La Esposa del Sr. de Chantel

José Antonio Román


Cuento


El Sr. Arturo de Chantel despachaba su voluminosa correspondencia, cuando un criado descorriendo el pesado portier, deteniéndose en el umbral, dijo con acento ceremonioso: «Acaban de traer este cablegrama para el señor.» En seguida avanzó hasta la mesa escritorio, colocó encima el papel cuidadosamente doblado y se fué sin nacer ruido.

De Chantel que en esos instantes concluía de escribir una carta y se preparaba á sellarla con su lujoso mono rama de oro que colgaba la cadena del reloj, apenas si levantó rápidamente la cabeza al oir las palabras del doméstico. Después continuó en su tarea, silencioso, abstraído

Hacia el mediodía se sintió fatigado; un calor sofocante, embrutecedor, se cernía en el ambiente de la estancia; el sol en el cenit llameaba como una colosal hoguera. De Chantel abandonó el asiento, abrió una ventana y aspiró largo tiempo el aire fresco y perfumado que venía del cercano jardín. Cuando iba á reanudar su labor reparó en el cablegrama y movido por súbita curiosidad lo abrió presuroso.

Entonces, con grandísima sorpresa, sus ojos recorrieron los siguientes renglones: «Arturo, hoy día parto de Génova y dentro de poco estaré en esa; espérame. Tu Amalia» Creyó haberse equivocado y volvió á leer. Efectivamente su esposa Amalia regresaba de Europa. Y abrumado por la noticia, mirando con aire estúpido la pared, se estuvo largos momentos sin pensar en nada y removiendo entre sus chatos dedos aquel maldito despacho

Era una catástrofe para De Chantel ese in oportuno regreso; venía á destruir su delicioso idilio con una agraciada limeñita, allá en los apartados barrios de la ciudad. Apenas habrían transcurrido seis meses desde que se conocieron; aquello fué durante una noche de fiesta en la plaza de Armas entre la balumba de gente que repletaba los portales y el traquido de los cohetes. Una franca simpatía unió sus corazones y desde entonces se amaron sencillamente.

Todo eso iba á terminar dentro de breves semanas; á esta sola idea un sentimiento de amargura inundó el alma de De Chantel Calculó mentalmente, viendo el calendario, los días que emplearía en el viaje, y al acabar la cuenta no pudo reprimir un ademán de cólera.

En seguida recordó el inmenso placer con que la vió partir el invierno del año pasado, muy enferma, para París en busca de expertos cirujanos que extinguieran de modo radical la dolencia que lentamente la mataba. La acompañó solícito hasta el vapor, la llenó de cuidados y un gran rato, de pié en el muelle, recostado en la baranda, permaneció indiferente contemplando la salida del buque, recreándose en contemplar las gruesas columnas de humo que barbotaba la ancha chimenea. Luego cuando, estampándose en el lienzo azul del cielo, la nave pareció una mancha de tinta coronada de un ligero penacho de niebla, lanzó un suspiro de satisfacción y sus labios murmuraron un leve adiós. No es que quisiera mal á su mujer; pero en cambio le tenía un miedo horroroso.

Además con su partida se inauguraba para su atribulado espíritu una era de sosiego, de cuasi bienestar. Vería cesar todos esos mil rumores que hacían sangrar su honra

Y recordaba asimismo una frase imprudente pronunciada por un quidam el día de su matrimonio: durante la cena, entre sorbos de café, alguien había dicho: «Es una mujer muy peligrosa la que se lleva el Sr. De Chantel.» Y 'a frase había circulado entre los contertulios con muestras de aprobación.

Tocó el timbre y mandó preparar el almuerzo. Después, invadido por esa dulce dicha que proporciona una confortable mesa, repantigado en una silla, se enfrascó en sabrosa charla con su madre y su hija, un lindo pimpollo de diez años, demasiado lista y alegre. Les anunció la próxima llegada de su mujer; entonces la chiquilla batió palmas con alborozo, sus ojos brillaron de contento y sonrió largamente. El regreso de mamá la regocijaba más que la promesa de una elegante muñeca; significaba para ella paseos á la Exposición, giras por los balnearios y numerosas visitas donde se divertiría á sus anchas. La madre del Sr. De Chantel no dijo nada; movió solamente la cabeza en señal de asentimiento.

