I
Igual que se corre el borrador sobre una pizarra escrita, Enrique Loy pasóse la mano por la frente, con un vago ánimo de alejar, con este movimiento, la idea fija que jamás lo abandonaba... Era la quinta o sexta vez en el transcurso de ese día, que rememoraba aquel episodio doloroso de su vida, cuyo recuerdo era tenaz como un tornillo que quiere penetrar.
—¡Ea, vamos; hay que distraerse! —se dijo—.
Ambulaba por una de aquellas rúas comerciales en las que parece que fuera más de prisa el agua corriente del humano vivir. Delante de él marchaba una señora basta y gorda, viuda a todas las trazas, que conducía de la mano a una niñita como de diez años.
Enrique Loy sonrió a la chiquilla.
—Ella es bonita y pequeña: una chalupita —pensó—; en cambio, la madre es una inmensa barca velera.
Le agradó ésta que consideraba ingeniosa observación, y rió con su risa ancha y sanota de muchacho ingenuo un poco baseballista, y un poco sentimental.
—¡Eso es! Una fragata a la que va acoderada una lanchita. Justamente, una navegación en conserva.
Y se le ocurrió que acaso podría hacer él —crucero de batalla— como en alta mar, un abordaje.
Tornó a reír, ahora escandalosamente; tanto que algún transeúnte volvióse a mirarlo, quizás creyéndolo escapado de la casa de orates.
Momentáneamente resurgió en él el bachiller que obtuvo título en colegio de jesuítas...
—La más cruda visión de la pornografía que caracteriza a las manifestaciones de la moda actual, la dan las niñitas —sentenció—. Y, en conexión con esto, como dicen los periodistas, yo, de ser gobernante, entre las publicaciones cuya importación prohibiría, estarían, además de Gamiani y otras de la laya, La mode a demain y Pictorial Review.
En inconsciente protesta contra la moral barata de Enrique Loy, la chiquilla ondeó más aún ante él su elegancia delgada, acentuando un contoneo excitante de caderas... Blanquísimo el cuerpo, parecía hecho en kaolín, o mejor, en una rara porcelana china veteada de azul.
A lo menos, tal se le ocurrió a Enrique Loy, quien se sumió en dilatado examen de la nena, de abajo a arriba... Zapatito negro, resbaloso; media corta, en terno; de la cintura, desde el surco que señalaba el amarre de las calzonarias, colgaba, como circular cortinilla, una cuarta de tela que hacía el papel de falda. Hacia arriba, no siguió viendo más.
Entre la media y el borde del traje, corría la blancura de las piernas. Y tuvo el observador una frase de arquitecto:
—Esas piernas son las columnas que sostienen un edificio en construcción: el edificio de su vientre. Por esto es que yo quería que se las cubriera; no por moral, sino por estética. Cuando una obra de arte está inconclusa y es imperfecta aún, hay que velarla; ya llegará luego el momento de la inauguración.
Y olvidándose de que era bachiller con título obtenido en colegio de jesuítas, y dejándose ahora llevar por una idea para hilvanar muchas, prosiguió casi en voz alta:
—¡Edificio en construcción! Sí; eso es el cuerpo de las niñas. Más tarde, cuando el vientre sea generoso de sí... entonces... ¡Oh, el vientre de las mujeres! ¡Oh, el secreto proficuo de los ovarios, en cuyos misteriosos rincones se cuaja la vida!
Oyó las cinco en un reloj público, y al conjuro de la hora, su costumbre despertó. Le acometió ese hambre vaga y como, lejana que se siente en las tardes.
Se despreocupó de la chiquilla, y apresuró el paso.
En el primer salón entró.
—Ea, mozo, un té con pastas...
II
Así que hubo terminado el té, encendió un cigarrillo.
Fumo
por amor al humo...
......................
Y surge, de pronto, en las espirales
del humo
que fumo,
su noble, silueta....
Recitó a media voz el verso amable y evocador. Parecíale que, en
realidad, mirábala a ella, a la idolatradísirna, entre las sedas de humo
de las volutas; y, como sabía que era para él la inconseguible, la maris stelia inalcanzable, agradecía el engaño manso de este humo que aparentaba ofrecérsela.
—Hola, chico, ¿cómo te va?
Contestó con un gesto al saludo del amigo que pasaba, y se hundió de nuevo en su íntimo pensar.
...¡Ella! ¡Ella, la que no siendo de nadie, sería siempre y a pesar de todo, la ajena; porque jamás, sería de él! Ella...
—¡Oh, era demasiado buena! ¡Más buena de lo que se debe ser en este mundo malo y ruin! ¡Más buena de lo que se puede ser! Y, como el chiquitín de Galilea, contagiaba su bondad a los seres y a las cosas que la rodeaban... No obstante eso, y quizás por eso mismo, me hizo un daño irremediable, del que no se dió cuenta... y que hasta juzgó quizás un bien...
Con los ojos del recuerdo, la vió.
