A Manuel Benjamín Carrión
Aseguraban que Chumbote era cretino. Quizás. Después de todo, parece lo más probable.
El patrón —don Federico Pinto— que se las daba de erudito en cuestiones etnológicas, repetía:
—¡Muy natural que sea una bestia el muchacho éste! Es cambujo, y de los cambujos no cabe esperar otra cosa. La ciencia lo afirma.
No obstante, don Federico Pinto, y su mujer, la gorda Feliciana —"la otela" o "la chancha" como a espaldas suyas apodábanla sus amigas—apaleaban cotidianamente a Chumbote, acaso con el no revelado propósito de desasnarlo, aun cuando el conseguir lo tal fuera contrariar las afirmaciones de la ciencia.
Chumbote había entrado los doce años, y ya se masturbaba en los lugares "sólidos", como había visto hacer al niño Jacinto, el hijo de sus patrones. Entre la masturbación y los palos se le habían secado las carnes. Y era larguirucho, flaco, amarillento, como si lo consumiera un paludismo crónico. Por lo demás, nada raro habría sido que estuviese palúdico: su cuerpo servía banquetes a los zancudos, en las noches caliginosas, tendido sobre las tablas cochosas de la cocina.
Naciera Chumbote en la hacienda de don Pinto, allá por Colimes. Confirmáronlo con el mote porque cuando en la hacienda vivía era un chico macizo y recio como un ternero crecido. No lo conocían de otro modo que por Chumbote. Pero —como el patrón— se llamaba Federico. Federico de Prusia Viejó. Su padre, Baldomero Viejó, que había sido tinterillo y medio estafador en Colimes, mientras hacía de guardaespaldas de un gamonal, le decía indistintamente "Federico" o "Prusia". Cuando se emborrachaba, le añadía, como un título, lo de "hijo de puta". Pero —dicho sea en honor de la difunta, que dormía desde mucho tiempo atrás en el cementerio lodoso de Samborondón—, la madre de Chumbote sólo había recibido en amor, bajo el toldo de zaraza colorada de su talanquera, a muy pocos hombres además del suyo propio, Baldomero Viejó, "que se la sacó niña".
Cuando Chumbote ajustó diez años, su padre se lo regaló al patrón Pinto para que lo tuviera de sirviente en la casa de Guayaquil.
Doña Feliciana lo recibió con una sonrisa que —hablando en oro— fue la única que para él dibujó. Pero, así que le oyó decir que se llamaba Federico, la sonrisa se convirtió en mueca.
—¡Cómo, atrevido! ¡Federico! ¿No sabes que ese es el nombre del señor?
El pobre muchacho, todo amohinado y temeroso, hubo de convenir en que había mentido y en que no se llamaba Federico, sino Chumbote a secas.
Para sus adentros, añadió algo más, que su carita atezada no reveló.
Fue un mal comienzo. Doña Feliciana armó un lío horroroso con lo del nombre del chico.
—¡Federico! ¡Como tú! ¡Nada menos que como tú! —increpó al marido cuando éste llegó para la merienda—. A lo mejor es hijo tuyo... Sí; hijo tuyo, sin duda... Un hijo que le habrás hecho a alguna de esas montuvias volantusas de la hacienda, y que ahora tienes el atrevimiento, osadía espantosa de traerlo a tu casa, ¡a tu hogar que es sagrado!, para que se hombree de igual a igual con tu otro hijo, con el legítimo, con el verdadero, ¡con el de mis entrañas! ¡Canalla!
Se lanzó a la cara de su marido, y lo arañó con sus uñas filudas de gata, con sus uñas que eran la única característica que la diferenciaba de las grasosas chanchas. La acogotó luego un llanto en Mi sostenido.
Después de esta escena, don Federico Pinto comprendió que para que su mujer se convenciera de que Chumbote no era "su sangre", lo más consejado resultaba tratarlo como a un perro odioso. Esa misma noche lo apaleó. Un nimio pretexto bastó para la pisa.
Cuando doña Feliciana oyó aullar al chico, se refociló beatíficamente.
Le pareció fundamentalmente bien; pero guardó silencio. Un silencio de diosa propiciada. Y hasta esbozó un gesto de incredulidad que vio y entendió su marido.
En lo sucesivo, don Federico le pegó más de firme al muchacho. Repugnábale esto un poco. Mas, estimaba que la paz conyugal estaba por sobre todo.
Doña Feliciana colaboró con su marido en lo de las palizas. El niño Jacinto —que era un badulacón engreído y afeminado— secundó a sus papás.
Y éste le hizo algo peor. Con ejemplo le enseñó a masturbarse.
De vivir en la hacienda, a Chumbote no se le habrían ocurrido jamás esas porquerías. Los pobres vicios solitarios, tenebrosos y sórdidos como son, que prosperan como el moho en los rincones oscuros, no alientan allá, en el campo abierto. Se ahogan en el mar de sol.
Dejaba Chumbote trascurrir las horas muertas de la media tarde —entre la de fregar los platos sucios del almuerzo y la de prender la candelada del fogón para la merienda— sentado en una esquina de la azotea, al amor de la canícula, entretenido en arrancar los élitros rumorosos a los chapuletes o en organizar la marcha de las hormigas.
Pensaba... Pensaba vagamente en una multitud de cosas sin sentido preciso, no logrando jamás el concertar un razonamiento complejo. A las veces —eso sí— le obsedía el recuerdo de la hacienda, y los ojos parduzcos se le abotagaban de nostalgias inútiles.
