La Última Ondina

José Antonio Román


Cuento


¡Esfumina, de tez de alabastro y de finos ea bellos rubios, trajeada con vaporosos tules, iba una vez recorriendo el vasto mar en su rauda carretela de nácar y corales. Tenía por cochero á un primoroso pececillo con librea de plata y azul, quien sujetando las riendas con a boca dirigía diestramente la soberbia cuadriga de gallardos delfines, que saltaban veloces sobre las ondas, pulverizando las aguas con sus batientes colas.

Hacia el lejano oriente, decorando el fondo azul claro del cielo, percibíase un prematuro matiz rosa que indicaba el orto del día, y era tan delicada y suave esa coloración, que evocaba el recuerdo de las acuarelas de Watteau. En torno del carruaje de Espumilla, entre los rápidos hervores de espumas que levantaban las ruedas, asomaban sus chatas cabezas algunos lobos y con sus pupilas llenas de extraño asombro miraban alejarse el esplendente carro, mientras los primeros resplandores del alba ponían en sus negros hocicos placas de luz.

La ondina, reclinada sobre almohadones, se sintió estremecida por una ráfaga de fresca brisa y al instante requirió su abrigo de pieles de oso polar. Una vez arrebujada en él, se puso á admirar las magnificencias de la madre Naturaleza. Acaso piense alguno que las ondinas, acostumbradas á esos paseos por los mares, no deberían experimentar esos pasmos de admiración; pero la cosa es fácil de explicar si se atiende á que Espumina era de muy regia estirpe y las de esta clase nunca abandonan su residencia submarina. En la corte de Oceánida XII, reina en ese entonces de las ondinas, desempeñaba Espumina el distinguido cargo de dama de honor, dedicada al servicio inmediato de su soberana.

Como muestra del singular favor que le acordaba Oceánida XII, habíale ésta encomendado una importantísima misión: celebrar, como representante de su persona, un tratado de alianza con la reina de las madréporas, á fin de contener las incursiones de las bandas de medusas y zoófitos. Fué feliz en el desempeño de su cometido, y muy pocos diplomáticos, aun los más avezados á los manejos del oficio, hubieran procedido con mayor tino y sagacidad en idénticas circunstancias.

La soberana de las madrépora, haciendo cabal justicia á los aquilatados méritos de la lábil plenipotenciaria, le obsequió con la milagrosa red de Anfítrite, mediante la cual podía balizarse estupendas maravillas. Regocijado el espíritu y tranquila la conciencia, despertóse en Espumina un incontenible deseo de repartir mercedes, y así lo hizo. Un pobre pececillo se debatía, sumamente angustiado, entre las fuertes garras de un martín pescador. Espumilla lo libertó lanzando al ave un certero dardo; dos amantes, casi niños ambos, se amaban descuidados sobre el musgo de una ancha gruta y estaban á punto de ser sorprendidos por el airado padre de la muchacha, cuando la ondina, viendo esto, tendió su red y al instante se tornó invisible la gruta.

Espumina, mirando el cielo, calculó por la marcha del sol lo que le restaba de esa jornada, la última de su viaje. Muy pronto, al cabo de una legua, columbró al través de las mansas aguas, tan tersas y limpias como un espejo, las caladas torrecillas del magnífico alcázar que, á semejanza de un grandísimo brillante, fulgía sobre las arenas del fondo. Se destacaba en primer termino el alto vestíbulo con sus labradas columnas de coral recubiertas de arabescos de nácar, y más al interior, entre la ovada penumbra que proyectaba la amplia columnata veíase la grandiosa puerta, cuyos batientes eran de mármol rosa artísticamente esculpidos y que ostentaban enormes perlas Según una antiquísima tradición, muy en boga durante el reinado de Oceánida XII. las dinastas y grandes nobles, cuando alcanzaban fabulosas edades, se metamorfoseaban en perlas por permisión especial del dios Neptuno. Espumilla sabía esto y también que una de sus abuelas, la cual fué princesa siglos há, se encontraba al presente exornando la regia puerta. Vino en conocimiento de tal suceso una noche en que, terminado su servicio de camarera, se desveló, y no sabiendo qué empleo dar á las largas horas de insomnio, se echó á hojear los voluminosos infolios que se hallaban hacinados en los estantes de la biblioteca real. Quiso la suerte que recorriendo un tratado de heráldica se topara con su apellido, y cogiendo ese cabo se remontó hasta los más remotos tiempos. Así supo lo limpio y prestigioso de su alcurnia.

