El Paraíso Recobrado

John Milton


Poesía, religión



Libro primero

Argumento


El asunto de esto libro comienza por la invocación al Espíritu Santo. El poema representa en primer lugar a Juan bautizando en el Jordán: llega Jesús, que recibe a su vez las aguas del bautismo; y es reconocido como Hijo de Dios, no solo por la bajada del Espíritu Santo, sino también por una voz del cielo. Al ver esto Satán, que se halla presente, remóntase al momento a las regiones etéreas, donde reuniendo a sus infernales consejeros, les manifiesta sus temores de que Jesús sea aquella semilla de la mujer, destinada a aniquilar todo su poderío. Al propio tiempo les indica la urgente necesidad de averiguar la certeza del hecho, intentando, por medio de lazos y engaños, combatir y exterminar al Hombre de quien tanto deben temer. Satán se brinda a acometer por sí solo tamaña empresa, y aceptado su ofrecimiento, se pone en marcha para llevar a cabo su cometido. Dios, entre tanto, rodeado de su corte celestial, anuncia que ha resuelto someter a su Hijo a las tentaciones de Satán; pero predice que el tentador sufrirá la más completa derrota, lo cual celebran los ángeles, entonando un himno de triunfo. Jesús es conducido por el Espíritu al desierto, cuando pensaba en el principio de su elevada misión de Salvador de la humanidad: sumido en sus meditaciones, refiere, en un soliloquio, cuán divinos y generosos impulsos había experimentado desde su más tierna juventud, y cómo su madre, María, al observar en él tales disposiciones, le dio a conocer las circunstancias de su nacimiento, revelándole que era nada menos que el Hijo de Dios. Indica luego lo que sus propios estudios y reflexiones le habían sugerido en confirmación de esta gran verdad, fundándose particularmente en el reciente testimonio que acababa de recibir en el Jordán. Nuestro Señor pasa cuarenta días ayunando en el desierto, donde las fieras se humillan a su presencia, mostrándose inofensivas. Satán aparece después bajo la forma de un anciano campesino, y entabla conversación con nuestro Señor; manifiéstale su extrañeza por verle solo en tan peligroso sitio, y al propio tiempo aparenta recordar que él es la persona reconocida en el Jordán como Hijo de Dios. Jesús contesta lacónicamente: Satán le replica, enumerando las dificultades que ofrece vivir en el desierto; y excítale a manifestar su divino poder, si es realmente Hijo de Dios, trasformando algunas piedras en pan. Jesús reprueba su proceder, y le dice que ya sabe quién es. Satán se da entonces a conocer, y procura disculpar su conducta con una artificiosa defensa; pero nuestro Señor le reprende severamente, refutando todos los puntos de su justificación. Satán, con aparente humildad, intenta todavía sincerarse; finge admirar a Jesús por su virtud, y le pide permiso para conversar con él en otra ocasión, a lo cual contesta el Señor que obre según el permiso del Cielo. Desaparece entonces Satán, y termina el libro con una breve descripción de la noche en el desierto.


Yo, que en otro tiempo canté el feliz jardín, perdido por la desobediencia de un hombre, voy a cantar ahora el Paraíso, recobrado para la humanidad entera por la firme obediencia de aquel que a rudas pruebas sometido por todo género de tentaciones, humilló al tentador, frustrando sus asechanzas, y convirtió en Edén el salvaje desierto.

¡Oh tú! celeste Espíritu, que al glorioso eremita condujiste al desierto, futuro campo de su victoria, para combatir al Enemigo; y le llamaste a ti cuando hubo dado irrecusables pruebas de ser el Hijo de Dios: inspírame como solías hacerlo, que sin ti enmudeciera mi improvisado canto. Condúceme a las alturas o a los profundos abismos del universo todo; préstenme apoyo tus favorables alas, para que pueda referir actos en alto grado heroicos, que aunque secretos y relegados al olvido durante tantos siglos, no menos dignos son de haberse cantado ha mucho tiempo.

Ya el gran Precursor, con voz más imponente que el sonido de la trompeta, proclamaba el arrepentimiento, anunciando que el reino de los cielos estaba al alcance de todos cuantos recibieran el bautismo: poseídos de religioso temor, los habitantes de las comarcas vecinas acudían en tropel para ser bautizados; y con ellos llegó desde Nazaret a las orillas del Jordán, aquel que pasaba por hijo de José. Oscuro se presentaba entonces, desconocido y sin llamar la atención de nadie; pero avisado San Juan Bautista, por conducto divino, reconociole al punto como superior, más digno que él de alabanzas; y hasta hubiera querido resignar en sus manos su santo ministerio. No tardó en confirmarse este testimonio: entreabriose la celeste bóveda sobre el que acababa de ser bautizado, y descendió el Espíritu en figura de paloma; mientras que la voz del Padre proclamaba desde el empíreo que aquel era su muy amado Hijo. Oídas fueron estas palabras por el Enemigo, que vagando todavía por la tierra, no debía ser el último en acudir a tan famosa reunión; y consternado al escuchar la voz divina, contempló unos momentos con asombro al hombre glorificado a quien se acababa de dar tan augusto título. Poseído entonces de envidia y de rabia, emprende su vuelo a través de los aires, sin detenerse hasta llegar a su imperio; convoca a consejo a todos sus poderosos próceres, sombrío consistorio rodeado por diez capas de negras y espesas nubes; y una vez en medio de ellos, con miradas de temor y abatimiento, dirígeles estas palabras:

«¡Oh antiguas potestades del aire y de este inmenso mundo! (pues pláceme mucho más hablaros del aire, nuestra primitiva conquista, que recordar el infierno, nuestra odiosa morada); bien sabéis cuántos siglos hace, para nosotros como los años de los hombres, que hemos poseído este universo, gobernando a nuestro antojo los asuntos de la tierra, desde que Adán y su fácil consorte Eva, engañados por mí, perdieron el Paraíso. Con temor esperaba yo, no obstante, la hora en que la semilla de Eva asestaría contra mi cabeza este golpe fatal. Tardía es la ejecución de los decretos del cielo, pues el más largo período es corto para él; y ahora, demasiado pronto para nosotros, por la sucesión de las horas ha llegado el temido momento en que debemos sufrir las consecuencias de la remota amenaza. Preciso es ante todo parar el golpe, si es que podemos, so pena de ver derrocado todo nuestro poderío, perdida nuestra independencia, y el derecho de residir en este hermoso imperio del aire y de la tierra, conquistado por nosotros. Malas noticias os traigo: de mujer ha nacido últimamente el vástago destinado a combatirnos. Fundado motivo nos dio ya su nacimiento para abrigar temores; pero ahora, llegado a la flor de la juventud, dotado de todas las virtudes, de gracia y de sabiduría, para llevar a cabo las más altas misiones, redobla justamente mi recelo. Un gran profeta, que a guisa de heraldo le precede, a fin de anunciar su llegada, llama a todo el mundo; y pretende lavar los pecados en el consagrado río, para preparar a sus neófitos, así purificados, a recibir a ese hombre sin mancha, o más bien, a honrarle como a su Rey. Todos acuden, y él mismo, entre ellos, fue bautizado, no con el fin de purificarse más, sino para recibir el testimonio del Cielo, y que no puedan dudar ya las naciones de su divino carácter. Yo vi al profeta acogerle con respeto; vi que al salir del agua, abría el cielo por cima de las nubes sus puertas de cristal; inmaculada paloma bajó entonces sobre su cabeza; y oí la voz soberana pronunciar desde el Empíreo estas palabras: «Ese es mi Hijo muy amado, con quien estoy complacido.» Vemos, pues, que su madre es mortal; pero su Padre ocupa el trono del cielo; y ¿qué no hará para favorecer a su único Hijo? Conocémosle ya, y harto comprendimos su fuerza cuando su terrible trueno nos lanzó a las profundidades. Averiguar debemos quién es Aquel, pues hombre parece por todas sus facciones, aunque resplandezcan en su rostro los rayos de la gloria de su Padre. Ya lo veis; el peligro es inminente y no permite que entremos en largas discusiones: debemos oponerle al punto un grave obstáculo (no por la fuerza, sino por una refinada astucia, por una trama bien urdida), antes que a la cabeza de las naciones aparezca como su rey, su jefe, el dueño supremo de la tierra. En otro tiempo, cuando nadie se atrevía, yo solo acometí la arriesgada empresa que tenía por objeto descubrir el paradero de Adán y perderle; y entonces llevé a cabo felizmente mi ardua misión. El viaje que debo emprender hoy os menos peligroso; y hallado ya una vez el buen camino, de esperar es que el éxito me favorezca de nuevo.»

Calló Satán, y sus palabras, honda sorpresa causaron en el infernal concurso, abatido y consternado por tan infaustas nuevas; mas no era ya tiempo de discurrir sobre su despecho y sus temores. Unánimes todos, confiaron la dirección de tan delicada empresa, a su gran dictador, cuyo primer ataque contra la humanidad había contribuido tan poderosamente a la pérdida de Adán; y que desde las profundas bóvedas de las cavernas infernales condujo a sus cómplices a la región de la luz, donde eran gobernadores, potentados, monarcas, y hasta dioses de muchos grandes reinos y vastas provincias.

Así el Enemigo, escudado con todas las astucias de la serpiente, dirige sus ligeros pasos a las orillas del Jordán, donde quizás encuentre al Mesías nuevamente anunciado, a este hombre de los hombres, reconocido como Hijo de Dios. Contra él debe poner en juego todos sus ardides y medios de seducción, a fin de subvertir al que, según sospecha, ha sido enviado a la tierra para poner fin al reinado de que tanto tiempo disfrutara. Inútiles fueron sus esfuerzos, pues muy por el contrario, contribuyó a realizar el designio concebido, preordenado y decretado por el Altísimo, que en medio de su corte celestial dirigió a Gabriel con benevolencia las siguientes palabras:

«Ya verás hoy claramente, Gabriel, tú y todos los ángeles que en asuntos humanos se interesan, cómo comienzo a realizar lo predicho en aquel solemne mensaje, que en otro tiempo te di para la casta virgen de Galilea, anunciándola que daría a luz un hijo de gran renombre, el cual debía llamarse Hijo de Dios. Entonces la dijiste para disipar sus dudas de que tales cosas sucediesen, que el Espíritu Santo bajaría sobre ella, y que la virtud del Altísimo la protegería con su sombra. A ese hijo, adulto ahora, es al que voy a exponer a las asechanzas de Satán, para demostrar que es digno de su divino nacimiento y de tan gloriosa predicción. Que le tiente; y al efecto, que ponga en juego todos sus más sutiles artificios, ya que entre la turba de sus cómplices se jacta y vanagloría de su refinada astucia. Debió haber aprendido, sin embargo, a ser menos arrogante desde que fracasaron sus tentativas contra Job, cuya firme perseverancia se sobrepuso a cuantos males inventar pudiera su cruel malicia. Ahora sabrá que puedo producir un hombre, de mujer nacido, mucho más capaz de resistir a todas sus tentaciones y a su inmensa fuerza, y de precipitarle nuevamente en el infierno, recobrando así por conquista lo que el primer hombre perdió, por la astucia sorprendido. Pero ante todo me propongo ejercitarle en el desierto; allí hará sus primeras pruebas para prepararse a la gran lucha que él solo ha de empeñar, antes de enviarle a vencer, con su propia humildad y penosos sufrimientos, al pecado y a la muerte, estos dos grandes enemigos. Su debilidad triunfará de la fuerza de Satán, y del mundo entero, y de esta masa de carne pecadora; para que sepan todos los ángeles y celestes potestades, y comprenda después la raza humana, de qué excelsa virtud he dotado a este hombre perfecto, por su mérito llamado mi Hijo, para alcanzar la salvación de todos los hijos de los hombres.»

Así habló el Padre Eterno, y toda la celeste corte enmudeció de admiración un instante, prorrumpiendo en armoniosos himnos; formáronse celestiales danzas alrededor del trono, y entonaron los coros el siguiente cántico:

«Victoria por el Hijo de Dios, que ahora empeña su grandioso vuelo para vencer las astucias infernales, no con las armas sino con la sabiduría. El Padre conoce al Hijo, y por eso expone sin temor su virtud filial, aunque no probada todavía, contra todo lo que pueda tentar, seducir, halagar o atemorizar. ¡Con ella frustrará todas las estratagemas del infierno, inutilizando sus diabólicas maquinaciones!»

Así resonaban en el cielo los himnos y cánticos de la corte celestial.

Entre tanto el Hijo de Dios, que algunos días antes había pasado a vivir a Bathabara, donde Juan confería el bautismo, meditaba y buscaba en su espíritu la mejor manera de acometer la grandiosa misión de Salvador de la humanidad, ideando de qué modo daría principio al divino ministerio para el cual ya estaba preparado. Paseándose un día solo, fue conducido por el Espíritu, e impelido por sus profundas meditaciones, a una soledad apartada de toda huella humana, y la más a propósito para reflexionar. Sucediéndose sus pensamientos, y un paso tras otro, penetró al fin en el salvaje desierto, que se extendía en la frontera; y allí, rodeado por do quier de ásperas sombras y peladas rocas, prosiguió de este modo sus santas meditaciones:

«¡Oh, qué cúmulo de pensamientos se agolpan a la vez a mi espíritu cuando considero lo que siento en mi interior, y al escuchar lo que a mis oídos llega desde fuera, tan poco conforme todo con mi presente estado! Siendo todavía un niño, ningún juego de la infancia tenía encanto para mí; todo mi espíritu se fijaba seriamente en aprender y saber, a fin de practicar luego cuanto pudiese contribuir al bien público. Creíame yo nacido para este fin, para propagar toda verdad, para promover toda acción loable; y por eso leí la ley de Dios en mis infantiles años; y me pareció tan admirable, que constituía todas mis delicias. Así logré adquirir tal sabiduría, que antes de cumplir los doce años, en la época de nuestra gran fiesta, habiendo entrado en el templo para oír a los doctores de la ley y proponerles cuestiones que pudieran ilustrar mis conocimientos o los suyos, fui de todos admirado. Empero, no era esto todo a lo que yo aspiraba; ardía en deseos de llevar a cabo sublimes actos, hechos heroicos: unas veces ideaba librar a Israel del romano yugo, y otras domeñar y reprimir en toda la tierra la violencia brutal y el orgullo de los tiranos poderosos, hasta que la verdad fuese libre y se restableciera la equidad. Sin embargo, pareciome más humano, y más glorioso a la vez, conquistar primero con benévolas palabras los corazones bien dispuestos; y hacer por la persuasión lo que se consigue con el temor. Resolví, en fin, dirigir y enseñar a las almas extraviadas, a las que no pecan voluntariamente, sino por ignorancia; y someter tan solo a las rebeldes. Pronto se apercibió mi madre de que alimentaba tales ideas, pues harto se traducían de vez en cuando por mis palabras; y regocijada interiormente, llamome aparte y me dijo: “Nobles son tus pensamientos, hijo mío; pero debes conservarlos y procurar su desarrollo hasta que alcancen esa sublimidad a que pueden elevarlos la santa virtud y el mérito, por grande que sea el modelo que tienes en el Altísimo. Imita a tu incomparable Maestro, practicando actos superiores a los de todo hombre, pues sábelo, no eres hijo de ningún mortal, por más que las gentes te crean de oscuro nacimiento. Tu Padre es el Rey eterno, que gobierna todo el cielo y la tierra, los ángeles y los humanos. Un enviado de Dios predijo tu nacimiento, anunciando que serias concebido en mí, aunque virgen; pronosticó también que serias poderoso, que ocuparías el trono de David, y que tu reino no tendría fin. Cuando tú naciste, los pastores que en los campos de Belén guardaban por la noche sus ganados, oyeron un cántico glorioso de los ángeles, el cual les anunciaba que acababa de nacer el Mesías, indicándoles dónde le podrían ver. Entonces fueron a buscarte, conducidos hacia el establo donde reposabas, pues en la posada no se había encontrado sitio mejor. Una estrella que apareció en el cielo, jamás vista antes, guió hasta aquí desde el oriente a unos hombres sabios, que vinieron a rendirte homenaje, ofreciéndote incienso, mirra y oro. Por su brillante luz conducidos, hallaron el lugar donde naciste, asegurando que era tu estrella la que acababa de aparecer en el cielo, y que por ella habían sabido el nacimiento del Rey de Israel. El justo Simeón y la profetisa Ana, por una visión advertidos, fueron al templo para verte; y ante el altar y los sacerdotes dijeron cosas semejantes, que oyeron todos los que allí se hallaban.”