Cuando volvió á entrar en su escritorio, un reloj de sobremesa dió las tres. Se sintió perezoso y antes de ponerse á trabajar se tumbó sobre una chaise longue de esterilla. Al través de las persianas de color verde claro penetraban rayos de sol que caldeaban el ambiente haciéndolo fatigoso de respirar. Una vaga somnolencia parecía flotar en torno de los objetos. Un ramo de violetas se marchitaba en una etagére. De Chantel se adormitaba entregado á sus pensamientos.

Repentinamente un fuerte viento corrió por la calle, agitó con violencia las persianas y una viva claridad invadió el aposento; entonces un polvillo tenue, blanquecino, rebulló un instante á manera de transparente neblina y á poco desapareció imperceptiblemente dejando sobre la brillante superficie de los muebles tapices de gasas tan finos y blancos como polvos de arroz.

El desfile de imágenes comenzó. Revivió toda su pasada existencia; evocó su llegada al puerto del Callao un día frío y lluvioso. Venía en busca de fortuna y resuelto á ganársela. Inteligente y laborioso, muy pronto se vió empleado en una fuerte empresa industrial. Lentamente fué ascendiendo, y al cabo de algunos años de perseverante labor le hicieron consocio. Entonces, rico ya, anheló formarse un hogar; su alma de aventurero, una vez colmados sus deseos, soñó con las dulzuras exquisitas del amor. Y tales trazas se dió que á los pocos meses se unía en matrimonio con una de esas adorables muñequitas que veía con encanto discurrir por las calles y paseos de la capital.

Se detuvo bruscamente no queriendo llevar más lejos el hilvanamiento de sus recuerdos. Una sensación de disgusto estremeció su cuerpo. Atroces remordimientos le royeron encarnecidamente en pleno corazón; fué como un golpe de luz que iluminara de modo instantáneo las sombras que oscurecían su vida conyugal. A punto estuvo de convenir que bien merecía su irremediable desgracia.

Luego se preguntó cómo pudo casarse con semejante mujer; de qué artes supo valerse ella para trastornarlo hasta el extremo de cerrar los ojos á su vergonzoso pasado. Su imaginación se la representaba radiante de hermosura y triunfadora, deslumbrando á sus adoradores en los lujosos salones de sus jefes, en cuya casa vivía en clase de pariente pobre y allegada.

Rememoraba también esa comida íntima en que por primera vez, antes de levantarse de la mesa, deslizó en sus oídos tímidas frases de amor, mientras ella, fingiendo ocultar su turbación, hacía nudos con su pañuelo de batista. Toda esa noche se mostró Amalia risueña y amable, y entre dos valses, desprendiéndose un momento del brazo de su acompañante, se le acercó cariñosa para suplicarle que le tuviera por breves instantes su abanico; y de este modo, inventando cualquier pretexto, siempre se le aproximaba envolviéndole en la red invisible de sus sugestivas miradas, impregnándole con su hálito perfumado.

Su voluntad cedía blandamente; no era él hombre capaz de resistir al influjo de semejante seducción. Su inteligencia fría, calculadora, acostumbrada al manejo de los guarismos, se desconcertaba al tratar de excrutar las interioridades de esa alma femenina tan compleja como sutil. Su embeleso crecía cada vez más, pues Amalia, con admirable habilidad, mantenía vivo en el pecho de Chantel el fuego que le devoraba.

Durante las tardes crepusculares contemplábala él á la distancia, mudo y respetuoso, sin atreverse á interrumpirla en sus meditativas lecturas en la semipenumbra del anchuroso salón; mientras que ella, fingiendo no percatarse de su presencia, volteaba con indolente ademán las satinadas páginas del libro. De esta manera logró insensiblemente prenderlo mejor en la red de sus encantos.

