Un cuento negro esmeraldeño
La primera inexactitud que quitará méritos probables a esta
narración, se refiere al nombre mismo del cabo Quiñónez. Mi informante
abrigaba severas dudas sobre el particular. Según él, el cabo Quiñónez
se llamaría Fulgencio, o quizás Prudencio. La mayor vacilación al
respecto, radicaba en que nuestros buenos hermanos negros de la
provincia de Esmeraldas, cerca de la raya de Colombia, pronuncian el
castellano de una manera que puede calificarse, por lo menos, de
original, y, generalmente, como mejor les da la gana y se lo permiten
sus labios bocotudos.
Aún acerca de si se llamaba Quiñónez, o de otra suerte semejante, no existe una seguridad absoluta. Sin embargo, la abundancia que de Quiñónez hay entre la gente negra de Esmeraldas, concede un elevado porcentaje de verosimilitud a que tal fuera su apellido.
En fin: todo es oscuro en cuanto atañe a la identidad de este modestísimo cabo del ejército ecuatoriano, sobre quien ha tiempos recayera una sentencia del Tribunal de Guerra que lo condenó a la pena de reclusión mayor extraordinaria.
La sentencia hubo de cumplirla, entre los catorce y treinta años de su edad, en el Panóptico de Quito, pétreo edificó que se yergue, todavía, como un monumento a la sombría gloria de García Moreno.
Quiñónez entró al propio tiempo en la pubertad y en el cuartel.
Por entonces, la provincia de Esmeraldas era el escenario de uno de los más cruentos movimientos revolucionarios que hayan ensangrentado a la República: el que auspiciaba y dirigía el coronel Concha contra el gobierno del general Plaza.
Nutridos batallones seguían al jefe insurgente, cuyo prestigio bravío constituía el estandarte tras el cual se iban, incontenibles, los entusiasmos populares.
El coronel Concha era un autentico tipo de caudillo militar, y tenía metido en jaque al gobierno de Quito, cuyos ejércitos marchaban de derrota en derrota.
A Concha le secundaba el mayor Lastra, un moreno tremendo, valiente como el diablo, y el cual capitaneaba las tropas negras.
En Esmeraldas, la gente de color es numerosa; y casi toda, si no toda, había plegado a la revolución, formando las fuerzas de Lastra.
Es de creer que estarían ahí todos los parientes de Quiñónez, incluso las mujeres de la tribu, que, por lo común, acompañaban a los varones en las aventuras guerreras.
Pero, Fulgencio Quiñónez no estaba con ellos, sino en el ejército regular que los combatía.
No sería extraño que la mala pasada que le jugó el destino, fuera como un castigo de su traición inconsciente a la raza a que pertenecía.
Bien puede ser, también, que la desgracia se la atrajeran sus paisanos brujos, con artes de magia, y viniera sobre él en alas de esos horribles y misteriosos espíritus que tan siniestramente intervienen en la torturada existencia de los negros.
A los doce años, Fulgencio Quiñónez vagaría por las calles yerbosas del pueblo, sin objeto ni beneficio.
Demoraría frente al cuartel, viendo el trajín de los soldados. Haríales a éstos pequeños servicios, recompensados con centavos o sobras de rancho. En las noches, encantaría su pequeña alma con el toque de retreta. Y luego se iría a dormir, soñando con ser despertado por las salvas que saludan a la bandera en las albas de fiesta.
Su existencia ligera sería la de un parásito del cuartel; o acaso, como la de una mosca que diera vueltas en torno del covachón, ardiendo en ansias de meterse en él.
Un día le diría cualquier suboficial:
—¿Querís ser mi ordenanza, negrito?
Y él aceptaría sin recapacitar, loco de contento a saber que iba a vivir, de entonces para adelante, la alegre vida militar.
O, acaso, las cosas no pasaron de ese modo, sino de otro distinto: lo cazarían en alguna batida del campo, arrancándolo de los brazos tenaces de la madre, que forcejearía por no entregarlo, con su amor violentado, al sargento reclutador.
