La Linterna Japonesa

José Antonio Román


Cuento


Eran como las tres de la madrugada, cuando abandonarnos el baile de máscaras aquella lluviosa noche de Carnaval. Había mucha gente en las calles y todos nos dábamos mutuas bromas.

Los picos de gas reflejaban de modo extraño sobre el suelo completamente nevado; el viento desapacible, húmedo, hacíanos tiritar bajo la fina tela de los disfraces.

Marchaba nuestra comparsa atronando los aires con sus estrepitosas carcajadas y cantando, las mujeres especialmente, romanzas cursis de antiguas zarzuelas. El personal que componía la mascarada era el siguiente: dos pierrots con sus rostros enharinados y sus manojos de chilladores cascabeles, un clown— mi buen amigo Peter—vestido de ridícula etiqueta y con su enorme y roja nariz que parecía una brasa ea medio de las tinieblas, una seductora Colombina de rubia cabellera y ojos de suave color de zafiro y amable como buenamente puede serlo una cocotte de París, y por último varios chafarrinescos polichinelas. Yo vestía de juglar japonés.

Los peatones se detenían á vernos pasar sonriéndose burlonamente; Colombina no podía estarse un momento quieta, hacia muecas á los pollos y golpeaba cariñosa con su abanico de rosadas blondas á los señores graves y re posados, que la miraban breves instantes sorprendidos de su descoco.

Nos dirigíamos presurosos á casa de Colombina; allí nos experaba una exquita cena. Una vez instalados en su boudoir, colocados alrededor de las mesas empezábamos á beber, primero de sobria manera, después con impaciencias de sedientos; en tanto que un asmático piano que yacía confinado en un rincón principió á gemir viejas melodías. Con todo vino á aumentar la animación y el contento Aunque bebí poco, el licor se me subió á la cabeza y sentí nublárseme los ojos

Por eso cuando rompieron á valsar, abandoné el asiento y me tendí en un diván sumergiéndome en dulce fantaseo. De pronto alguien gritó con acento enroquecido: ¡Ponche! y al punto como por arte de magia surgió sobre la mesa una elegante ponchera de platino, bellamente esculpida con primorosos bajorrelieves, que despedía un fascinador haz de llamas temblorosas y azuladas. Y pensé entonces con dejos de suave voluptuosidad en las miradas de Colombina que reclinada sobre un sofá se reía de un modo sugestivo, deslumbrando con el limpio esplendor de sus menudos dientes.

La cena había terminado; los comensales que no bailaban discurrían con alborozo sobre diversos temas. Otros fumaban tomando á pequeños sorbos su tacita de café.

El ponche ardía fantásticamente; mis pupilas se llenaban de misteriosos fulgores siguiendo con amoroso afan el callado palpitamiento de las diáfanas flámulas que ora se alargaban tanto que parecían desprenderse del líquido para revolar por el tibio ambiente de la estancia, ora se encogían, se retorcían, haciéndose pequeñitas, estremecidas por repentinos pasmos, como si fueran, en silenciosa agonía, á rendir el alma en luminosos desmayos.

¿Por qué me sentí conturbado aquella noche? ¿Qué rara obsesión ejercía sobre mi espíritu el dulce llamear de la ponchera? Y antes de que hubiese podido encontrar la respuesta, mis sienes latieron sordamente, una compresa de bronce se posó sobre mi frente y en mi cerebro, como extraído de sus más profundas reconditeces, con dolorosos esfuerzos, brotó una penosa historia, cuyo recuerdo entristeció una gran parte de mi vida

Y ahora se precisaba con rasgos de fuego ese lamentable episodio ocurrido hacia muchos años en un pintoreco balneario, á la vez que un irresistible impulso me traía sumamente desasogado; era como un prurito de contar el caso, aplacando así mis redivivos remordimientos. Veía con horror la claridad luminosa que emergía del ponche, y con escalofríos de espanto á medida que esa claridad se tornaba más azulada, mi memoria se complacía con morboso placer en reconstruir ese fúnebre acontecimiento de mi pasado.

