En el Huerto de Arimatea

José Antonio Román


Cuento


José de Arimatea había presenciado de principio á fin el horrible suplicio del buen Jesús de Nazareth. Varias veces estuvo tentado de acudir en su socorro, y con el alma transida de pena le vió espirar enclavado en el afrentoso madero. Cuando todo concluyó, echando en olvido su habitual prudencia, corrió á mezclarse en el grupo de los fieles discípulos que se desolaban al pie de la Cruz.

Allí estaban, desencajadas por el dolor, arrasadas en copiosas lágrimas, María y Magdalena, á quienes José, con esquisito tacto, prodigó sus consuelos; les ofreció asimismo su propio sepulcro para que en él depositaran el cuerpo de Jesús.

Los apóstoles aceptaron tan generosa proposición, y guiados por José condujeron los restos del Crucificado al blanco sepulcro que durante las noches de luna, iluminado por sus trémulos fulgores, parecía del más pulido mármol. Se encontraba situado en mitad del jardín, entre macizos de geranios, terebintos y rosas. José no descuidó nada, andando diligente en los últimos preparativos del sepelio. Después, concluída la fúnebre ceremonia, abandonó el huerto cogido del brazo de uno de los apóstoles, al cual procuraba distraerle del quebranto que lo poseía. Una vez que se halló á solas se dirigió meditativo á su casa.

A la sazón la tarde moría en el remoto oriente; los purpúreos arreboles manchaban de sangre las techumbres de los edificios de Jerusalem, que estaba invadida por un tenue polvillo de oro, que resaltaba extrañamente sobre el rojo matiz del cielo. Al contemplar José aquel soberbio espectáculo suspiró con honda melancolía, y arrebujándose en su manto se dispuso á cenar.

Por la noche no pudo conciliar el sueño. Congojosas pesadillas pobladas de horrendos monstruos, de espantables vampiros, le produjeron rebeldes insomnios. En vano se revolvía en su lecho, febril, asaltado por los terrores de sus quimeras, porque no le venía el apetecido descanso.

Las horas transcurrían con desesperante calma. Cada momento se incorporaba, abría los ojos, y viendo en su alrededor las más tupidas tinieblas, se dejaba caer rabiando interiormente contra esa noche que nunca parecía acabar.

Buscó un entretenimiento para su tedio, poniéndose á reflexionar sobre los sucesos del día. Recordó también las profecías contenidas en los libros sagrados, las tradiciones populares y todos esos rumores que desde meses atrás volaban de boca en boca, y que le hicieron pensar en prodigios y milagros; y con gran sorpresa suya una rara idea cruzó por su cerebro: ¿sería por ventura ase hombre, que tan voluntariamente ofrendó la vida por el triunfo de sus doctrinas, un Dios? Entonces un prolongado escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Siendo como era un buen judío, asiduo frecuentador de la sinagoga, fiel creyente de las palabras de los rabinos, debía, pues, mirarse mucho antes de diferir á esas noticias callejeras

Pero de nuevo se sintió acometido por los anteriores pensamientos. Y punto por punto, tendido de espaldas, envuelto en la impenetrable obscuridad que llenaba su aposento, evocó los menores detalles de la crucifixión. Desfilaron al conjuro de su exaltada imaginación la turba de verdugos, la muchedumbre enfurecida y rugiente á manera de mares alborotados, los clamoreos de los discípulos y se contempló á si mismo de pie en lo alto de la colina, atónito, mirando aquella cruel escena. Asistía en espíritu á los postreros instantes del mártir: le veía morir con estoico heroísmo, inundando de hermosa piedad hacia sus victimarios, á quienes concedía su sublime perdón; luego, como si los elementos hicieran una suprema tentativa para volver al caos, la Naturaleza se había estremecido, cual mujer en vísperas de dar á luz.

Y todos huían despavoridos exclamando con señales de tardío arrepentimiento que ese hombre, que acababa de morir en una cruz, era el mismísimo Dios; así iban proclamando por todas partes su espantoso deicidio. Enlazó este hecho con lo que sin reparos los sectarios de Jesús contaban á todos; que el Cristo había predicho su resurrección dentro del tercero día ¿Hasta dónde era razonable creer tal cosa? Un acontecimiento de esa índole trastornaría por completo las leyes del Universo, que sólo el Eterno podía alterar.