En una ocasión ella misma, segura ya de su absoluto predominio sobre De Chantel, le ofreció con seductora sonrisa una fragante violeta de Parma, permitiéndole que largo rato le estrechara la mano, mientras sus negros y provocativos ojos le miraban con dulzura. Entonces él, poseído por un transporte de pasión, se arrojó á sus plantas y con balbuceante acento le dijo todo su amor. Amalia le escuchó bondadosa, complacida, y cuando él quiso abrazarla huyó de su lado agitando graciosamente la cabeza. Desde ese día quedaron unidos sus corazones.

De Chantel formó el propósito de casarse con Amalia. Apenas circuló el rumor del próximo enlace, un ambiente de sorda hostilidad comenzó á rodearlos. Al principio fueron miradas impertinentes, sostenidas, que alfilereaban tus rostros, que ahondaban con encarnizamiento en sus pupilas, como pretendiendo encontrar en sus serenos semblantes la clave de algún misterio; luego, cuchicheos solapados, cabos de frases que de modo intencionado se lanzaban á medias dejando siempre entender alguna infamia; y por último, con desembozo, sin discretas atenuaciones, corrieron por las calles malévolas historietas preñadas de calumnia, pero de esa calumnia aviesa que, á manera de mezquino arroyo en su lento curso, va acarreando por donde pasa partículas de lodo.

El clamor subió de punto, y De Chantel quiso entonces averiguar lo que había de cierto en esos insidiosos rumores. Y aunque la indagación hiciera sangrar su alma, dió tregua á sus náuseas morales y lo investigó todo. Supo cosas horrendas, inauditas. Dijéronle que la madre de Amalia, en un tiempo esposa de un estimable caballero, se olvidó de sí misma hasta el punto de escarnecer el nombre que llevaba. El marido no pasó por el ultraje y la abandonó á su infame destino Naturalmente, lanzada en esa vía, fué descendiendo; llegó hasta el cinismo en su degradación. Y de esta suerte contaban de ella multitud de historias á cual más repugnante.

Y Amalia misma, quizás mal de su grado, tuvo que ser testigo de los devaneos de su madre. Al fin la conducta vituperable de esa mujer sublevó los sentimientos de su familia que recogió en su seno á la desdichada hija. Su adolescencia había sido, pues, contaminada con esa vida de escándalos. De esta manera conoció todo el vergonzoso pasado de la que iba á ser su esposa.

Esto le afligió muchísimo. Sinceramente amaba á Amalia; él la hubiera querido tan pura como la nieve. Varias noches el insomnio pobló de desolantes visiones sus lacrimosas pupilas, y pensó con incontenible amargura en el fracaso de sus ensueños. Amalia no podía ya ser suya.

Sin embargo, á veces se resistía ante la evidencia abrumadora de los hechos, se imaginaba que la calumnia había forjado todo aquello inspirada por malévolos deseos. Se creía injusto asintiendo con los maldicientes, y en su ansia rabiosa de vindicar la honra de su amada, se la figuraba tan diáfana y blanca como esas leves nubecillas, que no obstante de surgir de las ciénagas, vagan por los aires tiñendo sus indecisos pliegues con los más suaves arreboles.

Hizo más; tuvo con ella una explicación clara, enérgica, como la quería para desvanecer el menor asomo de su duda. Se vieron en el salón una calurosa mañana de estío. El estuvo seco, casi agresivo, y contó sin ambajes lo que decían de sus sucios orígenes. Ella le escuchó imperturbable, con aire de insolente desdén, y cuando terminó él, habló entonces con ese acento firme, convencido, que presta la inocencia injustamente mancillada. De Chantel casi lloró de placer al oirla; sí, la creía de todas veras. Y al repetírselo así la miraba con escrutador afán queriendo descubrir al través le la sonrosada epidermis de su semblante la sutileza ó la malicia de su alma; y los ojos de ella, esquivos, se removían con inquietud febril como esas lagartijas que se agitan nerviosamente en los agujeros penumbrosos, á flor de los viejos paredones. Como son cosas demasiado impenetrables la piel y los ojos de las mujeres, De Chantel quedó siempre perplejo, confuso.