»Enterado de estos pormenores por boca de mi madre, volví a leer de nuevo la ley y los profetas, buscando cuanto se había escrito respecto al Mesías, de lo cual solo conocían una parte nuestros escribas. Pronto comprendí que yo era aquel de quien hablaban, y principalmente, que debía seguir mi carrera, sufriendo rudas pruebas, y aun la muerte, antes de serme lícito alcanzar el reino prometido o conseguir la redención de la humanidad, cuyos pecados todos debían recaer sobre mi cabeza. No obstante, sin desanimarme ni abatirme, esperaba la hora prefijada, cuando se presentó el Bautista (de quien había oído hablar con frecuencia, aunque no le conocía); y él era el destinado a servir de precursor al Mesías, preparándole el camino. Como todos los demás, presenteme para que me bautizara, pues le creía enviado del cielo; pero reconociome al punto (por revelación divina), y en alta voz proclamome por aquel de quien era precursor. Rehusó primero conferirme el bautismo, porque yo era muy superior a él, y a duras penas consintió por fin en ello. Mas al salir de la corriente purificadora, abrió el cielo sus eternas puertas; sobre mí bajó el Espíritu en forma de paloma; y por último, para completar el testimonio, oí distintamente la voz de mi Padre, que desde el cielo me llamó su muy amado Hijo, con quien solo estaba complacido. Por esto comprendí que el momento de obrar era llegado; que ya no debía vivir oscuro, sino comenzar mi obra abiertamente, de la manera más conforme con la autoridad del cielo recibida. Y ahora me siento conducido a este desierto por no sé qué poderosa fuerza; ignoro con qué objeto; pero acaso no lo deba conocer, que Dios me revela cuanto saber me importa.»

Así habló nuestra estrella matutina, que entonces despuntaba: y mirando en torno suyo, solo vio Jesús por todas partes un árido desierto, oscurecido ya por densas sombras. Como no había observado el camino que a tal paraje conducía, difícil era volver, pues ninguna humana huella lo indicaba. Y sin embargo, sentíase impelido siempre; pero embargado el espíritu con tales pensamientos sobre su pasado y su porvenir, que debía parecerle preferible aquella soledad a la reunión más escogida. Cuarenta días enteros estuvo en aquel lugar, recorriendo unas veces las colinas, y otras algún umbrío valle; descansaba de noche bajo una añosa encina o corpulento cedro, para preservarse del rocío, o bien se retiraba a una caverna, lo cual no nos ha sido revelado. En todo aquel tiempo no probó alimento humano, ni le acosaron los tormentos del hambre. Las fieras, entre las cuales vivía, se amansaban a su vista, sin causarle daño alguno, ni durante su sueño ni cuando despierto estaba; la terrible serpiente y el nocivo gusano huían de su presencia; el león y el tigre feroz mirábanle desde lejos. Al fin llegó la hora, y el Hijo de Dios tuvo hambre.

Entonces vio acercarse a un hombre de avanzada edad, vestido con traje de campesino: parecía ir en busca de alguna oveja descarriada, y al paso recogía varias ramas secas, que podrían servirle para calentarse en un día de invierno, cuando los vientos soplan con fuerza, al entrar mojado en su morada. Después de contemplar a Jesús con ojos de curiosidad, dirigiole estas palabras:

«Señor, ¿qué enojoso accidente te ha conducido a este lugar, tan apartado de la senda o el camino que siguen los demás hombres en numerosa caravana? De los que aquí se aventuran, no hay uno solo que vuelva y que no deje los huesos, después de haber sufrido los tormentos del hambre y de la sed. Te pregunto esto, y más me admiro, porque me parece reconocer en ti al hombre a quien nuestro profeta, que bautiza, en las orillas del Jordán, recibió en otro tiempo tan respetuosamente, llamándole Hijo de Dios. Yo lo vi y lo oí, pues nosotros, los habitantes de este desierto, obligados a veces por la necesidad, debemos ir a la ciudad o los pueblos vecinos, de los cuales dista de aquí mucho el más cercano. De esta suerte sabemos cuánto de nuevo ocurre, satisfaciendo nuestra curiosidad: también la lama llega hasta nosotros.»

A lo que contestó el Hijo de Dios: «El que aquí me condujo, de aquí me sacará; no busco yo otro guía.»

«Acaso pueda hacerlo por milagro, replicó el campesino, pues no veo cómo sería posible de otro modo. Las raíces y los troncos son aquí nuestro único alimento; capaces de soportar la sed más que el camello, muy lejos vamos a buscar el agua, que ya nacimos a la fatiga y la miseria acostumbrados. Pero si el Hijo de Dios eres, convierte, en pan esas duras piedras; así te salvarás tú mismo y nos aliviarás con este alimento, del que rara voz prueban los míseros como nosotros.»

Calló Satán; y el Hijo de Dios repuso: «¿Piensas tú que el pan sea tan necesario? ¿No está escrito (pues reconozco en ti otro del que aparentas ser) que el hombre no vive de pan solo, sino de cada palabra salida de la boca de Dios, cuyo maná sirvió aquí de alimento a nuestros padres? Cuarenta días estuvo Moisés en la montaña sin comer ni beber, y durante otros tantos recorrió Elías este árido desierto sin tomar alimento alguno; yo hago ahora lo mismo. ¿Por qué tratas, pues, de inspirarme recelo, si sabes ya quién soy, como yo sé quién eres?»

El gran Enemigo, deponiendo entonces todo disimulo, contestó así: «Es verdad: yo soy aquel desdichado espíritu, que aliado con millones de seres, les excitó a una rebelión temeraria; y que no habiendo sabido conservar mi dichoso estado, fui precipitado con ellos desde la morada feliz al abismo sin fondo. Sin embargo, no quedé tan rigurosamente confinado en aquel lugar horrible, que no me fuera permitido abandonar a menudo mi dolorosa prisión, para disfrutar alrededor de este globo de amplia libertad, o cruzar los aires; y hasta fue tolerada mi presencia algunas veces en el cielo de los cielos. Yo me introduje entre los hijos de Dios, cuando el Eterno expuso a mis golpes a Job el Husiano, para probarle y enaltecer su elevado mérito. Más tarde, cuando propuso a todos sus ángeles atraer a un lazo al orgulloso rey Achab, a fin de que cayera en Ramoth, viéndoles vacilar, encargueme yo del cometido; y llené de mentiras las lenguas de todos aquellos aduladores profetas, para arrastrarlos a su pérdida, según tenía encargo de hacerlo, porque yo hago lo que Dios me manda. Aunque haya decaído mucho mi primitivo esplendor, perdiendo el amor del Eterno, no por eso estoy privado de la facultad de amar, de contemplar, al menos, y admirar lo que veo de excelente en el bien, de bello y virtuoso, pues de otra suerte, habría perdido todo sentimiento. ¿Qué más puedo desear que verle y acercarme a ti, sabiendo que has sido declarado Hijo de Dios, y escuchar atentamente tus sabias palabras, considerando tus divinas obras? Créenme generalmente los hombres peligroso enemigo de la humanidad: ¿por qué había de serlo? Ellos no me hicieron jamás ni daño ni violencia; no por ellos perdí cuanto he perdido; más bien gané por ellos lo ganado; y con ellos habito estas regiones del mundo, ya que no sea su soberano. Con frecuencia les presto mi ayuda y les anuncio las cosas venideras, por presagios, signos, respuestas, oráculos, prodigios o sueños, a fin de que puedan regir su futura conducta. Dicen que la envidia, me impele a obrar de tal modo, para tener compañeros en mi desgracia y miseria: en un principio pudo ser así; pero acostumbrado a sufrir ha mucho tiempo, sé ahora por experiencia que los padecimientos de los otros no disminuyen la amargura ni alivian en modo alguno el peso de cada cual. ¡Triste consuelo sería pues para mí ver a los demás asociados a mi suerte! Lo que más me aflige (¿y cómo no había de ser así?) es que el hombre, el hombre caído se redimirá, pero nunca yo.»

A lo cual contestó nuestro Salvador con severo acento: «Merecida tienes tu pena, pues desde el principio fuiste tejedor de mentiras, y mentirás hasta el fin. Te jactas de haber logrado escapar del infierno, y de que te se haya permitido penetrar en el cielo de los cielos: cierto es que entraste, aunque como el pobre y mísero cautivo que vuelve al lugar donde antes se sentaba entre los que primero brillan por su esplendor. Pero ahora, depuesto, rechazado, despojado, despreciado, envilecido, e indigno de compasión, solo ofreces el aspecto de una ruina, y eres objeto de irrisión para todos los habitantes del cielo. La mansión feliz no te proporciona dicha ni alegría, antes bien acrecienta tu tormento, representándole las perdidas bendiciones, que ya no puedes compartir en el infierno, como tampoco antes en el cielo. Pero, dices que eres obediente a las órdenes del Rey de los cielos: ¿pretendes por ventura atribuir a obediencia lo que el temor te arranca, o lo que ejecutas por el gusto de hacer daño? ¿Qué, sino tu malicia, te ha impelido a juzgar mal del virtuoso Job, agobiándole después con toda clase de aflicciones? Sin embargo, su paciencia triunfó. El otro servicio que alegas, por ti mismo elegido, se redujo a mentir por cuatrocientas bocas, pues la mentira es lo que le sustenta, es tu único alimento. No obstante, aspiras a la verdad; a ti son debidos todos los oráculos; mas ¿qué verdades han anunciado entre las naciones? Tu arte ha consistido en mezclar algo cierto con lo falso para propagar más mentiras. Pero ¿cuáles han sido tus respuestas? Solamente palabras oscuras y ambiguas, engañosas por su doble sentido, que rara vez comprendieron los que te preguntaban; y lo que no se comprende ignorado queda. ¿Cuándo el que entró en tu santuario, a fin de consultarte, volvió más sabio o instruido, para evitar o buscar lo que más le interesaba? ¿Cuál no cayó más pronto en el lazo fatal? Dios ha entregado justamente las naciones a tus engaños, desde que se dieron a la idolatría; pero cuando se propone anunciarlas su providencia, de ellas desconocida, ¿de dónde recibes la verdad sino de Él o de aquellos de sus ángeles, que presiden todas las provincias y que, desdeñando acercarse a tus templos, te prescriben como al último de todos, lo que debes decir a tus adoradores? Tú, temblando de pavor, o cual parásito servil, obedeces primero, y después te vanaglorias de haber anunciado la verdad; pero esta gloria te será muy pronto arrebatada; y no podrás seguir engañando a los Gentiles con tus oráculos, porque estos enmudecerán siempre. Ya no irán a consultarte a Delfos, ni a ninguna otra parte, haciendo sacrificios y pomposas ceremonias, pues al fin, todo sería inútil, porque permanecerás mudo. Dios ha enviado ahora su oráculo vivo al mundo, para dar a conocer su última voluntad; y quiere que habite en lo sucesivo en las almas piadosas su espíritu de verdad, oráculo espiritual que revela toda la que al hombre conocer importa.»

Así habló nuestro Salvador; pero el astuto Enemigo, aunque poseído interiormente de rabia y despecho, disimuló, y contestole con dulzura en estos términos: «Severo has sido en tu reprimenda, y con dureza censuras los actos a que me ha impelido mi desdicha, y no la voluntad. ¿Dónde podrías encontrar fácilmente un mísero que no se sienta impulsado a menudo a separarse de la verdad, si le ofrece alguna ventaja mentir, negar, fingir, lisonjear o abjurar? Pero tú eres superior a mí; tú eres Señor; de ti puedo y debo sufrir con sumisión reprensiones o censuras, congratulándome de salir librado a tan poca costa. Escabrosas son las sendas de la verdad, y penoso recorrerlas; pero es dulce anunciarla, agradable el oírla; es melodiosa como el caramillo campestre o el canto de los pastores. ¿Qué extraño, pues, que me complazca en oír las máximas por tu labio pronunciadas? Los más de los hombres admiran la virtud, sin ser capaces de seguir su senda: permíteme, pues, oírte, ya que he venido donde otros no llegan, y que procure al menos conversar contigo, aunque sin esperanza de igualarte. Tu Padre, que es santo, sabio y puro, tolera que el sacerdote hipócrita o ateo huelle su sagrada mansión, y ejerza su ministerio cerca del altar, poniendo sus manos sobre las cosas santas, y elevándole preces y oraciones. Hasta se ha dignado prestar su voz a Balaam, el profeta réprobo: no me prohíbas, pues, acercarme a ti.»

«Aunque conozco tu objeto, contestó el Salvador, ni deseo que vengas aquí, ni te lo prohíbo: obra según el permiso que del cielo recibas: nada más puedes hacer.»

Calló el Salvador, e inclinándose Satán, con sombrío disimulo, desapareció evaporándose, en el aire ligero. Entonces la noche comenzó a extender sus densas sombras sobre el desierto, cubriéndole al fin con sus tenebrosas alas: las aves descansaban en sus nidos de arcilla, y las fieras salían en busca de una presa.

Libro segundo

Argumento


Inquietos los discípulos de Jesús por su prolongada ausencia, discurren entre sí acerca de ella. También María da rienda suelta a su maternal ansiedad, evocando con este motivo el recuerdo de muchas circunstancias referentes al nacimiento y temprana vida de su Hijo. Satán se presenta otra vez ante sus infernales consejeros, dales cuenta del mal éxito de su primera tentativa contra nuestro Señor, y les pide consejo y auxilio. Belial propone tentar a Jesús por medio de las mujeres; pero Satán le reprende por su disolución, acusándole de todo el libertinaje de este género, atribuido por los poetas a los dioses; y rechaza su proposición, por no ofrecer en modo alguno probabilidades de éxito. Después indica otros medios de tentación, particularmente el de aprovecharse de la circunstancia de estar padeciendo hambre nuestro Señor; y formando una legión de espíritus escogidos, marcha con ellos a continuar su obra. Jesús sufre los tormentos del hambre en el desierto. Llega la noche; descríbese cómo la pasa nuestro Salvador. Avanza la mañana: Satán reaparece ante el Mesías, y después de manifestar su extrañeza por verle tan abandonado en el desierto, donde otros habían sido alimentados milagrosamente, le tienta con un suntuoso y espléndido banquete. Jesús rechaza la oferta y aquel se desvanece. Viendo Satán que no puede vencer a nuestro Señor por el apetito, le tienta de nuevo ofreciéndole riquezas como medio de alcanzar poderío. Jesús rehúsa también, citando muchos casos en que personas pobres y virtuosas llevaron a cabo nobles acciones; demuestra al propio tiempo el peligro que llevan consigo las riquezas, y los cuidados y disgustos inseparables del fausto y del poder.