Cuando la sobrexcitación nerviosa que hacía rato me iba dominando llegó á su colmo, no vacilé ya y lanzando un hondo suspiro llamé á mi alrededor al concurso. Entonces de un sólo tirón, como quien está demasiado premioso para llegar al fin, todo lo narré

Mientras hablaba emocionado, el alba filtraba sus primeros resplandores al través de los cortinajes del balcón, haciendo palidecer al gas y comunicando á nuestros semblantes un tinto cadavérico. El ponche había cesado de arder. Colombina echada en negligente actitud sobre un tapiz tendido á mis pies, mirándome pensativa, pendiente de mi relato tenía un suave matiz de cera virgen, semi-iluminada como estaba por las discretas luces del amanecer. Dije poco más ó menos lo que sigue: «Sucedió esto que voy á contarles durante una temporada de verano, allá en un delicioso pueblecito situado á orillas del Adriático; en ese entonces la moda, variable en sus predilecciones, lo hizo el lugar más smart de la estación calurosa. Acudieron por bandadas los turistas que andan á caza de impresiones, los pintores en boga, los poetas de los five ó clocks y las aristocráticas damas que se creerían desmerecer ante la estimación «le los círculos sociales si no concurrieran allí. Los días se deslizaban breves y placenteros Se hacía música, se flirtaba en la anchurosa terraza del hotel, edificio montado con todo el moderno confort, y se organizaban partidas de amenas diversiones.

Una incómoda enfermedad de los nervios producida por el surménage intelectual y que poblaba mis noches de desesperantes insomnios, motivaba mi permanencia en aquel balneario. El médico, al prescribirme el viaje, calándose los lentes, así terminó de sentenciosa manera: «Amigo mío, ese organismo no funciona bien; es preciso aire bastante fresco y puro y mucha agua salada. Parta lo más pronto posible. Y partí al día siguiente.

Tuve favorable acogida, y desde luego mis asiduos contertulios fueron un joven polaco, un marqués ruso distinguido é ilustrado y un barón italiano de tez morena y de ademanes neuróticos, médico del pueblo, y á quien me recomendó especialmente el facultativo que me curaba. Al cabo de una semana éramos todos íntimos amigos y nos íbamos á menudo de excursión por los alredederes de la villa.

Por la noche, huyendo de la charla banal de los concurrentes, nos refugiábamos en la habitación del médico, en el segundo piso del hotel y que tenia una magnifica vista al mar. Allí discurríamos largas horas sobre asuntos de palpitante interés.

Hasta nosotros enviaba el Océano sus roncas sonoridades, y por la ventana completamente abierta penetraba una brisa acariciadora, tonificante, que daba grato bienestar á nuestros fatigados pulmones. Las ondas tenían fúlgidos cabrilleos, y en el ambiente luminoso, destacando con limpieza sus bruscos perfiles, el distante faro dardeaba sus rojizos reflejos.

El médico refería casos extraños y difíciles, y á propósito de ellos se lanzaba á toda clase de sabias disquisiciones sobre neurosis complicadas y fobias extravagantes. Era muy erudito en dichas materias y para atestiguarlo estaban metódicamente hacinados en sus estantes de cedro muchísimos volúmenes, grandes y de recia empastadura.

Pero lo que yo no podía perdonarle era su cruel pesimismo, su sistemática negación de todo generoso impulso, de todo esforzado ideal; su burla implacable, cortante como acerada cuchilla, me provocaba repentinos accesos de sorda rabia. Poco á poco, como él iba extremando su empecinamiento de escéptico, se me fué haciendo aborrecible.

Otra cosa sublevó más mis nervios, sus meticulosos cuidados acerca de mi personalidad moral. Creo que me consideraba como inexperto adolescente, demasiado ignorante de las miserias de este mundo y á quien fuese menester amaestrarlo para los lances de la vida. Se convirtió, pues, en mi solícito y cariñoso mentor.

Siempre lo tenía sobre mis pisadas recomendándome el bromuro, las duchas, el reposo más absoluto; en una palabra, un severísimo régimen sin el cual, agregaba él, nunca sanaría. «Los temperamentos neurasténicos como el suyo, me repetía invariablemente, necesitan gran suma de prudencia en su terapéutica; de otra manera se corre muy serio peligro.»

Y muchas veces, á trueque de pecar de grosero, estuve á punto de enviarlo á los mil diablos. Me revestía de calma y simulaba escucharle con gran atención. El continuaba aconsejándome con gestos rápidos, con bruscos parpadeos y siempre con su acento apasionado y rebosante de fogoso entusiasmo.

