Durante una tibia y luminosa noche de verano, varios estudiantes discutiendo ruidosamente bebíamos ginebra. Nuestra modesta brasserie, situada en pleno barrio latino, se había quedado desierta; los mozos dormitaban echados de bruces sobre las mesas. Dos ó tres veces el dueño con afables sonrisas nos había indicado cortesmente la hora: las dos de la mañana Empeño inútil, porque el gordo Max Hunter, idólatra por los maestros italianos de las modernas escuelas positivistas, comentataba con ardor las leyes psicofísicas del profesor Mario Pilo, y cada una de sus afirmaciones iba acompañada de un puñetazo que hacía tintinear las copas. El rubio y soñador Karl, poeta byroniano, era su contradictor, y su voz con inflexiones femeninas nos enviaba nebulosos párrafos de Leibnitz y Kant revueltos con bizarras teorías sobre la psiquis, de brillante originalidad
«Pues bien, queridos amigos míos, de hoy en adelante ese al parecer insoluble problema de la unión del alma con el cuerpo, queda en vía de próxima solución,» concluyó enérgicamente Max.
Y cuando con nervioso ademán se incorporaba Karl en su silla, levantando la mano en señal de protesta, un ruido violento nos hizo volver los rostros hacia la puerta de entrada, en cuyo dintel, densamente pálido, temblororoso, procurando mantenerse de pie, percibimos á Franz Stopen, el más bullicioso de nuestros camaradas. Correctamente embozado parecía ocultar algo bajo su capa. Después avanzó en dirección á nuestra mesa y desplomándose sobre un asiento, nos contempló unos segundos tristemente meditativo.
Nunca recordábamos haberle visto en semejante estado de abatimiento. Le rodeamos cariñosos y compasivos y uno del grupo le interrogó: «¿Franz, qué tienes? ¿Estás enfermo, acaso? ¡Oye, habla por favor!»
Estas preguntas le volvieron á la realidad; pero antes de contestar giró los ojos con febril inquietud, y luego que se hubo cerciorado de estar entre nosotros, sus labios dejaron escapar estas palabras, con voz fatigada, gemidora:
—Soy un infame, amigos míos; creo que he causado la muerte al viejo judío Sylock.
—Estás loco Franz, prorrumpimos todos. Eso es imposible; cuéntanos al punto cómo fué aquello.
Todos conocíamos al buen Efraím Samuel, á quien burlonamente dábamos el apodo de Sylock, algo usurero, sí, pero una oportuna providencia para nuestros exhaustos bolsillos.
Jamás le hubiéramos hecho el menor daño.
Siempre sonriente con su puntiagudo gorro, instalado tras el mostrador de su limpia y ventilada tienda, se le veía á cada momento, eternamente obsequioso con sus clientes. Era el judío de tez pálida, bajo de cuerpo, ancho de espaldas; sus grandes y profundos ojos protegidos por hirsutas cejas, tenían un fulgor receloso; sus ademanes se resentían de cierta brusquedad; y su voz tenía modulaciones ásperas y casi desagradables.
Hacia el fondo, del lado izquierdo de la habitación, detrás de una rejilla de cedro, entre voluminosos libros de caja, se erguía Noemí, su hija, muchacha adorable como una temprana rosa de Jericó, de suave palidez morena, de mirada soñadora y pensativa y una copiosa cabellera de tenues tintes castaños. En sus ratos perdidos, con exquisita indolencia de criolla, el rostro apoyado en su leve y aristocrática mano, leía insaciable á Schiller y Goethe, á Hoffmann y á Heine. Pero eso sí, como cajera se mostraba inexorable; nunca nos perdonó el más pequeño céntimo de intereses.
Por estas razones nos alarmaron las palabras de Franz, é insistimos nuevamente devorados por una cruel ansiedad; todos deseábamos saber lo ocurrido.
Entonces éste, como despertando de un penoso ensueño, nos contempló un instante con indecible melancolía, se limpió el sudor que perlaba su hermosa frente, y después de encender un cigarro, clavó sus serenas y azules pupilas en las lentas y caprichosas espirales de humo que se arremolinaban bajo el decorado planfond del café y comenzó de esta manera:
«Soy de temperamento vesánico. De mi padre he heredado una invencible propensión al misticismo, que me hace vagar noches enteras alrededor de las cerradas iglesias, presa de un tenaz deseo de prosternarme ante sus altares. Mi pobre madre era visionaria y murió neurasténica. Desde mi infancia mi existencia ha sido torturada por una frecuente irritabilidad nerviosa.
