I
José Tiberíades se revolvió en el camastro, bajo el toldo de zaraza floreada cuyo cielo de ruan casi se le pegaba al rostro.
—¡Mama!
Respondió la vieja desde su tendido cochoso:
—¿Qué?
Contestó José Tiberíades con voz viva:
—Se me ha quitado el sueño.
—¡Ah!...
—Es la calor y los mosquitos.
—¿Se te han metido en la talanquera?
—No; es que zumban, mama... es que zumban... Y la calor... Estoy en pelotas, viera, mama... ¡Y la calor!
—Ahá.
Refugio, la hermana, que se acostaba en el mismo lecho que la mama, gritó:
—¡Dejen dormir!... La noche no se ha hecho para conversar.
Pero a poco José Tiberíades volvió a llamar:
—¡Mama!
—¿Qué?
—Me voy a levantar. No sé; me ahogo en el cuarto encerrado... Voy a echarme en la hamaca de la azotea... Allá corre viento.
—No vayas, mejor.
—¿Por qué?
—Hay luna. Andan las malas visiones.
—¿Y es cierto las malas visiones, mama?
—Sí: el difunto tu padre se topó una vez con una, ahí no más, al pie de los caimitales. Era un bulto blanco. Parecía una mujer. Lo llamaba, alzando el brazo.
—¿Y era mujer?
—Sí.
—¿Y quién era esa mujer, mama?
—La muerte.
—¡Ah!... Pero ¡oiga, mama! A mí no me asustan las malas visiones... Yo tengo calor, no más... ¡Viera, mama!... Un calor adentro... como si estuviera con fiebre... ¡Qué calor!... Allá afuera hará fresco... Cerraré los ojos para no ver las malas visiones... Y me meceré en la hamaca...
Se levantó José Tiberíades... Se puso los calzones, dejando al aire el busto. Salió.
—¡Muchacho necio! ¡Siquiera persígnate!
—Bueno.
Se persignó. Desde su lecho la vieja lo bendijo.
José Tiberíades se fue a la azotea.
La azotea se abría hacia un costado de la casuca. Estaba cercada con estacas de puntas afiladas. Porque, en ocasiones, había que defenderse. Eran probables las acometidas de animales o de hombres. Sobre todo, de estos últimos. De los «enemigos» del patrón Jiménez. Y el ataque se hacía fácil dirigirlo sobre la única parte descubierta del edificio: la azotea. Las estacas puntonas, filudas, altas como un muslo adulto, gruesas como un muslo de mujer, ofrecían un obstáculo al asalto.
En la azotea estaban el fogón y la hamaca.
También estaban el nidal de las gallinas ponederas y la pipa de agua.
Y el trapecio de ramas que servía de alcántara al diostedé de pico formidable.
II
José Tiberíades se mecía en la hamaca. La hamaca se lamentaba.
—Tac, tac; tac, tac...
José Tiberíades no tenía miedo. Antes bien, abría los ojos muy abiertos y miraba en torno suyo: al campo, al cielo.
Le parecía como si estuviera metido en un hueco: el cielo, bajo, nuboso, color de leche con la luna llena; la montaña, por todos lados cerrada, perpetua; y en medio, en una pequeña explanada, hecha a machete en el corazón vivo de la selva, la casa.
Le parecía como si de ahí, de ese hueco hondo, no se pudiera salir.
Pero no: el sabía que detrás de los macizos de árboles serpenteaba un senderuelo que llevaba, tras un día de andarlo, a «Bejucal», la hacienda del patrón Jiménez, allá abajo, junto al río.
José Tiberíades conocía el camino.
Cada mes lo recorría una vez. Desde cuando vivía el padre, y el —chiquitín— lo acompañaba.
Ahora iba solo. Visitaba al patrón en la oficina; recibía el dinero que Jiménez pagaba a la familia sólo porque viviera donde vivía; compraba, en el almacén de la hacienda, los encargos de comida y ropa que le hubiera hecho ña Nicolasa, la mama; y a la madrugada siguiente se regresaba.
Tomaba esa precaución de viaje para que no lo sorprendiera la noche en la montaña y atravesarla todavía de día.
Él no había pasado jamás de noche por la montaña, pero sabía que era espantoso. Acechaban los jaguares y los grandes monos. Además, y ahí sí era de veras, de las encrucijadas salían las brujas, los duendes y los muertos. Por el suelo cruzaban las culebras. Arriba revolaban las aves malas.
Acá en la casa era diferente.
Se oía, sí, el aullido de los monos y el maullar ronco de los tigres. En ocasiones llegaban éstos a la ceja de la explanada y se veía en la obscuridad rebrillar sus ojos luminosos. Pero era diferente. Había la estacada de la azotea; había la escopeta cargada siempre; y había, en fin, el toro padre —«Zapote»—, que dormía abajo con las tres vacas y las crías.
Cuando «Zapote» bramaba, escapaban los tigres como si oyeran gritar al diablo.
José Tiberíades se reía de eso.
—Los tigres son maricas —repetía.
En el vocabulario de José Tiberíades la palabreja significaba lo mismo que cobardón. Así se lo había explicado la mama.
Un día, en «Bejucal», mientras se bañaba en cueros con otros muchachos, hijos de peones de la hacienda, acertó a pasar el negro Cañarte, el curandero. Lo miró y le dijo, riéndose:
—Vos eres marica, José Tiberíades... ¡Tan grandote!...
Cuando regresó, José Tiberíades le preguntó a la mama, curioso.