También el médico—y esto llegué á descubrirlo mediante pacientes investigaciones—padecía del sistema nervioso. Desde luego así lo confirmaban sus maneras algo extrañas, sus temblores de azogado cuando en la discusión se veía vencido y por último la ligera palpitación de su labio inferior, imperceptible á primera vista, pero notable cuando se violentaba.

Un día se lo dije con una leve sonrisa irónica. Al oírme se estremeció un poco, bajó los ojos como si se sintiera corrido; en seguida soltó una carcajada y me hizo un guiño de asentimiento. En todo el resto de la tarde lo hallé preocupado y pensativo.

Hasta aquí las cosas marcharon regularmente; pero un incidente acaecido por ese tiempo, convirtió mi aversión en odio declarado.

Llegó al balneario una gentil italianita acompañada de su mamá. En el hotel los mozos la llamaban la señorita condesa. Ciertamente pocas criaturas podrían cautivar una voluntad desde el primer instante como ella; su rostro de un fino óvalo tenía esa palidez aristocrática de la camelia; sus ojos profundos, ardientes, resaltaban con su húmeda negrura sobre el marfil de la tez; y su boca era un diminuto arco rosa que al sonreir con gracia ingenua se distendía pareciendo despedir una silbante flecha

Tuvo, como cesa muy natural, una entusiasta corte de adoradores; pero ella efectaba una desdeñosa indiferencia por todos sus chichisveos. Su seno frío y hermoso como el alabastro no se conmovía ante las lisonjas.

Como yo tengo mis ribetes de soñador al punto me forjé un problema; pensé que estudiado cálculo inspiraba las acciones de aquella mujer. Y entonces dije para mis adentros: yo también probaré forfuna. Inmediatamente le puso sitio. Mi táctica, de antemano preparada con artificio, fué del todo distinta á la de los otros.

Omito los pormenores del asedio amoroso y sólo diré que obtuve envidiable éxito. ¿Qué halló en mí esa italiana que la apasionó tan locamente? No paré mientes en el misterio que ésto pudiera encerrar; porque tratándose de un sexo tan de suyo impresionable, soy decidido creyente del tic femenino.

Quizás sí contribuyó mayormente á mi triunfo las rarezas de mi carácter, las anomalías de mi conducta rayanas en la locura, notas que adrede procuré extremar de modo excesivo. O también pudo sojuzgar su alma de mujer voluble ese incesante ejercicio mental á que sometía horas enteras, señalándole mi robusta intelectualidad los senderos que mejor conspiraban á mis ulteriores fines. En seguida, con acento vibrante de pasión, dando riendas sueltas á mi calenturienta fantasía, subrayando con la mirada las palabras sobre las cuales pretendía hacerla meditar, le hablaba de las inefables delicias del amor ó le imaginaba paraísos como nunca los soñara el más constante fumador de opio.

Es muy posible asimismo que su nativa curiosidad excitada sobre manera con mis sabios refinamientos la llevara dócil y pasivamente á mis brazos; pero, con todo, el néctar de estos amores, paladeado por mí á sorbos lentos, no me embriagó hasta el delirio. Siempre fué mi ideal el amor en sí, nunca en las mujeres

Se me olvidaba apuntar que entre mis rivales figuraba mi caro amigo el médico pesimista, que dando de mano por esta vez á sus feroces teorías cortejó con ahinco á mi amada. Naturalmente escolló al primer ataque.

Gozaba yo descuidado de mi triunfo, cuando durante un bellísimo crepúsculo, paseándome por la ribera del mar con la adorable condesita cogida tiernamente de mi brazo, acertó á encontrarnos el referido médico, y lejos de evitarnos vino hacia nosotros, nos saludó con desusada afabilidad y al instante comenzó á disertar, galano y persuasivo, sobre sus temas favoritos. No fuí dueño de reprimir un movimiento de desagrado ¿Notóle él? Creo que sí, pero sin desconcertarse, tal vez con más aplomo, continuó hablando.