Era entonces cuando lanzaba inopinadamente esos sus grandes gritos que hacían más creer a todos que la cabeza no le andaba bien:
—¡"Pomarrosa"! ¡"Cañafístula"! ¡"Maravilla"! ¡"Tetona"! ¡Uhj... jah... jah...! ¡Jah...!
A nadie se le ocurriera la humilde verdad.
Que Chumbote rememoraba. Que Chumbote revivía milagrosamente, en su memoria, las tardes soleadas o lluviosas de allá lejos, en el campo irrestricto, cuando, retrepado a pelo en su caballejo de color azufrado, chiquereaba el ganado de su patrón.
De oído —y lo oía siempre— doña Feliciana aparecía, látigo en mano.
—¡Animal! ¡Que no me dejas dormir la siesta!
Lo azotaba hasta que de la carne enflaquecida y angustiada de las nalgas, le brotaba la sangre, una sangre escasa y blanquecina que más parecía purulencia derramada.
Lo dejaba entonces.
Volvíase a su cuarto majestuosa, ondulante, bamboleando la grasa rebosante en uno como ritmo de navegar en bonanza.
Rosa, la huasicama leonesa, acudía compasiva. Le bajaba al flagelado los calzoncitos de sempiterno azul, cuya tela se adhería a los surcos largos de los latigazos, y le refregaba un poco de agua con sal. Cuando podía robarlo sin peligro, le ponía vinagre del de la despensa.
—¡Vida mía, me lo ha puesto hecho un Ecce Homo!
Con su compasión, la huasicama le hacía a Chumbote un mal antes que un bien. Entre el dolor agudo y picante de los azotes y la proximidad de la muchachota blanca, de carnes duras, cuyo profundo olor a mugre y a feminidad se le metía en las narices, revolvíasele a Chumbote las ansias. Y, en quedándose solo, encerrábase en el retrete a violentar sacrificios onanistas, con la imaginación llena de la Rosa.
Y era así, casi sin variación, el programa de cada día...
Como de costumbre, una tarde —las cuatro serían, y aún no había vuelto de la escuela el niño Jacinto—, Chumbote distraía sus cortos ocios en la azotea.
Jugaba ahora con "Toribio", el enorme angora de doña Feliciana, que se había escapado quién sabe cómo de las tibias y mantecosas ternuras de su ama.
Corría Chumbote tras él, hostigándolo con un palo.
—¡Mishu, niño Toribio!
Porque, conforme a la orden de doña Feliciana, el gatazo participaba del respetuoso tratamiento debido a los patrones.
—¡Zape, niño Toribio!
De improviso, la bestezuela, que trataba de refugiarse en una esquina, pisó una tabla que estaba desclavada —lo que había ignorado Chumbote— y que jugaba sobre la cuerda de mangle con un movimiento de báscula, como en la distracción infantil del guinguilingongo. Dejaba la tabla, al moverse, al descubierto un hueco por el que fácilmente habría pasado un cuerpo humano. Además, ese rincón de la azotea, destinado a sostener los tiestos de flores de doña Feliciana, estaba casi podrido con el agua de los riegos diarios.
Hubo de auxiliar Chumbote al "niño Toribio" para evitar que descendiera violentamente al patio. Y quedóse quietecito, mientras el gato huía.
Pero, con los correteos habíase armado estrépito; y, como siempre, doña Feliciana apareció látigo en mano.
—¿Qué bulla es ésta? ¡Ah, infame, no respetas el sueño de tu patrona!
Alzó el brazo armado de la beta.
—¡Vas a ver!
Descargó el primer latigazo.
Fue tan grande el dolor, que Chumbote —por la primera vez desde que servía en la casa— pretendió hurtar su cuerpecillo del tormento, y corrió.
Mientras corría recibió el segundo latigazo.
Entonces —sólo entonces— pensó rápidamente en la venganza. Todo el odio que había acumulado calladamente, ignorándolo él mismo, reventó en explosión inusitada.
—¡Pipona maldita! —masculló.
Dio un gran salto agilísimo y fue a pararse en la esquina de las siembras, salvando la tabla movediza.
—¡Ah, criminal, cómo pisoteas mis flores!
Arrimado a la cerca de la azotea, en la actitud de una fierecilla acorralada, Chumbote esperó.
Sabía lo que iba a suceder. Lo que sucedió, en efecto.
Doña Feliciana intentó aproximársele cuan velozmente pudo, haciendo pesar toda su grasa sobre las maderas podridas, asentando justamente el pie sobre la tabla movediza que al punto jugó en su balance...
Fue un instante.
Se hundió como en un lodazal. Apenas si su diestra pretendió agarrarse a una cuerda carcomida que le negó apoyo.
Chumbote reaccionó vivamente.
—¡Rosa! ¡Rosa! ¡Se ha caído la niña! ¡Yo no tengo la culpa!
Nadie le respondió. Sin duda, la Rosa habría salido de compras. Era la hora, y la casa estaría solitaria.
Chumbote no atinaba qué hacer.
Se asomó al hueco que dejara el paso del cuerpo de su ama.
—¡Niña! ¡Niñita!
Estaba doña Feliciana tendida allá abajo, en el patio... Había caído sobre un montón de piedras de aristas finas. Estaría muerta, quizás. Acaso, no. Chumbote no entendía de eso. Aguzando el oído, alcanzó a percibir uno como quejumbroso gruñido que salía de la garganta de la patrona.
Se le habían alzado a doña Feliciana, en el descenso, las polleras, y mostraba al aire los muslos ampulosos, blanco-azulados, de un obsceno color leche con agua.
No pudo resistir Chumbote ese espectáculo.
Sin quitar la mirada de los muslos de su patrona, sentado ahí al borde del hueco, comenzó una nueva masturbación, que venía a ser la cuarta en ese día.