La Pur Sang

José Antonio Román


Cuento


Aquella tarde de carreras estaba concurridísimo el hipódromo. Como era temprano pude instalarme en un buen sitio en la tribuna de los caballeros; desde ahí oteaba todo el terreno circunvecino y contemplaba el hervir de la muchedumbre que se agolpaba alrededor del valladar, los carruajes enfilados y los caballos, cuyos jinetes distraían las impaciencias de la espera recorriendo al trote los campos circundantes.

El cielo ostentaba un azul limpio, despejado, y en el cual rielaba, hacia el tercio de su camino, el flamante disco del sol. Ni la más tenue nubecilla empañaba por la parte del oriente la acrisolada diafanidad del horizonte.

De improviso sonó la campanada de anuncio, y, al punto, ocuparon la pista los corceles que iban á entrar en liza. El concurso se removió con inquietud; todas las miradas se clavaron ahincadamente en los colores que distinguían á los jockeys que regían á los caballos. Empezaron al instante á cruzarse cuantiosas apuestas entre los aficionados. El sport subía cada vez más

Dióse la señal de partida. Los brutos arrancaron vigorosamente levantando con sus finos cascos una copiosa polvareda, que, por largos momentos, quedó suspendida en los aires hasta resolverse en ligero polvillo que se iba prendiendo por donde quiera. Al cabo de unos cuantos minutos entre clamores de triunfo y ruidosos palmoteos, jadeantes, cubiertas de sudor las lucias ancas, llegaron los caballos á la meta. Se voceó el nombre del jockey vencedor, quien fué recibido por sus admiradores con los brazos abiertos.

Uno tras otro, de esta manera, fueron llevándose á cabo los números de carreras que rezaban los programas, sin más peripecias que las consiguientes emociones de los que perdían ó ganaban en las apuestas concertadas.

Pensaba retirarme de aquel espectáculo, cuando un amigo vino á mi encuentro. Nos pusimos á charlar de multitud de cosas, y entretenidos de este modo, no reparamos en que avanzaba el tiempo y en que las carreras iban á terminar. Sólo faltaba la última, que es llamada carrera de consuelo.

Salimos de la tribuna y nos dirigimos al tren que debía conducir á los concurrentes á la capital. Pero atrajo de pronto mis miradas una gallarda amazona que diestramente manejaba una soberbia y fornida yegua, cuyos bríos, nervudas piernas y elegante estampa, denotaban su puro origen inglés.

Casi pequé de descortés al extasiarme en la admiración de la yegua, sin embargo de que la dama que la montaba era de arrogante presencia, de esbelto talle y de rostro cuya corrección de facciones le hacían agraciado y encantador; en sus ademanes fáciles, amplios, se aunaba la gentileza de sus formas con un no sé qué de imperativo y avasallador que de ella se desprendía.

Mi amigo se enteró de la aparición de esa bella mujer, y, adelantándose á la pregunta Pe pensaba hacerle, me guiñó los ojos y me dijo con alegre acento: «¡Ah, esa es la pur sang!» No acerté á comprender su extraña respuesta; creí que él no me había entendido bien; así me lo figuraba yo al ver la lastimosa confusión que hacía entre la yegua y la mujer.

Quise aclarar mi duda y se lo expresé sin ambajes No había equivocación alguna por arte suya; él, al contestarme así, aludió á la mujer. Y redondeando su explanación concluyó de esta suerte: «Esta misma noche, si tú lo quieres, serás presentado en casa de esa beldad; soy uno de sus íntimos y puedes acompasarme sin recelo. Es una mundana que hace as delicias de sus buenos amigos. Con maña puedes conquistar sus favores. Pero, en cambio, si más que á las garridas mozas eres aficionado á casos sorprendentes, hallarás en ella uno del más palpitante interés; es la víctima de una ley fatal que, al través de varias generaciones de su familia, viene marcando con sello indeleble á alguno de sus miembros. Más tarde te explicaré esto, así como el significado del apodo pur sang, con que la designan sus admiradores.»

Poco después el tren corriendo á todo vapor sobre la pradería nos llevaba á la capital Por las ventanillas del vagón columbrábanse las distantes arboledas esfumadas por el polvo y doradas por el crepúsculo. En el poniente franjas de nácar y púrpura, vivaces, inmensas, recorrían gran espacio del cielo. Súbitamente, al volver un recodo, percibimos la ciudad extendida á ambos lados del río, pintoresca, con sus torres y sus techumbres, y con su sello original de ciudad antigua y extraña.