Mi amada aparentaba oirle, y en sus labios vagaba una sonrisa burlona. No había, pues, otro remedio que soportar su insufrible charla. De esta manera recorrimos algunos centenares de metros; el sol, entre tanto, se hundía en las espejeantes aguas que remedaban un vastísimo incendio. En el cielo los arreboles se agrupaban en artístico desorden y sus caprichosos matices, entremezclados á la ventura, fingían mágicos kaleidescopios.

De pronto se extinguieron los luminosos reflejos y en su lugar una tenue coloración rosa pálida decoró el poniente; el pleamar hizo mugir sordamente las hasta entonces tranquilas ondas. El hotel encendía sus luces; la playa íbase quedando desierta y silenciosa.

Y el médico, sugestionado por maligno deseo, seguía incansable con sus fatigosas elucubraciones. Pensé un segundo en llevarle la contraria, pero reflexioné que cosa peor no podía concebir, pues de ese modo le daba pie para continuar con más empeño.

Se mostró desapiadado con los ensueños de amor, y con sarcástica intención, recurriendo á sus odiosos autores, nos abrumó con sus citas de una realidad espantable.

Entonces comprendí su propósito; quería á toda costa destruir nuestra felicidad, pues su rabiosa envidia no toleraba nuestro jubiloso idilio. Y en su negra perfidia llegó hasta insinuar la duda en mi pecho amante. Cuando creí que iba á estallar mi cólera en frenéticos reproches, descubrí asombrado que una tranquilidad fría, reposada, me dominaba. Ni siquiera se agolpó la sangre á mis sienes y mis pupilas lo vieron todo de rojo. Muy al revés de lo que quizás se aguardaba el muy infame, le sonreí con cariño y tendiéndole la mano le dije con extraño acento:

Hasta la vista, amigo mío.» Y solté una risotada que lo dejó perplejo.

Mi amada me siguió, y en sus excrutadores ojos clavados en mi semblante, percibí el estupor que le produjo mi respuesta; para aquietar sus terrores enlacé voluptuosamente su fino talle y le hablé quedo breve rato.

Me entendió al punto é hizo un gesto de aprobación. Cuando llegamos al comedor del hotel hacía tiempo que las sombras envolvían al pueblo.

¿Qué cosa había fraguado yo para castigar cual se merecía al artero médico? Una idea diabólica, surgida al mágico conjuro de mi rabia, nació en mi cerebro. El asunto era macabro y por demás terrorífico. Recordaba haberlo leído en delicioso volumen que trataba del arte japonés en el siglo XVIII, intitulado Hokousaï La sugestiva y delicada pluma de Edmundo de Goncourt había derramado copios mente en sus páginas las ricas mieles de su galano ingenio y de su inimitable estilo

Este magistral libro que estudia la pintura japonesa en una de sus más interesantes ramas, al ocuparse de los cuadros de Hokousaï, dice en el capítulo XXXV, lo siguiente: «En 1830 aparece Hiaki monogatari, Los cien cuentos: una serie de estampas fantasmagóricas, demasiado espeluznantes, y de la que sólo vieron la luz pública cinco planchas, cosa debida tal vez al espanto que producían La más horrorosa de la colección es una linterna que representa una cabeza de muerto, con los cabellos hirsutos sobro el abultado cráneo pálido y lustroso, mientras los pelos restantes están adheridos á las sienes, viscosos y desordenados; las fibrillas sanguinolentas del blanco de los ojos son iluminadas por la claridad interior de la linterna; y los bordes y pliegues del papel imitan con horrible fidelidad las suturas del cráneo. Esta cabeza de muerto, producto de una imaginación macabra, causa en medio de las tinieblas un indecible pavor.»

Mi venganza consistía en valerme de este medio para ocasionarle á mi enemigo un susto imaginable, burlándome al mismo tiempo de sus orgullosas teorías y de su desprecio por todo lo que significara visiones de ultratumba. Pero advertiré que confiaba mucho en su temperamento desequilibrado y así como en una fobia rara que lo poseía: miedo cerval á las sombras. Bien me acuerdo que fué durante una noche tenebrosa como nunca, cargada de electricidad y de lluvia, cuando hice este singular descubrimiento. Conversábamos de aparecidos y fantasmas. Desde mis primeras palabras le sentí estremecerse como á impulsos de un calofrío; luego prestó inaudita atención á mis lúgubres relatos. Varias veces me figuré escuchar un sofocado aliento, como si alguien muy cerca de mí, se estuviera muriendo víctima de enloquecedora angustia.