Sin embargo de su índole modesta y de sus relevantes prendas morales, Espumina, al fin mujer, se sintió picada por el diablillo de la vanidad, cuando se acordó de tales cosas. Breves momentos se desperezó con los ojos bien cerrados á manera de gato sibarita y luego se replegó al fondo del carruaje que hizo marchar menos á prisa, deseosa de recapacitar á su sabor sobre su actual condición de alta negociadora en asuntos de Estado. Y pensó asimismo en los honores que pronto iban á tributársele, cual cumplía á su rango de embajadora, en las bulliciosas fanfarrias militares con que sería saludada á su arribo y en las entusiastas aclamaciones de la guardia real al verla subir, graciosa y triunfante, la gran escalinata del palacio. Sobre todo lo que la colmaba de inmenso júbilo era el representarse la envidia y los celos de Cristalina, una de las más orgullosas favoritas de Oceánida ХII, al presenciar su apoteosis. Cristalina entonces ardería en cólera por no haber sido ella la elegida para tan delicada misión.

De súbito la carretela se detuvo bruscamente ante la alta gradería del vestíbulo; Espumina salió al punto de su ensueño y descendiendo con paso ligero franqueó el pórtico y penetró al patio de honor. Allí se paró desconcencertada, sorprendida, y largos instantes aplicó el oído como si esperara escuchar rumor de pisadas ó ecos de músicas; pero solamente llegó hasta ella el ronco mugido de las aguas al socavar los lejanos montes de granito que se alzaban á espaldas del palacio. «Nadie viene á recibirme, se preguntaba sobrecogida por dolorosa sorpresa. ¿Dónde están los bravos centinelas del alcázar? ¿Dónde los trompeteros cuyas bocinas de marfil anuncien á los vientos mi llegada?. ¡Dios mío, nadie, pero absolutamente nadie!» Y Espumilla, diciendo esto para sus interioridades, recorría desolada, gemebunda, las anchurosas salas y las vastas galerías sin encontrar alma viviente.

¿Cómo colegir de modo racional la causa de ese repentino abandono? ¿A qué gloriosa conquista habían marchado las gentes del alcázar? Por un instante renació la calma en el atribulado espíritu de Espumina al figurarse que rotas las hostilidades con las rapaces medusas, ya todos habían partido á la guerra. También llegó á pensar en alguna grandiosa pesquería de ámbares en las grutas del mirítico oriente. Pero demasiado pronto se desvaneció esta última ilusión; pues de las cavernas que rodeaban el alcázar, como emergidos de sus más íntimas profundidades, salieron gritos desgarradores, lamentos tristísimos, cual si millares de cautivas aherrojadas se quejaran sin tregua ni reposo.

Espumina interrumpió bruscamente su imaginativa y atisbo unos instantes. Y al cerciorarse de la verdad rompió á llorar sin consuelo. No podía caberle ya la menor duda. Sus hermanas eran las que se deploraban así tan lamentablemente. Y para que no lo restara el más pequeño asomo de esperanza, apareció de súbito un pintado caracolillo, que poniéndosele por delante y con aflautada vocecilla contóle esto:

«¡Oh desventurada Espumina, tienes sobrada razón en desolarte por tus perdidas hermanas; porque nunca más volverás á verlas!»

Al oírle Espumina se serenó un punto y le miró interrogadoramente. El caracolillo juzgó prudente no prolongar la justa ansiedad de la ondina, y reanudó así su relato:

«Como sabrás muy bien, hace varios meses que voltejea en estas latitudes un barco de extraña forma, y á tal extremo alarmó á los pobladores de estas submarinas regiones, que fueron necesarias las profusas y científicas explicaciones de nuestros más conspicuos sabios á fin de tranquilizar á los espantadizos, pues había quien se figuraba que el tal bajel no era otra cosa que el mismísimo Leviatán, no faltando individuo que asegurara á pies juntillas haberse aproximado al monstruo á tan corta distancia que había escuchado su rugido terrible, ensordecedor. Por último, fué opinión corriente entre nosotros que sólo se trataba de un pequeño yate á vapor comandado por Mr. Sampson, un viejo comodoro de la marina norteamericana, rojo como un diablo y feo hasta la exageración.