Lo cierto es que sus trece años amanecieron en el cuartel.
De mero sirviente ordenanza, lo hicieron «raso»; y un «primero» desocupado y bonachón le empezó a enseñar a leer.
La disciplina es una cosa muy seria; pero, a la larga, resulta hasta amable. Se va uno, poco a poco, acostumbrando a ella; y, entonces, sin dejar de ser respetable, peligrosamente respetable incluso, pierde su primitiva hosquedad aparente.
Nada es más cómodo que ella cuando llega a hacerse carne de la propia carne: no se siente ya su peso, y se comienza a advertir su bondad innumerable.
Resuelve para el soldado, aquellos problemas que afligen a los demás hombres, pobres seres desorientados.
En verdad, la disciplina es una cosa cómoda; porque ahí es nada saber, siempre y en cada caso, lo que se tiene que hacer: todo consiste en someterse, al pie de la letra, al mandato inconmovible de los reglamentos.
La disciplina es una divinidad: una diosa fría y lejana, si se quiere; pero cuida de quienes la veneran y pone en sus espíritus una conciencia de ubicación y una certidumbre de ruta, de que los demás, barcos a la deriva, carecemos y careceremos.
Fulgencio Quiñónez sintió la disciplina, y esto le valió sus rápidos progresos en la carrera.
No se dio jamás, en los anales del Ejercito, soldado más férreamente disciplinado que él. Sin conocer el clásico rasgo del granadero de Napoleón, hubiera podido repetir la escena: de haberlo ordenado el coronel de su regimiento tres pasos adelante, teniendo a dos un abismo, habría dado, sin vacilar, el paso número tres en el vacío.
Y la cosa fue peor todavía cuando aprendió a leer. Entonces se metió en la dura cabeza zamba, letra a letra, como alfileres en un acerico, las advertencias e indicaciones que, impresas en sendos cartones blancos, adornaban las cuadras de la tropa:
Hay que hacer esto cuando...
Hay que hacer estotro cuando...
La cuestión ocurrió cierta noche de invierno, mientras sobre el
poblacho, amenazado por las fuerzas de Lastra, escondidas en la maleza
vecina, llovía a cántaros.
El cabo Quiñónez —ya era cabo, por entonces— se encontraba a cargo de la guardia en la puerta del cuartel.
Le habían tocado las horas más peligrosas: las de nona; aquellas a cuyo amparo se arman los ataques sorpresivos y se anudan las emboscadas.
Pero el cabo Quiñónez se enorgullecía de esa guardia de nona, que por primera vez le habían confiado a él solo, sin oficial alguno. No consideraba que lo que sucedía era que en el cuartel no quedaba ya ni un oficial para remedio, pues todos habían muerto durante las anteriores semanas, en los combates que se libraron con las gentes de Concha en la cancha brava de La Propicia: no reparaba en nada de eso. Estaba enorgullecido, no más; lleno de una esponjada vanidad, al sentirse responsable de los soldados dormidos, de la santabárbara, del edificio mismo.
Había mandado cerrar las puertas del cuartel, disponiendo que el centinela se recluyera en su garita enrejada, mientras que él se quedó afuera, en el soportal, sentado en un poyo de madera, vigilante y solemne.
De pronto vio avanzar, bamboleándose en las tinieblas de la noche llovida, al capitán Jáuregui, encargado, por falta de otros oficiales de graduación más elevada, de la jefatura del cuerpo.
El cabo Quiñónez lo reconoció en seguida. Más aún, pensó que el capitán habría estado donde las Macías, unas bonitas muchachas que amaban los hermosos uniformes militares. El cabo Quiñónez sonrió.
—¡Fregado el capitán! —murmuró, benévolo.
Pero... ¿Qué decían los reglamentos? Ya: en tiempo de guerra hay que dar el «quién vive» a todo títere, a la madre de uno, si a mano viene. No importaba que hubiera reconocido al capitán. Tenía que cumplir. El siempre tenía que cumplir. Él era un soldado disciplinado. Así, gritó el quién vive.