A trechos, por entre los claros del ramaje, estampadas en las azules lejanías, veíanse distintas en sus perfiles las pequeñas casas de labor, todas blancas y de aspecto humilde. Por los sembrados, á pasos lentos, la yunta de bueyes arrastraba el tosco arado; en los establos de recias y mal unidas tablas los carneros y cabras se revolcaban en medio del estiércol seco. Los palos del telégrafo, plantados á la derecha de la vía, hacían gemir sus alambres agitados por un fuerte viento.

Cuando oscurecía llegamos á la capital. En el anden nos despedimos con un fraternal apretón de manos, citándonos para la noche en uno de los cafés más centrales.

Una vez solo me eché á andar en dirección á mi casa rumiando con calma este pensamiento: esta noche he de visitar á esa mujer, cuya historia apasiona mi curiosidad. Me prometía hacer un verdadero hallazgo, encontrarme con uno de esos casos que, puestos en letras de molde, parecen ser una creación del narrador.

A las nueve de la noche estaba aguardándole de pie en la puerta de «El Americano.» Mi amigo fué puntual á la cita, pues no me hizo esperar arriba de unos cuantos minutos. Al llegar me saludó con una leve inclinación de cabeza y sin decir palabra, me indicó que le siguiese. Recorrimos en silencio varias calles durante un cuarto de hora.

Por fin nos detuvimos delante de una puerta que daba acceso á una empinada escalera. Mi compañero franqueó el umbral y empezó á subir, yo le imité subiendo tras él.

Antes de que tuviese yo tiempo de analizar mis impresiones, me ví en una elegante y confortable estancia; en frente de mí, negligentemente reclinada en un sillón, abanicándose, estaba la dama que esa tarde había cautivado mis ojos. Si entonces me pareció bella, ahora colocada en aquella habitación lujosa y tibia, iluminada por el raudal de claridad que vertía el gas de la araña, la encontré divina. Sin poder formular una de esas frases banales con que se inicia una conversación, permanecí un breve rato, después de la presentación usual, recreando mi mirada en la mórbida esbeltez de sus formas. De pronto cobré ánimo y me puse á conversar con ella; al cabo de una hora éramos ya grandes amigos.

Deliciosos fueron los instantes que pasamos en su amena compañía; ella no omitió medio alguno á fin de regocijarnos, y entre sorbos de perfumado té y sendas copas de hummel veíamos con pesar llegar el término de aquella agradable velada.

Mientras estuve cerca de ella, deleitándome con su chispeante jovialidad, inebriándome con el aroma de su roja y húmeda boca, que realzaba la limpia blancura de sus ordenados dientes, ni un deseo carnal turbó la serenidad de mi alma. La contemplaba inerme, sosegada, llena de encantadora fe en su porvenir y satisfecha en medio de su existencia de rumbosa cortesana, y al reir lo hacía con tal inocencia, con tan cándido desenfado, que quien no estuviese sobre aviso respecto de su equivoca posición, á poco esfuerzo la hubiera confundido con la más inocente y adorable chiquilla.

A semejante linaje de reflexiones me entregaba yo al escuchar su voz suave, con entonaciones armoniosas, que poblaba el ambiente del aposento de musicales recuerdos, á par que escudriñaba en las reconditeces de sus profundas pupilas que, á despecho del velo de sus largas pestañas, derramaban un abundante haz de ofuscadores rayos. Me encantaba también de modo indecible su epidermis adornada con un ligerísimo vello y de un blanco pálido, que semejaba un antiguo marfil.

Un reloj de sobremesa dió horas. Nuestra entrevista había durado lo suficiente para ponerle término. Mi amigo dió la señal poniéndose de pié, yo seguí su ejemplo y poco después nos hallábamos en la calle.

Cogidos del brazo nos encaminamos en diección al centro de la ciudad. En aquella noche cálida y estrellada flotaban en el aire perfumadas emanaciones venidas de no se sabía dónde. Una frescura reconfortante, grata, nos azotó el rostro. Marchábamos lentamente invadidos por aquel plácido bienestar que alegraba nuestros espíritus y permitía á nuestras mentes fantasear á su regalado gusto. No me atrevía á hablar temeroso de alejar de mí esa quietud bienhechora que me poseía.