Al concluir, me preguntó él si verdaderamente yo creía en esas cosas Le contesté con dubitativo ademán. Para retirarnos á nuestras habitaciones teníamos que recorrer una larga galería, á la sazón muy oscura, porque la violencia del viento había apagado las luces; íbamos casi agarrados de las manos, con esmerada prudencia, á fin de evitarnos un encontrón en los muros. De súbito un fuerte soplo de aire arrebató un paño del toldo que resguardaba á la galería de les rayos del sol y se lo llevó volando con sordo estrépito; como pasó rezándonos bruscamente, nos tambaleamos llenos de horror cual beodos y fuimos á caer junto á un pilar. Cuando me reporté del miedo, levanté la cabeza todavía algo aturdido creyéndome victima de algún mal sueño; pero el cuerpo de mi compañero tendido á mi lado me aclaró el entendimiento. Sin duda nuestra sobrexcitada imaginación fingiónos alguna cosa terrífica que nos desmayó Momentos más tarde, riéndonos de nuestro anterior susto, bebíamos café y fumábamos entregados á sabrosa charla.

Con estos antecedentes arreglé á mi sabor un excelente plan de venganza. Al intento me procuré una linterna japonesa decorada tal como la ideó el fantasista Hokousaï; la suerte vino en mi ayuda de modo providencial. Un agregado de la embajada japonesa, que en ese entonces residía en el balneario me la proporcionó, asegurándome al mismo tiempo que era una feliz imitación de la de Hokousaï.

Ya no tenía más que hacer sino esperar la llegada de la noche. Durante el día, devorado por febril impaciencia, temeroso de un fracaso, preparé con refinada crueldad los menores detalles le mi proyecto. Pensé que era preciso introducirse en su aposento, cuando reinara en el hotel el más completo silencio, acercarse calladamente á su lecho y una vez allí irle despertando con ruidos extraños, con pisadas cautelosas, con frufrús de trajes que simularan fugas presurosas; en una palabra, mi malévolo ingenio me sugería una impresionante mise en scene del terror. Por otra parte el inmenso odio que le tenía, espoleaba mis bajos instintos.

De repente rasgó los aires un gemido indefinible, mezcla extraña de pena y horror; yo temblé de miedo al escucharlo. Nunca he vuelto á oírlo, pero tampoco podré olvidarlo mientras viva. Y á vecos he pensado que los náufragos, cuando cansados de nadar, palpitante el corazón, estertoroso el aliento, contemplando la ola sombría abalanzarse sobre su entreabierta boca, creen ya irremediable su muerte, deben gemir de ese modo. Luego de su pecho, oprimido por intolerable angustia, se escaparon roncos rugidos, estridentes algunos, lacrimosos los demás; y por minutos adivinaba yo el aumento de su espanto á medida que sus párpados sacudían el sueño. «Ya despierta, me decía yo, con satánico regocijo. Ahora mismo, se incorpora, mira en torno suyo opresa el alma, adoloridas las sienes, y piensa para aplacar su terror, que no hay nada, que esos vagos rumores los causa el viento colándose por entre las vidrieras de la ventana ó quizás un ratoncillo que atraviesa medroso la estancia. Y vuelve á dormirse vencido por la emoción.»

Pero todo era en vano; ya no podía conciliar el sueño. Su imaginación, sugestionada por el horror que palpitaba en el ambiente, excitaba sus nervios, impresionables en alto grado, y le iba trazando sobre el lienzo de la oscuridad cuadros de tétrica fantasmagoría, así desfilaban ante sus ojos, agrandados por el miedo, paisajes de inverosímil vegetación aferrando sus nudosas raíces á plutónicos terrenos, ostentando en las ramas de los árboles á manera de frutos macabros racimos de cráneos, de vértebras y esqueletos á medio pudrir, conservando aún entre las costillas restos de carnes verdosas.

