El Montuvio Ecuatoriano

José de la Cuadra


Ensayo



Plan geográfico del Ecuador

Hasta hace veinte años, más o menos, a los muchachos ecuatorianos se les enseñaba en las aulas elementales que el territorio de la República afectaba la forma de un abanico, cuyo vértice se enclavaba en la joroba de la frontera occidental del Brasil, mientras que su arco máximo se desplegaba sobre el océano Pacífico. Ahora que hemos perdido nuestro contacto brasileño, siquiera de hecho, ignoramos con qué otro adminículo le encontrarán semejanza a la heredad nacional los geógrafos escolares; pero, según la comparación referida, el Ecuador habría constituido como una cuña entre Colombia y Perú.

Virtualmente, los individuos de esta generación confrontamos una suerte de desorientación en materia limítrofe. Antes, respecto del Ecuador estaba Colombia al norte, Perú al sur y Brasil al este. Hoy ocurre que también hay Colombia por el meridión y Perú por el septentrión (?); precisamente, la cuestión de Leticia se planteó en tierras que un ciudadano del 900 no habría vacilado en sostener que pertenecían irrefragablemente a la República.

Aparte de las disensiones ocasionadas por la fijación de la línea estrictamente sureña, el problema fronterizo incide toda la parte sudeste del Ecuador, es decir, aquella que lo capacitaría, en derecho, para el condominio amazónico.

Obvia exponer las consecuencias derivadas de esta situación anómala en todos los órdenes. Baste con señalar que ella es uno de los obstáculos para la formación de una verdadera y propia conciencia totalitaria de la economía nacional que imprima rumbos firmes y cargue de sentido preciso a las profundas actividades vitales. A propósito, tómese en cuenta tan sólo el dato de que lo disputado abarca como 350 000 kilómetros cuadrados de los 700 000 kilómetros cuadrados que el Ecuador cree su patrimonio.

Como quiera que sea, el país se divide, de este a oeste, en tres regiones.

La región oriental es un inmenso bañado, moteado a grandes trechos de jungla cerrada y desdibujado de llanos húmedos. Las fuentes de caudalosos tributarios superiores del Amazonas están en ella. Recibe el agua de deshielo de los Andes ecuatorianos del este, y la encauza hacia el enorme estuario. Prácticamente, es todavía el fabuloso país de la Canela que tentó a Gonzalo Pizarro a su fatal empresa; aún se sitúan en ellas las más descabelladas esperanzas, y todas las riquezas se las localiza imaginativamente allá. De cursar otra época del capitalismo (el «período dinámico», que dice Mussolini), podía haber desempeñado el papel del Far West, o siquiera el Middle West en Estados Unidos, o de la Pampa argentina, guardadas las debidas proporciones. En armonía con la teoría geológica de Baur y otros, que Pino Ycaza comenta en su Estudio de la ley de hidrocarburos (Universidad de Guayaquil, 1933), se la supone depositaría de considerables yacimientos de petróleo, no descubiertos todavía por mucho de los costosos trabajos de la Leonard Exploration.

La región altocentral, a la que por antonomasia denomínase la Sierra, es una larga faja bastante fértil que, encañonada entre los dos ramales andinos, va del Carchi al Macará, en dirección norte-sur uniforme. Con excepción de ciertos nudos y hoyas originados por el entrabamiento y descoyuntamiento de las cadenas cordilleranas, varía poco la altitud de la faja; lo que importa un tipo regular a su medio físico y, por ende, a su producción natural. En la anatomía del país, este hinterland tiene un significado de columna vertebral. Es la parte más poblada del Ecuador y donde se concentran las ciudades en mayor número. La capital —Quito— está en el corazón de esa zona.

La industria agrícola alcanza amplias cifras en la región interandina. Los métodos de labrar el suelo tienden a modernizarse. Si bien de una manera sui generis, el cultivo intensivo se emplea con frecuencia; y no sólo recientemente, sino desde remotos tiempos. La agricultura invade el terreno y hasta se trepa por las laderas de los cerros.

La industria fabril no queda atrás. Si es verdad que

no se ha llegado aún a la gran industria —salvo, acaso, en el cuero y en la tejería—, la elaboración de la materia prima y su transformación en mercancía exportable, toma ahí mucho del esfuerzo humano. La manufactura de la paja, como en la Costa, es muy importante.

En las estribaciones andinas, que descienden en escalera desde el hinterland hasta las planicies litorales, cabría anotar zonas y zonas de varias temperaturas, según su altitud. A estas zonas de transición se alude especialmente cuando se dice que en el Ecuador hay todos los climas. La bajada de los Andes al oriente tiene la misma característica.

Sin embargo, a estas zonas de transición les resta valía su insuficiente dimensión longitudinal, no compensada por una anchura considerable; a veces, escasos centenares de pies hacia arriba o hacia abajo cambian el medio propicio para un cultivo.

La región litoral, la Costa, es toda ella una llanura a la que apenas altera la presencia de ligeras elevaciones del terreno; pues no son otra cosa, por mucho que pomposamente se las diga cordilleras, como a la de Colonche, por ejemplo.

El profesor mexicano Moisés Sáenz, quien, en su primer viaje al Ecuador, vino expresamente enviado por el gobierno de su país para la investigación de nuestra cuestión indígena, y al mismo que se le debe un concienzudo estudio «sobre el indio ecuatoriano» (Publicaciones de la Secretaría de Educación Pública, 1933), encuentra a la Costa dividida, a su vez, en cuatro zonas, a saber: «La

de los manglares, junto al mar y los esteros salados; la de las sabanas o tembladeras, de unos cinco kilómetros de ancho, baja y plana, cubierta de gramíneas, que se inunda durante la temporada de aguas y que no es propicia para la agricultura, aunque sí es excelente para la cría del ganado; la zona de cultivos que se extiende desde la orilla de las sabanas hasta las faldas de la cordillera, suelo de aluvión, libre por lo común de inundaciones, magnífico para el cultivo del cacao, que se da silvestre en muchas partes, de la caña de azúcar, del banano, del arroz, de las pinas, y de muchos otros cultivos tropicales, y por último, la zona llamada montaña, que se extiende por las laderas de las cordilleras hasta unos mil metros de altura, región de selvas vírgenes, de ríos estrepitosos cuyas vegas y bancos se prestan admirablemente para la agricultura tropical y subtropical.»

El profesor Sáenz considera como zonas litorales estas que nosotros consideramos como de transición entre Costa y Sierra; las más bajas de las cuales —bosques inviolables en muchas partes, terrenos de explotación— se suman, como diremos más adelante, con su campo conocido, al agro montuvio.

No juzgamos muy exacta la división del profesor Sáenz; y si nos referimos a ella, es porque, debido al merecido prestigio del autor y a la difusión de su libro, resulta hoy la más citada.

Por lo demás hay que comprender, en el plan que dejamos trazado, al Ecuador insular.

Las islas de los Galápagos, u, oficialmente, Archipiélago de Colón, es, en propiedad, un territorio de colonización cuya metrópoli, desprovista de capital expansivo, no controla. En cierta manera, deviene res nullius. Últimos sucesos lo están confirmando.

Territorios de colonización, pero mayormente controlados, son las nutridas islas que salpican el mar nacional.

Sólo las islas del golfo de Guayaquil y las del golfo de San Lorenzo, así como las de las entradas de Tola y Cojimíos, cuentan en la economía de la Costa. Pasajeramente, la isla de la Plata, frente a la ribera manabita, fue agregada a esa economía por las frustradas tentativas de una compañía petrolera.

Menos densa que la serrana, la populación litoral no se concentra en ciudades. Es predominantemente aldeana y rural. La única agrupación citadina de primer orden, es Guayaquil. Las capitales provinciales —Esmeraldas, Machala, Portoviejo, Babahoyo—, son ciudades de segundo y tercer orden. En cambio los caseríos se numeran por millares. Algunos de éstos —como Daule, Vinces, Milagro, etc.— se han convertido, con el transcurso de breves años, en puertos de agricultura.

La industria fabril en la Costa es incipiente y, lo peor, restringida a artículos que no constituyen mercancía exportable ni llegan a defender la balanza de pagos: fideo, bombones, licores, jabón, etcétera, trabajados casi en su totalidad sobre materia prima importada.

La industria extractiva, poco desarrollada y poco rica —petróleo, oro, etc.— está en manos inglesas o yanquis, ora por denuncia de pertenencias, ora por arrendamiento de las que antes fueron denunciadas por nacionales.

Una manufactura noble es la del sombrero de paja toquilla, conocido en el mercado mundial como Panama hat.

La Costa es, esencialmente, agrícola.

Como parásito de la agricultura y de la flaca industria, florece un comercio usurero de sirios, chinos y más, que le dan vuelta a capitales adquiridos en el propio Ecuador, del cual los sacan una vez que se han hinchado a satisfacción.

La zona montuvia

Los enramados sistemas hidrográficos de la Costa modifican sensiblemente las condiciones climatéricas generales y determinan la zona montuvia. Podríamos decir que la zona montuvia es aquella regada por los largos ríos litorales y sus inextricables afluentes. Se incluyen en ella las zonas montañosas de transición y se excluyen los terrenos áridos de la ribera del mar y de los pequeños desiertos interiores, arcillosos o arenosos, por lo común ubicados en las proximidades de los esteros salados.

Los mayores sistemas fluviales son, en la Costa, los que concluyen en el mar: el Mira, el Esmeraldas, el Santiago, el Chone y el Guayas. Otro sistema fluvial de los mayores es el tremendo Jubones, que se lanza al canal de Jambelí por las bocas bravas del Rompido. Otros sistemas concluyen en el golfo de Guayaquil; y muchos de menor importancia también desembocan en el océano, o lo hacen en ensenadas y bahías.