Por delante de nosotros, sin columbrarse el final, la calle se prolongaba desierta y silenciosa, iluminada por su doble hilera de faroles, cuyas luces, á medida de la distancia en que estaban colocados, tendían á entrecruzarse fingiendo hacia el extremo de la dilatada calle na vivida constelación de puntos luminosos, tanto más resaltante cuanto más oscura se mostraba la noche.

Ibamos á los barrios de abajo del puente. Un mismo pensamiento guiaba nuestros pasos: el propósito de buscar un sitio apartado, tranquilo, donde pudiéramos descuidadamente cambiar nuestras mutuas impresiones. Yo le había propuesto que fuéramos al café de «La Línea.» Mi amigo aceptó gustoso mi indicación, y por eso nos dirigimos á ese establecimiento.

Cuando llegamos al puente de piedra, el río oreó nuestras faces con una brisa sutil, húmeda. El agua con sordo estrépito, con ruidos de piedrezuelas ludidas entre sí, corría alborotada é iba á precipitarse bajo la tenebrosa arquería del puente, recamando los grises muros con finas grecas de espumas En la margen izquierda, por encima del parapeto, se parecía la masa confusa de la frondosa alameda de sauces, que se diseñaba vagamente sobre el azul sombrío del cielo. A nuestra derecha, envueltas en las tinieblas, sumergidas en el más completo silencio, distinguíase la prolongada fila de casas que por ese lado constituye la otra ribera.

Un largo rato nos paramos á contemplar el fragoroso curso del río salpicado de centelleantes regueros de claridad que á manera de inquietas sierpecillas, corrían sobre el haz de las aguas; esos reflejos partían del café de «La Línea», cuyo iluminado balcón mira sobre esa parte del Rimac.

Como eran altas horas de la noche, una opresora solemnidad se espaciaba á nuestro alrededor. La ciudad dormía en santa paz. Ni un transeunte andaba por las calles. En medio de aquella profunda calma se hacía más perceptible, casi ensordecedor, el estruendoso resonar del río.

Poco más tarde tomábamos asiento en torno de una mesita, desde la cual, gracias á las abiertas vidrieras del balcón del café, mirábamos el paisaje circundante. Pedimos dos tazas de café y una media botella de coñac. Al beber á sorbos lentos el aromático líquido, nos sentíamos embargados por una suave molicie que daba á nuestras ideas una brumosidad de ensueño. Un ardor desconocido me subió al rostro; el alcohol empezaba á encenderme la sangre. Sin hablarnos, permanecíamos ensimismados, viendo cómo refulgía la luz en el jarabe amarillento que, en el fondo de las tazas, había formado la combinación del café con el coñac.

Ya era tiempo de que mi amigo me refiriera a historia de esa mujer. Deseaba con viva impaciencia conocer el pasado de aquella cortesana. Y bruscamente, arrancando á mi compañero de su soñación, le dije:

—Vaya, ¿acabarás alguna vez de contarme a historia que me prometiste? Sé compasivo en mi curiosidad

Entonces mi amigo, sin contestarme, se sirvió una copa de licor, se la bebió de un trago y comenzó de esta manera:

—Ante todo debo mostrarte el retrato de a madre. Aquí lo tienes. (Al decir esto lo sacó de su cartera.) El parecido es asombroso ¿Verdad?

Efectivamente, mis ojos fijos en esa fotografía iban por instantes apreciando mejor las sorprendentes semejanzas entre la madre y la hija. Yo recordaba haber visto ese retrato en los escaparates de Courret. Allí se parecía ella aún lozana á pesar de sus años, fresca la piel y sin arrugas el rostro, tocada con un sombrero-gorra y vestida con un abrigo con vueltas de armiño figurando estar de viaje. Era de arrogante apostura, y el observador perspicaz á poco esfuerzo podía reparar en la expresión casi maquiavélica de sus grandes pupilas. Algo echado hacia atrás el firme busto, un brazo un tanto escorzado, aquilino el perfil de su nariz, no sé por qué se me ocurría encontrarle singulares semejanzas con alguna bestiecilla linda y viciosa

Cuando hube concluído de examinar el retrato se lo devolví, mi amigo lo puso á un lado y continuó:

—Si se rastrea en sus orígenes, vése algo así como una especie de lepra moral que torciendo las buenas inclinaciones de los individuos de esa familia, especialmente en las mujeres, los arroja por modo súbito á la sima del vicio. Yo he conocido á la abuela, y desde ella vengo comprobando este estigma hereditario.

