El Incendio de Persépolis

José Antonio Román


Cuento


Brilla como ascua de oro la gran sala del festín y solícitos discurren los servidores llenando de aromático vino de Naxos las cráteras de los numerosos invitados Alejandro obsequia de este modo á sus oficiales en su nuevo palacio de verano, situado á inmediaciones de Persépolis.

Se canta, ríe y bebe al abrigo del vasto recinto decorado por los más eximios pintores del reino, alumbrado por lámparas de oloroso aceite y perfumado por las más fragantes resinas que se queman en plateados pebeteros de artísticos nieles. El Asia es pródiga para con u soberano, y las carabañas se internan en remotas regiones á fin de traerle selectos regalos.

Se sientan alrededor de la mesa bellas mu eres, las hetairas y pallakas más célebres de la Grecia, pues el gran rey ama como pocos los encantos de las hermosas. Entre el concurso femenino que alegra los ánimos con el grato colorido de los xistones, descuella la incomparable y altiva Thaïs, que con una mano sostiene en lo alto una crátera, mientras su brazo izquierdo se anuda al cuello de Alejandro.

Pero aquella noche un amargo pesar entristece al monarca, y no bastan á regocijarle ni las músicas de los instrumentistas venidos de todos los países y que ejecutan hábilmente, ni las refinadas caricias de su querida Thaïs. Sigue, imperturbable, entregado á su melancolía que aumenta á medida que bebe mayor cantidad de vino. Sueña con heroicas hazañas, con ejércitos invencibles, que escalan altísimos montes, empeñados en conquistar el cielo; pero un tenaz remordimiento le atenacea el alma: la muerte de Clito. Y piensa con dolor que al asesinar á Clito mató para siempre la paz de su espíritu; y en medio de la embriaguez siente, á impulsos del recuerdo, que sus pupilas abrillantadas por el licor se nublan de abrasadoras lágrimas que se secan sin brotar, y el rey conoce, adolorido el pecho, que ya no puede llorar.

Sobre su frente, empalidecida por el sufrimiento y surcada por precoces arrugas, arroja densa sombra el pesado casco, en cuya cimera se yergue amenazador, horriblemente abiertas las fauces, un escamoso y alado dragón que enrosca hacia arriba su afilada cola.

Los cortesanos reparan en la sombría preocupación de Alejandro, y hacen señas al copero mayor que, ceremonioso y grave, está de pie al lado del monarca. Repetidas veces se llena y vacía la crátera real.

Thaïs quiere también distraerle, y balanceando su fino torso, se inclina sobre el hombro del Rey, junta á su rostro el suyo, que ha hecho la desesparación de los más afamados artistas atenienses, y le habla al oído con tierna voz.

Alejandro apenas si contesta, continúa pensativo, hosco. De súbito una llamarada fulgura en sus adormilados ojos, y ensayando una ligera sonrisa dice con triste acento: «Hermosa Thaïs, vas á cantarnos la «Destrucción de Troya», por el divino Homero.» La hetaira lo mira desconcertada sin que acierte á explicarse la causa de tan raro capricho. Ella lo esperaba todo, menos peticiones de esa clase.

¿Por qué desear oir canciones guerreras, cuando hay alegría en los corazones y lindas mujeres alrededor de la mesa? ¿Qué tiene que hacer la Iliada con las dichas del presente festin? Así piensa Thaïs, requiriendo la cítara para complacer al monarca.

Entonces orquestas invisibles rompen á toar acompañando la gemidora voz de la hetaira y un soplo de tristeza pasa por encima de los comensales; más de uno piensa para sus adentros que es tontería echar á perder de esta manera las dulzuras de una suculenta comida rociada con abundante Flionte. Y detrás del muro de verdura situado en el testero del salón se escucha cantar á los coros de esclavas. Bruscamente se detiene Thaïs y clava ceñuda la vista en un punto del lejano horizonte.

Desde su triclinio, al traves de las amplias ventanas, vislumbra la famosa Persépolis, residencia en otros tiempos de los reyes persas. Al contemplarla, prende en su cerebro un maquiavélico pensamiento, y por breves instantes se recrea con él: ha ideado incendiar la ciudad. Y se fragua, llena de cruel delicia, el soberbio espectáculo de ver á Persepólis ardiendo al compás de sus versos.

Ella no aborrece á los persas hasta el punto de querer reducir á cenizas su capital; pero recuerda con rasgos de palpitante colorido la escena del incendio de Atenas por el altanero Jerjes y, como justa represalia, reclamada por su dignidad de griega amante de su patria, devolverá incendio por incendio. Para el logro de sus planes cuenta con su poderoso influjo sobre el monarca, que no sabrá resistirse á su vehemente súplica.

Contribuye á afirmarla en su propósito la sospecha de que Statira pretenda disputarle el corazón de Alejando y, sintiendo horribles celos, no titubea ya; sella con sus húmedos labios los ardorosos del rey formulándole claramente su voluntad:

—¡Incendia Persépolis, amor mío!

Al oirla, Alejandro hace un rápido movimiento de asombro y mueve negativamente la cabeza. Thaïs no se desanima y vuelve á la carga con acento apasionado, vibrante de entusiasmo, mientras sus miradas cálidas, trastornadoras, intentan doblegar al monarca; comprende que va á escollar su tentativa, pero de repenté se le ocurre un medio salvador: coge las manos á Alejandro, le contempla con decisión y le dice con gesto imperativo:

—¡Elige entre la ciudad y yo!

Luego abandona su asiento con ánimo de partir.

Entonces el Rey vacila ante la amenaza de Thaïs y, blando al ruego de su amada, da la orden fatal. En seguida apura su crátera é inclina la frente ahogando un suspiro de remordimiento. Entretanto multitud de esclavos salen veloces á cumplir los deseos de su señor.


Al cabo de una hora, Thaïs baila semi-desnuda y provocativa en medio de los invitados, que aplauden con furor; la hetaira está ebria de vino y felicidad. Como se halla contenta, arrulla al auditorio con sus más armoniosas canciones y le prodiga sus más hechiceras sonrisas.

En un rapto de locura pulsa la cítara, corre hacia una de las ventanas y, recostada en ella, vuelve á cantar el poema de Homero. A medida que se escapan de su garganta las notas, la sobrexcitada imaginación de los oyentes va construyendo toda una serie de cuadros de desolación y espanto.

Y cuando estallan incontenibles y estruendosos los aplausos, ve la reunión, sofocando un grito de terror, á Persépolis ceñida por un cinturón de llamas. La ciudad arde como voraz hoguera; hasta el cielo ascienden trombas de humo salpicadas de fúlgidas chispas. Ante este espectáculo todos callan horrorizados.

Thaïs mira satisfecha á su alrededor. Está complacida de su triunfo y para dar un tinte poético á semejante escena, entona con doliente acento, con modulaciones de llanto, la Iliada. En aquella ocasión, débilmente iluminada por los resplandores del lejano incendio, tiene su voz extrañas sonoridades que evocan la tragedia y el funeral. Cuando ella concluye, Alejandro, sacudiendo la pesada embriaguez que le domina, hipnotizado por su avasalladora hermosura, la contempla sumergido en amoroso éxtasis.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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