Atavismo

Confidencias del boudoir

José Antonio Román


Cuento


Estoy en vísperas de viaje, y esta es la última noche que paso en mi tibio boudoir tan primorosamente arreglado y con sus alegres cortinajes color rosa claro En torno mío se despliegan los muebles limpios, brillantes, denotando el afanoso esmero de la criada, y al contemplarlos se apodera de mi ánimo un invencible sentimiento de tristeza.

Tengo ahora que darles el adiós de despedida; mañana estaré cruzando el Océano en dirección á Italia. Y la chaise longue, semi-oculta en la media sombra que arroja el luciente biombo de seda azul bordado de grullas doradas; la cuja de fina caoba, velada por tules aurorales; y los poufs mullidos y tan bajos, que parece uno descansar sobre el suelo, adquieren, iluminados por la suave claridad celeste de la lámpara, semejanzas de vida, aspectos de seres animados. Experimento una dulce atracción por todo lo que me rodea y aspiro, difundido en el ambiente de esta habitación, vagas emanaciones de mi perfume favorito. Me imagino que en cada una de las piezas del mueblaje, dejo leves rastros de mi permanencia en estos lugares; esa prolongada huella, que atraviesa el canapé en sentido longitudinal, delata mis ocios durante los crepúsculos estivales, y así de este modo iría reconstruyendo todo mi pasado.

Parto dentro de breves horas y he buscado refugio aquí deseosa de meditar á solas: debo pensar en mi novio Carlos que tanto me idolatra. Ya me figuro su pesadumbre cuando no le quepa duda acerca de mis propósitos; todavía le alienta la esperanza de que en el postrer instante desista. ¡Soñador! Hace tiempo que me resolví á partir, y todo esfuerzo será ineficaz, pues soy inquebrantable en mis resoluciones.

No quiero pecar de injusta y reconozco en Carlos sobrado de derecho para recriminarme; fuerza es convenir en mi crueldad para con él. Aunque me acuse de frívola, de tornadiza, hasta de coqueta, no recurriré al enojo ni á las disculpas ¿Pero qué soy yo ciertamente? El descubrirlo nunca ha solicitado mi curiosidad. Y aunque lo Investigara ¿llegaría á una solución satisfactoria? Por otra parte, huyo á sabiendas de todo lo que sea análisis y prefiero permanecer ignorante sobre el particular antes que oir las difusas y pesadas disertaciones de los médicos. Detesto á esos sabihondos que gravemente auscultan al enfermo, le examinan con minuciosidad y se apartan del lecho moviendo la cabeza con aire entristecido; luego, reunidos con otros colegas, sacando á relucir su caudal de indigesta erudición, hablan de atavismos, de propensiones hereditariomorbosas de desequilibrios y vesanías. Nunca he podido tomarlos en serio, y reí grandemente una vez que un médico, amigo mío, dando muchos rodeos, con delicadas reticencias, me comunico con voz meliflua, que en mí se había realizado un caso de atavismo. No quise dejarlo proseguir y le supliqué que se callara. Y entonces dije para mis adentros que tenían un tema bien singular todos aquellos médicos, siempre que se trataba de nosotras las mujeres.

Al saber Carlos mi viaje acudió presuroso á verme. Recuerdo con todos sus detallas aquella escena. Caía la tarde y yo estaba tendida en un diván; de súbito sentí ruido de pasos, luego se abrió la puerta del salón y Carlos se presentó delante de mí breves momentos se detuvo en el umbral; parecía indeciso, turbado; en seguida avanzó lentamente y vino á sentarse á mi lado. Su mano febril estrechó la mía, y sin soltarla, mirándome con extraña fijeza, balbuceó: ¿Conque te marchas decididamente, Leonor? ¿No basta á detenerte mi inmenso cariño?» Comprendí toda la amargura que repletaba su espíritu, me representé las encontradas ideas que enloquecían su razón y por un instante me apiadé de su infortunio; pero rugió mi orgullo de aristócrata y guardé silencio, limitándome á sonreirle dúbitativamente, como acostumbramos á hacerlo las mujeres cuando empleamos esas sonrisas á medias tintas

En seguida se mostró quejoso de mis desvíos, desolado por mis rarezas y terminó rogándome que no partiera. Al verle á mis pies tembloroso, consternado, empalidecido por el sufrimiento su delicado rostro de adolescente, me recreé un segundo con la idea de poseerlo haciéndolo mi marido; pero al instante rechacé semejante locura ¡Enlazarme yo con ese niño! Y recordé entonces las historias y cuentos que murmuraron en mis oídos los médicos. Me conocía atávica, indomable, llena de horror por el matrimonio.

Además me consideraba como depositaria de uh horrendo legado, y en ocasiones sentía arder voraz la sangre en mis venas y prendían en mí raros impulsos, terribles sugestiones, toda una espantosa pesadilla que me atorturaba horriblemente. Entonces mis nervios irritables, espasmódicos, vibraban desordenados, furiosos, é invadida por desconocidos temores corría desalada á los templos buscando, aunque vanamente, alivio para mis males; porque la dolencia que corroía mis entrañas venía perpetuándose al través de las generaciones de mis antepasados.

