Cubillo, Buscador de Ganado

José de la Cuadra


Cuento


Cuento de aventuras


Alonso Martínez conoció a Cubillo en una de las Galápagos, o sea, ya en la etapa más triste de su vida, cuando las circunstancias incontrastables impedían al personaje montuvio practicar su cómoda profesión de buscador de ganado.

Este Martínez era él mismo un sujeto pintoresco. Afirmaba ser oriundo de Santo Domingo, en las Antillas; lo cual no tiene nada de particular. Pero Martínez hallaba en lo de su nacionalidad un motivo para singularizarse; pues, decía —y hasta puede que fuese verdad— que él y un chofer de taxi eran los dos únicos dominicanos que había a lo largo de las costas del Ecuador.

Como el de todo marinero desembarcado, el centro de operaciones de Martínez en Guayaquil era el barrio de La Tahona, ese característico rincón de la ciudad, tan estrictamente porteño, que la piqueta municipal va poco a poco desbaratando. En cualquier cantina o chichería de las innumerables establecidas en la planta baja de las siniestras casas coloniales del barrio, Martínez encontraba auditorio complaciente, formado por marineros retirados o en descanso; quienes, además de escuchar sus fabulosos relatos de mar, le pagaban el consumo abundoso. Porque el isleño no era parco en el comer ni sobrio en el beber, sobre todo cuando, según su expresión, navegaba en buque grande, es decir, cuando había alguien que abonara la adición sin discutirla.

Además de sus artes de narrador, Martínez poseía otra, que lo hacía respetable entre sus colegas: hablaba o pretendía que hablaba el papiamento, esa enrevesada mezcla idiomática del Caribe. Cuando lanzaba una frase en el —según Martínez— más puro estilo de Curaçao, sus oyentes, que apenas mascaban un canalla inglés de cala de barco, se quedaban epatados.

Este Martínez fue quien trajo las últimas noticias que se han tenido acerca de Pedro Cubillo, buscador de ganado. Martínez lo vio en la bahía de la Rosa Blanca en la banda oriental de la isla de San Cristóbal.

A pesar de su poética designación cartográfica, esta bahía es más conocida entre los marinos como el «Puerto del Hambre»; y este apodo evita el describirla.

Playa arriba, al borde de la arena muerta, Cubillo había construido su vivienda: una covacha elemental, donde apenas conseguía abrigarse de los vientos que soplan del mar, como un azote tenaz sobre la costa desolada.

Se alimentaba de marisco, que asaba o cocía, encendiendo fuego al modo primitivo, frotando maderos secos. El agua dulce, en verdad, salobre, tenía que traerla cada semana desde lejanos manantiales de isla adentro, y la reservaba en conchas de tortuga.

Andaba casi desnudo. El cabello le había crecido largamente, y le caía como un manto a la espalda; la barba le bajaba al pecho; las uñas de los pies, enormes y encorvadas sobre los dedos, lo habrían caracterizado absurdamente como un digitígrado, pues lo forzaban a caminar levantando los talones.

De retratarlo así, su fotografía hubiera servido para ilustrar una edición popular del clásico Robinson.

Y estaba solo. Absolutamente solo. Como únicamente los dioses pueden estarlo.


Pedro Cubillo era originario de la Boca de Yaguachi, región montuvia cuya antigua fama trascendió al agro todo y se remonta hasta los días coloniales. No es, por desgracia, una fama honorable, sino muy por lo contrario.

Los piratas fluviales, felizmente hoy extinguidos, quienes atacaban a las embarcaciones que conducían los víveres serranos desde Bodegas a Guayaquil, tuvieron ahí sus cuevas y escondrijos. A lo mejor, Pedro Cubillo descendía de alguno de esos endemoniados ladrones de río y llevaba en sus venas sangre malhechora. La cosa no se establecerá jamás, porque las familias montuvias no suelen conservar sus genealogías.

Pero Cubillo siempre vivió en la población misma de Yaguachi, al amparo de la autoridad civil y la protección de San Jacinto, su vida tranquila, hecha a su manera amable, hasta que los pasos se le enredaron en el papeleo judicial como en una trampa, y todo se le vino cerro abajo.

Pedro Cubillo había encontrado un modo maravilloso de ganar dinero con poco trabajo y ningún peligro: buscar ganado.