Pero cada sistema mayor, con excepción del de la provincia de Manabí, la más seca del litoral, se enlaza a su turno con infinidad de sistemas menores, que se remontan hasta las estribaciones andinas, de donde nacen.

Tal abundancia de ríos, de riachuelos, de arroyos, de esteros dulces, complica el mapa geográfico del Ecuador costeño.

La zona montuvia, encuadrada por los ríos, es, pues, extensísima y, con soluciones de continuidad relativamente poco apreciables, corre a lo largo de la región occidental, constituyendo en ella un verdadero hinterland bajo.

De buena tierra tropical a veces jamás cultivada, virgen o casi virgen, refrescada de agua pura corriente, mojada de aguaceros, la fertilidad de la zona es asombrosa.

Cacao, café, caucho, tagua (marfil vegetal), arroz, tabaco, algodón, caña de azúcar, frutas propias del trópico (bananos, piñas, naranjas, etc.), maderas finísimas, pastos jugosos: la flora lo da todo y hasta espontáneamente. El cacao, el caucho, la tagua, etc., se encuentran silvestres.

Por desgracia, la agricultura del litoral adolece de un viejo defecto que sólo ahora se trata de enmendar: su tendencia a mantener el producto único o, por lo menos, predominante. (Esto, aparte de su rutinarismo incorregible y —parecerá increíble— de la torpe mala fe de algunos exportadores de productos agrícolas.)

Sin seguir un riguroso orden cronológico, hablaremos de algunos de nuestros grandes fracasos vinculados a la modalidad de uniproducción que indicamos.

La orchilla colorante fue, en pasada época, la principal materia exportable, de la cual deriváramos riquezas sustantivas para la economía nacional. Un descubrimiento alemán —la anilina sintética de laboratorio— dio al traste con el mercado de la orchilla. La economía nacional, y particularmente, la de la Costa, se tambaleó.

El caucho. «Fue en la costa del Ecuador donde La Condamine descubrió por primera vez el caucho, del cual llevó muestras a su regreso a Europa», dice el ingeniero Richard Muller, de la Universidad de Guayaquil.

Exportábamos caucho. Montones de oro se venían de fuera en pago de la goma. Las caucheras estaban ahí, a la mano, de recolectar la leche. Las había en exceso. Pero, la eterna «viveza criolla» hizo su demostración.

El agrónomo Aspiazu Carbo, en su Organización agrícola en el Ecuador (Universidad de Guayaquil, 1935), comenta aquello detenidamente. Daremos una cita de resumen: «¿Y quién no sabe lo que pasó con el caucho? Nuestra incuria, nuestra codicia, y nuestra mala fe, fueron llevadas a la excelsitud, y casos se daban en que las bolas de caucho que se exportaban, eran unas masas informes de caucho bruto con piedras, tierras, basuras y cuanto más era posible agregar. Los reclamos de los importadores extranjeros no sirvieron de nada; cerramos nuestros oídos a ellos, y como el caucho iba día a día teniendo mayores aplicaciones industriales, este mismo interés industrial hizo que los grandes manufactureros europeos gestionaran activamente la mejor forma de levantar una industria propia y desenvolver un eficiente desarrollo agrícola de este producto, que les asegurara la cantidad y calidad del mejor caucho.»

Por lo pronto, perdimos compradores que trasladaron sus operaciones al Brasil, donde, además, se daba la superior variedad del caucho: el hevea brasiliensis. Lo cierto es que el mercado se nos hubiera clausurado siempre, aunque, de todos modos, un poco más tarde; pues, conocido es que botánicos ingleses robaron semillas de la variedad brasilera y formaron así las plantaciones malayas. Hoy, América no es ni con mucho principal exportadora de la goma. Las plantaciones Ford en el Brasil son colonias agrícolas estadounidenses.

La crisis subsiguiente al cierre del mercado del caucho, fue gravísima.

Luego le tocó su hora a la tagua. A ésta la mató otro invento alemán.

La tagua es ejemplo típico de un valor de uso que se convierte en alto valor de cambio acumulando en él escasa jalea de trabajo. En Manabí, el marfil vegetal era silvestre. No tenía ahí valor de cambio ninguno. Estaba en todas partes: bastaba recogerlo del suelo.

Cuando se creó el sustituto, la economía manabita —dominada por la tagua—, se vino de bruces. Quebraron bancos y casas fuertes. Cundió la desocupación. Fue horroroso. Un cataclismo económico. Aún no se repone completamente esa provincia de su desastre.

Mas, ¿qué importaba todo? Quedaba el cacao. La Costa tenía cacao: su cacao «Guayaquil», preferido para las elaboraciones de lujo, suplicado por Suiza y por Italia, caprichosamente repagado, y contra el cual nada podrían, gracias a su calidad, los sembradíos ingleses y franceses de África.

Se proyectó convertir la zona montuviá en una inmensa cacaotera, como se había convertido Cuba en un cantero inmenso.

Que cayera, pues, la orchilla. Que cayeran el caucho y la tagua. Que nada se sembrara. No importaba. Quedaba ahí la «pepa de oro» que mantenía en Europa un fastuoso ausentismo ecuatoriano y que aún dejaba sobras para mantener a «los de acá».

Como en el caso de la goma, se abusaba con el cacao. Se mezclaban calidades. Se aumentaba el peso de cualquier modo. Se subían ficticiamente las cotizaciones. A las protestas del comprador extranjero, el vendedor ecuatoriano respondía encogiéndose de hombros. Y el comprador extranjero, urgido por la necesidad de cacao «Guayaquil», adquiría quintales para entresacar luego la calidad buscada. Era la gloria de la exportación.

Hasta que sobrevino la catástrofe. En palabras crudas, hay que decir que el cacao ecuatoriano acabó. Lo que queda son restos.

Así, sin leyes, concluyó también —o disminuyó a bajísimo porcentaje— el ausentismo. Una balumba de títulos napoleónicos, vanidosamente adquiridos por nuestros paisanos en Europa, se nos ha metido puerta adentro. Ello mós proporciona el gusto de codearnos con duques y barones más o menos auténticos y más o menos criollos. Compatriotas ó hijos de compatriotas, políticamente ecuatorianos, que antes no habían pisado el suelo de la patria cacaotera, se instalan resignadamente en nuestras casas de madera, ahuyentan su parte de mosquitos y respiran el aire caliente que brota de la zona montuvia. Sin duda, se juzgan sacrificados a un destino absurdo, y dedicarán sus sufrimientos para méritos en la otra vida.

Toda esa gente mira para las plantaciones.

La catástrofe del cacao fue obra de la naturaleza. Por supuesto, no faltan quienes presumen la intervención de manos criminales, guiadas por competidores perjudicados. Esto sería muy novelesco, pero parece poco probable. A lo más queda bien como derivativo del fastidio de los «regresados», quienes tendrán así algo menos incorpóreo que el destino contra que desfogar sus rabietas: los presuntos e intencionados contagiadores de las huertas.

En 1915, cuando la producción del cacao rebasaba el millón de quintales, apareció la enfermedad de la «monilla», a la que años después sigue la «escoba de bruja».

Por mucho de los esfuerzos de los plantadores para curar las matas afectadas, ambas enfermedades se propagaron y continúan propagándose. Ni siquiera perdonan los nuevos sembradíos, incluso los llamados «refractarios». Nada ni nadie puede contra ellas. Por su causa, la producción del cacao ha rebajado hasta el 40%, y aun menos todavía, de lo que era antes, según cálculos estadísticos del ya citado agrónomo Aspiazu Carbo.

Si a esto se añade el que la cotización en sucres ecuatorianos ha descendido, y que el sucre mismo se ha depreciado, se verá mejor el alcance de la crisis sufrida por el Ecuador, con tremenda incidencia en la zona montuvia, en los últimos tiempos.

Felizmente, se ha comprendido que se está pagando el error antiguo del monocultivo; y ya no sólo se clama líricamente contra éste, sino que se empeñan los agricultores en desterrarlo.

Así, en la zona montuvia atiéndese ahora a cultivos que en otra época eran subestimados, como el de las frutaledas, por ejemplo, antes taladas «para dar vista a las casas». Calamitosamente, las haciendas frutales han pasado a ser, en su mayor parte, propiedad de compañías extranjeras, que las explotan directamente y sin control fiscal efectivo, utilizando trabajadores nacionales con el cebo de un salario un poquitín más alto que el normal en el agro. A los pequeños productores independientes, las compañías extranjeras, para absorberlos, se niegan a comprarles frutas, como no sea a precios miserables, y esto amarrándolos previamente con contratos leoninos. De esta suerte, los compelen a vender sus haciendas a las compañías, las mismas que las adquieren de barato.

En su reacción contra el producto único, la zona montuvia ha entrado además a incrementar la ganadería y a fomentar la caza de animales bravios, cuyas pieles tienen fácil salida. Por cierto, no hay industria peletera, y las pieles son exportadas como materia prima, preferentemente a Estados Unidos y a Francia (lagartos, iguanas, culebras, tigrillos, sajinos).

Se advierte, en general, una vuelta al agro. El hombre del monte se aferra al terrón. Incluso se percibe ya, sin rasgos nítidos todavía, un inicio de conciencia campesina.

El montuvio declara su adhesión a la zona montuvia que, aun cuando caigamos en lugares comunes, hemos de decir que ha regado con su sudor y está dispuesto a regarla con su sangre. Ya ha comenzado a hacerlo.

Es un grito de amor el que lanza el montuvio, grito el cual, como en ¿Y ahora qué?, de Fallada (el gran escritor hoy lamentablemente hitlerizado), «sube desde la tierra manchada hasta las estrellas»; pero que podrá cambiarse en cualquier momento en clarinada guerrera, levantando ecos terribles en las masas obreras citadinas, listas siempre a ayudar al montuvio.

