Horno

Cuentos

José de la Cuadra


Cuentos



Barraquera

I

Los días de entre semana, a las doce quedábase el mercado vacío de compradores. La última cocinera rezagada cruzaba ya la puerta de salida, llevando al brazo la cesta de los víveres y balbuciendo maldiciones contra el calor y contra la entrometida perra que la jaló de las patas.

—¡Mejor mi hubieran dejao podrir en la pipa'e mi madre…!

—No blasfemée, vecina, que tienta a Dios.

—¡ Pa lo que a Dios le importa una!

—Récele a San Pancracio.

—Ese, sí; ese es milagroso.

—Y li oye al pobre.

—No, comadre; li oye al rico.

Ña Concepcioncita escuchaba, devota, medrosa. Se santiguaba repetidamente, precavida. Para no pecar. Porque también los oídos pecan.

Ella permanecía en su barraca, esperando la portavianda del almuerzo, que se la traía un longuito "suyo" que mercó en Licto y que se llamaba Melanio Cajamarcas. Esperaba, también, vagamente, a cualquier marchante ocasional —algún montuvio canoero, de esos que se van con la marea, "verbo y gracia"—, que le completara la venta horra de la jornada.

Mientras tanto, soñaba.

Esta hora caliente del mediodía, que le sacaba afuera el sudor hasta encharcarle las ropas, le propiciaba el recuerdo y la ensoñación.

Ña Concepcioncita ni podía explicarse por qué le ocurría aquello, ni le había pasado por la mente el explicárselo; pero, era lo cierto que le ocurría.

Lo más cómodamente que era dable arrellanaba las posaderas en el pequeño banquito que, tras el mostrador y entre los sacos de abarrotes, le servía de asiento; dejaba descansar sobre los muslos rollizos, hinchados de aneurismas, la barriga apostólica; cruzaba contra las mamas anchotas los brazos; cerraba a medias los ojos; y recordaba, y soñaba…

No la importunaban las moscas zumbadoras. Ni las espantaba, siquiera, permitía que revolaran por la barraca, posándose en los artículos expuestos, o correteándole pegajosas sobre su propia piel. Quién sabe si, instintivamente, ña Concepcioncita hallaba por bien que las moscas reclamaran su puesto al sol y tomaran su breve parte del pan de Dios.

Apenas si impedía que le cosquillaran los labios con sus patitas vellosas. Las ahuyentaba, entonces, con un suave resoplar, expeliendo el aire por la boca.

Pero, no se molestaba en abrir los ojos.

No fuera que, por espantar un bichito, espantara un recuerdo… o un ensueño…

Calma, reposada, tranquila, permanecía ahí sentada, sudando…

Y el olor agrio de las cebollas, de las papas, de la manteca enranciada de calor y de las verduras recocidas, lo sentía, sabroso, en las narices…

II

Veíase, maltoncita, con sombrear de senos, en su poblado natal, perdido en un ostiago de los Andes enormes, y cuyo oscuro nombre quichua sonaba —armonioso, triste…—como un acorde de pingullo.

Veíase jugando en torno de la fuente, con los otros chicos de la aldea, en los atardeceres claros, cuando el cielo estaba despejado y azul.

Tenía poca gracia y siempre le tocaban los malos papeles.

Ponían el juego del ángel, el diablo y los colores, que el cura de almas metiera en moda.

Hacía de diablo el Juan Saquicela, un longote fiero, casi un mozo ya; y, de ángel, la Michita Pumba, indiecita alhaja. La "madrina" repartía entre la muchachada los colores.

—Vos serás blanco; la Dolorcitas será verde; la Carmen, amarillo; el Joaquincito, negro. Vos, Conchita, serás morado.

Los peores colores, los predilectos del señor Satanás.

Venía el ángel que, lo propio que el diablo, se había alejado mientras distribuíanse los papeles.

Decía:

—Tun… tun…

Preguntaba la madrina:

—¿Quién es?

—El ángel de su capa de oro.

—¿Qué busca?

—Una color.

—¿Qué color?

—Blanco.

—Aquí hay blanco.

Se armaba un griterío jubiloso, y el ángel se llevaba de la mano al chico que le correspondiera el color blanco.

Venía el diablo.

Decía:

—Tun… tun…

—¿Quién es?

—El diablo con sus mil cachos.

—¿Qué busca?

—Una color.

—¿Qué color?

—Colorado.

—No hay colorado. ¡Pase cantando!

Se armaba otra vez el griterío. Coreaba la muchachada:

—¡Pase cantando!

—¡Pase cantando!

—¡Pase cantando!

Pero, el diablo volvía. Y pedía el color negro, y se llevaba a Joaquincito. Y, luego, el color morado, llevándosele a ella, a esa otra personita, distinta de la de ahora y que se llamaba —entonces…— Conchita.

Variaban los de conducir del ángel y del diablo. Este lo hacía a empellones, poco menos que a golpes, y hablaba con voz cavernosa, atemorizante:

—Alma condenada, perdido te habís por tus grandes culpas, por tus pecados que te han quitado la benevolencia de taita Dios, Por eso "gozarás" de las llamas del infierno. Amén.

Igual que enseñaba Su Paternidad.

El coro repetía:

—¡Amén!

El Juan Saquicela se apoderaba de su papel y lo desempeñaba a maravilla. En ocasiones hasta se excedía.

Cuando las sombras se habían echado ya sobre el poblado y no había luna, a ella, a la Conchita de esa época remota, le daba positivamente miedo dejarse llevar por el diablo.

En los rincones más oscuros, Saquicela la apretaba contra su cuerpo estrechamente y le pellizcaba las nalgas y los senos en albor.

Ella creía que todo eso era parte del juego, y nada decía.

Pero, sentía miedo. Un miedo calladito, calladito y tembloroso.

Provocábale gritar; pero, Saquicela le decía que si gritaba le haría más, y no gritaba.

III

Recordaba…

Una noche —las siete serían— tocóle en el juego el último lugar. Ni el ángel ni el diablo se acordaron de solicitar "su" color, no obstante ser uno de los preferidos, justamente, por el señor Satanás: el negro.

Los muchachos habíanse ido ya a dormir. Solo quedaban la madrina y Juan Saquicela.

Adivinó, por fin, éste el color; y, como de costumbre, se la llevó por los sitios oscuros.

Se levantó la madrina. Se despidió.

—Que haigan buena noche y sueñen con taita Diosito.

Se marchó.

Juan Saquicela dijo:

—A’ura. Conchita, te daré acompañando a tu casa.

—Bueno.

Andaban. En eso salió la luna.

—¡Elé! Bonito, ¿no?

—¡Ahá!

—Vos, Conchita, ¿habís visto el río cuando hay luna?

—No.

—Alhajita se pone.

—Ah…

—¿Vamos?

—Si tardo, mama me hinca en el suelo.

—¡Qué has de tardar! Aquisito no más es.

Bajaron por las laderas del cañón en cuyo fondo se abría cauce el río pedregoso, bravo. Saquicela la empujó hasta un silo orillero, hundido en el ribazo, cavado sin duda por algún desvío de la corriente.

—¡Elé, juntitos!

La abrazó.

—Frío hace, ¿no? ¡Achachay!

Oprimíala más, hasta dificultarle la respiración.

Y, de improviso, fue otra vez Juan Saquicela el diablo de los juegos: pero, un diablo peor, que pegaba de veras cuando ella le oponía resistencia.

—¡Quieta, carajo!

La arrancó el folloncico, descubriendo sus muslos infantiles y su sexo inapto.

Estaba como loco. En la penumbra del silo, se veían sus ojos brotados, brillantes. Y contra la carne dura y aterrorizada de la chica, babeaba la boca, exhalando un vaho caliente.

Ella, todavía, no sabía nada de nada. Sus once años eran de una ignorancia blanca. Pero, se defendía. Se defendía con las uñitas y con los dientes. Y apretaba las piernas.

Gritaba. Ahora sí gritaba. Su vocecilla aguda se estrellaba contra las grandes piedras, precisamente ahí donde el río chocaba sus aguas, y subía a las alturas impávidas, perdida entre el rumor y las espumas…

A la postre, Juan Saquicela venció. Y destrozó la doncellez impúber.

Ella lloraba mas intuía que ya no había nada qué hacer.

Por eso, cuando Saquicela le dijo que no podía volverla a donde la mama y que tendría que seguirlo, musitó, resignada:

—Ahá…

—Posaremos ahí en el anejo, en la choza del Nacho Tumbaco, que está aurita sola no más, porque el Nacho está trabajando de cuadrillero en la liña.

—Ahá…

—A la vueltita no masito queda. ¿Podrás dir a pata?

Ella lo intentó. No consiguió levantarse.

—¡Quiersde he de poder!

Saquicela rió. La tomó en los brazos.

—Te he de dar amarcando. Chazo recio soy… ¡a la Virgen, gracias!

Al pronunciar la invocación, se persignó el longo e hizo una inclinación de cabeza en el aire, como si se encontrara delante de la imagen en la parroquia.

Repitió:

—A la Virgen, ¡gracias!

Y volvió a gesticular supersticioso.

En seguida le dijo a la muchacha que estaba arrepentido y que lo perdonara.

Se manifestó afectuoso con ella. Por todo el camino —dos horas largas— le fue besando la pelambrera y sobajeándole los senos.

Con el follón de bayeta, le contenía la hemorragia…

IV

Seguía el recordar, exaltado de sol…

—Ah, ¡cómo se alborotó el poblado con el rapto!

Supo ella, mucho después, cuando la madre le dio su bendición de nuevo, los comentarios que hicieron los vecinos en las chinganas de la plaza.

—¡Elé, la mosquita muerta! ¡Puta no más había sido!

—Razana es. Hija de la Manuela había de ser…

—¡Ahá!

—Cuatro maridos le he conocido a la longa vieja.

—Y aura mismo la duerme un tal Toalisa que jué soldado.

—¡Ahá!

—Razana no más es la Concha.

—¡Ahá!

Sólo el yuro Piñas le había salido a la defensa.

—¿Y, pus, qué dirá taita curita? El misu dio enseñando esos juegos del diablo… ¡Elé, pus, viendo!

Deveritas salió que el diablo se llevó a la longuita.

Jodido el curita, ¿no? ¡Beta le diera!

—¡Ahá!

V

No había trabajo. Se pasaban los días muertos arando y sembrando la chacra del Nacho Tumbaco. Pero ni así. A la tarde, apenas si comían unas papas cocidas sin sal y bebían una tisana amarga. Ni mote tenían.

Y, en las noches, eran los festines de la carne excitada por el hambre insatisfecha.

Amanecían ojerosos, paliduchos, más flacos que se acostaran.

Ella rezaba. Rezaba sin tregua. En plena labor, cuando comía: a todas horas. Aun antes de dormirse, exhausta de fatiga tras los largos abrazos del hombre.

¡Que les diera una ayuda taita Diosito!

Pero, no. Taita Diosito no les daba una ayuda.

Sería porque vivían amancebados, porque no se habían casado por la Santa Iglesia y porque no le habían, en fin, pagado al cura la platita para la conservación de Su templo.

Por nada más sería.

VI

Supo Juan Saquicela que en las minas de azufre de Tixán necesitaban braceros.

Decidió ir allá con la mujer.

Cumplieron a pie el viaje de seis días, marchando por los cerros sin caminos; trepando a uña las paredes de las quebradas; dejándose rodar, desfallecidos, en los prolongados descensos por las faldas de los montes.

Iban bajo las paramadas, mascando el frío. Se angustiaban de asfixia en las horas de sol, al escalar el lomo de las cimas.

Cuando llegaron a las minas, eran dos guiñapos, dos muñecos a medio desarmar. Ni la lujuria les hablaba ya.

Dormían reposadamente, casi sin sentirse.

Consiguió plaza el hombre. Le proporcionaron un pico y le dieron una placa.

—Cavador.

Le pagaban cinco reales y trabajaba diez horas en los socavones tenebrosos, atado —peor que con cuerdas— a la mirada del peón capataz, que brillaba metálicamente, más que los pencos del azufre nativo en las vetas grandes.

Esto duró mucho tiempo. Tres años quizá.

Eran —marido y mujer— casi felices. Tenían su chocita de lodo y piedras, al socaire de una eminencia de terreno, tapada de los vientos. Además, comían a menudo, porque, con frecuencia, daban trabajo en la mina unos catorce días de cada mes.

Y, lo mejor…

Regresó cierta ocasión, ya anochecido, muerto de cansancio Juan Saquicela.

Miró a la hembra:

—Vos tas empreñada— dijo.

—Ahá.

Acaso se sentiría contento, acaso se sentiría dichoso por su triunfo másculo.