Dícese que en Nueva York, estando un día de sobremesa varios ingleses, ocurrióseles una idea ingeniosa: explorar el fondo de los mares, especialmente aquellos parajes adonde se decía existir fabulosas riquezas por haber acaecido allí repetidos naufragios. Les entusiasmó el proyecto, y al momento reunieron el capital indispensable para dar comienzo á los respectivos trabajos.

Pocas semanas más tarde se encontraba listo para partir un magnífico yate á vapor. Surco los mares y llegó á estos lugares.

Recordarás asimismo, gentil Espumina, que la primavera pasada se fué á pique en estas alturas una hermosa fragata cargada de oro, plata y ámbar; venía de la India y encalló en un arrecife. El oleaje destrozó el casco y una gran parte de él, la que contenía la bodega, cayó á muy poca distancia de estos sitios. Recogimos un soberbio botín y el acontecimiento celebróse con música y baile.

Pues bien, los ingleses buscadores de tesoros submarinos, al recorrer estas latitudes, recordaron el referido naufragio y decidieron aprovechar la favorable conyuntura que se les ofrecía de extraer ese tesoro. Por eso los vimos permanecer perplejos algunos días oteando el Océano y haciendo prolijos cálculos, y cuando, según su entender, dieron con el lugar del siniestro aprontaron sus cuerdas y sus trajes de buzos.

¿Qué cosa es un buzo, me preguntarás tú, bella Espumina? Yo te digo que es un ser de singular apariencia y dotado ele sorprendentes cualidades; un ser rarísimo, mitad hombre, mitad pescado, que suspendido por un largo cable, penetra en las aguas, vestido de pies á cabeza con una tela resistente y doble y armado con hachas y puñales. A veces sube á la superficie llevando consigo fabulosas riquezas; otras, sobrenada cubierto de sangre y desgarrado por los mordiscos de los tiburones y demás monstruos que pululan en el seno de los mares.

Yo aborrezco cordialmente á esos intrusos que vienen á turbar nuestro reposo, á arrebatarnos nuestros tesoros, dejándonos en cambio el luto y la desolación. Son feos de verdad esos ingleses, velludos como bestias salvajes, con sus biceps desmesurados y sus manazas de orangutanes. La otra noche, avanzando recatadamente, pude pegarme á uno de los costados del buque, subir hasta una de las bordas, y desde allí les escuché conversar. Eran los interlocutores un viejo de faz curtida y acribillada de arrugas, que tenía una cabellera coloide viruta, y el otro Mr. Sampson, el comodoro más borracho y brutal que recorre el Océano. Según pude comprender, daban la última mano á los preparativos de la empresa que ha causado tu ruina. Y los ojillos grises de Mr. Sampson relumbraban de gozo al pensar en las locas ganancias de la expedición. Sin duda calculaba anticipadamente las botellas de oloroso whisky que podría beberse con los provechos del negocio.

Supe asimismo que al día siguiente, cuando rayara el alba, una de las más veloces falúas del yate, tripulada por vigorosos remeros, se dirigiría á estos sitios conduciendo cuatro ó cinco buzos exploradores. No logré oir más, porque la campana del buque llamó á relevar el cuarto de guardia y á sus sones mis contertulios se separaron tomando cada uno opuesta dirección.

Entonces yo me deslicé al agua sin hacer el menor ruido, y dejándome arrastrar por las olas vine hasta aquí, y sin pedir licencia me colé en el aposento de tu reina á quien le expuse de manera circunstanciada, y tal como lo había oído, el serio peligro que amenazaba sus dominios.

Oceánida XII pasó súbitamente de la sorpresa al temor, y no sabiendo qué medidas adoptar de pronto para salvar sus estados, convocó á sus consejeras, las altas funcionarias que estaban á la cabeza de los diversos ramos de la Administración. Como sucede á menudo en casos semejantes, después de varias horas de soportar pacientemente interminables discursos, la pobre Oceánida se halló tan irresoluta como al comienzo del debate.