Pobladores no montuvios del agro litoral

El agro litoral no es patrimonio exclusivo del montuvio, su mayor poblador, sin duda; pero ni siquiera la zona montuvia lo es en absoluto, ya que entre los grandes ríos costeños habitan primitivas organizaciones negras y minúsculas naciones indias, aparte de que los terrenos salados los ocupa la cholería.

El cholo vive en las fajas áridas o casi áridas del filo del océano, de los manglares y de los brazos de mar que se remansan, al internarse, en esteros de aguas bobas.

Su base étnica es añejamente americana. Probablemente pertenece a grupos aborígenes anteriores a la invasión decretada y cumplida por el Incanato, que desbarató y confundió las tribus costeñas (con excepción de las de la isla de la Puna), bajo los reinados de Tupac Yupanqui y Huayna Cápac. Acaso sea resto degenerado de alguna inmigración asiática, venida desde las riberas del mar Amarillo. Sus rasgos faciales —ojos oblicuados, pómulos salientes—, su color, su corta estatura, le prestan semejanza con los chinos de las riberas mencionadas. Parece, por lo demás, que hasta nuestra costa descendieron ramas mayas, o mayoides, en los días prehistóricos. En Manta, puerto manabita, y en la isla de la Puna, se han descubierto rastros de una vieja cultura que no se compararía con el estado elemental de progreso en que fueron encontradas nuestras gentes al arribo de los españoles y, según deducciones, por los mismos incas.

De cualquier modo, el cholo ecuatoriano se diferencia prefundamente del indio de las serranías, y tampoco es un mestizo. Muy aventurado resulta decir que lo es: afirmación puesta en boga por observadores superficiales. Es no conocer al cholo aseverar que tenga sangre blanca o negra apreciablemente.

El cholo ecuatoriano —cuyo índice máximo de populación asciende quizás a 50 000—, convive dentro de economías cerradas, ajustando su régimen social al patriarcado, en lo común. Empero, día a día, como si dijéramos, los vínculos se van aflojando, aun cuando no se rompa la economía tribal. Un escritor guayaquüeño —Demetrio Aguilera Malta—, en su novela titulada Don Goyo (Ed. Cénit, Madrid, 1933), ha descrito dolorosamente este proceso de relajación del sistema.

Tres modalidades se distinguen en la cholería, considerada desde nuestro punto de vista.

Las tribus alejadas de los centros poblados conservan su economía cerrada y la defienden agriamente. Son ariscas y se hurtan a la relación con los «blancos». Subsisten a cargo de la caza y de la pesca, de cultivos mínimos y de la cría de animales domésticos. Conocen el cambio, pero no lo practican. Cuando se les propone comprar algo, o lo regalan o lo niegan, pero no lo venden.

Las tribus menos alejadas de los grandes centros poblados —Guayaquil, por ejemplo—, cortan leña y queman carbón, cazan y pescan, vendiendo los productos de tales labores. Mas (por supuesto, en términos generales), no completan el proceso comprando, sino que atesoran el dinero, o lo congelan convirtiéndolo en alhajas. Eventualmente practican el trueque o movilizan el dinero atesorado, adquiriendo tejidos para la indumentaria.

Por último, las tribus inmediatas a las poblaciones grandes o no, o aquellas que han visto colmarse sus aldeas de extraños, tornándose balnearios de moda, han sufrido un curioso proceso de desintegración. Quebrado el nexo tribal, las familias han recuperado su sustantividad, trocándose en unidades de economía de cambio. Pero, dentro de la familia perdura la indivisión. El sujeto económico no es, pues, el individuo, sino la familia a que éste pertenece, por mucho que respecto de ella resulte cabeza de familia.

La cholería comporta un serio problema agrario. Las comunidades indígenas miran a los «blancos» apropiarse de sus tierras, mediante la compra de acciones de sitio y el tinterillaje del afincamiento, o, más sencillamente, por el despojo de hecho.

Agro montuvio ocupan también los indios cayapas que, en número de 2 000 aproximadamente, pueblan las márgenes del río a que dan su nombre, en la provincia norteña de Esmeraldas. En estado salvaje, no se dejan penetrar por el observador; y se ignora cuáles sean, exactamente, sus condiciones de vida. Cuando el investigador intenta acercárseles, se refunden en las selvas inexploradas, abandonando sus bohíos... Entendemos que esto ocurrió con el caserío de San Miguel. A veces acuden, no obstante, a las aldeas mestizas, movidos por quién sabe qué afán de curiosidad y de aventura. De creerles a los poetas locales, los cayapas serían muy hermosos.

Otros indios —sobre unos 3 000— habitan la jungla virgen de Santo Domingo de los Colorados, en el bajo occidente de la provincia del Pichincha. Los indios colorados están en mayor grado de progreso que los cayapas. Viajan desempeñando su doble oficio. En el campo los llaman «médicos vegetales» o «botánicos», porque en sus potingues emplean preferentemente yerbas. Vale indicar que muchos de ellos se dicen «bolivianos», seguramente sin saber lo que significa la palabra. El montuvio suele también darles este tratamiento. Los colorados combaten certeramente las «fiebres» (fórmulas maláricas), las mordeduras de víboras y ciertos males infantiles. En la histeria no sintomática asimismo operan con éxito. Sobre todo ello se levanta su formidable prestigio terapéutico.

En la ya dicha provincia de Esmeraldas, se cuentan hasta unos 15 000 negros. Me refiero sólo a los de raza pura.

Son descendientes de esclavos traídos por los españoles, unos, y otros, de colonos que, cuando los ingleses activaban sus crecidos intereses en Esmeraldas, vinieron desde las Antillas.

La mayor parte de estos negros está incorporada a la economía nacional. Unos cuantos centenares han tornado al primitivismo, reconstruyendo organizaciones tribales, en un curioso proceso de regresión social.

De éstos se dice que «se han alzado», y se los llama «negros alzados», equiparándolos a los animales domesticados que han desconocido el «imperio del hombre», como reza nuestro Código Civil.

Física del montuvio

Hemos sentado que la zona montuvia es aquella parte de la costa del Ecuador regada por los grandes ríos y sus numerosos tributarios.

El montuvio es, pues, el poblador estable de esa zona, a la cual se liga por su trabajo.

El montuvio es la resultante de una elaboración casi pentasecular, en la cual han intervenido tres razas y sus variedades respectivas.

El fondo es indio, pero no uniforme. En primer lugar, porque en el Ecuador existían diversas nacionalidadas indígenas, cuya diferencia no era sólo la totémica. En segundo lugar, porque el elemento indio no se mezcló en la misma proporción con los otros elementos.

Sin embargo, cabe exponer el aserto de que el fondo étnico del montuvio, es indio.

Y más aún; si buscamos números medios, conjeturaríamos que el montuvio ciento por ciento se ha formado así:


Indio ............60% Negro ............30% Blanco ...........10%


El hombre montuvio rara vez alcanza estatura elevada. Es de mediana talla, más bien bajo. Su cabeza es redonda y pequeña, de cabello lacio o levemente crespo, prieto. Su dentadura es pésima; difícil es hallar un mozo con los dientes completos, sobre todo los delanteros superiores. Es de hombros y tórax anchos hasta que el paludismo, la anquilostomiasis o la tuberculosis, lo encogen y deprimen. De piernas arqueadas, que se cierran sobre el lomo del caballo. Con pies planos de nadador. Con largos brazos y manos gruesas y fuertes, desproporcionadas en relación con el antebrazo.

Su color va del moreno oscuro, casi morado, al amarillo mate. Ello depende de la mayor o menor cantidad de sangre negra que se haya mezclado con la india.

Es regular andador, no obstante sus pies planos. Cumple, sin mayor fatiga aparente, jornadas de camino. Pero, no es tan buen andador como el indio. Sobre todo, no resiste cargas en el viaje.

Es nadador resistente; no hábil. Jamás, como no sea en la infancia, practica la natación como deporte. Es frecuente que los montuvios que habitan el mismo ribazo, se bañen en sus casas, con mates de agua, en lugar de hacerlo en la onda viva. Cuando se bañan en el río, se quedan en la orilla; se dan zambullidas, pero no nadan.

Como jinete, el montuvio es excelente; lo propio que como resero. La equitación sí la practica por distraerse.

Acaso porque sienta una inconfesada solidaridad vital con los animales, que lo ayudan en sus faenas, que lo acompañan, que le proporcionan alimentos, el montuvio es cazador únicamente por necesidad. En la caza utiliza trampas y armas de fuego. Es un tirador pasable, pero no extraordinario.

El machete es su habilidad. Haciendo movible escudo del poncho, juega con el filudo instrumento de un modo maravilloso. Sus riñas se resuelven en duelos a machete.

El montuvio es agilísimo. Trepando árboles, rivaliza con los simios.

La mujer montuvia, de mucho menor estatura que el varón, es de rostro apacible. La excepción es que sus facciones sean agraciadas. Como compensación, su cuerpo —salvo la deformación de las extremidades por los rudos trabajos—, es hasta los quince años, más o menos, de una enhiesta hermosura. Sus senos —chicos y duros—, su vientre hundido y sus caderas altas, la sazonan de un picante atractivo sexual.

Perdida la virginidad, cuya perdida acaece a veces hasta por debajo de los quince años, o meramente pasada esa edad, la mujer montuvia se desposee de sus encantos. Los partos sucesivos concluyen con toda huella de belleza.

Como al hombre montuvio, a las mujeres montuvias el régimen dietético y la labor perenne las libran de la obesidad. Son buenas amas de casa, por mucho que no dominen las artes menores domésticas.

Por lo que atañe a las faenas propiamente campesinas, la mujer montuvia, con las exclusiones lógicas, es tan capaz y tan experta como el hombre montuvio. Resulta admirable contemplarla tomando el puesto del varón: desde ordeñar una vaca hasta sembrar arroz con espeque.