Entre tanto, los discípulos recientemente bautizados, que aún permanecían en el Jordán con su precursor; que habían visto al que acababa de ser proclamado Mesías de una manera tan expresa, y declarado Hijo de Dios, y que creyeron en aquella autoridad superior, con la cual habían conversado y vivido (me refiero a Andrés y Simón, tan ilustres más tarde, así como otros no citados en la Sagrada Escritura), echando de menos la presencia de Aquel cuya llegada les causara tal regocijo (tan tardío como prontamente desvanecido), comenzaban a dudar, y dudaron aún muchos días. Cuanto más se prolongaba la ausencia, más aumentaba la incertidumbre: imaginábanse algunas veces que el Mesías solo habría sido mostrado al mundo para volver por cierto tiempo al lado de Dios, como Moisés en la montaña, donde permaneció mucho tiempo; y como el gran Tesbita, que se elevó al cielo llevado en ruedas de fuego para volver un día. He aquí por qué, así como los jóvenes profetas buscaron entonces cuidadosamente a Elías, creyéndole perdido, así los discípulos recorrieron los lugares inmediatos a Bathabara, Jericó, la ciudad de las palmas, Æsón, la antigua Salem, Machœros, y todas las ciudades y aldeas construidas en las márgenes del ancho lago de Genezaret o en la Perea; pero todas sus pesquisas fueron inútiles. Entonces, en la orilla del Jordán, cerca de una pequeña bahía donde los vientos juguetean susurrando entre las cañas y los mimbres, unos sencillos pescadores (no se les designaba entonces con más pomposo nombre) en humilde cabaña reunidos, lamentábanse de su inesperada pérdida, y así exhalaban sus quejas:

«¡Ay! ¡en qué triste abatimiento hemos vuelto a caer después de las halagüeñas esperanzas que habíamos concebido! Nuestros ojos contemplaron al Mesías, cuya venida era cierta, y que tanto tiempo esperaron nuestros padres; hemos oído sus palabras, admirando su sabiduría llena de gracia y de verdad. «Y ahora, ahora es seguro que la redención está próxima, y que el reino de Israel será recobrado.» Así nos regocijábamos; pero nuestra alegría se ha trocado bien pronto en incertidumbre y en nuevo asombro. ¿Dónde habrá ido? ¿Qué accidente ha sido la causa de que desaparezca de entre nosotros? ¿Se quiere retirar acaso después de haberse dejado ver, aplazando de esta suerte la realización de nuestra esperanza? Dios de Israel, envíanos a tu Mesías, que ya es la hora llegada: mira a los reyes de la tierra, cual oprimen a tus elegidos, hasta qué punto se ha elevado su injusto poderío, y cómo, escudados con él, ningún temor les infunde ya tu brazo. Levántate para ostentar tu gloria, y libra a tu pueblo del ominoso yugo. Mas, aguardemos; hasta ahora ha cumplido su promesa enviándonos su Cristo; nos lo ha revelado por su gran profeta, designándole y mostrándole en público, y con él hemos conversado. Alegrémonos, pues, y deponiendo todos nuestros temores confiemos en su providencia; no nos faltará; no le llamará a sí; no se burlará de nosotros privándonos de la bendita presencia de Aquel cuya llegada nos había regocijado, y pronto veremos al objeto de nuestro anhelo y alegría.»

Así es como, después de exhalar sus quejas, recobraron la esperanza de encontrar al que habían hallado ya sin buscarle. En cuanto a su madre, María, cuando vio que los otros volvían del bautismo sin su hijo, a quien no habían dejado tampoco en las orillas del Jordán; y que no se tenía noticia alguna de su paradero, aunque su corazón estuviese tan tranquilo como puro, su inquietud y temores maternales tomaron incremento, despertándose en su espíritu algunas tristes reflexiones, que entre suspiros así se traducían:

«¡Oh! ¿de qué me sirve ahora el alto honor de haber concebido de Dios? ¿De qué esa salutación, ese insigne favor de haber sido bendecida entre todas las mujeres, puesto que no son menores mis penas, y me depara la suerte aflicciones mucho más profundas que las de otras mujeres, por causa del fruto que he llevado? Vio la luz en un momento en que apenas se pudo encontrar un abrigo para preservarle a él y a mí del frío; nuestro asilo fue un establo, y un pesebre le sirvió de cuna. Pronto nos vimos obligados a huir a Egipto, hasta que murió el rey asesino, que quería su vida, y que inundó de sangre infantil las calles de Bethleem. Desde Egipto regresamos a nuestra morada de Nazaret, donde vivimos muchos años. Su vida tranquila y contemplativa se deslizaba en el retiro doméstico, sin que pudiera inspirar sospechas a ningún rey; pero hoy, que ha llegado a la edad viril, siendo reconocido, según dicen, por Juan Bautista, y declarado públicamente Hijo de Dios por la voz de su Padre, ¿podré esperar un gran cambio en su favor? No, pero sí una pena, como lo ha predicho el anciano Simeón, pues según él, mi hijo será causa de que muchos caigan en Israel, encumbrándose otros; y en apoyo de este pronóstico, anunciome que una espada me traspasaría el corazón. ¡Tal es la suerte que me ha sido deparada; mi gloria me impone muchas penalidades! A lo que parece, afligida puedo estar y ser bendita al mismo tiempo; no me quejaré ni murmuraré tampoco. Pero ¿dónde se detiene ahora? Sin duda está oculto para llevar a cabo algún gran designio. Cuando apenas contaba doce años, se perdió; mas al encontrarle, reconocí al punto que no se podía extraviar, y que se ocupaba en los asuntos de su Padre. Reflexioné sobre el sentido de sus palabras, y luego le comprendí muy bien. Su ausencia se prolonga mucho más esta vez, porque medita en el retiro algún gran proyecto; pero acostumbrada estoy a esperarle con paciencia; mi corazón ha sido desde hace largo tiempo como un depósito de importantes cosas, de palabras recogidas, de pronósticos y de acontecimientos extraordinarios.»

Así María, reflexionando a menudo, y repasando en su memoria cuanto había sucedido de notable desde que se le dirigió la primera salutación, esperaba el cumplimiento con dulce humildad. Su Hijo, entretanto, recorría solo el salvaje desierto; pero alimentado con las más santas meditaciones: bajó en él mismo el espíritu, y de pronto le fue revelada toda su grande obra futura: vio cómo debía comenzar, el mejor medio de llenar el objeto de su venida a la tierra, y su elevada misión. En cuanto a Satán, después de insinuar hábilmente que volvería pronto, dejó a Jesús y trasladose rápidamente a las regiones medias del aire condensado, donde todos sus próceres celebraban consejo. Una vez allí, sin aire jactancioso ni alegría, con señales de inquietud, y pálido el semblante, habloles de este modo:

«Príncipes, antiguos hijos del cielo, tronos etéreos, ahora espíritus de demonios, a cada uno de los cuales han sido asignados los elementos de su reino, y que debierais llamaros con más justicia poderes del fuego, del aire, del agua y de la tierra (¡así pudiéramos conservar estas humildes residencias sin nuevas perturbaciones!). Sabed que contra nosotros acaba de levantarse un enemigo que nos amenaza nada menos que con expulsarnos al infierno. Según lo proyecté, y revestido de los poderes que me disteis por vuestro voto unánime, le he hallado, le he visto y sondeado; pero encuentro una resistencia muy distinta de la que me opuso Adán, el primer hombre. Aunque este no sucumbió sino por las seducciones de su mujer, es inferior por mucho al enemigo de que os hablo, pues si bien hombre por parte de madre, le ha dotado el cielo de superiores dones, de una perfección absoluta, de una gracia divina y de una fuerza de espíritu capaz de las más grandes acciones. Por eso vuelvo ahora, temeroso de que el recuerdo de mi triunfo cerca de Eva, en el Paraíso, os indujese equivocadamente a contar por seguro igual éxito en este caso. Antes bien, os invito a todos a prepararos para secundarme con mano firme o con vuestro consejo, a fin de que yo, que hasta el día no he hallado en parte alguna quien me iguale, no sea completamente vencido.»

Así habló la vieja Serpiente para expresar sus dudas, y por todas partes fueron acogidas sus palabras con aclamaciones, que le aseguraban eficacísimo auxilio, cuando en medio de todos se levantó Belial, el más disoluto de los espíritus que cayeron; el más sensual, y después de Asmodeo, el más carnal de los demonios, quien emitió de este modo su parecer y consejo: «Poned ante su vista y a su paso la más hermosa de las hijas de los hombres; muchas hay en cada país, cuya belleza aventaja a la del firmamento, más semejantes a diosas que a mortales criaturas, graciosas, discretas, hábiles en amorosas lides, de lenguaje seductor y persuasivo; que a una virginal majestad saben reunir la más dulce ternura; pero cuya aproximación es peligrosa, porque saben retirarse hábilmente, arrebatando en pos de sí los corazones, prendidos en amorosas redes. Semejantes seres tienen poder suficiente para dulcificar y domeñar los caracteres más rígidos, para desarrugar el entrecejo de los más graves, enervar, seducir con esperanzas voluptuosas, engañar inspirando crédulos deseos, y conducir a su antojo los más viriles y resueltos corazones, como el imán atrae al más duro hierro. Las mujeres, cuando no otra cosa, ganaron el corazón del más sabio de los hombres, de Salomón, induciéndole a erigir templos, donde adoró los dioses de aquellas.»

A lo cual contestó Satán al punto de este modo: «Belial, inicuamente juzgas a los demás por ti mismo, porque ya desde un principio te prendaste de amor por las mujeres, admirando sus formas, su color, sus graciosos atractivos; y creer que no hay ninguno a quien no seduzcan semejantes dijes. Antes del diluvio, tú y los de tu temible hueste, llamados todos falsamente hijos de Dios, recorristeis la tierra, fijando vuestras impúdicas miradas en las hijas de los hombres; os unisteis a ellas, y disteis nacimiento a una poderosa raza. ¿No hemos visto, o por lo menos oído decir, cómo tiendes tus lazos en los salones y palacios de los reyes, lo mismo que en los bosques y arboledas, a orillas de la musgosa fuente, en el valle o en el verde prado, para engañar a algunas raras bellezas? Calisto, Climene, Dafne, Semele, Antíope, Amimones, Syrinx, y otras muchas que sería muy largo enumerar, fueron víctimas de tus persecuciones. Tú las engañaste, tomando la forma de algunos héroes adorados, tales como Apolo, Neptuno, Júpiter, Pan, Sátiro, Fauno o Silvano; pero estas lides no agradan a todos. ¡Cuántos no habrá, entre los hijos de los hombres, que han desdeñado con ligera sonrisa la belleza y sus incentivos; y que supieron rechazar fácilmente sus ataques, fijando sus pensamientos en objetos más nobles! Acuérdate de aquel joven conquistador que vino de Pella; ya sabes con qué indiferencia miró a todas las hermosuras del Oriente, pasando entre ellas sin fijar su atención; recuerda también a aquel que recibió su nombre del África en la flor de su juventud y supo respetar a la hermosa doncella íbera. En cuanto a Salomón, vivió entre el fausto y la abundancia, colmado de gloria y de riquezas, sin aspirar a mayor dicha que la de disfrutar de su elevada posición; por ello estuvo expuesto a las seducciones de las mujeres. Pero aquel con quien tenemos que habérnoslas es mucho más sabio que Salomón, de un espíritu más elevado; y está dispuesto a realizar cumplidamente las más grandes empresas. ¿Qué mujer quieres encontrar, aunque fuese la maravilla y gloria de esta generación, en la que él se dignase fijar una mirada de deseo? Aun cuando, segura de sí misma, cual otra reina adorada en el trono de la hermosura, se presentase revestida de todos los atractivos propios para enamorar, así como Venus, que con su ceñidor ganó el corazón de Júpiter, según cuentan las fábulas, una sola señal de su frente majestuosa, en la que parece resplandecer la virtud, avergonzaría a esa pobre criatura, disipando todos sus encantos. Abatiría su orgullo o le transformaría en respetuoso temor. La belleza no inspira admiración sino a los espíritus débiles, que por ella se dejan cautivar; cesa de admirarla, y todas sus galas caen, convirtiéndose en trivial juguete; queda de pronto confundida a la primera mirada de desdén. Por lo tanto, con medios más enérgicos debemos combatir su firmeza; con otros de más ostentación; con las dignidades, los honores, la gloria y el favor popular, esos escollos donde han naufragado a menudo los más grandes hombres. O bien convendría despertar en él los deseos que pueden satisfacerse legítimamente, sin violar las leyes de la naturaleza. Yo sé que ahora le atormenta el hambre en un vasto desierto, donde no es posible encontrar alimento alguno: lo demás corre de mi cuenta, pues no dejaré de aprovechar toda ventaja, poniendo a prueba su firmeza tantas veces como necesario fuere.»

Calló Satán; y las ruidosas aclamaciones con que fueron acogidas sus palabras, hiciéronle comprender que merecían la aprobación general. Sin detenerse un punto, formó una escogida hueste de espíritus, sus rivales en astucia, a fin de tenerlos a mano, dispuestos a presentarse a la primera señal, si se ofrecía una ocasión de hacer entrar en escena a diversos personajes. Cada uno de aquellos espíritus sabía su papel; y con ellos emprende Satán su vuelo hacia el desierto, donde noche tras noche, después de cuarenta días, aún ayunaba el Hijo de Dios. Padeciendo entonces hambre, por primera vez, decíase a sí mismo:

«¿Cuándo acabará esto? Por espacio de cuarenta días he recorrido este desierto laberinto sin probar ningún alimento y sin sentir apetito alguno: ni atribuyo a virtud semejante privación, ni como sufrimiento la considero; si la naturaleza no lo necesita, o si la protección de Dios alimenta el cuerpo debilitado sin el auxilio de aquella, ¿qué mérito tiene el ayuno? Pero ahora me aqueja el hambre, lo cual indica que la naturaleza reclama lo que ha de menester. Sin embargo, Dios puede satisfacer esta necesidad de otro modo, aunque persista el hambre; y si esta me acosa sin perjudicar al cuerpo, por contento me daré, sin temer daño alguno de su aguijón. Sin cuidado estoy si me alimentan mejores pensamientos, porque alimentándome así, y a pesar del hambre, cumpliré mejor aún la voluntad de mi Padre.»