Cuando se encerró en su gabinete á meditar serenamente sobre la anterior escena, se consideró indigno, pues andaba en trates con la deshonra. Se lo confesó así sin reparos, deplorando inconsolable sus complacencias acomodaticias, sus torpes debilidades que le obligaban á hacer tabla rasa de sus honrados escrúpulos. Pero se sentía inerme ante la irresistible seducción de esa mujer y á tanto llegaba su loco apasionamiento por ella, que hasta al crimen hubiera descendido á trueque de poseerla. Y con rabia se mesó los cabellos y rompió á llorar con nerviosas sacudidas.

A pesar de todo se había casado. Su vida conyugal se deslizó tranquila durante algunos años, muy pocos para desdicha suya. Volvieron á propalarse rumores insidiosos; se habló de adulterio. De Chantel vió evaporarse su anhelada felicidad. Luchó al principio ahogando dentro del pecho la fiera duda que allí le mordía cruelmente. Contestó después con el desprecio á la torpe diatriba; pero pudieron más sus celos, y enloquecido, sofocado por tanta infamia, inquirió por todas partes. Alguien llegó hasta verter en sus oídos un nombre: el de un primo de su mujer

Entonces quiso matar á la infiel, divorciarse, dar el gran escándalo obcecado por la sed de venganza. Luego le sobrevino la calma; comprendió, con inmenso dolor de su alma, que su presente ignominia era la lógica consecuencia de su impremeditado enlace. Ya no pudo tener confianza en su esposa, y lentamente se le fué haciendo aborrecible. Por eso se había alegrado de su partida; esos meses de ausencia eran de reposo para él, eran meses de quietud para su atribulado espíritu.

Descansaría durante ese tiempo de tantos infames cuentos, de tanto cieno, que gentes viles se complacían en amontonar en torno de su infeliz mujer.

En aquel momento el reloj dió las seis; una claridad apenumbrada iluminaba la estancia; en los respaldos de los muebles lucía los postreros lampos del sol. Un polvillo de oro mariposeaba en el ambiente. De Chantel despertó entonces de su melancólico ensueño, arrancándose á sus penosas reflexiones; en breves horas había echado una concienzuda ojeada retrospectiva sobre su anterior existencia. Al concluir, una desesperante amargura le invadió completamente, lanzó un suspiro de triste resignación; en seguida descorrió las persianas y de codos en el antepecho contempló la ciudad pensativamente.

Hacia el fondo de la calle angosta y larga, entrecruzada por inextricable red de alambres que rayaban el limpio azul del cielo, entre palpitantes hiladas de picos de gas, percibieron sus ojos la arquería de los portales grises y chatos y por entre ellos el discurrir hormigueante de multitud de personas empequeñecidas y borrosas por la distancia. De las elegantes tiendas se desprendían ambientes luminosos que alumbraban de pies á cabeza á los paseantes y arrancaban rápidos destellos de los arneses de los caballos y de las charoladas cajas de los carruajes al troto.

Allá abajo, sobre los puentes y abarcando una gran zona de la ciudad, Lima evaporaba una bruma sutil y blanquecina. Y de las encrucijadas, negras de sombras las unas, esplendentes de claridad Las otras, escapábase un rumor confuso, algo así como una respiración entrecortada y fatigosa; al oirlo pensábase involuntariamente en el gruñir soñoliento de alguna bestia en descanso. De vez en cuando, rasgando los aires con su estridente silbato, estremeciendo los rieles, un tren corría á todo vapor hacia el vecino puerto; y largos instantes flotaban en el espacio la humareda rojiza que escupía la máquina.

Un soplo de brisa refrescó su frente y le hizo mucho bien; tranquilizáronse sus nervios y un inefable bienestar invadió su cuerpo. Un gran rato respiró con fruición ese aire puro, tónico, que le enviaba el río, cuyas aguas torrentosas sentía mugir á lo lejos.