Como suele ocurrir con los grandes inventos, la técnica del suyo era sencilla como una suma de enteros, y la halló con ayuda de la casualidad.

Claro que había el antecedente de que era Cubillo el hombre más apropiado para crearse un sistema así de subsistir: con otro, la casualidad habría fracasado en su auxilio. La inteligencia de él jugó papel importante.

Cubillo era quien mejor conocía el cantón Yaguachi y sus aledaños. Nadie como él. De borde a borde lo había recorrido, ora a caballo, ora en canoa, ora a pie, sencillamente.

Porque Cubillo disfrutaba del placer de andar, sin rumbo ni propósito, a la buena de Dios, por los campos inmensos, bajo el libre ciclo. Así, no había atajo o sendero que le fuera ignorado, ni tembladeras cuya hondura no hubiera sondeado, ni selva virgen cuyos vericuetos no le resultasen tan familiares como las calles del poblado.

—¿Por dónde cae, Cubillo, un punto que llama Cabeza de Gato? ¿Lo conoces vos?

—Ahá. Queda lejísimo. En media montaña jáya de Bulubulu. Es un cerrito chico: una tola de los indios, creo. El cerrito tiene la forma de una cabeza de gato, vieran. Es raro, ¿no? Bueno, cuentan que ahí...

Porque la geografía de Cubillo era historiada y anecdótica. Él sabía lo que en cada lugar había pasado y, mejor aun, lo que no había pasado, pero se le atribuía. Sabía el sitio preciso donde el asesino tiró sobre su víctima, y dónde ésta se vino al suelo; dónde estaban enterrados los tesoros; dónde ardían las llamas diabólicas; dónde se reunían las brujas; dónde se aparecía Satanás; dónde, en fin, se mostraban las «malas visiones» en sus mil formas horribles: desde en figura de un árbol que camina y mueve las ramas como brazos, hasta de furioso dragón de ojos llameantes. Todo lo sabía Pedro Cubillo, vaquero viejo.

Y la casualidad quiso que a este hombre se le presentara la más preciosa oportunidad.

A don Casimiro Segovia, rico propietario del cantón, se le robaron cien roses. Don Casimiro llamó a Cubillo.

—¿Quieres buscar las reses y, si es posible, los ladrones? Anoche no más fue el robo, y estarán frescas las huellas. Además, tú conoces de memoria esos andurriales, ¿no es eso? Te pagaré bien, por supuesto: la décima parte del ganado que recuperes, será para ti. ¿Aceptas?

Pedro Cubillo no vaciló. Se le ofrecía graciosamente la coyuntura de ganar dinero, y no era cosa de desecharla. Más todavía cuando, hasta entonces, no había ganado un solo centavo con su trabajo. Subsistía, y con el su mujer y sus hijos, a cargo del suegro, un pulpero español, bonachón y cordial, quien, para que su hija y sus nietos no perecieran de hambre, los alojaba en su casa, con Cubillo inclusive, y atendía a las necesidades de todos. Para sus gastos privados, Cubillo contaba con las entradas eventuales que le rendían las peleas de gallos, la pinta y el mah-jong en el cual descamisaba hábilmente a los propios chinos tenderos del pueblo. Pero eran escasas monedas, que se le iban sin remedio en alcohol, en cigarrillos y, más que nada, en agua de Florida: su perfume y su manía.

Ahora, no. Amenazaban ingresar a sus bolsillos escuálidos, gordos fajos de billetes, con los cuales podía darse en Guayaquil mil y un placeres no saboreados jamás: lindas muchachas y bebidas gringas en los cabarets; complicados potajes en los restaurantes asiáticos; largos paseos en automóvil, por las avenidas anchas, bajo las noches cordiales, con compañías adorables... Además, también, podría comprarles ropa nueva a los hijos, que hasta de vieja andaban escasos... ¿Cómo iba, pues, Pedro Cubillo a dejar pasar esa ocasión, acaso única?

Alistó la partida: él y cuatro peones de don Casimiro, seleccionados entre los de más bragas, bien armados y bien montados; y se largó a potrero traviesa, en demanda de las selvas. Lo guiaba una intuición: los cuatreros habrían tumbado hacia Suscal para alcanzar la cordillera, trasponerla y feriar las reses en los caseríos indios, donde no se hierra el ganado ni se exige al vendedor boleta de venta.

