíritu de la ciencia que se sobrepone a todo lo que es terreno y vulgar.

Consideraba la creación en cuanto ella abarca, y así sus descripciones son siempre magníficas y propias de un hombre sabio. Había acostumbrado su imaginación a salvar cuantos obstáculos se le opusiesen, y sus conceptos por lo tanto son siempre grandiosos. Lo sublime es la cualidad característica de su poema. Desciende a veces a la elegancia; su elemento, sin embargo, es la grandeza. Puede a veces revestirse de alguna forma graciosa, pero su natural actitud es la elevación gigantesca. Agrada cuando es menester agradar, aunque su recurso favorito es producir admiración.

Parece saber acomodarse bien a la índole de su genio y conocer las cualidades de que la naturaleza le había pródigamente dotado más que a otro cualquiera; la facultad de abarcar la inmensidad, de realzar la esplendidez, de acrecentar lo terrible, de oscurecer más lo sombrío y aumentar lo que de suyo es pavoroso; y así eligió un asunto sobre el que no era posible extenderse mucho y en que podía darse vuelo a la imaginación sin incurrir en la extravagancia.

Ni los fenómenos de la naturaleza, ni los acaecimientos de la vida satisfacían bastantemente el anhelo con que buscaba cuanto era grande. El pintar las cosas como son en sí requiere una atención minuciosa y es propio de la memoria más bien que de la fantasía. Milton se complacía en explayarse por las vastas regiones de lo posible, porque la realidad era campo sobrado estrecho para su inteligencia. Empleó sus facultades en nuevos descubrimientos dentro de mundos en que solo puede campear la imaginación, embelesándose en hallar nuevos modos de existencia, en atribuir sentimientos y acciones a los seres superiores, en referir las discusiones que se tenían en la asamblea del infierno o en acompañar a los coros celestiales.

Pero no podía permanecer siempre en extraños mundos: tenía a lo mejor que descender a la tierra y hablar de cosas visibles y conocidas; y cuando no podía remontarse a lo maravilloso en alas de su talento, se complacía en dar muestras de su asombrosa fecundidad.

Cualquiera que sea el asunto de que trate no deja de poner en él su imaginación; pero sus imágenes y las descripciones de las escenas o fenómenos de la naturaleza no las toma siempre de formas originales, ni las presenta con la naturalidad, fuerza y energía de la observación inmediata; veía la naturaleza, según la expresión de Dryden, a través de la perspectiva de los libros y en muchas ocasiones tenía que llamar a la erudición en su ayuda. El jardín del Edén le trae a la memoria el valle del Enna donde Proserpina se entretenía en coger flores. Satán se abre camino por entre procelosos elementos, como Argos por entre las rocas Cianeas, o como Ulises entre los dos vagíos sicilianos cuando huía de Caribdis sesgando su nave. Con razón se le han criticado las alusiones mitológicas de que se vale y cuya inutilidad no siempre llega a comprender; pero es indudable que contribuyen a amenizar la narración y a excitar alternativamente la memoria y la imaginación.

Sus símiles son en más número y más varios que los de todos sus predecesores, y no se reduce a los límites de una comparación rigurosa, pues precisamente su gran recurso es la amplificación, dando una gran extensión, cuando la oportunidad lo requiere así, a la imagen más secundaria. Así, al comparar el escudo de Satán con el disco de la luna, lleva su imaginación hasta el descubrimiento del telescopio que dio lugar a tan maravillosas revelaciones.

En cuanto a los sentimientos morales no es mucho encarecer su elogio asegurando que deja muy atrás en ellos a todos los demás poetas, porque esta superioridad la debía a lo familiarizado que estaba con la Sagrada Escritura. Los antiguos poetas épicos, como no conocían la luz de la revelación, eran poco hábiles en la enseñanza de la virtud; sus principales caracteres tenían grandeza pero no eran simpáticos; el lector puede deducir de ellos los más grandes ejemplos de fortaleza activa y pasiva, y a veces hasta de prudencia, pero rara vez podrá aprender principios de justicia y mucho menos máximas de piedad.