En mis mocedades completado con otros chiquillos de idénticas aficiones que las mías, hacíamos escapadas del colegio, y guiados por el más talludito y más diestro en picardigüelas, íbamos á solazarnos á casa de esta buena señora. Empeñosamente defendía ella su belleza de los estragos del tiempo y con cold creams, pinturas y otros afeites, bien podía hacer palpitar de placer el corazón de algún mocito estudiante. Nosotros la tratábamos con respeto, casi con cariño. Tenía para nuestras juveniles imaginaciones el prestigioso encanto de su vida de vieja cortesana. La considerábamos como una especie de centón del deleite. Pero lo que más contribuyó á nuestra admiración, fué lo que se susurraba acerca de su pasado. Había quien propalaba el rumor de que ella, en época no remota, había sido dama de linaje y adinerada. De este modo contaban otras muchas cosas más.

En breves palabras resumiré lo que se decía respecto de ella. Fué hermosa como pocas, perteneció á una familia distinguida y tuvo numerosa corte de enamorados. Sagaz, sabiéndose deseada con ansia por los hombres, no se dió prisa por casarse hasta no encontrar al que verdaderamente le conviniese para marido. Como en esta clase de asuntos las mujeres tienen una penetración sutilísima, la espera no duró mucho tiempo y al fin se casó á su placer.

Los comienzos del matrimonio fueron dichosos. El marido, un italiano acaudalado, se desvivía por brindarle toda suerte de comodidades. Así corrieron los años, no muchos para desgracia de ambos. Al cabo de algunos, los goces conyugales perdieron para ella su principal atractivo. Sintióse poseída por un súbito desamor. Su esposo no hacía vibrar, como antaño, las delicadas fibras de su corazón. A la postre tuvo que confesarse á sí misma la falta absoluta de cariño hacia su marido.

Luego, como consecuencia natural, el adulterio la solicitó con todas sus energías disolventes de las más firmes voluntades. Uno de sus amigos asiduos le sirvió para el caso. Ella fué, pues, adúltera, pero sin grandes apasionamientos, sin esas brusquedades escandalosas que suministran combustible á la hoguera de la implacable maledicencia. Su cómplice, galante y discreto, supo secundarla diestramente en la trama que ella urdió para cegar los ojos de su esposo.

Nada la retrajo de sus criminales amores, ni la ternura bondadosa que le demostraba su confiado marido ni el porvenir de sus angelicales hijas, dos pimpollitos de tez pálida, ojos negros, ardientes y cabellos de un castaño claro, tirando á rubio. Siguió cada vez más impenitente como si quisiera buscar en el aturdimiento de su frenesí sensual el olvido de su delito ó el reposo de su conciencia, de cuando en cuando aguijoneada por los reproches que á ella misma le merecía su vituperable conducta.

Por fin el desvío del amante por una parte y la saciedad consiguiente á la satisfacción de un torpe capricho, por otra parte, acabaron con ese lazo infame. Sin mutuas reconvenciones, sin disputas que agriaran los ánimos, casi quedando amigos, se separaron los dos amantes. Como un hecho de antemano previsto, esta ruptura pareció no haber causado sorpresa á ninguno de los dos. Ella era sumamente orgullosa y al comprender el móvil del repentino alejamiento de su amante, disimuló la herida hecha en su vanidad hasta el extremo de poner todo empeño para romper más pronto aquellos vínculos que los ligaban.

Este desenlace vino demasiado tarde para la paz del hogar. Alguien sopló la traición en los oídos del desdichado esposo. Entonces la catástrofe, que no había ocurrido durante el imperio de la pasión adulterina, vino á estallar con la instantaneidad del rayo cogiéndola desprevenida. Era de índole pacífica el marido, pero lo sangriento del ultraje le transportó de ira, y sin reparar en nada se dejó llevar por la violencia de sus instintos echando por tierra su felicidad doméstica. Se separaron con gran escándalo. Por espacio de algunos días formaron el tema de las conversaciones. Después, al cabo de unas cuantas semanas, nadie volvió á ocuparse de ellos.

Al verse abandonada por su esposo, ella afrontó resueltamente las consecuencias de su gravísima falta. Desde luego sus bienes particulares pudieron de sobra subvenir á las necesidades de su lujosa existencia; pero con el transcurso de los años, menguada ya su fortuna, sufrió ésta un notable quebranto motivado por ciertas calamidades públicas y del cual nunca pudo restablecerse.