En determinados períodos de mi vida me sobrecogen infundados temores, vagas aprensiones de una desgracia irremediable que se cierne sobre mí; otras veces son impulsiones inexplicables que comandan imperiosamente á mis energías volitivas á pesar de los desesperados esfuerzos que hago para resistir sus mandatos. Pero á la postre vencido, quebrantado con un profundo disgusto de mí mismo, obedezco tembloroso como un mísero esclavo. Esta servidumbre es para mí un horrible infierno, y en ocasiones he llegado á pensar en el suicidio.
A esto deben ustedes agregar algunas de mis extravagancias que justamente les ha llamado la atención. Saben muy bien cuánta importancia doy á ciertos números, especialmente al once, que son las letras de mi nombre y apellido; y cosa sorprendente, doquiera voy este número ó alguno de sus múltiplos se me presenta, ya sea en los boletos del ómnibus, ya en las cuentas de mi hotelero ó en la numeración de mi cuarto: es una verdadera obsesión.
Sobre todo cuando el excesivo trabajo intelectual debilita algo mi cerebro, me dominan extraños sentimientos, y en mi conducta noto raras anomalías que me hacen pensar lleno de espanto en la locura Por ejemplo en los paseos, en medio de una compacta multitud me asaltan, peregrinos impulsos, tales como tronchar las ramas de determinados árboles en número de tres ó más; recorrer violentamente con la contera de mi bastón los intersticios de las losas; ó deshacer con la punta del pie las figuras irregulares que forman las briznas de paja sobre el pavimento.
Y crean ustedes que el no satisfacer estas ridículas nimiedades angustia mi espíritu á tal punto que no puedo abandonar dicho lugar ó paraje sin dar curso á mis manías. Como se comprenderá estas cosas me tornan en un ser completamente desdichado; y es en vano que haya cedido, pues tan luego como ha pasado una obsesión, incontinenti me sobreviene otra, y entonces en mi alma vuelve á comenzar esa lucha sorda, interminable, que va con lentitud minando mi existencia...
Eran indispensables las confidencias anteriores para la mejor inteligencia de lo que en seguida paso á referirles. Es la Filología un estudio que siempre me ha apasionado, y al cual he dedicado una gran parte de mi tiempo. En la actualidad dirijo mis investigaciones hacia los cultos de los antiguos pueblos orientales, y pretendo, mediante atinadas comparaciones filológicas, probar que la religión del Asia fué primitivamente una sola, no obstante Zoroastro, Jesús y Buda. Con tal motivo preparo en estos momentos una luminosa disertación, acerca de las íntimas analogías entre las lenguas caldeas, asirias y hebráicas, primera parte de mi trabajo; todos ustedes á quienes he leído trozos de mi obra me han asegurado que la empresa es de aliento y que me valdrá gloria y provecho. No sé si tales augurios se trocarán en consoladora realidad; pero es el caso que nunca sujeto alguno de indagación como ese ha sugestionado más mi inteligencia.
No descanso un instante, acopiando datos, y me instalo días enteros en las húmedas bibliotecas hojeando pesados infolios á caza de un texto hebreo caldáico; he recorrido así mismo todos los tenduchos de los libreros judíos buscando algún raro volumen. He encontrado reliquias preciosas semirroídas por el polvo y la polilla, y ayer por la tarde tropecé con un viejísimo ejemplar del Toseftha, colección de halakhoths judíos, una verdadera joya que obtuve por un par de francos.
Desde entonces he avanzado muchísimo. ¡Qué de argumentos, cuántas raíces similares he extraído y que vienen á corroborar mi teoría! Fui feliz durante una noche. Pero, amigos míos, había en mi manuscrito una laguna que no podía colmar, no obstante mis más prolijas investigaciones: deseaba hallar uno de los Gemaras, que como sabrán ustedes, son los comentarios de la Mischna. Sólo han llegado hasta nosotros cinco, y de esos á mí me faltaba el quinto; hubiera dado la vida por poseerlo.