La abrazó con las ansias de otras épocas; y, ahí, junto al fogoncillo, antes de comer y burlando la fatiga, la poseyó… una… dos… tres veces…

VII

Cuando nació la huahua —una cocolita linda era— hubo fiesta mayor. Acudieron los braceros de la mina con sus mujeres; se bebió a galonadas la chicha fuerte, y se bailó una noche y un día hasta el atardecer. Como era reducida la choza y dentro estaba el tendido de la puérpera, la zambra se arregló en un pequeño placer fronterizo.

El domingo siguiente cristianaron a la chica en Alausí. El cura dijo que, para que le fuera más fácil la entrada al cielo, la chica debía llamarse María, como la Santa Madre de Jesús; y, después de percibir con religiosa escrupulosidad sus derechitos, la bautizó en la pila con ese nombre.

Saquicela había querido que se llamase Concepción, como la mama; pero Su Paternidad se mostró intransigente, y no hubo manera de arreglar el asunto.

Los padrinos —un matrimonio vecino— costearon los gastos de la nueva fiesta, y encima le regalaron un sucre de capillo a la ahijadita.

¡Ah, era el buen tiempo…!

Concepción se sentía feliz. Cuando lactaba a la huahua, metiéndole en el hociquito el pezón del seno regordito, de esponjaba de placer.

El marido, desde la puerta, sentado junto al umbral, arreglándose las alpargatas, la veía.

—¡Linda la cocola! ¿no?

—Sí.

Desgraciadamente, la mina se desquitó una vez más de quienes la herían la entraña amarilla con los picos agudos.

Y el desquite de la mina envolvió a Juan Saquicela, cavador.

VIII

Fue una mañana, a cosa de las nueve dadas.

Brotó del campamento un clamoreo deslabazado que se iba extendiendo por las chozas del aledaño.

—¡Se ha hundido la mina! ¡Se ha hundido la mina!

—¡Se ha tapado un socavón!

—¡Hay hombres dentro!

—¡Dios los ampare!

—¡Dios nos ampare!

—¡Y la Virgen los cubra con su manto!

Concepción acudió, a prisa, con la mamoncita a la espalda, en la macana.

La entrada de una galería estrecha, que se profundizaba en la base del cerro, se había derrumbado.

Era imposible penetrarla. Las paredes habían cedido bajo el peso del techo, y era sólo un montón de piedras y tierra lo que antes fuera amplia boca del socavón. El derrumbamiento modificó la estructura de los corredores, y no se acertaba al principio con cuál era, exactamente, el sitio a atacarse con los picos para que a los mineros apresados les llegara aire.

Concepción preguntó:

—¿Quiersde el Saquicela?

Un capataz se le aproximó, compasivo:

—Ahí… — dijo, señalando para la galería derruida—.

El y tres zapadores más.

En los comienzos de la labor de salvamento, Concepción lloraba y se desesperaba. Después cesó en sus lamentaciones. Tenía los ojos secos, fijos en el lugar donde presumía estaba el marido.

Hasta le fastidiaba que las mujeres de los otros cavadores encerrados lloraran.

—Shis…, doña… —repetía—. Le van a entrar las iras al ingeñero. Callesé.

De rato en rato lactaba a la huahua.

Se había sentado en un rincón, con el anaco arremangado para abrigar a la cocola. Y contemplaba.

Se trabajó el día y toda la noche. Vinieron en auxilio gentes de los anejos y una compañía de artilleros del Chimborazo, destacada en Alausí.

Cerca del alba se terminó de abrir una nueva galería que cortaba oblicuamente a la taponada, y se logró entrar en ésta.

De los cuatro hombres, dos habían muerto asfixiados: sus rostros amoratados, con los ojos desesperadamente saltados, eran horripilantes.

Juan Saquicela había muerto aplastado; y era tan un poco de carne sanguinolenta, hediendo, a medio corromper, lo que quedaba de él.

Vivía uno no más, pero se había vuelto loco.

Amarrado, lo mandaron en seguida para Riobamba en un furgón de carga.

Conocióse luego su fin.

En un descuido de los policías que lo custodiaban se zafó de sus ataduras, se arrojó a la vía y se mató…

Ya antes, al pasar el puente de Shucos, había rogado a sus conductores que lo dejaran lanzarse al abismo, que nada le ocurriría; porque él, mientras estuvo en la entraña del socavón, había aprendido a volar.

Este hombre se llamaba Pedro Duchicela, y se decía de él que pertenecía a casta de Shyris.

IX

Concepción lloraba.

La comadre le dijo:

—No se apure, comadre Concepcioncita. En Alausí hay donde trabajar. La recomendaré a mi prima Zoila Vilagómez, y ella le buscará colocación… Y por hombres, no lo haga… Sobran los hombres. Y más para busté, comadrita, que es un buen bocado… Yo misu feota como soy, hey tenido propuestas; y, si no fuera porque le quiero al Diego Jara… ¡viera, comadrita, viera!

Concepción se fue a Alausí con la huahua de pechos. La Zoila Villagómez la recibió afablemente.

—De criandera, ¿le parece?

—Como sea su gusto.

—Hay aquí unas monas guayacas que andan a buscar quién le dé el seno a un huambrito que tienen. A la mama se le ha secado la leche.

—Tísica ha de ser…

—¡Psh! A la plata no se le pega el mal, y de que no la contagéen a una…

—Ahá.

—He oído que un quemado de sangorache con puro de veintiún grados, tomado de mañanita, es lo que hay para librarse.

—Ah…

La familia porteña aceptó a la longa criandera, cuando ésta se presentó a ofrecerse.

—Te pagaremos diez sucres por mes… ¿ves?

Una fortuna… Le darás de mamar a Luisito: un seno a él, otro a tu hijita.

—Bueno, ñiña.

—Nos iremos a Guayaquil el lunes. ¿Estás lista?

—Lo que me ve de encima tengo no más, ñiñita.

—Entonces, ¿nos iremos?

—Bueno, ñiñita.

Ya en Guayaquil la patrona cambió de parecer.

—Concepción, el médico dice que mijo no debe estar a media leche. Dale a tu chica mamadera.

—Bueno, ñiñita.

No le quedaba más que acceder; pero, cuando podía, robaba su propia leche para su propia hijita. Le sabía extraño tener que hacer esto. Después de todo, habían otras cosas en su vida de ahora que le extrañaban más.

Hasta que el fraude le fue imposible…

La vigilaban constantemente. Le palpaban el hincharse de las tetas. Se le metían de noche, en el tendido, bajo el tolde de zaraza, a espiarla…

—¡Cuidado! No lo des el seno a tu chica.

Veía a ésta enflaquecerse día por día: la carita, antes sonrosada y buchona, se le había puesto demacrada y paliducha, con las mejillitas flácidas.

Mientras tanto, el niño Luisito estaba rollizote y lúcido.

—¡Buena leche ha tenido la india!

—Y mantecosa… ¡vieras!

—Estas serranas son así. Para crianderas son lo que hay…

El dueño de casa, al escuchar tales comentarios, sonreía y rezongaba:

—Mi plata me cuesta la vaca.

Por fin se murió la chica.

El médico de la familia, que sería un sabio sin duda, expresó que el deceso obedecería a cualquiera de estas dos causas: paludismo… o cólera infantil. Es difícil diagnosticar post mortem… El sólo la veía, ahí, cadáver… Si lo hubieran llamado antes es seguro que podría ahora decir, con exactitud clínica, qué enfermedad se llevaba a la bebe.

Con todo, el doctor pareció inclinarse por el paludismo. Acaso le tendría más simpatías a este mal amarillo que al otro verdoso. Quizás, también él, a su modo, jugaría a los colores.

Porque al firmar, vacilante, el certificado de defunción, puso así: paludismo…

(Y era, ¡carajo! de hambre que se moría).

A Concepción se le había hecho seco el dolor. Ni una lágrima vertió por la cocola. La miraba, no más, la miraba alumbrada por cuatro velas de sebo, metidita en su ataúd de tabla humilde de figueroa, forrado de ruan. La familia murmuraba:

—¡Qué alma dura la de esta mujer! Ni llora, siquiera.

—Estas serranas son así, hija. Me han contado que les echan ají o agua caliente en los ojos a las criaturas.

—¿Para mandarlas a pedir caridad?

—O para librarse de ellos. Así, ciegos, los reciben en los hospicios.

—¡Qué barbaridad!

—En la costa no pasan esas cosas.

—No.

—Es que acá somos mejores.

—¡Ah, claro…!

Concepción no oía estas murmuraciones.

Sufría en silencio. Cuando más un suspiro. Si no lloraba era, en verdad, porque su dolor se le había hecho seco.

X

Cuando, terminada la lactancia del bebe, dejó el empleo, guardaba, anudados en un pañuelo que escondía entre los senos, unos cincuenta billetes de a sucre. Eran sus ahorros miserables, reunidos a costa de sacrificio y medio, consumado hora tras hora, en secreto.

Se asoció con una paisana e instaló una venta de chicha de jora en la calzada de la Legua.

Era estratégico el sitio. Los pata-alsuelo que volvían de los entierros, se bebían la chicha fresca y dejaban sus moneditas de níquel.

—Sírvame otra botella, vea.

—No; esa no. Esa otra más panzona.

—La de allá.

Ña Concepcioncita —ya la nombraba así el vecindario— destapaba el frasco de largo cuello, y lo entregaba con un cojudo redondito, al marchante.

Se entretenía en prestar atención a las charlas.

—¡Barajo que con la muerte se crece! Grandota la caja de don Venancio, ¿no? Y él que era retaquito en vida.

—Dizque deja dos madres d'hijos, ¿cierto?

—Ahá.

—Todo patucho es mujeriego, dice er dicho.

—¡Y el huecote qué hondo!

—Seis sucres costó la cavada.

—Medía tres metros.

—¡Lo que es uno!

—Deme otra chicha.

—Cuidado te coge.

—¿Quién? ¿El difunto?

—No. La chicha.

—¿Será agarradora?

—¿Y meno?

Ña Concepcioncita escuchaba. Quería enterarse a todo trance de lo que era la vida en la ciudad, en esa ciudad rara y especialísima que es el arrabal. Cuando sus clientes trataban de negocios, ella paraba las orejas como las yeguas asustadizas, en los sitios abiertos. Al rumorear el viento.

—Donde se gana es vendiendo carbón.

—No. Más mejor es tener comensales.

—El negocio que rinde es la pulpería.

—¿Y hacer cajas pa muertos?

—De veras.

—Pero el único es dar plata sobre prenda.

—O prestar pa que le vayan pagando sucre diario.

—En el mercado hacen eso.

—Y el interés se redobla. Sale al cuarenta por ciento.

—¡Barajo que vos sabés de número!

—No sé. Me han dicho.

—Ah…

Adentro, en el fondo del solar, la compañera de ña Concepción, junto a una candelada enorme que tostaba la piel, preparaba la chicha para la venta.

Iba bien el asunto. Se ganaba algún dinerito.

Ña Concepcioncita pudo encargar a un carpintero vecino que le hicera una cruz tamaña, con cuadrada caja de vidrio y letrero dentro, para la tumba de su hija que estaba allá, en lo alto del cerro.

Pero la paisana hubo de irse.

Me ha salido una contrata buena pa dar de comer a los soldados y a la polecía en Baboyo. Te quedarás voz con la chicha.

Se repartieron sin pleito las utilidades. ¿Qué iban a pelear? Eran dos hermanas, dos hermanas en la desgracia común de haber nacido como habían nacido: mujeres y pobres, es decir, carne propicia de los prostíbulos baratos, de cuya entrada se iban alejando gracias al esfuerzo incontenido.

No se prometieron escribir. No sabían eso. Y de haber sabido algo, ya se los habría hecho olvidar el trabajo duro, agobiador. Firmarían, apenas. Las cosas pasan así. Y no hay remedio.

—Mandarás recados en las lanchas cuando haigan conocidos.

—Vos también.

Moquearon. Aullaron despacito. Y se separaron. Ña Concepcioncita perseveró en la faena. Sola ahora, era mayor la ganancia.

Pero la labor era terrible: de la madrugada a la prima noche, sin reposo.

XI

Todo anduvo bien, empero, para ña Concepcioncita, hasta que se echó encima un marido.

La soledad sería. Quizás el grito ronco del instinto. Fue un cholo dauleño, que acudía diariamente a beberse su botella de chicha.

Sentado en una piedra plana, con las manos cruzadas sobre las piernas recogidas, permanecía hora tras hora mirándola.

Cuando pasaba cerca de él la piropeaba:

—¡Serranita linda! ¡Mamacita!

Después hablaba con ella. Le hacía confidencias. Era jornalero en el Muelle Fiscal. Ganaba uno cincuenta diario.

—Y soy íngrimo. En la fonda, como. Hasta me sobra plata.

Poco a poco cobraba ánimos.

—A usté, digo yo, le falta compañero.

—¿Y para qué? ¿para que no me coman los muertos?

Indicaba hacia el cementerio próximo con el brazo extendido y, añadía, convencida:

—¡Ave María purísima! No necesito más dolores de cabeza. El que me da la candela basta.

