El Beso de Elvira

José Antonio Román


Cuento


Hacía una hermosa noche de luna en aquella elegante terraza guarnecida de torneados balaustres de pórfido y esculpidas jardineras de mármol que ostentaban exóticas flores de embriagador perfume. Por entre la columnata percibíase parte del jardín, y las magnolias, al agitarse movidas por la brisa, nos enviaban cariñosamente sus deshojados pétalos un tanto descoloridos. En lontananza sereno, difundiendo sugestiva paz, el cielo se extendía palpitante de luz.

Allí nos encontrábamos reunidos en franca charla alrededor de una frágil mesita, Elvira, nuestra espiritual anfitrión, el pintor Corot y yo tomando té

Una dulce sensación de bienestar inundaba nuestras almas, sellando los labios y haciendo que nuestras pupilas se clavasen extasiadas en lejanos paisajes envueltos en una tenue bruma de plata, que les daba cierto tinte de ensueño. De las tazas de té ascendían blancas nubecillas de humo que semivelaban las correctas y delicadas facciones de Elvira, la cual, pensativa, reclinaba su hermosa cabeza sobre el respaldo del sofá.

De repente, deslumbrándonos con su triunfadora mirada, alzando en alto su taza, la apuró de un sorbo, y al colocarla en el platillo, exclamó:

«Premio con el más exquisito de mis besos al que conmueva hondamente mis nervios imaginando la más abracadabrante fantasía.» Y al concluir estalló en una ruídosa carcajada que hizo estremecerse en su dorada jaula al mirlo que, soñoliento, se columpiaba sobre nuestras cabezas.

Entonces Corot mirándola intencionadamente contestó: Elvira, mío va á ser ese beso; porque le aseguro á usted que mi narración es muy terrorífica. ¿Sonríe usted? Pues bien, hela aquí:


Tendría yo en aquella época veintiséis años á lo sumo y acababa de llegar de Italia, lleno de ardientes ideales y ganoso de gloria. Mis primeros cuadros apenas merecieron la atención del público. Un crítico dijo que mi manera era violenta, que mis figuras tenían contorsiones de histéricos y que en la combinación de los colores había algo de pesadilla; en una palabra, me calificaba de artista desequilibrado, casi vesánico.

Cuando concluí de leer el periódico, lo rasgué furioso y, con la cabeza entre las manos, junto á la lámpara á media luz y de bruces sobre mi modesta mesa de trabajo, permanecí largas horas sumergido en penosa meditación. Y pensé con amargura en el derrumbe de mis ensueños, en la inutilidad de mis esfuerzos para renovar el colorido en la pintura y maldije despechado la estupidez del público, cuyos gustos chocan siempre con los ideales del artista.

Aquel insomnio se prolongó mucho. Una torre vecina dió horas. Las campanadas me sacaron de mi atonía, y vacilante como un ebrio, casi automáticamente, abrí la puerta y me lancé á la calle.

Un viento frío mezclado de llovizna azotó mi rostro y me hizo tiritar. Un coche retrasado rodando violentamente sobre el macadám me arrojó al paso una ráfaga de claridad; después torció por una bocacalle, y ese movimiento brusco me permitió ver en el fondo del carruaje, indecisa, la pálida silueta de una mujer que parecía temblar envuelta entre sus pieles. Luego un vago ruido que se alejaba, los faroles de luces dudosas y las aceras interminables, extendiéndose en dos láminas pulidas y brillantes de agua, mientras á mi alrededor volvía á reinar un silencio pavoroso.

Tuve una extraña sensación de miedo, una vez vuelto en mí, al bailarme vagando á deshoras por las calles de la ciudad en aquella lluviosa noche de invierno. ¡Qué soledad tan absoluta! Ningún otro rumor que el de mis pasos despertando los dormidos ecos; ningún rayo de luz que se filtrara al través de las entornadas maderas de los balcones. Una tranquilidad de cementerio flotaba en el aire, y llegué á imaginarme que una repentina peste había hecho desaparecer á los habitantes de aquella villa, salvándome yo sólo de sus estragos.

Varias veces quise volver á mi casa, pero un secreto impulso espoleaba mi voluntad, y sin ser dueño de mi albedrío avanzaba errante, febril, las crispadas manos hundidas en los bolsillos del abrigo El cansancio me rindió y me hizo caer sobre un guardacantón, resuelto á no dar un paso más.

