Una Profesa

José Antonio Román


Cuento


Han corridos ya muchos años.—Una noche leí en El Comercio estos renglones: «Ayer en la mañana, ante numerosa, concurrencia, la bella señorita A... R.. tomó el hábito en el convento de la Encarnación»; luego seguía la descripción de la ceremonia con esa pesada minuciosidad que usan los cronistas al reseñar algún acontecimiento.

¡Me quedé anonadado! ¡Ella de monja! Volví á leer con melancólica amargura el suelto de crónica. Mi hermosa y buena amiga siempre tolerante con mis ideas librepensadoras, ya no existía para mí. El infranqueable muro de la religión nos separaba. ¿Y su nuevo nombre, Sor María de la Soledad, qué doloroso misterio encerraba?

Y lentamente, reconcentrada mi atención, fuí analizando los menores detalles de su vida de joven soltera. Hay multitud de repliegues en el corazón femenino que eluden al más sutil escalpelo del psicólogo. Pero ciertos rasgos generales que desempeñan en la vida íntima el mismo papel que las gruesas y bien negras líneas en los croquis, orientan al observador para que, conocido algo, adivine lo demás.

Ella tuvo en mí un discreto confidente. Sus pequeños disgustos, sus locas alegrías y basta esas contrariedades que surgen en los más tranquilos hogares, todo me fué contado. Poco á poco fuí penetrando en su almita deliciosamente embrollada, conociendo esas nimias inquietudes que al día siguiente de un baile ajan la tersa piel y abrillantan las pupilas, esas transfiguraciones radiosas al desabotonarse los magníficos guantes delante del peinador, una vez vuelta del paseo, esas locuacidades aturdidoras en las que parece briscarse ansiosamente el olvido de alguna idea que obsesiona, seguidas de mutismos feroces, cavilosos, y esas laxitudes ensoñadoras que invitan á la posesión.

Casi siempre le decía: «Es usted interesante mi adorable amiguita... Veamos... Cuénteme usted qué locuras está imaginando esa cabecita endiablada » Y ella, quizás pesarosa, por sentirse arrebatada de alguna atrayente fantasía, con tono de encantador fastidio, respondía: «¡Yo!... nada.. únicamente me aburro.»

Estaba seguro de que me mentía al decir aquello. Y no pasaban muchas horas que ella, llamándome á su lado con voz dulcemente baja, me dijera: «Sabe usted una cosa...» Lo de costumbre: un ligero disgusto. Me sonreía bonachonamente y la ayudaba de la mejor manera á desenredarse del asunto.

Y también me sucedía muchas tardes, encontrarla sumamente exaltada, purpúreas las mejillas, fascinante la mirada, entregada fervorosamente á sus prácticas devotas. Entonces con aspereza me sermoneaba á propósito de mis tendencias que ella llamaba heréticas. Había que escucharla cuando empezaba, con frases soberbias, vibrantes, la apología de!a Virgen. Llena de ternura filial, sollozado el acento, la apellidaba su carísima Madre. En esos instantes, santamente ardorosa, con actitud de iluminada, me hacía pensar en esas abnegadas mujeres que, escudadas con la cruz, van heroicas, indiferentes al ultraje, convirtiendo infieles.

Luego, cediendo á extraña melancolía; narrábame su vida de colegiala. Un colegio situado al extremo de la ciudad, cerca de la Exposición, sombrío, aburridor, casi asfixiante para las delicadas educandas En charla inagotable, coreada por ruidosas carcajadas, desfilaban ante mi vista todos aquellos episodios que forman época en esas cabecitas alocadas.

Las oraciones matinales durante las mañanas lluviosas y entristecedoras, cuando una claridad desanimada, muy pálida, filtrándose al través de los ventanales, esfumaba entre la vaga penumbra las avispadas caritas de las alumnas. Ese sobrecogimiento místico, mezclado de delicioso horror que cae, al anochecer, de las altas y sombrosas bóvedas, mientras el sordo chirrido de las colgadas y bamboleantes arañas hace correr por las carnes temblores de epiléptico. Y el palpitamiento callado, doloroso, de la mariposa que con devoción perenne arde ante la veneranda ara, le traía á la mente crueles remembranzas de martirios y cruxificiones.

Las fugas discretas de las madres, tras los gruesos pilares, cruzando los anchurosos y helados claustros, la despavorían haciéndola pensar en almas en pena que erraban quejumbrosas. Los viejos y polvorosos plátanos del huerto, y que ella vislumbraba al través de los deslustrados vidrios de las ventanas del dormitorio, al entrechocar sus frondas impulsadas por el viento, evocaban en su exaltado cerebro algo de maligno, de desesperante, como amarguras incurables de doncellas abandonadas, gritos maternos de aquellas á quienes se despedazan las entrañas para extraerles el feto, todo en demoníaca pesadilla que inundaba su casta frente en congojoso sudor. ¡Y con qué alborozo veía clarear; los primeros rayos todos coloreados, entibiadores, espantaban las visiones regocijando su espíritu, trayéndola los vistosos paisajes del amanecer! Entreabría con abandono coquetón las frazadas, sacaba afuera sus torneados y carnosos brazos delicadamente incitantes, y dejaba que un chorrito de dorada luz deslizándose tembloroso sobre su inviolado seno de virgen púber fuera á curiosear los profundos misterios de aquel nido de la castidad.