—Te quiso decir flojo. ¿Le harás asco al agua, tal vez?
—No; ya sé nadar, mama; ya aprendí...
—¡Ah!...
—Oiga, mama, ¿y por qué me dijo «tan grandote»?... ¿Ya no soy chico, mama? ¿Cuántos años tengo?
Ña Nicolasa contó con los dedos.
Respondió:
—Dieciséis.
—¡Ah!... ¿Y la ñaña? ¿Cuántos tiene Refugio, mama?
Volvió a contar la vieja.
—Catorce.
Hacía un año de eso.
—¡Ah!...
Ocurrió justamente el día en que el patrón Jiménez les aumentó la paga mensual. ¡Ah, el patrón Jiménez, tan caritativo, que les daba dinero y habitación únicamente para que estuvieran allí, en ese rincón de la selva! (Verdad que las gentes afirmaban que el hacendado sólo con que ellos vivieran en esas tierras a nombre de él se haría a vuelta de pocos años dueño de una enorme porción circundante de montaña. Verdad que también aseguraban que Jiménez había sido marido de ña Nicolasa y que ahora engordaba para su lecho a la muchacha, a Refugio. Pero ésas serían la$ malas lenguas...)
José Tiberíades no se acordaba ahora de nada de aquello. Ni siquiera le atemorizaban las malas visiones. Miraba a la noche con ojos valerosos.
Se advertía desazonado, no más. Con algo extraño. Calor. Sí; era eso: calor. Ardía fuego en él, en todo él. En el pecho, en el vientre. La cabeza le daba vueltas. Parecíale como si dentro de los oídos le anduviera un enjambre de zancudos.
A ratos se calmaba. Y luego se sentía desfallecer.
Mas otra vez. De nuevo...
Provocábale morder, morder... Revolcarse, pelear...
Sí; pelear cuerpo a cuerpo, como hacía «Zapote» con las vacas jáyaras... ¡Jugar!... Jugar así... ¡Jugar!...
III
Llamó:
—¡Ñaña! ¡Hazme café!
Refugio contestó desde el cuarto malhumorada:
—No me da la gana. Estoy durmiendo.
El hermano rogó:
—¡No seas mala, ñaña! ¡Levántate! Cuando vaya a «Bejucal» te traigo un paquete de cinta, bonito, verde, para que te amarres el pelo.
—No quiero.
Ña Nicolasa intervino:
—Espera, muchacho; ya voy a prepararte el café.
—No; usted no, mama. Usted está enferma. Que venga Refugio.
Refugio consintió a la postre.
—No te creas que es por ti ni por la cinta. Es para que mama no se levante.
Se acomodó un pañolón sobre el camisoncito ligero y salió.
Armó en el fogón unas astillas, arregló una mecha, la prendió y empezó a soplar con la boca. A poco brilló la candelada. Colocó la olleta con el agua a hervir, y púsose a aventar la fogata con un abanico de hojas.
Del fogón se alzaba el cenizal. Refugio se despojó del pañolón para librarlo.
Estaba contra la luna y en el claror de la candelada veíasela como si estuviera desnuda. Dibujábanse sus líneas intactas. Esculpíanse sus formas redondas y prietas; sus senos chiquitos, sus anchas caderas, sus piernas delgadas y finas.
José Tiberíades la miraba.
—¿No tienes calor, ñaña?
—No; tengo frío.
—Yo también... Me ha dado frío... No sé...
Añadió:
—Deja que hierva sola el agua, ñaña, y vente a la hamaca. Así no sentiremos frío.
—Ahá.
Se acostaron uno al lado del otro, con las cabezas juntas, unidos los cuerpos.
—¡Ñaña!
—¿Que?
—Nada.
José Tiberíades le acariciaba el rostro a la hermanita.
Después la besó.
Refugio preguntó:
—¿Por qué me besas, ñaño?
Él no respondió; pero ella le devolvió los besos.
Sin embargo dijo:
—¡Déjame ya, ñaño!
Casi no podía hablar. José Tiberíades le apretaba ahora entre los brazos hasta hacerla daño. Se le dificultaba la respiración. Se ahogaba.
—¿Por qué haces esto, ñaño?
—No sé... No es nada... Estamos jugando...
—Déjame...
Pero José Tiberíades ya no contestaba. Tenía los ojos extraviados y la mirada perdida.
Refugio lanzó un gran grito:
—¡Ay, Dios mío! ¡Mama! ¡Mamita! ¡Ay, Dios mío!
IV
Ña Nicolasa acudió a prisa.
Desde la puerta contempló el espectáculo de sus hijos...
—¡Malditos!
Corrió hacia ellos. Al correr dio un traspiés y se fue de bruces contra la cerca de la azotea; una estaca puntona, salida del haz, se le hundió profundamente en el vientre.
La vieja rodó por el suelo. Con ambas manos trataba vanamente de ajustarse el hueco sangrante por el que se le iba saliendo la vida.
Cara al cielo, temblorosa, moribunda, alcanzó a balbucir:
—Dios me ha castigado... Me ha castigado por donde pequé... Yo tengo la culpa... Yo parí a estos monstruos... ¡Perdón!
Sus hijos no la veían, no la escuchaban... Estaban ahí, tumbados... Desfallecidos... Como durmiendo...
Allá abajo, en el monte, un gajo de cocos se desprendió de una palmera y cayó con un ruido seco, como el que hace el ataúd al descender al fondo de la sepultura.
La selva seguía jadeando. Respiraba la yunca con un aliento sordo, ancho, como un gran animal cansado...