El porvenir se tornó entonces desesperado. Tuvo que recurrir á esas uniones temporales que, á trueque de la deshonra, proporcionan pan á los hogares desvalidos. Una vez puesto el pie en la pendiente, fácil es rodar hasta el abismo. Ella se sumergió, pues, en el vicio.

En aquel ambiente malsano crecieron y se desarrollaron sus hijas. ¿Cómo pudieron permanecer incólumes en medio de la corrupción de su madre? No atino á explicármelo. Y, sin embargo de eso, la suerte les fué propicia. Ambas llegaron á ser esposas. Más adelante te relataré cómo y por que medios sutilísimos é incomprensibles, el virus emponzoñó también aquellas almas cándidas.

No obstante esto, ella ha continuado recorriendo hasta el fin la senda de sus devaneos. Vive, á buen seguro, si no satisfecha cuando menos impasible, importándole un ardite el qué dirán.

Ahora, una vez terminada la historia de la madre, paso á referirte la de una de sus hijas, la de aquella que se llama Elvira; ocuparse de la otra no viene al caso ni aumenta en lo menor el interés de mi narración.

Elvira tiene al presento algunos lustros encima, pero compite ventajosamente en punto á hermosura, con cualquiera mujer. Quizás en repetidas ocasiones te habrás topado con ella en las calles de Lima. Es de porte altivo y de una intensa palidez que acusa un temperamento mitad nervioso y mitad histérico; pero sobre todo, lo que poderosamente atrae las miradas, son sus espléndidos ojos amplios, húmedos, de una incomparable negrura que finge una noche de tempestad

Se enlazó con un comerciante alemán, que, idolatrando en ella, supo rodearla de un bienestar apetecible. Esto no colmó sus aspiraciones ni refrenó sus perversas tendencias. Se mostró desagradecida y desleal. ¿Quién pudiera sondear con acierto en la complicadísima psicología femenina? En ese revuelto mar de las pasiones humanas, toda ciencia es vana, y toda penetración, de lamentable exigüidad.

¿Qué cosa podía llevarla al adulterio? Tenía el amor profundo, inalterable, de su marido, la holgura que da una regular fortuna, y las caricias de sus hijos que bien podían haberle servido de fuerte escudo contra las malas tentaciones; pero á pesar de todo adulteró.

El lance se hizo del dominio público. Como en casos semejantes los comentarios abundaron, y el suceso principal, glosado al antojo de cada narrador, voló por doquiera. ¿Qué desconocido impulso, qué secreta perversión mal disimulada, mueve á la sociedad á cebarse en estos hechos escandalosos? ¿Por qué nos complacemos íntimamente en escuchar su relató, aun cuando de un modo hipócrita compadezcamos á los infelices protagonistas? Porque las multitudes, aunque aparenten detestar el vicio, buscan afanosas el vitando deleite de regocijarse con sus deletéreos resultados, cual si de este modo quisieran aquietar en parte ese légamo espeso, removido, de nuestros bajos instintos, y que forma la parte innoble de nuestro sér. Hay en la sociedad algo del cerdo hozador de podredumbres, para el que tiene el pantano su atractivo peculiar.

Antes de ser severo con esa pobre mujer delincuente, debo investigar cuál es el grado de su culpabilidad en el delito cometido. Seré justo, pero no implacable.

Ella recibió de su madre un legado horrendo. En las venas llevaba, desde su nacimiento, el virus que la empujó casi de manera inconsciente al crimen. El proceso había sido lento, pero seguro.

Me la representaba en sus momentos de tremenda lucha, cuando se debatía palpitante de angustia y de terror, casi vencida por las bruscas rebeldías de la carne. Elvira se veía desfallecer devorada por el mal que mordía con tenacidad en sus entrañas. Caro pagaba ella los deslices de su madre.

Aunque pidió á la religión consuelo para sus cuitas y á la medicina lenitivo para sus sufrimientos, tanto la una como la otra defraudaron sus esperanzas. Como escollaran por todas partes las tentativas hechas para dar reposo á su atribulado espíritu, cayó ella en una honda postración.

Después de aquel aplanamiento moral vino la reacción más violenta é insoportable. Entonces llegó al colmo el delirio de sus ímpetus eróticos. En esa hora propicia se presentó el amante y la hizo su presa. Este fué un primo suyo que visitaba la casa y que era solícito concurrente á todos sus saraos.

