De Cómo Entró un Rico en el Reino de los Cielos

José de la Cuadra


Cuento


(A Joaquín Gallegos Lara)


Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo que un rico dificilmente entrará en el Reino de los Cielos. Mas os digo, que más liviano trabajo es pasar un camello por el ojo de una

aguja, que entrar un rico en el Reino de Dios". Mas sus discípulos, oyendo estas cosas, se espantaron en gran manera, diciendo: “¿Quián, pues, podrá ser salvo?"— Y mirándolos Jesús, les dijo: “Para con los hombres imposible es esto, mas para con Dios todo es posible".

—Evangelio según San Mateo, capítulo XIX, versículos XXIII, XXIV, XXV y XXVI.


A las 8.30 a.m., hora de New York, falleció en su opulenta residencia de la Quinta Avenida, Mr. Douglas N. Tuppermill, de Alabama, rey del yute.

Cumplía Mr. Tuppermill en el instante de morir, ochenta y dos años, quince días, siete horas y catorce segundos con un dozavo, según cálculos exactísimos que hiciera su médico de cabecera, prudentemente colocado a los pies del lecho en el momento de espirar el millardario, temeroso, sin duda, de que Mr. Tuppermill, que siempre fue dado a bromas y muy aficionado al box, le propinara de despedida, un recto a la mandíbula en final agradecimiento a lo poco de bueno que hizo realmente el galeno por salvar a su cliente de las garras de la parca.

Así que se durmió la materia, el espíritu de Mr. Douglas N. Tuppermill emprendió su viaje por las regiones del infinito, en procura del Empíreo; pues, se sentía con indiscutibles derechos a ser allí bien recibido.

El viaje mismo le pareció poco eonfortable —¡cómo se va mejor en los trenes y en las naves de la Unión!;— pero, se consolaba de esto con la esperanza del recibimiento, que tenía fundadas razones de creer que sería magnífico.

¿Habéis oído hablar de Mr. Douglas N. Tuppermill? Pienso que sí.

No podría ser de otro modo. Las revistas yanquis son las que tienen —y tampoco podría ser de otro modo— mayor circulación en el mundo. ¿Y cuál la revista yanqui que no traiga, ya que no una foto del rey del yute en su hobby patentado, una interview, o siquiera, una alusión a él?

Fué Tuppermill quien fundó el famoso instituto ídem de Investigaciones Prehistóricas; Tuppermill, quien donó a la biblioteca de Kansas City cien mil volúmenes con un valor total de dos y medio millones de dólares; Tuppermill, quien lanzó una bandada de águilas oro americanas para auxilio de los infelices supérstites del último terremoto del Japón; Tuppermill, quién fomentó y financió la campaña contra las fiebres en la región de Dakar y Fernando Poo; Tuppermill, quien laboró por el saneamiento de los puertos menores de las Molucas; Tuppermill, quien estableció el famoso sanatorio para perros en el estado de Alabama, reputado como lo mejor en su clase. En fin... La —permitidme el terminacho— denominativa gratitud humana, se ensañó con él en forma aguda: un puerto mayor de las Molucas fué consagrado Tuppermill; una calle de Yokohama, idem, una plaza de Dakar, idem; un paquete portugués bound Goa, recibió en las espumas bautismales del consabido champagne a proa, como nombres, los completos —con más los apellidos paternos y maternos— del rey del yute: “Douglas Nicholas Tuppermill Wright”. Sería interminable la lista.

Baste decir que, ignoro porqué —Mr. Tuppermill nada tenía de militar ni de cosa por el estilo, y hasta creo que perteneció a una comisión permanente para el financiamiento de la paz mundial;— el gobierno de la República Francesa llamó con el nombre de Fuerte Tuppermill a uno de sus puestos avanzados en el Sahara...

¿Cómo, con su enorme volumen de buenas obras, no iba Mr. Tuppermill a ser recibido con honores generales en el Empíreo? He de deciros que el hijo predilecto de Alabama añadía, por su cuenta, a este volumen, justamente para hacerlo más valioso, su calidad de ciudadano de los Estados Unidos, que pensaba que, como es muy natural, de mucho habría de valerle.

