El Desertor

José de la Cuadra


Cuento


Sol en el orto. Bellos tintes —ocre, mora, púrpura, cobalto,— ostentaba el cielo la mañana aquella. Y en medio de la pandemoniaca mezcla de colores, la bola roja del sol era como coágulo de sangre sobre carne lacerada.

La peonada se encaminaba a la labor, madrugadora y diligente. Eran quince los peones: encanecidos unos en el mismo trabajo rudo y anónimo; nuevos, otros, retoños del gran árbol secular que nutría de luengos tiempos a los dueños. Adelante, guía de la marcha, iba Prieto, el teniente.

¡Cuánta envidia causaba Prieto a los compañeros noveles! Veían en él al hombre afortunado, protegido de quién sabía cuál santo patrono, que se alzó desde la nada común hasta la cúspide de un grado militar: ¡Teniente!

—¡Mi tiniente! —decíanle a cada paso con unciosa reverencia, opino si se tratase de una majestad—. ¡Mi tiniente!

El lugar del trabajo —un potrero en resiembra—, caía lejos. Prieto avivaba con sus voces el andar cansino de los peones.

—¡Apurarse, pué! Nos va a cantar la pacharaca, de no.

Había un rebelde: Benito González. Se retrasaba siempre.

—Ya voy, tiniente. Un ratito no má. Es que la ñata me ha llamao.

El guía habíase encariñado con Benito. Era hasta su pariente. Pero, Prieto no sabía qué a ciencia cierta; porque, la verdad, no era precisamente su fuerte aquello de agnados y cognados.

En gracia al parentesco le guardaba a Benito más consideraciones. A los otros hubiérales soltado, acto seguido, una chabacanada; a él, lo aconsejaba.

—¡Apúrate, Benito! Deja la hembra pa dispué. Apriende de mí, que trato a las mujeres como a las culebras; apriende. De no, lo mandan a, uno. Vos sólo estás metido onde la Carmen, y cuando te llama tenés de ir inso fasto... ¡Caray, la juventú de ahora! En mi tiempo la mujer era pa un rato, y dispué... ¡a gozar uno, a diveltirse por otro lao! Vos, no: como er cuchucho. Ni trabajar podés. ¿O es que querés quedarte así pa siempre, con la mesma paga?

Benito humillaba la vista, y echaba adelante. Suspiros entrecortados escapabánsele luego, y maldecía por lo bajo del guía, de los compañeros, del trabajo, de la vida dura.

¿Que él no tenía ideales?; ¿que no aspiraba nada más que a peón? Muy engañado, su pariente. A los dieciocho años, ¿cuál que no tenga siquiera ilusiones? Benito anhelaba superarse en lo futuro, ser “otra cosa”, sobresalir. Y si hasta entonces no lo había procurado, era por ella, por la ñata Carmen.

Porque para dar cima a su sueño, precisaba alejarse de la amada, y eso él no podía hacerlo. Hubiera deseado olvidarla, aventar al aire su recuerdo como cenizas, como vedijas ingrávidas; hubiera deseado... y ni lograba positivamente desearlo.

Resignado, se sometió al trabajo embrutecedor de la hacienda. Le pareció lo mejor por de pronto... Más tarde... ¡ah!, más tarde...

Benito había concretado su ejemplo a seguir en un hombre: Prieto, el teniente. ¡Ser como Prieto, acaso más que Prieto! Y soñaba: triunfante la revolución —aquella que lo hubiese contado en sus filas—, volvería jinete en recio potro maneador, terciada la Winchester infallable, y el amplio jipi con cinta tricolor llevado a la bandolera. Entonces, don Carlos, el padre de la ñata, no advertiría que era poseedor de ocho vacas paridoras, mientras que el padre de Benito sólo tenía dos; y Carmen —su Carmen— que aún así pobre parecía quererle, lo recibiría toda llena de amorosa confusión, estremecida y ruborosa.

Sueños. La realidad era muy distinta.

A intervalos, seguía sonando la voz del guía:

—¡Breve, que se hace tarde!

El camino atravesaba ilimitados sartenejales. En la todavía lejana meta —el potrero a resembrar,— esperaba el pesado espeque y las plantas sacadas fuera, que languidecían por tornar presto al seno maternal de la tierra.


* * *


¡La revuelta! Allá lejos, tierra adentro, se había “levantado” el comandante Ruiz, el Negro, a la cabeza de un centenar de jinetes, peones casi todos de los fundos aledaños.

—¡Mardito sea er gobiesno, caray, que roba ar pueblo y lo exprime! —dijo Prieto al enterarse de la para él buena nueva—. Gracia que todavía hay hombres como el negro Ruiz que se amarran los pantalones a la centura, que de no....