Al principio no se dió ella por entendida de las finezas y atenciones con que mostraba empeño en agradarla su estimable primo. El, impertérrito, estrechó el asedio amoroso. Entonces ya no cupo disimulo posible.

A tan peligroso extremo habían llegado las cosas, cuando le acaeció ese extraño estado de ánimo.

Con ardorosa furia se dedicó al cultivo de esa adulterina pasión. Citas diarias preparadas con una premeditación punible, entrevistas nocturnas en los restaurants, paseos al campo en donde soltaba toda rienda á su frenesí de amor, eso y mucho más fué en cifra y compendio su vida de locuras, que por espacio de algunos meses horrorizó á las conciencias timoratas.

A este amante siguieron otros. Sin tapujos, cual si lanzara un bravo reto á los difamadores, rompió abiertamente con la sociedad y siguió impávida en la senda de sus extravíos.

Como torrente desbordado que sale de madre é inunda los sembrados vecinos, ensanchó

Elvira el ámbito de sus hazañas. Se contaron de ella las más peregrinas é inverosímiles historias.

La infeliz era una mísera esclava de sus desordenados apetitos exacerbados por el impulso atávico; así, lo que en la madre había sido una falta, tal vez disculpable, en la hija, merced al trabajo sutilísimo de la herencia, se convertía en una propensión morbosa que revestía los caracteres de un hábito. Hubiera podido afirmarse que esa mujer adulteraba casi por costumbre, obedeciendo á titánicas exigencias de su neurótico organismo.

En el alambique humano los productos primitivos tratados por cierto estilo y en combinación con otros de distinta índole, pero de diversas propiedades cuando todos ellos se fusionan, dan origen á uno nuevo y muy diferente, algo á modo de esencia dupla, si se me permite la frase. Eso precisamente había sucedido en el caso de Elvira.

Nunca pude explicarme cómo este matrimonio continuó subsistiendo, á pesar de las depravaciones de la esposa. Quizás voluntariamente el marido cerró los ojos á todo, con sintió de tácita manera á trueque de no turbar el reposo de su hogar

Con los años vino el olvido. Más tarde, pocos recordaron la pasada existencia licenciosa de Elvira. Por otro lado, el tiempo imprimió en su belleza destructoras huellas y aplacó también sus juveniles ardores. Ella experimentó un súbito cambio; entregóse con inusitado fervor á las prácticas religiosas, y al ver el fuego con que lo hacía, alguien hubiera podido figurarse que buscaba en la devoción el perdón de sus culpas.

De los hijos que tuvo, sólo le quedó una chicuela linda como un sol Rubio hasta cegar el abundante cabello, limpiamente azuladas las pupilas, de nieve y rosa el rostro, era Emma de admirable hermosura. Pronto creció la niña aumentando más en encantos y oscureciendo por completo la decadente belleza de su madre.

Al presente no me resta más que contarte la historia de Emma, la pur sang como le llaman sus amigos íntimos. Para llegar hasta ella me ha sido preciso referir antes lo que acabas de oir. Ahora le toca el turno á la nieta

Dentro de breves instantes terminaré, pero voy á descansar unos segundos, mientras bebo otra taza de café.»

En tanto que mi amigo apuraba su taza de hirviente café, yo salí al balcón y me puse de codos en la baranda. Hacía un tiempo sereno, claro, con un cielo muy azul y un horizonte de lechosas transparencias. Poco más tarde, refrescó el ambiente, y un vientecillo crudo salpicó con fuerza en las mejillas.

De repente un lejano reloj dió las tres de la madrugada. La luna apareció entonces; su disco enorme, radiante, semejaba una grandiosa perla prendida, á modo de regio adorno, en la vaporosa gasa de la noche. Los sauces de la ribera se decoraban con reflejos de plata. Los edificios fronterizos á mí, bañados en oleadas de luz, acinados en confuso amontonamiento, traían á la sobreexitada imaginación melancólicos recuerdos de ciudades antiguas, perdidas en lontananza de las muertas edades. Y repetí maquinalmente el verso aquel de Banville: «Messina est une ville étrange et surannée.» Ciertamente, así se me figuraba Lima en esos momentos de dulce tranquilidad.

A mis plantas el río, alborotando sus linfas, fingía á mis ojos una hirviente disolución de nácares. Sobre la diáfana lejanía el Puente de Balta recortaba con vigor la masa gris de su construcción. Una sugestiva molicie se desprendía de todo el paisaje sumergido en la deliciosa calma del nocturno sueño. Largo rato bebí con fruición el hálito embalsamado de esa noche de paz.