Era la hora de la noche cuando el Hijo de Dios se hablaba de este modo durante su silencioso paseo, yendo después a buscar reposo bajo la hospitalaria bóveda que formaban unos árboles estrechamente enlazados por sus copas. Allí se durmió, y tuvo unos sueños tales como suelen acosar a aquel a quien aqueja el hambre; es decir, que soñó manjares y bebidas, dulce alivio de la naturaleza. Parecíale hallarse junto al arroyo de Cherith, y que veía a los cuervos de duro pico llevar a Elías su alimento por mañana y tarde, respetándolo a pesar de su natural voracidad. Vio también cómo el profeta había huido al desierto, donde se durmió bajo un enebro; cómo al despertar encontró su cena preparada sobre las brasas; y cómo fue invitado por el ángel para levantarse y comer, y comió por segunda vez después de haber descansado. Las fuerzas que cobró así le sostuvieron por espacio de cuarenta días: unas veces participaba Jesús del alimento de Elías, y otras, imitando al huésped de Daniel, probaba sus legumbres. Así pasó la noche: la alondra, mensajera del día, abandonó entonces su nido, remontándose por los aires para esperar la salida de la aurora y saludarla con su alegre canto. Tan ligeramente como ella, nuestro Salvador abandonó su lecho de césped, reconociendo al punto que todo había sido un sueño; en ayunas se había entregado al reposo y en ayunas se levantaba. Entonces se encaminó a una colina a fin de examinar desde su elevada cumbre el país vecino, para ver si divisaba alguna cabaña, algún redil de ovejas o un ganado; pero no descubrió ninguna choza, ni rebaño ni redil; solo divisó en el fondo de un valle un delicioso bosquecillo, donde gorjeaban ruidosamente las aves cantoras. Hacia allí enderezó su paso, con intención de reposar por la tarde, cobijándose a la sombra de aquellas vastas bóvedas de verdura, bajo las cuales se paseó, recorriendo las sombrías alamedas abiertas en medio de los solitarios bosques. Parecía el conjunto obra de la naturaleza misma, pues esta enseña al arte; y una mirada supersticiosa habría creído ver allí el asilo de las ninfas y dioses de la selva. Dirigía Jesús una mirada en torno suyo, cuando de pronto se presentó un hombre a su vista. No era un rústico, como la vez primera, antes por el contrario, vestía un traje más aliñado, como el de un habitante de la ciudad, o de un hombre que ha vivido en la corte o en los palacios. Dirigiose al Hijo de Dios, y con expresivo decir, hablole en estos términos:

«En uso del permiso concedido, vuelvo a presentarme respetuosamente; pero admírame ahora mucho más que el Hijo de Dios habite tanto tiempo esta salvaje soledad, falto de todo recurso, padeciendo hambre, como bien me consta. Otros personajes de cierta nota, según la historia refiere, hollaron también este desierto: la criada fugitiva, expulsada con su hijo de la casa de su amo, encontró aquí alivio, merced a un ángel protector: toda la raza de Israel hubiera perecido aquí de hambre, si Dios no hubiese hecho caer el maná del cielo; y aquel audaz profeta, natural de Tebas, al vagar por estos lugares fue alimentado dos veces por una voz que le invitaba a comer. Durante cuarenta días, nadie se ha cuidado de ti; has sido olvidado todo este tiempo y aún más.»

A lo cual contestó Jesús: «¿Qué deduces de aquí? Todos ellos tuvieron necesidad de comer; pero yo, según ves, no la experimento.» «¿Cómo es, entonces, que te aqueja el hambre? replicó Satán; dime, ¿si te presentasen ahora alimento, no querrías comer?» «Eso sería según quien me lo ofreciera,» contestó Jesús. «¿Y por qué dependería tu negativa de esta causa? repuso el sutil enemigo. ¿No tienes tú derecho sobre todas las cosas creadas? ¿No te deben todas las criaturas con justo título, obediencia y vasallaje, estando obligadas a poner a tu disposición todas sus fuerzas, sin esperar tus órdenes? No hablo yo de las viandas impuras, según la ley, ofrecidas a los ídolos, y que el joven Daniel pudo rehusar; ni de las servidas por un enemigo; mas cuando aqueja la necesidad, ¿quién repara en escrúpulos? Mira, avergonzada la naturaleza, o mejor dicho, turbada por que hayas padecido hambre, ha elegido entre todos los elementos sus más selectas provisiones a fin de regalarte cual conviene, a ti que eres su Señor: dígnate solo sentarte y comer.»

Y lo que decía no era un sueño, pues apenas acabó de hablar, levantando nuestro Salvador la vista, vio en un ancho espacio, bajo la inmensa bóveda del follaje, una mesa ricamente servida, a la usanza regia, cubierta de platos, de los manjares más exquisitos y sabrosos, de caza de pelo y pluma, preparada en forma de pastel, hecha en el asador o cocida con ámbar gris. Veíanse también toda clase de peces de mar y de río, o cogidos en algún arroyo de suave murmullo; ostras y conchas de las especies más buscadas, por las cuales se había agotado el lago Lucrino, el Ponto y la costa de África. ¡Ah! ¡cuán vulgar era, comparada con todos estos delicados manjares, aquella manzana cruda que tentó a Eva! Y más allá, junto a un rico aparador cargado de vinos de agradable fragancia, manteníanse en buen orden jóvenes servidores de esbelto talle, ricamente vestidos y de más frescos colores que los de Ganimedes o de Hilas. A corta distancia, debajo de los árboles, formaban vistosas danzas, o permanecían graves, las Náyades y las ninfas del cortejo de Diana; llevaban frutos y flores en cuernos de la abundancia; Hespérides más bellas aún que las representadas en las fábulas, o las que encontraron en los solitarios bosques los caballeros de Logres o de Lyons, Lancelot, Peleas o Pellinore. Y entre tanto, oíanse armoniosas melodías producidas por instrumentos de cuerda o por dulces flautas; y de un lado y otro revoloteaban ligeros céfiros, de cuyas alas se desprendían los más suaves perfumes de la Arabia o de las más lozanas flores. Tal era el conjunto de aquel espléndido festín; y el Tentador repitió su invitación de esta suerte:

«¿Por qué el Hijo de Dios vacila en sentarse y comer? Estos no son frutos prohibidos; ninguna ley veda el tocar a estas puras viandas; el hecho de probarlas no supone el conocimiento del mal, sino que preserva la vida, aniquila al enemigo, al hambre, proporcionando un placer que restaura agradablemente las fuerzas del cuerpo. Todos estos que ves, espíritus son del aire, de los bosques y de las fuentes, dóciles servidores tuyos que han venido a rendirte pleito homenaje y reconocer en ti a su Señor. ¿Por qué tardas, pues, Hijo de Dios? Siéntate y come.»

A esto contestó Jesús con mesura y moderación: «¿No dices que tengo derecho sobre todas las cosas? ¿Y quién se opone a que haga uso de él? ¿Debo recibir acaso como donativo lo que me pertenece? Puedo mandar dónde y cuándo lo juzgue oportuno; a mi antojo puedo, no lo dudes, y tan pronto como tú, disponer que me pongan una mesa en este desierto, y llamar a las rápidas legiones de ángeles coronados de gloria, para que me sirvan y me presenten la copa. ¿Por qué te has de anticipar a mis deseos con esa oficiosidad inútil, puesto que no ha de ser aceptada? ¿Y qué tienes tú que ver con mi hambre? Yo desprecio tus pomposos goces, y por artificios tengo tus especiosas dádivas.»

Desconcertado Satán, replicó: «Ya ves, sin embargo, que también yo tengo poder para dar. Si por él le ofrezco voluntariamente lo que hubiera podido conceder a quien se me antojase, y si prefiero satisfacer con oportunidad en este sitio tu aparente necesidad, ¿por qué no has de aceptar mis servicios? Pero veo que cuanto pueda hacer u ofrecer es sospechoso; otros dispondrán sin vacilar de todas estas cosas, que con trabajo se habían ido a recoger muy lejos.» Al pronunciar estas palabras, mesa y manjares se desvanecieron completamente, y se oyó un rumor semejante al producido por las alas y las garras de las harpías. El importuno Tentador se quedó solo y con las siguientes palabras continuó su pérfida obra:

«El hambre, que doma a todos los seres, no te ocasiona dolor alguno, y por consiguiente no te impresiona; además de esto, tu sobriedad es invencible, pues no permites al apetito ejercer influencia en tu voluntad. Todo tu corazón aspira a elevados designios, a grandes acciones; pero ¿de qué manera las llevarás a cabo? Las grandes empresas requieren poderosos medios: desconocido, sin amigos, y de oscuro nacimiento, pasas por hijo de un carpintero; te has criado en la pobreza y la estrechez en tu morada, y estás perdido en este desierto, sufriendo hambre. ¿Por qué camino, o por qué esperanza aspiras tú a la grandeza? ¿En qué autoridad te apoyas? ¿Qué sectarios, qué partidarios puedes ganar? ¿Piensas por ventura que la inconstante multitud siga tus pasos más tiempo del que tú podrás alimentarla a tus expensas? Con el dinero se adquieren honores y amigos y se conquistan reinos. ¿Qué, sino el oro, encumbró a Antipater, el Idumeo, y colocó a su hijo Herodes en el trono de Judea, ese trono que te pertenece, permitiéndole adquirir poderosos amigos? Si quieres, pues, llegar a grandes cosas, comienza por reunir riquezas y bienes, y acumular tesoros, lo cual no te será difícil si mis consejos sigues. Las riquezas son mías; en mi mano está la fortuna; aquellos a quienes favorezco, prosperan y se enriquecen muy pronto; mientras que la virtud, el valor y la sabiduría quedan sumidos en la indigencia.»

A cuyas palabras contestó Jesús sin impacientarse: «Sin embargo, la riqueza, sin estas tres virtudes, es impotente para alcanzar el predominio, o conservarle cuando se adquiere. Testigos de ello son aquellos antiguos imperios de la tierra, que se aniquilaron en el apogeo de su prosperidad, al paso que los hombres dotados de esas virtudes, aun sumidos en la mayor pobreza, se distinguieron a menudo por los más grandiosos hechos. Tales fueron Gedeón, Jefté, y aquel joven pastor, cuya raza ocupó tantos siglos el trono de Judea, y que debe subir a él de nuevo para reinar sin fin en Israel. Entre los paganos (pues no ignoro los hechos dignos de memoria que se han llevado a cabo en el mundo), ¿no te acuerdas de Quinto Fabricio, de Curcio y de Régulo? Yo estimo los nombres de esos varones que a pesar de su pobreza, pudieron hacer grandes cosas y despreciar las riquezas, aún siendo estas ofrecidas por mano de los reyes. ¿Y por qué he de ser incapaz, a despecho de mi indigencia, de llevar a cabo lo que ellos han hecho, y acaso más? No ensalces, pues, las riquezas, objeto del afán de los necios, embarazosas para el sabio, cuando no un lazo más propio para debilitar la virtud y aniquilar su energía, que para impelerla a hacer lo que merece aprecio. ¿Qué mucho si rechazo las riquezas y los reinos con semejante aversión? No porque una corona, que aunque resplandeciente de oro solo es tejido de espinas, no lleve consigo peligros, tribulaciones, cuidados y noches de insomnio para el que ostenta la diadema real, cuando sobre sus hombros carga el peso de todos, pues tal es el deber de un rey; su honor, su virtud, su mérito y principal gloria consisten en llevar ese peso para bien del pueblo. No obstante, el que reina en sí mismo, el que gobierna los deseos, los temores y las pasiones, es aún más rey; esto es lo que alcanza todo hombre sabio y virtuoso; y el que no lo consigue, mal hace en aspirar a regir las ciudades de los hombres o de las multitudes turbulentas, mientras reina la anarquía en su corazón o alimenta mezquinas pasiones que le esclavizan. Conducir a las naciones por la recta senda con saludables doctrinas, llevarlas del error a la verdad, e inducirlas a rendir a Dios un culto noble y puro, es todavía más digno de un rey. He aquí lo que eleva el alma, lo que gobierna al hombre interiormente, esto es, en la más noble parte de nosotros mismos. Ese otro poder que solo sobre el cuerpo domina, y por la fuerza a menudo, no puede servir de verdadera satisfacción al hombre generoso que así reina. Además, siempre se consideró como acción más noble y gloriosa dar un reino que usurparlo, y como mucho más magnánimo renunciar a una corona que aceptarla. Las riquezas son, pues, superfluas, tanto por sí mismas como para el objeto que, según pretendes, deben buscarse, para adquirir un cetro, que con frecuencia vale más rehusar.»

Libro tercero

Argumento


Pronunciando un discurso por demás lisonjero y encomiástico, Satán procura despertar en Jesús la ambición de gloria; al efecto cita algunos ejemplos de conquistas realizadas, y de actos heroicos llevados a cabo por varios hombres en un remoto período. Nuestro Señor contesta demostrando la vanidad de la gloria mundana, y los impropios medios con que se alcanza generalmente, poniéndola en parangón con la que se adquiere por la resignación religiosa y la virtuosa sabiduría, personificadas en Job. Satán justifica el amor a la gloria por el ejemplo de Dios mismo, que la requiere de todas sus criaturas. Jesús patentiza la falacia de este argumento, probando que, como la bondad es el verdadero terreno donde se alcanza la gloria para el gran Criador de todas las cosas, los hombres pecadores no tienen de ningún modo derecho a ella. Satán excita entonces a nuestro Señor a reclamar su derecho al trono de David; dícele que siendo el reino de Judea en aquella época una provincia romana, no podría apoderarse de él sin grandes esfuerzos por su parte; y le insta a que se apresure a reinar. Jesús le contesta, que así esta como todas las cosas, debe realizarse a su tiempo debido; y después de indicar algo acerca de sus propios padecimientos, pregunta a Satán por qué se muestra tan solícito por el encumbramiento de aquel cuya elevación tiene por objeto la derrota de su enemigo. Satán replica, que como su situación es tan desesperada, poco puede ya temer; y que debiendo ser igualmente castigado por su falta, prefería reinase Aquel de cuya aparente benevolencia podía esperar más bien alguna intervención en su favor. El Enemigo prosigue con sus primeras instigaciones; y suponiendo que la marcada repugnancia de Jesús a engrandecerse podría ser debida a no conocer el mundo ni sus glorias, condúcele a la cima de una alta montaña. Desde allí le muestra la mayor parte de los reinos del Asia, llamando particularmente su atención sobre ciertos extraordinarios preparativos guerreros de los Partos para resistirse a las incursiones de los Escitas. Manifiesta después a nuestro Señor, que le enseña aquello expresamente a fin de que pueda ver cuán necesario es el empleo de las armas para conservar los reinos, así como para someterlos en su origen; aconséjale considere cuán imposible era defender a Judea contra dos vecinos tan poderosos como los Romanos y los Partos, y cuán necesario sería aliarse con uno u otro de ellos. Al propio tiempo le recomienda la alianza de los segundos, comprometiéndose a proporcionársela; asegúrale que por este medio podrá defender su poderío de todo cuanto intentaren contra él Roma o César; que le es dado extender su gloria por do quiera, y especialmente realizar lo que era necesario sobre todo para que el trono de Judea fuese en realidad el de David, es decir, libertar y restablecer las diez tribus, que aún estaban cautivas. Jesús después de hacer algunas ligeras observaciones acerca de la vanidad de los aparatos guerreros y de la debilidad del brazo humano, añade, que cuando llegue la hora de ocupar el trono que le está destinado, no vacilará un momento. Admírase luego del extraordinario interés que manifiesta Satán por la libertad de los Israelitas, de quienes había sido siempre al parecer enemigo, y declara que su esclavitud es la consecuencia de su idolatría; pero que en una época futura podría ser del agrado de Dios volver a llamarlos y restituirles su independencia y país natal.