—Un par de pantaloneh no estorban, y son un respeto.

—¿Sí? ¡Ay qué gracioso!

—Y como soy flaco, ¡pa'l poco lao que ocuparé en su cama! Le pagaré lo mismo que pago en la fonda, por la comida. Sólo er cariño no máh me dará usté, mamacita.

—¡Ay, calle!

La tomó por sorpresa.

Cierta noche golpearon escandalosamente la puerta del cuarto. Ella se despertó, asustada.

—¿Quién es?

Una voz desconocida sonó afuera:

—Abra, señora, que hay incendio cerquita.

Quitó la tranca, desprevenida; y, mientras un hombre corría, otro —el cholo dauleño— se metió a prisa.

—Le tapó la boca con la mano abierta.

—No te asusteh, longuita. Soy yo, tu Ramón.

Estaba el hombre borracho, y el alcohol le aumentaban las fuerzas hercúleas. A tientas la condujo al catre, y la tumbó.

Ella se agitaba, se agitaba. Luchaba con todo su cuerpo.

Pero de pronto evocó una escena tejana y se quedó quietecita…

Quitecita…

XII

Ramón Frías le robó cuanto pudo y le hizo dos hijos: Ramoncito y Herminia.

A ésta no la conoció el padre.

Semanas antes de que la mujer librara, Ramón Frías anunció un viaje a Daule, donde dizque tenía un hermano grave.

Arrambló con lo ahorrado para el parto, y…

Estaba de moda el cuplé de Irene Soler… Los guitarristas de la Legua lo cantaban en son de pasillo…


Ojos que te vieron ir,
¿cuándo te verán volver?


Ña Concepcioncita se consoló con los hijos nuevos, le trajeron un buen olvido de la muertecita…

y de todo…

Se dedicó con más ahínco aún a su negocio, para criarlos, para educarlos.

Lo consiguió. El hijo estudiaba —ahora— leyes en la universidad. En breve plazo le entregarían el cartoncito que, encerrado en marco dorado con bandera ecuatoriana en raso, ostentaría como un blasón. Y puede que blasón también lograra. A lo mejor, cualquier amigo genealogista descubriría por ahí, en los medio quemados archivos paisanos, que, por parte del cholo dauleño que lo engendró, descendía el hombre nada menos que de la casa ducal de Frías.

La hija —armada de un flojo bagaje de inglés, piano, violín, polvos auténticos de Coty y raras esencias de narcisos de todos los colores—, esperaba al macho que la acabara de hacer mujer.

Era el triunfo.

Y el epílogo.

Sin duda que ña Concepcioncita había prosperado. La antigua chingana se convirtió en pulpería; la pulpería en barraca grande del mercado, atiborrada de artículos.

Ña Concepcioncita podía casi considerarse rica.

Pero había pasado más de veinte años. Ella tenía ya cuarenta… y, en el corazón —"que me le ha sufrido tánto, niño"— insuficiencia mitral.

Eso: el epílogo…

XIII

Melanio Cajamarca, el longuito de Licto, comía su tercer guineo cuando ña Concepcioncita abrió los ojos.

—¿Se despertó ya, niña?

—Si no estaba durmiendo…

—Ah… Largo rato estaba yo con la portavianda de la comida. Estará frío el locro.

—No importa.

—Ah… Diga, niña, ¿y a quién daba entonces, cuando tenía cerrados los ojos, esos besotes?

Sospiraba busté, niña, y hacía ¡juh!, como mula cansada. ¡Y decía unas palabrotas más cochinas!

Ña Concepcioncita se revolvió, inquieta.

—¡Callaraste la trompa, longo atrevido!

Permaneció un instante silenciosa, y agregó luego, cambiando de conversación:

—¿A vos, Cajamarca, te gusta el pinol?

—Claro, niña.

—Te voy a dar un poco para que tragues.

—Dios le pague, niña.

—Ve y no andarás a repetir, aura que estés con el doctor y la señorita Hermiña, las pendejadas que has estado hablando.

Cajamarca sonrió y dijo:

—Bueno niña.

Cólimes Jótel

De atenerse al letrero pintado a grandes caracteres negro sobre el fondo celeste, que se mostraba en el frente del edificio, a todo lo ancho de la fachada, bajo la línea de los alféizares, el nombre propio de aquello era el de “Hotel Colimes”. En los registros de la oficinas de higiene de la alimentación estaba catalogado, modestamente, entre las casas de posada, en la cuarta categoría. Pero, el dueño y sus empleados lo llamaban a la inglesa (?), enfáticamente, golpeando la esdrújula y aspirando la jota en un ahogo: “Cólimes Jótel”. Añadían, en castellano, lo que en castellano con errores ortográficos rezaba otro letrero, pequeño éste, colocado también en la fachada, sobre el arquitrabe del cornisamento de madera: “Piesas desde a sucres. Comidas sanas. Atención hesmerada. Moral en la libertad”.

El “Hotel Colimes” ocupaba la parte alta de una casa vieja, de cañas y quincha. La construcción era casi secular; y, por sus tipo y su aspecto, pasados algunos años podrá asegurarse con algún fundamento que en sus salones bailó Bolívar.

En la parte baja, en las tiendas, funcionaban comercios de artículos de cuero que despedían vahos nauseabundos de tanino y hediondeces de pieles mal curtidas. Del alcantarillado de los traspatios se desprendían visiblemente emanaciones pútridas, en las que flotaban nubes de moscas y mosquitos. Debido a todo ello, que ascendía en vaharadas densas por los claustrillos, arriba reinaba de suyo un ambiente pesado; que el olor a polvos de Coty falsificados y a esencias baratas de las cabaretistas, y el tufo a viandas sazonadas a la perra que salía de la cocina, contribuían a hacer insoportable.

Por cierto, el edificio no había sido hecho para que sirviera de hotel, sino para residencia familiar; y, al instalarse en él con su negocio, el dueño hubo de arreglarlo al efecto. Había tirado unas divisiones absurdas —diagonales, paralelas, angulosas—, de cañas empapeladas o de tablas de jigua blanca sin cepillar. Así, los antiguos cuartos prestaban acomodo a varios pasajeros, que en las noches se escuchaban mutuamente sus ruidos como si durmieran en un mismo lecho.

La disposición de los focos de luz eléctrica —Edison Mazda, esmerilados, 50W. 110V—, pegados contra el cielorraso, valía para que alumbraran algunas habitaciones a la vez. Sin embargo, unas habían que tenían su 25 bujías exclusivo, y aun con conmutador. Estas últimas piezas estaban localizadas en los que fueron cuartos de domésticos en la primitiva distribución de la casa, y tenían precios especiales más crecidos que el corriente.

Los principales clientes por asiduos y constantes, de “Cólimes Jótel”, eran rameras, de distintas nacionalidades, que bailaban a sueldo en los cabarets de la calle Quito. Tales mujeres, de encantos más o menos discutibles, regresaban generalmente borrachas a la madrugada, al filo del amanecer, acompañadas de tipos tan alcoholizados como ellas, y los cuales, al despertarse hacia el mediodía, armaban escándalos fenomenales, asegurando que les habían saqueado los bolsillos.

También era frecuentado “Cólimes Jótel” por montuvios que “posaban” en él cuando venían a Guayaquil para hacerse “reparar” del médico o para consultar al abogado. Tres vinieron, en diversas épocas, a cobrar premios en la lotería; pero resultó la curiosa coincidencia de que, al ir a hacer efectivo el billete, aparecía que éste no era el favorecido. Por mucho que, en cada ocasión, los montuvios juraron por todos sus santos patronos que habían traído, amarrado en un nudo del pañuelo, el billete auténtico, el mismo que les habría sido sustituido en el hotel; era lógico suponer que se trataba de equivocaciones flagrantes, debido a que no cotejaron bien el número con el boletín, ya que los montuvios, por mucho que sepan leer, no dominan a la perfección la oscura ciencia de los guarismos.

De todos modos, los campesinos ponían una nota pintoresca en el hotel. Traían, junto con sus personas y sus atados, un poco del puro aire de los montes y un picante olor a sudor de caballo y a excrementos de vacunos... También olían a janeiro fresco y a agua de las charcas.

Ofrecían singulares espectáculos cuando al volver de las fianciones de los cines o de los circos se daban con que, acostada en el catre de su cuarto, esperaba alguna de las rameras... Aceptaban, encantados, unos; protestaban, otros, en principio, para ceder cuando el dueño les decía que lo tal era una costumbre directamente traducida del alemán de Austria, copiada de los grandes hoteles de Viena, y que constituía una comodidad que el próvido hospedaje ofrecía a los clientes de los campos.

Después, éstos, ya en las haciendas lejanas, mientras se curaban con infusiones de vegetales anónimos, de alguna enfermedad secreta que habrían pescado por hacer aguas contra el viento, por comer cañafístola o por haberse sentado en el cacao asoleado o en asiento caliente..., se hacían lenguas de lo que se habían divertido en el Guayas...

“Cólimes Jótel” prestaba también algunos otros servicios impagables; por ejemplo, propiciaba citas de malos amores —señoras casadas, personas distinguidas—, a cuyos eventos contaba con una puerta excusada y con ocultaderos y escondites bastantes aceptables.

Cuando alguna muchacha de los arrabales era raptada por su novio, los agentes de investigaciones, de no haberla encontrado en cualquier otro sitio semejante, la buscaban con éxito en “Cólimes Jótel”. Era cosa segura el hallarla, y no como entró, en el famoso cuarto rosado...

Este cuarto no se diferenciaba de los restantes sino en el color de su papel, que pretendía de simbólico; pues, por los demás, el menaje era el mismo: una hamaquilla a medio romper; una cama estilo cuja, hecha de tubos de cañerías de gas, con su colchón de paja, un lavatorio de hojalata; una repisa, sostenida en la pared con un pie de amigo, que hacía de velador; un roperito de los de tijera; y, debajo de la cama, púdicamente escondido entre las deshilachaduras de la colcha, el vaso de noche, que era de un bonito color verde con dalias pintadas en tono sangre de toro...

Alguna ocasión, los empleados de policía, al registrar el hotel por dar con algún tahúr, con algún bebedor contumaz violador de la ley seca, o con alguna doncella perdidiza, se toparon con el botín de robos recientes. Es indudable que se trataba de cualquier cliente de poco más o menos, que no respetaba la libertad y al par severa norma tradicional de la casa....

“Cólimes Jótel” se permitía algunos lujos. En su hall ostentaba una victrola ortofónica 4-13 y tenía el teléfono privado de una talabartería.

Chichería

Letreros al óleo:


Chichería "El Ventarrón" de
Mariana de Jesús Contreras V.


NO FIO, SEÑORES: ANTES DE PEDIR
CONSULTEN CON SU BOLSILLO SI
NO QUIEREN QUE INTERVENGA
LA POLICIA


LA MEJOR CHICHERÍA
DE LA TAHONA


Letreros al carbón:


MAS MEJOR ES LA DE
ENFRENTE


YO SOY MUY HOMBRE


¡MALDITA SEA!


¡VIVA BONIFAZ!


¡ABAJO!


Y otros...


El más alto:

En un cuadro de viejísima hojalata, reclavado arriba del marco de la puerta, en letras negras sobre una mancha polícroma, semejante a la bandera de Suecia:


PROPIEDAD ESCANDINAVA


A un costado, a tiza:


MENTIRA, PUEBLO
PROPIEDAD PERUANA.


* * *


Había dos barricas grandes: “La Envidia” y “El Pescozón”. Habrá, además, una serie de barrilitos en varios portes pequeños, hasta algunos que parecían de juguetes o de muestrario, como, por ejemplo, “Lindy”. Todos estaban repletos de buena chicha cogedora, en diversos estados de fermentación, según el día de la llenada y la edad y madera de los envases.

Se servía conforme a los gustos. Decía ña Mariana, la dueña:

—Vea, Camacho a los del reservado me les pone de “El Pescozón”. Esa gente quiere fuerte, como pa quemarse el guargüero.

O, en otros casos:

—Me les vacea de “La Envidia”. Esa chicha no está muy templada que digamo...

Durante el día casi no había movimiento. La tienda dormía en su penumbra. Los barriles alineados, reposando sobre sus cajones de palo duro, que se asentaba en el suelo de piedra; daban una impresión extraña. Redondos, ventripotentes, tamaños, recordaban a esas momias de obispos, ataviados de pontificar, que se ven en las catacumbas de algunas catedrales serranas.

Sólo la rueda a circunferencias negras sobre fondo claro, plomizo, del tiro al blanco para escopeta de mota, rebrillaba en la oscuridad de una esquina, como una pupila curiosa. A veces, algún rayo de sol cosquillante, juguetón, metiéndose por los soportales hacía reir la dentadura apolillada de “Maruja”, la pianola de marca “Playotone”.

Únicamente Camacho atendía en las horas diurnas. Ña Mariana dormitaba tras el mostrador, cuidando del negocio más con la presencia que con la vigilancia de los ojos entrecerrados.