Sentí que me llamaban: era mi amigo que quería proseguir su relato Volví á sentarme y me dispuse á escucharle.

Entonces él, continuando, siguió de esta manera:

«Cuando Emma fué pequeñita, sus parientes la abrumaron con caricias, la mimaron hasta lo inverosímil y deseosos de que ella tuviera una esmerada educación, aconsejaron á sus padres que la pusieran en uno de los mejores colegios. La colocaron en el instituto de San Pedro. Fué una elección acertada, porque las madres educadoras, que en achaques de enseñanza son habilísimas y que llevan su maestría hasta el extremo de hacer un estudio especial de las aptitudes personales de cada una de las educandas, así como de su posición social, en pocos años la devolvieron á su familia, nutrida de conocimientos y de otros muchos primores.

Después hizo entrada en el mundo que frecuentaban sus padres. Obtuvo un éxito estupendo y una nube de admiradores se prendó le sus gracias y encantos. Festejada, dichosa, viéndose en el apojeo de su triunfo, cualquiera pensará que ella trató entonces de buscarle un marido que fuera de su pleno agrado; pero no hubo tal cosa. Lejos de eso, apartó de sí con visible enfado á la turba de sus enamorados, le entre los cuales nunca intentó ella escoger esposo.

Prefirió mirar cara á cara su porvenir; y aunque se había guardado á su alrededor la más cautelosa reserva para que nada del borrascoso jasado de su madre le fuera conocido, sin embargo, á despecho de tales precauciones, la insidia humana no aplacó sus rencores: la infeliz supo todo de corrido y de un modo brusco. Era que alguien se había complacido, con malévolo gozo, en narrarle la vergonzosa historia le sus ascendientes.

Aun cuando ni una palabra se le hubiera dicho, ya había presentido algo. A veces, vagamente, sentía extrañas opresiones, desvanecimientos instantáneos, mortales cansancios que le ponían los pelos de punta y le hacían sufrir como una azogada. Todos estos singulares síntomas la alarmaban mucho, á par que la sumían en un mar de espantosas confusiones. Después este á modo de incógnito mal fue precisando sus caracteres, acentuando sin matices, como si se aprestara á declararse con brutal franqueza.

No aguardó mucho. Al principio la enfermedad se infiltró en su sangre con suave lentitud, luego hizo su aparición de golpe y poco después asumía las apariencias de una verdadera crisis. Entonces en medio del paroxismo del dolor, tuvo una repentina intuición: fué así como un copioso chorro de luz que rápidamente iluminara la densa oscuridad.

Con amargura se reconoció perdida para siempre. La herencia se cebaba también en ella como lo había hecho con su desventurada madre. Al comprender esto, un rugido de rabia se escapó de su pecho. En su interior se rebeló contra ese terrible decreto del destino. Encontrarse joven, hermosa, dispuesta á saborear los goces de la vida, y no poder hacerlo por estar irremisiblemente condenada á la voracidad de la repugnante hidra del vicio. Por eso su desesperación no tenía límites.

Cuando su espíritu se calmó, le sobrevino la reflexión y se puso A meditar sobre su sombrío porvenir. Se remontó hasta la historia de tu abuela, y uno á uno, evocados por su febril fantasía, pasaron por delante de sus ojos, agrandados en sus proporciones más saltantes sus detalles, todos los cuadros de infamias en que había sido testigo, agente ó paciente su antecesora. Tuvo una sensación de espanto y cerró los párpados para no verlos; pero al través de ellos, con rasgos luminosos, percibía el rostro de su abuela, un poco avejentado y de plácida expresión, que le sonreía con ternura. Se apretó las sienes con ambas manos pugnando por arrojar de sí esas horripilantes imágenes, cuyo veloz desfile le mareaba. Como si esa presión avivara la nitidez de las visiones, éstas se ofrecieron entonces á su vista más fulgurosas. Quería gritar y no podía. De su garganta solamente salía un sordo ronquido.

En seguida colmó su angustioso desvarío un nuevo tropel de escenas que acudió á su desvanecida mente. Reconstruyó con ayuda le él la pretérita existencia de su madre. Vió reproducidos con palpitante realidad todos aquellos lances de ignominia en que había ido actora aquella mujer.