Con estas ideas en la mente le fué más difícil dormir. De todas ellas la que poderosamente le atraía era la de la resurrección, y se quedó largos momentos dándole muchas vueltas á fin de extraerle la verdad que encerraba.

De balde porfió en la tarea, pues tuvo que abandonarla sin sacar nada en limpio. Y el remordimiento de las multitudes crucificadoras, las profecías, las revelaciones, las citas de los textos bíblicos y los dichos de los apóstoles del Nazareno, todo á lo sumo podía valer como indicios, pero nunca llevar á su ánimo el pleno convencimiento. Por eso dudaba y tenia misteriosas aprensiones

Así pasó José el resto de la noche entregado á estas divagaciones, y con indecible júbilo notó que empezaba á alborear; se levantó de un salto, comenzó á vestirse rápidamente y devorado por una viva ansiedad se lanzó á la calle. Antes de cerrar la puerta echó una mirada alrededor. No se veía un alma en el amplio espacio que abarcaban sus ojos. Por doquiera reinaban una quietud y una fragancia envidiables.

¿Por qué tan presuroso José había abandonado las dulzuras matinales de su tibio lecho y echádose á discurrir por las desiertas calles de la ciudad? ¿A dónde se encaminaba velozmente? Iba á su huerto impulsado por un peregrino pensamiento que de súbito surgió en su alma. Sin explicarse la razón temía ser juguete de una farsa; por ese motivo se dirigía á su sepulcro. Ardía en deseos de verlo y examinarlo.

Cuando salió al campo una fina escarcha adornaba el ramaje de los árboles y relucía como plata bruñida. Ante la brusca caricia del helado vientecillo, que soplaba con fuerza, José tiritó un momento y se embozó en su manto. Rememoró mentalmente todas sus reflexiones de la noche anterior, y agitado siempre por su impía duda aceleró la marcha.

Al cabo de unos cuantos minutos llegó enfrente del huerto. Como conocía á la perfección las entradas y salidas de aquel sitio, con poco esfuerzo que hizo penetró sigiloso en el recinto. En seguida se dirigió al sepulcro esfumado entre las nieblas del amanecer. Junto á él, profundamente dormidos sobre el suelo, estaban varios soldados, guardianes que la suspicacia de los sacerdotes había colocado allí para impedir que los compañeros de Jesús se llevasen el cadáver de éste.

José sin hacer el menor ruido, se acercó al sepulcro, y con inmenso asombro lo vió abierto y vacío. El sudario, impresas todavía las huellas del cuerpo, yacía tirado por un rincón. Examinando el terreno circunstante le pareció distinguir rastros de pisadas, yerbas aplastadas, y entonces se encolerizó muchísimo. Esos apóstoles eran unos trápalas; con refinada astucia habían divulgado el cuento de la resurrección para componer después esta pequeña comedia. Así, ayudados por la credulidad popular, convertían á su Jesús en Dios y realizaban los vaticinios de les profetas.

Todo esto pensó para sus adentros el buen José de Arimatea, parado á corta distancia del sepulcro; pero repentinamente se le disipó el enojo y se sonrió con malicia al imaginarse el estupor de los soldados cuando salieran de su sueño. ¡Vaya una broma pesada la que acababan de jugarles los apóstoles! Ahora sí podía Jesús resucitar dentro del tercero día. El prodigio estaba arreglado con rara habilidad, con una sorprendente maestría que honraba á los amantes discípulos del Nazareno. Por cierto que muy pocos sabrían descubrir el engaño; tan bien fraguado estaba el ardid.

Antes de retirarse de aquellos lugares, José de Arimatea, que sinceramente había creído en un milagro estupendo, en alguna cosa de sobrenatural, deploró en lo más íntimo de su pecho el fracaso de su ensueño. Al acordarse de la burla sufrida no pudo contener una exclamación de rabia No era decente venirle á él con semejantes trapacerías.

Y como irónico resumen de la serie de reflexiones que le asaltaron en aquel momento, solamente pronunció en voz alta esta frase: «¡Por Jehovah, no es correcto portarse así; por lo menos debían haberme pagado el alquiler del sepulcro!»

En seguida se rascó la cabeza con aire confuso, y, paso entre paso, meditabundo, se alejó de aquel sitio, perdiéndose detrás de unos florecidos rosales, mientras en el sepulcro abierto, vacío, penetraba un alegre rayo de sol que lo iluminaba completamente.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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