Por fin, encontróse un recurso conjurador de tan apurada situación: el de huir á toda prisa buscando refugio en el vecino reino de la madréporas con el cual se estaba en vísperas de ajustarse un pacto de alianza. Este fué el temperamento que de modo unánime prevaleció al final de la ardua discusión.

Llenado mi propósito y deseoso de poner en conocimiento de mi soberano lo que á sazón acontecía, me escapé de allí, y anda que anda, dos horas más tarde me plantaba ante Su Majestad Caracolino VI y en pocas frases le noticiaba de lo sucedido. Mi soberano frunció el entrecejo, hundió sus engarabitados dedos en la hirsuta pelambrera, que adorna su puntiagudo cráneo, y después de sacudirme de las orejas, envióme á llamar á su obeso generalísimo de los ejércitos submarinos. Acudió también una nube de ingenieros militares, especie de zánganos que, so capa de un fingido y laborioso atareamiento, engordan á su regalado gusto en los campos de maniobras. Y con mapas, instrumentos y mil zarandajas de la misma clase, se pusieron á organizar la defensa tan á conciencia, que estuve á punto de creer en la realidad del imaginario asalto. Nuestros tácticos son muy hábiles y no desperdician ocasión de asombramos con sus eruditísimos conocimientos.

Por otra parte, á Carceolino VI empezaron á reventarle tantos planes militares y tal suerte de medios estratégicos que le espetaban sus profesionales en el arte de la guerra, que le acometieron rabiosas ganas de mandar al traste á toda esa turba de mentecatos; pero pudo más en él la prudencia y se reportó. Yo olí la chamusquina y á fuer de discreto, por si el rey volvía á las andadas, es decir, á su enfado anterior, tomé soleta demasiado contento y tranquilo, casi orgulloso, no obstante mi condición humilde, al considerar el importante rol que la providencia me había hecho desempeñar en los destinos de dos pueblos.

Volvíame á escape á mi domicilio, cuando me espoleó vivamente la curiosidad de saber cuál seria el resultado de tantos sustos y afanes. Partí, pues, en dirección al reino de tus hermanas, y, aunque anduve diligente, llegué demasiado tarde. Ya habían entrado á saco en la ciudad los malvados ingleses, y á mis ojos, arrasados en lágrimas, se ofrecieron escenas desgarradoras y crueles espectáculos de desenfrenado pillaje. Era pavoroso el cuadro aquel y no quiero aumentar tu duelo describiéndotelo.

No obstante la heroica y porfiada resistencia de la brillante legión que acaudilla tu bizarra reina, y que á despecho de su coraje veía clarear sus compactas filas, rindióse á la postre la ciudad. Entonces se levantó de entre los vencedores un estruendoso vocerío de triunfo, y como si ésta fuera la señal del saqueo, se desparramaron por las calles, talando y robando sin misericordia. No les movió á compasión la lozana juventud y la sonrosada blancura de las ondinas; antes bien, aquellos atractivos parecieron despertar en el pecho de esos feroces guerreras sus mal reprimidas pasiones.

Solamente la insaciable sed de riquezas los estremecía, y á trueque de encontrarlas se internaban en las más recónditas grutas y salían de ellas agobiados con las cargas de perlas, ámbares y nácares. Así, agachados, fatigosa la respiración, marchando con penoso esfuerzo, cubiertos los rostros con horripilantes carátulas que ostentaban descomunales lentes á manera de ojos, aquellos buzos simulaban una espantable procesión de rapaces medusas.

Ahitos de fortuna, imaginándose cada uno de ellos ser un Creso, resolvieron regresar á su yate; pero un concupiscente pensamiento cruzó por la cabeza de uno de los salteadores: llevarse á bordo una partida de buenas mozas.

Tal lo pensó y así lo dijo á sus compañeros, y dando él primeramente el ejemplo, se arrojó sobre un grupo de indefensas y aterradas ondinas, y entre desesperados chillidos y convulsiones de epiléptico, apretó contra su musculoso pecho á la más fresca y garrida. Todos le imitaron, encandiladas las pupilas, febriles los movimientos, contemplando cómo se debatían entre sus toscas manos las desdichadas cautіѵаs.