Así habló el Hijo de Dios, y Satán enmudeció algunos instantes sin saber qué decir ni replicar, confuso y convencido de la debilidad de sus argumentos y de la falacia de su discurso; pero al fin, apelando a todas sus astucias de serpiente, contestó con estas aduladoras palabras:

«Ya veo que sabes cuanto se debe saber, que dices lo que mejor puedes decir, que haces lo que mejor puedes hacer. Tus actos concuerdan con tus palabras, y estas expresan los levantados sentimientos de tu noble corazón, imagen perfecta de la bondad, de la sabiduría, de la justicia. Si los reyes y las naciones llegasen a consultarte, tus respuestas serían el oráculo de Urim y de Tumim, esas preciosas piedras proféticas que brillaban en el pecho de Aarón, o infalibles como las palabras de los antiguos veedores. Y si fueras buscado para tomar parte en las empresas que exigen las leyes de la guerra, tu hábil conducta sería tal, que el mundo entero no podría imitar tus proezas ni resistirte en batalla, aunque reducido fuera el número de tus contendientes. ¿Por qué, pues, ocultas estas divinas virtudes, haciendo una vida retirada, más oscura todavía en este inmenso desierto? ¿Por qué privar al mundo todo de la admiración que merecen tus obras, y a ti mismo del renombre y de la gloria, única recompensa que estimula a las más grandes empresas, llama de los espíritus más elevados, de esos espíritus etéreos, los más puros y tranquilos, que desprecian todos los demás placeres, que miran como fango todos los tesoros y beneficios, todos los honores y poderes, aspirando solo a los más eminentes? Tú has llegado a la edad viril, y hasta pasas de ella; a esta edad, el hijo de Felipe el Macedonio había conquistado ya el Asia, haciéndose dueño del trono de Ciro; el joven Escipión había humillado el orgullo de los cartagineses, y el joven Pompeyo sometido al rey del Ponto, alcanzando la victoria. No obstante, los años y el juicio, madurado por ellos, no suelen extinguir la sed de gloria; al contrario se acrecienta con la edad. El gran Julio, que ahora excita la admiración del mundo, más ardía en deseos de gloria cuanto más avanzaba en años, y lloró el haber vivido tanto tiempo oscuro e ignorado. Mas aún no es para ti demasiado tarde.»

A lo cual contestó con calma nuestro Salvador: «Todos tus argumentos no me decidirán a buscar riquezas por amor al imperio, ni a que aspire al trono por el afán de gloria. ¿Qué es esta sino el resplandor de la fama, las alabanzas de un pueblo? ¿Y son estas siempre sinceras? ¿Qué es el pueblo sino una multitud confusa, una muchedumbre revuelta, que ensalza cosas vulgares y que, a decir verdad, apenas son dignas de elogio? Los hombres alaban y admiran lo que no conocen, y sin saber a quién, dejándose guiar unos por otros. ¿Y qué satisfacción puede causar verse ensalzado por semejantes jueces, ser tema de sus discursos y recibir aplauso de aquellos a quienes sería glorioso despreciar? ¿No sería singularmente feliz la suerte del que osare hacerlo así? Reducido es entre aquellos el número de los sabios e ilustrados, y muy escasos los que contribuyen a la gloria. Cuando Dios dirige sus miradas a la tierra, observando con satisfacción al hombre justo, y le da a conocer en el cielo a todos sus ángeles, que celebran sus alabanzas con sincero aplauso, entonces es cuando aquel alcanza la verdadera gloria, la verdadera celebridad. Esto es lo que hizo con Job, cuando para propagar su fama en el cielo y la tierra te preguntó, según puedes recordar para vergüenza tuya: «¿Has visto a mi servidor Job?» Aquel hombre, célebre en el cielo, era mucho menos conocido en la tierra, donde la gloria es una falsa gloria, atribuida a causas poco dignas y a hombres que no merecen nombradía alguna. Engáñanse aquellos que consideran como título de gloria extender a lo lejos sus conquistas, asolar vastos países, alcanzar brillantes victorias y tomar por asalto opulentas ciudades. ¿Qué hacen esos pretendidos héroes sino robar, devastar, saquear, incendiar, matar y reducir a la esclavitud pacíficas naciones, pueblos vecinos o lejanos, mucho más dignos de la libertad que sus conquistadores, quienes solo dejan ruinas por do quiera que pasan, destruyendo las obras de una paz floreciente? Entonces, henchidos de orgullo, se hacen adorar como dioses; quieren que se les llame libertadores, grandes bienhechores de la humanidad; desean que se les rinda culto en los templos, y se les ofrezcan sacrificios por sus sacerdotes. El uno es hijo de Júpiter, el otro de Marte, hasta que la Muerte, el verdadero conquistador, viene a demostrar que apenas son hombres que se han dejado embrutecer por groseros vicios, y que hallan en una muerte violenta o vergonzosa su digna recompensa. Si algo bueno hubiese en la gloria podríase alcanzar por medios muy distintos, sin ambición, sin guerra, sin violencia; con obras pacíficas, una eminente sabiduría, paciencia y templanza. Haré otra vez mención de aquel hombre que, sufriendo resignadamente los males con que le agobiaste, se hizo célebre en un país muy lejano y en época muy remota. ¿Quién pronuncia hoy el nombre de Job sin elogiarle? Y al pobre Sócrates, ¿quién podría disputarle después el primer lugar en la memoria de los hombres? Por su enseñanza y por lo que sufrió para propagarla, arrostrando una muerte injusta para que prevaleciese la verdad, alcanzó una nombradía que iguala hoy a la de los más orgullosos conquistadores. Sin embargo, si es preciso hacer alguna cosa para alcanzar fama y gloria, necesario es también sufrir: si para obtener alguna celebridad libró el joven africano del feroz cartaginés a su devastado país, su hazaña no fue ensalzada, o por lo menos, no gozó él de gran crédito, ni recibió por toda recompensa más que alabanzas. ¿Buscaría yo la gloria como la buscan los hombres vanos, sin merecerla muchas veces? No busco yo la mía, sino la de Aquel que me ha enviado, y por aquí demuestro de dónde vengo.»

A lo cual repuso el tentador murmurando: «No hagas tan poco aprecio de la gloria, que entonces te parecerías poco a tu glorioso Padre, pues él también la busca, y para su gloria ha hecho todas las cosas, y ordena y gobierna el universo. No contento con ser glorificado en el cielo por todos sus ángeles, quiere serlo también por los hombres, por todos los hombres, buenos o malos, sabios o ignorantes, sin diferencias, sin excepción. Además de todos los sacrificios, de todas las ofrendas, gloria necesita y gloria recibe indistintamente de todas las naciones, de los hebreos, de los griegos o de los bárbaros, sin admitir excusa alguna. A nosotros mismos, que somos sus enemigos declarados, nos exige que le glorifiquemos.»

«Y no sin razón, replicó Jesús con fervor, puesto que su palabra creó todas las cosas, no principalmente para su gloria como primer objeto, sino para manifestar su bondad y hacer partícipes a todas las almas de la felicidad de que son susceptibles. ¿No es lo menos que puede esperar de sus criaturas la gloria y la bendición, es decir, el más ligero agradecimiento, la más fácil y natural de las recompensas, de parte de aquellos seres que nada pueden ofrecerle en cambio, y que no haciéndolo, solo le pagarían probablemente con el desprecio, la rebelión y la maledicencia? ¡Cruel recompensa, extraño reconocimiento por tanto bien, por tan gran beneficio! Pero ¿por qué el hombre habría de buscar la gloria, cuando nada tiene suyo, cuando nada debe esperar sino condena, ignominia y baldón; cuando después de haber sido colmado de tantos beneficios, corresponde solo con la infidelidad, la ingratitud y la falsía, privándose a sí mismo de todo verdadero bien? Y como si esto no bastase, revindica para sí, por un sacrilegio, lo que no pertenece en justicia sino a Dios solo; pero tal es la bondad, tal la misericordia divina, que si alguno intenta alcanzar mayor gloria para el Eterno, le hace obtener entonces la gloria verdadera.»

Así habló el Hijo de Dios, y de nuevo Satán permaneció sin hallar contestación: reconocíase culpable de su propio pecado, pues por su insaciable sed de gloria lo había perdido todo; pero bien pronto recurrió a otro argumento.

«Piensa como quieras de la gloria, dijo; poco importa que la juzgues digna o indigna de ser buscada; pero tú has nacido para reinar, tú has sido destinado a sentarte en el trono de tu antecesor David, que te corresponde por parte de madre. Aunque tu derecho dependa ahora de una mano poderosa que no quiere compartirlo, fácil sería posesionarle por las armas. Verdad es que la Judea y toda la tierra prometida, reducidas a provincias bajo el yugo de los romanos, obedecen a Tiberio; pero este país no está siempre gobernado con templanza. Con frecuencia se han violado su templo y sus leyes; se le han inferido sangrientos ultrajes; se han cometido abominaciones, como lo hizo en otro tiempo Antíoco. ¿Piensas, por ventura, reconquistar tu derecho permaneciendo en la inacción o en el retiro? No lo hizo así Macabeo: verdad es que se retiró al desierto, pero con armas, y de esta suerte venció varias veces a un poderoso rey. Con mano fuerte, y aunque sacerdote, obtuvo la corona para su familia, y usurpó el trono de David, él, que en otro tiempo se contentaba con la colina de Modén y los arrabales contiguos. Si un reino no basta para tentarte, muévante al menos el celo y el deber, que no deben permanecer ociosos, sino estar alerta para aprovechar una ocasión, contribuyendo ellos mismos a que llegue el momento favorable. Muestra, pues, tu celo, por la casa de tu Padre; cumple con tu deber librando a tu país del yugo de los paganos, que esa es la mejor manera de realizar, de verificar las antiguas profecías que anunciaron tu reinado sin fin, ese reinado tanto más feliz cuanto antes comience. Reina, pues ¿qué ventaja te ofrece aplazar tu reinado?»

Nuestro Salvador contestó en estos términos: «Todas las cosas deben realizarse a su debido tiempo, y tiempo hay para que se verifiquen todas. Si el espíritu profético habló de mi reinado, si ha dicho que debe ser sin fin, también el Padre ha decretado, en sus inescrutables designios, cuándo ha de comenzar, Él, que es el dueño de todos los tiempos y las estaciones. Si ha decretado que he de vivir antes en oscura condición, en medio de la adversidad, sufriendo tribulaciones, injurias, insultos, desprecios y burlas; que debo estar expuesto a los lazos y la violencia; que he de sufrir, practicar el ayuno, esperar tranquilamente, sin inquietud ni desconfianza, para saber lo que puedo soportar y cómo sabré obedecer, ¿no debo conformarme con su voluntad? Quien mejor sabe sufrir, mejor sabe obrar; mejor reina el que primero ha sabido obedecer, justa prueba a que debo someterme antes de obtener un poder que no debe cambiar ni concluir. Pero ¿qué te importa a ti el momento en que ha de comenzar mi reinado sin fin? ¿Por qué te muestras tan solícito? ¿A qué vienen tus preguntas? ¿No sabes acaso que mi elevación será la señal de tu caída, y mi triunfo la causa de tu exterminio?»

El Tentador, aunque atormentado interiormente, replicó así: «Suceda esto cuando quiera, yo he perdido toda esperanza de obtener gracia, y siendo así, ¿qué cosa peor puedo temer? Aquel que ha perdido la esperanza no debe conocer el temor; si mi suerte pudiese agravarse, la expectativa de una desgracia mayor me atormentaría más que el mal mismo. Yo quiero apurarle hasta el fin, porque este es mi puesto, mi refugio, mi último reposo; y esperaré así el término, mi objeto final. Mi error viene de mí mismo, mi delito es hijo de mi propio impulso; cualquiera que mi falta fuere, ha sido condenada por sí misma, y en todo caso será castigada, bien reines o no. Cierto que hubiera confiado desde luego en tu continente lleno de dulzura, esperando por ese aspecto pacífico y esa mirada serena que tu reinado debía más bien aligerar que agravar mi pena, que sería como un intermediario entre la cólera de tu Padre y yo (la cual temo mucho más que el fuego del infierno), que sería una especie de fresca sombra, una nube de verano. Si estoy, pues, impaciente por conocer esa desgracia extrema que me amenaza, ¿por qué avanzas con tan lento paso hacia un porvenir mejor, hacia lo que debe poner el colmo a tu felicidad y a la del mundo entero cuando reines, tú, que eres el más digno del trono? Acaso aplazas, sumido en profundas meditaciones, la ejecución de tan importante y arriesgada empresa; y esto no sería de extrañar, pues aunque reúnas en tu persona cuantas perfecciones caben en el hombre, todo aquello de que la naturaleza humana es susceptible, como has vivido hasta ahora en el retiro, deslizándose en tu morada la mayor parte de tu existencia, sin visitar apenas las ciudades de Galilea, ni residir en Jerusalén sino algunos días al año, ¿qué observaciones podías haber hecho? Todavía no has visto el mundo, ni mucho menos su gloria, los imperios, los monarcas y sus brillantes cortes, la mejor escuela de la experiencia para dar a conocer los más rápidos y seguros medios de realizar grandes empresas. El hombre más sabio, si carece de práctica, será siempre medroso y tímido, semejante a aquel joven novicio, que buscando burras encontró un reino; irresoluto y circunspecto, en fuerza de su reserva, prívale esta de todo su valor. Pero yo quiero conducirte a un lugar donde acabarás bien pronto tu aprendizaje, donde verás ante tus ojos las monarquías de la tierra, su pompa y magnificencia; y esto bastará para imponerte, a ti que eres tan apto para saberlo todo, en los secretos y misterios de la monarquía, a fin de que sepas cómo se debe combatir el poderío de los príncipes.»

Así diciendo (tal era la fuerza que se le concedió entonces), llevó al Hijo de Dios a la cima de una elevada montaña: en su verdosa falda extendíase una vasta llanura, formando inmenso circuito, y desde allí ofrecíase a la vista un admirable panorama. Por los lados deslizábanse dos ríos, uno de los cuales serpenteaba entre los campos; mientras que el otro se alejaba rápidamente a través de hermosas praderas, bañadas por numerosos riachuelos, cuyas aguas recogía para llevarlas al mar. El país era fértil en trigo, vino y aceite; y cubrían el llano y las colinas abundantes pastos, poblados de rebaños. Veíanse grandes ciudades rodeadas de altas torres, que bien pudieran ser residencia de poderosos monarcas, y tan inmensa era la perspectiva, que se divisaban acá y allá las estériles landas del árido y abrasado desierto. A esta alta montaña fue donde el Tentador trasladó a Jesús, dirigiéndole allí de nuevo la palabra en estos términos:

«Rápida ha sido nuestra carrera; pasando sobre las colinas y los valles, los bosques, los campos y los ríos, los templos y las torres, hemos atajado muchas leguas. Desde aquí contemplas la Asiria y las antiguas fronteras de su imperio; ves el Aras y el mar Caspio; por este lado, a la extremidad del oriente, corre el Indus, por el occidente el Éufrates; y con frecuencia fueron traspasados estos límites. Al sur se divisa el golfo Pérsico y la Arabia, desierto intransitable: he aquí a Nínive, en cuyo amurallado recinto se podría viajar durante varios días; edificada por Nino, es el asiento de esa primera monarquía de la edad de oro, y fue residencia de Salmanasar cuyo triunfo llora todavía Israel en su prolongado cautiverio. He ahí a Babilonia, la maravilla de las naciones, tan antigua como Nínive; pero reedificada por aquel que dos veces hizo cautiva a la Judea y a toda la casa de tu padre David, asolando a Jerusalén, hasta que Ciro llegó para libertar a los hebreos. A ese lado ves Persépolis, la ciudad que él fundó; más lejos Bactres, Ecbatana, que se ostenta en toda su extensión y Hecatómpilos, con sus cien puertas; aquí está Susa, a orillas del Idaspes, ese río de color de ámbar, de cuyas aguas solo pueden beber los reyes; y la gran Seleucia, más célebre aún, construida por los Macedonios o los Partos. Nísibe, Artaxates, Teredón y Ctesifonte, se ofrecen también a tus miradas; todo este país, conquistado por los libertinos príncipes de Antioquía, se halla actualmente bajo el dominio de los Partos, que conducidos por el gran Arsaces, fundador de este imperio, se apoderaron de él hace varios siglos. Este momento es el más oportuno para darte una idea de su inmenso poderío, porque el rey de los Partos acaba de reunir en Ctesifón todas sus huestes para marchar contra los Escitas, cuyas bárbaras incursiones han asolado la Sogdiana; y se apresura a prestar auxilio a esta provincia. A pesar de la distancia, puedes ver sus numerosas tropas, su aspecto marcial, los arcos de acero y las agudas flechas de esos guerreros, tan temibles en la fuga como en la persecución; todos son jinetes, porque la lucha a caballo es aquella en que más se distinguen. Mira cuán belicoso ardimiento demuestran en esa revista, cómo se forman sus filas en cuadro, en ángulo, en media luna, o se desplegan en alas.»

