Chichería

José de la Cuadra


Cuento


Letreros al óleo:


Chichería "El Ventarrón" de
Mariana de Jesús Contreras V.


NO FIO, SEÑORES: ANTES DE PEDIR
CONSULTEN CON SU BOLSILLO SI
NO QUIEREN QUE INTERVENGA
LA POLICIA


LA MEJOR CHICHERÍA
DE LA TAHONA


Letreros al carbón:


MAS MEJOR ES LA DE
ENFRENTE


YO SOY MUY HOMBRE


¡MALDITA SEA!


¡VIVA BONIFAZ!


¡ABAJO!


Y otros...


El más alto:

En un cuadro de viejísima hojalata, reclavado arriba del marco de la puerta, en letras negras sobre una mancha polícroma, semejante a la bandera de Suecia:


PROPIEDAD ESCANDINAVA


A un costado, a tiza:


MENTIRA, PUEBLO
PROPIEDAD PERUANA.


* * *


Había dos barricas grandes: “La Envidia” y “El Pescozón”. Habrá, además, una serie de barrilitos en varios portes pequeños, hasta algunos que parecían de juguetes o de muestrario, como, por ejemplo, “Lindy”. Todos estaban repletos de buena chicha cogedora, en diversos estados de fermentación, según el día de la llenada y la edad y madera de los envases.

Se servía conforme a los gustos. Decía ña Mariana, la dueña:

—Vea, Camacho a los del reservado me les pone de “El Pescozón”. Esa gente quiere fuerte, como pa quemarse el guargüero.

O, en otros casos:

—Me les vacea de “La Envidia”. Esa chicha no está muy templada que digamo...

Durante el día casi no había movimiento. La tienda dormía en su penumbra. Los barriles alineados, reposando sobre sus cajones de palo duro, que se asentaba en el suelo de piedra; daban una impresión extraña. Redondos, ventripotentes, tamaños, recordaban a esas momias de obispos, ataviados de pontificar, que se ven en las catacumbas de algunas catedrales serranas.

Sólo la rueda a circunferencias negras sobre fondo claro, plomizo, del tiro al blanco para escopeta de mota, rebrillaba en la oscuridad de una esquina, como una pupila curiosa. A veces, algún rayo de sol cosquillante, juguetón, metiéndose por los soportales hacía reir la dentadura apolillada de “Maruja”, la pianola de marca “Playotone”.

Únicamente Camacho atendía en las horas diurnas. Ña Mariana dormitaba tras el mostrador, cuidando del negocio más con la presencia que con la vigilancia de los ojos entrecerrados.

Acudían, a la media tarde, muchachos que salían de las escuelas vecinas. Iban en rondas bulliciosas, peleándose y bromeando.

Preferían la chicha suave y dulzona de “Lindy”. Alguno, mayorcito, que ya bordeaba la pubertad y fumaba su “Progreso”, mal liado, solicitaba chicha de “El Pescozón”, o de “La Envidia”. Camacho no hacía reparo; pero si se apercibía ña Mariana, lo impedía.

—No; no quiero que se chumen y yerme en vainas. No es por nada pero la policía va a andar fregando si pasa algo.

Ña Mariana se consideraba una buena mujer, aunque su moral fuera un tanto latigueada.

—Si quieren de “Lindy”, sí...

Y era intransigente.

En cambio, permitía que los chicos dispararan al blanco, apostándose sus centavitos, y les cobraba el “derecho de casa”. Cuando les faltaba dinero, les recibía a empeño incluso los libros de estudio; y, de no sacarlos a tiempo, los mandaba vender en los caramancheles de la orilla.

A las seis de la tarde se encendían los focos eléctricos. Por toda la tienda se diluía, en el aire, una claridad azulenca, lechosa, agradable a la vista, que era el reflejo de las luces en la pintura de los barriles.

