El Poema Perdido

José de la Cuadra


Cuento


Aquel ilustre poeta que, con sus hermosos versos de sabor romántico, conmovió hasta el llanto a las mujeres de las tres Américas, escribió cierta noche, de un tirón, un poema que reputó y reputa como el mejor que salir pudiera de su estro.

Lo escribió en la amable soledad de su despacho privado, cómodamente sentado a su escritorio de época y estilo Primer Imperio; y, como cuando inició la faena andaría el sol justamente en el nadir, cuando lo concluyó, hacia la madrugada, estaba el hombre literalmente molido, y no pensó en otra cosa que en retirarse a su alcoba, a reponer con un sueño reparador el dispendioso gasto de fósforo, que lo había dejado exhausto.

Las cuartillas en que estaba escrito el poema que su autor juzgaba por maravilloso, quedaron desparramadas sobre el escritorio, y el viento que se filtraba por los visillos se dió en el juego de distribuirlas asimétricamente por el suelo.

Cuando el criado que cada mañana cuidaba de hacer el arreglo del despacho violas así, túvolas por inservibles papeles de desecho y las arrojó al cesto de basura. Por desgracia, ese día pasó muy temprano, antes de que el bardo dejara el lecho, el camión recolector de basuras, y a éste fueron, —confundidas con los humildes desperdicios de la cocina del poeta, que más se parecía, esta es la verdad, a la de Petronio que a la de Virgilio,— las cuartillas en que se contenía aquel poema —“El singular coloquio de las altas cimas andinas”—, destinado, según su autor, a asombrar a los futuros siglos por la entereza de su factura y el vivo ardor de genio que lo animaba.

El dolor del celebérrimo lirida por la pérdida de lo que calificaba de su obra maestra, no tuvo límites. Ni el de sus amigos y admiradores.

Cada vez que podía, y podía siempre, hablaba en marcha fúnebre del desgraciado acaecido.

—¿Por qué no trata de rehacerlo? —apuntaba alguien—.

—¿Rehacerlo? —respondía el vate— ¡Cómo no! Se advierte, amigo, que no entiende usted de estos fregados de la literatura. La inspiración, por así decirlo, no es fuego que quema dos veces el mismo pabilo. Por supuesto, no quiero decir que, de intentarlo, no podría...¡Claro que sí! Ah, pero ya no sería ése, ese mismo, el de aquella noche en que mi cerebro vibró en la flama de Apolo .... Convénzase, amigo, que “El singular coloquio de las altas cimas andinas”, se ha perdido para siempre... Y no sé, ocúrreseme que esto de perder los escritores sus mejores producciones —a Dante Gabriel Rossetti, a Edmond Rostand, a Oscar Wilde, creo, les pasó lo propio,— no es cosa natural... Me imagino, a veces, que es un gesto de defensa de la Inmortalidad, virgen reacia que no quiere dejarse poseer así como así; o quizá, una venganza del anónimo inconsciente, como es una venganza del inconsciente mineral aquello de mandar fino polvillo de arena que, en las alas de Eolo, cunde devastador por sobre los rósales florecidos...

Pero, no obstante lo que creía su ilustre autor, el maravilloso poema no se había perdido del todo cuando fué vilmente echado en el carro recolector de basuras.

La casualidad, que suele tener extravagantes ocurrencias, hizo que una de las cuartillas se deslizara del camión y fuera a caer precisamente a los pies de un famoso crítico, amigo sincero y admirador fervoroso del autor del poema.

Anheloso de poseer, y más por tan curiosa vía, un manuscrito completo de su predilecto, dióse el crítico maña para —venciendo económicamente la razonable negativa del conductor,— remover toda la basura, hurgar en ella con su bastón y hasta con sus propias manos cuando fué menester, y reunir todas las cuartillas, y en ellas, íntegro, el poema.

Pocos días después, el crítico se topó con el poeta en el salón mayor del Ateneo, y oyó cómo refería la historia de la invaluable pérdida.

—Es lo mejor que he escrito —repetía—. Daría mi mano derecha por recobrarlo. Era para ser leído en los juegos florales que se celebrarán este año. Me veré en el caso de no concurrir a esa festividad; porque es ya muy tarde para escribir algo que pueda siquiera de lejos recordar a “El singular coloquio de las altas cimas andinas”. ¡Ah, mi pobre poema! Como de los seres humanos que en otro tiempo fueron, sólo queda de él un nombre... ¡También él ha muerto!

Y volvía a aquella especie de colofón:

—¡Es lo mejor que he escrito! ¡Es lo mejor que he escrito!

Nada dijo el crítico sobre su hallazgo. Él había leído el poema y lo encontraba muy vulgar, muy pesado, hasta muy tonto; tenía para sí que, de ser recitado en aquellas solemnísimas justas intelectuales a las que estarían invitadas eminencias literarias continentales, la fama del poeta paisano padecería en vez de exaltarse.

Entonces, se fué a su casa el crítico, buscó las cuartillas, y para evitarse la tentación de restituírselas a su amigo, las rompió en mil pedacitos y lanzó éstos al fuego.

Y fué así como el poema de aquel ilustre poeta que hizo llorar de emoción a las mujeres de las tres Américas, se perdió para siempre...


Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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