Fué aquel un crepúsculo luminoso, desfalleciente, que llenaba el espíritu de honda melancolía. El cielo plácido, puramente azulado, rasgueado por el incierto vuelo de alguna retardada ave, se extendía sobro nuestras cabezas. A lo lejos, por una abierta ventana, veíamos pasar los carruajes, bulliciosos, naciendo retemblar las piedras.
Bebíamos cerveza con lentitudes de sibarita. Y en los polvorosos aleros de los edificios los dorados reflejos de un sol poniente.
Adoptando una muelle posición levantó su pálido rostro en el que un temprano é incurable hastío había dejado dolorosas huellas, y con su voz dulcemente triste, un tanto cansala, empezó mi amigo así:
—Es al concluir la gran calle que, tortuosa, conduce á la Exposición, donde ella vive. Casi todas las tardes, negligentemente apoyada en su balcón contemplando el desfile de los paseantes solía verla yo. Y horas enteras, trajeada de rojo, se estaba allí con su actitud de ídolo inciensado, con su extraña sonrisa de Astarté-Astaroth, mientras á sus pies, ensordecedores con su áspero traqueteo ritmado por el chillador silbato del conductor, los sucios y pesados tranvías se deslizaban arrastrados penosamente por Hacas bestias. En aquella gente que se apiñaba en las banquetas, sudorosa, tostada lentamente por el sol, clavaba ella sus miradas de hembra ansiosa.
¿Por qué había reparado yo en ella? No sabría explicármelo. Pero en medio de mi neurosis incomprensible, monstruosa mezcla de refinadas depravaciones y delicadezas femeninas, tengo un instinto altamente desarrollado: el de la curiosidad; es la mía una curiosidad intensísima, casi mórbida, que me exaspera y arrastra con irresistible fatalidad en pos de todo lo que impresiona mis sentidos. Y me ha sucedido permanecer largo espacio de tiempo abstraído en el estudio de una nimiedad que á otros no les habría hecho perder un solo instante. Otras veces un sutil hilo de araña, temblando delicadamente, retorciéndose á impulsos del aura, me ha valido algunas horas de profundas reflexiones. Un simple lampo de luz agitándose en la pulida superficie de un trozo de metal, un claror fuyente en una puerta vidriera, una nadería, en fin, irrita mis nervios y reclama mi atención con enfermiza tenacidad. Después, vuelto á mi estado normal, que dan mis miembros lasos é incapaces para la menor fatiga, y hay en mí un amargo pesimismo que me hace odioso lo que veo.
Quizás á esta singular disposición de ánimo debíase el interés que supo despertar en mí. Cada vez que pasaba por delante de ella me complacía en admirar su torso opulento, modelado, amenazando hacer estallar su ajustado polquin; sus caderas amplias, carnosas en a plena madurez de sus treinta y tantos años; su cuello corto, grueso, cruzado por venas de vigorosa sangre; y su ancha y poderosa cabeza que le daba una vaga semejanza con Semíramis, la reina cruel y voluptuosa. Su piel era suave, fina y láctea.
Pero lo que más me seducía eran sus pupilas redondas, sombreadas por largas pestañas, un tanto felinas, adornadas con un leve resplandor esmeralda; y sobre todo su sonrisa insinuante, sugestiva, casi prometedora que hacía resaltar las prematuras arrugas de su rostro de mujer casada.
A pesar de mis escépticas creencias y de mis sistemáticas negaciones de todo lo bueno, amable y bello, llegué á enamorarme perdidamente de esa mujer. Y fué la mía una pasión muda, casta. Hastiado de los placeres que se compran, llevando en mi alma el amargor del absintio bebido en las crapulosas orgías, enfermo, gastado, quise adorar en ella, no la carne avasalladora, brutal, exigente, sino ese feminismo tenue, casi intangible, omnipotente, redentor, que transforma á la mercenaria en la Virgen Madre salvadora de los desesperados, de los blasfemos
Hacía tiempo que deseaba amar con esa candorosidad ingenua del púber, con ese gracioso abandono del niño. Me lancé irreflexivo en la región de los ensueños. Y fueron mis ensueños perfumados, plenos de dulces cántigas, bajo enramadas murmuradoras, lejos del mundo, viviendo ocultos, enamorados, siempre el uno en brazos del otro. Y en las noches diamantinas, frescas, errabundeábamos por los campos sintiendo reconfortados nuestros organismos con los sanos olores del heno y de los trigales ¡Qué tranquila se desliza así la existencia sin rencores ni pasiones!
Me dijeron que era casada. No me importaba aquello. Yo no iba en pos de una mujer, sino tras un alma que, batiendo sus inmaculadas alas cabe mi ardorosa frente, alejara de ella todas las ignominias de mi mundana vida. Tú crees que el adulterio con sus vergonzosas inquietudes me encantaba. No; buscaba con la fe del creyente, con la santa decisión del convicto, la ternura de la hermana, casi el cariño bondadoso de la piadosa madre. Yo era un pobre sediento que reclamaba mucha agua pura y cristalina para refrigerarme
Y á solas con ella en la discreta penumbra del boudoir, juntos nuestros cuerpos en el muelle diván, entregados á las inocentes fruiciones de un amor casi divino, apenas si tembloroso, temiendo mancillarla con mi aliento impuro, hubiérame atrevido á besar sus blancas mejillas de diosa sonriente.
Te causará gran extrañeza escuchar de mis labios todos estos ridículos transportes de una pasión cursi.