Jesús miró, y por las puertas de la ciudad vio salir innumerable multitud de guerreros, brillantes con sus cotas de malla y ornamentos militares; sus caballos, aunque cubiertos de acero, no son menos ágiles y vigorosos, y encabritándose avanzan con sus jinetes, flor y nata de las provincias que se extienden de un extremo a otro del imperio. Vienen los unos de Aracosia, de Candahar y de la Margiana; los otros de las montañas de Hircania o del Cáucaso, de los profundos valles de la Iberia, de Atropatis, de las vecinas llanuras de Adiabene y Media, y del sur de Susiana, hasta el puerto de Balsara. Veíaseles alinearse en orden de batalla, girar rápidamente, y huyendo al parecer, lanzar tras sí una terrible granizada de agudos dardos a la cara de sus perseguidores, a los cuales vencían por esta maniobra. El campo estaba cubierto de armaduras, que despedían el sombrío fulgor del hierro; no faltaban allí numerosos escuadrones, y en cada ala guerreros armados de punta en blanco para combatir de cerca; ni carros, ni elefantes, que llevaban torres cuajadas de arqueros; ni peones en gran número, provistos de azadas y hachas, para allanar las alturas, abrir paso por los bosques, cegar los valles, levantar trincheras, o echar puentes sobre los ríos orgullosos, como para someterles al yugo. Detrás de ellos iban mulos, camellos, dromedarios, y furgones cargados de instrumentos de guerra; jamás se habían visto tantas fuerzas reunidas ni tan vasto campamento. Cuando Agricán, con todos sus aliados del norte, sitió a Albraca, la ciudad de Galafrón, según cuentan los romanos, a fin de conquistar la mano de Angélica, la más hermosa de las mujeres e hija de aquel príncipe, solicitada en matrimonio por muchos valerosos caballeros, por los dos Paynim, y los pares de Carlomagno, su ejército no era más brillante ni más numerosos sus guerreros. El gran Enemigo, lisonjeándose de que aquel espectáculo había producido gran impresión en nuestro Salvador, dirigiole de nuevo la palabra en estos términos:

«Para que reconozcas que no es mi ánimo comprometer tu virtud, y que no omito medio alguno a fin de que tu seguridad repose en sólidas bases, escucha y sabrás con qué objeto te he conducido aquí, mostrándote tan hermoso espectáculo. Aunque tu reino haya sido anunciado por los profetas o por los ángeles, si no tratas de conquistar ese trono, como lo hizo tu padre David, nunca reinarás; en todas las cosas y sobre todos los hombres, la predicción supone medios de éxito, y si no se hace uso de ellos, la profecía se revoca. Pero supongamos que tomas posesión del trono de David con el libre consentimiento de todos, sin oposición alguna por parte de los Hebreos o de los Samaritanos: ¿cómo podrías abrigar la esperanza de disfrutarle largo tiempo, tranquilo y seguro, hallándote entre dos enemigos cual los Partos y los Romanos? Por esto debes obtener el apoyo de uno de los dos; yo te aconsejaría comenzar por los primeros, que son los vecinos más cercanos, y que demostraron en otro tiempo ser capaces de asolar tu país, haciendo cautivos a sus antiguos reyes Antígono y el viejo Hircano. De mi cuenta corre poner a los Partos a tu disposición, por el medio que tú elijas, bien por conquista o alianza, pues solo con su apoyo recobrarás el poder, sin el cual no puedes ocupar realmente el trono de David, como su legítimo sucesor. De este modo conseguirás la libertad de tus hermanos, de esas diez tribus cuya posteridad conserva todavía aquel pueblo en su territorio. Entre los Medos andan también dispersos diez hijos de Jacob y dos de José, perdidos lejos de Israel y esclavizados, como lo estuvieron en otro tiempo sus padres en la tierra de Egipto. El ofrecimiento que te hago te proporciona ocasión de alcanzar su libertad; si así lo haces, y les devuelves su herencia, entonces, y solo entonces, reinarás cubierto de gloria en el trono de David, desde el Egipto al Éufrates, y aún más allá, sin que nada debas ya temer de Roma ni de César.»

A lo cual contestó nuestro Salvador sin inmutarse: «Me has hecho ver una grande y vana ostentación del poder mundano, frágiles armas, y un pomposo aparato guerrero, tan largo de preparar como fácil de destruir: me has comunicado secretos de alta política, hábiles proyectos sobre enemigos, alianzas y batallas, plausibles todos a los ojos del mundo; pero que no tienen para mí ningún valor. Dices que debo poner en juego todos los medios, porque si no quedará sin efecto la predicción y me veré privado del trono. Mi hora, según antes te dije, no ha llegado aún, y debieras desear que estuviese lejana todavía. Cuando haya sonado, no creas que me verás vacilar en dar principio a mi obra, sin recurrir a tus máximas políticas, ni hacer uso de ese incómodo aparato guerrero que me has mostrado, más propio para demostrar la debilidad humana que su fuerza. Alegas que es preciso liberte a mis hermanos, según les llamas, los Israelitas de las diez tribus, si aspiro a reinar como el heredero legítimo de David, y a extender su dominio sobre todos los hijos de Israel. Pero dime, ¿de qué proviene ese celo por su independencia? ¿Por qué no mostraste el mismo por Israel, David, o su trono, en vez de excitarle por orgullo a que hiciese el recuento de su pueblo, lo cual costó la vida a setenta mil hombres en tres días de epidemia? ¡Tal fue entonces tu celo por Israel; y ese es el que afectas hoy por mí! En cuanto a esas tribus cautivas, ellas mismas labraron su desgracia, pues abandonaron a Dios para adorar el becerro de oro, los ídolos de Egipto, Baal y Astarot, y los de todos los pueblos vecinos. Además de esto imitaron sus crímenes, que excedían en perversidad a los de otros pueblos paganos; no habiendo implorado con arrepentimiento al Dios de sus padres, murieron impenitentes, dejando una raza que se les asemeja, que no se distingue de los Gentiles sino por una vana circuncisión, y que rinde a Dios un culto confundiéndole con los ídolos. ¿Cómo he de pensar en devolver su independencia a esas tribus, que una vez libres volverían sin vacilar, sin humillarse, sin arrepentimiento y sin conversión, a buscar sus dioses de Betel y de Dan, como un antiguo patrimonio? No; que sigan esclavizadas por sus enemigos, puesto que adoran ídolos con su Dios. Sin embargo, es posible que al fin (Dios sabe cuándo), acordándose de Abraham, se inclinen a un arrepentimiento sincero por alguna vocación milagrosa; y que se abran paso a través de la multitud de Asirios, cuando se dirijan alegres y presurosos a su país natal, así como en otro tiempo cruzaron sus padres el mar Rojo y el Jordán al encaminarse a la tierra prometida. Yo abandono su porvenir a la Providencia.»

Así habló el verdadero Rey de Israel, contestando con dulzura al Enemigo, de un modo que burlaba todos sus artificios, como sucede siempre cuando con la verdad se combate la falsía.

Libro cuarto

Argumento


Persistiendo Satán en tentar a nuestro Señor, muéstrale la imperial ciudad de Roma en el apogeo de su pompa y esplendor, como potencia que pudiera preferir a la de los Partos; y dice que con la mayor facilidad podría expulsar a Tiberio, devolver a los romanos su independencia y hacerse dueño, no solo del imperio, sino también de todo el mundo, incluso el trono de David. El Salvador contesta, manifestando su desprecio por el poder y las grandezas mundanas; censura la pompa, la vanidad y el libertinaje de los romanos; demuestra cuán poco merecen recobrar la libertad que habían perdido por su mala conducta; y termina refiriéndose a la grandeza de su propio reinado futuro. Desesperado Satán, y para encarecer el valor de sus dones, declara que únicamente los otorgará a condición de que Jesús se prosterne ante él y le rinda culto. Nuestro Señor manifiesta su indignación con firmeza, aunque moderadamente, al escuchar proposición semejante; y reprende con severidad al Tentador, diciéndole que está condenado para siempre. Humillado Satán, intenta justificarse; apela después a otro género de tentación, y proponiendo a Jesús el premio de la sabiduría y del talento, muéstrale el celebrado templo de la antigua literatura, Atenas, sus escuelas, los ilustres maestros y sus discípulos, haciendo al propio tiempo un encomiástico panegírico de los músicos Griegos, poetas, oradores y filósofos de las diferentes sectas. Jesús le contesta demostrando la vanidad e insuficiencia de la decantada filosofía gentílica, y manifiesta preferir a la música, poesía, elocuencia y didáctica poética de los Griegos, la de los inspirados escritores Hebreos. Irritado Satán al ver defraudadas todas sus tentativas, censura la inconsideración de nuestro Salvador en rechazar sus ofertas; y prediciéndole los padecimientos que debe sufrir, después de ridiculizar su esperado reino, condúcele de nuevo al desierto, dejándole allí. Llega la noche: el Enemigo hace estallar una espantosa tormenta, procurando, además, alarmar a Jesús con tremendos sueños y terribles espectros, que sin embargo no causan impresión alguna en el Salvador. Una hermosa y serena mañana sucede a los horrores de la noche: Satán se presenta de nuevo a Jesús, y refiriéndose particularmente a la tempestad de la víspera, toma motivo una vez más para ultrajarle, enumerando las penalidades que debe sufrir. Nuestro Señor se limita a reprenderle; y entonces, en el colmo de la desesperación, el Enemigo confiesa que había vigilado con frecuencia a Jesús desde su nacimiento, expresamente para descubrir si era el verdadero Mesías; y que coligiendo que probablemente lo sería, por lo acontecido en el Jordán, habíale seguido desde entonces más asiduamente, con la esperanza de alcanzar alguna ventaja sobre él, lo cual probaría hasta la evidencia que no era en realidad la Divina Persona destinada a ser su «fatal enemigo». Reconoce que hasta entonces ha sido completamente derrotado; pero que está resuelto a someterle a una prueba más. Así diciendo, le conduce al templo de Jerusalén, y colocándole en la punta de la más elevada torre, le intima a que pruebe su divinidad, bien sosteniéndose allí, o precipitándose sin sufrir daño alguno. Asombrado Satán, y confundido al ver que Jesús permanecía inmóvil, cae de pronto, y reaparece entre sus infernales cómplices, a quiénes da cuenta del mal éxito de su empresa. Los ángeles, entretanto, conducen a nuestro Señor a un hermoso valle, y mientras le sirven celestiales manjares celebran su victoria con un himno de triunfo.


Perplejo y turbado por el mal éxito de su tentativa, el Enemigo permanecía inmóvil, sin que su artificioso espíritu le dictase contestación alguna, después de haber sido descubierto su engaño, y tantas veces defraudadas sus esperanzas. Aquella persuasiva retórica que dulcificaba su lenguaje, cuando tan fácilmente sedujo a Eva, parecía faltarle entonces y haber perdido toda su fuerza. Bien es verdad que Eva no era más que Eva. El que había dominado a esta con su gran superioridad, veíase a su vez burlado y sorprendido, por no haber sabido apreciar mejor de antemano la fuerza que trataba de combatir y la suya propia. Semejante al hombre que, habiendo sido considerado antes como sin igual por su destreza, se ve eclipsado en la ocasión en que menos lo esperaba, y que a fin de salvar su honor, y contra todas las probabilidades de triunfo, quiere aún medirse con quien le ha vencido, sin poder confesar su derrota, aunque aumente con esto su bochorno; o cual otro enjambre de moscas, que en la época de la vendimia se lanza sobre el lagar de dónde corre el dulce líquido y vuelve después mosconeando; o tal, en fin, como las olas que se levantan contra la dura roca, y aunque se estrellan todas, repiten sus acometidas inútilmente, resolviéndose en espuma o vapor; así Satán, después de recibir negativa sobre negativa y de verse reducido a un humillante silencio, no cede sin embargo; y aunque desesperando del éxito, renueva sus vanas tentativas.

Para ello transportó a nuestro Salvador a la vertiente occidental de aquella elevada montaña, desde donde se podía ver otra llanura bastante larga; pero no muy ancha, bañada por el mar del mediodía, y terminada en el lado del norte por una cadena paralela de colinas, que protegían los productos de la tierra y las moradas de los hombres, de los fríos vientos del septentrión. En el centro deslizábase un río en cuyas dos orillas se elevaba una imperial ciudad, con torres y templos, que se destacaban orgullosamente sobre siete pequeñas colinas ornadas de palacios, pórticos, teatros, baños, acueductos, estatuas, trofeos, arcos de triunfo, jardines y bosquecillos. Aquel espectáculo se desplegaba a los ojos de Jesús a pesar de las altas montañas que debían ocultarle (por qué extraño paralaje, o ilusión óptica, multiplicada a través de los aires o por los cristales de un telescopio, averígüelo el curioso lector); y el Tentador rompió el silencio con estas palabras:

«La ciudad que ves no es otra sino la opulenta y gloriosa Roma, la reina del mundo, cuya fama se extiende a lejanos países, y que se ha enriquecido con los despojos de las naciones. Ahí ves el soberbio Capitolio, que domina sobre todos los demás edificios desde lo alto de la roca Tarpeya, esa ciudadela inexpugnable; allí está el monte Palatino, palacio imperial, vasto recinto, edificio soberbio, obra maestra de los arquitectos más ilustres, que brilla a lo lejos por sus doradas almenas, sus torres, sus terrados y esplendentes pirámides. No lejos de él, elévanse magníficos palacios, semejantes más bien a las moradas de los dioses; y he dispuesto mi aéreo microscopio de tal manera, que puedas ver por dentro, y exteriormente, sus columnas y bóvedas, ricamente cinceladas por mano de los más célebres artistas, labradas en cedro, mármol, marfil y oro. Dirige ahora tus miradas del lado de las puertas, y verás qué multitud entra y sale: son pretores, procónsules, que vienen de sus provincias o vuelven a ellas; visten la toga bordada de púrpura, y van acompañados de los lictores, que ostentan la segur, insignia de su dignidad; de cohortes, legiones y brillantes jinetes. Aquellos que pasan por la vía Apia o la vía Emiliana, y visten diverso traje, son embajadores que llegan de remotos países: vienen los unos de las últimas regiones australes, de Siena, de Meroé, de la isla de Philæ, cubierta de sombra por ambos lados; o más al occidente, del reino de Baco, hasta el lago de Libia. Otros son enviados por los reyes de Asia y por el de los Partos; llegan de la India, del Quersoneso de Oro y de la isla de Trapobana, situada más allá de aquel país; su cutis es bronceado, y cubren sus cabezas turbantes de blanca seda; otros proceden de la Galia, de Bretaña, de Gades, del país de los Germanos, del de los Escitas y de los Sármatas, que habitan desde más allá del norte del Danubio hasta el Quersoneso Táurico. Todas esas naciones, sometidas actualmente a Roma, prestan obediencia a su poderoso emperador, que por sus vastos dominios, sus riquezas y poderío, su civilización, su progreso en las artes y el valor guerrero de sus súbditos, pudiera ser a tus ojos preferible al rey de los Partos. Exceptuando estos dos imperios, todos los demás pueblos son bárbaros, apenas dignos de fijar en ellos la atención, pues obedecen a príncipes poco poderosos, que se hallan demasiado lejos; al mostrarte esos dos grandes imperios, te enseño todos los reinos de la tierra y toda su gloria. El emperador romano no tiene hijo alguno; es de edad avanzada, viejo y libertino. Se ha retirado de Roma para vivir en Caprea, pequeña isla, aunque de difícil acceso, situada cerca de las orillas de la Campania, donde se propone entregarse secretamente a sus desenfrenadas pasiones. Confiando a un perverso favorito los asuntos públicos, aún cuando de él sospeche, aborrece a todo el mundo y es de todos aborrecido. ¡Cuán fácil te sería, dotado como estás de regias virtudes, dándote a conocer, e inaugurando tu carrera con grandiosas hazañas, expulsar a ese monstruo de su trono, convertido ahora en inmundo lupanar, y sustituirle en el solio, librando de su vergonzoso yugo a un pueblo triunfante! Y con mi apoyo te es dado conseguirlo, pues yo tengo el poder de hacerlo, y te lo cedo a ti. Aspira, pues, al imperio del mundo entero; aspira a cuanto hay de más elevado, que si no lo alcanzas con el supremo dominio, no llegarás a sentarte en el trono de David, ni permanecerás en él largo tiempo, por mucho que hayan dicho los profetas.»

