Honorarios

José de la Cuadra


Cuento


—Pero, doctor, si ella no era virgen...

—Puede ser, señora; yo no pongo en duda, ¡oh no!, lo que usted asevera. Mas, el informe pericial...

—¡Qué informe pericial, doctor! Nadie me convencerá jamás de que el peluquero Suipanta, ¡mudo morlaco!, y el carnicero Martínez saben examinar eso. ¿Es que han estudiado anatomía...? ¿Es que...?

—Será lo que usted quiera, señora; pero, el comisario, en el severo ejercicio de las funciones de su noble cargo, procedió correctamente al nombrar empíricos para el rápido reconocimiento de la violada... El Código de Enjuiciamientos en Materia Criminal, en su artículo 72 —si la memoria no me es infiel—, faculta en casos como el que nos ocupa, cuando no hay profesionales en cinco kilómetros a la redonda... Verdad es que debió nombrar a mujeres... Pero, ocurre que las personas del sexo de usted, señora, con perdón suyo sea dicho, no se prestan para...

—Sí, sí, doctor. Comprendo. Acaso, somos más honorables.. ¡Ah, dispense!

—Crea usted que si no me alcanzara, como se me alcanza, cuál es su estado de ánimo, habría pensado que trata premeditadamente de ofenderme...

—Ya le pedí excusas. Vuelvo a pedírselas. En fin, doctor; yo no entiendo nada de nada... Con todo, pienso que el comisario debió buscar a otras personas, más calificadas, más expertas, que no a...

—Estoy al cabo, señora, de lo que usted insinúa; y, a este efecto, me permito advertirle que hace usted mal, muy mal (y lo mismo los familiares de usted) al excederse en ciertos comentarios desdorosos sobre los señores empíricos que reconocieron a la menor desflorada por el hijo de usted. Lamentablemente, se ha hecho público que el otro día, en la cantina de Severiano Acosta, el hermano de usted dijo que no se explicaba cómo iban a entender de virginidades el carnicero Martínez, que sólo habrá visto la de las vacas, y el peluquero Suipanta, que ni siquiera conoce la de su propia mujer, porque ésta no estaba como debía cuando con él se casó... Repito sus palabras... Es de temer, señora, que esos caballeros, justamente indignados, propongan o intenten proponer querella criminal por atentado contra su honra y consideración; y, acaso, su hermano de usted, usted misma, quizá, se vean envueltos en juicio...

—¡Oh, sería espantoso!

—Y es muy probable que ya hasta lo hayan incoado, según se me ha referido. Creo que mi colega de estudio, el talentoso doctor Martillo, hace actualmente gestiones ante el señor alcalde cantonal primero para...

Ahora la vieja lloraba a gritos. El abogado trataba de calmarla.

—Habría un camino salvador, señora.

—¿Cuál?

—Que su hijo de usted se case con la desflorada.

—Bien sabe usted, doctor, que eso no es posible, que él es casado ya...

—Lo cual agrava su situación ante la ley. Astrea, señora...

—Y aun cuando no fuera casado... cómo iba mi Diego a unirse con una muchacha que será todo lo que se quiera, doctor, ¡hasta bonita!, pero que ha pasado por todos los hombres del pueblo...?

—Señora...

—Sí, doctor. Venga lo que viniere, habré de decirlo, ahora. Hasta usted ha vivido con ella. Es sabido eso. Todo el vecindario lo dice.

—¡Señora! Repare en que de mí depende...

—¿Qué, doctor?

—La libertad de su hijo.

—¿Y cómo?

—¡Ah! Las cuestiones judiciales son tan embrolladas como las famosas ecuaciones del griego Diofanto, señora: su número de soluciones es infinito; y, a veces, a veces, se encuentran alguna tan fácil...

—Le ruego que se explique.

—Pues, muy sencillamente. Está en mi mano hacer que mi cliente, el padre de la violada, retire la acusación... Está en mi mano que el señor comisario, a quien yo coloqué con mi influencia (no lo digo por alabarme), destruya el expediente. lo traspapele, ¿eh? ¡Cualquier cosa! Todo se arreglaría. Y su hijo saldría libre mañana... pasado mañana... ¡hoy mismo! ¿por qué no?

—Haga eso, doctor. ¡Se lo suplico! Mi vida, toda mi vida... ¡Ah, no alcanzarían mis años a rezar por usted, a encomendarlo a Dios!.

—Pero, naturalmente, eso que le digo, señora, tendría su precio. Mis honorarios...

—¿Sus honorarios, doctor? ¿Y de dónde se los pagaríamos? Bien sabe usted de nuestra miseria. Bien sabe usted que es el trabajo de Diego lo que nos mantiene: a mi hija Emérita, a la mujer de él, a los siete chicos... ¿De dónde, doctor, le pagaríamos? La huertita de cacao —once cuadritas, ¡lo único!—, está apestada con la escoba de bruja, con la monilla. No produce nada. La afecta, además, una hipoteca...

El abogado hizo un gesto vago, lento... No; él no era un hombre interesado por el dinero... ¿El dinero? ¡Puah! ¡Quédese para los metalizados, que rinden culto a ese nuevo Moloch que es el oro!