Pero sumérgete como yo en el fango; gasta tus energías morales en el vicio espantoso, devorador como un Minotauro; desciende, tambaleante, asqueando, en la sentina de nuestra moderna sociedad; respira ese hedor de podredumbre y de cosas viejas, arrumadas, que se siente en medio de ese pueblo que llaman sano, vigoroso, los ignorantes; y entonces, despertándose en tí un santo horror creerás en Dios, en la Virgen María que clamante, generosa y fecunda Isis, intercede por nuestra salvación y en el amor, agua lustral para nuestras almas enfermas.. ¡Ah! Es una desgracia irremediable nacer sensible, delicado, en un medio como éste, egoista, frío destructor de todo lo que se levanta sobre lo efímero y práctico de la vida humana The struggle for life, despiadada, imperiosa, destroza implacable as más caras ilusiones. Me voy sintiendo fatigado; soy de los vencidos, de aquellos que hechos despojos, faltos de energía, van no se sabe á dónde. Me iré al fondo, muy al fondo, como los muertos náufragos en busca de una sepultura sombría, movediza, como mi agitada existencia...
Transcurrieron algunos instantes de cruel y doloroso silencio. Llegaba la noche tendiendo recatada sus mallas de sombras. Cesaban los ruidos callejeros. Después recomenzó con indefinible amargura, el narrador.
Ella burló mis halagüeñas esperanzas ensombreciendo más mi espíritu. No era la esposa pura, maternal, de la que me había forjado un ídolo sino la mujer tornadiza, concuspicente, que se entregaba con cínica impudencia á un imbécil más hermoso que su marido
Aquella noche sufrí humildemente. Celos rabiosos, investigadores del crimen, como aves carniceras me mordieron prolongadamente en el corazón. Oscurecía Las sombras invadían las fachadas. Los picos de gas con penoso temblor, palidecientes, resplandecían como al través de vaporosas brumas. En los techos los vidrios de algunas altas claraboyas, se incendiaban con los postreros destellos de un sol muriente... El crepúsculo era triste, desanimado. Se sentía uno melancólico, friolento...
¿Qué desconocido impulso me condujo cerca de su casa? Algún malvado demiurgo quiso atormentarme. Soy de aquellos que creen en fuerzas misteriosas propulsoras de las acciones humanas.
De pie en la vereda, altiva, con su traje rojo, esperaba un tranvía. Subió á él; yo en seguida. La luz indiscreta esclareció su rostro que sonreía regocijado á un hombre. Desde el otro extremo, casi oculto en la penumbra, turbado por la ira, los contemplaba. Cruzamos varias calles Fingiendo distracción fijábase en las siluetas borrosas, danzantes, que en macábrico tropel iban desde las aceras hasta las paredes, siempre deformadas por la rápida tracción del carro; en esas sábanas de claridad untuosa, surcada por fajas oscuras que arrojan los faroles del alumbrado público sobre los muros pintados al óleo; y en las charoladas cajas de los carruajes donde temblaban radiantes lampos de luz. Por las boca calles, en lontananza, percibíanse trozos de cielo con un encendido color de cobre.
Del interior de la casa, al través de las vidrieras iluminadas, notábase ese afanoso trajín de las horas de comer. Algunos transeúntes tornaban presurosamente á sus domicilios. Cerrábanse las puertas de los últimos establecimientos
Frente al portal de Botoneros descendimos. Había poca gente. Sin más ruido que el melodioso frufú de su vestido sobre las baldosas, majestuosamente arrolladora, con esa confiada insolencia que da la hermosura, se deslizó seguida por el otro. Impávido, esperé que pasara por mi delante; clavé en ella una mirada inquisitorial, como pretendiendo arrancarle la confesión de su falsía; pero su rostro permaneció imperturbable, desdeñoso. Y seguida siempre por mí, sintiendo un infierno en mi cerebro, acariciando satánicamente los más repugnantes crímenes, con la zozobra cautelosa del felino, rozando las paredes; la ví perderse acompañada de su amante por una calle sombría, angosta, mal oliente... Me acometieron vivas ansias de correr tras ellos, de separarlos violentamente matando á él y estrangulando á la impura. En medio de la calle, ebrio de celos, titubeante entre el crimen y el desprecio, permanecí algunos instantes con la inconsciencia del animal herido. Tuve una reacción. Me encogí de hombros, sonreí irónicamente. Además, ¿qué me importaba todo aquello? Yo no era su marido. A mí no me había jurado ella fe alguna. Maldije la estúpida fragilidad del sexo, y llevando en el alma un incurable hastío volví á mi casa. He perdido una ilusión más. Tengo el desencanto del vencido, la indiferencia brutal del loco. Desde entonces algo me duele en el pecho, dijérase una saeta clavada con furiosa saña...
Su voz temblorosa calló con pianísimos de dolor. Salimos á la calle silenciosamente. Aquella noche había fiesta en los parques de la Exposición. Los tranvías pasaban repletos de gente, y en uno de ellos la vimos indolentemente reclinada, cruzadas las manos sobre su vientre de Astarté—Astaroth, con su reposada actitud de bestia satisfecha. Nos arrojó al pasar una mirada impertinente. Corrió mi amigo, los puños en lo alto, tras el carro como queriendo detenerlo. Y furioso, en medio de la calle, descargó muchas manotadas como si aplastara algo.
Luego, sordas, sibilantes, brotaron de sus labios frases injuriosas, acres reproches:
Muñecas envueltas en trapos y relumbrones, mujeres—marionnettes, ¿qué sois? Trozos de carne fajados por nervios conductores de los vicios. Neuróticas, neurasténicas, desequilibradas, visionarias, las mujeres no son más que unos grandes y ridículos fantoches...
Y desordenadamente, con gestos de epiléptico, empezó á agitar los dedos, como si tirara de los hilos de una invisible Marionette..