¡Cómo llegó á mi noticia que el judío Efraín Samuel poseía un ejemplar! Fué durante una calurosa tarde de estío, cuando vanagloriándose de poseer rarísimos incunables me lo mostró junto con otros libros sagrados. Desde ese instante juré para mis adentros apoderarme de él. Puse sitio á la tienda, y diariamente, inventando miles de pretextos, ya una antigua esmeralda con signos cabalísticos, ya viejas ediciones en griego de algunos Midraschim, que venia á ofrecerle, pude introducirme en ella á menudo y sin despertar sus sospechas; porque el judío es terriblemente celoso y vigila mucho á la hermosa Noemí. Esta fué el más invencible obstáculo para la consecución de mi propósito, pues cometió la tontería de enamorarse de mi perdidamente. Pero qué pasión compañeros, la de aquella enigmática, Astarté judía!
Siempre la sentía á mi alrededor, fija su penetrante mirada en mis ademanes, enviándome misteriosas sonrisas, que me alarmaban por el logro de mis aspiraciones. Llegué á tenerla miedo, y con maña me fuí captando su benevolencia. Todas las mañanas le traía un pequeño bouquet de anémonas y narcisos, sus llores favoritas. Tal vez fueron estas atenciones las que dieron margen á los desvaríos de Noemí: pensó que yo la amaba. ¡Pobre israelita, si hubiera sabido el horror que me inspiraba su raza de circuncisos y usureros!
¿Y por qué la cortejabas entonces, me preguntarán ustedes? Es que junto á los vetustos arcones de hierro en donde el avaro judío depositaba sus caudales y joyas, en un primoroso cofrecito de ébano con columnitas salomónicas é incrustaciones de marfil y nácar, muy guardado en su forro de seda roja, estaba un rollo de pergaminos con sus microscópicos caracteres griegos, mi quinto Gemara. Ahora bien; siendo Noemí la cajera me importaba mucho ganármela para de este modo acercarme á los arcones sin infundir recelos. Tal fué, desde luego, mi objetivo hasta encontrar una ocasión propicia para apoderarme del Gemara.
A veces, viendo las dificultades de mi empresa pensaba abandonarla; pero una gran desesperación se enseñoreaba de mi ánimo y una angustia intolerable hacía palpitar con violencia mis sienes; y el insomnio horrible, abrumador, me clavaba en el lecho inerme ante la conquista silenciosa de esa idea-fuerza: la posesión del manuscrito, que me impulsaba á obrar, que excitaba rabiosamente mis nervios. En esos momentos si hubiera sido preciso asesinar á alguien, lo hubiese hecho sin vacilar á trueque de conseguirlo: tan grande era la sugestión.
Por otra parte, mi obra sin adelantar, paralizada cuando estaba á punto de concluirla. ¿Comprenden ustedes mi estado de alma en esas circunstancias? Una solución pronta, decisiva se impuso, á mi cerebro, y entonces meditó un plan que me haría dueño del infolio.
Entre tanto Noemí daba muestras de incontenible impaciencia, y sus ojos cada día más insinuantes parecían exigirme una declaración amorosa. Hubo vez que la sorprendí de pie en mí delante, contemplándome pensativa, siguiendo afanosa mis movimientos, espiando mis actitudes, y yo tenía que hacer poderosos esfuerzos para despistarla fingiendo examinar atentamente antiguos amuletos hacinados en las polvorosas vitrinas.
El judío llegó también á desconfiar de mi extraña asiduidad á su tienda; creyó que intentaba seducir á su hija, y desde ese instante siempre tuve sobre mí sus pupilas de gato montés, que brillaban maquiavélicas al través de sus anteojos de oro. Se tornó brusco y grosero para conmigo. Quizás sintió despertarse en su interior todos los viejos rencores amasados de generaciones atrás, revivir la dolorosa historia de su raza siempre perseguida, eternamente errante en medio de sus verdugos. Recordó á las mujeres violadas y los niños degollados en esas hecatombes religiosas, comprendiendo lleno de intensa melancolía, que todas esas atrocidades eran el prefacio de su vida de mutilado, de ser maldito y fustigado con la ironía ó el desprecio. Esos pensamientos me figuraba yo leerlos sobre la sombría frente de Efraim, especialmente en las tardes lluviosas de invierno, cuando apoyado en el mostrador, miraba él á la gente trotar apresurada bajo la inclemencia del tiempo. El judío me odiaba cordialmente.