Esperé todavía unos cuantos segundos; mi frente abrasaba como una ascua. Tendí el cuello, escuché un rato devorado por la impaciencia y resolví entonces terminar

Como surge el relámpago rasgando el velo de las sombras, encendiendo los aires con su cárdeno resplandor, centelleante hasta cegar, así de modo repentino, prendida al extremo de una caña, columpiándose sobre la cabeza del estupefacto médico, se mostró mi linterna automáticamente iluminada, esparciendo por doquiera una claridad azulada con ribetes azufrosos. Largos instantes la balanceé con irónico movimiento Su efecto era terrorífico de verdad y contribuía á aumentarlo una levísima gasa que se desprendía silenciosa de su base.

Cuando sonaron por fin las doce en el reloj de la vecina torre, me apresté á poner en ejecución mi bien urdida venganza. Su aposento estaba situado en el extremo de un pasadizo que terminaba en la amplia azotea. Desde allí por entre las columnas, divisábase gran extensión del mar sumergido en densísimas tinieblas. La noche se presentaba lluviosa, y una espesa bruma velaba los edificios.

Avancé con exquisitas precauciones hasta colocarme junto á su ventana, que permanecía entreabierta, circunstancia que me regocijó en extremo y que tal vez era motivada por el tempestuoso bochorno que empezaba á sentirse en aquel ambiente cargado de electricidad. Nada se oía á mi alrededor. A ratos débilmente, á manera de lejano trueno, se percibía el apagado retumbo de las olas contra los enormes arrecifes, mar adentro.

Extendí el brazo, empujé con suavidad las hojas de madera y corrí presuroso las cortinillas, y entonces en las sombras se destacó vigorosamente el cuadro de negrura de la ventana. Escuchó un brevísimo tiempo; silencio absoluto, sepulcral. Pero momentos después, aguzada mi oreja por la tensión nerviosa que me agitaba, me pareció distinguir el resoplido de un pecho fatigoso, mientras á intervalos sentía moverse entre débiles quejidos un cuerpo humano. Me imaginé al instante que mi rival soñaba algo horrible.

Aunque no lo veía, me lo figuraba lleno de pavura, debatiéndose jadeante, bañado en copioso sudor, á impulsos de atroz pesadilla, y con maquiavélico gozo pensé que los acontecimientos me eran demasiado propicios. Ya estaba mi sujeto bajo la abrumadora impresión del miedo; ahora me tocaba á mí continuar saturándolo de horror hasta la angustia.

Entonces con el susceptible amor propio del artista que se esmera en desplegar sus habilidades á fin de que el aplauso sea más espontáneo y más nutrido, me puse incontinenti á la obra. Primero encendí una cerilla iluminando bruscamente el cuarto, ofuscando sus veladas pupilas con la instantánea claridad, luego la apagué volviendo á enseñorearse del aposento las caóticas tinieblas. Después á horcajadas sobre el alféizar, calculando la posición de su lecho, arrojaba por esos sitios puñaditos de arena imitando así los leves pasos de una persona que gira á nuestro alrededor. Por último para fingir esos mil rumores inquietantes que nos sobresaltan en las altas horas de la noche, me había provisto de telas engomadas que pendientes de luengas cañas barrían lentamente la alfombra evocando en temperamento nervioso paseos fugaces de siniestras visiones

Una escena horrible presencié en esos momentos. Ví al médico incorporarse tan vivamente como si le hubiera picado una víbora, tender con ademán desesperado las manos, cerrar los ojos con indecible pavura, apretarse con fuerza las sienes como si fueran á estallar y luego lanzando un gruñido sordo, cavernoso, como partido de las interioridades del pecho, desplomarse pesadamente. Después se quedó allí inerte, desencajadas las facciones, vidriosas las pupilas. El médico había muerto.

Mi sorpresa fué en esta ocasión tan grande como mi horror. Yo era un asesino. Corrí hacia su lecho, le moví rudamente esperando que todo fuera un simple desmayo; pero mi duda no duró mucho tiempo. Efectivamente tenía entre mis manos un cadáver

Huí desparido de aquel sitio maldiciendo de mi fúnebre burla, me refugié en mi cuarto, y al día siguiente, sin despedirme de nadie, abandoné el pueblo perseguido por atroces remordimientos. Ignoro lo que ocurrió después.

Solamente supe, años más tarde, que un médico certificó que mi rival había muerto fulminado por una súbita congestión cerebral.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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