Acudían, a la media tarde, muchachos que salían de las escuelas vecinas. Iban en rondas bulliciosas, peleándose y bromeando.

Preferían la chicha suave y dulzona de “Lindy”. Alguno, mayorcito, que ya bordeaba la pubertad y fumaba su “Progreso”, mal liado, solicitaba chicha de “El Pescozón”, o de “La Envidia”. Camacho no hacía reparo; pero si se apercibía ña Mariana, lo impedía.

—No; no quiero que se chumen y yerme en vainas. No es por nada pero la policía va a andar fregando si pasa algo.

Ña Mariana se consideraba una buena mujer, aunque su moral fuera un tanto latigueada.

—Si quieren de “Lindy”, sí...

Y era intransigente.

En cambio, permitía que los chicos dispararan al blanco, apostándose sus centavitos, y les cobraba el “derecho de casa”. Cuando les faltaba dinero, les recibía a empeño incluso los libros de estudio; y, de no sacarlos a tiempo, los mandaba vender en los caramancheles de la orilla.

A las seis de la tarde se encendían los focos eléctricos. Por toda la tienda se diluía, en el aire, una claridad azulenca, lechosa, agradable a la vista, que era el reflejo de las luces en la pintura de los barriles.

A esa hora llegaba el sirviente que estuviera de turno, de los dos más que había: Cervantes y Rosado. Con algún retraso llegaba la pianolista. Esta decía llamarse Rosa Spencer y ser hija de ingleses y nacida en Valparaíso: era una prostituta pasada de moda, que arrastraba su carne envejecida y pintarreajada por los más bajos fondos del puerto.

Por lo regular, los clientes no aparecían hasta las siete.

Casi todos los jornaleros de esa zona del Malecón, los fleteros, los embarcadores de fruta, los estibadores de carga en los buques extranjeros, acudían.

En ocasiones saltaba marinería de las naves surtas en la ría: era ésta una clientela selecta y preferida, que hinchaba de relucientes monedas y de grasientos billetes el cajón del mostrador. Había, además, con estos clientes, la ganancia del cambio.

Los sábados por la noche el negocio era más productivo pero en el resto de la semana no eran despreciables las entradas.

A cosa de las diez comenzaban a presentarse las mujeres. Ña Mariana no las pagaba para que bailaran; pero ellas iban, sin embargo, acicaladas, propicias a la pesca de algún hombre que les diera de beber y les convidara la cena.

En esta oportunidad de su venida, se repartían las guitarras.

Casi siempre concurrían los trovadores famosos del barrio, y se armaban concursos y contrapuntos. Cada cantor tenía sus partidarios, sus admiradores incondicionales, en oposición a los de ótro. Estas rivalidades eran causa de peloteras, escándalos y aun combates cruentos, en los que los jarros hacían de proyectiles.

Se murmuraban que más de una ocasión resultaron muertos en tales luchas. Hablábase de un pozo negro, no cegado, que dizque había en el traspatio de la chichería, y el cual era, según la afirmación musitada de los vecinos, una suerte de osario común.

Lo único cierto que podía saberse es que no han sido pocos los barcos que hubieron de suprimir nombres en su rol, al zarpar de Guayaquil, donde sus tripulaciones saltaron y fueron vistas, última vez, en la chichería de “El Ventarrón”.

Cuando aquellas algazaras se promovían, ña Mariana abandonaba su aspecto pacífico y su reposado continente, e intervenía con aires matoniles, esgrimiendo una porra de chonta. Vociferaba mientras repartía garrotazos a diestra y siniestra.

—¡Largo de aquí! ¿Me quieren dañar el negocio? ¡Vayan a amolar a la perra que les parió!

No se acobardaba ante nadie, por fama de guapo que tuviera el bullanguero.

—Yo me les hey plantado a Cachasmaco y a Manyoma; ¿qué miedo les voy a tener a ustedes, desgraciaos?

Cachasmaco y Manyoma fueron unos terribles matones que, no ha muchos años, hicieron de las suyas en la Quinta Pareja. Cacahueros fornidos, sin técnica alguna boxeril, siguieron la escuela de la pelea criolla que exaltara a su máximo apogeo el legendario Marcos Soriano.

—Y a la policía también me la hey echado encima...

Las risas de los circundantes advertíanla del juego de palabras en que había incurrido involuntariamente.

—¡Majaderos!

Cuando decrecía el alboroto, ña Mariana ordenaba a las parejas que salieran al ruedo del baile y a los cantores que reanudaran sus cantos.

Sonaban los acordes breves de las guitarras; y, a poco, un voz aguardentosa gritaba a grito pelado el pasillo de moda:


Soñé ser tuyo y en mi afán tenerte
Presa en mis brazos, para siempre mía;
Pero nunca soñé que, de perderte,
A otro mortal la dicha sonreiría.


* * *


Camacho estaba enamorado de ña Mariana.

Como él vivía en la misma tienda y se adjudicaba a la mesa de la patrona, las sobras que dejaba ésta; tenía más oportunidades de verla que Cervantes y Rosado.

De tanto verla se enamoró.

Al principio le hacía confidencias a los otros fámulos.

—Anoche la vide a la gorda, desnudota. ¡Barajo que hay alimento! ¡Es mujer como pa pobre!

Cervantes asentía:

—Si así vestida no ma’se le ve... ¡Bien sacadah las’agua! ¡Y popa’e lancha, caray! ¡Pa un cuartel alcanza!

Rosado inquiría detalles íntimos:

—¿Y es veyuda? ¿Y de qué gordo tiene las piernas acá, ¡fijate!, acá arriba?

Camacho revelaba cuanto había visto. Con el entusiasmo agresivo de sus dieciocho años llenos, libidinosos de suyo y puros a la fuerza, describía las anchas gracias de ña Mariana, sus grasosos encantos de multípara.

Después se volvió más cauteloso y casi ni quería hablar de la patrona.

—¡Déjense de joder! De repente alguien le va con el cuento y nos larga a los tres.

Pero era un mal signo. Sucedía que ya Camacho no estaba enamorado, sino obsedido, enloquecido. Soñaba con la hembrota basta: la veía mejorada, embellecida, ofrecérsele sumisa, pasiva, obediente. No era ya su patrona sino su esclava. Su cosa. La poseía; la poseía hasta quedar exhausto, agotado, precisamente como un barril de chicha vacío, vaciado.

Lo malo es que esto sólo acontecía en sueños, y Camacho comenzó a sufrir de poluciones nocturnas y a enflaquecer espantosamente.

Mientras tanto, el afán le aumentaba insaciable.

Ña Mariana acaso no se daría cuenta o acaso no le concedería importancia al asunto. Los clientes sí notaban el apasionamiento de Camacho, y le prestaban a su actitud un interés burlón y, a veces, compasivo.

—¡Lo que es este hombre se va a fregar!

—¡Seco se’stá quedando!

—Lo que más consume es la mujer.

Creían que era conviviente de ña Mariana. Otros, un poco mejor enterados, negaban eso y le atribuían a Camacho vicios solitarios.

Le decían:

—¡Póngase candao en la bragueta, amigo!

O, también:

—Amárrese las manos cuando se acueste a dormir!

O, también:

—El camino que lleva con “eso”, es más corto que el de la Lengua pa’irse al cementerio.

Camacho se desentendía de las chanzas. No le importunaban ya. Se había ausentado de sí mismo. Su espíritu estaba nada más que en sus miradas, y sus miradas se las llevaba ña Mariana prendidas en las curvas rotundas de las caderas pomposas, y en los troncos gruesos de los muslos y en las moles altaneras de los senos.


* * *


No había pasado en años. Pasó en un día. Salió verdadero el decir popular.

Fue un viernes por la noche. A las doce había poca gente. Cuatro personas apenas; marineros de un buque anclado frente al Conchero.

Hablaban con un dejo achilenado; pero afirmaban ser mexicanos, de Yucatán. A lo mejor eran ecuatorianos manabitas de esos que se embarcan para Nueva York junto con la tagua y el caucho o se metían a servir en los caleteros.

Cuando la chicha les hizo sus efectos, empezaron a decir que eran cubanos, únos, y ótros de Puerto Rico. Tratabanse entre ellos de contrabandistas, piratas y ladrones, y se referían a tierras y mares de nombres estrafalarios.

Rosado no estaba de turno, y Cervantes y Camacho los atendían, mientras la patrona, somnolienta, daba cabezadas sobre el mostrador.

Roncaba la victrola, a falta de cantores. Rosa Spencer, la pianolista, habíase marchado ya con una conquista.

Los marineros preferían a Camacho como mozo, y así lo manifestaron. Cervantes, un poco mohino, se retiró a una banca del portal.

Ya borrachos, los marineros obligaron a Camacho a beber con ellos. Uno, el más viejo, lo llamó aparte tan pronto como lo advirtió un poco embriagado.

—¿Usté se acuesta con la patrona?

—No.

—Pero le tiene ganas...

Camacho confesó:

—Sí...

—Usté m’ha cáido en gracia, ñor, y le vo’a tender la cama. Dele a l’ hembra este polvito. Solita lo jala p’al catre.

—No tomará.

—Espere. Se acercó el hombre a ña Mariana con su jarro de chicha.

—¿Me aceuta una confianza?

Solía negarse la patrona. Esa vez accedió.

De una empinada trasegó íntegro el líquido compuesto. Sentiría desagradable el sabor de la chicha, porque hizo al fin un gesto de asco. Nada más.

El marinero le dijo luego a Camacho:

—A la media hora hace efecto. Nosotros nos vamo. Aproveche usted primero. Después regreso yo solo, pa que me dé mi parte, socio... Me deja la puerta unta...

Marcháronse los marineros.

Transcurrió un cuarto de hora. No acudió ningún cliente más. Ña Mariana ordenó:

—¡Váyase, Cervantes! ¡Cierre las puertas, Camacho!

Explicó:

—Me voy a acostar temprano. Creo que m’enfermado. Se me da vuelta la cabeza.

Camacho apretó los labios y se estremeció.

Cuando se fue Cervantes, él cerró las puertas.

—¿Apago, señora?

—No; espérese.

Camacho se bamboleó. Se sentía más ébrio, ahora.

Ña Mariana sonrió:

—¿Está jumo?

—Si; esos tipos...

—¡Ah...!

Seguía sonriendo la patrona. Era una sonrisa extraña, impresa, ajustada.

—¿Qué le parece, Camacho, que nos tomáramo un jarro de “El Pescozón”. M’aprobocao.

Era la primera vez que acaecía esto. La primera vez.

Bebieron un jarro, dos... un galón, dos... Mano a mano, frente al mostrador.

De improviso ña Mariana se tumbó sobre el sirviente. Estaba pálida hasta lo inconcebible. Sonreía. Lo abrazó.

—Yo a vos, Camachito, te quiero mucho.

Cayeron juntos al suelo revueltos, estrujándose.

Reaccionó el hombre.. ¡Estaba ahí la hembra, la hembra de las ansias angustiadas, rendida, apta!...

Ah... Pero, ¿qué era eso? ¡Por Dios! ¿Qué era?

—¡Señora! ¿Qué le pasa, señora? ¿Qué le pasa?

¿Sera la muerte? ¿Sería...?

Ña Mariana había cobrado un aspecto horroroso. Tenía el rostro amoratado, violáceo. La mandíbula inferior se había desquijarado. El cuerpo recto, recto, recto... se iba poniendo rígido... Salían de la boca espumarajos... No se abrían ya, en el afán del aire, las aletillas de la nariz... Apenas si el pecho se convulsionaba.

—¡Señora! ¡No se muera, señora! ¡Por Dios, no se muera! Ah... ¡y morirse ahora!

Camacho vacilaba, vacilaba...

Se le ocurrió fugar... Pero la chicha estaba ahí. La chicha podía más. La chicha llamaba, y había que atenderla. Desde el fondo de las barricadas de enormes vientres grávidos, la chicha llamaba.

Camacho llenó hasta los bordes una garrafa galonera y alcanzó un jarrito. Escogió, por cierto, de la chicha picante de “El Pesconzón”.

Se sentó al lado de ña Mariana, que ahora estaba ahí, tendida en el suelo, propicia a todo, dispuesta a todo, quieta, quieta...

Bebía el hombre. Después colmaba el jarro y lo vaciaba de un golpe en la boca de ña Mariana, donde el líquido hacía un gluc-gluc raro...

Y transcurrió un gran espacio de tiempo...

De pronto sonaron golpes en la puerta, y una voz dijo:

—¡Amigo! ¡Soy yo, su socio! ¡Abra!

Camacho hizo una mueca, siguió bebiendo y derramando chicha en la boca de ña Mariana, y no contestó...

Los golpes arreciaron, arreciaron; espaciaron se luego; y cesaron, por fin...