Después de varias tentativas que omitiré narrar, me decidí á llevar á la práctica mi proyecto. Me ausentó repentinamente y dejé transcurrir algunos días, antes de dar el golpe. Ya había tomado yo mis precauciones: averigüé la hora en que se acostaban el judío y su hija, las entradas y salidas de la casa y la altura de las tapias del jardín.
Esta noche, aprovechando de la claridad de la luna, á eso de las doce, me introduje furtivamente en la morada de Sylock, resuelto á robarle el manuscrito.
Un silencio sepulcral reinaba en torno mío; dos ó tres ráfagas de luz iluminaron repentinamente los aposentos. Tuve miedo. De súbito un perro á la distancia se puso á aullar lúgubremente, y sentí oprimírseme el pecho bajo una desconocida sensación. El viento, viniendo de afuera, estremecía las colgaduras simulando seres animados.
Por fin penetré al escritorio, y, cuando avanzaba con cautela, un leve ruido atrajo mi atención. Y con sorpresa, á favor de mi linterna sorda, reconocí inmóvil en el dintel, esfumada en la penumbra del cortinaje, á Noemí. Su mirada fría como el acero, impasible, me excrutó durante unos instantes, luego pareció interrogarme severa acerca de mi conducta; quizás pensó de mí alguna villanía. ¡Ah, la necia, como si el dinero de su padre me importara un ardite! Era preciso acabar. Pero al encaminarme hacia el cofrecito, ella se adelantó también. Creí inminente una lucha, pues yo estaba dispuesto á no cejar; esto me repugnaba abiertamente. Se me ocurrió una idea. Fuí á su encuentro, la cogí por la mano, la contemplé silencioso y llevándola en seguida al lugar donde estaban las arcas la rechacé con desdeñosa brusquedad, como deseando significarle que no había ido allí á robar. Y aprovechando de su estupor me apoderé rápipidamente del anhelado cofrecito y antes de que pudiera detenerme salté al jardín. Corrí como un desesperado, brincando por encima de los macizos de geranios y acacias, terebintos y azucenas.
¿Qué sucedió después? No lo sé; pero escuché gritos, voces destempladas y un prolongado rumor tras de mí como, si me persiguieran.
Luego, desde una alta ventana, alguien me llamó rudamente. Levanté la cabeza y ví á á Sylock, que apoyado en el alféizar y gesticulando furioso, me grito: ¿Infame, te la robas?» Yo, sin cesar de huir, le repliqué: «¡Sí, judío!» Incontinenti, con acento angustiado, casi sollozante, volvió á decirme: «¡Mi hija, ó te mato!» Y me apuntaba con un revólver.
Se me sublevó la sangre ante el apostrofe de Sylock, y deshaciendo con ligereza el lío, levanté en alto el cofrecito y se lo mostré con gesto enérgico. A continuación exclamé con tono despreciativo: «¡Tunante, para qué quiero yo á tu hija!»
Instantáneamente sentí una detonación: el judío había disparado sobre mí. En ese momento la luna se ocultó, tras las hayas del jardín. Y al volver el rostro en dirección de la ventana, oí, lleno de sobresalto un ruido seco, lúgubre, como si se desplomara un cuerpo pesado... luego, nada.
Cuando pude reportarme me hallé corriendo como un loco por las calles del barrio latino en busca de ustedes. ¿Ha muerto el judío, víctima de algún accidente? No podría asegurarlo á punto fijo. He terminado, señores».
Y en medio de nuestro general asombro, vimos á Franz colocar sobre la mesa un pequeño cofre, y al forzar nervioso la cerradura cayeron varios rollos de papiro, amuletos y un efod de blanco lino historiado con extraños jacintos bordados en oro.
Al punto se lanzó Franz sobre el Gemara y empezó á hojearlo con avidez; pero, de pronto, se puso pálido, dejó escapar un grito gutural, casi sordo, murmurando con hondo desaliento: «¡Dios mío, me había equivocado, no era el quinto!»
¡Luego, abrumado bajo el peso de su dolor, inclinó pensativo su noble cabeza, mientras de sus exangües y finos labios se desprendían lentas, interminables y con temblores de nieblas las bocanadas de humo que envolvían su rostro de asceta en un halo de dulce misticismo...!