Alabastrina

José Antonio Román


Cuento


Alabastrina, la hermosa gata favorita de Edgardo, se despereza soñolienta, destacando la suave blancura de su piel sobre la seda escarlata del canapé. El la contempla envolviéndola con una mirada acariciadora y bondadosa Un artístico péndulo, gallarda imitación de templete bizantino, que adorna el jaspeado mármol de la chimenea, marca dulcemente las horas. La luz de las arañas, fantaseadoras, reluciendo en las talladuras de los muebles y atenuando el fuerte colorido de los tapices, entibia el ambiente poblando la cabeza de extraños ensueños y dando á los objetos contornos vagos é indecisos.

Edgardo, aquella noche, como de costumbre, se entrega á sus bizarras fantasías; es el heredero de la refinada neurosis de su madre que murió joven, consumida por extravagantes raptos de misticismo; y de su padre, un perpetuo turista, que viajaba todos los años de los Alpes á Italia, y de ésta á la Rusia, sin emplear en nada su actividad, tenía esa pereza aburridora que iba gastando sus energías físicas. Y luego, cuando pequeño lo colocaron en un seminario, donde frailes de rostros pálidos y afables le rodearon de mil cuidados, evitándole todo exceso intelectual y procurando educar su espíritu conforme á los nobles principios de la moral cristiana. En unos infolios forrados en grueso pergamino y adornados con efigies en colores de santos y vírgenes, aprendió raras teorías de sacrificio y renuncia de los bienes terrenales. Su alma de adolescente ardió en místico entusiasmo por los desheredados, por los que, cubiertos de harapos y úlceras, mueren abandonados; soñó que era el hermano de esos infelices, el médico benevolente de esos enfermos.

Pero todo eso no era más que delirio de su espíritu generoso, sordo atavismo de su madre, que resucitaba en el fondo de su ser desarrollado por el medio ambiente del convento. Tampoco tenía contracción para el estudio; cada tentativa para atacar aquellos libracos le causaba dolorosos esfuerzos; y en ese horror á todo lo que fuera trabajo serio, continuado, revivía el temperamento de recalcitrante vagabundería que caracterizó á su progenitor.

Después en medio del aturdimiento de la vida, junto á lindas mujeres que le ofrecían sus encantos en cambio de su brillante juventud, sintió implacable la punzada del hastío, que le hizo huir de esas dichas que le causaban. Pero lo estraño era que su cansancio no provenía de la saciedad, menos de la monotonía de los placeres de nuestra existencia; sino de un singular pensamiento que en largas noches de mortificación había brotado en su cerebro: «de la inutilidad del esfuerzo humano».

Creía él que nuestra vida no era otra cosa que una bizarra fantasmagoría; que nos deslizábamos entre sombras repitiendo cada uno de nosotros eternamente los mismos gestos; en una palabra, el mundo era un vasto teatro de marionetes parlantes.

Si todo movimiento produce un esfuerzo y este causa el dolor, el mal; ¿para qué agitartanos, para qué obrar, si esto ha de acarrearnos el sufrimiento? Suprimid todo esfuerzo y habréis concluído con el dolor. Por eso Edgardo pensaba que en el reposo, en la inactividad cuasi absoluta, era en donde podía encontrarse, si no la dicha, por lo menos la ausencia del dolor.

Y ahora dominado por una laxitud de harem, tundido muellemente en un diván, se pasaba las veladas en su tibia y perfumada estancia, arrullado por el áspero ronquido de su gata, y contemplando los arabescos de oro que con luminoso perfil resaltaban en el fondo azulado del techo. Al través de los vidrios de las ventanas, como rápidas exhalaciones, pasaban las fugitivas luces de los carruajes; uno que otro vendedor retrasado turbaba con su plañido lastimero el misterioso silencio de aquella noche.


Poco después Alabastrina se irguió, encorvó su satinado dorso, y, paso tras paso, dejando ver sus filosas uñas, se adelantó zalamera hacia Edgardo; y una vez sobre sus rodillas, poseída de extraña ternura, apoyó sus dos blancas patas sobre el pecho de su amo, clavando en sus pupilas, las suyas, fijas, redondas, impenetrables, en tanto que su espesa cola ondeando suavemente parecía un suave resplandor de nieve. Luego de un salto se colocó sobre una mesita cercana y sentándose gallardamente junto á un vaso lleno de absintio, permaneció largo rato contemplando el verde licor que arrojaba sobre su cabeza un ligero matiz de esmeralda.

En el fondo de la habitación, tallada soberbiamente en mármol negro por la habilidad artística de un amigo escultor, guardaba Edgardo, cubierta de gasas rosadas, una Esfinge, cuyos ojos caprichosamente formados por el lapidario, con crisoberilo, cimofana y zafirina, lucían con reflejos acuosos y malsanos.

