El Anónimo

José de la Cuadra


Cuento


En el salón de la viuda del doctor Urniza, se encontraron Esther de Gaizariaín y María de Medrano, y pudieron charlar a solas y a sus anchas. ¡Tanto como tenían que contarse!

Habían sido amigas íntimas desde la más temprana infancia, cuando estudiaban bajo la férula de las religiosas en el Colegio de la Inmaculada Concepción, y su amistad se había mantenido incólume al través de los años, aún cuando hacía cosa de tres que apenas si se veían. Justamente, desde el punto y hora en que se casaron, en la misma semana de un ardoroso julio.

Sus maridos respectivos se guardaban entre sí una enemiga cuyo origen no es necesario explicar mayormente cuando se diga que el uno, Pedro Gaizariaín, era socio gerente de la casa Gaizariaín e hijos, comerciantes en cueros, y que el otro, Esteban Rigoberto Medrano, era socio gerente de la casa Medrano Hnos., comerciantes en cueros.

Las conveniencias sociales pusieron coto a, la cordialidad que pugnaba por manifestarse cada vez entre Esthercita de Gaizariaín y Maruja de Medrano; quienes, cuando estaban delante de “todo el mundo”, apenas si se saludaban con una grave inclinación de cabeza que era sólo como un homenaje a la cortesía más que un verdadero saludo.

Ah, pero aquí, en el salón de la viuda del doctor Urniza, cambiaban las cosas... Aquí sí podían ser la una para la otra como lo fueron siempre, como jamás dejaron de serlo, no obstante las apariencias respetabilísimas que había que conservar.

Se refugiaron en un lindo tocador amoblado a la japonesa e iluminado a la... danesa, pongamos; porque la viuda del doctor Urniza era amiga de extranacionalizarlo todo con un afán cosmopolita que tenía sus puntos y ribetes de ridiculez. Y en ese ambiente tibio e íntimo, se dieron a lo que por lo general suelen darse dos mujeres cuando están solas: a cambiar confidencias.

Esthercita, una completa pero encantadora burguesita, expresábale sus asombrosa Maruja, que revivía el tipo —raro ya— de una diabólica de Barbey D’Aurevilly...

—¿Cómo es posible, Maruja, por Dios, que tu marido no se dé cuenta de tus cosas?

No hay para qué detenerse en aclarar cuáles eran “las cosas” de Maruja. Cualquiera comprende. Un amante cada invierno, y cada verano... otro.

—Ay, mujer; ese es mi secreto.

—Revélamelo, Maruja.

—¿Querrías aplicar la receta?

—¿Por qué no? No me creas tan melindrosa como para no confesarte que, a veces, sobre todo cuando he estado de temporada, se me ha ocurrido tener... Bueno; tú me entiendes ... Pero, francamente, hija, no me he atrevido. Me acometía un terror infantil, un miedo loco a que lo supiera mi marido, a que alguien se lo dijera, a que le escribieran un anónimo... Ya sabes que esto es, entre nosotros, por desgracia, plato del día.

Maruja sonrió maliciosamente.

—Ah, con que ésas teníamos, palomita sin hiel, ¿no? Pues, me lo hubieras avisado antes. Con darte la fórmula...

Y, sin hacerse de rogar mucho, Marujita de Medrano explicó a su amiga de la infancia, Esther de Gaizariaín, el modo y forma cómo se hurtaba a las justas venganzas conyugales, manteniendo el secreto de sus inocentes aventurillas...

—Me casé —comenzó diciendo Marujita,— como generalmente se casan, todavía, las mujeres de nuestro país: enamorada de mi marido. Pero, has de creerme que, a poco, todo mi amor se había convertido en odio, en un odio agudo, picante, sediento de venganza. Esteban no me hacía, pasado el breve ensueño de la luna de miel, más caso que a un traste. No ignoraba yo cuanto hacía él fuera del hogar. Sus conquistas, sus triunfos, sus éxitos de hombre poco atrayente, pero adinerado y generoso con las mujeres; no me eran desconocidos. Y estaba él al tanto de que yo sabía y nada hacía para evitarlo. Te juro que habría querido matarlo. Si hasta llegué a trazar un plan.... uno de esos planes locos que forjan las mujeres celosas. Después, reflexioné por mi propia cuenta y atendí al consejo de una amiga querida que sabía dónde les aprieta el calzado a los maridos. ¿Conclusión? Pues que me eché un amante a cuestas, como si dijéramos. ¿Su nombre? Nada importa; como no importan tampoco los detalles, puesto que no es mi intención narrarte un cuentecillo verde claro, ¿verdad? Me salió mal el primero... Y, lógicamente, mi venganza no satisfecha del todo, pidió un segundo amante... un tercero, luego... La eterna historia que se repite.

