Candado

José de la Cuadra


Cuento


Cuando «la Piltrafa» obtenía las dos primeras monedas de a cinco centavos se sentía como feliz.

—Ya hay p’al cuarto —murmuraba.

Y sobre la boca de labios moraduzcos flotaba una sonrisa leve, que dejaba al descubierto las encías vacías.

«La Piltrafa» llamaba, así, pomposamente, «el cuarto», a la pocilga donde se revolvía cada noche, sobre las tablas, con el hijo chiquitín entre los brazos... El cuarto aquel era el dormidero, algo como el hogar nocturno...

Porque en el día eran las calles... Las calles populosas, angustiadas de tráfico, febricitantes bajo el sol... Las calles anchas, hermosas como avenidas, bordeadas de edificios soberbios, por las cuales circulaba en oleadas la gente que puede regalar de limosna las lindas piezas de a cinco centavos.

Clamoreaba «la Piltrafa»:

—Una caridad, futrecito... Hágalo por su mamá... Por Diosito, hágalo... Vea: me dan unos ataques...

El alquiler del cuarto era de tres sucres mensuales. Pagaderos en partes proporcionales cada sábado.

Diez centavos diarios... Dos piececillas de a cinco, de esas brillantes, redonditas, que parecen juguete...

—Una caridad, niñito...

El sábado por la tarde iba a buscar a «la Piltrafa» un señor de rostro hosco, que no reía nunca. Este señor era el corredor. Cobraba el alquiler irremisiblemente. Le mostraba un papel. Recibía las piezas de a cinco centavos. Las recontaba, un tanto asqueado, con las puntas de los dedos no más. Y las echaba en una gran bolsa de cuero. Era después de esto que le daba el papel a «la Piltrafa». Antes no. Lo enseñaba de lejos, como se enseña un bocado de carne a un perro hambreado. Lo mismo.

«La Piltrafa» guardaba el papel en el seno. Tenía ya muchos papeles. Tantos que habría podido cubrir con ellos las paredes del cuarto.

Por supuesto, «la Piltrafa» no sabía leer. Pero sí sabía que había de conservar como un tesorillo los papeles esos que le entregaba el corredor.

—Una caridad, futrecito...

El corredor jamás le había dado caridad. Mas un domingo, en el American Park, «la Piltrafa» se lo encontró pascando con una mujer y un chico. Y el chico le regaló a «la Piltrafa» una monedita.

Aparte le murmuró al oído:

—Rezarás por papá, que es tan bueno, que nos viste y nos da de comer...

«La Piltrafa» había dicho que sí, que rezaría...

Prometía siempre lo mismo, cada vez que las gentes se lo pedían... Pensaba... La gente es muy interesada... Nunca da por gusto... El que menos, quiere que una rece...

Desde aquella ocasión del American Park, «la Piltrafa», cada sábado, quitaba una monedita del montón, que entregaba al corredor.

—Ésta es la monedita que me tendrá que dar mañana el niñito, su hijito lindo... —repetía, melosa.

Al principio, el corredor se disgustaba. A la larga se acostumbró a ese censo.

—Bueno, pues, ¡que vaina! Tú lo explotas a uno. Pero en fin, ¡que sea por el chico!

A pesar de todo, «la Piltrafa» no cumplía con su compromiso de rezar por la ventura del corredor —¡tan bueno!, ¡tan bueno!—, por la simple causa de que no sabía rezar.

Casi siempre «la Piltrafa» estaba de buen humor. Tarareaba canciones. En las puertas de las cantinas de los arrabales donde había radiolas, se detenía a escucharlas... La acometía una gran risa cuando oía cantos en palabras que no lograba entender. Le hacía eso, de suyo, una gracia profunda. Cuando oía pasillos de la tierra, se entristecía, en cambio. Era como si le removieran algo en el pecho, como si le colocaran encima un peso tremendo que la impidiera respirar a sus anchas. Y los ojos se le hinchaban de lágrimas.

—Una caridad, futrecito... Vea...

A veces le entraba rabia.

Era cuando tenía al hijo enfermo.

Entonces se enfurecía si le negaban las maravillosas piezas de a cinco centavos, con las cuales se obra milagros... Se come... Se compra remedios para aliviar, los dolores... Se vive... Todo depende que el montoncito sea así, tamaño, en la mano extendida.

