En el Nilo

José Antonio Román


Cuento


La bella Cleopatra, reina del Egipto, rodeada de esclavas, da la última mano á su regio tocado. Desde el balcón de su palacio de recreo, gallarda y viril, vese la flota romana. Marco Antonio llega en ella

En la terraza del intercolumnio de jaspe y balaustrada de mármol, reclinada en muelle triclinio y envuelta en real manto, está la hermosa Cleopatra, el mórbido brazo hundido en el almohadón, mientras una de sus manos ensortija, distraída, su ondulante cabellera. Sus pies, blandamente aprisionados en babuchas cuajadas de piedras preciosas, rasgan con las suelas claveteadas de oro, la sliciomática alfombra de Smirna. Una flotante y sedosa túnica con orlas argentadas y franjas exóticas, modela los encantadores escorzos de su carne de diosa.

A su alcance y pendiente del corolítico ábaco de una columna salomónica se balancea á impulsos de la brisa primaveral un grandioso abanico de plumas bizarras; Cleopatra lo abre, contemplando aburrida el bello paisaje. Su gacela, mimosa y ágil, penetra en la estancia, derriba dos ó tres negrillos y de un salto sube al triclinio apelonándose á sus pies; ella acaricia el suave y mullido pelaje del animal, y palmotea su coposa cabeza.

A su alrededor reina sepulcral silencio. El enjambre de esclavas, sentadas sobre pieles, las cabezas inclinadas, esperan silenciosas las órdenes de su señora. Tres griegas hermosísimas, semi-desnudas, destrenzadas las cabelleras, renuevan el aire con anchurosos abanicos mientras la guardia nubia, fornida y hercúlea, pasea por los anchos corredores A Cefis, la tebana, su esclava favorita, le hace un signo, y al punto multitud de braserillos tintinean al chocar contra el piso de pórfido, y volutas azuladas en caprichosas espirales ascienden lentamente perfumando la estancia.

Luego, chirriando al correr sobre metálicas anillas, se pliega un cortinaje dejando ver un proscenio, donde esclavas egipcias reclinadas sobre pieles, vistiendo albas túnicas, desnudo el torso, las sienes ceñidas por diademas, pulsan unas grandes arpas, como camaleones curvados, con cabezas de cariátides, y otras címbalos y flautas; mientras que varias de pie, los extendidos brazos en actitud dramática y con voz suave, canturrean extrañas canciones, impregnadas de melancolía. Aquella música parece apropiada para un país como el Egipto, donde todo se distingue por ese sello de monotonía que le dan sus graníticas construcciones, siempre las mismas, uniformemente vaciadas en un molde común.

Al poco rato, un signo de Cleopatra hizo cesar la música. Y su vista entretúvose en contemplar los antiguos tapices de color sombrío, decorados con las fantásticas luchas de Osiris y Tifón con las guerras de Sesostris. Las dos esfinges que mudas, inmóviles, reposaban en sus pedestales de piedra se doraban con los últimos rayos del sol; á su claridad los bajo-relieves, las cornisas egipcias de líneas frías y severas destacábanse mejor.

Cleopatra está aquella tarde hondamente preocupada, y en sus contraídas cejas adivinase los sombríos pensamientos que la torturan. Sus crispadas manos acarician el cincelado pomo de un puñal, pendiente de su rico cinturón, y, nerviosa, clava la vista en el camino real, que partiendo de la ciudad viene á terminar en su palacio. Después, de un cofrecillo cercano, saca un rollo de papiro, lo desenvuelve, y al concluir su lectura, quédase pensativa, fija la mirada en la flota romana que blandamente mecían las ondas del Mediterráneo.

Marco Antonio no disimulaba sus propósitos; venía por la corona de Egipto. Cleopatra, aunque bastante animosa para defender su cetro, no contaba con súbditos leales. A cada instante los mercenarios se insurreccionaban. ¿Entregarse, abandonada por todos? ¡Eso nunca! Y al pensar así se sonreía; era bastante hermosa para subyugar sin necesidad de ejércitos. Y solapadamente, fingiendo resignarse, solicitó una entrevista con el jefe romano. Esta cita era para ella su batalla decisiva. Si triunfaba no temía á Augusto, pero si fracasaba su plan, entonces la muerte era preferible á la esclavitud.

Impaciente veía transcurrir las horas sin que llegara el General romano. A su izquierda el Nilo, manso y límpido, se deslizaba espejeante y murmurador, lamiendo las cultivadas orillas y las escalinatas que rizaban su brillante superficie. Reclinada contemplaba al través del boscaje, de las fachadas y techumbres, el descenso del sol, que teñía con tonos de oro pálido todo el paisaje. Y triremes, amarrados á la orilla, se columpiaban haciendo inflarse los pabellones de seda. Ahí también estaba su trireme de bandas argentadas, todo de ébano, con su camarín forrado de ricas telas recamadas de pedrería. Algunos ibis, posados en el escamoso dorso de los cocodrilos, alisaban con el pie su espléndido plumaje. A lo lejos, borrosas, confundiéndose con el vaporoso azul, veíanse las gigantescas pirámides.

De pronto, en la galería que daba acceso á sus habitaciones, sintióse rumor de voces, ruido de armas, como si se empeñara una lucha, luego un grito de agonía. A poco, apartáronse bruscamente las cortinas y un hombre jadeante precipitóse en la estancia. Sobresaltada, irguióse al punto Cleopatra empuñando el puñal; mas el intruso, antes de que ella hablara, murmuró inclinando la frente:

—Perdón, Cleopatra. Tus servidores me impedían la entrada; grandes nuevas tenía que comunicarte; ellos no escuchaban mis razones y entonces espada en mano, tuve que llegar hasta aquí.

Cleopatra indiferente:

—Habla.

—Tu pueblo, á la vista de los romanos, se ha sublevado pidiendo tu cabeza Victorea á Marco Antonio. En las plazas y calles gritan ebrias las chusmas.

—Que mis mercenarios asaeteen á esos perros.

—¡Imposible! Ellos secundan el movimiento. Solo te quedan líeles los nubios y etiopes.

—Al instante vé á la ciudad y á la cabeza de ellos ataca á los insurrectos.

Una vez reía, cesó de fingir, cayendo desfallecida en el triclinio. ¡El pueblo por Marco Antonio! ¡Estaba perdida! Y sumergiendo el rostro en un almohadón, dió rienda suelta á su dolor llorando su impotencia. Entonces oyéronse á lo lejos, confusos, apagados, los sones de un clarín. Cleopatra enjugó su llanto, serenó su rostro, murmurando:

—Aun es tiempo.

En apretado pelotón, destellando al sol las bruñidas armaduras, avanzaba una cohorte romana escoltando á Marco Antonio. Instantes después apeábanse en el vestíbulo, haciendo resonar con sus pisadas las baldosas del pavimento.

Entre tanto la reina de Egipto, de pie, majestuosa en su porte, radiante la mirada, espera al General romano jugueteando con un pequeño cetro de oro. Sin conmoverse escucha los pasos del centurión que, descorriendo el cortinaje, anuncia á su jefe. A poco llega Marco Antonio, la espada en la diestra, marcial el talante y con aire de vencedor; mas al ver á Cleopatra se apaga en sus labios la altanera frase del triunfo y ofuscado inclina la cabeza, murmurando respetuoso:

—¡A vuestros pies, señora!

Mientras que de la ciudad, y traído por la brisa, llegaba á su oído como un reproche el ensordecedor clamoreo de las turbas egipcias que victoreaban á los romanos.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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