El alba me sorprendió allí sentado. Por el oriente se difundía un suave color de rosa con matices de oro viejo; Venus lucía radiante, como si celebrala la próxima salida triunfal del sol ¡Qué agradable es el amanecer! ¡Cómo huyen á la desbandada las nieblas que traban durante la noche, red de ensueño en torno de los objetos! ¡Con qué placer el alma angustiada por terrores nocturnos mira asomar el sol!

También fué un alivio para mi congoja, pues disipó completamente mis aprensiones y me dió nuevas fuerzas para la lucha. Me arrepentí del instante de cobardía en que estuve á punto de claudicar. ¡Vano empeño el de los retardatarios! La jornada de la gloria es sangrienta en verdad, pero los espíritus bien retemplados la emprenden animosos, impávidos, siempre anhelantes del triunfo. Yo me dije que lo haría como tantos otros, á despecho de todo, y entonces prendió en mi cerebro la idea del cuadro que me ha hecho célebre, mi obra maestra como dicen por ahí; me refiero á «La exaltación de la bienaventurada Lidwina.»

Aquí empieza realmente mi cuento. Días enteros, allá en la soledad de mi taller, devoré ansioso, presa de una sobrexcitación nerviosa, muchos antiguos centones de vidas de santos y mártires buscando á aquel que debía encarnar mi ideal. Al fin lo encontré en Lidwina nacida en el siglo XIV en Schida de Holanda. De una belleza incomparable, pero rebosante de piedad, obtuvo del Señor que hiciera caer sobre sus frescas carnes de virgen las más repugnantes enfermedades. Desde ese instante, condonada á un forzado reposo sobre su miserable camastro, pasó treinta y cinco años en medio de los más crueles dolores, todo su adorable y blanco cuerpo cubierto de purulentas úlceras.

No satisfecha aún su inextinguible sed de sacrificio, suplicó al Eterno, en cierta ocasión en que la peste desolaba á Holanda, que fuera ella su primera víctima. Dios escuchó sus votos, y dos pústulas brotaron en su pecho; pero la mártir pidió una tercera, y esta última más horrorosa la comió la nariz y le hizo saltar uno de los ojos, mientras el otro se cerraba para siempre á la luz del día.

Siempre llena de fervor, arrasada en ardientes lágrimas, impenetraba el favor divino. Alma tan pura como esa, debía tener sitio preferente en el Cielo. Cristo la llamó á sí, y entre nubes de gloria y de perfumes sacros, escoltado por un enjambre de querubines, vino una noche por ella. La ciudad se conmovió grandemente con tan maravilloso suceso, y desde entonces fué ella la patrona de los enfermos.

Pues bien, yo quería trasladarla al lienzo, toda palpitante de vida, pero cubierta de llagas, en el instante mismo en que tendiendo las manos al Señor subía al Cielo aclamada por los coros de ángeles.

Este era mi pensamiento: Una noche destemplada, lluviosa, bajo un cielo horriblemente gris; una miserable cueva, muy fría, apenas guarnecida la angosta puerta por toscas cortinas, y adentro, perdida en misteriosa penumbra, acariciada por los pálidos reflejos de una lamparilla, exangüe, las flacas manos cruzadas sobre el seno, los descoloridos labios resecos por la fiebre, las pústulas del rostro destilando virus, tendida sobre su lecho la desventurada Lidwina. Así realizaba el objetivo de mi existencia, así colmaba las aspiraciones de mi espíritu, que era pintar el cuerpo humano, no vigoroso, ágil y pletórico de salud, sino la carne enferma, gangrenada por los vicios, corroída fibra á fibra; el cuerpo con todas sus hediondas lacerías, porque yo detestaba cordialmente los miembros sanos, rebosantes de savia vital, de igual manera que los temperamentos equilibrados de los burgueses.

Pero tuve desde el comienzo de mi obra una dificultad casi insuperable; me faltaba un soplo de fe religiosa, de ese entusiasmo ingenuo de los hagiógrafos al narrarlos milagros de los santos. Y recorrí los templos permaneciendo horas enteras envuelto en su dulce penumbra cuando cae la tarde y en los retablos las vírgenes, semi-difusas, adquieren en sus rostros ese vago colorido de cirio pascual y sus cabellos parecen embeberse en la ascendente oscuridad mientras, en sus vidriosas pupilas algún postrer rayo de sol, filtrándose el través de una alta ojiva, viene á morir con trémulas escintilaciones. Yo procuraba ganar en mi cerebro esas caras ovaladas, de rasgos finísimos, casi espiritualizados, que instintivamente hacían pensar en el martirio; esas manos diáfanas, de dedos largos como pistilos de flores, incoloras, Siempre cruzadas sobre el seno; y esos cuerpos magros, nerviosos, casi sin sexo que cubrían las túnicas castas y ondulantes. Lidwina tenía que ser, como esas vírgenes, de una belleza litúrgica, algo así como una figura de los cuadros del Primitivo.