Como ahora.

—Me dan unos ataques, vea... ¿No me da?... ¡Sin entrañas! ¡Mal corazón!

Érale peor cuando se ponía rabiosa como una perra. La empujaban las gentes. La rechazaban.

Incluso la insultaban también..

«La Piltrafa» respondía:

—¡Maldita sea!

Después se alejaba, temblequeando.

A las diez de la mañana ya estaba en el portal de San Francisco.

Ahí comía.

«La Piltrafa» llevaba un tarro de lata. No muy grande. «Regularcito no más, hermano, vea»... Porque no era permitido llevar tarros grandes... Siendo chico el recipiente, por poco que en él se echara podía decirse que estaba repleto de comida, hasta el desperdicio, hasta la locura... Y que la caridad de los hermanos de Asís colmaba el vaso vacío del hambre de los cristianos...

Salía del convento un lego gordo, rozagante, colorado como un tomate maduro, florecido de acné profundo del mentón. Detrás de él venía un mozo de servicio, portando ollas enormes, conteniendo una masa caliente, humosa, negruzca, que exhalaba un olor desagradable a legumbres en putrefacción. Eso era la comida.

El lego metía un cucharón en las ollas. Luego vaciaba en los tarros ansiosos que se alargaban al extremo de las manos esqueléticas una porción de la masa negruzca.

Quien recibía había de decir:

—Alabado sea Dios. Gracias, hermanito. Que San Francisco le dé su sagrada bendición.

Si no se decía esto o algo por el estilo, al día siguiente el lego olvidaba echar comida en el tarro del malagradecido.

Por el contrario, si con tono contrito y voz humillada se rendían las gracias de costumbre, el lego añadía un postre de bendición sobre la masa negruzca, sobre el tarro de lata y sobre el mendigo.

«La Piltrafa» conocía bien estos manejos.

No se le escapaba detalle. Jamás omitía las frases consabidas.

Hasta agregaba a veces de propia cosecha:

—Padrecito lindo, Dios te salve... Estás lleno de gracia...

Porque se podia tutear al lego gordo según viniera en gana el hacerlo. Esto era una cosa ventajosa. Una como fraternal confianza.

Y el lego sonreía plácidamente.

Resultaba una cosa amable poder tratar de tú a una persona redonda, aseadita, reluciente de color y de grasa.

—Tú..., tú..., tú...

Como a Dios.

A Dios parece que también se le puede tratar de tú.

Otra cosa igualmente amable.


«La Piltrafa» pasó una época mala. Una crisis terrible.

Vagamente recordaba haber sido siempre así, como era ahora. No se preocupaba mayormente de eso, la verdad. Pero creía recordar que la cuestión había sido siempre la misma... Mendigar... Ir tras las moneditas lucientes.

De cualquier manera, como en un sueño veía en ocasiones una figura de mujer... ¿Mamá?... No; abuelita... Algo así... Andaban juntas por los campos montuvios, asoleados, inacabables... Tomadas de las manos... Jugándole el quite a los toros bravios y a los cuidadores de las haciendas...

Después, la ciudad...

Habían llegado en vapor, de madrugada. En uno de esos vapores que traen la leche desde los potreros lejanos...

Iban ahora también tomadas de las manos... Y les jugaban el quite a los automóviles... Hasta que un día uno de estos furiosos animales de ruedas arrolló a la abuelita... La recogió la ambulancia y se la llevó.

«La Piltrafa» no la volvió a ver. Quedó sola. Con las calles por delante. Amplias, bordeadas de edificios soberbios con portales propicios para el sueño.

Las calles... Las moneditas de a cinco centavos...

Entonces fue que alquiló el cuarto.

¡El cuarto!

Tres sucres por mes. Pagaderos en semanas.

Las cosas marchaban bien. Días había en que reunía hasta seis o siete moneditas. Y se tomaba vacaciones. Un domingo no salió a pedir caridad. Se pasó metida en el cuarto. Feliz. Comiendo naranjas. Contando las cañas de las paredes.

Así fue todo hasta la época mala.