A pesar de las víboras, a pesar de las enfermedades, a pesar de todo, los montuvios son longevos. Hay pocos que lleguen a centenarios, pero abundan los hombres y las mujeres que han rebasado los ochenta años.

El higienista porteño doctor Francisco Cabanilla Cevallos, en una obra reciente, Los grandes problemas sanitarios del litoral ecuatoriano (Guayaquil, 1935), traza el mapa de la patología montuvia. Es una lectura que acobarda. Los males que azotan al campesinado litoral son, según Cabanilla Cevallos, entre otros, los siguientes: Bubónica, en brotes esporádicos; tuberculosis, paludismo, anquilostomiasis, fórmulas disentéricas, mal de Pian (provincias de Manabí y Esmeraldas), lepra (provincia de El Oro), enfermedades venéreas y varias enfermedades infectocontagiosas. Es todo un cuadro terrorífico. Y, felizmente, la fiebre amarilla fue erradicada.

Como esos viejos árboles del agro que, heridos de hacha, rebrotan y se resisten a morir, la gente montuvia, soportando males tremendos, se agarra a la vida, como los matapalos se agarran al subsuelo, con raíces profundas y tenaces.

La vida montuvia

Régimen familiar.—La familia montuvia gira en torno de la madre, antes que del padre, en lo afectivo; pero, en el respeto social, se centra hacia el padre. El impulso a la madre es netamente sentimental, espontáneo; el impulso al padre es provocado por el reconocimiento tácito de la superioridad de este, primeramente material (baqueanismo, es decir, sabiduría del campo), y más tarde, moral (experiencia traducida en consejo, ciencia antigua, gerontolatría).

La familia montuvia constituye una entidad prieta, aislada o casi aislada, que sigue sus propios destinos, sin vincularlos a los de los otros grupos familiares, y que, normalmente, se representa por el progenitor masculino más viejo, casi nunca por los colaterales.

La monogamia y la monoviria son características. Sin embargo, el ayuntamiento marital estable se ejerce casi siempre fuera de la institución civil del matrimonio. En el pasado siglo, o sea cuando el matrimonio era una institución de derecho eclesiástico reconocida por el Estado, la religiosidad acrecía el porcentaje de uniones sacramentadas y desterraba la simple convivencia, considerada como un pecado. La actual exigencia legal que da antelación imprescindible al contrato civil, sin el cual no puede efectuarse, bajo severas sanciones (prisión y multa para el sacerdote), el matrimonio religioso, ha traído como consecuencia un aumento del porcentaje de amancebamientos. En las aldeas, este fenómeno no es tan visible como en el agro remoto. Gran influencia tiene, por cierto, en la disminución aludida, la explotación de los tenientes políticos rurales, que exactan cuanto pueden a quienes pretenden casarse.

No obstante ello, o quizá por lo mismo, las uniones son más duraderas; y, originándose en la atracción sexual amorosa, se van llenando de contenido económico (mutua conveniencia, ayuda mutua, preindivisión de bienes) a lo largo de la vida, y no terminan sino con esta.

La monoviria a que me he referido, es una constante de la mujer montuvia. La prostitución es rarísima y se produce en virtud de determinantes individuales, no sociales. Casi siempre se manifiesta con escándalo. La prostituta montuvia, cuando lo es de veras, se enorgullece de serlo y recaba una posición de machismo tenoriesco: ella es quien elige. Pero, la mujer montuvia, cuando está en el agro, no busca salidero a su mala situación económica en la prostitución. Sacada de su ambiente, en las ciudades, sí busca ese salidero. Acude a la prostitución como a una cura de hambre: los burdeles citadinos costeños, en especial los de Guayaquil, consumen mucha carne montuvia, reclutada máximamente entre domésticas traídas desde las haciendas por sus patrones, prostituidas por estos y abandonadas después.

La monogamia no es una constante. Se fija al elaborarse plenamente la virilidad —hacia los veinticinco años—, y con el afianzamiento del hogar. Hasta entonces, el joven montuvio es, siquiera en la intención, polígamo.

(Quede claro que estas conclusiones, como las demás de este ensayo, son deducidas de altos números y no excluyen la posibilidad de excepciones.)

El nexo con el hijo es sólido y estrechísimo. El hijo parásito acaba a los siete años. Desde tal edad (y a veces, antes), entra a colaborar en la economía de la familia con el aporte de su esfuerzo.

Aun cuando no perverso, el montuvio es eminentemente sexual. No concibe el mito de la virginidad. Para él no es tabú el incesto.

Frente a su mujer adúltera, el marido montuvio se siente, más que en su amor, ofendido en su dignidad de macho; reaccionando su venganza preferentemente contra el amante, en quien tratará de castigar la burla de que éste lo ha hecho víctima. No es infrecuente que perdone a la mujer o que, separado de ella, permanezca después indiferente; siempre, por supuesto, que haya logrado la venganza que persiguiera.


Impulsiones artísticas.—El montuvio ignora el dibujo. Simplemente, lo desconoce. Apuntaremos a este respecto una observación: En las aldeas con población escolar activa, las paredes de las casas y las cercas de los solares permanecen, por lo regular, limpias. Al contrario de lo que ocurre con el niño mestizo de las ciudades, el niño montuvio no siente el deseo de graficar sus ideas. No lo sentirá jamás. Y se notan a faltar esos monos infantiles en los que se extravierte un elemental sentido humorístico. Causa una extraña impresión este niño campesino que no mancha las murallas...

Excepcionalmente se cultivan las artes plásticas, conectadas a industrias manuales. Sólo de un modo muy excepcional se las emplea suntuariamente, para el embellecimiento de los hogares. En Samborondón y aledaños, el labrado del barro es una manufactura típica. En los agros tagüeros manabitas tallan el marfil vegetal, y así se manufacturan sortijas y objetos de adorno personal. En el tejido de la paja toquilla descúbrense también expresiones artísticas.

En las vecindades de las selvas, donde abunda el bejuco Platzaert —o plazarte—, los nudos de los bejucos son esculpidos a navaja admirablemente. En estos puños hay maravillas: monos, caballos, etc., teñidos o barnizados después.

La inspiración musical del montuvio es rudimentaria, y la originalidad de la música llamada montuvia resulta muy discutible.

Empero, ha superado el compás binario y más bien se lanza instintivamente al de tres por cuatro. Por ello, el pasillo montuvio recuerda el pasillo colombiano antes que al de la sierra del Ecuador. Es como un ligero valse, donde se introducen, un poco arbitrariamente, largos calderones.

El amorfino, más interesante por la letra que por el

acompañamiento, es casi todo en dos por dos.

En nuestro campo suelen escucharse viejas canciones

cubanas y yucatecas, a las que se guarda particular afición.

De la música moderna, lo que mejor ha captado el hombre de nuestro agro es el tango argentino, el mismo que canta y glosa como valse lento.

En general, el montuvio transporta toda música exótica al compás de tres por cuatro más o menos acelerado, si no le es posible convertirla en una suerte de danza.

El montuvio es corriente y, con frecuencia, extraordinario tocador de guitarra.

Cuanto a la poesía, emplea espontáneamente el metro castellano de a ocho, o sea el metro de romance, pero con rima perfecta, casi siempre en agudos o graves fáciles, y sin cuidar del isocronismo de los versos rimados.

Esta poesía, que explota temas pasionales, como el amor, el odio, etc., se hace para ser cantada; y se liga como letra al amorfino.

El amorfino, más ensalzado que estudiado, es el contrapunto, o dicho, o cambio de decires, de otros pueblos de America, y remonta su origen a la época colonial.

Al lector interesado en un conocimiento mayor de la poesía montuvia, habrá que remitirlo a las obras de Chávez Franco, cronista oficial de Guayaquil, y, sin duda, el mejor informado sobre la materia.

En la narrativa es donde la impulsión artística del montuvio alcanza expresiones insignes. Su innata tendencia mítica, que señalamos adelante, halla aquí cauce amplio.

En las bellas noches tropicales, reunidos en la cocina alrededor del fogón donde hierve el agua para el café puro, los montuvios cuentan las «penaciones» y los «ejemplos». Poe no habría desdeñado aprovechar los argumentos de las unas; y, Vorágine habría aplicado los otros a alguno de los santos de su Leyenda Dorada.

Las hazañas de los montoneros, de los ladrones de ganado, de los cazadores de lagartos, de los cortadores de madera en los bosques vírgenes, son referidas en tono heroico, complicadas de múltiples episodios y salpicadas de preciosas descripciones.

El relatista ecuatoriano tiene en estas narraciones una mina rica e inexplotada.


Determinantes criminales.—El Prof. García Moreno (José Miguel), que ha dedicado preferente atención al estudio de la criminalidad montuvia, en El problema penal en el Ecuador (Universidad de Guayaquil, 1933), dice: «Los hijos de los campos del litorial son eminentemente hipotenizables por el alcohol, demostrando la estrecha relación entre el apetito sexual y el ansia roja del sabor de sangre».

En sus ponencias en la comisión que actualmente (1936) estudia la reforma del sistema punitivo y carcelario ecuatoriano, el propio Prof. García Moreno plantea la afirmación de que nuestros montuvios alientan un «sentido de justicia expiatoria, casi vengativa».

En los términos últimos se enfoca la cuestión.

Los determinantes de la criminalidad del montuvio arrancan de su sentido de justicia, muy semejante al que informa la vendetta de la Italia meridional: aun aquellos determinantes que parecen arrancar de otros sentimientos, como el que mueve al robo de ganado, por ejemplo. Es corriente que el abigeo escoja sus víctimas con cierto criterio selectivo de castigo; buscará perjudicar a los hacendados mayormente explotadores de la peonada: incluso robándole ganado procurará punir los desafueros del gamonal. En mi vida profesional he constatado casos no infrecuentes de este tipo de cuatrerismo, que confirman la aserción de García Moreno.