Después un humo espeso echaba un vela obre esa horrenda teoría, y antes de que desapareciera todo, surgía del fondo blanquecino un punto de fuego de una brillantez ofuscadora, que se desenvolvía luego en una multitud de rayos que formaban como una especie de fúlgida aureola. En su centro, Emma reyó contemplar su rostro hermoseado hasta la transfiguración, con sus pupilas hechas un par de relucientes zafiros. Su rubio cabello caía en desbordante cascada de oro sobre su cuello. Aquella apoteosis ora la suya, pero al mismo tiempo pensaba Emma que allí resplandecía ella como una soberbia flor del vicio.

Entonces se resignó con su sino, ocultó la cara entre sus manos y lloró largo rato en silencio.

¡Cuán pasmoso no sería el asombro de los altos círculos sociales á los que Emma concurría, cuando supieron un día que ella había abandonado el hogar de sus padres en compañía de un amante! Nunca se acertó con la solución de este enigma. Algunos atribuyeron el suceso á uno de esos caprichos de joven mimada que á la postre producen irreparables consecuencias. Otros sólo vieron en ese acto de Emma un tic de muchacha nerviosa.

Su carácter franco, siempre en perpetua guerra con los convencionalismos sociales, rechazaba la falaz hipocresía del mundo. Comprendió que ella no podía ser una esposa honrada ni una amante fiel, y antes de manchar el tálamo nupcial con el adulterio, eligió la vida libérrima de la cortesana.

El primer paso lo había dado fácilmente, escapándose con uno de sus admiradores. Desde ese momento principió para ella una nueva etapa. Toda su vida anterior la consideró como un sueño.

Emma rayó á gran altura entre las mujeres de ese género. Sus cenas eran reputadas como las mejores. Delirante de gozo, trajeada con las más ricas y vistosas telas, aturdiendo la ciudad con el estrépito de sus fiestas, así vió trascurrir algunos años.

Cuando Emma ponía punto final á esta serie de locuras, la conocí yo. Desde esa vez fuimos cordiales amigos. Recuerdo una ocasión en que ella, espontaneándose conmigo, me contó su historia, la misma que acabo de narrarte.

Ahora concluiré refiriéndote el origen del apodo que lleva. Fué al terminar una comida, entre los ardorosos brindis de los comensales, cuando la bautizamos. Se hablaba de caballos, pues precisamente todos nosotros habíamos asistido á las carreras de esa tarde. Uno elogió las gracias y la admirable resistencia de la yegua que había ganado la copa de oro. Otro ponderó también los triunfos de la madre de la yegua, que dijo ser de pura sangre inglesa, terminando así: ¡Ah! les aseguro á ustedes que estos animales pur sang valen un tesoro; yo siempre apuesto por ellos.

Entonces uno de la reunión soltó una carcajada y encarándose con Emma, agregó á modo de comentario: ¡Eh, Emma, como tú que eres una pur sang! Y volvió á reir con más júbilo. La frase tuvo un éxito colosal y dió la suelta á la mesa entre los aplausos de los concurrentes. Para hacer más chusca la humorada, yo arrojé sobre su pulcro y redondo seno ni copa de champagne; así quedó Emma bautizada.

Ella no mostró el menor enfado y pareció complacida. Un breve instante vagó por sus finos y purpúreos labios una encantadora sonrisa.

Con estas palabras terminó mi amigo su largo relato. Le dí las gracias por su amabilidad y juntos salimos á la calle. El frío de la mañana nos hizo estremecer. Al cruzar el puente solitario á esas horas eché una mirada al río.

Entonces admiré un espectáculo sorprendente y del más lindo efecto; diríase que era un cuadro de magia. Una niebla transparente, sutil, había descendido sobre el agua que corría quieta sin el más ligero repliegue en su nacarada superficie; después dejando al río libre había ido á amontonarse en ambas riberas formando allí unos simulacros de muros que á la luz de la luna brillaban con el esplendor de la nieve.

Sobre cada uno de ellos, mis deslumbrados ojos se figuraron ver, reclinadas en abandonada postura, en plena desnudez, á la madre y á la hija La primera, me parecía que esquivaba las miradas como tratando de buscar un refugio entre la niebla; en cambio la segunda, la hija, se mostraba á todos sin pudores estudiados, adorable en la blancura de sus carnes, con ingenuidad deliciosa que hacía, involuntariamente, pensar en la inmaculada corderilla tendida sobre el ara del altar, siempre dispuesta al sacrificio!...


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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