...Tenía un nombre santo —se llamaba María del Socorro—, y evocaba a esas vírgenes de madera pálidas, cubiertas de una leve capa de polvo sutil que las vuelve morenas. Ojos verdes eran los suyos; magníficos ojos verde mar, esmeraldas de todas aguas, en cuyo fondo titilaban puntitos de oro como estrellas. Y sobre el milagro moreno de la cabeza, caía el pelo rizoso, flavo, color de miel...
Hugo Cantos se le acercó y le palmoteo la espalda.
—Alza, Enrique, ¿en qué piensas?
—En nada —contestó Enrique fastidiado por la brusca interrupción.
Aceptó por no dejar la invitación que hiciérale el amigo para dar unas vueltas en auto.
—Veremos a las chicas. Pasaremos por frente a la casa de tu María del Socorro.
—Ya se fué...
Hugo Cantos se sorprendió.
—Pero, si hace un rato no más que la vi, en el comercio. Iba de tiendas con la mamá.
Enrique Loy se revolvió con enojo.
—Se fue al pasado... ¿Es que uno no puedo irse para donde le venga en gana?
Hugo Cantos esbozó una sonrisa burlona para las excentricidades del amigo. Enrique, mientras tanto, musitaba otra vez, como queriendo afirmar en él mismo una
verdad que se resistía a serlo:
—¡María del Socorro se fué al pasado!
III
Como le hastiaba la charla insípida de Hugo Cantos, en la primera oportunidad se despidió de él.
Pasaban por frente a la casa de las Altar de Loy, primas de Enrique, y fingió éste recordar que tenía una cita con las parientas para llevarlas al cine.
—Nos veremos mañana, Hugo: entonces te contaré.
Cerró por su mano la portezuela del auto, y se encontró en la acera como abandonado. Dudó un instante, y al fin se decidió a subir a la casa de las primas.
En el recibo grifó:
—¡Tía Carlota! ¡Rosario Esther!
Y sólo ya adentro, preguntó:
—¿Y Nela? ¿Cómo, esta Nelita?
Él mismo se dolía y asombraba de la inusitada antipatía que habíale cobrado a la pobre prima inválida, que siempre tuvo pararon él maternales solicitudes; pero, no le era posible contener aquel como desbordamiento de odio que se le venía afuera en teniéndola presente. Aquello era irrazonado, espontáneo, rebelde al superior control de su voluntad.
Hiciéronle entrar al salón, oscuro en esa hora del anochecer.
—Por tu casa, ¿bien?
Tía Carlota, con su habitual ingenio, movió la charla familiar y plácida, hasta que al cabo llegó a su tema favorito: la enfermedad de Nela.
—La pobre va peor. Día por día progresa la parálisis. Y, digo yo, será así hasta que le llegue al corazón y la mate... ¡Oh, mi hijita, tan bonita como era la infeliz!
Rara, la enfermedad de Nela, en verdad. Hasta, los quince años fué una muchacha guapa y alegre, con esa belleza y ese buen humor de la salud; robusta y sanguínea. Panuda esa edad comenzó a adelgazar, a perder los colores de la cara, a ponerse triste, con una honda tristeza fisiológica que no reconocía causa alguna espiritual. Y un mal día la parálisis hizo su aparición. Primero fueron las piernas que se inmovilizaron; pusiéronse después fofas, y se secaron luego, al punto de que, propiamente, la piel se pegó a los huesos encorvados, hinchados en tumores duros... ¡Oh, era un extraño maleficio irreparable! Antojárase que un demonio envidioso de la lozanía de su cuerpo, íbalo consumiendo poco a poco, absorbiéndolo, dejándolo bagazo después de haberle succionado el jugo como a una fruta...
Sentada Nela en un sillón de ruedas, pasaba los días, ansiando acabar cuanto antes, según confesaba. Una gran colcha cubría sus piernas ñoñas y horribles; y, de entre los pliegues de la colcha, surgía su busto nubil y fuerte de virgen y su rostro lindo de rubia.... Su fina cabecita high life, hecha para lucir en los salones, arrebujadita, estuchada como una joya en pieles de animales fabulosos .... Su sonrisa buena, pedigüeña y limosnera a un tiempo mismo....
—¿Quieres ver a Nela, Enrique? Ella siempre te recuerda. Dice que eres ingrato al no venir.
Como no se le ocurrió ninguna excusa aceptable, hubo de acceder a que lo condujeran al cuarto de la enferma. Tía Carlota estuvo un momento allí y salió luego; Rosario Esther se fue también. Como la pobre, aunque fea era joven, pensaba aún en el balcón... Enrique quedó solo con Nela, sintiendo el peso de esa soledad. Habló banalidades. Charló —él que se las daba de importante—, sobre innúmeros asuntos baladíes. Pero, al fin, abordó ella la cuestión esquivada por enojosa.
—¿No sabes? María del Socorro se va para Lima con la familia. Un caprichito de niña mimada y rica, seguramente.
La noticia lo hizo saltar como un punzón.
—¡Mientes! ¿Quién te lo dijo?