Luego venia el despertar bullicioso de las educandas, los desperezamientos de aquellos cuerpecitos arrancados al descuidado sueño de una inocencia ignorante, el frufú de los trajes al ser puestos apresuradamente y e chapotear del agua al sentirse golpeada por aquellas carnes blancas y sedosas. ¡Ah, el rezo!. Cómo fastidiaban horriblemente los interminables padrenuestros y avemarías recitadas por la gangueante voz de una madre francesa, toda arrugada, y la faz de un rojizo repugnante!. Algunas, queriendo cumplir con sus cristianos deberes, con laborioso esfuerzo seguían maquinalmente las oraciones; pero las más, distraídas, dando ligeros vistazos á su tocado hecho á toda prisa, pensando en esas naderías que tanto inquietan á las mujeres, bostezaban á hurtadillas, deseando la conclusión de todo aquello. Y cuando la campana con alegres sones llamaba al refectorio, era cosa de ver el desbande charlador y riente de las pobrecitas, mientras la vieja madre, de espantables ojos de buho, mascullando todavía trozos finales de oraciones, seguía gotosa el tropel de muchachas.


Fué una noche de luna, aromosa y tibia. Sábanas de deslumbrante claridad, venidas de afuera, se extendían sobre la alfombra; motitas de plata, todas vaporosas sobre las molduras de los muebles los diseñaban entre las sombras con extraños perfiles de ensueños.

Y ella muy pensativa, un tanto nerviosos los ademanes, permanecía en una difusa y misteriosa penumbra. Cerca de sus rodillas un pálido reflejo indicaba el doloroso cruza miento de sus manos. De repente de sus labios tremulantes que dejaban escapar las frases con penoso esfuerzo, brotaron confidencias tristemente desoladoras, toda una existencia, al parecer tranquila, trabajada sordamente por una afección hereditaria. Su padre, un neurópata extravagante, un gran visionario, soñando siempre grandes cosas, y á quien mataron las decepciones. Y ella, hija también, había heredado de una madre acendradamente católica, casi una atroz fanática, un espantoso legado: la neurastenia

Con refinada crueldad reconstruía su pasado: inquietudes inexplicables que la arrastraban á esas exaltaciones místicas, casi feroces, y que tanto me sorprendían; desfallecimientos súbitos, una laxitud de las energías morales, una amarga renuncia de todo lo que fuera labor, un deseo persistente de un quietismo de asceta, de mártir; rebeldías satánicas, incredulidades sacrílegas, yendo hasta el ateísmo y siempre temiendo á un poder ciego, devorador, que aplasta brutalmente... Y así solicitada en contrarias direcciones, su pobre espíritu tambaleante, sangrando á cada nueva crisis, acibarado el cristalino manantial de la fe, cruzaba la vida cargando á cuestas su maldecido fardo.

Después me confesó sentir un alarmante aplanamiento intelectual. En esos instantes de inconsciencia se creía capaz de llevar á cabo los más absurdos proyectos.

«La enfermedad, me dijo con tono dolorido, hace grandes estragos en mi organismo. El médico me aconseja cambiar de medio, buscar impresiones que me reanimen; en una fuerte emoción está quizás mi salud. Pero, crea usted, que es sorprendente lo que me sucede; en medio de esta ruina total de mis sentimientos, de este desbarajuste en que vivo, con rasgos encantadores, con capitosas seducciones, los episodios del colegio, al lado de las buenas madres, ejercen sobre mi cerebro un influjo que me da miedo. Casi creo que es una obsesión de la vida monacal. Le temo al convento, y, sin embargo, siento germinar en mí su insinuante atracción. ¿Seré yo monja?...


Partió para climas distantes en busca de alivio. Y desde el fondo de mi corazón, presagiando el próximo desenlace, la acompañaron mis tiernas simpatías de amigo.

Corrieron los años. Y ahora el periódico me anunciaba su extrema resolución, el naufragio le aquella alma. ¡Quién logrará saber algún día las tremendas luchas en que fué sangriento actor ese pobre corazón de mujer neurasténica!

Y adivinaba el fatal dilema: ó el suicidio ó el convento.

Este último triunfó. Bien mirada la cosa tanto valía el uno como el otro. El suicidio mataba el cuerpo, salvándose quizás el alma. ¡Ah! el convento, la mansión impía y oscura, ¡la eterna cripta, condenaba para siempre el cuerpo y el alma!...


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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