Cuando cada marinero tuvo su prisionera Regida á su voluntad, el silbato del contramaestre anunció el instante de la ascensión; pero ¡oh prodigio! tus hermanas, merced á sorprendente encantamiento, convirtiéronse en las manos de sus raptores en perlas del más acrisolado brillo, enormes como frutas de próvidos vergeles submarinos. Los buzos, pasmados, indecisos, quedaron mirándose los unos á os otros, pintado el miedo en sus estúpidas facies.

Nunca volveré á ver en todo el resto de mi vida suceso igual, y de él me acordaré siembre hasta la hora de mi muerte, gentil Espumina. Muy pocas, las más felices que lograron escapar de las garras de sus perseguidores, buscaron un refugio en las cavernas; pero han tenido que sufrir la influencia del milagro y convertirse á su vez en lindísimas perlas.

¿Qué divinidad solícita y protectora accedió á los ruegos de tus contristadas hermanas? ¿Cómo se operó tan maravillosa metamórfosis? He sabido después, averiguando afanoso aquí y allá, que el dios Océano, padre de tu raza, se apiadó de sus bijas y las transformó en perlas, para de este modo evitar á las prisioneras los rigores del cautiverio y á las que quedaron libres el dolor de la separación.

Transcurridos algunos días, en una hermosa y limpia mañana de esplendoroso sol, zarpó con rumbo á su país el pirático yate; yo me asomé al haz de las aguas é instalado en la larguísima cabellera de una descomedida medusa, los miré partir y ví cómo los tripulantes enarbolaban en el extremo de sus extendidos brazos sus gorras azules, mientras á voz en cuello atronaban los aires con sus triunfales burras. Yo rabiaba y me reconcomía en mis adentros al pensar en el irreparable daño que habían causado aquellos bárbaros sin entrañas; pero lo que colmó mi indignación fué el percibir al maldecido bonachón del comodoro fumando en su descomunal pipa y tirando con una pistola sobre los alcatraces. ¡Pícaro bandido, tal vez reviente de alguna aplopegía fulminante causada por su intemperancia!

Ya sabes, infeliz Espumina, cual ha sido la suerte de tu pueblo, y se rae aflige el alma al figurarme lo inconsolable de tu pena. Ahora tú eres la única que queda de esa escogida pléyade de vírgenes que habitó los mares, y el destino, por sarcástica ironía, te ha reservado para que eternamente veles el perenne sueño de tus hermanas.»

Terminada su narración callóse el caracolillo, y antes de que la ondina volviera de su espanto escurrióse respetuosa y prudentemente. El caracolillo dió con esto muestra de ser discreto y de saber conllevar los pesares ajenos.

Durante el curso del anterior relato, Espumilla tuvo transida el ánima y los ojos hinchados á punto de resolverse en incontenible llanto; pero cuando se vió á solas, no fueron grimas las que vertió la desdichada ondina, ano mares desbordados, al mismo tiempo que medio destrenzada y caída la rubia cabellera, enrojecidas los facciones, desceñidas las vestiduras, se puso á recorrer desatentada los patios y salas del desierto alcázar, repitiendo en su dolor con tenaz monotonía: «¡Sola, completamente sola!»

Desde entonces la grácil Espumina, la única moradora del magnífico palacio, todas las loches sale de él en su regia carretela á vagar por la vasta extensión de los mares. Cuando en las veladas de estío la luna abrillanta los ápices de las ondas y en las góndolas de paseo se dicen ternezas los enamorados, la ondina arrulla sus amores con dulcísimas barcarolas, en cambio, cuando hay borrasca en el Océano y las aguas espumosas y rebramadoras zarandan el bajel amenazando tragárselo, Espumina, arrebujada entre las tempestuosas nubes, aompaña los gemidos de las aterrorizadas tripulaciones con sus prolongados y dolorosos amentos.

De todos modos, siempre que al despuntar el día, cuando el límpido cielo se decoración suntuoso colorido, mientras los mares se tiñen de oro y rosa, veáis en los remotos confines, entre los fulgores del naciente sol, una flotante y delicada nubecilla, algo así como la punta de una cauda, decid sin vacilar que esa nube es Espumina que va recorriendo los mares en busca de sus perdidas hermanas.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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