—Ella, ella misma. Se embarcan en el próximo vapor. Creo que el lunes, en el «Urubamba».
Vencido por la impresión, Enrique Loy pensó en voz alta:
—¡Me huye!
Y la enferma, con afilada ironía en la voz, le contrarió:
—¿Qué te va a huir, hombre de Dios, si no te quería ni un tantito así?
—No; es imposible eso que ahora dices, Nela.
—Es muy cierto. Ya sabes que éramos íntimas, casi como hermanas, y me lo confesó... Que no te amaba; que hasta le eras fastidioso...
Él se desesperó.
—No quiero creerte, Nela. ¿Por qué ella no me lo dijo a mí? ¡Ah, cómo mentía entonces cuando me llamaba su bebé, su múñequito! ¡Cómo fingía entonces, cuando inventó toda una historia para reñir! Pero... ¡no quiero creerte, Nela! Di que todo es una broma mala que tú me haces. Dilo. Porque eso, aunque lo sea, no puede ser la verdad...
Y salió escapado del cuarto aquel y de la casa; mientras que la paralítica, con la voz preñada ahora de cariño, clamaba por él, llamándolo con la misma familiar denominación de cuando eran pequeños y jugaban juntos:
—¡Quico, Quiquito; ven, oye!
IV
Se plantó Enrique en la acera y entretúvose en contemplar la doble fila de los autos que iban y venían. Evitaba —pretendía— el pensar, el recordar; no desviaba, la mirada fija, temiendo que apareciera cualquier detalle evocador.
Pero el detalle vino: el color de una tela.
—¡Ah, cómo le gustaba a ella vestir de verde mar, para que el traje armonizara con sus ojos!
Aunque lo intentara, érale imposible hablar en tiempo de presente acerca de María del Socorro...
—¡Y qué aires de reina tenía ella con el más sencillo indumento!
Enderezó los pasos por el bulevar, pletórico de circulación, tropezando con los peatones, sin atender a otra cosa que al rápido enhebrar de sus ideas.
Ya en su casa, por costumbre pasó al comedor; pero, casi no probó bocado.
La madre acudió, solícita.
—¿Qué te pasa, Quico?
—Nada; una tesis de oposición a premios, mamá, que he decidido hacer y que me trae un tanto preocupado. Nada, en definitiva.
—Bien; ya estudiarás, luego.
—Sí; esta noche. Y a propósito, no podré acompañaros al teatro. He de controlar ciertas citas. Ya irá con vosotros ñaño José Luis.
José Luís comía, frente por frente con él, en el lado opuesto de la mesa. Era un mozo guapo y fornido, algo menor que Enrique; ocioso a toda prueba, tenía empero dos profesiones atareadas: hacer el oso a cualquier chiquilla ojilinda y jugar a la espada sable con mamá y las hermanitas, cuyos ahorrillos reconocían en él un enemigo formidable.
En ese momento se desbarataba en ademanes de protesta.
—¡Seguro! Yo sí tengo de ir al teatro a aburrirme, en vez de distraer el tedio en la calle... ¡Cómo tú no tienes ya con quién pelar la pava! Pero, si no hubieras quebrado palito con María del Socorro, ¡a ver si te quedabas en casa, tan formalito, controlando no sé qué majaderías!
Rió burlonainente.
Enrique, coloreó hasta el pelo, como suele decirse, y quiso variar el giro de la conversación. ¡Oh, ahora, cómo le era interesante esa humilde hormiga loca que corría por el mantel blanquísimo como por un campo ártico!
—¿A qué se deberá mi inapetencia?
José Luís saltó vengativo e implacable.
—A que estás de monos con la chica, ñaño, convéncete.
La madre intervino.
—¿Pero, oh cierto eso, Enrique? ¿Has reñido con María del Socorro?
Enrique silabeó un resignado “sí”, y calló.
Se levantó a los postres sin haber pronunciado una palabra más. Comprendía: hasta la madre lamentaba íntimamente la pérdida de María del Socorro, con lo difícil que es el que las suegras, y más las presuntas, simpaticen con las nueras.
Ah, pero con María del Socorro era distinto; porque María del Socorro era un ángel...
Y concentró su pensamiento en una frase:
—En conociéndola, no quedaba otra cosa que adorarla.
V
Ya en su cuarto, solo, se dirigió mecánicamente a su mesa de noche y abrió el cajón. Ahí, entre mil chucherías, conservaba una flor que María del Socorro le obsequiara un buen día, —un buen día que irremediablemente se iba haciendo lejano. Se la aproximó a los labios para besarla, y sin besarla la retiró en seguida.
—¡Oh, esta flor marchita cómo huele a cadáver! ¡Qué pobre olor a muerte tiene la única cosa que ella me dió!
Y pensó que, así mismo, su recuerdo, aunque era ahora en él resplandeciente y luminoso como un sol, se iría apagando...; y que algún día, no obstante se empeñara en evitarlo, habría de olvidar... ¡Porque en la vida se olvida todo!