A esa hora llegaba el sirviente que estuviera de turno, de los dos más que había: Cervantes y Rosado. Con algún retraso llegaba la pianolista. Esta decía llamarse Rosa Spencer y ser hija de ingleses y nacida en Valparaíso: era una prostituta pasada de moda, que arrastraba su carne envejecida y pintarreajada por los más bajos fondos del puerto.

Por lo regular, los clientes no aparecían hasta las siete.

Casi todos los jornaleros de esa zona del Malecón, los fleteros, los embarcadores de fruta, los estibadores de carga en los buques extranjeros, acudían.

En ocasiones saltaba marinería de las naves surtas en la ría: era ésta una clientela selecta y preferida, que hinchaba de relucientes monedas y de grasientos billetes el cajón del mostrador. Había, además, con estos clientes, la ganancia del cambio.

Los sábados por la noche el negocio era más productivo pero en el resto de la semana no eran despreciables las entradas.

A cosa de las diez comenzaban a presentarse las mujeres. Ña Mariana no las pagaba para que bailaran; pero ellas iban, sin embargo, acicaladas, propicias a la pesca de algún hombre que les diera de beber y les convidara la cena.

En esta oportunidad de su venida, se repartían las guitarras.

Casi siempre concurrían los trovadores famosos del barrio, y se armaban concursos y contrapuntos. Cada cantor tenía sus partidarios, sus admiradores incondicionales, en oposición a los de ótro. Estas rivalidades eran causa de peloteras, escándalos y aun combates cruentos, en los que los jarros hacían de proyectiles.

Se murmuraban que más de una ocasión resultaron muertos en tales luchas. Hablábase de un pozo negro, no cegado, que dizque había en el traspatio de la chichería, y el cual era, según la afirmación musitada de los vecinos, una suerte de osario común.

Lo único cierto que podía saberse es que no han sido pocos los barcos que hubieron de suprimir nombres en su rol, al zarpar de Guayaquil, donde sus tripulaciones saltaron y fueron vistas, última vez, en la chichería de “El Ventarrón”.

Cuando aquellas algazaras se promovían, ña Mariana abandonaba su aspecto pacífico y su reposado continente, e intervenía con aires matoniles, esgrimiendo una porra de chonta. Vociferaba mientras repartía garrotazos a diestra y siniestra.

—¡Largo de aquí! ¿Me quieren dañar el negocio? ¡Vayan a amolar a la perra que les parió!

No se acobardaba ante nadie, por fama de guapo que tuviera el bullanguero.

—Yo me les hey plantado a Cachasmaco y a Manyoma; ¿qué miedo les voy a tener a ustedes, desgraciaos?

Cachasmaco y Manyoma fueron unos terribles matones que, no ha muchos años, hicieron de las suyas en la Quinta Pareja. Cacahueros fornidos, sin técnica alguna boxeril, siguieron la escuela de la pelea criolla que exaltara a su máximo apogeo el legendario Marcos Soriano.

—Y a la policía también me la hey echado encima...

Las risas de los circundantes advertíanla del juego de palabras en que había incurrido involuntariamente.

—¡Majaderos!

Cuando decrecía el alboroto, ña Mariana ordenaba a las parejas que salieran al ruedo del baile y a los cantores que reanudaran sus cantos.

Sonaban los acordes breves de las guitarras; y, a poco, un voz aguardentosa gritaba a grito pelado el pasillo de moda:


Soñé ser tuyo y en mi afán tenerte

Presa en mis brazos, para siempre mía;

Pero nunca soñé que, de perderte,

A otro mortal la dicha sonreiría.


* * *


Camacho estaba enamorado de ña Mariana.

Como él vivía en la misma tienda y se adjudicaba a la mesa de la patrona, las sobras que dejaba ésta; tenía más oportunidades de verla que Cervantes y Rosado.

De tanto verla se enamoró.

Al principio le hacía confidencias a los otros fámulos.

—Anoche la vide a la gorda, desnudota. ¡Barajo que hay alimento! ¡Es mujer como pa pobre!