Luego sе puso á meditar melancólicamente; sus ideas eran demasiado sombrías, empapadas de inconsolable amargura y desoladoras hasta la muerte. Cogido por el engranaje de sus dolorosos pensamientos sintió exarcerbarse sus rencores hacia su esposa infiel, hacia esa sociedad egoista, escéptica é implacable con los caídos. En rápido desfile vió con los ojos del alma cuadros de infamias, de miserias y podredumbres. Entonces comprendió que había muchos hogares, como el suyo, asentados sobre movedizas capas de detritos sociales; muchas familias que, á modo de incurable lepra, perpetuaban al través de sus generaciones el bagaje hereditario de sus vicios; y modus vivendis de repugnantes adulterios consentidos por esposos complacientes ó pusilánimes. Un asco profundo le desgarró las entraña. Y volvió á sumergirse en su meditación de horas antes.

Repentinamente la estancia se iluminó con la luz eléctrica encerrada en una blanca bomba de cristal. De Chantel abandonó el antepecho y fué á sentarse delante de su escritorio. Tocó el timbre para que le trajeran café; y bebiéndolo pausadamente rumiaba todavía algunos cabos de sus anteriores pensamientos.

La luna ascendía radiosa y tranquila, bañando el horizonte con sus plácidos reflejos. De Chantel la contempló breves instantes y una sensación de voluptuosidad recorrió sus miembros; volteó la silla hacia la abierta ventana, se arrellanó perezosamente y dejando que la luz acariciara el semblante cerró los ojos como para dormir.

De pronto dió un salto y levantando vivamente la cabeza miró la pared; ahí estaba colgado el retrato de Amalia en actitud provocativa, semi desnudo el seno de sonrosado color y brillantes sus negras pupilas en donde parecían palpitar detalles de pasión. En vano el infeliz había procurado olvidar su duelo ante las bellezas de la noche; su imaginación le torturaba sin descanso representándole con rasgos seductores el rostro de su mujer. Recrudecieron entonces sus aplacados rencores; del cuadro le exasperó más

Ese retrato fué un capricho de De Chantel; él se lo obsequió á Amalia en un cumpleaños de ésta. Después de la partida de su esposa, queriendo tenerla siempre cerca de sí, lo había hecho colocar en ese sitio.

Se levantó furioso, midió la estancia á grandes pasos y cruzando las manos por detrás de la espalda se plantó con brusco ademán delante de la efigie. La miró un instante con sus pupilas ardientes de cólera; después volvió á pasearse.

Su cerebro estaba aturdido por un aluvión de recuerdos; le parecía que le aporreaban el cráneo. Tenía un andar vacilante de beodo. El desdichado se retorcía, jadeaba palpitante el cuerpo, como si nubes de avispas le clavasen repetidas veces sus aguijones.

Y decía para sus adentros, sacudido de pies á cabeza por una incontenible náusea moral que le anudaba la gargunta hasta la sofocación, que era un infame al seguir viviendo con esa mujer viciosa y cínica. Eso debía concluir le cualquier modo.

Lleno de indecible asombro trataba de explicarse cómo hasta entonces pudo consentir en su lenta degradación; y todas aquellas cotas, mareándole con el vertiginoso recordar le su memoria, se le aparecían vagamente, lejanas, olvidadas y concluídas.

Miró otra vez el retrato de Amalia; la imagen pareció sonreirle con exquisita coquetería, guiñarle los ojos con mimo picaresco.

Creyó De Chantel que ella se ufanaba de sus vergonzosas hazañas, y al punto se le encendió la sangre. Sus labios temblorosos de furor, con chasquido de fuete, silbaron más bien que pronunciaron un epíteto hiriente.

Luego transportado, espumajeante, ensebando los puños á la efigie, irguióse lleno le ira; y ganado por un formidable deseo de golpearla, de hacerla rodar á puntapiés como esas perras sarnosas, le gritó á manera de insulto, como intentando abofetearla con las palabras, esta frase nutrida de rabia: «Oye, miserable, tú eres mi señora. ¿No es verdad eso? ¡Mi señora...!»

Y encogiéndose de hombros escupió el rebato y soltó en seguida una sarcástica carcajada.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.