Para los escritores italianos puede decirse que son vanas todas las ventajas del espíritu cristiano. Conocida es la depravación de Ariosto; y aunque la Jerusalén libertada puede considerarse como un asunto sagrado, el poeta ha escatimado más de lo justo la instrucción moral.

En Milton, por el contrario, cada verso revela la santidad del pensamiento y la pureza de las costumbres, menos en aquellos casos en que el transcurso de la narración exige la introducción de los espíritus rebeldes; y aún estos se ven obligados a confesar su sumisión a Dios de tal manera que inspiran reverencia y dan pábulo al sentimiento religioso.

En los seres humanos hay dos diferentes, pero ambos son padres de toda la especie, venerables antes de perder su dignidad e inocencia, e interesantes aun después de perdida por su sumisión y arrepentimiento. En su primitivo estado se ven animados de un afecto tierno sin debilidad y de una piedad sublime sin presunción. Caen en el pecado y manifiestan desde luego lo desigual que es su fragilidad y cuán presto se rompe su armonía, cuánto debilita el pecado su confianza en el favor divino, y que solo por la penitencia y la oración pueden esperar la remisión de su culpa. El estado de perfecta inocencia solo puede llegar a concebirse, si es posible no obstante concebirlo dada nuestra actual miseria; pero los sentimientos y culto propios de un ser abyecto y culpable, todos podemos profesarlos, porque podemos practicarlos todos.

Nuestro poeta es siempre grande en cualquiera ocasión que se le contemple. En su primitivo estado nuestros progenitores conversaban con los ángeles; aún envilecidos por su insensatez y por el pecado, no se ofrecían en su humillación bajo el aspecto de meros suplicantes, y cuando vemos que sus ruegos han sido oídos, volvemos a contemplarlos con el mismo respeto que antes.

Como hasta que incurrieron Adán y Eva en su culpa no entraron en el mundo las pasiones humanas, el poeta tenía pocas ocasiones de mostrarse patético, pero aun de esas pocas supo aprovecharse bien. Describe con exactitud y expresa con energía un afecto peculiar de la naturaleza racional, el sobresalto que se apodera de la conciencia después del delito, y el horror con que el culpable espera los efectos de la indignación divina. Mas para ponerse en juego las pasiones, solo una ocasión se ofrece, y la cualidad que más sobresale en este poema es el sublime, el sublime empleado con ingeniosa variedad, unas veces en las descripciones, otras en los razonamientos.

De errores y defectos adolece, como toda obra humana, el Paraíso perdido: la crítica imparcial no puede prescindir de ellos; sin embargo, así como para encarecer el mérito de Milton, no hemos prodigado mucho las citas, que si fuéramos a enumerar sus bellezas serían interminables, tampoco debemos detenernos en recargar demasiado las censuras; porque ¿qué inglés llevaría a bien la reproducción de uno y otro pasaje que, al propio tiempo que rebajasen el crédito de Milton, amenguarían hasta cierto punto la gloria de su nación?

Renunciemos, por consiguiente, al sistema de notar la frecuente impropiedad de las voces, como lo ha hecho Bentley, más competente acaso en la gramática que en la poesía, aunque atribuyendo a veces aquella a la intervención de un corrector en quien hubo de fiarse el autor a causa de su falta de vista; suposición temeraria y vana, si la creía verdadera, y pérfida y vergonzosa, si, como se asegura, él mismo confesaba privadamente que la tenía por falsa.

El asunto del Paraíso perdido tiene el inconveniente de no referirse a acciones ni a vicisitudes humanas. El Hombre y la Mujer se ven allí en un estado enteramente desconocido para los individuos de su especie; el lector no encuentra situación alguna análoga a las de su vida, ni condición comparable con la suya por más que esfuerce su imaginación para colocarse en ella: de modo que ni una ni otra pueden excitar su natural curiosidad ni su simpatía.

