La Walkyria

José Antonio Román


Cuento


Nunca pude ser amigo de Karl O’Brian, estudiante judío, de nacionalidad polaca, quе junto conmigo cursaba Filosofía en la pintoresca Heidelberg. Algo le enajenó desde el primer instante mi fraternal cariño, y ese algo fué la diferencia de religión, pues yo era ferviente católico.

Sin embargo, su sombría actitud, sus grandes y elocuentes pupilas de mirada soñadora, su pálido rostro de frías y correctas líneas y su ingénita displicencia para con todo el mundo, atrajeron vivamente mi curiosidad.

Averigüé sus orígenes. Descendía de noble estirpe irlandesa, y devorado por extraño spleen el joven conde viajaba por Europa buscando en las distracciones y en el estudio un lenitivo para su desencanto. Así transcurría su existencia sin ser comprendido por los hombres ni amado por las mujeres. Era en extremo reservado para espontanearse con alguien. No pude saber más.

Demasiado madrugador, se lo veía muy de mañana, y cuando muchos de nosotros dormíamos todavía, instalado en su mesa favorita de la cervecería del viejo Paddy, su compatriota, bebiendo con lentitud su bock y fumando su enorme pipa.

Largas horas antes de comenzar las clases se estaba allí contemplando pensativo, cómo huían las nieblas tenuemente doradas por los albores matutinos y cómo las calles se llenaban de gentes atareadas y de paseantes vagabundos. Cuando la cercana iglesia alborotaba los aires con sus broncas campanadas, que llamaban á misa de alba, Karl, disgustado, quizás rabiando interiormente del estrépito aquél encaminabase calmosamente hacia la Universidad.

Estudiaba con laborioso afán, como si buscase en la árida ciencia el olvido de alguna idea torturadora. Y al atardecer, entre los esplendorosos matices de un sol poniente, se lanzaba á las afueras de la ciudad, y encaramado sobre los derruidos paredones de las antiguas murallas se abstraía en la silenciosa contemplación del paisaje circunvecino.

Y era, por cierto, soberbio de hermosura el espectáculo que á su vista se ofrecía. A su frente la campiña rebosante de maduras mieses, suavemente agitadas por la brisa, cortada aquí y allá por bosquecillos que, rompiendo la monotonía del campo, servíanle de gallardo adorno; á su derecha espejeante cual pulida lámina de acero, en caprichosas curvas, el río arrastraba, pausado, su caudal de limpias aguas; y en la lejana linde, cerrando el azulado horizonte, una cadena de montes se alzaba, toda ella coronaba de restos de legendarios castillos. Fueron las fortalezas de un orgulloso margrave á quien abatió el rey de Prusia.

Las manos devotamente cruzadas sobre las rodillas, meditativo el aspecto, se deslizaban las horas para el soñador Karl, y solamente cuando las sombras le envolvían y en el cielo brillaban como los cirios en los templos las constelaciones irradiando deslumbradoras, despertaba Karl de su ensimismamiento. Entonces regresábase presuroso en busca de la cena canturreando melancólicos lieds, mientras Heidelberg se iluminaba con el gas y la luz eléctrica.

Al sentarse á la mesa en su modesta hospedería, cogiendo con negligante ademán el jarro de cerveza que le alcanzaba la fresca y garrida Zoila, le murmuraba invariablemente todas las noches esta frase:

—¡Está muy rica la cerveza, Zoila; gracias!

Y la muchacha, sonriéndole tiernamente, clavaba en él sus azulados ojos como esperando algo que todavía no llegaba. Karl, incontinenti, empezaba á comer silencioso.

Un día le ví aparecer entristecido, trayendo en la mano un voluminoso cuaderno. Fué á tenderse en el canapé que decoraba un ángulo del salón: la cervecería estaba llena de estudiantes bulliciosos y de mozas alegres; el ambiente se hacía casi irrespirable por el humo de las pipas. O’Brian, desdeñoso, sin arrojar una mirada sobre еl regocijado concurso y como si estuviera completamente solo, abrió el cuaderno y se puso á leer.

Un deseo rabioso de averiguar lo que había escrito en aquellas páginas aguijoneó mi curiosidad, y con disimulo, muy quedo, me encaminé hacia una ventana vecina del canapé, y allí, de codos sobre el alféizar, encendí un cigarro y pasé largos instantes sumergido en la muda contemplación de la ciudad. Logré cumplidamente mi propósito, pues ví que eran versos dispuestos en líneas cerradas y trazados con rasgos muy finos.