No consiento en ser esclava sumisa de los caprichos de otro, aunque ese otro sea mi bien amado; porque en mi sangre palpitan rebeldías sensuales que no se compadecen de las castas dulzuras del hogar, y me atrae poderosamente la vida libérrima, sin trabas. Soy fantaseadora á mi manera y encuentro monótona esta existencia.

Nadie me tildará de desapiadada para con él; al contrario, he sido demasiado leal, pues conociéndome bien no he querido abusar de su inexperiencia. Cuando la fiera es brava, el domador tiene que serlo aún más; y en ocasiones, no bastando las pistolas para domeñarla hay que recurrir al hierro candente. Y el domador entonces debe convertirse en implacable, sin que un punto se estremezca su alma, sin acusar el menor asomo de debilidad. Yo soy esa fiera y busco un domador más vigoroso.

¡Dios mío, qué entrevista tan violenta fué la de aquella tarde! ¡Qué lluvia de reproches la que me cayó encima! Yo le oí sin pestañear, compadeciéndole interiormente; una vez que él hubo acabado, queriendo yo concluir con aquella farsa insustancial, le dije que me marchaba; porque, dueña de mi albedrío, á nadie permitía la más ligera observación sobre mis actos.

La rudeza de mis palabras lo desconcertó un minuto; en su rostro vi pintada una angustiosa ansiedad, y en el colmo de su sorpresa no atinaba á hilvanar razón alguna. En medio de su estupor sólo comprendía una cosa: mi súbito enojo. Tuve lástima de su embarazo y le puse término con breve gesto, Carlos salió maquinalmente. Por rápidos instantes, percibí el rumor de sus pasos Después me quedé solitaria, cogida en el mortífero engranaje de mi dolorosa neurosis, mientras acudían á mi cerebro con enfermiza tenacidad horribles pensamientos

Apoyada en el respaldo de un sillón, en actitud de acecho, cada paseante que miraba discurrir por las aceras de la calle me parecía que era Carlos, é instintivamente clavaba los ojos en la puerta, como si realmente él fuera á entrar; pero nadie entraba y se alejaban los pasos cada vez más amortiguados, cada vez más lejenos. Era inútil mi empeño; él no regresaría á implorarme, ni yo cedería un ápice en mi proyecto. Un carruaje pasó con estruendosa rapidez haciendo retemblar los vidrios y agitando las colgaduras de mi lecho, que el ocaso iluminaba con tonos de púrpura.

Desde entonces una incompresible melancolía invade mi espíritu y experimento una mortal congoja; casi creo que tengo ganas de llorar. Ya me explico la causa; las fuertes emociones de estos días me han conmovido á tal extremo

El reloj que adorna la pared marca las tres de la madrugada. ¡Cómo ha corrido el tiempo! Hace horas que estoy entregada á este examen de conciencia. He tenido que hacerlo aun cuando me cueste desgarrarme fibra á fibra el corazón. Desequilibrada, visionaria, ó lo que fuere, sufro un martirio atroz. Hermosa, rica y lisonjeada por todos, soy una infeliz, una galeote que arrastra consigo su cadena de desdichas.

Mañana, cuando luzca el nuevo día, la lumbre del sol calentará mi cuerpo y ahuyentará mis pesadillas. De esta nox tristísima salgo purificada por el sufrimiento

Con mi partida tranquilizo mi alma y salvo á Carlos. Iluso ó calculador, pues no me importa averiguarlo, mi altivez no se resigna al humillante papel de verdugo ó de cómplice. Por otra parte, debo reputar como desventajoso, para mí se entiende, un enlace con él. Alardeo de ilustre prosapia, de aquellas que se ameritan con el transcurso de los años, y siendo esto así, ¿qué voy ganando yo con semejante alianza? Es necesario acallar esas sonrisas preñadas de malevolencia, acabar de una vez por todas con las fabulaciones que fraguan los maldicientes creyendo en su suspicacia que he buscado un marido ad hoc. Quizás, no tanto á mi orgullo de dama linajuda, cuanto á esas hablillas de los desocupados é imbéciles, sacrifico la víctima. No tolero las duplicidades, no admito las reticencias y gusto de la franqueza.

Obro con energía cual cumple á mi indómita voluntad Por ahora cedo en la contienda; más tarde, cuando no estén de por medio razones de ese juez, podremos enfrentarnos resueltamente la sociedad y yo. Atávica ó impulsiva, cargando siempre á cuestas el fardo de mis males hereditarios, quizás de entrambas combatientes, soy yo la más honrada. Después de todo, me encojo de hombros, y sonriéndome irónicamente, debo exclamar que la partida queda solamente aplazada.

Es asunto decidido; mi viaje y mis maletas ya están arregladas. Por fin la noche termina; el día surge por oriente y sus primeros resplandores vienen á iluminar mi rostro; pero antes de partir, doy un cariñoso adiós á mis mis muebles, aliso mis blondos cabellos ante el espejo del tocador, y como actriz una vez acabada la tragedia digo ceremoniosamente: «Hasta la vista»


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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