Y le salió bien el cálculo. A las cuarenta horas de viajar a rompecinchas, topó con los cuatreros. Eran de la Sierra, por lo visto, y poco fogueados; pues, en disparándose los primeros tiros, corrieron de fuga, abandonando el botín.

Pedro Cubillo recogió el ganado. Lo contó. Faltaban dos cabezas, que los cuatreros carnearían, sin duda, para el hambre de los vivaques. Pero, el resto estaba ahí. ¡Noventa y ocho vacas! ¡Y la décima parte de eso era suya! ¡Suya, sin disputa!

Entró en la población, como los generales tras el triunfo. La vanidad y el orgullo amenazaban desmontarlo del caballo.


Desde aquel día Pedro Cubillo se convirtió en una persona considerada. Él mismo sintió que algo se le había cambiado alma adentro. Su profesión definitiva quedaba escogida: sería buscador de ganado y nada más que buscador de ganado. ¿Para qué otra cosa?

Cinco o seis empresas, semejantes a la primera, lo confirmaron en su vocación, y le saldaron larga punta de monedas.

Pero, vinieron los malos tiempos.

Los malos tiempos para Cubillo eran aquellos que los propietarios rurales reputaban casi buenos; o sea, cuando se aumentó el número de piquetes de policía montada, se dictó la ley que mandaba á los abigeos a cumplir su condena en las Galápagos, y los cuatreros dejaron el campo libre a los gendarmes, únicos que en adelante podían robar ganado sin temores ni cortapisas.

El ejercicio de la profesión de Cubillo decayó. Nadie lo llamaba a servir. Hasta sintió que se rebajaba socialmente en la estimación de sus convecinos. Para sus gastos menudos, hubo de acudir otra vez a los gallos, a los dados y a las fichas. La carga de la familia volvió sobre los hombros del pulpero español.


Entonces fue cuando lo tentó el diablo, y se dejó arrastrar como una paja en la corriente.

Una noche entró en la finca de don Casimiro Segovia, su cliente número uno, precisamente, arrastrándose por la yerba con sigilo de sierpe, y rompió la cerca del corral grande. Él sabía lo que hacía: por la salida practicada, el ganado escapó, y a favor de la noche se largó monte adentro.

Don Casimiro Segovia no dudó siquiera de que se trataba de un robo; y, en vez de avisar a la gendarmería rural, solicitó la cooperación de Cubillo.

La maña surtió a maravilla.

Cubillo repitió el golpe, no con el viejo Scgovia, sino con otros propietarios, pero con iguales resultados ventajosos.

Todo corría sobre ruedas. Parecía que para Cubillo habían retornado los dichosos tiempos. De nuevo el amable dinero con el que se pueden hacer tantas bonitas cosas, venía a él sin regateos.

El hombre era feliz.


Pero el santo se le cansó a la larga y le volteó las espaldas. El vecindario empezó a murmurar. ¿Qué era eso tan raro, pues? ¿Era, quizás, este Cubillo insignificante, un ser dotado de fuerzas extrañas? ¿Un brujo, acaso?

Los vaqueros de las haciendas próximas, cuando venían al pueblo los domingos, comentaban en las cantinas. ¿Cómo descubriría Cubillo las reses perdidas? Ellos, expertos en ciencia montuvia, baqueanos viejos como él, no eran capaces de hacerlo. ¿Y cómo nunca daba con los ladrones? ¿Sería que, a condición de no revelarlos, éstos le advertían el lugar donde...? ¿O estaría de acuerdo, no más, con los propios ladrones? ¿O sería que...?

Por ahí se desovilló el hilo.

Cierta tarde, cuando Cubillo regresaba de buscar, y encontrar, por supuesto, un ganado robado, la comisión de la Rural lo detuvo:

—¡Venga, don Cubillo! El señor comisario necesita hablar con usted.

—¿Conmigo? ¿Y para qué, eh? ¿Para qué?

—Quiere saber cómo es que usted adivina... ¡Ja, ja, ja!

Lo habían denunciado. ¡Como ladrón! ¡A él, al investigador!