El balumoso capitán se detuvo, cabeceando como un barco que se para en alta mar.
Ahora se notaba que estaba más ebrio de lo que parecía:
—¿Qué dices, negro estúpido? ¿No me reconoces? ¿Estás borracho, tal vez?
El cabo Quiñónez no se alteró. Acostumbrado a las injurias de sus superiores jerárquicos, no le impresionaron mayormente las de su capitán.
Pero, él tenía que cumplir.
Insistió:
—¿Quién vive?
El capitán se puso iracundo. Y recordó calumniosamente a todos los negros antepasados de Quiñónez.
El cabo lo escuchó sin interrumpirlo; pero, al fin lo conminó secamente:
—Si avanza un paso más, disparo... El reglamento dice...
El capitán Jáuregui lo amenazó:
—¡Te haré meter en el cepo, animal!
Quiñónez permaneció impertérrito. Pero, repitió:
—Lo tiro si avanza.
Y amartilló el fusil.
Profiriendo soeces exclamaciones el capitán se adelantó. Y, el cabo Quiñónez, sin pensarlo dos veces, se resolvió a cumplir... Había que disparar. Los cartones blancos, pegados en las paredes de las cuadras, lo decían rectamente... Disparó sobre el cuerpo... El capitán vino en tierra, de bruces.
Metido en su garita, el centinela quiso decir algo.
Quiñónez, con un gesto, le impuso silencio.
Eran las tres de la madrugada.
No había muerto el capitán. Tan sólo estaba herido. Se quejaba lastimeramente, como un perro arrollado.
El cabo Quiñónez pensó: «Debo ayudarlo. Lo traeré a la enfermería. Ahí lo curarán.» Pero, cuando iba a hacerlo, pudo apreciar la distancia a que había caído el capitán; estaba más allá de los veinte metros... ¿Qué decían los reglamentos? No; no era posible: al jefe de guardia no le era permitido alejarse más de veinte metros de la puerta del cuartel. No cabía, pues, auxiliar al herido.
El cabo Quiñónez tornó a sentarse en su poyo, meditativamente, con el fusil entre las piernas.
El capitán continuaba quejándose... Quejándose... Hasta que por fin dejó de quejarse para siempre. Y lo envolvió el silencio denso de la madrugada.
Mi informante asistió a los debates del Tribunal de Guerra en que se vio el caso Quiñónez.
El defensor —un tenientito rubio, visiblemente llevado ahí a la fuerza—, comenzó su alegación insultando al reo. Dijo que se trataba de un cretino, o poco menos, que había obrado desde la penumbra de su inconsciencia, por lo que no valía condenarlo, si bien el rubio teniente estimaba honestamente que habría que recluirlo en cualquier manicomio.
El fiscal se apoyó en la fría ley. Según él, el cabo Quiñónez era convicto de homicidio voluntario, con la agravante de que la víctima era su superior jerárquico y de que la República —concluyó en tono campanudo— se hallaba en estado de conmoción interna.
Triunfó la tesis de la acusación, y el Tribunal de Guerra condenó al cabo Quiñónez a la pena de dieciséis años de reclusión mayor extraordinaria.
Dizque Quiñónez escuchó la sentencia en posición de firme, y, cuando terminó la lectura, hizo cerradamente el saludo militar.
Mi informante lo vio salir de la sala, entre dos soldados armados que lo conducían al calabozo.
Producía el mozo una impresión sobrecogedora. Estaba pálido, lo que prestaba a su piel negra un tono ceniciento moraduzco.
Pero, no se manifestaba triste, no daba muestras de arrepentimiento; más bien parecía un hombre desilusionado: un hombre que ha visto que algo, muy profundamente dentro de él, se ha derrumbado.
Experimentaría acaso la sensación que se tiene cuando la tierra —en cuya solidez se cree a ciegas— se sacude como un mar en el temporal del terremoto.
O algo por el estilo.
Por entre sus cabellos flotaba un viento pavorido, y sus ojos se abrían, acuosos, enormes, preñados de un asombro desconcertado.