Empero, puesto delante de Nuestro Señor, el espíritu de Douglas N. Tuppermill se estremeció, acaso porque el recibimiento no tuvo nada de caluroso. Un miedo extraño, un no se explicaba qué de raro, lo acometió. ¿Habría hecho en la tierra todo el bien que pudo? El creía que sí; pero...

Así como en los procesos de canonización se estila que un doctor de la iglesia haga la loanza del futuro santo, mientras que otro lo acusa poniendo de relieve sus pecados, sus deméritos; en la Corte Celestial se tiene por costumbre que, para cada candidato a bienaventurado, se haga fórmula de sumario juicio, defendiéndolo un serafín y fiscalizándolo otro.

El encargado de amparar a Mr. Douglas N. Tuppermill hizo, así, su apología. Trajo a cuento lo del donativo para las víctimas del terremoto del Japón, lo del saneamiento de los puertos menores de las Molucas, en fin, hasta lo del hospital canino; olvidando, en cambio (por más que el reo se afanaba en señas, juntando las manos en actitud de oración y abriéndolas luego para tornar a cerrarlas), lo del donativo de libros para la biblioteca de Kansas City. Y otras cosas de la laya. Bien puede ser que para el celeste criterio, eso de facilitar los conocimientos no sea, precisamente, una buena obra...

El serafín que hacía el papel de fiscal, recordó, por su parte, con lujo de detalles, los primeros capítulos do la vida de Mr. Tuppermill que tenían un asombroso parecido —casi eran un plagio— con los de la Vida del Buscón, que escribiera don Francisco Gómez de Quevedo...

Nuestro Señor oía silencioso. Y su rostro estaba adusto, y estaba ceñudo.

—Amigo hombre —comentó en voz baja el serafín defensor;— llevamos las de perder. A Su Eternidad no le han convencido mis razones.

El rey del yute pensó que bien podía él contratar los servicios de un doctor más avisado que este jovenzuelo imberbe —¿no estaban en el cielo por ventura San Agustín y el de Aquino?;— pero, a tiempo cayó en la cuenta de que todos sus dineros se los había dejado allá —¿dónde es allá?— en la tierra y que a esta hora, con la rapidez que caracteriza a sus paisanos, ya se los habrían repartido entre herederos y legatarios...¡Ah, si él hubiera podido poner un radiograma!

De improviso, pareció que el serafín que hacía la defensa de Tuppermill y que se había quedado unos instantes silencioso y pensativo, como vencido por los argumentos que esgrimía su contradictor, —recordaba...

—Algo no he hecho todavía valer en favor de mi defendido, y pido permiso a Vuestra Eternidad para alegarlo.

Nuestro Señor hizo ademán de consentir.

—Habla —dijo.

Y su voz fué como el viento de poniente.

—Una vez, Señor —comenzó el serafín defensor su nueva arenga,— este hombre visitaba un hospital de niños en el Africa del Sur. Recorriendo una de las salas, ¡pobres salas donde los enfermos, cualesquiera que fuesen sus dolencias, estaban confundidos!; vio a un niñito leproso... leproso como Job y como Lázaro, Señor... Entretenido estuviera el niño con una pelota; pero, al jugar con ella, la pelota cayó al suelo y rodó muy lejos, donde él no podía alcanzarla. Sentado en su camita, de la que no se levantaba ya porque la lepra había devorado sus piernecitas... calladamente, no atreviéndose a llorar por miedo al látigo de los enfermeros, miraba el niño su pelota perdida, que nadie recogería para él porque todos le tenían repugnancia... Entonces, este hombre, Señor, fué a la pelota; la tomó con sus manos desnudas y la devolvió al niño... Hubiérais visto, Señor, cómo sonrió ese niño... ese niño que, sobarcando su carga de dolores, vivió hasta la pubertad, murió entonces, y a ésta vuestra casa vino, y ahora está en ella... Ese niño, Señor, era yo...

Lloraba el serafín, y en los celestes ojos de Su Eternidad había brillantemente dos claros diamantes.

—En verdad te digo, hombre —sentenció Nuestro Señor,— que eres salvo.

Sonrió.

Y su sonrisa fué como el sol que se levanta.


Y hé aquí cómo Douglas N. Tuppermill, de Alabama, rey del yute, ciudadano de los Estados Unidos, entró en el Reino de los Cielos.


Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 19 veces.