El comisario le «amarró» el sumario y lo sentenció a un año de confinio en las Galápagos. Apeló; pero, el juez letrado, en lugar de revocarle el fallo, le aumentó la pena a dos años.

En breve, a bordo del velero, aparejado en bergantín, que conducía a los condenados, dejó Guayaquil con rumbo a la isla de San Cristóbal, en el archipiélago de las Galápagos.


La colonia penal de San Cristóbal tenía una existencia teórica. En verdad, no había tal colonia.

Cuando la nave arribaba al puerto, se les decía a los penados:

—Bueno, ¡a aligerar el barco, que tenemos que cargar!

Ya en tierra cada penado era libre de hacer lo que le diera la gana, incluso morirse de hambre, si carecía de inventiva para procurarse el alimento pescando o cazando. Porque en ninguna de las casas del pueblo le brindarían un bocado de comer, ni en ninguna de las dos o tres haciendas de la isla conseguiría trabajo.

Pedro Cubillo no se arredró. Con otro penado —un indio miserable, que había robado un cerdo al patrón millonario—, se aventuró por la isla.

Cubillo gozaba con su viejo placer de vagar sin ruta ni propósito, y ahora, además, encantaba sus ojos experimentados, viendo el ganado salvaje que pastaba en el interior de San Cristóbal: toros gigantescos, gordas vacas, chumbotes retozones; todos sin dueño a quien volverlos. Ganado perdido para el hombre.

Cubillo se ponía nostalgioso, triste, al contemplar el espectáculo del ganado. Se sentía casi capaz de filosofar.

Una vez hizo algo de eso. Mirando pasar una piara de cerdos bravíos que se cruzó por frente a ellos, le dijo al indio:

—Fíjate, Piñas: por uno de esos te condenaron... ¡y cuántos hay aquí!

El indio no respondió. Estaba atareado con su paludismo, que sólo le dejaba tiempo para sacudirse.

—Es una infamia que te hayan traído aquí, Piñas, ¿no?

Forjaba planes:

—Viviremos juntos, Piñas. Lejos del pueblo. Haremos nuestra choza. Y viviremos juntos.

Pero el indio era ya cosa acabada. Su paludismo —adquirido en la cárcel de Guayaquil, mientras esperaba que lo embarcaran— lo iba a matar en breve, en esta tierra inhóspita.

Lo mató, en efecto. Se murió una noche en el fondo de una cueva donde se habían metido en busca de abrigo para dormir. Cubillo tapó con grandes piedras la entrada de la cueva. Y dejó ahí oculto para los siglos el cadáver de su compañero de las andanzas insulares.

Él siguió adelante. Hasta que esta solitaria bahía lo convidó a quedarse.

El carbonero en que entonces navegaba Alonso Martínez, hubo de ponerse al pairo frente a la bahía de la Rosa Blanca, mientras arreglaba su velamen, deshecho en un temporal.

Con otro marinero, el dominicano saltó a tierra a recoger huevos de tortugas. Así conoció a Pedro Cubillo.

Dizque la primera pregunta que éste le hizo, fue acerca de la fecha. Cuando Martínez se la dijo, Cubillo exclamó:

—¡Ah! ¡Hacen diez años ya! ¡No los he sentido pasar!

Durante los tres días que Martínez y su compañero permanecieron en la isla, amistaron con el penado. Éste les contó su historia. Los marineros le propusieron irse con ellos en el barco. Pero él se negó:

—¿Para qué? Todo habrá cambiado allá. ¿Para qué, pues?

Añadió:

—Al fin y al cabo, aquí me distraigo.

Miró para los montes que se insinuaban en el horizonte, hacia el interior. Pensaría tal vez en las innúmeras manadas de reses bravias que pastaban en sus laderas. En los frescos paisajes. En los senderos abiertos al azar del paso. En los caminos que llevaban a todas partes y a ninguna, bajo el aire infinito. Acaso, en su peluda cabeza anidaban fantásticos proyectos.

—No; no quiero irme. Estoy bien aquí.

Contradictoriamente, Alonso Martínez creía que Pedro Cubillo, ex buscador de ganado, no era feliz. A pesar de su soledad maravillosa... A pesar de que estaba ahí solo, como un dios...


Publicado el 25 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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