Todos sentimos los efectos de la desobediencia de Adán; pecamos como Adán todos, y como él lamentamos nuestras culpas; en los ángeles caídos tenemos otros tantos enemigos encubiertos e infatigables, y en los espíritus bienaventurados celosos amigos y protectores: esperamos llegar a participar de la redención del género humano, y estamos tan interesados en la descripción del cielo y del infierno, como que nuestra morada futura ha de ser la mansión de las penas o de la bienaventuranza.

Pero estas verdades son demasiado importantes para que nos parezcan nuevas: se nos han enseñado desde la infancia; ocupan cuando estamos a solas nuestro pensamiento; dan asunto a nuestras conversaciones familiares, y habitualmente tienen grande influencia en los actos de nuestra vida; pero no siendo nuevas, no pueden ejercer emoción alguna extraordinaria en nuestro espíritu, porque lo que de antemano sabemos, no es menester estudiarlo, ni lo que no es inesperado para nosotros, puede en manera alguna sorprendernos.

Así que de las ideas que nos sugieren estas imponentes escenas, unas veces nos abstraemos con respeto, excepto cuando se nos ocurren por medio de la asociación, y otras nos alejamos con horror o únicamente las admitimos como saludable escarmiento, como contrapeso de nuestros intereses y pasiones; y semejantes imágenes más bien entorpecen que avivan el vuelo de nuestra imaginación.

El deleite y el terror son sin duda las verdaderas fuentes de la poesía, mas el deleite poético ha de ser tal que la imaginación humana por lo menos lo conciba, y el terror poético no ha de llegar a tal punto, que la fuerza y la fortaleza humanas sean incapaces de dominarlo. El bien y el mal de la Eternidad son cosas demasiado graves para la sutileza del entendimiento; este necesita considerarlos con cierta frialdad pasiva, dado que se contenta con una fe tranquila y una adoración humilde.

Y, sin embargo, las verdades conocidas pueden tomar diferente aspecto y llegar al ánimo por una nueva representación de imágenes intermedias. Esto lo intentó Milton, y lo consiguió por la fecundidad y vigor que tan peculiares eran de su ingenio; y el que considere los pocos recursos fundamentales que la Escritura le suministraba, seguramente se maravillará de la inmensa extensión a que los llevó y de la variedad con que supo utilizarlos, teniendo que renunciar a ciertas licencias de ficción por el religioso respeto que se debía.

Nadie ha sabido valerse mejor de las fuerzas unidas del estudio y del genio, de la claridad de juicio necesaria para no verse embarazado entre tal cúmulo de materiales, ni de imaginación más a propósito para disponerlos y combinarlos. Era además incomparable su acierto en sacar recursos de la naturaleza, de la historia, de las fábulas antiguas y de las ciencias modernas, siempre que por alguno de estos medios podía ilustrar o embellecer sus pensamientos, que a su mucho caudal de erudición añadía los tesoros del estudio y la prodigalidad con que los ostentaba su fantasía.

Por esto ha dicho alguno de sus admiradores, empleando una hipérbole extravagante, que en el Paraíso perdido tenemos un libro de ciencia universal. Y sin embargo, no es esto cierto: no hay medio de suplir a lo que de suyo es insuficiente, y siempre hallaremos un vacío en la falta de interés humano. El Paraíso perdido es uno de esos libros que asombran al lector, pero que una vez cerrados, no suelen volverse a abrir. Se cree uno obligado a conocerlo, mas no halla deleite en él; leemos a Milton para instruirnos; le cerramos fatigados y como rendidos, y volvemos la vista a otra parte para distraernos; nos alejamos del maestro, y vamos en busca de nuestros amigos.