¿Y dónde encontrar un modelo que satisfaciera todas esas condiciones? Las muchachas que venían á los talleres de los artistas eran por lo común bien formadas, ricas en carnes y colores; demasiado libres en sus maneras. Era inútil buscarlo entre ellas.

Pero la suerte vino en mi auxilio. Una noche, en que obsesionado por mi cuadro vagaba á deshoras por la ciudad, casi al entrar en mi casa, un brazo descamado y tembloroso, surgiendo de la oscuridad de una puerta, me detuvo y al mismo tiempo una voz femenina, casi enfermiza, imploró mi caridad. Nerviosamente la cogí por el puño y arrastrándola conmigo la llevé al cercano farol. Entonces pude verle el rostro; era una mujer, muy joven todavía, una de esas criaturas descarriadas que principiando por la mendicidad pronto terminan en la prostitución. Le pregunté cómo se llamaba, y me dijo que Ana. Luego, animada por mi cariñoso acento, me contó en breves palabras su existencia de hija del arroyo. Entre tanto al contemplarla tan desmedrada, de una intensa palidez y con sus profundos ojos azules de, mirada ruborosa, casi mística, una idea me asaltó de súbito: bien podía esa niña servirme de modelo Y sin reflexionar, bruscamente, le dije: «Oye, chiquilla, quieres venirte conmigo?

La cogió de sorpresa mi pregunta, miróme un instante, con recelo, y titubeante, como avergonzada de su acción, muy bajito, con voz casi imperceptible, murmuró que si. Me había comprendido mal la pobrecilla.

Una vez en mi habitación le expliqué con claridad el móvil de mi conducta. Cuando concluí pareció satisfecha y hasta creo que intentó sonreirse.

Al día siguiente, muy de mañana, poseído por la fiebre de la inspiración, comencé á trabajar. La cosa marchaba á las mil maravillas, y al dejar los pinceles, terminada la tarea, pude lanzar una exclamación de alegría. El conjunto era seductor. La santa aparecía adorable en su actitud yacente, semi desnuda, mostrando su casto vientre de un rosa pálido, aplanado, y cuya curva ideal ascendía á perderse en el torax muy saliente, dejando percibir, acusadas distintamente bajo la descolorida piel, las costillas, como si los estertores de la muerte quisieran hacerle estallar el pecho; el seno izquierdo estaba roído por una horrible pústula que se extendía hasta el nacimiento del cuello. Un pie descarnado, con extraño color de marfil, se asomaba por debajo de los cobertores. No podía quejarme. Pero donde volvió á presentarse la dificultad de mi obra fué en el rostro de Lidwina.

¿Cómo pintar con exactitud impresionadora un rostro así? Luego Ana tenía una faz hechicera de las que se desprendían efluvios de bondad y ternura. Yo no podía avanzar más. Sus ojos sujestivos, de mirada cálida, apasionada, semi velados por sus largísimas pestañas de oro, me retenían en el asiento, inmóvil, completamente fascinado. Y era que poco á poco su aire de ingenuidad y su dulce pasivismo á todos mis caprichos de artista, violentada por el ardor de la composición, habían cautivado mi voluntad y concluído por apoderarse de mi ánimo.

Estaba perdido; mientras me enamorara esa mujer no podía continuar mi cuadro.

Y rabioso contra ella, contra mí mismo, pasé noches enteras presa de dolorosos insomnios. ¿Qué hacer? me preguntaba en medio de mis nocturnas angustias.

¿Quién sopló en mis oídos esa idea satánica? Tal vez fué un espíritu malévolo, quizás el diablo que á trueque de mi gloria quería la posesión de mi alma. El caso es que resolví maquiavélicamente envenenar su sangre y destruir la belleza de su rostro. De ese modo me libertaba de su amorosa esclavitud y concluía mi obra, pues vencía el único obstáculo para su realización.