Y pretendió, iluso ambicioso, hacerse dueño de ese instante fugaz... ¡Ah, si se lograra impedir que con los soles nuevos venga el olvido! ¡Ah, si se lograra detener la obra cicatrizadora y sanitaria del tiempo, que echa su generoso polvo de antigüedad —uno a manera de talco secante— sobre las llagas sangrantes!
—¡Ah, si yo pudiera no olvidarla! ¡Gustoso sufriría por ella antes que sentirme vacío de ella!
Su corazón era así como un ánfora llena de ella, y el olvidarla habría sido como derramar el líquido del ánfora, dejándola vacía.
En la hora propicia, sintiéndose seguro en el ambiente familiar, inexpugnable al ridículo, tuvo un gesto lírico y cursi:
—En liza galante, al igual de esos legendarios caballeros del Medievo, ofrecería mi corazón ensartado en la punta de una lanza, al primero que consiguiera atravesarlo; siempre que, al morir por ella, obtuviera una amorosa mirada de sus ojos...
VI
¡Sus ojos!
Como si fuera un grito guerrero y alentador, exclamó:
—¡Sus ojos! ¡Sus ojos!
Su imaginación, exaltada, le pintó esos ojos únicos e imposibles; ojos profundos en cuyas pupilas se repetía el horizonte... o se formaba un horizonte nuevo; verdes ojos marinos, mares ellos mismos; ojos insondables, oceánicos...
Alguna vez, mirándolos, había él repetido la frase fabulosa que ha servido para consagrar el nombre del Grande Océano: “¡Oh, mar, que pacíficas son tus aguas!”
Y en ese mar inconmensurablemente profundo, él, barquichuelo frágil, había naufragado.
—Como en aguas cuyo fondo no alcanzaban mis pies, me metí en ellos y me hundí.
Ahora variaba la fantástica sensación; en vez de sentirse lleno de ella, se sentía ahogado en ella.
Persistió el juego imaginativo, y a poco, como quien realmente se sumerge en algo, cerró los ojos sonmoliento.
Echóse en un diván y se durmió.
VII
Despertó bruscamente. Había tenido pesadilla.
Miró el reloj. La una de la madrugada.
Se desvistió y se acogió al abrigo del lecho.
Durante el sueño, la había visto; a ella.
Seguidamente pensó:
—¡Ah, si tuviera un retrato suyo! Lo colocaría en un marquito, de aluminio, sencillo para que su imagen resaltara más; lo pondría en un sitio alto, como si presidiera mi cuarto; y, lo adoraría ciego de su luz, anonadado de su belleza. Sería como un záparo ante el fetiche.
Y con esa facilidad que él tenía para adecuarse a las ilusiones y vivirlas, se sintió como si el retrato estuviese ya, y, ante él, hincado, lo adorase.
—Te invocaría con tu propio nombre santo y mago, María del Socorro, pan sobresubstancial, ofrenda limpia, trigo de los predestinados... Rezaría, para tí, la letanía, del Sacramento. O, mejor, la de la Virgen.
Calló un momento y prosiguió:
—Sí: la invocación de las vírgenes.
Se exaltó más aún:
—María del Socorro... ¡Ave María, gratia plena! Maris stella... Turris ebúrnea...
Olvidaba el orden, pero seguía el llamamiento milagroso, deshilado, incongruente, mezclando el bello idioma en que Dios, de hablar, hablaría, con nuestra humana lengua:
—Regina, apostolorum... Salud de los enfermos... Consolatrix aflictorum...
Y continuó así, a media voz, haciendo ésta más opaca, hasta que sólo quedó en un castañeteo imperceptible...
Otra vez el sueño cerró pesadamente sus párpados...
VIII
Con el día nuevo vínole nueva energía; en su espíritu negro de inquietudes, se matizó una inédita tonalidad rosa.
Ahora ansiaba la venida mesiánica del olvido salvador y redentor, purificador, lustral, mano que cura...; ahora gritaba por él, anheloso de paz de alma, sediento de aguas de tranquilidad, aguas de mar muerto...
Y si no llegó al olvido definitivo y radical, al verdadero olvido que es la muerte del recuerdo —ese fenómeno natural de defunción de células—, gustó del no recordar... por el momento.
Como quien por delante de un escenario echa una cortina que puede descorrerse. Oculta, sí; pero, detrás, está la misma escena, lista a reaparecer. Siempre. Lamentablemente siempre.
Sin embargo, Enrique Loy se satisfizo con este engaño que a sí mismo, conscientemente, se daba; y, se refociló en él y con él.
Más tarde habría de arrepentirse, sin duda; porque son terribles las resurrecciones del recuerdo; porque, cuando con él el pasado vuelve, vuelve armado de eternidad. Y la eternidad confunde y anonada la humana pequeñez.
Se lanzó a vivir... Y ningún otro modo de decir que esto de “lanzarse”, justamente significaría la manera cómo tomó la vida desde entonces. Fué tal como quien se arroja a un mar revuelto, con ánimo de zambullir entero el cuerpo, dejando que se filtre piel adentro el íntimo sabor del agua.