Otro inconveniente del asunto elegido por Milton es que requiere la descripción de cosas que no pueden describirse, los actos de los espíritus. No se le ocultaba que lo inmaterial no es susceptible de imágenes, y que no podía presentar a los ángeles sino como instrumentos de acción, por lo cual les atribuyó forma y materia. Esto, como necesidad al cabo, era defendible, y hubiera ganado mucho su plan no poniendo lo inmaterial a la vista del lector, sino interesándole más con el artificio de ocultárselo y obligarle a que lo dedujese él mismo de sus pensamientos. Pero desgraciadamente confundió lo poético con lo filosófico: sus personajes infernales y celestiales unas veces son espíritus puros, y cuerpos animados otras. Cuando Satán, armado con su lanza, recorre la abrasada tierra, es figura corporal; cuando al tender su vuelo entre el infierno y el nuevo mundo, se ve en peligro de perderse en el vacío, y halla un apoyo en los vapores que se desprenden de la profundidad, tampoco puede dudarse de que es corpóreo; cuando anima el cuerpo del reptil, parece ser un espíritu que se infiltra según le place en la materia; cuando se levanta erguido como un coloso, tiene por lo menos una forma determinada; y cuando es conducido a la presencia de Gabriel con su espada y con su escudo, bien hubiera podido ocultar estas armas dentro de la serpiente, por más que fuesen materiales las de que para combatir se servían los ángeles.

Los vulgares habitantes del Pandemonium, que eran espíritus incorpóreos, a pesar de ocupar tan vasta extensión y de su infinito número, se veían reducidos a un limitado espacio; y en la batalla, cuando quedan aplastados por las montañas, las armas se les introducen por los cuerpos, y sus padecimientos son mayores porque con el pecado su sustancia se ha dilatado más y héchose más sensible. Esto acontecía a ángeles incorruptibles, cuyas armas contribuían a su mayor derrota, pues sin ellas, como espíritus que eran, hubieran salido ilesos, contrayéndose o desapareciendo; y aun como espíritus, serían espirituales a medias, porque la contracción y el movimiento son propiedades de la materia; pero sin el embarazo de la armadura nada hubiera quedado de ellos, y hubiera recibido los golpes la materia que los cubría. Cuando Uriel desciende en un rayo de Sol, es corpóreo, y corpóreo también Satán cuando teme que Adán pruebe en él su esforzado aliento.

La mezcla de espíritu y materia que resulta en la narración de la guerra celeste es una verdadera incongruencia, y el libro que a ella se refiere, es a mi juicio el favorito de los estudiantes, y el que más pronto olvidan según van adquiriendo gusto y conocimientos.

Después de la intervención de los agentes inmateriales, sobre que no debe insistirse más, entra la de los personajes alegóricos, que no tienen existencia real. El poner en relieve las causas por medio de estos otros agentes, el atribuir una forma dada a las ideas abstractas y comunicarles animación y vida, ha sido siempre privilegio de la poesía; pero la mayor parte de esos seres ideales luego que representan su papel natural, no vuelven a figurar. Así la Fama cuenta proezas, y la Victoria corona a un general o sigue tal estandarte, pero ni una ni otra pueden hacer más: darles una existencia real o atribuirles una intervención material, es despojarlos de su carácter alegórico, o atormentar al entendimiento para que suponga efectos irrealizables. En el Prometeo de Esquilo vemos la Violencia y la Fuerza y en el Alcestes de Eurípides la Muerte que se presentan en la escena y toman parte en la acción como personas del drama; pero no hay ejemplo alguno que pueda justificar un absurdo.