Urdí un plan siniestro, y una vez, con engaño, aprovechando su inexperiencia, le inoculé en un brazo el virus de la más desastrosa de las enfermedades venéreas. Ella reía cándidamente creyendo, en su ignorancia, que era un paliativo para aplacar la neurósis que tanto trabajaba su débil organismo. ¡Infeliz! ¡La había condenado á la muerte!

Cuando el mal hizo sus estragos estampando en la tersusa de su piel sus repugnantes huellas; cuando, como á Lidwina, floreció en asquerosas pústulas en el rostro y en el seno, entonces yo con salvaje alegría, borracho de entusiasmo, cogí los pinceles y sordo á sus gemidos, con esa brutal crueldad del poseso, en pocas sesiones trasladé á la tela con espeluznante fidelidad esas lacras que eran como el florecimiento del pecado en esa carne de cirio bendito, casi santa, de la bienaventurada Lidwina.

Pocos días después murió Ana torturada por horribles dolores. Un atroz remordimiento se apoderó de mí, y cada instante, durante mis sueños, creía verla con su aspecto tranquilo, con su dulce mirada de víctima que ignora por qué se la sacrifica, reprochándome mi infame acción. Mis noches fueron probadas de vengadores fantasmas, de horrendas visiones, que iban lentamente obsesionando mi cerebro, y en cierta ocasión—creánme ustedes que no fué locura—sentí sobre mi frente el leve roce de unos labios delgados fríos como una piedra. Eran sin duda los suyos que me besaban como solía ella hacerlo durante su vida todas las Mañanas.,

Yo me creí perdonado, y llorando de placer, de rodillas en mi lecho, me esforcé por recordar las oraciones infantiles, pero fué inútil, y sólo pude exclamar: ¡«Ana, mi bondadosa Ana, yo fuí muy cruel para contigo, tanto como tú eres buena para con este criminal!»

A pesar de todo no recobré completamente la quietud de mi espíritu. Algo sí como una maldición pesa sobre mí; no he vuelto á emprender ninguna otra obra maestra, y hace tiempo que un sordo disgusto por la existentencia y el arte me va dominando. Desde entonces quedé enfermo, caneado y triste. Algunas canas platearon mi cabellera y profundas arrugas ajaron mi rostro. Nunca más volví á pintar. Sólo espero que venga ya la muerte á libertarme de estos atroces remordimientos

Luego bajando la voz, con la mirada pensativa, concluyó: «ya ve usted, Elvira, con cuánta sobrada razón podía asegurarle á usted que el premio seria mío.» De pronto se estremeció como á impulsos de un calofrío, miró con sobresalto en torno suyo y cogiendo su taza de té la apuró rápidamente de un solo sorbo.


Cuando calló el narrador, todos permanecimos en silencio durante unos minutos, como si una súbita meditación hubiera embargado nuestras mentes. Después Elvira continuó impasible, siempre risueña, la vista clavada en el fondo del jardín fantásticamente iluminado por la luna, que descendía pausada y magnifica. Yo la contemplé asombrado, preguntándome lleno de horror si esa mujer no tenía nervios; porque esa historia ya fuese horrible verdad ó fruto de una delirante imaginación, era sombríamente cruel. Corot, de bruces sobre la mesa, ajeno á lo que pasaba á su alrededor, seguía meditabundo, como abrumado por penosos recuerdos.

Una rabia sorda, incontenible, germinó en mi pecho contra esa mujer de formas finas y sensuales, de actitudes estudiadas para enardecer á sus adoradores. Asimismo pensé con amargura que hubo un tiempo en que la amé con pasión, y al encontrarla ahora convertida en cortesana, rodeada de lujo y de amantes, ostentando desdeñosa su fría sonrisa de excéptica, brotó en mí repentinamente la idea de matarla.

En seguida con tono chancero, grité: «Llegó mi turno, hermosa Elvira.» Y bruscamente, atropellando las palabras, aguijoneado por un incomprensible deseo, narré lo siguiente:

«Soy de temperamento nervioso, demasiado aprensivo, y al acostarme, cuando me rodean completamente las tinieblas, un extraño temor me sobrecoge, y largo rato, bien cerrados los párpados, permanezco inmóvil en mi lecho en espera de algo desconocido, creyendo escuchar rumor de pasos y batir de gigantescas alas. Muchas veces he pensado en seres sobrenaturales que viniesen á danzar en mitad de mi estancia.