Así, el montuvio se aproxima sentimentalmente y hasta llega a cometer lo que en lenguaje abogadil suele decirse «crimen social»; esto es, rebeliones a mano armada contra la policía que apoya al terrateniente, incendio de hórreos y sementeras, daño de las maquinarias piladoras de granos, etc.

Los brotes esporádicos de esta clase de criminalidad han sido achacados al comunismo, reputándolos consecuencia de su propaganda campesina. Esto no es verdad de ningún modo. Los lugares montuvios de influencia comunista son muy limitados y pueden reducirse a Milagro y Ñauza; y precisamente ahí —ignoro si obedeciendo directivas del P. C.—, la lucha adopta sólo fórmulas negativas: reclamación legalista, boycot, huelga, etc.

El alcohol y el ansia sexual, normalmente aliados, exacerbada ésta por aquel, son los principales determinantes ocasionales de la criminalidad montuvia y los que originan nuestra «crónica policial que siempre abunda, pintando secuestros, agresiones, violaciones, estupros», como en alguna parte anota Luis Alberto Sánchez.


Tendencias míticas.—Teóricamente,- la religión montuvia es la católica. Realmente, es un sartal de supersticiones, atadas bajo el rubro del cristianismo. En cierto sentido, por lo demás, como repetiremos más adelante, el montuvio es panteísta.

La población eclesiástica del agro litoral, es reducidísima; Parroquias y parroquias, próximas en el mapa, en verdad a insalvables distancias por la dificultad de las comunicaciones, se agrupan bajo un solo pastor o cura de almas, que no se alcanza para tamaña feligresía. La falta de un adoctrinamiento permanente hace que el montuvio extravie las prácticas católicas y, parcialmente, regrese a prácticas ancestrales indias, o negras, conservadas quien sabe cómo por los brujos y jorguineros paisanos.

La tendencia mítica de nuestro campesino, sobre ser fuerte, es irrefrenable. De ahí su panteísmo. De ahí su constante fabricación del héroe.

Su panteísmo se manifiesta en la creencia generalizada de la existencia de poderes protectores, ubicados en objetos de lo más singulares y hasta ridículos: la piedra imán, la pezuña de la danta (uña de la gran bestia), etc. Como derivación de ese panteísmo, en los relatos montuvios los animales hablan, lo propio que las plantas y las cosas todas; sus impalpables presencias influyen en los destinos humanos, modificándolos favorable o desfavorablemente, según su condición de buenos o malos poderes. Es inexplicable por qué, en estas circunstancias, el fatalismo no haya hecho presa del montuvio en el grado en que hubiera sido de esperar.

La fabricación de héroes es, como digo, constante. Este mecanismo no para su funcionamiento.

En el agro montuvio, las figuras históricas del general Alfaro, del general Montero, del general Serrano (especialmente en El Oro), del coronel Concha y del negro Lastra (especialmente en Esmeraldas) y, todavía, la del general Buen, no se mantienen en sus líneas reales, sino que han trascendido a un plano nebuloso, casi homérico, donde viven una vida que puede compararse —en ubicación— a la de los semidioses de la mitología clásica.

Yo he asistido al inicio de formación de un mito, y he relatado eso en un cuento: «El santo nuevo» (Revista Claridad, Buenos Aires, 1933). Cierto viejo montuvio, tocado quizá sólo mediatamente por la propaganda comunista, tenía en la repisa de los santos una foto de Lenin, que participaba de la velación diaria. Por supuesto, yo exageré literariamente el color del asunto; pero, a mi entender, si el P. C. no toma cuidado, bien puede resultar que fomente la aparición de un nuevo taumaturgo de la devoción montuvia: San Lenin, patrón de los oprimidos...

El montuvio y la literatura

Ya que se ha engranado en la exposición, abordaremos de una vez la cuestión literaria en relación con el montuvio.

Hasta cuatro épocas descubrimos en la literatura costeña del Ecuador referida al montuvio y su campo.

Las analizaremos en la escasa medida que es factible dentro de los límites de este ensayo.


Primera época.—Abarca toda la extensión de nuestra historia literaria hasta final el siglo XIX, y aún se prolonga hasta bien entrado el siglo XX.

En la literatura de esta época el montuvio es sólo un nombre... cuando se le da siquiera el suyo propio. Pues, juzgándose acaso poco elegante o armoniosa la palabra «montuvio», se le dice únicamente «campesino» y, a veces, hasta de otros modos más bonitos. A los poetas de esa hora debe haberles parecido incluso de difícil rima la palabra, ya que, para mal de ellos, el montuvio no es jamás de pelo rubio, y han de haberse hartado de la rima perfecta de «efluvio», muy usada, por supuesto, como se constata de las obras poéticas de entonces. Esta tragedia de versificación los conduciría a denominarlo especialmente «campesino», pues sabido es que los poetas son capaces de todo.

Por mucho que la literatura de la época que comentamos, no osó atribuir cabello sajón al montuvio, se permitió con él otras «licencias». En verdad, el montuvio fue tan sólo un pretexto para el desahogo de incontenidas urgencias líricas. Se ve, en esa literatura adventicia, a nuestro hombre del agro, poseído de un espíritu Watteau, dialogando con Galateas y Philis de importación. Es plena poesía pastoril en su más empalagosa manifestación.

¿Para qué recalcar que en nuestro campo el oficio mismo de pastor es desconocido?

Aparte de que no es de exclusivo lo pastoril: también la poesía caballeresca lo agarró por su cuenta.

Y, más tarde, es el romanticismo quien se lo apropia.

En este trance, contemplamos al montuvio navegando en su canoa (que el poeta dirá «góndola» o, cuando más criollamente, «piragua») por los «plácidos» ríos litorales, a la luz de una luna acomodaticia, endilgándole a su amada esquiva floridas endechas donde se tratará filosóficamente de la tristeza de la vida, de la ceguedad del destino incontrastable, etc., etc.

Ello fue no sólo risible, sino también doloroso.


Segunda época.—Empieza por ahí cerca de 1910 y se potencia sobre todo el segundo decenio del siglo actual.

El montuvio se convierte en un tipo humorístico. Algo como el personaje baturro de Eusebio Blasco; no lo mismo. Se exprimen sus capacidades de ridículo. Su modo de expresarse, sus costumbres, sus supersticiones: todo se explota en el sentido indicado.

La figura intelectual más alta de esta modalidad literaria con base montuvia, fue José Antonio Campos, acaso el creador mismo de la modalidad entre nosotros y su valor más puro, sin vacilaciones. Pero, Campos es una cosa, y los que lo imitaron, sin poseer sus condiciones de escritor mayor, son otra cosa.

Campos conoce al montuvio. Sus imitadores no lo conocen. Lo adivinan. Lo forjan a su arbitrio, como les da la gana.

Esto es lo primero.

Lo segundo es que Campos ama al montuvio. Sus imitadores lo desprecian y se burlan de su modesto héroe rural, parangonándolo con los «blancos» guayaquileños.

Lo demás, muy principal, es que la literatura de Campos tiene una intención de que carece la de sus seguidores. Una intención sentimental, pero una intención, al fin y al cabo. Campos suplica justicia para el montuvio. No la exige a grito herido, como debiera ser.


Tercera época.—Se inicia alrededor de 1920 y cabe decir que todavía transcurre, si bien se advierte ya la aparición de una nueva etapa, con propias características que la diferencian de la de hoy.

Algunos escritores del denominado «Grupo de Guayaquil» señalan, hasta ahora, la tercera época.

En su literatura, el montuvio es elemento humano, nada más; pero lo es absolutamente.

De la presentación veraz, en ocasiones hasta fotográfica, de la realidad montuvia por los escritores de Guayaquil, deviene una literatura de protesta y de denuncia, francamente tendenciosa, que adjetivamente se enruta al planteamiento de las reivindicaciones campesinas, y aún lucha por ellas en el grado en que vale hacerlo en un país donde quienes leen son, en su mayor parte, aquellos que no necesitan saber literariamente, esto es, por vía literaria, lo que saben ya por vías más obvias. Y por demás es decir que el propio interesado, el montuvio, tampoco lee...

«La realidad, pero toda la realidad.» Es el lema tácito de esta época.

Mas, como la realidad montuvia es tremenda, espantosa, la literatura que la muestra resulta áspera, revulsiva; y ello va de ganancia, siquiera.


Cuarta época.—Empero, esta literatura, a pesar de su sinceridad y de su indiscutible trascendencia, no satisface a quienes quieren ver la literatura «al servicio de...». El afán de convertirla en instrumento político hace que se busque para ella una nueva modalidad, y es la que se anuncia como preparadora de una nueva época.

Esta se caracterizará, a lo que déjase prever, por la sublimación del montuvio, a quien se le conferirá un trascendentalismo de acción que, si el hombre de nuestro agro leyera, le serviría de paladión al cual acomodaría su existencia, ora en lo individual, ora en lo colectivo.

Literatura recia, innegablemente, pero falsa. Literatura que adelantará acontecimientos; que pondrá en presente el futuro necesario; que teóricamente anexará, a la revolución en marcha, a nuestro pausado campesino. Literatura de ejército en campaña, que acaso florezca en genios. Todo eso será la literatura de la época que amanece. Mas, con todo eso —dado, insisto, que el montuvio es analfabeto—, no alcanzará el valor efectivo de colaboración en la lucha, que tiene la literatura actual de protesta y de denuncia.


Explotación literaria y, generalmente, artística del montuvio.—Saúl T. Mora, un joven y agrio escritor del Azuay despertado, cuando advirtió que los escritores de esa provincia interandina empezaban a trabajar sobre el indio, dijo que a nuestro sufrido aborigen ecuatoriano le había salido otro explotador. Ya cargaba sobre sus lomos afligidos al gamonal, al cura, al teniente político, al abogado; ahora debía el indio soportar también al literato.