Este incidente tuvo para mí la trascendencia de una revelación. ¡El judío era poeta, pensé yo! ¿Y esos versos estarían dedicados á la amada, al pueblo errante del que formaba parte, ó eran meras fantasías?

Karl no amaba á nadie. La hermosa Marie vanamente desplegaba todos sus encantos para cautivar al insensible judío. Israel no le merecía el menor recuerdo; nunca le oímos hablar de su raza.

¿Entonces, qué cosa inspiróle sus poesías? Muy pocos podrían adivinarlo. Sólo el acaso vino en ayuda de mis deseos. Pero debo anotar un sorprendente cambio que se operó desde luego en el ánimo de O’Brian; abandonó su continente mesurado y saliendo de su habitual mutismo, varias veces tomó parte en nuestras ruidosas discusiones, con timidez al principio, más tarde con relativo entusiasmo.

Entonces me propuse con firme resolución intimar con el judío, y así lo hice. Quizás se debió el éxito que obtuve en mi plan á mis cualidades de reserva y prudencia que un tanto me distinguían de mis compañeros, más expansivos, más intransigentes que yo.

En una ocasión recorrimos juntos los campos que rodean á Heidelberg, y á instancias suyas prolongamos nuestra excursión hasta los restos de los antiguos castillos. ¡Cuán grande fué la alegría que inundó su pecho! Estaba transfigurado. Y cual un chiquillo en vacaciones escolares, se precipitaba por las estrechas y oscuras escaleras enverdecidas por el moho. Bajo las anchurosas bóvedas nuestras pisadas despertaban ecos profundos, casi cavernosos; muchas veces los líquenes y demás parietarias que se prendían de los rezumantes muros, me hicieron temblar de miedo al acariciarme el rostro. Karl parecía no ver ni sentir nada, dominado por una extraña é inexplicable idea.

Corriendo tras él, aquí tropezando con un bloque demasiado saliente, allá sumergiendo los pies en pequeñas charcas, residuos de constantes filtraciones, seguíalo yo renegando interiormente de su singular capricho.

Después de una hora de recorrer escondrijos y galerías, le confesé claramente que no avanzaba más. Me contempló un instante, movió la cabeza en señal de asentimiento y haciendo un breve gesto descendió por una abertura del pavimento, camino de los sótanos del castillo.

Le llamé, pero inútilmente. Y sorprendido, irresoluto, permanecí un momento. Entretanto, firme, pausado y amortiguado por el verdoso tapiz de lamas, se iba alejando el rumor de sus pasos.

Entreví rápidamente un misterio y quise á todo trance descubrirlo. Entonces partí en pos de sus huellas. Al colocar el pie en la escalinata sentí un brusco chirrido, y luego una cosa blanda que cedía; mi temor fué entonces inmenso y estuve á punto de gritar. Era un pobre grillo que quedó allí despachurrado.

Al cabo de unos cuantos minutos llegué á un especie de pasadizo demasiado angosto, sombríamente iluminado por una estrecha claraboya, y que terminaba en una arquería envuelta en densa oscuridad. Me adelanté medroso y volví á llamar. Nadie contestó á mi voz. ¿Qué se había hecho Karl?

Y como respuesta á mi secreta pregunta percibí el lejano resplandor de una linterna que avanzaba y retrocedía cual si estuviera poseída por nerviosa inquietud.

«O’Brian!» repetí fuertemente. Y entonces ví que cambiando bruscamente de dirección a luz, un débil reflejo vino á morir cerca de mis plantas. Luego me dijeron: «Llegue usted sin temor.»

Me acerqué hacia el lugar donde estaba el judío. A mi atónita mirada se ofreció de súbito un antiguo panteón. Allí estaban enterrados los nobles poseedores de aquella mansión feudal. El tiempo y la humedad habían devastado ese fúnebre recinto. Dos ó tres estatuas, un jarrón roto longitudinalmente y una cruz de mármol hecha pedazos yacían esparcidos por, los suelos. Un sentimiento de triste piedad me sobrecogió, al mismo tiempo que un invencible disgusto me hacía contemplara con horror esos despojos de la muerte.