Una vez, á eso de las dos de la madrugada, percibí un ligero ruido sobre mi cabeza, y al alzar la vista contemplé horrorizado á un enorme vampiro posado fuertemente en la cabecera de mi lecho, fijas en mí con insólita tenacidad sus redondas pupilas relumbrantes como dos encendidos carbones. Me agité convulso, quise gritar, pero sólo se escapó de mi garganta un gemido ronco, casi inarticulado.

El monstruo se movía pesadamente, y hubo instante en que entreabriendo su chato hocico pareció querer hablarme. Un sudor de muerte bañó mis sienes, y en medio de mis congojas pensé para mis adentros: «Sin duda esta horrible alimaña ha sido arrojada aquí por el tempestuoso viento que ruge afuera; ahora mismo, dentro de breves minutos, va á emprender el vuelo para nunca más turbar mi sueño.» Pero nada, me había engañado. La fatídica ave continuó en el mismo sitio, imperturbable, mirándome de hito en hito, como si se recreara en mi secreta angustia.

Por fin amaneció, y el primer rayo de luz le hizo huir por la alta claraboya de mi dormitorio; pero á la siguiente noche, con sorprendente puntualidad, volvió á aparecérseme, cuando se extinguía el eco de la última campanada de mi viejo reloj de pared.

Y ahora asómbrese usted, mi bella amiga, y si puede, descífreme el misterio. Es el caso, que insensiblemente,—no sé si fué alucinación de mis sentidos ó espantable realidad,—fuí notando una transformación en las facciones del vampiro, y cosa más rara, eran las suyas, encantadora Elvira, las que iba adquiriendo el maldito nictálope. Así su mirada enigmática me hacía pensar en la de usted, cálida, profundamente sugestiva y llena de misteriosas promesas; también sus labios finos y sensuales, que tantas veces presionaron los míos con amante frenesí, los be percibido en la cara del vampiro. Además, algunos de sus movimientos, algunas de sus actitudes despertaban en mi sobrexcitada imaginación el recuerdo de ciertas posturas indolentes que adopta usted en sus horas dé ocio, y cuando sentía sobre mi frente el suave roce de sus membranosas alas, creía tenerla á usted muy junto á mi, en aquellas noches de dulce embriaguez amorosa, en que sus luengos y profusos cabellos me acariciaban finos y flexibles.

No obstante esto, yo tenia un miedo horroroso. ¿Por qué? No sabría explicármelo. Pero desde el fondo de mi cerebro, como fiera que atisba atentamente la próxima presa, la locura acechaba el instante propicio para apoderarse de mis facultades intelectuales.

Entonces comprendí que era necesario librarme á todo trance de esa obsesión satánica, y formé el propósito de matar al vampiro. En efecto, un día afilé un agudo puñal y lo oculté bajo mi almohada. Con nerviosa impaciencia sentí transcurrir las horas. Por fin le oí posarse sobre mi cabecera, saqué el arma y alzando rápidamente el brazo...

Durante el curso de mi narración me había entretenido jugueteando con el mango de un chillo que servía para cortar las pastas, pero al llegará esta parte, un impulso homicida sacudió mis nervios. Callé por varios instantes saboreando interiormente, con salvaje alegría, su dolorosa sorpresa al sentirse herida por mi mano. De pronto renació en mí el odio profundo hacia esa mujer que tanto había escarnecido mi amor, y sin poder contenerme, casi instintivamente, quizás sugestionado por la deliciosa blancura de sus incitativas carnes, ganado por un súbito vértigo de destrucción, cogí con violencia el cuchillo y simulé asestarle una puñalada en su opulento seno izquierdo que se agitaba suavemente... pero reflexioné al punto en lo que iba á hacer y me contuve

Al mismo tiempo rasgó los aires un grito de horror, y al reportarme, á muy corta distancia de mí, ví á Elvira de pie, temblorosa de emoción y mirándome con fijeza como pretendiendo adivinar mis verdaderas intenciones..

Pero yo, haciendo un poderoso esfuerzo, intenté sonreir; luego con tono indiferente, pausado, concluí así... «y con vigoroso empuje le partí el corazón. Y, rara coincidencia, creí escuchar un grito semejante al suyo. Solo de esta manera pude recobrar mi perdida calma».

En seguida arrojando el arma sobre la mesa, me crucé de brazos tranquilamente. Había triunfado; el beso era mío.

Al estrépito, Corot, saliendo de su ensimismamiento, nos dirigió una picaresca sonrisa, después volvió á inclinar la cabeza y se quedó profundamente dormido.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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