La gata, arrastrándose sobre la alfombra, se encaminó hasta la Esfinge y encaramándose sobre la cabeza del monstruo, casqueado de oro, empezó á describir complicados círculos, mientras sus pupilas fulguraban enigmáticas y cabalísticas.

Edgardo la miraba hacer, acompañando con una sonrisa bondadosa sus jugueteos de animal favorito. El reloj dió en aquel instante tres campanadas; ni el más ligero rumor turbaba la serenidad encantadora de aquella noche; en la chimenea crepitaban los troncos de leña llameando vivaces El ambiente cálido, perfumado con pastillas aromáticas que se quemaban en pequeños platillos de nikel, invitaba al sueño.


Más tarde extinguidas las luces de la araña, Edgardo, ligeramente iluminado por la trémula claridad que despedían los troncos de la chimenea, antes de dormirse, dedicó algunos minutos á sus raros ensueños. Y volvía á pensar en aquel imaginario estado de felicidad de los hombres, una vez extirpado el dolor. El se sentía hermano por el vínculo de la desdicha de todos los que sufrían: la conmiseración era la base de su altruismo. Deseaba el quietismo inalterable ante los bienes y los males. Aquí nos desgarramos mutuamente, pensaba él; cada uno de nosotros es un terrible adversario de los demás: somos como los galeotes unidos por la misma cadena de pesares; nos detestamos cordialmente; y es porque luchando con penosos esfuerzos creemos más felices á los otros. La resignación, la mansedumbre del claustro, el dejad pasar de esos pobres frailes mendicantes, era el único antiséptico para esos males. Kempis en su Imitación y Schopenhauer con su pesimismo llegaron al mismo fin. Budha y Cristo fueron almas purificadas por el sufrimiento.

Pero, ¿para qué crear un mundo semejante?-No valía la pena que Dios hubiese salido de su reposo absoluto para dar existencia á este infierno; ¿no era fácil extinguir todos los dolores haciendo estallar al globo? ¿Dónde estaba el intrépido anarquista que consumara esa obra benéfica?

No; esos medios violentos debían de abandonarse; extinguido el dolor en este mundo continuaría atormentando en otros á los demás seres; poco se habría alcanzado entonces. Era preciso habituar al hombre al sufrimiento desde niño, educar el espíritu en esa enseñanza, determinar en él la anapatía, es decir, la ausencia del dolor, y cuando, mediante esa terapéutica moral, el ser humano, consciente del mal, lo sufriese sin sentirse impresionado, sin que estallasen en él esas rebeldías que ponen de manifiesto su miseria, entonces habríamos alcanzado el amorfismo intelectual, la gran liberación y la muerte, despojada de todo ese aparato de horrible y repugnante, seria considerada como la fiel amiga que rompe solícita cadenas insoportables.. «Oh dulce muerte! ¡Diosa compasiva de los desventurados! ¡Bien amada de los enfermos, ven á mí!» murmuraron finalmente los labios de Edgardo. Una claridad brumosa empezaba á filtrarse por las rendijas de las ventanas. El reloj dió las cuatro y media.


De repente Alabastrina, abandonando de un salto la cabeza del monstruo, fué á posarse sobre una mesita y allí, sentándose sobre sus patas traseras, erizados los pelos y lanzando llamas verdosas por sus redondeadas pupilas, pareció gesticular, modulando fúnebres maullidos. La Esfinge, en su actitud clásica, fija y serena la mirada, esbozaba una fina y excéptica sonrisa ante los reproches de la gata. Era siempre la implacable divinidad que gusta devorar cerebros y desgarrar ansiosa el alma de los que aún creen en la Ciencia y en la Fe.

La frente de Edgardo se arrugaba; penosos estertores de una pesadilla congojosa dilataban su pecho y un sudor abundante corría por sus sienes; el desgraciado escuchaba ese diálogo terrible y simbólico en aquella estancia escasamente alumbrada por la mortecina claridad de la chimenea y la naciente de un día estival.

Por fin se despertó Edgardo, dió unos cuantos pasos, todavía turbado por los vapores del sueño, y abrió las ventanas para que penetrara alegre la luz del nuevo día; junto con los pétalos de las flores entraron también las perfumadas auras del jardín. Contempló á la Esfinge y acarició á su gata; luego, dirigiéndose al monstruo, que parecía mirarle imperturbable, dijo. «¡Detente aquí, Esfinge!...» Y á la gata: «¡Sé siempre el sostén del hombre, Mujer!...»

Y volviendo á tenderse en el canapé encendió un cigarro, saboreando voluptuosamente las bocanadas de humo que ascendían vagorosas, espiritualizadas, como sus ensueños...


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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