La Muerte y el Pecado, alegorías de Milton, seguramente son personificaciones falsas. El Pecado es la madre de la Muerte y puede muy bien ser portero del Infierno; pero cuando detienen en su viaje a Satán, viaje que se describe como verdadero, y cuando la Muerte le provoca a combate, no es ya posible la alegoría. Que el Pecado y la Muerte hubiesen mostrado el camino del Infierno, nada tenía de extraño; lo inverosímil es que allanen el camino construyendo un puente, porque los obstáculos que encuentra Satán se pintan como reales y materiales, y el puente no puede ser más que imaginado. El Infierno, morada de los espíritus rebeldes, se localiza tan puntualmente como la mansión del Hombre. Está situado en cierta región lejana del espacio, separado de aquellas donde reinan la armonía y el orden por medio del inmenso vacío que llena el Caos; pero el Pecado y la Muerte levantan una enorme mole de rocas amasadas con asfalto; obra demasiado sólida para arquitectos tan ideales.

Esta desmañada alegoría es, a mi juicio, uno de los mayores defectos del poema, defecto que no tiene disculpa, porque consiste en la opinión que el autor se había formado de la belleza de su obra.

También en cuanto a la narración en sí, hay algo en qué reparar. Satán es conducido en el Paraíso con sobrada lentitud a la presencia de Gabriel, y se le deja ir muy tranquilamente. La creación del Hombre se supone una consecuencia del vacío que había quedado en el Cielo por la expulsión de los ángeles rebeldes, y Satán hace mención de ella como de un rumor que corría por el cielo antes de su caída.

Difícil era en verdad hallar sentimientos que correspondiesen al estado de la inocencia, y sin embargo, de vez en cuando algunos suelen anticiparse. El discurso que Adán se forja entre sueños no parece muy propio de un ser nuevamente creado. Tampoco hallo gran propiedad en su respuesta al Ángel cuando este le reprende por la curiosidad que muestra: es el razonamiento de un hombre que conversa con otros hombres. Hubieran podido omitirse algunas nociones filosóficas, y sobre todo de falsa filosofía; así como que en una comparación hable, el Ángel del tímido ciervo, cuando el ciervo no era todavía tímido, y antes de que Adán pudiera comprender la comparación.

Observa Dryden que en medio de su sublimidad, Milton peca de hinchado a veces; lo cual quiere decir que adolece de desigualdad. En toda obra hay una parte que necesariamente depende de las demás: un palacio no puede estar sin galerías, ni se da un poema sin transiciones. Por demás sería exigir que el ingenio esté siempre a la misma altura, como si pretendiéramos que el sol se mantenga constantemente en el mediodía. En las grandes obras hay cierta alternativa de partes luminosas y opacas, como en el mundo se suceden el día y la noche. Después de recorrer los ámbitos del cielo, no debe parecer mal que descienda Milton a contemplar la tierra; porque ¿qué otro autor se ha remontado nunca a tanta altura, ni ha sabido sostener su vuelo por tanto tiempo?

Tan empapado estaba en los poetas italianos, que con mucha frecuencia se valía de ellos; y como todos aprendemos algo de los demás, su afán por imitar la ligereza de Ariosto le sugirió la malhadada imitación del Paraíso de los Locos; invención que no carece en sí de mérito, pero demasiado ridícula para ingerida donde se halla.

Sus juegos de palabras, de que abusa en demasía, sus equivocaciones, que Bentley procura disculpar con el ejemplo de los antiguos; y el empleo innecesario que con tan poco gusto hace del tecnicismo artístico, no hay para qué detenerse a mencionarlos, porque fácilmente se advierten y han sido generalmente censurados, además de que guardan tan pequeña proporción con el conjunto, que apenas llaman la atención de los críticos.

Tales son los defectos del admirable poema del Paraíso perdido. El que pretenda valerse de ellos para que sirvan de contrapeso a sus innumerables bellezas, no mostrará tanta imparcialidad ni celo, como ruindad y escasez de juicio, y merecerá, no que se le censure por su cándida intención, sino que se le compadezca por su falta de sensibilidad.