Algo de la laya acaece con el montuvio. Cualquier escritorzuelo refugia su ignorancia de la gramática, haciendo hablar a nuestro campesino en la manera como el propio mojaplumas no sabe hablar el castellano. Construye y conjuga como lo hacen los niños de cuatro años; sustituye eres por eles, o viceversa; mienta las vacas, los caballos, la «jembra» y, sobre todo, el matapalo, insigne árbol montuvio; —y ya está—. Si tal literatura se quedara en solitaria distracción, sería inofensiva; pero, lo dañoso consiste en que se publica.

La explotación no reviste esta forma exclusiva. Toma otras.

Guayaquil —la capital montuvia— ha establecido fiestas anuales a las que ha bautizado de fiestas montuvias. Desde el agro se trae a la soga unos cuantos hombres palúdicos, vestidos caricaturescamente como gauchos, como rotos, como pelados, como se le antoja al patrón remitente, y se los exhibe al público ludibrio en cualquier escenario de teatro. Se busca una muchacha guapa y se la elige para Madrina, haciéndola presidir el irritante espectáculo.

Por supuesto, en las tales fiestas se percibe una no declarada intención fascistizante, por ventura ya denunciada.

Las artes en general, cuál más, cuál menos, explotan al montuvio. Para éste puede ampliarse la frase de Mora sobre el indio ecuatoriano.

El montuvio y la política

Las intervenciones del montuvio en la política, siempre como materia, jamás como sujeto, son clásicamente dos: como elector cuotado o como montonero.

La segunda, aparentemente superada, revestía cierta carácter heroico.

La primera, en vigencia cabal, es con frecuencia ignorada por el mismo afectado.


La montonera.—La montonera se origina en la explotación de la tendencia mítica del montuvio.

Creado el héroe —militar, por lo corriente—, cualquier gamonal, o individuo que aspira a serlo, decide «levantarse». Reúne bajo su mando gente voluntaria, que nunca falta, o su propia peonada; se acoge al nombre del héroe como a una bandera, y se lanza a combatir a las fuerzas regulares en guerra de guerrillas. Si triunfa el pretendiente en todo el país y se trepa al sillón quiteño, el cabecilla de montonera ocupará una situación privilegiada, mientras que sus hombres supérstites regresarán a las casas abandonadas a referir sus hechos de armas; si pasa al revés, regresarán los sobrevivientes acompañados de su glorioso jefe, se internarán en las selvas y se dedicarán al vandalaje. La montonera derivará hacia la cuadrilla de ladrones.


El montuvio sufragante.—Esta intervención no se traduce comúnmente en hecho alguno, como no sea en la inscripción anterior en los registros electorales, efectuada a presión o sin saberla el pseudo inscripto.

Llegado el día de las elecciones, el teniente político «considera» a los inscriptos como votantes que ejercieron el derecho y deber sagrado del sufragio.

En ocasiones, cuando hay «oposición», los montuvios que sirven como peones en las haciendas, son enviados al pueblo a batirse con los peones de otras haciendas. De estos combates quedan muertos y heridos, pero no importa cuál peonada triunfó. Triunfará siempre la voluntad de la mesa electoral, que preside el teniente político, en acuerdo con los hacendados «que están con el gobierno» y contra los hacendados «que militan en la oposición».


Gestiones socialistas y comunistas.—El partido socialista y el comunista han iniciado gestiones relativas a producir la presencia consciente del montuvio en la cuestión política nacional.

En este sentido más ha hecho el P. C. que el P. S., por desgracia tan dividido entre nosotros; y algo se va consiguiendo.

Pero socialismo y comunismo tropiezan con la dificultad de la falta de recursos económicos para una propaganda efectiva, por una parte; y, por otra, con la idiosincrasia misma del campesino. El jornalero admite el socialismo y el comunismo. Tan pronto se convierte en pequeño propietario terrícola, por minúscula que sea su parcela, se engarfia en ella y reniega de todo.

En cierto modo, el viejo espíritu del kulak ruso revive en nuestro montuvio.

La vida económica montuvia

Son casi 300 000 seres humanos desparramados en el agro mojado: la décima parte de la población probable del Ecuador, cuyo mayor número es indio y habita en el hinterland andino.

Consideremos cómo viven económicamente esos millares de hombres.

La zona montuvia es latifundista en grado eminente. No es desconocida la pequeña propiedad; pero, sumados los minifundios no alcanzarán al 20% de la tierra laborable. Otro 20% será baldío. El 60% lo acaparan las grandes haciendas. Aparte de que a éstas se agregan de hecho, ya que no de derecho, los terrenos del Estado que colindan con los latifundios o se hallan dentro de los linderos de éstos.

Un error muy común de visión apresurada, no rectificada por el análisis, hace que se diga a la ligera que la propiedad montuvia está muy dividida y que el latifundio es la excepción, cuya desaparición se reputa próxima. Se cita a propósito el cantón Yaguachi, de la provincia de Guayas.

¡Lamentable optimismo!

Todo es relativo. Demos un ejemplo. Supongamos un cantón con 5 000 hectáreas de tierra vegetal, aparente para el cultivo ventajoso. En tal cantón hay 1 004 propietarios: la propiedad está, pues, dividida. Necesariamente habrá la pequeña propiedad. Y la hay. Es indudable. Pero fijémonos en el reparto de la tierra: 4 terratenientes poseerán las 4 000 hectáreas, y los 1 000 restantes poseerán las demás. Habrá fincas de media hectárea y aún de menos. ¡Pequeña propiedad! ¡División de la propiedad! ¡Desintegración del latifundio!

Apartándonos del ejemplo, aludiremos nuevamente al cantón Yaguachi.

A las orillas del río que da nombre al cantón, se cuentan por decenas los predios minúsculos, en verdad; pero, tierra adentro, hacia Suscal, las haciendas ignoran sus enormes límites que involucran tierras nacionales.

De otro lado, no es cierto que el latifundio se encuentre en período de desintegración. Todo lo contrario. Antes bien, está en período formativo, lo que es peor aún; y el latifundio ya existente se ha fortalecido, si fue cierto que había empezado a desintegrarse.

La venida al país de compañías fruteras extranjeras, a las que nos referimos al principio de este ensayo, ha determinado el proceso de estabilización de los latifundios montuvios y la integración de otros nuevos. Tales compañías adquirieron extensas haciendas que las enfermedades del cacao habían desvalorizado y cuyo loteamiento era ya inevitable, y las han salvado en cuanto latifundios, revalorizándolas con sembradíos de bananos, etcétera. Las compañías adquirieron también «juegos» de pequeñas haciendas vecinas unas de otras; y aun cuando aparentemente las conservan independientes, para mejor apreciar administrativamente su rendimiento y producción distintos, son, en manos de un solo dueño, latifundios recién creados.

Lo poderoso de las compañías propietarias y la naturaleza de sus negocios, no hacen prever como muy próxima la desaparición de tales latifundios.

Los latifundios tradicionales que pertenecieron a las grandes familias coloniales costeñas, se desintegraron total o parcialmente con la pérdida del cacao. Mas, la instalación de frutaledas ha tonificado a los que no fueron loteados.

A costa de los sitios comuneros, cuyas acciones no están ya en manos de los indígenas, sino de capitalistas citadinos, se ha formado recientemente alguno que otro latifundio.

En Manabí, especialmente en los aledaños de Tosagua y Portoviejo, los plantadores de algodón están fomentando la creación de latifundios. Igual sucede con los madereros de Esmeraldas.

El Estado trata de impedir la formación de latifundios a costa de los terrenos baldíos y marca en la ley un máximun de 200 hectáreas para cada denunciante. Sin embargo, esta ley defensiva es burlada mediante la utilización de denunciantes complacientes que se prestan a servir los intereses de determinado capitalista, cuya será la real apropiación de lo denunciado. Esto, cuando no se ocupa de hecho el terreno baldío en la extensión que se desea y sin ninguna formalidad.

El daño que causa a una agricultura el latifundismo es tan sabido que juzgamos inoportuno insistir sobre ello.

Para mayor claridad de la exposición, observaremos separadamente al montuvio trabajando en su pequeña propiedad o, en general, independiente, y al montuvio trabajando por cuenta de un patrono.


El montuvio pequeño propietario, así como lo sea, cierra de inmediato su economía y la constituye a tipo familiar, en régimen de proindivisión de bienes patrimoniales y socialización, dentro del círculo de sangre y afinidad, de los medios de producción. No habrá reparto de los frutos, pero se permitirá que cada miembro de la economía tome para sí, como bienes de uso, lo que estime necesario. Aparentemente se dejará facultad discrecional en la medida de esta apropiación individual; en verdad, la supuesta libertad se conformará a la justa necesidad de lo apropiado y tendrá como límite máximo el perjuicio que ocasione al derecho de aprovechamiento por los demás miembros, contando con que no se derive lesión para la economía familiar misma. Tácitamente se reconocerá la exclusividad de los bienes de uso, aunque estos hayan sido restados del acervo común.

Como por la legislación ecuatoriana vigente (abril de 1936), la familia no es una entidad de derecho capaz de adquirir y representarse, la familia montuvia ha de ser representada, en las adquisiciones que haga, por su jefe (véase más atrás). Del mismo modo contrata con empresarios trabajos a destajo (corte de madera, quema de carbón, etcétera), que realizará colectivamente, sin que el empresario tenga más relación que con el jefe de la familia.

La industria doméstica y la industria doméstica con intervención de empresario, no son desconocidas; mas, por las condiciones mismas de las labores campesinas, sólo eventualmente se practican.

El artesano ambulante no es infrecuente en nuestro agro; pero, el artesano propiamente dicho, recluido casi siempre en las aldeas, no es casi nunca montuvio.