En toda su alegría —porque la vida es, sintéticamente, alegre— vivió la vida. Y no cabía ser de otra suerte para quien, como él, quería aturdirse, ahogar con ruidos máximos el mínimo interior ruido atormentador.
...Mientras tanto, Judío Errante, peregrino hacia una Meca inalcanzable, el tiempo, indiferente, fue pasando...
IX
Primero de junio. El claro mes amanecía.
Enrique Loy recordó los versos de aquel poeta, monje a medias, que acaso equivocara la ruta...
El día, en que me quieras habrá más luz que en junio;
la noche en que me ames será de plenilunio...
Ese día alardeaba en el cielo un gran sol luminoso, y la noche anterior, última de mayo, fue una magnífica noche plenilunar.
—Parece como si ella me amara. Hay sol y hubo luna.
La frase impremeditadamente dicha, le sonó a hueco. ¿Quién era “ella”?
Hacía cuatro meses que María del Socorro fuérase al Perú, y desde entonces la única noticia que tuvo de ella, la supo por una crónica social de Clovis, quien la citaba, como concurrente a una fiesta en la legación del Ecuador.
—Distrae bailando y de seguro coqueteando la pena de no verme —había dicho él en aquella ocasión.
Pero, en lo sucesivo, había procurado no pensarla.
Mas hoy, espontáneamente, salía a sus labios la frase bandolera que punzaba de muerte su insegura tranquilidad.
—Parece que ella me quisiera hoy.
Añadió:
—¿Qué hará?
Y se contestó:
—Si deseara en verdad saberlo, iría a casa de Nela, con quien presumo que se carteará. ¡Pero no! Además de repugnarme, sin acertar con el por qué, hablar con la... inválida ésa; he de considerar que he cerrado cou chapa Yale el cajón de mi cerebro donde se guarda la memoria de ella...
Rió, como lo hacía cada vez que su pensamiento semimorboso florecía en una “novedad”.
—Si yo fuera francamente loco, ¡qué de cosas extraordinarias se me ocurrirían! Habría que ir a visitar el manicomio sólo por oírme...¡Ah, si yo fuera franca, declarada, inteligentemente loco!
Y lo decía así, porque él, en su recóndita intimidad, se juzgaba por loco, un loco mediocre; que también puede y debe haber mediocridad en la locura.
* * *
En la tarde de ese día había de asistir a un dinner dancing que ofrecía un su amigo.
Aunque tenía decidido no concurrir a fiestas, en las cuales corría riesgo de situarse otra vez en una posición sentimental enojosa, ya que su corazón érale engañoso y desleal; aunque evitaba el trato de mujeres, tímido y previsor como habíanlo vuelto las desilusiones y los fracasos, no pudo negarse a la invitación exigente, y acudió.
En la mesa se acomodó entre dos chiquillas lindas, pero al frente de una solterona de construcción estilo Picio. Bien sabía él que los ojos masculinos no miran para lo próximo. sino para lo distante. Situado así, las chiquillas eran para él lo inmediato, casi propio; la solterona, era lo obvio, más ajeno.
A la hora del baile se arrinconó en una esquina sombreada de heléchos del dancing garden, activa la mirada únicamente.
Entró la orquesta con Wabash Blues.
Rememoró:
—No hace cinco años, los bailes eran por la noche y comenzaban con Lanceros Chilenos.
Se distrajo en ver bailar.
—Tienen razón los viejos. Yo en pater familias, no consentiría en que mis hijas bailaran fox.
Vagamente esperanzado, deseó:
—¡Si tocaran algo nacional!
Expuso su pretensión al director de orquesta, el cual accedió a ella.
En efecto; luego del fox yanqui, se vino encima un boston de última edición —Amor—, obra de un joven compositor porteño que, así mismo, gastaba su inspiración en tangos. Después tocóse una marcha morisca nacional, y en seguida un romantic and sweet fox, también nacional, que tenía un sugestivo nombre: Esto es amor.
Enrique Loy se puso en crítico.
—La culpa de todo la tiene ese revolucionario de Debussy. Ya se perdió la sencillez divina de Mozart, la divina facilidad de Chopin... Porque, antes, la música era algo fácil y sencillo hasta en los grandes genios musicales. Beethoven será tremendo y ampuloso, pero en el fondo se deja comprender... ¿Hoy? Sí; Debussy es el responsable, el gran responsable ante la historia del arte; su reforma es el pretexto madre de toda esta abundante flora de barbarismos musicales... ¡Caiga, pues, sobre él el peso del fallo irrevocable! Desgraciadamente, estos compositores nuestros tienen talento; pero, si lo emplearan en algo más noble y más intenso que esa música chinganera, ¡cómo sería mejor! La ópera Cumandá es un ejemplo a seguir... Mas, así como son, yo, aunque acaso del todo no se lo merezcan desde lo alto de mí mismo los llamaría ¡victorianos!