Oyó Camacho unos pasos, alejándose, y la voz decía, furiosa:

—¡Ahí’juna!... ¡Solito se da el banquete!... ¡Ahí’juna!... ¡Y se come la parte’l socio!

Olor de cacao

El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano.

—¿Taba caliente?

Se revolvió el hombre fastidiado.

—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.

De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.

Concluyó:

—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable?

Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre:

—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...

Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...

Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:

—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.

Agregó, absurdamente confidencial:

—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin duda... Es la mala pata...

La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:

—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...

Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona:

—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!

Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse.

—¿Cuánto es?

La sirvienta aproximose más aún a él. Tal como estaba ahora, la patrona únicamente la veía de espaldas; no veía el accionar de sus manos nerviosas, ilógicas.

—¿Cuánto es?

—Nada... nada...

—¿Eh?

—Sí; no es nada..., no cuesta nada... Como no te gustó...

Sonreía la muchacha mansamente, miserablemente; lo mismo que, a veces, suelen mirar los perros.

Repitió, musitando:

—Nada...

Suplicaba casi al hablar. El hombre rezongó, satisfecho:

—¿Ah? Bueno...

Y salió.

Fue al mostrador la muchacha. Preguntó la patrona:

—¿Te dio propina?

—No; sólo los dos reales de la taza...

Extrajo del bolsillo del delantal unas monedas que colocó sobre el zinc del mostrador.

—Ahí están.

Se lamentó la mujer:

—No se puede vivir... Nadie da propina... No se puede vivir...

La muchacha no la escuchaba ya.

Iba, de prisa, a atender a un cliente recién llegado. Andaba mecánicamente. Tenía en los ojos, obsesionante, la visión de las huertas natales, el paisaje cerrado de las arboledas de cacao. Y le acalambraba el corazón un ruego para que Dios no permitiera la muerte del desconocido hijo de aquel hombre entrevisto.

Malos recuerdos

Cuando vengo, cuando voy, cada vez me saluda el pulpero de ahí afuera. No parece sino que ese hombre estuviera en la vida para saludarme a mí.

—Buenos días, don Facundo.

—Buenas tardes, don Rosillo.

—Buenas noches, señor Facundo.

De cualquier manera, a su arbitrio, tratándome como le da la gana, pero no deja de saludarme. Como si no tuviera otra cosa que hacer más que cumplir para conmigo los deberes de urbanidad. Ni yo que aprendí de memoria el manual de Carreño y que ahora soy, por una serie de circunstancias desastrosas, profesor en la escuela nocturna de una sociedad obrera.

Antes el pulpero me decía sencillamente, aun hasta palmeándome la espalda:

—¿Cómo le va, joven?

Hace no sé cuántos años. En la época de la guerra con el Perú, creo... Entonces me sentía enojado por eso que reputaba una confianza excesiva; y, quizás, hoy no me molestaría si el pulpero me dijera una noche, lisamente, cuando regreso de dictar mis clases:

—¿Cómo le va, joven? Tunanteando, ¿eh? ¿Picando a alguna hembrita?

Hasta le perdonaría su asiduidad cortés.

Ah, el pulpero... Desde que lo conozco, sólo tres días no me ha saludado. Y es que no estaba en Guayaquil.

Fue un par de lustros ha. Se marchó a Taura, donde agonizaba su madre. Volvió de un luto detonante de tal luto que era. La camisa, incluso, la llevaba negra: un poco de color y un mucho de sucia.

Ah, el pulpero...

Durante el breve tiempo que estuvo ausente se notó que hacía falta, se advirtió que era necesario para que las cosas del barrio anduvieran como siempre.

Yo lo extrañé. Y me alegré de veras cuando, al ir una mañana a mi trabajo, vi de nuevo abierta su tenducha y escuché su eterno saludo:

—Aló, don Rosillo, ¡buenos días!

* * *

Es conveniente que haga estas apuntaciones que suelo escribir detrás de los vales de caja que me traigo de la oficina o detrás de las listas de asistencia que me traigo de la escuela.

Mato así las horas nocturnas que me quedan libres, cuando me las rechaza el sueño. Peor ahora que estoy padeciendo de insomnios. Y que no se va a pasar úno la vida durmiendo como los cerdos... Hay que vivir... Hay que vivir...

Además, un recuerdo trae a otro, de la mano.

Por haber recordado la muerte de la madre del pulpero, he recordado la muerte de mi propio padre, cuyo vigésimo segundo aniversario se cumple mañana.

Murió tuberculoso en el “Calixto Romero”. Estrenó un pabellón recién construido; y, por ello, su fallecimiento armó algún revuelo entre los barchilones y los asilados.

—Ya ha muerto uno en “San Nicolás”.

—Sí; está ahí abajo, en la sala “De profundis”.

—Véanlo... Véanlo... Por esta rendija se le ve...

Habían depositado el cadáver en una tarima de madera. Estaba descalzo y tenía las plantas de los pies tan frías y tan blancas como el hielo de la Cervecería. En la boca se le había fijado para siempre un gesto horrible: la sangre se abría salida entre los labios cerrados y corría en un lento hilillo por la barba.

Es una historia triste ésa.

Lo echaron a la zanja común metido en una funda de liencillo. Nada más.

Cuando fui a la oficina —antes había trabajo en ella mi padre y yo era su ayudante— el jefe me estrechó la mano por la primera vez.

—Le doy el pésame, Rosillo —me dijo— y me lo doy a mí mismo. Ha perdido a su padre; la oficina ha perdido un empleado competente. ¡Ojala siga usted las huellas de ese hombre honrado que le dió el ser que tiene!

—Gracias, señor Ponte —repuse yo, lloroso y agradecido.

Sigo, en efecto, las huellas de mi padre. Tuberculoso como él acabaré, sin duda, en el “Calixto Romero”, cuyos edificios color cascajo, recortados contra el cerro del Carmen, desde aquí distingo.

—Las sigo, señor Ponte.

* * *

El sábado siguiente, cuando cobré mi semana, supe que me habían rebajado el sueldo.

Me explicó el cajero:

—Es orden del jefe.

—Aja.

Después averigüe que el señor Ponte había dicho:

—Se le haría daño a este muchacho conservándole el mismo sueldo. Carece de familia; ya no tiene que comprarle al padre especialidades ni alimentos... ¿para qué tanto dinero?

A lo que el contador había agregado:

—La plata malea a la juventud.

Sólo tres o cuatro años después volví a ganar lo que antes.

* * *

Si yo hubiera tenido madre que mantener, acaso no me habrían rebajado el suelo miserable. Es casi seguro. Pero, no la tenía. Quién sabe si no la he tenido nunca. Es curioso. Como si hubiera nacido de la tierra o del agua.

Mi padre no me habló nunca de mi madre.

Cuando le pregunté, me contestó invariablemente:

—Si no quieres que te patée, métete el dedo donde no te estorbe, y échate candado la trompa.

Cierta ocasión mi padre llegó borracho con un amigo. Al yerme, el amigo dijo:

—¿Este es el hijo que le clavaste a la tuerta?

Mi padre se enfureció y gritó a voz en cuello:

—¡No me hables de la chiva ésa!

Callaron.

Después, alguno ha insinuado que mi padre tuvo amores con una señora de la buena sociedad y que yo podía resultar nada menos que el fruto de tales relaciones. Sería novelesco. Precisamente en muchas novelas que he leído las cosas pasan así.

Pero, no puede ser. Quien conoció a mi padre no creerá jamás que una señorona se haya enamorado de él, ni loca que estuviera. Era demasiado feo; más que feo, insignificante. Retaco, flaquito, azambado, moreno. Como yo. Soy su vivo retrato. Pertenecía el pobre a esa clase de hombres a quienes ni las mujeres miran ni los perros ladran.

De cualquier suerte que fuere, lo único que yo afirmaría hasta cierto punto es la risible cosa que soy hijo de una chiva tuerta.

Y ya es bastante.

Se me ha ocurrido que mi padre llamaba “chivas” a esas tristes infelices que son conocidas, absurdamente, por “mujeres de la vida alegre”.

No estoy del todo convencido de que así las llamaba... Pero, me parece recordar...

¡Oh, entonces sería espantoso!

Y, reflexionándolo mejor, no creo que me convenga a mí, en mis circunstancias, seguir en estas apuntaciones.

Con lo que he escrito, también es ya bastante.

Honorarios

—Pero, doctor, si ella no era virgen...

—Puede ser, señora; yo no pongo en duda, ¡oh no!, lo que usted asevera. Mas, el informe pericial...

—¡Qué informe pericial, doctor! Nadie me convencerá jamás de que el peluquero Suipanta, ¡mudo morlaco!, y el carnicero Martínez saben examinar eso. ¿Es que han estudiado anatomía...? ¿Es que...?

—Será lo que usted quiera, señora; pero, el comisario, en el severo ejercicio de las funciones de su noble cargo, procedió correctamente al nombrar empíricos para el rápido reconocimiento de la violada... El Código de Enjuiciamientos en Materia Criminal, en su artículo 72 —si la memoria no me es infiel—, faculta en casos como el que nos ocupa, cuando no hay profesionales en cinco kilómetros a la redonda... Verdad es que debió nombrar a mujeres... Pero, ocurre que las personas del sexo de usted, señora, con perdón suyo sea dicho, no se prestan para...

—Sí, sí, doctor. Comprendo. Acaso, somos más honorables.. ¡Ah, dispense!

—Crea usted que si no me alcanzara, como se me alcanza, cuál es su estado de ánimo, habría pensado que trata premeditadamente de ofenderme...

—Ya le pedí excusas. Vuelvo a pedírselas. En fin, doctor; yo no entiendo nada de nada... Con todo, pienso que el comisario debió buscar a otras personas, más calificadas, más expertas, que no a...

—Estoy al cabo, señora, de lo que usted insinúa; y, a este efecto, me permito advertirle que hace usted mal, muy mal (y lo mismo los familiares de usted) al excederse en ciertos comentarios desdorosos sobre los señores empíricos que reconocieron a la menor desflorada por el hijo de usted. Lamentablemente, se ha hecho público que el otro día, en la cantina de Severiano Acosta, el hermano de usted dijo que no se explicaba cómo iban a entender de virginidades el carnicero Martínez, que sólo habrá visto la de las vacas, y el peluquero Suipanta, que ni siquiera conoce la de su propia mujer, porque ésta no estaba como debía cuando con él se casó... Repito sus palabras... Es de temer, señora, que esos caballeros, justamente indignados, propongan o intenten proponer querella criminal por atentado contra su honra y consideración; y, acaso, su hermano de usted, usted misma, quizá, se vean envueltos en juicio...

—¡Oh, sería espantoso!

—Y es muy probable que ya hasta lo hayan incoado, según se me ha referido. Creo que mi colega de estudio, el talentoso doctor Martillo, hace actualmente gestiones ante el señor alcalde cantonal primero para...

Ahora la vieja lloraba a gritos. El abogado trataba de calmarla.

—Habría un camino salvador, señora.

—¿Cuál?

—Que su hijo de usted se case con la desflorada.

—Bien sabe usted, doctor, que eso no es posible, que él es casado ya...

—Lo cual agrava su situación ante la ley. Astrea, señora...

—Y aun cuando no fuera casado... cómo iba mi Diego a unirse con una muchacha que será todo lo que se quiera, doctor, ¡hasta bonita!, pero que ha pasado por todos los hombres del pueblo...?

—Señora...

—Sí, doctor. Venga lo que viniere, habré de decirlo, ahora. Hasta usted ha vivido con ella. Es sabido eso. Todo el vecindario lo dice.

—¡Señora! Repare en que de mí depende...

—¿Qué, doctor?

—La libertad de su hijo.

—¿Y cómo?

—¡Ah! Las cuestiones judiciales son tan embrolladas como las famosas ecuaciones del griego Diofanto, señora: su número de soluciones es infinito; y, a veces, a veces, se encuentran alguna tan fácil...

—Le ruego que se explique.

—Pues, muy sencillamente. Está en mi mano hacer que mi cliente, el padre de la violada, retire la acusación... Está en mi mano que el señor comisario, a quien yo coloqué con mi influencia (no lo digo por alabarme), destruya el expediente. lo traspapele, ¿eh? ¡Cualquier cosa! Todo se arreglaría. Y su hijo saldría libre mañana... pasado mañana... ¡hoy mismo! ¿por qué no?

—Haga eso, doctor. ¡Se lo suplico! Mi vida, toda mi vida... ¡Ah, no alcanzarían mis años a rezar por usted, a encomendarlo a Dios!.

—Pero, naturalmente, eso que le digo, señora, tendría su precio. Mis honorarios...

—¿Sus honorarios, doctor? ¿Y de dónde se los pagaríamos? Bien sabe usted de nuestra miseria. Bien sabe usted que es el trabajo de Diego lo que nos mantiene: a mi hija Emérita, a la mujer de él, a los siete chicos... ¿De dónde, doctor, le pagaríamos? La huertita de cacao —once cuadritas, ¡lo único!—, está apestada con la escoba de bruja, con la monilla. No produce nada. La afecta, además, una hipoteca...