Volviendo a la familia, debe consignarse que, en alguna manera, recuerda a la romana. Esto parecerá inusitado a primera vista. Sin embargo, la institución de la clientela se muestra bajo formas modernas en ella; sobre todo en aquellas familias cuya propiedad territorial, sin llegar a ser latifundio, no es ya minifundio. Además, las entradas y salidas de la familia, en tanto en cuanto ésta es de economía cerrada, se efectúan en modo que, sin el carácter religioso, por cierto, sino con el económico, no es otro que el modo latino: la hija que se casa (o «compromete») sale de su antigua familia, mientras que el hijo que se casa (o «compromete») incorpora a su mujer a su economía familiar. Esto es lo corriente.

Las nuevas familias se organizan, de manera adventicia, por la separación de parejas. Lo común es que no se formen nuevas. Hay familias montuvias que reclutan (en ocasiones hasta en la misma casa o, por lo menos, en el mismo caserío) hasta cuatro generaciones de parientes por sangre o afinidad legítima o ilegítima.

Muerto el cabeza de familia, la heredad no se fracciona necesariamente. Reemplazada la jefatura por el sistema de que se ha hablado atrás, la heredad se mantiene intacta. Casos se dan en que por medio siglo se ha mantenido así.

Las leyes tributarias impiden hoy esta perduración, desde que obligan los inventarios para la fijación de la cuota del impuesto; inventarios que acarrean gastos ingentes que gravan a la sucesión, la cual, para respaldarlos, habrá de parcelar bienes relictos y venderlos.

No obstante, la heredad conserva su tendencia a completarse de nuevo, mediante la readquisición de lo enajenado o de la reunión, por compras sucesivas, de los derechos y acciones hereditarios, especialmente los de las mujeres herederas.

Esto afecta la continuidad unitaria de la familia.


En las haciendas mayores existe el llamado «viviente» que, casi siempre, se convierte, temporalmente, en aparcero; no siéndolo jamás en permanencia, pues, cuando sus sembradíos son estables, su contrato con el dueño del suelo toma la figura jurídica del arrendamiento de inmuebles, si es que no derivó hacia el contrato de sembradura liso y llano.

Tanto la aparcería como el arrendamiento (y como, en su caso, la sembraduría de que se tratará más adelante), se refieren a terrenos de la hacienda fuera de los que constituyen la «finca» del viviente; porque respecto de estos últimos, la contraprestación al hacendado se hace como expresaremos.

El viviente ocupa una pequeña extensión de tierra laborable, predeterminada, aislada con cercas del resto de la hacienda, y a cuya extensión se le dice «finca» o «posesión».

En el área de la finca levanta el viviente su morada y sus plantíos, de cuyos frutos aprovecha íntegramente en la época actual: antes, fuera del diezmo para la Iglesia, daba doble o triple diezmo al hacendado.

Así, a la sazón, la contraprestación del viviente se hace en servicio de vigilancia de la hacienda y en la obligación de trabajar él y sus familiares, cuando el patrón lo requiere, a salario por bajo del común. Además, está obligado a prestar a la hacienda sus animales de carga o silla y a realizar una complicada serie de otras menudas contraprestaciones.

Con esto y todo, la dicha institución —traducción contemporánea de una acerba institución feudal—, es benévola... hasta cierto punto.

En la gran hacienda el viviente es imprescindible. Él lo comprende y saca de ello ventaja.

Cuando el gamonal pretende adquirir por prescripción el dominio de algunas tierras, utiliza al viviente para que posea por él y a su nombre. El viviente, que se da cuenta de su papel, hace valer su desempeño.

La existencia del viviente se inclina a volverse pequeño propietario. Esta es su ambición, y al cumplimiento de ella sacrificará cuanto le sea posible. No es raro que lo consiga. Pero necesita del apoyo del patrón.

Por eso, siempre se pone de su lado contra el peón, y el patrón encuentra en él su mejor aliado.

Entre el peón explotado y el gamonal explotador, el viviente conserva una posición de clase media, dispuesta a unir sus intereses reales o presuntos con la clase dominante.

Hasta feliz sería el finquero en su forma económica de vida, si el hacendado no le cobrara caro los beneficios que le propicia.

Ente los vivientes se dan las más guapas muchachas montuvias. El gamonal ejerce sobre éstas, de preferencia, el derecho de pernada.

Como se ve, el precio se paga con sangre.


Una variante de la institución económica montuvia antes esbozada, es la del «sembrador».

El sembrador era una característica de las haciendas cacaoteras o cafeteras; pues, en las de ganadería, el entable de mangas y potreros se hacía a jornal o destajo, y sólo muy rara vez con intervención de tal sembrador típico.

En los últimos años, encontramos también a éste en las haciendas fruteras (bananos, naranjas, pinas, etc.), máximamente en aquellos predios que pertenecen a nacionales que venden frutas a las compañías exportadoras, y en muy escaso número en los de éstas; ya que, antes bien, las dichas compañías han tratado de eliminar al sembrador, desalojándolo de hecho o «redimiendo» sus sembradíos, esto es, indemnizándolo.

Aparte de que, en lo formal, puede ser y es solemne o tácito, se distinguen dos modalidades en el «contrato de sembradura», el cual establece la condición del sembrador en el fundo.

Ocurre que, en ocasiones, el viviente —perdiendo o no su situación de tal—, deviene sembrador. Con capital propio y trabajo personal y de los suyos, previa anuencia del dueño del terreno, hace su plantación. En otras ocasiones, no se trata de un viviente, sino de un extraño; por lo general, un viviente desahuciado de alguna hacienda cercana o algún pequeño propietario pauperizado.

Ésta es una modalidad.

La segunda modalidad se asemeja a una suerte de comandita simple.

Es entonces el patrón quien adelanta, bajo forma de préstamo sin interés, el dinero necesario al sembrador para la plantación; reconociendo, como en el caso anterior, el dominio del sembradío a quien lo hizo y reservándose el derecho de redención.

La redención se opera a largo plazo y a bajo precio de mateaje, convenidos con antelación.

El sembrador se beneficia del plazo, con las sucesivas cosechaduras; y el patrón, del precio, calculado en centavos.

Aunque en final balance, sobre todo cuando no aporta dinero a la plantación, es el hacendado quien más se aprovecha, no deja de tener este contrato ciertas ventajas para el sembrador, el mismo que vende los frutos libremente durante el transcurso del plazo, a menudo prorrogado, hasta la redención.

Pero, lo expuesto es, más que nada, en la teoría. En la práctica, al contrato principal se agregan prestaciones y contraprestaciones de extracción consuetudinaria que llegan a alterar fundamentalmente la naturaleza de aquél; y ello, sin considerar ciertas condiciones contractuales que inciden las ventajas aparentes. Por ejemplo, la venta obligatoria de los productos al dueño del terreno, quien así fija ad libitum el precio, etcétera.

No obstante, la situación del sembrador, si bien inferior a la del viviente, es muy superior a la del peón, verdadero paria, social y económicamente hablando, esto es, como casta y como clase.

Cuando no es al propio tiempo viviente, el sembrador se aproxima más al peón, con quien simpatiza y al cual se siente más prietamente ligado.


La situación del peón o jornalero, vale calificarla de horrorosa.

Con él la «apropiación contractual de la plusvalía», de que habla Ruhland, se opera en condiciones usurarias... cuando es contractual.

El sembrador puede habitar y a veces habita fuera de la hacienda: el peón, como el viviente, habita dentro de sus términos; pero, a diferencia de éste, la casa que ocupa casi nunca es suya, y carece de derecho a sembrar la tierra ni en el más corto espacio, y peor, a cercarla.

Es verdad que en la legislación ecuatoriana se ha abolido el concertaje; mas, pese a todo, se conserva, ora bajo hábiles disfraces (deudas regularmente actualizadas, anticipos de supuestos destajos, capital para sembradíos, etcétera); ora con cínico descaro e irritante burla en los campos alejados de las sedes de autoridades superiores, o sea, en la mayor extensión del agro montuvio.

Constituyendo como constituye violación del derecho escrito, el concertaje, desenmascarado o no, cuando se lo alude pretéxtase que no cabe generalizar acerca de él, y que, en la medida de lo posible, el Estado ecuatoriano ha procurado su erradicación, como la del delito, v. gr.: siendo, por ende, el Estado tan irresponsable de la perduración ilegal de aquél como lo es en la ilegal aparición del último.

Harto sabido queda que la asendereada inculpabilidad no es efectiva, y que al Estado, como propiciador, sostenedor y representante del sistema económico social vigente, le cumple tal responsabilidad en el grado en que lo injusto y lo defectuoso de la organización que él respalda, permiten la supervivencia del concertaje, en su caso, y la continuidad y aumento del delito, en el suyo, ateniéndonos al ejemplo planteado.

Empero, insistir sobre el particular sería colocar la cuestión en un plano donde, de hecho y por anticipado, se reconocería la incapacidad de resolverla fuera de la revolución social y lo anodino de las gestiones tendientes a su alivio y a evitar su agudización.

Contentémonos, pues, con señalar la existencia del concertaje, y pasemos a observar cómo el libérrimo ciudadano montuvio ecuatoriano se desenvuelve en el contrato líbre de trabajo, bajo el santo régimen de la libertad económica...

Sucede que, en ocasiones, el jornalero acuerda sin precisión ninguna las condiciones del trabajo... En ciertas ocasiones, por supuesto... Pero, veámoslo, aun en estos trances de excepción.

La jornada —dividida en dos medias jornadas, por el intervalo del almuerzo, al que no sigue descanso alguno, como no se reputen tal los minutos dedicados a la nueva preparación de las herramientas—, excede a las ocho horas; y se realiza en las más penosas circunstancias, debidas, en gran parte, a lo desfavorable del medio natural, no remediado o propiciado por el patrón.