Enardecido, a poco si grita:
—¡Viva la República y lo suyo!
—¿Por qué no baila, señor Loy?
A la insinuación de la amiguita guapa, que acaso le fuera propicia al amor, mintió:
—Tengo una luxación en el pié, señorita. Dispense.
Detrás de él, oculta en alguna frondosidad, debía arrullarse una pareja dé amantes. Oía...
La ilusa voz masculina.—¡Tú no me quieres!
La voz de la eterna quimera.—¡Ya sabes cuánto soy capaz de quererte!
La ilusa voz masculina.—Tú amas aún a Juan Manuel. ¡Eso es lo cierto!
Seguidamente venía la protesta de ella, igual a todas las protestas de ellas.
Enrique Loy dejó pesar esta frase de gruesa factura, pero que en su estado de ánimo él encontró sutil:
—La mujer es un animal «protestante».
Rió. Y, para matar el tiempo, dióse a explicar el asunto aquél, según su criterio.
—Ella tiene razón, sin duda. Ya no ama a ese Juan Manuel que motiva silenciosamente, desde el fondo de amenaza del pasado, los celos retrospectivos del amante actual. Lo quiere, sinceramente, a éste, ahora... Pero, ¿lo querrá siempre? Es la vieja historia... La vieja historia rehecha y repetida, que cansa como un enrevesado folletón interminable... Después de un amante, viene otro; caído un trono, en el dominio cordial de Fémina —que no ha leído ni leerá a los enciclopedistas—, surge un trono nuevo, con una sucesión sálica correctísima. La mujer no ama a Isaías, ni a Samuel, ni a Jacobo como tales Isaías, Samuel o Jacobo: ama la idea de Hombre, el substractum —diría puesto en filósofo barato— de la masculinidad... Al primero, al que la despertó, lo ama más; en los otros, o para los otros, el cariño —que es el mismo— sigue un orden descendente. ¡El amor de la mujer es una escalera! ¿Cómo? Grotesco, pero cierto... Cuando una viuda afirma, por ejemplo, que no será de otro hombre, no miente sino en cantidad; del primero fue enteramente, como no será del segundo, ni del tercero, ni de los que a éste sigan. Pero, lo tal no depende de ella —valga decir, no es un producto de una consciente reflexión, ni es mérito, ni vale loarse: es un fenómeno natural de cansancio, de fatiga... Recuerdo que una vez cierta chiquilla, transcurridos escasos meses de la riña con un amante, y teniendo ya otro, me decía: «Es que yo a nadie he querido. Lo reconozco, aun con el baldoncillo que me cae por lo de haber mentido amor a otros. Es a Antuco (el actual) al que quiero. Es a él al único a quien verdaderamente he querido. Lo demás... ¡puah!... humo de pajas. Era al decir estas frases cuando mentía —claro que no propositadamente— por lo que a los otros hacía referencia. Desde su punto de vista, decía la verdad. Ya no recordaba que amó a los anteriores, y —justamente— le parecía que no los había amado jamás... Y se engañaba de buena fe. Que es cosa ésta muy femenina de mentir sin intención y de hacer mal sin malicia. Eva lo que ha sabido bien siempre a más de entrar en compincherías con la serpiente paradisíaca, —es ser madre, o poetisa—, que es una suerte de maternidad... En lo demás, concluye cuaternaria... Cuanto a su amor, resulta éste a la manera de un reflector que puede ir de aquí para allá, enfocando un lugar u otro. Pero, es la verdad que el tal reflector se va opacando tiempo adelante, y como alumbró el primer sitio, no puede alumbrar ya los demás...
Pero, después de esta biliosa disertación, adecuada para un centro feminista o cosa así, y con la cual acaso él mismo no estaría de acuerdo en lo íntimo, se arrepintió. Porque casi había arrepentimiento en su pregunta:
—¿Y si a mí, ahora, me está pasando lo mismo con María del Socorro? ¿Qué número será el mío entre sus amantes?; ¿qué escalón ocuparé?
Para conjurar el temido desborde que amenazaba venir, refrenó:
—La mujer es una cosa que no vale la pena...
Ocurriósele la frase del filósofo:
—«La mujer es una hermosa bestia de cabellos largos e ideas cortas». ¡Eso! ¡Admirable! Pero, ahora las mujeres se cortan melena. ¿Entonces? Ah, es que las ideas —para guardar la relación debida—, se han acortado por su parle... ¿Y las feministas? ¡Esas son las supermujeres!
Caía otra vez en el lugar común:
—¿A cuántos habrá amado antes que a mí María del Socorro?
¡Oh, era imposible dejar de pensarla! ¡Maldito el recuerdo! ¡Y cómo le obsedía!
—¿Por qué el Letheo no será una realidad?
X
Lunes, cuatro de setiembre. Las nueve de la mañana.
Enrique Loy tenía, que despachar un asunto urgente en la administración del hotel Ritz, y se llegó a las oficinas de la planta baja.