El abogado hizo un gesto vago, lento... No; él no era un hombre interesado por el dinero... ¿El dinero? ¡Puah! ¡Quédese para los metalizados, que rinden culto a ese nuevo Moloch que es el oro!

Se insinuó, mañoso.

La vieja, intuyó. Comprendió luego, plenamente.

¡Ah! Quería a la muchacha, a la Emérita... La hermana del violador debía ser violada, ¿no es eso? Una suerte de talión. Diente por diente, himen por himen...

El abogado explicó. No; no era un modo de cobrar el suyo. Era que aprovechaba de la ocasión para tratar un asunto que, de antiguo, habría querido arreglar con la familia... El no era feliz en su vida conyugal, ¡ah, no! Era muy desgraciado, antes bien. Su mujer no se avenía con él, y estaba maduro el proyecto de divorcio. Como fuera libre, él se casaría con la Emérita... ¡Muchacha más digna! Un rey merecía que no a él, pobre y modesto profesional enredado en las cuatro calles de aquel poblachón oscuro, anónimo! La desposaría... ¡vaya que la desposaría! Pero, había que adelantarse, que asegurarse. Las mujeres, a lo mejor salen enamorándose.. y...

La vieja lloraba. Ya no hacía otra cosa que llorar. Era una madre infeliz que no sabía otra cosa que llorar.

El doctor, un poco fastidiado, se levantó para despedirla. Ya le contestaría la señora. Ya hablarían.

La vieja se secó las lágrimas y salió.


* * *


En la casa hubo un conciliábulo entre las tres mujeres: la vieja, la Emérita y la Juana, mujer del preso.

Los siete chicos las rodeaban ignorantes, incomprensivos, pero atentos.

¡Oh, era imposible! ¡Cómo iba a ser, Dios mío!

Fué —el parecer— unánime.

Pero, en el silencio meditativo de la Juana, había una vacilación. Y, acaso, una resolución en ciernes, un propiciarse al sacrificio, en los ojos negros y brillantes de la Emérita.


* * *


Pasaban los días. En la casa, hacíase un ambiente hosco y pesado. Empezaba a escasear la comida. Para un chico que se enfermó, no hubo con qué llamar al curandero; se le daban tisanas de yerbas absurdas, cogidas a la medianoche.... y, estaba ahí, a medio morir, muriéndose, en el camastro revuelto...

La Juana miraba con una envidia sorda a la Emérita. Comparaba con el suyo enflaquecido, arruinado por los siete partos llenos y los cuatro abortos, el cuerpo rozagante de la doncella, y se sentía morir, peor que el chico...

Emérita creyó adivinar que su cuñada le había cobrado odio, un odio tan grande como si ella fuera, no ya el precio de la libertad de su marido, sino la causa de su prisión... y hasta la enfermedad del rapaz.

La seguía... La espiaba...

Una tarde, mientras la Emérita se bañaba abrió la Juana bruscarnente la puerta del cuarto.

Quedóse en el umbral, contemplando a la desnuda que hacía empeños angustiados por cubrirse de las miradas con las manitas.

—Güena hembraza ereh, Emérita! ¡Con razón el doctor Celcado...!

Y los días se venían encima.

El comisario había dicho que el sumario estaba casi concluido y que, después de poco, mandaría el expediente a Guayaquil, a un juez de letras.

La Emérita acabó por resolverse.

Sin anunciarlo a nadie, una tarde fuese a casa del doctor Cercado.

Recibióla el abogado amablemente y la citó para media hora después en el estudio.

Dijo a su mujer, al marcharse para el encuentro:

—Va a declarar por fin la hermana de Diego Pinto, ¿recuerdas?, el canalla ese que violó a la hija de mi compadre Jesús Flores. No quería declarar la perra, y era indispensable que hablara: ella le alcahueteó la cosa al hermano. Se ha decidido, ahora, por las amenazas del comisario. Urge que yo esté presente; pero, volveré en seguida. ¡Cuida a los huahuas!

Besó a la mujer. Besó a los chicos. Acarició al perro. Y partió.

Una vez en su despacho, el doctor Cercado cobró debidamente sus honorarios profesionales: un poco de dolor y un poco de placer, rociados de sangre...

Cuando la Emérita regresó a su casa, se acercó a la cuñada y le susurró el oído:

—¡Ya!

Nada más. Pero, la Juana, comprendió, y sonrió agradecida. En cuanto pudo hablarle a solas, le ofreció sus servicios de mujer experta en esas cuestiones después de aquello...

—Sobre todo, hay que atajarte la hemorragia...


* * *


El doctor Cercado era un hombre cumplidor de sus compromisos: al día siguiente. Diego Pinto salía en libertad irrestricta y el expediente se extraviaba definitivamente.

Mas, había que arreglar el asunto de las querellas propuestas por el carnicero Martínez y el peluquero Suipanta, los señores empíricos...los caballeros esos....

La ecuaciones de Diofanto. Otra vez.

Se produjeron ciertos gastos.

La huertita de cacao atacada por la escoba de bruja y la monilla —once cuadritas, ¡lo único!— hubo de pasar a propiedad del doctor Cercado, quien suplió las costas.

Pero había que agradecerle siempre —¡no alcanzarían los días de la vieja a rezar por él!—, porque, generosamente, se hizo cargo de pagar, cuando fuera oportuno, el crédito hipotecario que gravaba la finca.

La soga

En la claridad azulina del horizonte, muy lejos aún, apareció la comisión.

—¡La soga, pueh! Andan garrando gente.

—¿Y pa qué?

—Pa la guerra.

—Ajá…

Conforme la escolta se acercaba, distinguíase la mancha de color de la bandera que tremolaba uno de los jinetes.

—Van embanderaos…

—Sí; son der gobiesno.

En el portal de su casuca pajiza, mientras rajaba leña del algarrobo para la confección del almuerzo, el viejo Pancho departía con su compadre, Mario, que había ido a visitarlo.

—Toy cansao —dijo Pancho, arrimando el hacha a la pared—. Cuando uno si'hace viejo…

—¡Viejo! Voh podeh manejar todavía un rifle.

—¿Yo? ¡Caray, ni de broma!

Palideció. Y hasta un estremecimiento —como si de algo oscuro y medroso se tratase— agitó sus carnes acarbonadas.

—¡Caray, ni de broma! —repitió— Voy pa lo' sesenta largoh…

—Ayer decíah que te fartaba un mundo.

Pancho miró con rabia a su interlocutor.

—Compadreh somoh, Mario —dijo— Noh conoceme dende mocetoneh, ¿y ti'acuerdah?, pa la dentrada de loh Restauradore, un'hembra peliano, y me la ganaste'n mala ley. Yo no me calenté.

No m’hey calentao nunca con voh… Pero, ¡esto no te lo aguanto! ¿Pa qué tieneh' esoh dicho? Voh mejor que nadien sabeh mih'años; que soy viejo, viejísimo, que no puedo manejar ni l'hacha.

—No hay pa tanto, hombre; no hay pa tanto.

—Claro que sí. Como anda la soga…

—A voh no te bian de garrar. Ti'a juyes de'erbarde.

A tu’hijo Ramón si tarveh lo aprienderían.

—¿A mi'hijo?

—Digo. Como eh mozo y sirve pa sordao…

El viejo Pancho palideció de nuevo. Instintivamente miró hacia arriba, a lo alto de la casa, donde estaba su hijo, y suspiró:

—A mi hijo —repitió en un gagueo—. Y parece que a voh te gusta eso, Mario. Hay una razón.

Como lah tuya no mah son hijah mujeres, y lah mujeres sólo valen pa…

Se contuvo al advertir que su compadre habíase arrancado bruscamente el cigarro de la boca, gesto que en él significaba rabia. Pancho tenía motivos para temer el coraje de su compadre, quien, aunque tan viejo como él mismo, se las traía fuertes aún en lo de puñetazos y machetadas. Como que fue en su hora el mejor "jugador de jierro" de esas orillas. Así pues, variando su última frase, Pancho concluyó:

—Lah mujere no sirvan ni pa na…

La escolta se aproximaba cada vez más. Ahora se la distinguía perfectamente. Formábanla hasta veinte jinetes uniformados.

—Son del escuadrón Yaguachi. Se ve.

Pancho se inquietaba por momentos.

—¿De devera será que andan jalando gente?

—De deverah. Eh pa la guerra, pueh.

—¿Y por qué guerriamo?

—No sé… Dicen que por un pite'e tierra.

—¿Por un pite'e tierra? ¡Caray, no necesitamosh'eso pa na!

Y señalando a los inmensos campos laborables que el capricho egoísta del terrateniente negaba al cultivo, Pancho añadió:

—Ayí hay tierra… ¿Pa qué mah? Despuéh, cuando uno la pela, con doh vara' sobra.

—Y en er güeco, que echen otro; que'r muerto no se calienta.

—¡Claro!

En aquel momento la escolta hacía alto frente a la casa del dueño de la hacienda, a diez minutos más o menos de la vivienda del viejo Pancho.

—¡Tan cerca ya! —dijo éste—. Han parado en la casa'e teja.

Mario aconsejó:

—Esconde a Ramón.

—¡Cierto, caray!

Ágilmente, Pancho trepó por la escalera difícil, hecha delgados troncos de mangle a guisa de peldaños. Bajó al instante.

—Ya le dije. S'ha tirao por atrah de la casa por la cocina, y va guarecerse en el estero, debajo de la puente…

—Ajá; no hay cuidao…

—Afigúrate, no quería irse. Que la patria, que no sé qué…

—Bay, hombre… ¿Ha estao er muchacho en la escuela?

—Sí; argo.

—Entonces… Ahí es que aprienden esah bestiada…

A poco llegaron junto a ellos los soldados.

El que portaba la bandera hizo descansar el asta en el suelo: el trapo nacional ondeó lentamente al aire, como tomando posesión de aquellos campos que acaso jamás visitara. Un respiro del caballo, con cuyas narices tropezó, lo ensució de baba.

El jefe de la comisión —un capitancito moreno, de ojos verdes— preguntó, dirigiéndose a los dos montuvios que lo miraban aparentemente atónitos:

—¿Cuál de ustedes es Pancho Rojas?

—Yo mi coronel…. ¡Selvidor!

—Tu patrón me ha dicho que tienes un hijo —expuso, sonriente el militar—. ¿Está aquí?

—Se jué ar pueblo de mañanita. Si quiere, registre no máh.

—No hay necesidad. Si está en el pueblo ya lo habrán enganchado. Y si no estuviera… ¡tú la pagas!

—Ta bien, jefe.

Pancho Rojas recordó el tratamiento que se daba a los temibles caudillos de las montoneras revolucionarias, y asintió de nuevo:

—Ta bien, mi general.

El capitancito ordenó marcha.

Los soldados obedecieron automáticamente.

El de la bandera hizo, al enhiestarla, un mohín de disgusto.

Cuando los viejos quedaron solos, Mario se dirigió a su compadre.

—Se la pegamo, pueh.

—Y meno…

Pancho volvió a glosar el tema de antes.

—¡Caray que guerriar por tierra!

—Que peleen loh’ abogado… ¡pero, nosotroh!

Simultáneamente recordaron ambos que no hacía muchos meses, cierto día el patrón mandó clavar las estacas de la cerca tres cuadras más allá del antiguo lindero de la hacienda. Los peones de la finca vecina pretendieron impedirlo; mas, ellos, con mayor número de gente, defendieron la nueva cerca machete en mano. Recordaron que hubo sangre… Que José Longo, casi un muchacho, hijo único de ña Petra, la viuda, cayó hijo con la cabeza partida como un coco… Que Manuel Rosa, el "de acá", salió con un brazo menos… Que a Diolindo Yagual… En fin…

No sabían por qué pensaron esto; pero les fastidió el recuerdo.

—¿Verán a Ramón?

—¡Cómo cree hombre! Ya 'stán pasando la puente… Y…

Un grito destemplado —"¡Papá!"— los hizo temblar. Vieron que sobre el puente había un agitarse de jinetes y caballos. Después, otro grito.

Y la escolta siguió camino adelante. Sobre el anca del último caballo amarrado con sendas sogas al cuerpo del soldado, iba Ramón Rojas.

Quiso correr el viejo Pancho; pero no le obedecieron las piernas endebles, le faltó el suelo, y cayó…

Su compadre lo auxilió.

Ya, a la distancia, sólo se lograba distinguir, con esfuerzo, la mancha de color de la bandera, agitándose sobre el grupo que cabalgaba velozmente por el campo, envuelto en densas nubes de polvo…

Don Rubuerto

Difícil será que me olvide alguna vez de mi amigo don Rubuerto Quinto, montuvio viejo de los “laos” de Ñausa.