Se insinuó, mañoso.

La vieja, intuyó. Comprendió luego, plenamente.

¡Ah! Quería a la muchacha, a la Emérita... La hermana del violador debía ser violada, ¿no es eso? Una suerte de talión. Diente por diente, himen por himen...

El abogado explicó. No; no era un modo de cobrar el suyo. Era que aprovechaba de la ocasión para tratar un asunto que, de antiguo, habría querido arreglar con la familia... El no era feliz en su vida conyugal, ¡ah, no! Era muy desgraciado, antes bien. Su mujer no se avenía con él, y estaba maduro el proyecto de divorcio. Como fuera libre, él se casaría con la Emérita... ¡Muchacha más digna! Un rey merecía que no a él, pobre y modesto profesional enredado en las cuatro calles de aquel poblachón oscuro, anónimo! La desposaría... ¡vaya que la desposaría! Pero, había que adelantarse, que asegurarse. Las mujeres, a lo mejor salen enamorándose.. y...

La vieja lloraba. Ya no hacía otra cosa que llorar. Era una madre infeliz que no sabía otra cosa que llorar.

El doctor, un poco fastidiado, se levantó para despedirla. Ya le contestaría la señora. Ya hablarían.

La vieja se secó las lágrimas y salió.


* * *


En la casa hubo un conciliábulo entre las tres mujeres: la vieja, la Emérita y la Juana, mujer del preso.

Los siete chicos las rodeaban ignorantes, incomprensivos, pero atentos.

¡Oh, era imposible! ¡Cómo iba a ser, Dios mío!

Fué —el parecer— unánime.

Pero, en el silencio meditativo de la Juana, había una vacilación. Y, acaso, una resolución en ciernes, un propiciarse al sacrificio, en los ojos negros y brillantes de la Emérita.


* * *


Pasaban los días. En la casa, hacíase un ambiente hosco y pesado. Empezaba a escasear la comida. Para un chico que se enfermó, no hubo con qué llamar al curandero; se le daban tisanas de yerbas absurdas, cogidas a la medianoche.... y, estaba ahí, a medio morir, muriéndose, en el camastro revuelto...

La Juana miraba con una envidia sorda a la Emérita. Comparaba con el suyo enflaquecido, arruinado por los siete partos llenos y los cuatro abortos, el cuerpo rozagante de la doncella, y se sentía morir, peor que el chico...

Emérita creyó adivinar que su cuñada le había cobrado odio, un odio tan grande como si ella fuera, no ya el precio de la libertad de su marido, sino la causa de su prisión... y hasta la enfermedad del rapaz.

La seguía... La espiaba...

Una tarde, mientras la Emérita se bañaba abrió la Juana bruscarnente la puerta del cuarto.

Quedóse en el umbral, contemplando a la desnuda que hacía empeños angustiados por cubrirse de las miradas con las manitas.

—Güena hembraza ereh, Emérita! ¡Con razón el doctor Celcado...!

Y los días se venían encima.

El comisario había dicho que el sumario estaba casi concluido y que, después de poco, mandaría el expediente a Guayaquil, a un juez de letras.

La Emérita acabó por resolverse.

Sin anunciarlo a nadie, una tarde fuese a casa del doctor Cercado.

Recibióla el abogado amablemente y la citó para media hora después en el estudio.

Dijo a su mujer, al marcharse para el encuentro:

—Va a declarar por fin la hermana de Diego Pinto, ¿recuerdas?, el canalla ese que violó a la hija de mi compadre Jesús Flores. No quería declarar la perra, y era indispensable que hablara: ella le alcahueteó la cosa al hermano. Se ha decidido, ahora, por las amenazas del comisario. Urge que yo esté presente; pero, volveré en seguida. ¡Cuida a los huahuas!

Besó a la mujer. Besó a los chicos. Acarició al perro. Y partió.

Una vez en su despacho, el doctor Cercado cobró debidamente sus honorarios profesionales: un poco de dolor y un poco de placer, rociados de sangre...

Cuando la Emérita regresó a su casa, se acercó a la cuñada y le susurró el oído:

—¡Ya!

Nada más. Pero, la Juana, comprendió, y sonrió agradecida. En cuanto pudo hablarle a solas, le ofreció sus servicios de mujer experta en esas cuestiones después de aquello...

—Sobre todo, hay que atajarte la hemorragia...


* * *


El doctor Cercado era un hombre cumplidor de sus compromisos: al día siguiente. Diego Pinto salía en libertad irrestricta y el expediente se extraviaba definitivamente.

Mas, había que arreglar el asunto de las querellas propuestas por el carnicero Martínez y el peluquero Suipanta, los señores empíricos...los caballeros esos....

La ecuaciones de Diofanto. Otra vez.

Se produjeron ciertos gastos.

La huertita de cacao atacada por la escoba de bruja y la monilla —once cuadritas, ¡lo único!— hubo de pasar a propiedad del doctor Cercado, quien suplió las costas.

Pero había que agradecerle siempre —¡no alcanzarían los días de la vieja a rezar por él!—, porque, generosamente, se hizo cargo de pagar, cuando fuera oportuno, el crédito hipotecario que gravaba la finca.


Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.
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