Le llamó la atención la lista de pasajeros, y púsose a leerla. Se sorprendió. “Principal,—dep. 17.—J. G. Ebara, señora e hijas”.
¡María del Socorro había regresado, y él, si quería, podía verla!
Se decidió. Subió hasta el principal. El janitor de piso lo condujo al departamento número 17 y entró a anunciar su visita con la tarjeta que diérale Enrique. Esperó éste afuera, en el vestíbulo.
Cuando el empleado salió, le indicó que iba a ser recibido.
Penetró en la salita, vulgar e impersonal como todas las salitas de hotel, y buscó un asiento que imaginó “estratégico”, frente a la puertecilla que comunicaba con las piezas interiores del departamento, cerrada ahora.
—Cuando esa puerta se abra —musitó mientras se acomodaba en la postura que le parecía más elegante—, mi emoción será mayor que la que sintió Lord Carnarvon al abrir la cámara mortuoria de Tuthankhamen.
Aunque la comparación surgió espontánea se le antojó burlona:
—Hay cosas que piensa uno, y que luego quisiera no haber pensado...
Recién se iba dando cuenta de 1a realidad; porque casi hasta verse sentado allí, en la salita del 17, había procedido mecánicamente.
—María del Socorro ha llegado...¿Cuándo? ¿Cómo, corazón si la amas, no me lo anunciaste? No; bien hecho. has procedido muy correctamente, corazoncillo mío. A ella
correspondía avisarme... “pero mándame un mensaje con tu mano, con tu paje —con el viento o con el sol—, o, aromado con tu aroma, —que lo traiga una paloma-tornasol...” tal hiciera la princesa de Rubén Darío... Esto me viene en probar que si ella no me ama... tampoco la amo yo, y estamos pagados. A cualquier otro tipo, así que la adorada pisa el muelle, le late más deprisa el corazón o le sobreviene una conmoción nerviosa.
Se alegró en la conclusión lógica:
—No la amo.
Pero, en ese momento María del Socorro apareció en el vano de la puerta, erguida, con el pelo suelto a la espalda, vistiendo una linda matinée blanca.
—¡Hola, Enrique! ¡Mire usted que se presenta a saludar a las amigas a los tres días de llegadas! Tardía bienvenida.
A Enrique se le declaró en ese instante una endiablada parálisis lingual.
—¿Cómo está la mamá?; ¿cómo van los estudios?
¡Lo trataba como a un chiquillo! “¿Cómo está tu mamá, niñito?; ¿cómo sigues en la escuela?” Eso era capaz de vencer la parálisis; y, en efecto, Enrique habló. Mas, por mucho que intentó llevar el agua a su molino, procurando una conveniente intimidad, la listeza de su interlocutora hizóle fracasar.
Sin embargo, cuando supo que el resto de la familia Ebara había salido a rever la ciudad esa mañana, y que María del Socorro lo recibía sola “porque eso no tenía nada de particular, ya que él era casi un amigo de confianza”; acometió con osadía en la frase:
—Cada día, más guapa ¿eh? Como para que la adoren más. En razón directa...
Esto era una vulgaridad; pero, Enrique no estaba como para gentilezas, y peor que peor, para alambicamientos.
Queriendo hacer una broma “de estilo”; pero, con la íntima seguridad de que vendría un “no” rotundo, aventuró:
—Sé que está de novia allá en Lima. Supongo que...
Y la sorpresa de Enrique no tuvo límites al escuchar la respuesta que contenía una afirmación:
—De veras que las noticias vuelan... Tienen alas... Yo creía que usted no lo sabría....Pero, mire.
Con la voz un poquito trémula, añadió, confesando:
—Efectivamente; estoy comprometida con Ernesto Ayala Garmendia, secretario de la legación del Paraguay en Lima.
Enrique Loy no había visto en su vida, a un paraguayo; así que la curiosidad pudo mucho en él.
—¿Cómo son los paraguayos? ¿Es cierto que hablan sólo guaraní? Luego, usted debe hablar... ¡Ah, pero será, una lengua muy difípil!
Lo cortó la carcajada de ella. Comprendió que estaba desastrosamente metiéndose en payaso.
Mas, en seguida se hizo esta reflexión:
—Mejor que mejor. Así creerá que no la quiero.
Con todo, vino la reacción.
Fue mansamente irresistible. Como un suspiro que no se puede contener...
—Y yo, María del Socorro, que la he amado tanto...
Puesto ya en camino, la recriminó amargamente. Y habló. Como siempre sucede —y a él sucedía un tanto más que a la generalidad—, habló demasiado.
El diálogo tomó a poco un inesperado sesgo. María del Socorro se defendió, acre, con violencia, como si tuviera la razón.
Y acaso la tenía.
—María del Socorro se gasta una clase de alma que ya no se usa..., —comentó finalmente, para sí, Enrique Loy cuando concluyó de hablar con ella.
De lo que le dijo, adivinando, deduciendo e induciendo, Enrique quiso sacar una conclusión que nunca hubiera querido suponer.
—Había un oculto motivo para que yo sintiera, antipatía por Nela. No así por gusto el instinto advierte.