O’Brian, que permanecía sentado sobre un montón de piedras, sumergido en melancólicos ensueños, se levantó al instante y tomándome por el brazo me llevó al más apartado ángulo de aquella bóveda y trémulo de emoción, esquivando mi escrutadora mirada, me dijo: «Por fin la he encontrado; allí reposa en adorable actitud tan pura y linda como un querube.» Y me señalaba con la mano un mausoleo ricamente trabajado, de reluciente alabastro; representaba una hermosa dama, de porte señoril, de perfiladas facciones, que reclinada sobre un almohadón, parecía dormitar entregada á bizarras fantasías. El es escultor estuvo afortunado en su ejecución y bien podía calificarse su obra de maestra: á tanto llegaba la impecabilidad de las líneas y la elegancia del trabajo.

—«¿Verdad que es divina? susurró en voz baja Karl. Le dije que sí con la cabeza, pues temeroso de yo no sé qué no me atrevía á despegar los labios; por momentos me sentía mal y una rara opresión me acongojaba el alma y hacía latir con fuerza mis sienes.

De repente azotó mi rostro el extremo de una ala membranosa, dejándome en la mejilla algo así como la huella de una caricia áspera y repulsiva. Lancé un gemido de espanto y al levantar la cabeza, ví alejarse pausadamente un enorme buho; pareció titubear unos instantes, luego fué á posarse sobre una cruz y desde allí nos miraba con sus asombradas pupilas. La claridad le hacía daño, y tal vez se preguntaba con sorpresa por qué causa veníamos á turbarlo en su tenebrosa morada

Por fuera el viento silbaba rudamente. Yo le cogí por el hombro y le indiqué la hora mostrándole mi reloj; marcaba las siete de la noche. Se puso pensativo, luego volteándome las espaldas suspiró, y con tono resuelto agregó: «No quiero irme de aquí; puede usted marcharse si gusta »

Lleno de estupor le escuché, y deseoso de sacudir una horrible duda que súbitamente había prendido en mi cerebro, le repuse: «Voy á creer entonce que está usted loco »

Mis palabras le volvieron á la realidad; miróme con extraña fijeza, y en seguida, con acento resignado, me dijo: «Pues bien, en marcha.»

Cuando llegamos á la plataforma del castillo fulguraba en el cielo un hermoso creciente que iluminaba las erguidas almenas y arrojaba sobre la llanura la vasta sombra de la fortaleza. A lo lejos veíanse los prados bañados en una claridad suave, plateada.

Karl O’Brian se recostó sobre un trozo de muro, encendió con calma un cigarro y avanzando la cara hacia las tinieblas que anegaban la parte baja del edificio, se quedó así breve rato silencioso y reflexivo. El ambiente estaba fresco y perfumado.

Como si recobrara la consciencia de su yo, perdida durante cortos momentos en medio del turbión de pensamientos que le asaltaron simultáneamente, O'Brian se esforzó por sonreír y me abocó con esta singular pregunta: «¿Conoce usted á las walkyrias?»

—Bah, contesté yo, es cosa muy difícil el conocerlas; son unos seres de existencia mitológica, doncellas dedicadas al sport guerrero, según afirman los mitólogos.

—No; no lo crea usted. La ciencia es míope cuando se trata de asuntos ultraterrestres; la pobre no ve más que sus números y sus reactivos. Existen las walkyrias, y al presente no me cabe la menor duda ¿De qué manera? pensará usted. Sencillamente; en ese panteón que acabamos de visitar ha querido una rara casualidad que yo descubra la tumba de una walkyria, de la amantísima Geell.

Refieren las viejas crónicas que Geell se prendó tan apasionadamente de un cruel y feroz barón, sanguinario cual un lobo, que permaneciendo sorda á los ruegos de sus hermanas, trocó su vida de inmortal por la insípida dicha de ser la esposa del noble guerrero.

Yo la he soñado en mis largas noches de insomnio y creyendo devotamente en la tradición he venido hasta aquí en busca de sus huellas. Para ella han sido mis amorosos pensamientos y los lieds más delicados de mi cartera; casi llego á imaginar que no amaré así á mujer alguna. Ahora podrá usted concebir la inmensa emoción que me poseyó instantes ha; y si es usted discreto le suplico calle lo que ha oído esta noche.

Enmudeció bruscamente, se limpió con el dorso de la mano unas cuantas gotas de sudor que perlaban su alta y pálida frente; en seguida empezamos á descender meditabundos. Una claridad difusa nos envolvió repentinamente; la luna se ocultaba tras una espesa cortina de nubes. En torno nuestro reinaba una espantosa calma.