El Hijo de Dios le contestó con calma: «Toda esa grandeza y majestuoso aparato de riquezas y lujo, que llaman magnificencia, lo mismo que esa ostentación guerrera que antes me mostraste, no seducen mis miradas ni mucho menos mi corazón. También hubieras podido hablarme de sus banquetes suntuosos, de sus espléndidos festines, de sus desenfrenadas orgías, de sus mesas de madera de limonero o de mármol del Atlas, pues yo también he oído, o acaso leído algo de esto; de sus vinos de Setía, de Cales, de Falerno, de Quíos y de Creta; de sus copas de oro y de cristal, bañadas en mirra, guarnecidas de piedras preciosas y engastadas en perlas; detalles todos interesantes para cualquiera a quien acosare el hambre o la sed. Elogias además a esos embajadores, enviados por naciones lejanas o vecinas: ¡qué honor, pero también, qué fastidio! ¡Qué enojosa pérdida de tiempo el sentarse en un trono para escuchar tantas vanas y mentidas lisonjas, tantas alabanzas extravagantes! Después me hablas del Emperador, a quien se podría vencer fácilmente, y cuya derrota me cubriría de gloria; dices que debo expulsar a ese monstruo cruel; pero ¿no sería necesario hacerlo al propio tiempo con el demonio que lo ha convertido en tal? Sírvale su conciencia de verdugo: no he sido yo enviado para destronarle, ni tampoco para libertar a ese pueblo, victorioso en otro tiempo, vil y humillado ahora, que merecido tiene su servilismo; que antes justo, frugal, humilde y moderado, conquistó gloriosamente, pero gobernó mal las naciones sometidas a su yugo, despojando a las provincias para satisfacer su sed de rapiña o sus dispendiosos placeres. Esos romanos, poseídos primero de la ambición del triunfo, orgullosa e insultante pompa; y feroces luego por haberse acostumbrado a ver correr en sus circos la sangre de las fieras que luchan entre sí, así como la de los hombres expuestos a sus ataques, han llegado a ser con sus riquezas apasionados por el lujo, y siempre más insaciables y afeminados por los espectáculos que diariamente presencian. ¿Qué hombre sabio y valeroso intentaría libertar a ese pueblo degenerado, que se ha esclavizado él mismo? ¿Quién podría convertir en hombres libres a los que son serviles de por sí? Sábelo pues; cuando llegue la hora de sentarme en el trono de David, mi reinado será como un árbol cuyo ramaje se extendiese sobre toda la tierra, para cubrirla con su sombra, o bien como la piedra que haría pedazos todas las monarquías existentes en el mundo. Y mi reinado no tendrá fin: medios se encontrarán para ello; pero no te corresponde a ti saber cuáles son estos, ni tampoco revelártelo debo.»

A lo cual contestó el Tentador con descaro: «Veo en qué poco estimas todas mis ofertas, y cómo las rechazas por ser yo quien te las hace. Nada es de tu agrado; te muestras por demás receloso, y con tus exagerados escrúpulos, te limitas a contradecirme. Sin embargo, quiero que sepas en cuánto estimo los ofrecimientos que te hago, y qué lejos está de mí apreciar en poco las ventajas de que te quiero hacer partícipe. Todo cuanto abarca tu mirada, todos esos reinos del mundo, yo te los doy (que a mí me los han dado y yo los cedo a quien me place); no es ninguna bagatela; pero te impongo una condición indispensable. Es preciso que te prosternes y me rindas adoración como a tu superior y tu dueño (fácil te es hacerlo), reconociendo que todo lo has recibido de mí. ¿No es esto lo menos que merece tan considerable donativo?»

Nuestro Salvador contestó con acento desdeñoso: «Jamás me agradó tu lenguaje, y mucho menos tus ofrecimientos; ahora desprecio tanto estos como aquel, ya que has osado exponer en tan abominables términos tu impía condición. Pero sufriré con paciencia, hasta que expire el plazo durante el cual te será permitido obrar contra mí. Escrito está en el primer mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios y le servirás a él solo;» ¿y te atreves a proponer a su Hijo que te rinda culto, a ti, maldito, doblemente maldito ahora por esta pretensión, más impía y osada que la que tuviste con Eva? No se hará esperar tu expiación. Dices que te dieron los reinos del mundo; di más bien que te los abandonaron y que los usurpaste; ningún otro donativo podrías hacer. Y aun cuando te los hubiesen dado, ¿de quién los habrías recibido sino del Rey de los reyes, del Dios supremo, dueño de todas las cosas? Y si te los ha dado ¡con qué generosa gratitud le pagas! Pero hace ya mucho tiempo que la gratitud se ha extinguido en ti. ¿Tan falto estás de temor, o tan desvergonzado eres que osas ofrecérmelos a mí, al Hijo de Dios, ofrecerme lo que me pertenece, bajo la infame condición de prosternarme y adorarte como a Dios? ¡Atrás! ¡aléjate de mí! Ahora es cuando te manifiestas evidentemente como el mal personificado, como Satán, maldito para siempre.»

Confuso y poseído de temor, replicó el Enemigo: «No te muestres tan gravemente ofendido, Hijo de Dios, pues también los ángeles y los hombres son hijos de Dios, y yo he querido asegurarme de que llevas ese título por ser superior a ellos. Por esto te propuse que me rindieses el homenaje que recibo de los ángeles y de los hombres; de esos tetrarcas que presiden el fuego, el aire, el agua y la tierra, así como también de las naciones que habitan en toda la superficie del globo. A mí me invocan como al dios de este mundo y de aquel que está debajo; y más que a ningún otro, impórtame asegurarme si tú eres Aquel cuya llegada, según las profecías, debe serme tan fatal. La prueba no te ha perjudicado en modo alguno; más bien has alcanzado honor y aprecio, al paso que yo no gano nada, y hasta debo renunciar a lo que me proponía obtener. Dejemos, pues, los reinos de este mundo, puesto que son transitorios; no te hablaré más de ellos; adquiérelos o no, según te plazca, que eso a ti solo te concierne.

»Parece que tú aspiras a alguna cosa más noble que a una corona mundana: prefieres entregarte a la meditación y a las sabias discusiones, según lo indicaba ya aquel rasgo de tu infancia, cuando escapaste de la vista de tu madre para ir solo al templo, donde te hallaron en medio de los más graves doctores, discutiendo sobre puntos y cuestiones relativas a la cátedra de Moisés; enseñando pero no enseñado. La infancia anuncia al hombre, como la mañana anuncia el día: sé ilustre, pues, por tu saber; y así como tu imperio debe extenderse sobre todo el mundo, extiéndase también tu espíritu sobre el universo entero y en todo cuanto contiene. No está comprendida toda la ciencia en la ley de Moisés, en el Pentateuco y en los escritos de los profetas; también los Gentiles, guiados por la luz natural, saben, escriben y enseñan cosas dignas de admirarse; y tú debes conferenciar con los Gentiles, dirigiéndoles por la persuasión según tus miras. Sin conocer su sabiduría, ¿cómo quieres conversar con ellos, o que ellos se entiendan contigo? ¿Cómo has de discutir, cómo refutar sus idolismos, sus tradiciones y paradojas? Con sus propias armas se debe combatir su error. Antes de abandonar esta despejada montaña, mira otra vez por la parte del occidente, y mucho más cerca, hacia el mediodía, verás en la ribera del mar Egeo una ciudad con magníficos edificios, donde el aire es puro y el terreno llano. Es Atenas, el ojo de Grecia, la madre de las artes y de la elocuencia, la patria o mansión hospitalaria de los sabios célebres, que encuentran en su agradable retiro, en la ciudad o los arrabales, paseos cubiertos de sombra, para entregarse al estudio. He ahí el olivar de Academo, el asilo de Platón, donde el ruiseñor deja oír todo el verano las rápidas y variadas notas de su canto. Allí está el monte Himeto, cuyas flores atraen a la industriosa abeja, que con su ligero zumbido invita a las meditaciones graves; y más allá se desliza el Ilisos con sus ondas de suave murmullo. Dentro de la ciudad puedes ver las escuelas de los antiguos sabios: el Liceo, dónde enseñaba aquel que preparó al gran Alejandro para subyugar al mundo; y poco más lejos el Pórtico, ornado de pinturas. En esa ciudad podrás estudiar la secreta influencia de la armonía, por medio de tonos y números indicados con la voz o con la mano; las distintas medidas de los versos que tal encanto comunican a las odas líricas de los poetas eolios y dorios, y a los cantos muy superiores de aquel que a todos les inspiró, del ciego Melesígenes, llamado más tarde Homero, cuyos poemas se atribuyó Febo. En la misma fuente fue donde los graves y sublimes trágicos adquirieron los profundos conocimientos, que comunicaban luego con sus coros y sus yámbicos, esos excelentes preceptos de prudencia moral, que acogidos con gusto en forma de breves sentencias, recuerdan al hombre las leyes del destino, la inconstancia de la fortuna, las vicisitudes de la vida humana, ofreciendo a su vista el espectáculo de los actos más nobles, y el cuadro fiel de las grandes pasiones. Allí es dónde podrías formarte sobre el modelo de esos célebres oradores antiguos, cuya irresistible elocuencia dirigía a su antojo a la arrogante democracia, abría los arsenales y fulminaba sus rayos por encima de Grecia, hasta Macedonia y el trono de Artajerjes. Presta también oído a las lecciones de esa filosofía que bajó del cielo a la modesta morada de Sócrates. He ahí donde habitaba aquel a quien el bien inspirado oráculo declaró el más sabio de los hombres, y de cuya boca brotaron aquellos raudales de dulce elocuencia que iban a bañar todas las escuelas de los académicos antiguos y modernos, así como las de los Peripatéticos, de los Epicúreos y de los severos Estoicos. Estudia sus doctrinas en esos lugares, o si lo prefieres, en tu humilde morada, hasta que el tiempo madure tu edad para soportar el peso de un reino; sus preceptos te convertirán en un cumplido príncipe, que sabrá reinar en sí mismo, y cuya sabiduría resaltará más a la cabeza de un imperio.»

Nuestro Salvador contestó con estas sabias palabras: «No creas que conozco estas cosas, o más bien, cree que las ignoro; y sin embargo, no dejo de saber lo que debo. El que recibe sus luces del cielo, de la fuente misma de la luz, no necesita otras doctrinas, por más que las reconozca como verdaderas; pero las de que tú hablas son falsas, son casi ensueños, conjeturas, ficciones que no se fundan en ninguna base sólida. El primero y más sabio de todos esos doctores confesó no saber más que su ignorancia; su primer discípulo se dejó llevar por las fábulas y las ideas seductoras; una tercera escuela dudó de todas las cosas, hasta del buen sentido; otros fundaron la felicidad en la virtud; pero acompañada esta de riquezas, de larga vida, del placer de los sentidos, y sin inquietudes ni zozobras. Por último, el Estoico, poseído de su filosófico orgullo, al que llama virtud; con su sabio, hombre virtuoso, perfecto en sí, que todo lo posee, lo mismo que Dios, causa vergüenza muchas veces cuando lejos de preferir la virtud, no teme al Señor ni al hombre; lo desprecia todo, riquezas y placeres, penas y tormentos, la muerte y la vida, jactándose de renunciar a esta cuando quiera, o de perderla a su antojo. Pero toda esa enojosa prosodia se reduce a una vana jactancia o a sutiles subterfugios para eludir la convicción. ¡Ah! ¿qué pueden enseñar ellos, y cómo no han de engañarse, si no conociéndose a sí propios, y mucho menos a Dios, no saben cómo tuvo principio el mundo, y cómo cayó el hombre, degenerado por sí mismo, sin depender más que de la gracia? Hablan mucho del alma; pero todo cuanto dicen está plagado de errores: buscan la virtud en sí mismos; se atribuyen toda la gloria para no cedérsela a Dios; y designan más bien al Eterno con los nombres vulgares de fortuna y destino, cual si fuese un ser extraño a los asuntos de los mortales. Así pues, aquel que busca la verdad en esos doctores, no la encuentra, o bien, juguete de una ilusión, que es mucho peor aún, solo ve una falsa imagen, un vano fantasma. En cuanto a lo demás, los sabios han dicho que un excesivo número de libros es origen de fatigas y confusión; el que los lee continuamente, sin analizar su contenido con un juicio igual o superior (¿y a qué buscar en otra parte lo que lleva en sí?), continúa siempre en la duda y falto de principios fijos. Está versado, sí, en la ciencia de los libros; pero siendo su juicio superficial, nada maduro, o poseído de preocupaciones, recoge bagatelas o frivolidades, cual si fueran pensamientos escogidos, aunque no valen lo que una esponja; pareciéndose a esos niños que van cogiendo piedrecillas por la ribera. Y si yo quisiera distraer mis horas de ocio con la música o la poesía, ¿dónde mejor que en nuestro idioma nativo podría encontrar tan grato solaz? Toda nuestra ley, toda nuestra historia, están llenas de himnos; los salmos se han compuesto con mucho arte; los cánticos y las arpas, tan agradables a los oídos de nuestros vencedores en Babilonia, revelan que la Grecia es más bien la que tomó de nosotros estas artes; pero las ha imitado mal, consagrándolas a celebrar con pompa los vicios de sus divinidades y los suyos propios, así en fábulas como en odas y cantos, donde representa a sus ridículos dioses, perdiendo ella misma todo decoro. Suprime en esos poemas los epítetos pomposos, semejantes al espeso afeite que cubre las mejillas de una cortesana, y todo lo demás se desvanece, sin dejar placer ni provecho. Indignos serían de compararse con los cánticos de Sión, que tanto agradan a todos aquellos cuyo gusto es puro, esos cánticos en los que se celebra noblemente a Dios, al santo de los santos, así como a sus hombres (divinamente inspirados, y no por ti). Solo exceptúo los poemas en que se pinta la virtud moral por la luz natural, aún no perdida del todo entre los hombres. Ensalzas a sus oradores cual si hubiesen llegado al apogeo de la elocuencia; son seguramente hábiles políticos, amantes de su patria, a lo que parece; pero distan mucho de igualar a nuestros profetas, porque a estos les ilumina la luz celeste, y con su estilo, tan majestuoso y natural, enseñan mucho mejor que todos los oradores de Grecia y Roma, las verdaderas reglas para gobernar las ciudades. En sus escritos se enseña, clara y fácilmente, la manera de hacer a una nación dichosa y conservar su felicidad; lo que arruina los reinos y destruye las ciudades; y estos son, con nuestra ley, los preceptos más propios para formar un monarca.»