Cierta noche «la Piltrafa» regresaba al cuarto. Se le había hecho demasiado tarde. En la iglesia de la Merced se celebraba un novenario. Y «la Piltrafa» estuvo en el atrio esperando la salida de los feligreses.

Cruzó la barriada de La Legua. La oscuridad se metía en los ojos. Pero a «la Piltrafa» no le importaban las sombras. Ella conocía el camino.

De improviso, un grupo de barrenderos la detuvo. Estaban borrachos los hombres. Apestaban a alcohol y a desperdicios. Fueron sobre ella. Uno, dos, cinco... Quedó tendida encima de un montón de basura, desmayada...

A la mañana la encontró la policía.

Entre varios gendarmes la condujeron al hospital cercano.

Vino un joven muy elegante. Luego otro más. La examinaron.

Ella contó llanamente lo sucedido.

Los jóvenes elegantes sonrieron maliciosamente.

—Con tu voluntad habrá sido, cochina. Y ahora dices...

—No, no...

—Ahá.

Tornaron a sonreír.

«La Piltrafa» se violentó entonces. Los injurió en su jerga arrabalera. Pensó que no la entenderían, sin duda, porque no le pegaron, como hacían sus vecinos cuando los insultaba.

Uno de los mozos dijo:

—De todos modos, era virgen... Aquí está...

—¿Sí? ¡Qué raro!

—Alguna vez había de ser.

—Ya se verá.

—Tiene veinte años... La edad fisiológica... aparente...

—Entonces, no hay nada que hacer...

—¿Y el asalto? ¿Y el forzamiento?

—Hombre, sí... Pero, ¿usted cree?...

—Como creer, francamente... no...

Se fueron.

Al día siguiente la botaron del hospital.

Una monjita se le acercó ceñuda:

—Largo de aquí, corrompida...

«La Piltrafa» salió, haciendo una mueca.

Y de nuevo a pedir caridad...

—Una caridad, futrecito... Vea...

Pero la gente se reía.

—Que te mantenga el que te mantuvo.

—El que te tumbó de espaldas que te acomode el petate.

Y así otras frases. Peores. Más repugnantes.

«La Piltrafa» se admiraba un tanto. Miraba crecer su vientre. Inflársele incontenidamente.

Un día no pudo más con él. Como si pesara demasiado se desplomó en la vía.

Acudió la ambulancia. «La Piltrafa» se acordaba de su abuela, a quien también se llevó una vez la ambulancia y a quien no vio más. Y se resistió, llorando, gritando, pataleando.

A la fuerza la arrastraron hasta una casa de maternidad.

Y la metieron ahí.

Tras una semana le dieron el alta.

Se encontró en el umbral, frente a la calle hospitalaria, frente a la calle de todos. Estaba medio desnuda, con sus ropas miserables que apenas la cubrían. Entre los brazos apretaba un montoncillo de huesos raquíticos...

El hijo...


Este sábado de diciembre amaneció nublado, orballando.

A media tarde se desató el aguacero.

«La Piltrafa» se metió bajo un soportal a esperar que cesara de caer el agua.

Hacía frío. Un frío intenso, que penetraba en la carne como el frío sacudido del paludismo.

«La Piltrafa» oprimía al hijo contra el pecho. Se había dormido el huahua, y «la Piltrafa», por no despertarlo, olvidaba demandar la limosna a los escasos transeúntes. Antes bien, se revolvía rabiosa cuando alguno hablaba junto a ella.

Musitaba, mordiendo las palabras:

—Siga su camino, vea...

Y señalando para el huahua añadía:

—¿No ve? Está dormidito...

Lo miraba, amorosa.

Se agitó de pronto, nerviosa, asustada... Le había parecido como si el huahua no respirara... ¿No?... ¿Sí?... Sí, sí respiraba... Pero estaba amoratado, con la naricilla disneica...

Lo movió. Lo sacudió al aire. Pero el huahua no abría los ojos.

«La Piltrafa» se desazonó.

Salió corriendo bajo la lluvia. En el primer puesto de Asistencia Pública se detuvo.

El salón de espera estaba lleno de gente. «La Piltrafa» quiso violentar al portero y entrar. Pero no la dejaron. Hubo de resignarse. Le tocó al fin el turno.

El médico examinó al huahua.

—Sálvemelo... No quiero que se muera, vea... No quiero...