Y añadió, nostalgioso:

—¡En mi tiempo...!

Como si quisiera justificarse, agregó:

—Ahora ya no puedo; estoy baldao: este brazo que se me encoge... Pero quedan los mozos. Como un solo hombre debían d’irse, en masa.

Su mirada se fijó, larga y dulce, en Benito que agrandaba un surco con el espeque:

—Vos, cholo, ¿vas u no?

Benito respondió secamente:

—Voy.

—¿De de veras?

—De de veras. Mañana mesmo: en canoa.

—Ta bien; vos eres hombre, pué.

Conforme a lo dicho, al día siguiente, hacia la madrugada, Benito aparejó su canoíta. y se preparo a remontar la corriente de Río Chico, un estero poco profundo que se adentraba muy lejos a través de las haciendas.

—Hasta Cocha te podés ir por agua; dende Cocha, por tierra, hasta las Cruces. Allí está Ruiz. Si no lo encontráis, pregunta; cualquierita te da razón.

—Ta bien, tiniente.

—Y que cuando güervas, si güerves, que seas también tinieute vos. U más: general... capitán...

Al observar la inocultable melancolía del recluta, Prieto inquirió:

—¿Tenes pena?

La respuesta se negaba.

—¿Tenes pena?

Al fin contestó Benito:

—¡Claro, pué! ¿No ve que la dejo a ella?

—¡Bay, flojo! A la güerta, la cogés pa ti, pa siempre.

—¿Y si no güervo?

—Er muerto no siente.

—Pero...

—¿Qué? ¿Te dispediste ya?

—Anoche.

—¿Y?

—Se engringólo, pué... Que porqué me iba; que no la quiero; que se desquitará.

—Deja no má que diga. Dispué le pasa.

—¿Le pasará?

—Seguro; las mujeres son como la luna: tienen menguantes y crecientes. No hay qué hacerles caso, pué. Ahora, ándate ya.

Llegada a su limite la vaciante, á poco voltearía la marea. Era el momento propicio a la salida.

—Tarás en Cocha con la repunta. ¡Larga!

La canoíta parecía inquieta, como si deseara aventurarse pronto por entre las dificultades del riachuelo; Sirviéndose del canalete, Benito la separó del barranco.

—¡Adiós, pué!

—¡Adiós!

Erguido, con un pié en la borda y el otro en el fondo de la embarcación, Benito comenzó a bogar pausadamente. Desnudo de cintura arriba, su torso parecía el del discóbolo de Mirone.

La canoa, mal dirigida, zigzageaba.

—¿Qué pasa, hombre? Popea bien. ¿O es que estás camaroneando? Sorbe un trago de agua pa que te pase er susto.

Benito volvió el rostro.

—No es miedo. ¡Es que tengo pena, tiniente; es que tengo pena!

El curso del estero torcía bruscamente. La frondosidad de los porotillos orilleros interceptaban las miradas.

—¡Adiós!

Esplendía ya el sol en el cielo.

Prieto decidió el regreso; se aproximaba la hora de trabajar, de “ganarse er día”.

Pensó en su pariente.

—¡Pobre! —se dijo—. Va triste, y a los tristes busca la bala...


* * *


Seis meses duraba ya la revuelta.

Iniciado en oculto rincón de la montaña, el incendio envolvía ahora en sus llamas a todo el país: desde las tierras bajas y calientes hasta las altas tierras frías, quizá hasta las selvas inholladas de allende la cordillera oriental de los Andes.

Y, como siempre sucede, gentes anónimas, amparándose hipócritamente tras el estandarte de la rebelión política, asolaban los campos.

¡La montonera! ¡El miedo inmenso a los montoneros que suelen tornarse en pesadilla de los hacendados y horror de las vírgenes! Y luego, para colmo, “la remonta”, saqueo oficial, y el robo descarado.

Seis meses de tal vida dejaron exhaustos los ánimos. Nadie quería sembrar los campos, temiendo imposible destrozo; nadie, tampoco, tenía voluntad para hacerlo: una enorme fatiga —esa fatiga que al fin produce la continuada tensión nerviosa,— pesaba, sobre los seres. Hasta los más entusiastas por la lucha, los que más de cerca seguían sus incidentes, deseaban ya la paz fecunda y bienhechora.

—¡Caray, que gane arguno! Cuarquiera. Lo mesmo da.

—Lo mesmo. En arribándose, se orvidan de lo que ofrecieron.

Hacía mucho tiempo que los hombres de los campos habíanse convencido de esta cruel verdad de la política paisana: un jefe de partido les prometía encantados paraísos; los enganchaba en sus filas; aprovechábase del tesoro de sus arrestos y su sangre; triunfaba .... ; y, luego, ellos, los vencedores de veras, a curar sus heridas, a explotar la caridad extraña, con la exhibición de sus lástimas físicas, a vegetar de nuevo —en las rústicas soledades— rumiando recuerdos...