No se quiere con esto imputar al patrón la inclemencia de la Naturaleza montuvia; pero, sí se quiere hacerle recaer la culpa de su falta de condicionamiento de medidas que mejoren el medio hasta lo fácilmente conseguible.

Ilustraremos esto con referencias concretas. Nada hace el patrón por desecar los pantanos, por levantar el terreno, por trazar y limpiar senderos, etc. Nada, tampoco, para combatir a las víboras y más alimañas mortíferas. Y nada en fin, para luchar contra el «mal frío» (tétanos), al cual está expuesto cada día el bracero montuvio, y que ocasiona tantas víctimas, por lo menos, como los reptiles venenosos.

Y, claro está, nos limitamos a lo que se refiere ni tiempo mismo de trabajo, sin entrar a considerar la indolencia del patrón en cuanto a las condiciones generales de vida del trabajador, entregado sin defensa al ambiente maligno.

Sobre larga y penosa —hay que imaginarse lo que físicamente significa un esfuerzo de ocho horas mínimo, bajo el sol montuvio, con el agua al pecho o el lodo a la rodilla—, la jornada se cumple con el control del capataz (o guía), del mayordomo (jefe de campo) y del administrador, quienes no conceden tregua al bracero.

(El jornalero suele almorzar en el mismo sitio de la labor; al efecto, lleva desde la mañana su «tonga», o sea, un poco de arroz cocido, con un pedazo de carne o pescado, envuelto todo en hojas de plátano —tonga que calienta en pequeñas fogatas de ramas—; por manera que no se «alza» para almorzar. Al concluir en la tarde la jornada, no se «alza» tampoco hasta que el mayordomo o administrador va a «levantar el trabajo», orden esta que le está vedada al capataz. Llega la hora en el reloj de la hacienda —adelantado por la mañana y retrasado en la tarde—; suena el pito o la campana, y el bracero debe esperar y esperar, a veces hasta una hora, sobre todo cuando las casas están lejos o hay muchas partidas de braceros diseminadas en los diversos cuarteles de la hacienda.)

Nada de esto empece a que el hacendado se queje en todos los tonos de la «pereza montuvia» y a que alegue, cada vez, que el salario pagado a sus braceros, por reducido que sea, es robado por éstos, quienes no lo compensan de ningún modo. (¿Plusvalía? ¿Y que es esto?)

Las lamentaciones patronales asumen estilo jeremíaco cuando alguien inicia labor por el alza del salario montuvio, porque se ponga en marcha la ley sobre salario mínimo, o por algo de la laya. Entonces, el patrón asegura que el trabajador «no rinde»... Y en tal expresión suya se delata el concepto que tiene de su humilde y palúdico siervo: una cosa que rinde y que vale lo que rinde, como una mata de cacao o una vaca lechera.

El standard de vida del montuvio es muy bajo. Con dos sucres diarios (más o menos, diecinueve centavos de dólar) subsiste un matrimonio hasta con cuatro hijos menores. Vegeta, sería mejor decir. Asombra ver cómo se las arregla, pero lo cierto es que se las arregla.

Con ser éste un salario de hambre, ni dos sucres diarios gana el bracero montuvio, por lo general. Y no se cuentan las tardes del sábado y los domingos, en que no trabaja, ni los paros forzosos.

El salario medio en el agro litoral va muy por debajo del sucre y cincuenta centavos (unos catorce centavos de dólar).

¡Y si por lo menos fuera recibido en dinero!

La ley prohíbe las fichas, los boletos, etcétera. Exige el pago del salario en moneda. Pero, su exigencia se queda escrita, sin aplicación ninguna, salvo para raros hacendados escrupulosos.

Como en el caso del concertaje, se viola la norma legal sin ambages o con tapujos. Depende, como siempre, de la posición que el gamonal ocupe en la política dominante y, en consecuencia, de su grado de influencia sobre las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley.

La forma más corriente que suele revestir la infracción es la del «bono de adquisición». El gamonal instala un almacén a su nombre o a nombre de algún socio tapado. (Los chinos se prestan encantados para estas oscuras sociedades.) A veces, el almacén fía directamente al bracero; y, al fin de semana, el pagador de la hacienda, con lista a la mano, le rebaja lo que se adeuda a la tienda. Otras, los suplidos de entre semana, y aún el pago total, se hacen con los bonos de adquisición, que —demás está decirlo— sólo merecen aceptación en el pseudocomisariato y que circulan como moneda entre los jornaleros o son canjeados en dinero, con descuentos profundos, por el propio almacenero, quien se asegura así ganancia sobre mercancía no vendida.

Los fundamentos en que descansa la institución del bono de adquisición, son, según el gamonal, de un saludable carácter ético... El peón se ve compelido a gastar en beneficio suyo y de su familia el salario, adquiriendo víveres, medicinas, indumentaria, que expende el almacén (a precios locos, por lo elevados) y no lo derrocha en sus vicios eternos: el juego de la pinta, la lidia de gallos, el alcohol. Sobre todo, el alcohol. Mas, ocurre que en las mesas de pinta y en las canchas de gallos establecidas en la hacienda sin que el dueño de ella lo sepa (?), los bonos de adquisición son admitidos; y, subrepticiamente, porque de modo oficial está desterrado del predio, el comisariato vende alcohol...

En ciertas épocas del año, cuando las faenas agrícolas lo reclaman, las haciendas necesitan más braceros, y suben los salarios. Suben los salarios, y no hay braceros. ¿Qué sucede? Los gamonales, por lo pronto, aluden a la manoseada ociosidad del montuvio, y hasta se permiten hacer trascendental el asunto al orden nacional: «En el Ecuador, la desocupación no es un problema, como la escasez de brazos lo está demostrando. Aquí no hay el sin trabajo, sino el poltrón.»

Las pérdidas por lucro cesante que esa reducción de brazos disponibles en la oportunidad requerida ocasiona al hacendado, son ingentes. Pero, el hacendado no desea conocer la verdadera causa de ello: tiene miedo de conocerla, y prefiere ignorarla. No se da cuenta de que, con el salario bajo, se está suicidando económicamente. Mira al pasado, y ve de él sólo lo que cree que le conviene. Repite: «Antes, hace treinta años, hace veinte años, sobraban braceros. No había que solicitarlos siquiera. Por el contrario, cuando intuían algún trabajo a hacerse, acudían en tal número que era menester espantarlos como a moscas, para zafarse de ellos. Ahora, la población de la Costa ecuatoriana se ha duplicado... y faltan hombres.»

Faltan hombres. Es la verdad. Porque ni siquiera queda el antiguo recurso de traerlos del interior: al bracero serrano no lo tienta ya el salario montuvio.

El hacendado quiere olvidar que en ese antes dorado (para sus intereses, se entiende), la agricultura costeña vivía su más rígida etapa feudal y que la introducción del salario, con la implantación del sistema de producción capitalista, no pudo menos que provocar una honda transformación en todo el proceso económico del campo. Quiere, asimismo, ignorar que el salario citadino, más elevado, y las mayores comodidades para la vida en los centros poblados, cada día en aumento, atraen al campesino, despoblando el agro. (A pesar del crecimiento general de la población costeña, proporcionalmente en el campo hay menos gente que antes. Y el índice de mortalidad no ha variado.)

Se satisface el hacendado con achacar la culpa a las compañías agrícolas extranjeras.

Ellas pagan, por ahora, salarios un tanto más altos a los braceros; y estos, en un regular porcentaje de los que abandonan las haciendas originarias, acuden a tales compañías.

El hacendado nacional se siente perjudicado. Aconseja a las compañías: «No hay que dañar al montuvio. Está enseñado a su salario. ¿Para qué acostumbrarlo a otro más crecido? Nuestro problema no se soluciona elevando el salario. Es de cultura nuestro problema. Primero hay que culturizar al montuvio (¿a que horas y sobre que reservas fisiológicas?) para que aprenda a gastar su dinero; pues, si no, lo único que se obtendrá será acrecer sus vicios... Aun por moral social, por el porvenir de la raza, hay que mantener el salario bajo.»

Después, sugiere: «¿Por qué no importar fuerza negra? El bracero negro es más resistente y cuesta menos. Además, es, en cierto modo, refractario a las ideas extremistas. Su herencia esclava opera en él beneficiosamente.»

Las compañías extranjeras dan oídos sordos al consejo y a la sugerencia. Ellas saben su negocio y siguen la línea que les acomoda.

El hacendado se indigna. Se siente capaz de protestar. Pero no protesta; las compañías extranjeras son todavía para él inmejorables compradoras.

Pero, aún en este respecto de culpar a las compañías extranjeras, la apreciación del hacendado es errónea. Son las ciudades quienes insumen la marea montuvia de vaciante. Millares de familias se extrañan al agro y van a las ciudades; y como en las ciudades no hay trabajo sobrado, pasan sus individuos al ejército de desocupados y, últimamente, ingresan en las cárceles por la antesala previa del lumpenproletariat o por el portillo del delito urgido...

Y, por eso, ocurre en el litoral del Ecuador que, mientras que en el campo faltan brazos, en las ciudades aumenta y aumenta la desocupación.

En Guayaquil, sobre todo.

Mucho más que cualquier otra ciudad costeña, Guayaquil absorbe migración montuvia, aún la que sale de regiones tan alejadas como Esmeraldas, por ejemplo; e, impiadosamente, devora ese desecho humano del agro perdido...

Guayaquil, la capital montuvia, es, al propio tiempo, el sumidero montuvio.

Palabras finales

A pesar de todo, se debe confiar en el montuvio. Es capaz de engendrar el futuro.

En efecto: guarda formidables reservas de heroicidad que sólo es menester suscitar, moviendo las palancas a que responden. Y esto, que han sabido hacerlo desde tiempos los politicastros, no lo hemos aprendido.


Publicado el 30 de junio de 2022 por Edu Robsy.
Leído 231 veces.