Aquella Carta

José de la Cuadra


Cuento


Yo la leí.

Mi voz —que la emoción tornaba angustiosa,— era férvida, quizás un mucho amarga, al leerla.

Creo que nunca —como en esa ocasión— he leído tan bien.

Decía la carta:

“Alina:

“¡Adiós para siempre!

“Habría, querido, luego de estas palabras —definitivas—, garrapatear al pié mi pobre firma... y no decirte más. En este minuto —único— en que voy a franquear con firme paso la puerta que se abre al Gran Camino, todo concepto obvia y toda frase está demás.

“¡Alina! ¡Alina! Te quiero... Nadie te querrá como yo te quiero. Si Dios —perdóneme El que en este instante de pecado máximo, lo nombre;— si el bello Dios me hubiera dotado del arte de bien rimar, en inmortales versos mi amor a ti perduraría... Si al buen Dios le hubiera sido en gracia concederme la de la armonía, en lindas canciones mi amor a tí perduraría... Alguna vez, al pasear por el campo, en quién sabe cuál choza humilde, cualquiera moza garrida al susurrar a media voz una canción —la Canción— que yo te compuse, te habría traído mi recuerdo...

“Pero Dios —que a la tierra me mandó sólo a sufrir,— creóme horro de aquellas mercedes que a otros concede a manos llenas. (El —sólo El— sabrá en su justicia por qué lo hizo).

“Alina, me voy... Como esos barcos que izan velas para el viento favorable, me he preparado para partir. Listo estoy. Pisoteé mis creencias. Derrumbé mis convicciones. Mi fe, legado único pero inapreciable que mi madre —¿la recuerdas?— me dejó; la manché. ¡Yo soy un hombre que ha manchado su fe! Y había que oír cómo lloraba mi alma cuando la ahorcaba... Porque antes que al cuerpo, he matado a mi alma...

“Mi alma... mi alma, que formó mi madre, quien lo fue tuya también. ¿No te dio mi madre a beber —como a mí— su sangre hecha néctar en sus senos gene..............”


Aquí había en el papel una gran mancha de sangre que obstaculizaba el seguir leyendo. Por lo demás, el resto del papel estaba hecho trizas por el mismo proyectil que había causado la muerte al atravesar el corazón.

Miré a Alina.

Inclinada la cabeza, pensé que lloraría...

—Alina.

Su padre se aproximó en ese momento a nosotros.

—¿Han encontrado algo?

—Nada, señor —contesté yo, mientras ocultaba la carta en uno de mis bolsillos;— absolutamente nada.

El viejo hizo un gesto desesperado.

—¿Dónde habrá metido el documento este torpe? —se preguntó en tanto que miraba el cadáver. —¡Cualquiera, antes de matarse, devuelve lo que no es suyo! ¿No es usted de esta opinión, Efrén?

Asentí.

—¿Y qué hacemos ahora? —interrogué.

—Pues... enterrarlo otra vez. ¡Eh, panteonero!


Se trataba de un caso origina!. El padre de Alina, mi presunto suegro, buscaba con empeño cierto documento que —se le ocurría,— podía tener su antiguo secretario —muerto por suicidio escasamente un año antes;— y a costa de billetes y de influencias, obtuvo que exhumaran el cadáver para registrar sus ropas.

Por curiosidad asistió Alina al tétrico acto. Yo —su novio— hube de acompañarla.

Y —cuál mi sorpresa— al rebuscar en el saco del muerto, encontré aquella carta...

Alina estaba junto a mí, frente al ataúd destapado, en cuyo fondo un montón de huesos aún ligados y unas piltrafas de carne corrompida y un poco de hedentina, querían producir la impresión de un cuerpo humano.

—Infeliz Roquita —había dicho ella, llamándolo por el tratamiento familiar que le daba en vida al secretario;— nadie supo por qué se mató.

Y he aquí cómo, ahí mismo, por una extraordinaria, circunstancia, el propio Roquita nos ofrecía la clave de su oscura tragedia.

—¿Qué dices a esto, Alina?

—¿A qué?

—A lo de la carta.

Alina me miró.

Estaba engañado. No lloraba. Sus ojos se abrían absortos, pero secos. Ni una lágrima. Y yo hubiera querido que llorase.

—Cosas de la vida —comentó a la postre—. ¡Quién se hubiera imaginado que el secretario se atrevía a pensar en mí! Un poco alto volaba Roquita. ¿Y te fijas cómo me tutea? La verdad, creo recordar que cuando él y yo éramos pequeños, nos tratábamos de tú. Era mi hermano de leche.

Y añadió, risueña:

—¿Sabes? Era un poco tartamudo... Nos hacía reír...

Luego tuvo un gesto piadoso que yo —por tí, Roquita, humilde Roquita,— agradecí. Tomó del ojal de mi levita una violeta que poco antes ella misma colocara allí, y la echó al ataúd aún abierto.

¿Sería ilusión? Yo vi la descompuesta faz del cadáver sonreír —¿ironía?— a la ofrenda de Alina.

—Nos vamos, Efrén, ¿eh? Que papá se las arregle con su muerto... En el auto te iré contando algo de la vida de Roquita, ¿quieres?, su historia, su muerte... Fué esto una cosa imprevista. Papá, que detesta el escándalo, consiguió que se lo enterrara sin mucho preámbulo, ¿ves? Así, así, como si hubiera fallecido de muerte natural.


* * *


En mí y por mí has encontrado tu venganza, —pobre, loco, infortunado Roquita.

Alina me quería. Yo era «su» hombre.

Pero tu amor a ella fué tan grande, Roquita, tan grande; que al lado de él no he osado poner el mío.

Consuélate...Que esto te sirva de lenitivo, siquiera.

Por otra parte, Alina tiene ahora algo más de treinta años, y ha perdido mucho de su belleza desde cuando tú la dejaste —en la vida— mi desdichado, compadecido rival... Seguramente, ningún otro hombre se acercará ya a ella, como tú y yo nos acercamos,— pobre, loco, infortunado Roquita...


Publicado el 4 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 56 veces.