Estaba yo en su casa cañiza, edificada en plena vega del estero, bien asentada. —“como una vaca que quiere caer a l' agua, blanquito”—, sobre sus cuatro patas fuertes de mangle, delgadas, musculosas, que se hundían profundamente por el lodo hasta afirmarse en lo duro del ribazo.

Era a la tarde, después de la merienda. Junto a la ventana, saboreábamos el café con punta de mallorca y arrojábamos el humo de los cigarros contra los mosquitos.

Me preguntó don Rubuerto:

—¿Usté estudia pa doctor de leyeh'u de medecina?

Le respondí, y él sonrió.

—Ta bueno eso, blanquito. Eh máh mejor que todo. Cierto que ar médico le cai er goteo... Pero l'abogado, con una qui'haga tiene p'al año... Se gana la plata así... así...

Manoteaba en gestos de presa, obstaculizando el revolar de los mosquitos, que manifestaban su cólera zumbando, zunbando...

Guardó un rato de silencio. Luego dijo:

—Yo también n'hey metido en esah vainah der paper seyado.

Y habló de sus triunfos, de sus glorias. Relató en detalle sus pobres audacias, sus zafios ardides de tinterillo de pueblo chico.

—Pero, la mejor que'hey hecho, eh la der paisa der cuño...

—¿Y cómo fue ésa, don Rubuerto?

—Verá... Loh de la Rural bían garrao un paisa mentado... Suáreh me creo de que se yamaba... y lo bían garrao con er cuño, loh'áccidos y todo.. Lo tenían fregao ar paisa, bien atrincado en la barra...

—¿Y?

—Yo andaba enfiestao ese día en Jujan, cuando er paisa me vido y me yamó pa tomarme parecer... Yo le dije: “Diga no mah que usté'hizo la plata farsificada, pero que no la cambió; porque la ley lo que castiga es er cambeo...”. Er teniente político le tenía estrumentao sumario y todo; pero, con la tranca que yo le puse, se vino abajo er papeleo... ¡Y pa qué!, er paisa me quedó grato y me pagó mi pensión que me bía tomao...

Cruzaba por la cocina la mujer de don Rubuerto.

Don Rubuerto le gritó:

—¿Ti'acuerdah voh, Rosa der paisa?

Se acercó la mujer.

—¿De cuár paisa?

—Der paisa der cuño pueh; de ése que se puede decir que yo saqué de la cárcel... ¿Ti'acuerdah?

La mujer vacilaba. Con la mirada decía que no, mas con la boca dijo:

—Ah, sí, sí...

Y se volvió a su cocina.

Don Rubuerto me invitó a bajar.

—Abajo corre fresco.

Ya en el portal, tendidos en nuestras hamacas respectivas, continuó sus historias, interrumpidas de vez en cuando por consejos de la laya de éste:

— Hay que'nredar. L'abogao si'ha hecho eh p'enredar.

De repente se incoporó callado y atento.

Miró para el estero.

—¿Oyó?

—¿Qué, don Rubuerto?

—Zapatió un lagarto.

—No...

—Sí; eh'un diablo cebao. Se jala terneroh. Hasta vira canoah chica...

En el agua corría una estela ondulante. Estúvola contemplando don Rubuerto hasta que desapareció.

—Si'ha echao a pique Nicoláh —rezongó.

—¿Qué Nicolás?

—Er lagarto...Yo lo miento así: Nicoláh... De fregao...

—Ah...

Después de un rato, concluyendo sin duda un pensamiento no manifestado, don Rubuerto añadió, palmeándome la espalda:

—L'abogado, blanquito, debe de ser como er lagarto.

Sonrió sin malicia, arrojó lejos el cigarro apagado, y dijo con poca convicción:

—O quién sabe mejor er tigriyo, niño, qui'ataca de noche... y por la esparda...

Banda de pueblo

Cornelio, joven de catorce años, ignoraba aún muchas cosas de la vida, como por ejemplo: el verdadero valor de un padre.

Eran nueve, en total: ocho hombres y un muchacho de catorce años. El muchacho se llamaba Cornelio Piedrahita y era hijo de Ramón Piedrahita, que golpeaba el bombo y sonaba los platos; Manuel Mendoza, soplaba el cornetín; José Mancay, el requinto; Segundo Alancay, el barítono; Esteban Pacheco, el bajo; Redentor Miranda, el trombón; Severo Mariscal, sacudía los palos sobre el cuero templado del redoblante; y, Nazario Moncada Vera chiflaba el zarzo. Cornelio Piedrahita no soplaba aparato alguno de viento, ni hacía estrépito musical ninguno; pero, en cambio, era quien llevaba la botella de mallorca, que los hombres se pasaban de boca en boca, como una pipa de paz, con recia asuididad, en todas las oportunidades posibles. Además, aunque contra su voluntad, el muchacho había de ayudar a conducir el armatoste instrumental del padre, cuando a éste, cada día con más frecuencia, lo vencían los accesos de su tos hética. Era, así, imprescindible, y formaba parte principalísima de la banda.

Por cierto que los músicos utilizaban al muchacho para los más variados menesteres; y, como él era de natural amable y servicial, cuando no lo atacaba el mal humor... prestábase de buena gana a los mandados.

La única cosa que le disgustaba en realidad, era alzarse a cuestas el bombo. Del resto, dábale lo mismo ir a entregar, hurtándose a los perros bravos y a los ojos avizores, una carta amorosa de Pacheco, que era el tenorio lírico de la banda, y a cualquier chola guapetona; o adelantarse, casi corriendo, cuadras y cuadras, al grupo, para anunciar como heraldo la llegada, o, en fin, aventurarse por las mangas yerbosas en busca de un ternero, un chivo, un chancho o cualquier otro "animal de carne", al que hundía un largo cuchillo que punzaba el corazón, si no era que le seccionaba la yugular para satisfacer los nueve estómagos hambrientos, en las ocasiones, no muy raras, en que los "frejoles se veían lejos".

Cuando andaban por las zonas áridas de cerca al mar, Cornelio Piedrahita, tenía que hacer mayor uso de sus habilidades de forzado abigeo.

—Estos cholos de Chanduy son unoh fregaoh —decía Nazario Moncada Vera, contando y recontando las monedillas de níquel—. Tre'sucreh, hermo'sacao.

Severo Mariscal, que era tan alegre como los golpecillos de su tambor cuando tocaba diana, oponía , esperanzado:

Pero, en Sant'Elena noh ponemoh la botah. ¡Eso eh gente abierta! ¡Ya verán! Yo hey estao otras veces, en la banda der finao Merquíade Santa Cru.

—¿Er peruano?

—Boliviano era. Le decían peruano, de inssulto. Er se calentaba.

—¡Ah!...

Redentor Miranda inquiría, angustiado:

—Bueno, ¿y la comida? De aquí a Snt'Elenaaa hay trecho.

Nazario Moncada Vera permanecía silencioso, pensativo. Resolvía después:

—Me creo de que debemo'ir a lo'sitioh: Engggunga, Enguyina, Er Manatial, L'Azucar...despuéh tumbamo pa Sant'Elena.

—Como sea.

Segundo Alancay no se satisfacía:

—¿Y l'agua? ¿Quiersde l'agua?

—En Manatial vendeh.

—¿Y la plata? ¿quiersde la plata?

Todo él era dificultades; lo contrario de su hermano José, para quien ni los obstáculos verdaderos le parecían reparo.

Manuel Mendoza, sentencioso, sabio de vieja ciencia montubia, decía la última palabra:

—Pah la seh, lo que hay eh la dandiya... sssandiyah no fartan en estoh lao...

Redentor Miranda insistía:

—Pero, seh no máh no eh lo que siente uno..... ¿Onde hayamoh er tumbe?

Redentor Miranda se parecía, en la facha, a su trombón. Era explicable su ansiedad.

Pero, estaba ahí Manuel Mendoza, oportuno:

—¿Y loh chivo? ¿Onde me dejah loh chivo? No hay plata pa mercarloh... ¡Bueno!... ¿Y ónde me dejan a "Tejón Macho"? ¿Onde me lo dejan?

Con esto de "Tejon macho" se refería a Cornelio Piedrahita, que tenía ese apodo desde antaño, cuando era un chiquitín y vivía aún en su pueblo natal de Dos Esteros.

El muchacho sólo les permitía a Mendoza, que era su padrino, y a Moncada Vera, que lo llamaran por el mote. A los demás les contestaba cualquier chabacanada.

Ramón Piedrahita miraba a su hijo amorosamente con sus ojos profundos, brillosos, afiebrados.

—¡Me lo están dañando ar chumbote! —decía———. ¡Ya quieren que se robe otro chivo! ¡Tan enviceándomelo!

Suspiraba y añadía:

—Cuando me muera y naiden me lo vea, va'a parar a la cárcel...

Manuel Mendoza intervenía enérgico:

—¿Y nosotroh? ¿Onde noh deja'a nosotroh? ¿Y yo? ¿Onde me dejah'a mi?

Arrugaba el entrecejo al agregar:

—A voh, compadre, l'enfermedad t'está volvviendo pendejo. ¡Y no hay derecho! ¡No hay derecho, compadre!


* * *


Contando al muchacho, eran siete de la costa y dos de la sierra. Se habían ido juntando al azar, al azar de los caminos; y, ahora, los unía prietamente un lazo fuerte de solidaridad, que no subía a la boca en las palabras mal pronunciadas, en los giros errados del lenguaje, en la sintaxis ingenua de su ignorancia campesina; pero que, mucho mejor, se significaba a cada momento en los gestos, en los actos.

Fueron primero, tres: Nazario Moncada Vera, Esteban Pacheco y Severo Mariscal. Un saxo, un bajo y un redoblante.

Hacían unas tocatas infames. A las personas entendidas ocurríaseles de escucharlos, que se habían desatado en la tierra los ruidos espantosos del infierno o un abierta tempestad de mar de altura.

—Pero, la gente bailaba; ¿verdá, Pacheco? —¡Claro!

—¡Y dábamoh sereno!

—Noh contrataban por noche. Mi'acuerdo quuue don Pepe Soto, er mentao "Zambo jáyaro" noh paso treinta sucreh una veh pa que le tocáramos en una tambarria q'hizo onde lah Martine... ¿Conociste voh, Mendoza, a lah Martine?

—¿Y meno? ¿Me creeh de que soy gringo? ¿NNNoh eran lah'entenada de Goyo Silva, que le decían lah "Yegua meladah"?

—Lah mesmah.

—¡Ah!... Corrieron gayo lah doh... La mayooor izque vive con un fraile en la provincia... la otra izque se murió de mal...

—Sí... Esa eh la qu'interesaba "Zambooo jáyaro"... Camila... No la aprovechó... Una moza que bía dejao por eya "Zambo jáyaro" l'hizo er daño en pañolón bordao que le mandó a vender con un turco senciyero, de'esos que andan en canoa... El turco arcagüetió la cosa...

—Aha...

Eran así los recuerdos de la época, ya lejana, de los tres.

—Despuéh te noh'apegaste voh, Mendoza.

—¿Cómo "apegaste"? ¡Rogao ni sannnto que juí!

—Hum...

—¡Claro!

Reían.

—¡Claro!

Reían anchamente las bromas.

—A redentor Miranda lo cogimo pa una fiesttta de San Andreh, Boca'e Caña.

—Mejor dicho, en el estero de Zapán.

—Como a lagarto.

Tornaban a reír.

—Voh, Piedrahita, te noh'untaste en Daule,,, pa una fiesta de mi Señor de loh Milagro. Vo'habíah bajado de Dos Estero buscando trabajo.

—Sí... Jué ese año de loh dos'inviernoh quuue s'encontraron... Ese año se murió la mamá de m'hijo... Quedé solo y la garré grima ar pueblo...

Se ponía triste con la memoria dolorosa.

Añadía:

—Er día que me venía a Daule jué que me frregaron... ¡Porque a mí lo que m´hicieron eh daño, como a Camila Martine, la "Yegua melada"!... Yo no me jalaba con mi primo Tomáh Macía, y ese día, cuando m'iba a embarcar, me yamó y me dijo: "Oiga, sujeto; dejémono de vaina y vamo dentrando en amistá". "Bueno, sujeto" le dije yo (porque así noh tratamo con ér, de "sujeto".), y noh dimo lah mano... En seguida m'invitó unoh tragoh onde er chino Pedro... Y en la mayorca me amoló... Desde entonces no se me arrancan la toseh... Y ve que m'hey curao ¡Porque ya me hey curao!

Manuel Mendoza cortaba el discurso:

—Ya te lo hey dicho, compadre. Pa voh toddavía hay remedio porque tu mar no'stá pasao. Onde puedah'irte a Santo Domingo de loh Colorao, loh indio te curan.

—Este verano voy.

Así era siempre... El próximo verano se iba Ramón Piedrahita a curarse de su tos en las montañas de los Colorados... El próximo verano... Pero, no partía nunca... No fue nunca allá... A otra parte se fue...

—Con loh'Alancayeh noh completamo en Babahhoyo pa una fiesta de mi señora de lah Mercede...