Cervantes asentía:

—Si así vestida no ma’se le ve... ¡Bien sacadah las’agua! ¡Y popa’e lancha, caray! ¡Pa un cuartel alcanza!

Rosado inquiría detalles íntimos:

—¿Y es veyuda? ¿Y de qué gordo tiene las piernas acá, ¡fijate!, acá arriba?

Camacho revelaba cuanto había visto. Con el entusiasmo agresivo de sus dieciocho años llenos, libidinosos de suyo y puros a la fuerza, describía las anchas gracias de ña Mariana, sus grasosos encantos de multípara.

Después se volvió más cauteloso y casi ni quería hablar de la patrona.

—¡Déjense de joder! De repente alguien le va con el cuento y nos larga a los tres.

Pero era un mal signo. Sucedía que ya Camacho no estaba enamorado, sino obsedido, enloquecido. Soñaba con la hembrota basta: la veía mejorada, embellecida, ofrecérsele sumisa, pasiva, obediente. No era ya su patrona sino su esclava. Su cosa. La poseía; la poseía hasta quedar exhausto, agotado, precisamente como un barril de chicha vacío, vaciado.

Lo malo es que esto sólo acontecía en sueños, y Camacho comenzó a sufrir de poluciones nocturnas y a enflaquecer espantosamente.

Mientras tanto, el afán le aumentaba insaciable.

Ña Mariana acaso no se daría cuenta o acaso no le concedería importancia al asunto. Los clientes sí notaban el apasionamiento de Camacho, y le prestaban a su actitud un interés burlón y, a veces, compasivo.

—¡Lo que es este hombre se va a fregar!

—¡Seco se’stá quedando!

—Lo que más consume es la mujer.

Creían que era conviviente de ña Mariana. Otros, un poco mejor enterados, negaban eso y le atribuían a Camacho vicios solitarios.

Le decían:

—¡Póngase candao en la bragueta, amigo!

O, también:

—Amárrese las manos cuando se acueste a dormir!

O, también:

—El camino que lleva con “eso”, es más corto que el de la Lengua pa’irse al cementerio.

Camacho se desentendía de las chanzas. No le importunaban ya. Se había ausentado de sí mismo. Su espíritu estaba nada más que en sus miradas, y sus miradas se las llevaba ña Mariana prendidas en las curvas rotundas de las caderas pomposas, y en los troncos gruesos de los muslos y en las moles altaneras de los senos.


* * *


No había pasado en años. Pasó en un día. Salió verdadero el decir popular.

Fue un viernes por la noche. A las doce había poca gente. Cuatro personas apenas; marineros de un buque anclado frente al Conchero.

Hablaban con un dejo achilenado; pero afirmaban ser mexicanos, de Yucatán. A lo mejor eran ecuatorianos manabitas de esos que se embarcan para Nueva York junto con la tagua y el caucho o se metían a servir en los caleteros.

Cuando la chicha les hizo sus efectos, empezaron a decir que eran cubanos, únos, y ótros de Puerto Rico. Tratabanse entre ellos de contrabandistas, piratas y ladrones, y se referían a tierras y mares de nombres estrafalarios.

Rosado no estaba de turno, y Cervantes y Camacho los atendían, mientras la patrona, somnolienta, daba cabezadas sobre el mostrador.

Roncaba la victrola, a falta de cantores. Rosa Spencer, la pianolista, habíase marchado ya con una conquista.

Los marineros preferían a Camacho como mozo, y así lo manifestaron. Cervantes, un poco mohino, se retiró a una banca del portal.

Ya borrachos, los marineros obligaron a Camacho a beber con ellos. Uno, el más viejo, lo llamó aparte tan pronto como lo advirtió un poco embriagado.

—¿Usté se acuesta con la patrona?

—No.

—Pero le tiene ganas...

Camacho confesó:

—Sí...

—Usté m’ha cáido en gracia, ñor, y le vo’a tender la cama. Dele a l’ hembra este polvito. Solita lo jala p’al catre.

—No tomará.