Hacía rato que un sordo disgusto, mezclá de aversión y de rabia, se iba apoderando de mi alma; me creía horriblemente engañado por el judío. Sí; jamás le hubiera imaginado tal como se me reveló esa noche, y era un derrumbe espantoso el de mis ilusiones. Yo le creí, como todos los de su raza, egoista, sórdido, persiguiendo hipócritamente el engrandecimiento de su nación, soñando recalcitrante idólatra en futuros de prosperidad para su pueblo de parias; hasta llegué á figurarmelo obsedido por el oro; pero no había nada de eso. Era, por el contrario, fantaseador, romántico, enamorado de una walkyria y poeta. ¡Qué burla más cruel para mis presuntuosos cálculos! Entonces creo que le odié cordialmente.

Durante nuestro camino evitó dirigirme la palabra, y con la cabeza inclinada seguía marchando á mi lado. Parecióme notar en su rostro algo así como una especie de arrepentimiento por haber hablado tanto, y varias veces le sorprendí examinándome con afán prolijo.

Nuestra despedida fué glacial; él me tendió la mano y estrechando rápidamente la mía murmuró entre dientes un adiós sordo, triste, y se perdió en las sombras de la próxima calleja. En aquel instante la luna reapareció y su luz como en pleno medio día alumbró fantásticamente los edificios de la ciudad; en el ambiente luminoso, sereno, erguían sus cruces de hierro y sus recias veletas las forres de las iglesias.


Transсurrieron muchas semanas sin vernos; llegó la época de los exámenes y las labores de fin de año embargaron toda mi atención. Un día nos encontramos casualmente, cambiamos un saludo, y él apuró el paso como si quisiera evitar una conversación entre nosotros. No quise detenerlo y le dejé seguir su camino.

Una tarde, cuando estábamos en vacaciones, vino á mi cuarto á despedirse; me dijo que partía para su patria y quizás para no volver nunca. No hicimos alusión á nuestro paseo al castillo, y tampoco ofrecí escribirle. Karl comprendió que nuestra amistad había terminado y se sonrió con resignada tristeza.

Al día siguiente por la mañana no pude abandonar el lecho, porque un violento dolor de cabeza me hizo sufrir de un modo espantoso. A eso de las tres logré aliviarme y entonces salí á la calle. Distraídamente me dirigí á las afueras de la ciudad, y pensaba ya en regresar cuando me encontré con un grupo de estudiantes que me rodearon tumultuosos, gritando: «Oye, ¿sabes la nueva? Karl ha sido encontrado muerto al pie del castillo.»

No escuché más, y como un loco, espoleado por un secreto impulso, me eché á correr al través de los campos. En breve tiempo estuve en el castillo; allí, junto á un derruido muro, reclinada la cabeza sobre un bloque, reposaba el infeliz O’Brian. Le contemplé largo rato, sintiéndole invadido por inexplicable melancolía, deplorando su mísero fin, cual si hubiera sido mi propio hermano. La singular actitud del cadáver encerraba para mí un misterio; estaba semi incorporado, los músculos distendidos, como acusando una lucha suprema; á su lado, al alcance del brazo, violentamente encogido, veíase un revólver; pero en su cara había un rictus tal que apenaba y estremecía; era una dolorosa mezcla de desesperación y de contento. Entonces me imaginé yo que alguna alma caritativa quiso evitar el suicidio de O'Brian, ó tal vez la walkyria Geell en el postrer instante vino á arrebatarle el revólver; pero al mismo tiempo ella quiso satisfacer su deseo de morir depositando en sus exangües labios un largo y lento beso de muerte.

Entonces medité con honda amargura en el aciago destino de O'Brian; en rapidísimos momentos reconstruí su lamentable historia. Veíalo partir de su cara patria irlandesa en una mañana brumosa, arribar á Heidelberg siguiendo las huellas de la amada y por último me lo figuraba, deshecho el corazón, quebrantado por el desaliento, muriendo ahí tristemente sin amigos, ni madre... Y un sollozo incontenible desgarró mi pecho; fué aquel un recuerdo para el desventurado O'Brian.

Me puse de hinojos y oré unos minutos por el ánima de Karl. Al levantarme, el crepúsculo languidecía; hacia el poniente las nubes arremolinadas fingieron á mi calenturienta fantasía una brillante cabalgata de amazonas que, flotantes las caballeras, desceñidas las vestiduras, galopaban silenciosamente levantando con los finos cascos de sus corceles una suave polvareda de oro.... «¡Ah, esas son las walkyrias,» pensé yo melancólicamente!


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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