De Blair

Milton se trazó a sí mismo un rumbo nuevo y extraordinario en la poesía. Apenas abrimos su Paraíso perdido nos sentimos trasladados a un mundo invisible, y rodeados de seres tan pronto celestes como infernales. Los ángeles y demonios no son la máquina, sino los principales actores de su poema; y lo que en otra composición cualquiera sería maravilloso, en esta se reduce a un curso natural de acontecimientos. Un asunto tan ajeno a los intereses de este mundo puede dar fundamento a los aficionados a discusiones materiales, para dudar de si el Paraíso perdido debe propiamente contarse entre los poemas épicos. Califíquese como quiera, es uno de los más sublimes esfuerzos del genio poético, y en condiciones tan características del poema épico como la majestad y la sublimidad, igual al más excelente que merezca esta denominación.

Hasta qué punto anduvo acertado el autor en la elección de su argumento, es muy cuestionable: desde luego puede decirse que ofrece grandes dificultades. A ser de índole más humana y menos teológica, más en conexión con las vicisitudes de la vida, con la manifestación de los caracteres y las pasiones de los hombres, quizá sería este poema, al menos para la generalidad de los lectores, más agradable e interesante. Pero el asunto se acomodaba perfectamente a la sublime grandeza de su talento; solo él podía ponerse a su altura; y al llevar a cabo tan arduo empeño, mostró una fuerza tal de imaginación y de invención, que verdaderamente es maravillosa. Admira, en efecto, que de la escasa materia que la Sagrada Escritura le ofrecía, sacase una obra tan completa y tan regular en todas sus partes, y acumulase en su poema tantos y tan variados incidentes. Hay en él trozos áridos e ingratos; ocasiones hay en que el autor, más que poeta, parece un metafísico o un teólogo; pero el conjunto de la composición es interesante; sorprende y embelesa la imaginación, y seduce y conmueve más, a medida que se adelanta en su lectura, lo cual seguramente prueba gran mérito en una composición épica. La artificiosa variedad de objetos, y la escena que colocada tan pronto en la tierra, como en el infierno o en el cielo, no llega a hacerse monótona, producen, juntamente con la unidad de plan, un todo tan armónico como perfecto. ¡Qué dulce, qué tranquilamente respiramos con Adán y Eva en el Paraíso! ¡Con qué atención seguimos a Satán en su empresa, con qué ansiedad presenciamos el combate de los ángeles en el cielo! La inocencia, la pureza, la ternura de nuestros primeros padres al lado del orgullo y ambición de Satán, ofrecen un bello contraste que domina en todo el poema: únicamente la conclusión es demasiado trágica para un poema épico.

La naturaleza del asunto no admite gran desarrollo en los caracteres; pero tales como se pintan, se sostienen y hacen muy agradables por su propiedad. Satán, en particular, es una figura gigantesca, y el carácter mejor trazado de todo el poema. Milton no le representa conforme a la idea que tenemos de un espíritu infernal, sino que se propuso darle cierta apariencia humana, es decir, mixta, y no enteramente exenta de buenas cualidades. Es valeroso y fiel para con los suyos; en medio de su impiedad siente algunos remordimientos; hasta se muestra algo compadecido de nuestros primeros padres, y se disculpa del daño que les ocasiona con la necesidad de su situación. Obra por ambición y despecho, más bien que por natural malicia: en una palabra, no es peor que muchos conspiradores o jefes de partido de los que figuran en la historia. Los diferentes caracteres de Belzebú, Moloc y Belial, están pintados de mano maestra en las elocuentes arengas que pronuncian en el libro segundo. En cuanto a los ángeles buenos, aunque no carecen de dignidad y propiedad, tienen un colorido más uniforme que los espíritus infernales, a pesar de que la nobleza de Miguel, la afable condición de Rafael y la inquebrantable fidelidad de Abdiel, constituyen diferencias muy características. El empeño de presentar a Dios en el esplendor de su omnipotencia y de referir los diálogos que median entre el Padre y el Hijo, era demasiado grave y difícil, y fue en el que, como debía presumirse, quedó más deslucido nuestro poeta. Pero los caracteres verdaderamente humanos, la inocencia y amor de nuestros primeros padres, están pintados con sumo acierto y delicadeza. En algunos de sus diálogos con Rafael y Eva, Adán se muestra sobrado discreto y culto, atendida su situación; en Eva se advierte más verdad: su gracia, su modestia y su fragilidad son exactamente las de la mujer.