Cuando salió del hotel, había agarrado desnuda la verdad.
¡La definitiva verdad de su desgracia!
XI
En plena calle, se sintió arrastrado por la multitud; y, un poco de su alma atrozmente sensitiva en ese rato, se fué en la marea del tráfico, con los demás, allá, a perderse.
—Sin embargo, yo tenía algo que hacer...
Lo detuvo un grupo de transeúntes bruscamente parados, y se acercó.
Pero, ¿por qué, señor gendarme, da usted de sable a un ebrio infeliz? ¡Es una injusticia! ¿No ve usted que él se emborrachó con aguardiente que paga impuesto? Si, el estado vive, en mucho, del vicio, ¿a qué título hace moral? Recuerde usted que, a pesar de su crasa ignorancia, de su insignificancia personal, la voz de usted, en este minuto, señor gendarme, es la voz del estado!
Gustó el encanto de meditar.
—¡Oh, es el viejo odio policial contra la pobre gente, qué aprovecha estos zafarranchos de combate para lucir...! Sí; pegue usted, señor empleado, en las espaldas del pueblo sufrído y aguantón; rocín suyo es ahora. Pero, más adelante, usted caerá —caerá, no; se levantará—, y será pueblo... La historia es así: encima y debajo; yunque y martillo. Su turno es. Golpée, señor empleado. Otra vez. Otra más... ¿Por qué cesa? ¡Ah, es que se ha cansado! ¡Es que la mano se cansa de golpear! Hasta eso fatiga a la endeble humanidad.
Se controló.
—Sin embargo, yo tenía algo que hacer.
Y recordó.
La ira, poco a poco, íbalo llenando como a un tonel.
Rebosó al fin.
—He de ir a casa de mis.primas, y diré a Nela todo lo viborina y dañosa que ha sido conmigo.
Pasaba un auto desocupado, y por justificar la prisa que sentía, lo llamó.
Dió al piloto del vehículo la dirección, y tres minutos después deteníase el auto frente a, la casa de las Altar de Loy.
Cuando Enrique pudo estar a solas con Nela, tuvo una ráfaga de vacilación.
—¡Pobrecita impedida! No vale la pena el hacerla sufrir.
Mas fue esa impedida quien pudo arrebatarle a su María del Socorro. No; había que vengarse en ella del mal inmenso e irreparable...
—He sabido, Nela, cuanto tú hiciste para provocar una ruptura mía con María del Socorro. Hablé ahora con ella, y si bien no me lo dijo claro, no era preciso mucho esfuerzo para comprender. Su proceder fué noble; mientras que el tuyo...
La miró.
Silenciosa estaba Nela y débil; pero, inconcebiblemente más fuerte en su serenidad que él, agitado de ira, tormentoso... Vio sus ojos, secos, muy secos y muy lindos, de los que nunca él conseguíría —pensaba—, rebeldes como eran, hacer brotar una lágrima. No obstante, ahora parecían humildes.
Prosiguió, burlón:
—¿De manera que tú me amas y fueron celos que te movieron? Ah...¿no recuerdas que tú no puedes amar?
Quiso herirla más.
—Con tu pobre cuerpo inválido, tú estás fuera del amor, Nela seguía muda y serena.
Enrique Loy pensó: “Esta mujer me ama”. Y lamentó, y hasta maldijo la parálisis traicionera ... .“Ah, si fuera sana, como el amor requiere que sean sus servidores!”
Tornó a mirarla.
La gran colcha tapaba sus piernas ñoñas y horribles. Y surgía de entre los pliegues de aquélla, su busto nubil de virgen. Y flameaba su fina cabecita high life, hecha para lucir en salones, arrebujada, estuchada como una joya en pieles de animales extraordinarios.
Se conmovió él apenas.
—Nelita...
Pero la ira lo había llenado. Era un tonel repleto.
—No debiste hacerlo.
Esperó una frase que no venía.
—¡Responde!
Contestó Nela, al cabo:
—Sí; no debí hacerlo. Pero, lo volvería a hacer. No sé... En principio tienes razón. Sólo que yo no estoy fuera ¡sino por encima del amor!
Enrique Loy se volvía necio en su rabia:
—¿Con qué derecho tú...?
Fué ella, ahora, quien violentó la escena:
—¿Que por qué te he amado?; ¿que por qué hice aquello? No lo sé. Ni explicarlo para que tú lo comprendas, sabría nadie. Hablas, Enrique, como macho fuerte y sano que eres; no sientes con tu corazón sino con tu salud... Yo soy enferma; y humildemente, sin rencor alguno, lo he cedido todo... Mas en la vida hay un derecho inalienable que no estuvo en mí el ceder...¡El derecho al amor!
Sus propias palabras fueron como el golpe de la vara de Moisés en la roca. De sus ojos secos, atrozmente lindos en un momento, brotó el llanto a raudales, copioso, incontenible...
Con voz entrecortada, añadió aún:
—¡El derecho al amor!