Así habló el Hijo de Dios; pero Satán, apurado hasta el extremo (pues había agotado todos sus artificios), contestó a nuestro Salvador con enojado tono:

«Puesto que ni las riquezas ni los honores, ni las armas ni las artes, ni el trono ni el imperio, tienen para ti atractivo alguno; puesto que todo cuanto te propongo para alcanzar prez y gloria, con la vida contemplativa o activa, es rechazado por ti, ¿qué haces en este mundo? El desierto es lo que más te conviene: allí te encontré y allí te volveré a dejar; pero acuérdate de lo que te voy a predecir. Bien pronto tendrás motivos de arrepentirte por haber rechazado así, con tanto escrúpulo y prudencia, el auxilio que te ofrecía, y con el cual hubieras ocupado pronto y fácilmente el trono de David, o el trono del mundo entero. Ahora estás en la edad viril; llegado es ya el tiempo y la hora en que mejor pueden realizarse las profecías que a ti se refieren. Pero si yo sé leer alguna cosa en el cielo, o si este anuncia algo acerca del destino, por lo que me permiten descifrar las inmensas estrellas que se hallan en conjunción, veo que te amenazan penalidades y fatigas, la oposición y el odio, el escarnio, las censuras, los ultrajes, la violencia, los golpes, y por último una muerte cruel. Cierto que estos signos anuncian para ti un reino; mas no puedo discernir si real o alegórico, ni tampoco cuándo; eterno será seguramente, y sin principio ni fin, pues ninguna fecha precisa me dirige en el estrellado círculo.»

Así diciendo, apoderose del Hijo de Dios (pues sabía que aún no se le había retirado su poder), y le volvió a llevar al desierto, donde le dejó, aparentando luego que desaparecía. Entonces comenzó a reinar la oscuridad, declinó el día y sucediole la noche, su tenebrosa hija, ser impalpable que roba la luz en ausencia de aquel. Nuestro Salvador tranquilo y sin irritación alguna después de su excursión aérea, aunque rendido de fatiga, de hambre y de sed, se dispuso a buscar reposo en cualquiera parte, debajo de algún árbol, cuyas entrelazadas ramas pudiesen preservarle del rocío y la humedad de la noche. Empero, aquel abrigo y aquel descanso no le proporcionaron el menor alivio, pues el Tentador vigilaba a su cabecera, y no tardó en turbar su reposo con medrosos sueños. Después comenzó a rugir el trueno de los trópicos y el de los polos; las nubes, entreabiertas por todas partes, lanzaron torrentes de lluvia mezclada con relámpagos, pareciendo que el agua y el fuego conspiraban a la destrucción; rugían los vientos en los profundos antros, y precipitándose luego desde los cuatro puntos cardinales, barrieron el trastornado desierto; los esbeltos pinos, a pesar de sus profundas raíces, y las más robustas encinas, inclinaban sus agitadas copas, doblegándose al embate del huracán, o caían tronchados en el acto. Ya no tenías abrigo ¡oh paciente Hijo de Dios! pero continuabas firme e inalterable. Y no se limitaron a esto las causas de terror: espíritus infernales y espantosas furias te cercaron por do quier; aullaban los unos, rugían las otras, gritaban los demás, dirigiendo contra ti sus inflamados dardos; mientras que tú, sin palidecer, conservabas un aspecto tranquilo y la paz de la inocencia. Así pasó aquella noche horrible, hasta que por fin llegó una serena mañana a iluminar con su dulce luz los pasos del peregrino; la radiante aurora hizo enmudecer al trueno, disipó las nubes, apaciguó los vientos, y ahuyentó a los hediondos fantasmas, que el Enemigo había evocado para dominar al Hijo de Dios por el terror.

Ya el sol, con sus más poderosos rayos, había regocijado la faz de la tierra, secando las gotas que humedecían árboles y plantas. Las aves, al verse rodeadas de más frescura y verdor después de tan horrible y tempestuosa noche, lanzaban al aire sus más dulces trinos entre los bosquecillos y el ramaje, como saludando la vuelta de la mañana. Sin embargo, en medio de aquella alegría y de tan risueña naturaleza, y a pesar del trastorno causado, el príncipe de las tinieblas no estaba ausente; hasta quiso parecer satisfecho de tan agradable escena, y se presentó al Salvador. Empero, no había proyectado ninguna nueva trama, pues de todas se había valido; desesperando alcanzar buen éxito, proponíase más bien inferir el último ultraje para desahogar su rabia y su despecho por haber sido tantas veces rechazado. Encontró a Jesús paseándose en una colina descubierta, sombreada al norte y al oeste por un espeso bosque; salió de él en su acostumbrada forma, y con tono indiferente dirigió al Salvador estas palabras:

«Hijo de Dios, hermosa mañana se presenta después de tan horrible noche: he oído el estrépito de la tormenta; la tierra y el cielo parecían confundirse; pero yo estaba lejos, y estas sacudidas que los mortales temen como peligrosas para los cimientos de la celeste bóveda, o los inferiores de la tierra, son para el universo tan ligeras, tan inofensivas, si no saludables, como un estornudo para el cuerpo del hombre, sin contar que duran poco tiempo. No obstante, así como son nocivas para los hombres, los animales y las plantas, allí donde se producen; y así como causan destrozos y trastornos, lo mismo que las sediciones en los asuntos de los hombres, así también presagian y anuncian desgracias para aquellos sobre cuya cabeza, estallan, pareciendo amenazarles. La tormenta se ha desencadenado principalmente en este desierto para ti, porque tú eres el único humano que aquí habita. ¿No te dije que tendrás motivo de arrepentirte si dejas escapar el momento favorable que se te ofrece con mi auxilio, para posesionarte del trono destinado para ti; y que si lo abandonas todo al capricho de la suerte, persistiendo en seguir tu marcha para obtener el solio de David, sin saber cuándo, puesto que no está indicado en ninguna parte el tiempo y la manera, tendrías algún sentimiento? Seguramente llegarás a ocupar el puesto para que estás destinado, pues los ángeles lo anunciaron así; aunque sin decir nada de la época y los medios. Para que una acción sea del todo buena, no basta que esté conforme con el deber; es preciso también que se haga oportunamente; y por lo tanto, si no te atienes a esto, ten por seguro que te asaltarán, según te lo predije, peligros sin cuento, desgracias y penalidades, antes que logres empuñar el cetro de Israel. De ello te ha podido advertir, como signo precursor e infalible, lo ocurrido en la pasada noche, que te ha rodeado de tantos horrores, de tantos prodigios, y durante la cual has oído tantas voces amenazadoras.»

Así habló Satán, mientras que el Hijo de Dios continuaba su camino sin detenerse: pero contestole con estas breves palabras:

«No he sufrido más molestia que el mojarme un poco: esos terrores de que hablas no me han causado pena alguna; jamás creí que pudiesen producir sino un ruido incómodo, que no pasaría de amenazas. Lo que puedan hacer como presagios o signos de mal agüero, yo lo desprecio, pues todo se reduce a falsos prodigios, que no proceden de Dios, sino de ti. Sabiendo que debo reinar a despecho de todos los obstáculos que suscitar pudieras, me importunas al ofrecerme apoyo y auxilio, con el objeto de que, si yo lo aceptase, pareciera, cuando menos, que tú me has conferido todo el poder. ¡Espíritu ambicioso, tú quisieras ser considerado como mi Dios; y levantas tempestades por haberte dado una negativa, imaginándote que podrías atemorizarme a tu antojo! Desiste, pues, que tus designios son conocidos, y en vano te cansas; no me molestes más inútilmente.»

A lo que contestó el Enemigo, henchido de rabia: «Pues bien, escucha, hijo de David, nacido de una virgen, porque aún dudo que seas el Hijo de Dios. Yo oí decir que todos los profetas habían predicho la llegada del Mesías; con los primeros supe al fin tu nacimiento, anunciado por Gabriel y por los cantos que entonaron los ángeles en las llanuras de Bethleem, celebrándote como el Salvador recién nacido la noche en que viste la luz. Desde aquel momento, y aunque te criabas en tu retiro, rara vez he dejado de observarte en tu niñez, en tu infancia, en tu juventud y en tu edad viril, hasta el día en que, habiéndome dirigido con toda la multitud a las orillas del Jordán para acercarme a Juan Bautista (aunque no con el objeto de ser bautizado), oí que una voz celeste te proclamaba como el Hijo querido de Dios. Entonces juzgué que eras digno de que te observase más de cerca, de que te examinara más atentamente a fin de averiguar en qué grado y en qué sentido se te llamaba Hijo de Dios, título que puede entenderse de varios modos. Yo también soy, o era hijo de Dios, y si lo fui, aún lo soy, luego el parentesco subsiste. Todos los hombres son hijos de Dios; pero yo juzgué que habías sido declarado tal en un sentido más elevado; por consiguiente, vigilé tus pasos desde aquel momento, y te seguí hasta esta soledad, donde por las conjeturas más fundadas, deduje que tú debes ser mi fatal enemigo. Tengo, pues, plausibles razones para procurar conocer de antemano a mi adversario, saber quién y qué es; a qué punto llega su sabiduría y su poder, y cuáles son sus designios, procurando vencerle u obtener de él cuanto pueda por medio de conferencias o acuerdos, una tregua o una alianza; y he hallado aquí una ocasión favorable para ponerte a prueba, para escudriñarte. Confieso que te has mostrado endurecido contra toda tentación, firme como diamantina roca o como el centro del mundo; que has llegado a la mayor superioridad que alcanzar pudiera un simple mortal, tan sabio como virtuoso; pero nada más, pues ya se han visto hombres que despreciaron honores, riquezas, el trono y la gloria, y aún se verán otros. Por lo tanto, a fin de asegurarme que eres más que un hombre, digno de ser proclamado Hijo de Dios, por una voz celeste, debo apelar ahora a otra clase de prueba.»

Al pronunciar estas palabras, arrebató al Salvador, y sin tener las alas de un hipogrifo, llevole a través de los aires por encima del desierto y la llanura, hasta que vieron debajo de ellos la hermosa Jerusalén, la Ciudad Santa, con sus altas torres y su glorioso templo, más elevado aún, cuya cúpula parece desde lejos una montaña de alabastro cubierta de doradas espirales. Allí, en la flecha más alta, fue donde Satán colocó a Jesús, dirigiéndole en tono de burla estas palabras: «Tente aquí derecho, si quieres, pues se necesita alguna destreza para mantener el equilibrio; te he traído a la casa de tu padre, eligiendo en ella el sitio más alto, que es también el mejor. Manifiéstame ahora tu origen, ya que no manteniéndote firme, precipitándote al menos, pues bien puedes hacerlo sin temor, si eres en efecto el Hijo de Dios, toda vez que está escrito: «Mandará a sus ángeles que velen sobre ti, y te llevarán en brazos para que no tropiece tu pie contra ninguna piedra.»

A lo cual contestó Jesús: «También está escrito que no tentarás al Señor, tu Dios.» Y así diciendo, permaneció tranquilo e inmóvil; pero Satán, mudo de asombro, cayó en el acto. Así como el hijo de la Tierra, Anteo (para comparar las cosas pequeñas con las grandes), cuando combatió en Irasa contra el hijo de Júpiter, aunque derribado con frecuencia, levantábase siempre, recibiendo de la tierra, su madre, nuevas fuerzas; y fortificado por su caída, empeñaba la lucha con nuevo vigor, hasta que al fin, arrebatado del suelo y ahogado en el aire cayó muerto; así el orgulloso Tentador, después de ser vencido muchas veces, y al renovar sus ataques, cayó, dominado por su soberbia, del sitio donde se había colocado para ver la caída de su vencedor. Así también aquel monstruo de Tebas, que proponía su enigma y devoraba a quien no lo adivinase, poseído de pena y despecho cuando fue por fin explicado y comprendido, se precipitó de cabeza desde lo alto de la roca Ismeniana. De igual suerte, herido de terror y angustia, el Enemigo cayó, y arrastrado hacia la muchedumbre de sus secuaces, que entonces deliberaban (prometiéndose alegremente un seguro éxito), presentose entre ellos anunciándoles el triste resultado de su empresa, la ruina, la desolación y el espanto, por haber osado con tanta arrogancia tentar al Hijo de Dios. Así cayó Satán; y de improviso, semejante a un globo ardiente, una cohorte de ángeles pasó cerca de allí a vuelo tendido, con toda la rapidez posible. Recibieron al Señor en medio de ellos, y sosteniéndole sobre el blando tapiz formado por sus plumas, transportáronle a través de un cielo sereno; después le depositaron sobre el banco de césped de un florido valle, y pusieron delante de él una mesa cubierta de celestiales manjares, de los frutos divinos de la ambrosía y del licor inmortal que producen el árbol y la fuente de la vida. Bien pronto le repusieron de sus fatigas y repararon sus fuerzas, si es que el hambre o la sed las habían debilitado; y mientras comía, los coros de ángeles celebraban con celestiales himnos su victoria sobre la tentación y el orgulloso Tentador.

«Fiel imagen de tu Padre, bien ocupes tu trono en el seno de la bendición, y reflejes la primitiva luz, o ya te halles alejado del cielo, revestido de envoltura carnal y en forma humana, recorriendo el desierto; cualquiera que sea el lugar que habites, tu figura, tu condición o tu carrera, siempre te presentas como el Hijo de Dios, dotado de una fuerza divina contra el agresor del trono de tu Padre y el raptor del Paraíso. En tiempos muy remotos, tú le venciste y precipitaste del cielo con todo su ejército; hoy has vengado la derrota de Adán, y al triunfar de la tentación, has recobrado el perdido Paraíso, inutilizando la fraudulenta conquista del Enemigo. No volverá este a sentar de nuevo su planta en el feliz jardín para tentar a los habitantes; sus tramas se han frustrado, pues aunque se haya destruido aquella morada de terrenal bendición, se ha fundado ahora un Paraíso más hermoso para Adán y su raza elegida, que como Salvador has venido a restablecer aquí bajo, y donde vivirán seguros cuando llegue el tiempo, sin que deban temer a la tentación ni al Tentador. En cuanto a ti, serpiente infernal, ya no reinarás más tiempo: encerrada en una nube, lo mismo que un astro de otoño o un relámpago, caerás del cielo hollada bajo los pies del Hijo de Dios. He aquí tu castigo, antes que sientas tu herida (que no será la última ni la más grave), por la derrota que acabas de sufrir, y que no te valdrá ningún triunfo; en todas las puertas del infierno, Abaddón maldice tu temeraria empresa. Aprende a temblar en lo sucesivo ante el Hijo de Dios, que aunque desarmado, le expulsará a ti y a todas tus legiones, por el terror que te inspirará su voz, de todos tus infernales antros. Emprenderán la fuga aullando, e implorarán la gracia de ocultarse en una pocilga, por temor de que les mande precipitarse en el abismo, donde encadenados, serían sometidos al tormento antes de llegar su hora. ¡Salve Hijo del Altísimo, heredero de ambos mundos, vencedor de Satán! Comienza ahora tu gloriosa carrera, y da principio a tu obra de salvar a la humanidad.»

Así glorificaron con sus cánticos al Hijo de Dios, nuestro buen Salvador, celebrando su gloria; y recobradas las fuerzas con los celestiales manjares, púsose en camino alegremente para volver al hogar doméstico a reunirse con su madre.


Publicado el 5 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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