Esto era lo cierto. Precisaba resignarse a cómo se brindaba la vida.

Además, ¿no conseguían, y esto todos, tener, al principio, una gigantesca fuerza de ilusión, de esperanza en lo porvenir, que los elevaba de largos codos sobre el nivel común? Siquiera en algo, pues, se recompensaban sus martirios y sacrificios. ¿Para qué pedir más si no era logradero?

¡Seis meses! Ríos de sangre corrieron; colinas hubiéranse podido levantar con los cadáveres. Y esto, ¿con qué objeto? Con uno solo, acaso: que en los decretos ejecutivos, inconsultos cuando no innecesarios, una firma sustituyera a otra.

¡Un nombre! Por un nombre, cuando no es un símbolo, aunque se lo quiera presentar como tal, no se debe luchar...

Durante su prolongada ausencia, apenas si se tuvieron en la hacienda noticias de Benito. Súpose por un diario de fecha atrasada, que estaba herido de gravedad en un muslo —fractura del fémur, rezaba el dato;— luego, que había sanado, que reingresaba en las filas revolucionarias con un ascenso.

—Ya es teniente ¿no ven? —dijo entonces Prieto a los peones—. Y los de acá, flojos, pollerudos, que no quisieron d’ir...

Gervasio, uno de los trabajadores, sonrió con malicia.

—Mejor hace si se queda.

El guía, amargamente, sonrió también.

—Vos sabes porqué decís eso, pué. Tenés razón.

Y masculló palabras incoherentes, amenazas, insultos.

Sí; tenía razón Gervasio. Mejor hubiera hecho Benito en quedarse.

Él, presente, habría servido de muralla defensora a Carmen contra su propia debilidad de mujer.

—Si está aquí, no cae ella como cayó...

—¡Claro! O a lo meno...

Prieto intentó averiguar detalles:

—Dicen que la ñata no quería; que Goyo abusó por la juerza....

—Verdá; yo mesmo lo vide. Tábamo en una tambarria onde er viejo Caslo. Usté sabe cómo son los bailes pal santo del viejo: ocho días. Y entonces jué que aconteció. Ella no quería; la ajumamo.

—¿Vos ayudaste?

—Como soy interesao con Goyo...

—Por la ñaña, ¿no? ¿Le hacés er cuco?

Por las mejillas moreno-ceniza de Gervasio, pasó algo que quiso ser rubor.

—Sí —confesó.

Prieto adoptó aires de juez:

—¿Benito no era amigo de vos?

— Verdá. Pero como estaba ausentao... Goyo era amigo de ér, también.

En los dientes apretados del guía se detuvo el calificativo que iba a escupir al rostro a Gervasio.

—¡Rocen más ese lao! —ordenó a los peones, por variar de asunto—. Quedan sus yerbas.


* * *


Junio. Día de sol. Amalgama de oro con estrías azules —desgarramientos de añil,— era el aire.

Hacia las once sonó la campana grande de la hacienda.

—¡La llamadora! ¡A comer, pué!

Todos los trabajadores, poco a poco, fuéronse llegando a la casa del patrón, quien —conforme a la Añeja costumbre— dábales, además de la paga, el yantar.

Los primeros en acudir fueron los de los distantes potreros de tierra adentro, que abandonaban su labor antes de la hora; luego, los que trabajaban en sembríos de la orilla, más próximos a la casa.

Los últimos trajeron la noticia:

—Dicen pué, yo no lo hey vido, que Benito ha llegao.

—¿Que ha llegao?

—Sí; de mañanita, a caballo.

—¿Er patrón sabe?

—No; Benito ta escondido; ha venido desertao.

A Prieto lo trastornó la noticia. Rechazó la comida y apresuradamente se trasladó a la casa de su pariente.

—¿Qué hay de verdá? —preguntó desde abajo a la madre de aquél—. Diz que ha llegao, ¿no?

—Sí; a la madrugada. Pero no quiere que lo vean.

—¿Por qué?

—Ha desertao.

—¿Y sabrá eso, lo de Carmen, pué?

—¡Bay! Pa eso desertó.

—¡Ta malo! Hay que hablar.

—Venga no má. Usté es de confianza

Prieto subió. En el cuarto que servía de sala, tendido en una hamaca que casi se arrastraba sobre el piso de cañas, estaba Benito.

Había ganado en estatura, según parecía, y su cuerpo había engrosado.

Cuando advirtió al guía, se incorporó.