—Espere. Se acercó el hombre a ña Mariana con su jarro de chicha.

—¿Me aceuta una confianza?

Solía negarse la patrona. Esa vez accedió.

De una empinada trasegó íntegro el líquido compuesto. Sentiría desagradable el sabor de la chicha, porque hizo al fin un gesto de asco. Nada más.

El marinero le dijo luego a Camacho:

—A la media hora hace efecto. Nosotros nos vamo. Aproveche usted primero. Después regreso yo solo, pa que me dé mi parte, socio... Me deja la puerta unta...

Marcháronse los marineros.

Transcurrió un cuarto de hora. No acudió ningún cliente más. Ña Mariana ordenó:

—¡Váyase, Cervantes! ¡Cierre las puertas, Camacho!

Explicó:

—Me voy a acostar temprano. Creo que m’enfermado. Se me da vuelta la cabeza.

Camacho apretó los labios y se estremeció.

Cuando se fue Cervantes, él cerró las puertas.

—¿Apago, señora?

—No; espérese.

Camacho se bamboleó. Se sentía más ébrio, ahora.

Ña Mariana sonrió:

—¿Está jumo?

—Si; esos tipos...

—¡Ah...!

Seguía sonriendo la patrona. Era una sonrisa extraña, impresa, ajustada.

—¿Qué le parece, Camacho, que nos tomáramo un jarro de “El Pescozón”. M’aprobocao.

Era la primera vez que acaecía esto. La primera vez.

Bebieron un jarro, dos... un galón, dos... Mano a mano, frente al mostrador.

De improviso ña Mariana se tumbó sobre el sirviente. Estaba pálida hasta lo inconcebible. Sonreía. Lo abrazó.

—Yo a vos, Camachito, te quiero mucho.

Cayeron juntos al suelo revueltos, estrujándose.

Reaccionó el hombre.. ¡Estaba ahí la hembra, la hembra de las ansias angustiadas, rendida, apta!...

Ah... Pero, ¿qué era eso? ¡Por Dios! ¿Qué era?

—¡Señora! ¿Qué le pasa, señora? ¿Qué le pasa?

¿Sera la muerte? ¿Sería...?

Ña Mariana había cobrado un aspecto horroroso. Tenía el rostro amoratado, violáceo. La mandíbula inferior se había desquijarado. El cuerpo recto, recto, recto... se iba poniendo rígido... Salían de la boca espumarajos... No se abrían ya, en el afán del aire, las aletillas de la nariz... Apenas si el pecho se convulsionaba.

—¡Señora! ¡No se muera, señora! ¡Por Dios, no se muera! Ah... ¡y morirse ahora!

Camacho vacilaba, vacilaba...

Se le ocurrió fugar... Pero la chicha estaba ahí. La chicha podía más. La chicha llamaba, y había que atenderla. Desde el fondo de las barricadas de enormes vientres grávidos, la chicha llamaba.

Camacho llenó hasta los bordes una garrafa galonera y alcanzó un jarrito. Escogió, por cierto, de la chicha picante de “El Pesconzón”.

Se sentó al lado de ña Mariana, que ahora estaba ahí, tendida en el suelo, propicia a todo, dispuesta a todo, quieta, quieta...

Bebía el hombre. Después colmaba el jarro y lo vaciaba de un golpe en la boca de ña Mariana, donde el líquido hacía un gluc-gluc raro...

Y transcurrió un gran espacio de tiempo...

De pronto sonaron golpes en la puerta, y una voz dijo:

—¡Amigo! ¡Soy yo, su socio! ¡Abra!

Camacho hizo una mueca, siguió bebiendo y derramando chicha en la boca de ña Mariana, y no contestó...

Los golpes arreciaron, arreciaron; espaciaron se luego; y cesaron, por fin...

Oyó Camacho unos pasos, alejándose, y la voz decía, furiosa:

—¡Ahí’juna!... ¡Solito se da el banquete!... ¡Ahí’juna!... ¡Y se come la parte’l socio!


Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.
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