El médico permanecía silencioso.

Dijo al cabo, como hablando consigo mismo:

—Neumonía. Hay que abrigarlo. Que tome esta bebida.

Le extendió un papelucho.

—La Asistencia Pública ha suspendido la botica por la crisis. Ya no se regalan remedios. Tendrás que comprar esto en cualquier parte.

—Bueno.

«La Piltrafa» contempló al médico, meditativa, cavilosa.

—¿Se morirá? —preguntó.

El médico alzó los hombros.

—Depende... Es grave la cosa... Si lo cuidas, puede ser que no se muera... Dale el remedio en seguida... Es urgente eso... Cada hora, una copita...

—Ahá.

«La Piltrafa» se dirigió a una botica que conocía, justamente en la plaza de San Francisco.

Hizo preparar la medicina.

—¿Cuánto?

—Dos sucres.

Pagó en la caja. Le entregaron el remedio.

Sólo entonces se dio cuenta de que había descompletado el dinero del arriendo... ¡Qué importaba!... le diría al corredor que la esperara... ¡Que aguantara, pues, el dueño!... Ella convencería al corredor... Estaba enfermo el chico... Le diría...

Precisamente junto a la botica se encontró con el corredor.

—No puedo pagarle, vea...

—¿Eh?

—Le pagare el lunes.

Habló largamente «lá Piltrafa». Jamás recordaba haber hablado tanto de seguida.

La escuchaba el corredor. Parecía fastidiado, cansado.

Dijo:

—Tú verás, pues.

Nada más.

Y se fue.

«La Piltrafa» pasó el resto de la tarde en el portal de la botica.

Preguntaba la hora a uno de los empleados. Prestaba una copita y le daba el remedio al huahua.

A las siete se marchó.

Seguía lloviendo, más fuertemente todavía.

Como podía mejor, iba cubriendo al huahua.

El huahua estaba dormido. Dormido desde la mañana. No había despertado. No despertaba por más que lo moviera.

Llegó «la Piltrafa» al cuarto.

Ella dejaba siempre la puerta junta, sostenida con una cuña de palo.

Estaba ahí la cuña.

Pero había además un grueso candado, prendido en las argollas, sobre un papel escrito...

Como «la Piltrafa» no sabía leer, no supo qué diría el papel.

Sabía, sí, lo que significaba el candado.

Cuando alguno de los inquilinos retrasaba el pago del arriendo, el corredor echaba sobre la puerta del cuarto del moroso un candado como ése.

«La Piltrafa» lo había visto muchas veces.

Dieron las ocho en el reloj de la vecina iglesia de la Soledad.

Dieron las nueve...

No paraba de llover.

Soplaba sobre la lluvia un viento a ráfagas.

«La Piltrafa» se había sentado al pie de la puerta cerrada.

No se atrevía a romper el candado.

No habría podido, quizás.

Y aun cuando hubiera podido, no se habría atrevido tampoco.

Dizque llevan preso al que rompe un candado. Y en la Policía dan de palos.

Pensaba en eso lejanamente.

Y se estaba ahí, sentada, empapándose bajo el cielo inclemente.

En las rodillas había acostado al huahua. Se inclinaba sobre él para que la lluvia lo mojara lo menos posible, tapándole con su cuerpo.

A ratos «la Piltrafa» lloraba...

Ya se había acabado el remedio. Y no sabía qué hacer.

Los vecinos dormían. Mas aun cuando estuvieran despiertos, suponía que le habrían negado ayuda. Ella los insultaba cada vez, siempre...

Sonaron nuevas campanadas en el reloj de la iglesia.

Seguía «la Piltrafa» casi tumbada de bruces sobre el hijo.

El huahua ya no respiraba con la nariz. Ella lo sentía así en la oscuridad. Lo palpaba. Advertía que había abierto, ansiosa, desesperada, la boquita, como queriendo tragar vida...

«La Piltrafa» puso sus labios sobre los del huahua.

Y empezó a soplar aire tibio, aire respirado, en la boquita anhelosa...

Al mismo tiempo balanceaba las piernas, acunándolo.

De rato en rato dejaba de insuflarle aliento para cantarle en voz baja la última canción aprendida en las radiolas de las tiendas arrabaleras...


Publicado el 27 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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