—¡Toy fregaol-dijo a guisa de salutación-; Herido!

—¿En la piesna u aquí?

Y Prieto tocóse el costado izquierdo del pecho.

—Ha adivinao, tiniente. ¡Aquí!

—¿Y qué vas a hacer?

Benito señaló con un gesto su afilado machete curvo, que pendía de la pared. Como cediéndole al arma la palabra:

—Contesta vos, raboncito —dijo.

Prieto, comprendiendo, asintió.

—¿Cierto que tás de fuga?

—Cierto. Me escapé pa venir acá no má, a desquitarme.

Andan en mi detrás, pisándole los cascos ar caballo. Yo cogí la trocha nueva de San Juan pa que no me agarraran; pero como carculan onde estoy, no tardan en...

—Te escondés pué.

—Según. Quiero entenderme antes con Goyo: er que la hace... Dispué ¡qué importa!

La vivienda de Goyo —un ramadón miserable,— estaba situada cerca de la de Benito.

—A las doce cae Goyo a su casa, ¿no?

—De costumbre.

—Entonces, ya mesmo.

—Ya mesmo.

El guía se inquietó.

—¿La habís vido a la ñata? —preguntó.

—No, ¿pa qué?

—¿Sabes bien er caso?

—Me lo han contao. Er juó er causante: la ajumaron... ¡De no!

—Pero se va a casar.

—¿Y yo qué hago? Tié ér que pagarla antes.

—Te vas a amolar pior.

Benito sonrió con indiferencia.

—Una vez no má se muere —dijo.

Parecía como si todos en la casa se asociaran en la venganza. Fué la propia madre del desertor quien le dió el aviso:

—Ya vino er sucio ese de Goyo,

Benito se incorporó, requirió el machete y se dispuso a ir a casa de su enemigo.

Prieto, sabedor por si propio de cómo eran de tercos en sus pasiones los hombres de los campos, lo siguió en silencio; Benito iba adelante, a prisa.

Recorrieron así el corto trecho que los separaba de la casa de Goyo; pero, poco antes de llegar al pie del ramadón, el viejo teniente se detuvo.

—Yo veo de aquí, no diga que somos dos pa él solo.

El desertor avanzó. Acaso había sido advertida su llegada, porque puertas y ventanas estaban cerradas. Paróse al frente de la casa, y gritó:

—¡Goyo! ¡Goyo! ¡Sar si eres hombre! ¡Tú y yo, acá ajuera! Trae machete no má...

Adentro hubo un tumulto. Se abrió la ventana y apareció una cara simpática de mujer: aquello era un ardid.

—¿Qué se ofrece?

—¡Carmen! Benito vaciló. Honda conmoción agitólo; pero reaccionó bruscamente.

—¡Mardita sea! —vociferó— ¡Esconde la máscara vos! Con Goyo es que quiero agarrarme.

Y esgrimió, amenazador, el machete que espejeó ni sol.

Atemorizada, la mujer se retiró en seguida.

—¡Goyo, sar no má! ¡Yo solo estoy pa tí!

En aquel instante, rasgó al aire horrenda blasfemia: la había lanzado Prieto.

El desertor volvió el rostro y se dió cuenta... A tres cuadras a lo sumo, compacto grupo de soldados revolucionarios —sus propios “muchachos”— avanzaba a carrera tendida, con los fusiles listos a disparar.

—¡Escóndete, ñato! ¡Pa el río busca!

El pobre guía temblaba por su pariente. Este, al primer estímulo, intentó huir. Corrió... Luego se paró en seco y arremetió contra la entrada del ramadón.

—¡Mardita sea! ¡Goyo, sar, caray!

Quería echar abajo la puerta. Sabía que iban a apresarlo y que, de seguro, le aplicarían a su vez la “ley de fuga”, cuyo peso en tantas ocasiones hizo él sentir a los desertores y a los prisioneros; sabía esto, más no lo temía. Lo que temía, lo que lamentaba con toda su alma, era que le impedirían tomarse el desquite.

En el colmo de la desesperación, suplicó) a su rival que saliera “para matarlo”.

—¡Goyo, por Dios! Hermanito, sar no má... Dos machetazos... Hombre a hombre acá ajuera. ¡Ve que me van a coger, Goyo! ¡Sal, hermanito! Hazlo por ella, de no: ¡por la ñata Carmen!

Llegaron los soldados y se engañaron con la actitud del desertor.

El que los mandaba ordenó:

—¡Apunten!... ¡Fuego...!

Como un descuajaramiento de rocas, sonó la descarga.

—¡Raaaas!

El cuerpo de Benito, acribillado, cayó... De las heridas, la sangre aún cálida, a borbotones comenzó a manar...


Publicado el 11 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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