Hizo Marujita un mohín picaresco, lo mismo que si hubiera estado flirteando con un jovenzuelo, y continuó:

—Lo malo fue que mi marido estuvo en un triz de descubrir mis enredillos; y, como yo no soy de las que aman la tragedia sino el vodevil, resolví buscar un modo seguro de despistarlo completamente y de una vez por todas. Lo encontré, verás. Aprovechando de su última conquista femenina, le di cada escena de celos que ni un Otelo con faldas... Lloraba a lágrima viva; no comía, por lo menos delante de él; pretendía —¿que te parece?— suicidarme. Él se lo creyó todo a pies juntillas. Claro, se diría el pobre, como Marujita me quiere, sufre... Y hasta quién sabe si no se hizo a sí mismo propósito de enmienda. ¿Qué tal, eh? En estas circunstancias, juzgué oportuno dar el golpe do efecto que tenía preparado de antemano. Una noche, en el comedor, de sobre mesa —apenas si yo había probado bocado y tenía los ojos hinchados de llorar,— le pregunté a mi maridó si la palabra hipócrita, se escribía con h o sin h y si la palabra avieso se escribía con s o con z. Sin darle mayor importancia a la pregunta, aunque permitiéndose una broma sobre la mala enseñanza de las religiosas de la Inmaculada, me dió la forma correcta de escritura de las aludidas palabras... Horas después, tomé de su escritorio una hoja de papel timbrado, al cual arranqué el membrete, y un sobre en blanco. Y, en su máquina Undenwood,cuyo tipiaje le era muy conocido, escribí en el papel que había cogido, un anónimo horroroso contra mi propia persona. En el tal anónimo, que hacía aparecer como que un amigo endilgaba a mi marido, se decía que yo tenía un amante, que era una mujer hipócrita, y que mi proceder era avieso... Por supuesto, con ortografía correcta las palabrejas... Cuando concluí de redactarlo, lo metí en el sobre nemado para mi marido y lo guardé hasta la mañana siguiente en que, personalmente, lo eché al buzón de correos.

—¡Eres admirable, Maruja!, —no pudo menos de exclamar Esthercita do Gaizariaín—. Casi se me figura el resto.

—Pero es mejor que lo escuches, —dijo Maruja, y continuó: —Mi marido tiene por costumbre pasar por el correo a la hora en que sale de la oficina, por la. mañana; así que, poco después de haber yo depositado el anónimo, ya lo tuvo él en su poder... Cuando vino a casa para el almuerzo, era de verle la cara de broma que traía. Desde la escalera venía gritando: “¿Dónde está la infiel?; ¿dónde está la hipócrita?; ¿dónde está esa mujer de proceder avieso? ¿Dónde está... para besarla?” Yo acudí al recibo, queriendo manifestar en mi rostro una impresión de espanto...“¿Qué ocurre. Esteban, por Dios” No me dejó proseguir. Me abrazó y me besó; y, mientras lo hacía, no cesaba, de repetirme: “¡Ah, la tontita! ¿Conque anónimitos, no? Para otra ocasión, te recomiendo más precauciones... Pero, así, no engañan tus anónimos ni a una criatura... En mi papel... en mi propia máquina...” Y reía a todo trapo. Yo, mimosa, hacía pucheritos...

A Esthercita acometióla un acceso de risa nerviosa que contagió a Maruja.

—¡Qué bobos son los hombres, y en especial, los maridos! —dijeron casi a una voz las dos amigas.

—Con eso del anónimo, —comentó finalmente Maruja— he adquirido, como si dijéramos, patente de corso... Frecuentemente, mi marido recibe avisos... y éstos, no escritos por mí y refiriéndose a hechos... deliciosamente verídicos... ¿Sabes lo que hace Esteban? “¡Cosas de Maruja!”, dice, y da con los papeluchos al cesto. Cree que he cambiado el estilo y que tomo “más precauciones”. Nada, hija; patente de corso...

—Realmente, Maruja —dijo Esthercita de Gaizariaín,— la fórmula es magnífica: una suerte de abracadabra, una especie de filtro...¡Admirable!

—¿La aplicarás? —preguntó casi orgullosa Maruja—.

—Es probable que no —confesó, ruborizándose, Esthercita de Gaizariaín—. Me gusta; pero, quisiera encontrar una mía, de la que me pudiera vanagloriar de tener la exclusiva. Convendrás conmigo, que si en algo se debe ser original, aún para hacerlo más excusable, es en el pecado...


Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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