La cualidad más relevante y grande de Milton, es la sublimidad. En ella quizá sobrepuja a Homero, y en cuanto a Virgilio y los demás poetas posteriores a él, no cabe duda alguna respecto a su inferioridad. Los dos libros, primero y segundo del Paraíso perdido son una no interrumpida muestra del género sublime. La vista del infierno y sus debeladas huestes, la apariencia y aspecto de Satán, el consejo de los caudillos infernales y el caos donde se lanza Satán para arribar a las playas de este mundo, forman otros tantos pensamientos sublimes que no ha concebido jamás la fantasía de ningún poeta. Ni carece tampoco de grandeza el sexto libro, particularmente en la aparición del Mesías, sin que por eso deje de haber en él algo de censurable y aun de indisculpable, como los sarcasmos de los demonios al ver los efectos de la artillería. La sublimidad de Milton es de diferente género que la de Homero; la de Homero es por lo general brillante e impetuosa; la de Milton más grandiosa y reposada; Homero nos entusiasma y arrastra; Milton nos deslumbra y arrastra más; el uno es más sublime en la descripción de los hechos; el otro en la de los objetos de suyo grandes y maravillosos.

Pero aunque Milton se distinga realmente tanto por su sublimidad, hay muchas bellezas, muchos cuadros dulces y deliciosos en toda su obra. Las escenas que pasan en el Paraíso están llenas de imágenes risueñas y encantadoras; sus descripciones son hijas de una fecundísima imaginación, y en los símiles se muestra casi siempre muy feliz, aunque alguna vez pequen de impropiedad, y pocas y muy raras sean o triviales o de mal gusto. En lo general nos ofrece imágenes tomadas de objetos sublimes o bellos, y si de algún defecto se resienten es de aludir a menudo a conocimientos científicos o a las fábulas de la antigüedad. La última parte del Paraíso perdido preciso es confesar que decae algún tanto: parece que el genio de Milton participa del desfallecimiento de nuestros primeros padres. Rasgos, sin embargo, muy bellos del género trágico se hallan en los postreros libros, como el remordimiento y contrición de los dos culpables; y afectos conmovedores, como su despedida al Paraíso, cuando se ven obligados a abandonarlo. El último episodio del Ángel, que refiere a Adán la suerte de su posteridad, está felizmente ideado, aunque a trechos sea algún tanto lánguida la ejecución.

El lenguaje y versificación de Milton son de primer orden. Su estilo es altamente majestuoso y apropiado al asunto. El verso suelto es armonioso y vario, y ofrece el más perfecto ejemplo de la elevación que es capaz de alcanzar nuestra lengua en la poesía. No se sucede acompasadamente como el verso francés, en alterna, regular y uniforme melodía, que frecuentemente fatiga el oído, sino que es dulce, fluido y muchas veces enérgico, vario en su cadencia y mezclado con algunos sonidos desacordes, como conviene al vigor y libertad de la composición épica. De vez en cuando se tropieza con alguno prosaico y descuidado, pero en obra tan larga, y en lo general tan armoniosa, bien pueden perdonarse tan pequeñas faltas.

En suma, es el Paraíso perdido un poema que abunda en perfecciones de todo género, y que con razón ha dado a su autor una fama no inferior a la de ningún otro poeta, a pesar de que tengamos que reconocer en él algunos lunares; que es propiedad de todos los grandes genios no ser siempre uniformes ni correctos. Da Milton con frecuencia en la teología y la metafísica; suele ser duro en su lenguaje; suele usar de voces técnicas y hacer gala de su erudición; pero muchos de sus defectos deben atribuirse a la época en que vivió. La fuerza y seguridad que ostentaba su genio, estaba, a nivel de lo más grande que se conoce; y si a veces se muestra inferior a sí mismo, otras se eleva sobre todos los poetas del antiguo y del nuevo mundo.

De Lord Oxford

Si el Rafael, el Satán y el Adán de Milton tienen tanta dignidad como el Apolo de Belvedere, su Eva ostenta toda la gracia de la Venus de Médicis, y su descripción del Edén el colorido de Albano. Su ternura inspira siempre ideas tan graciosas como las Madonas de Guido, y las tres gracias pueden denominarse el Allegro, el Penseroso y Comus. Rebosaba su alma en poesía, en sentimiento y en entusiasmo, y aprovechaba todas estas cualidades estudiando los mejores modelos. Así preparado, dio rienda suelta a su genio, que era demasiado impetuoso y sublime para dejarse aprisionar por el mecanismo de la rima, que si alguna vez le embarazaba para expresar todo lo que sentía, con más frecuencia le obligaba a añadir trivialidades que contribuían a que cobrase mayor aliento.

De Hayley

El entusiasmo era la cualidad predominante en la imaginación de Milton. En política le había llevado a ser crédulo con sobrada generosidad, y a veces demasiado rigorosamente decidido; pero en poesía le exaltaba a un grado tal de sublimidad, que nadie ha podido excederle en ella, ni es probable que llegue nadie a sobrepujarle; pues aunque en todas las artes haya sin duda grados de perfección a que ningún mortal ha llegado aún, se requiere tal conjunto de dotes, unas dependientes de la naturaleza, otras de la fortuna, en un grande artista de cualquier género que sea, que el mundo no tiene motivo alguno para esperar producciones de un genio poético superior al del Paraíso perdido. En él se ve la vigorosa y aguda originalidad de concepción que caracterizaba la inteligencia de Milton, y le hacía merecedor del más alto concepto; y así no solamente es digno nuestro autor de aplauso por haber ensanchado y ennoblecido la esfera de la poesía épica, sino de otro título mayor a nuestra gratitud, el de fundador del nuevo y encantador arte inglés, que tanta gloria ha dado a nuestro país.

Con justo encomio, pues, y con las más sinceras y felices expresiones han rendido un tributo de admiración a Milton, el elegante historiador de nuestra moderna jardinería lord Oxford, y los dos consumados poetas de Francia y de Inglaterra, De Lille y Mason, al celebrar su mérito y proclamarle como el benéfico genio que ha granjeado al mundo la más joven y amable de las artes.

Nota final

No sería justo ni honroso para el mérito de un poeta como Milton terminar las precedentes observaciones sobre su inmortal obra, sin observar que el libro sexto ha sido quizá juzgado con excesiva severidad. En la brillante y animada crítica que de él ha hecho Johnson, lo ha calificado como muy a propósito para ser «el favorito de los estudiantes.» Pero Mr. Hayley elocuentemente replica que «hasta la imaginación puede menospreciar una lógica austera, creyéndola facultad estudiantil, pero a los que gozan aun con sus desvaríos, lícito les es complacerse en su deleite. Ningún lector de verdadero instinto poético se ha fijado jamás en el sexto libro sin sentir una especie de embeleso, que bien puede condenar un ceñudo lógico, pero que nada perdería en llegar a participar de él.» Tampoco puede decirse del Paraíso perdido que «se cree uno obligado a conocerlo, mas no halla deleite en él;» ni que «leemos a Milton para instruirnos, le cerramos fatigados y como rendidos, y volvemos la vista a otra parte para distraernos.» No hay tal: prestemos atención a su canto, y tal vez experimentaremos la misma sensación que nuestro padre Adán cuando después de oír la revelación del Ángel, quedó tan embebecido y suspenso, que por algún tiempo le estuvo atento, creyendo que seguía hablándole, y que todavía llegaban sus palabras a sus oídos.


Publicado el 6 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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