—¡Ahá!


* * *


Los hermanos Alancay habían bajado desde la provincia de Bolívar, y tenían una historia un poco distinta de las de sus otros compañeros...

Los hermanos Alancay eran oriundos de Guaranda, y, cuando muchachos, habían trabajado en los latifundios, al servicio de los gamonales de la provincia de Bolívar. Creyendo mejorar escaparon a Los Ríos y buscaron contrato en una hacienda donde se exploraba madera.

Era la época del concertaje desenmascarado y de la prisión por deudas.

Los Alancay, sin saber como, se encontraron conque, tras un año de labor ruda y continuada, no guardaban nada ahorrado, apenas si habían comido, estaban casi desnudos, y para remate, tenían con el patron una cuenta de cien sucres cada uno.

Acobardados, huyeron de nuevo, rumbo a sus tierras natales. Esperaban que les iría menos mal que en la llanura, a pesar de todo. Les fue igual, si no peor.

Entrampados, fugaron por tercera vez, encaminándose a Riobamba.

Felizmente para ellos, ardía el país en una guerra intestina, y necesitaban gente fresca en los cuarteles.

Se metieron de soldados. El jefe del cuerpo los defendió cuando la autoridad civil, a nombre de los patronos acreedores, los reclamó.

Zafaron así. La esclavitud militar los libró de la esclavitud bajo el régimen feudal de los terratenientes; y, el látigo soportando encima de la cureña del cañón, a rítmicos golpes compasados por los tambores, en la cuadra de la tropa... los libró del látigo sufrido con más los tormentos de la barra o del cepo Vargas en las bodegas o en los galpones de las haciendas y sin más música que el respirar jadeante del capataz...

Hicieron la campaña.

Sacaron heridas leves y un gran cansancio, un cansancio tan grande, tan grande, que sentían que ya nada les importaba mayor cosa y que la vida misma no valía la pena.

Esto lo sentían oscuramente, sin alcanzar a interpretarlo; a semejanza de esos dolores opacos, profundos, radiados que se sienten en lo hondo del vientre y de los cuales uno no acierta a indicar el sitio preciso.

Transcurrió mucho tiempo para que se recobraran; pero, en plenitud, jamás se recobraron.

En la paz cuartelera aprendieron música por notas. Llegaron a tocar bastante bien, en cualquier instrumento de soplo, las partituras más difíciles, con poco repaso. Las composiciones sencillas las ponían a primera vista.

Los ingresaron en la banda de la unidad.

Entonces, ser de la banda era casi un privilegio, y los soldados se disputaban porque los admitieran al aprendizaje de la música.

Los Alancay se consiguieron sus barraganas entre las cholas que frecuentaban los alrededores del cuartel. Junto con las demás guarichas, sus mujeres seguían al batallón cuando, en cambio de guarnición, era destacado de una plaza a otra.

Los dos hermanos se consideraban ya casi venturosos; yendo de acá para allá, conociendo pueblos distintos y viendo caras nuevas.

El rancho era pasable; tenían hembras para el folgar, dinero al bolsillo, ropa de abrigo, y el trabajo era soportable y les agradaba hacerlo. ¿Qué más?

Pero, de su tranquilidad los desplazó bruscamente la noticia de otra revolución.

El ambiente cuartelero no los había militarizado, y guardaban vivo y perenne, el recuerdo de la anterior campaña. Por eso, al saber la orden de movilización de su unidad, desertaron.

A prevención, lleváronse dos instrumentos, los que más a mano toparon: un requinto y un barítono; pero, como en pago, abandonaron sus guarichas al antojo de los compañeros.

Erraron meses y meses por las montañas, perdidos a veces, miserables, hambrientos, pero satisfechos de estarlo antes que arrostrar las penurias y los peligros de la campaña contra los montoneros, que hacían una destrozadora guerra de guerrillas.

En los aldeúcas de indios, en los sitios de peones, tocaban el requinto y el barítono, acompañándose como podían. Después recogían las moneditas.

Eran casi mendigos.

Un día, en Babahoyo, toparon con la banda popular que ya por entonces dirigía Nazario Moncada Vera.

Les propuso éste que ingresaran en ella, y los Alancay gustosísimos aceptaron.


* * *


Aún cuando los hermanos Alancay eran los que más sabían de música y dirigían y enseñaban a los demás, la jefatura la conservó siempre, aun por encima del viejo Mendoza, Nazario Moncada Vera.

Este se decía nacido en las proximidades de Cone y pretendía ser de una familia de bravos yaguacheños que siguieron al general Montero en todas sus aventuras, completándole las hazañas. Aseguraba que, en un solo combate, pelearon con el partido del general nada menos que siete Moncadas, formando parte de su famosa caballería.

—Yo no hey arcanzao esoh tiempoh... A mí mmme tocó la mala, cuando jué la de perder, en la cerrada de Yaguachi... Ahí m'hirieron en un brazo... Una bala me pasó atocando...

En efecto. Nazario Moncada Vera era casi inválido de un brazo a cuya circunstancia atrubuía sus dificultades con el instrumento.

—Anteh tocaba máh mejor. Yo hey sido músiiico de línea, como loh'Alancayen...

Contaba que en la acción de Yahuachi, ya herido, hubo de ocultarse, huyendo del enemigo, debajo del altar de San Jacinto, en la iglesia parroquial, y que, en su escondrijo, permaneció dos dias sin poder salir.

—Noh cazaban como a zorroh... Onde noh garrrraban, noh remataban a culata limpia... ¡Eso era coco!... Ahí, voh Mendoza, que te la dah de macho, te bierah cagao loh calzoneh...

Parecían tener sus "picos pendientes" con Mendoza, porque frecuentemente se echaban chinitas.

El viejo decía:

—¡No me la caracoleeh! ¡Tíramela en paro, que yo l'aguanto!

Reían y no ocurría nada.

De Moncada Vera se referían en voz baja historia poco edificantes.

—Comevaca ha sido.

—En la cárcel de Guayaquil estuvo.

—Pero jué por político.

—¿Y en Galápago? ¿Por qé estuvo en Galápagggoh?

—¡Por comevaca puh!

—No...

—Auto motivado tiene...

—¿Y como no lo garra la Rurar?

—¿No saben? Lo defendió un abogao gayazo..... Cuando le cayó auto motivado, lo hizo pasar por muerto y presentó er papel de la dejunción como que había muerto en Baba... No se yama Nazario... Felmín se yama... Y ér dice ahora que Fermín era su hermano y que eh finao... ¡Pero, loh que sabemoh sabemoh!...

—¡Ah!...

Sea como fuere, Nazario Moncada Vera hablaba mucho de su pasado. Mas, es lo cierto que a menudo se contradecía.

Mostrábase orgulloso de su origen, y este lado flaco que lo explotaba el viejo Mendoza.

—Todo Yaguacheño, amigo, lo que eh, eh laaadrón...

—¡Mentira!

—¿Y er dicho? ¿Onde me deja'her dicho? ¿¿¿Qué dice er dicho? "Anda a robar a la boca'e Yaguachi..." ¿Dice o no dice?

—¡No me lah resqueh'en contra, Mendoza!.....

En otras ocasiones se gloriaba de sus paisanos ribereños, que antaño fueron temidos piratas de río.

—¡Esoh eran hombreh, caray!

Nazario Moncada Vera sabía tantop de monte como el propio Mendoza y más que los otros compañeros.

Poseía, sin duda, el don de los caminos, y resultaba un guía infalible. Era, en una sola pieza, brújula, plano topográfico y carta de rutas. De Quevedo a Balao y de Boliche a Ballenita, no había fundo rústico, o poblado, por chico que fuera, donde careciera de relaciones y no conociera, por lo menos, a alguno de sus antecesores. En todas partes tenía amigos, compadres o "cuñados".

He aquí una escena.

Llegaba de noche la banda a una casuca pajiza, "aflojada en media sabana como cabayuno d'engorde".

Ladraban los perros.

Arriba apagaban el candil, y la casa quedaba cautelosamente a oscuras.

Moncada Vera gritaba: —¡Amigo!

Silencio.

—¡Amigo!

Silencio.

Al fin, aburrido, decía:

—No seah flojoh... ¡Soy yo, Moncada Vera, con la banda'e música.

Arriba notábase un movomiento apenas perceptible, alguien se para petaba tras la ventana abierta. Veíanse, en la oscuridad rebrillar el filo del "raboncito" o el cañón de la "garabina".

Y después de unos instantes, una voz jubilosa daba la bienvenida:

—¡Adioh, compadre Nazario!

—¿Noh me conocían?

—Con la ascurana, no, compadre. Dispense... ¡Y como hay tanto mañoso! Suba, compadre, con loh caballeroh...

Sucedía que, al cabo de los años, Nazario Moncada Vera había hallado a su compadre Remanso Noboa, con quien, de seguro, habrían estado mucho tiempo juntos en alguna parte, y con quien harían, mano a mano, memorias de las pellejerías que, juntos también, le habrían hecho a alguna mujer o algún hombre...

—¡Vea como son lah cosah!

Podría ser otra la escena.

Estaba la banda en una aldea enfiestada. Nazario Moncada Vera necesitaba un caballo "pa'un menester urgente".

Pasaba un joven jinete.

—¡Oiga, amigo!

El jinete se revolvía.

—¿Qué se l'ofrece?

—¿No eh'usté de loh Reinoso de la Bocana?

—No; soy de loh'Arteaga de Río Perdido. —¡Ah! ...¿Hijo'e Terencio?

—No; de Belisario.

—¡Ah! ...¿De mi cuñao Belih...? ¡ahi'stá llla pinta!

Después de poco, Nazario Moncada Vera, trepando en el caballo del desmontado jinete, iría a despachar su asunto, dejándolo al otro a pie y satisfecho de servir al "cuñado" de su padre.

Estas condiciones de Nazario Moncada Vera obraban, sin duda, para mantenerlo a perpetuidad en la jefatura de la banda.


* * *


Casi no se separaban los músicos

En ocasiones, alguno de ellos quedábase cortos dias en su casa, de tenerla, con los suyos, o, si no, en la de algún amigo o pariente.

Los que escondían por ahí su "cualquier cosa", eran quienes mayor tiempo disfrutaban de vacaciones.

En especial, Severo Mariscal.

Nazario Moncada Vera le decía, cuando el del tambor le comunicaba su intención de "tomarse una largona".

—¡Ya va'empreñaralguna mujer, amigo! ¡Usttté'eh—a—lafija!

Y era así, infallable.

A los nueve meses de la licencia había en el monte un nuevo Mariscal.

Severo se gloriaba:

—¡Pa mi no hay mujer machorra!

La verdad es que tampoco había, para él, mujer despreciable: de los doce años para arriba, sin límite de edad...

— Lo que hay que ser eh dentrador —repetíaaa.

Cuando tratábase de una chicuela, se justificaba diciendo:

—La carne tierna p'al diete flojo.

Cuando ocurría lo contrario, decía:

No crea amigo: gayina vie, echa güen cardo.

O también:

—Eh er güeso que da gusto a la chicha... Se burlaba de Esteban Pacheco, cuyos amores eran casi todos platónicos.

Lo aconsejaba:

—¡Dentra Pacheco! A la mujer que dentraleee.

Reía:

—A mí no se mepasan ni las comadreh...

Pacheco argüía tímido:

—Te vah'a fregar.

—Yo me limpio con la vaina de loh castigohhh.

Al oir estas discusiones, Manuel Mendoza terciaba, según costumbre, inclinándose siempre a favor de Severo Mariscal, en contra de Esteban Pacheco.

—¡Déjalo Severo! —decía—. A Pacheco no le agrada mah bajo que su estrumento.

Y reía con su risita aguda, que era —según expresión de Redentor Miranda "calentadora"...


* * *


En la temporada seca, la banda iba generalmente completa.

—P'al invierno, bueno que gorreen... Pero p'al verano hay que ajuntarse decía Nazario Moncada Vera.

—Cierto. Eh en que verano cai toda la fieeestería...

Apenas se les escapaba alguna fiesta de pueblo, por apartado que estuviera de las vías de comunicación más transitadas; y, no sólo en la provincia del Guayas, sino en la de los Rios y aún en la parte sur de la de Manabí, en las zonas que colindan con las del Guayas.

Sobre todo, eran infaltables en las más importantes: Santa Ana, de Samborondón; San Lorenzo, de Vinces; San Jacinto, de Yaguachi; Santa Lucía; la Virgen de las Mercedes, de Babahoyo; el Señor de los Milagros y Santa Clara, de Daule, San Pedro y San Pablo, de Sabana Grande de Guayaquil; San Antonio, de Balao; la Navidad, del Milagro...

El año anterior a la muerte de Ramón Piedrahita, fueron por primera vez, a Guayaquil, para celebrar la Semana Santa en la barriada porteña de la iglesia de La Victoria. Les fue bien y pensaban volver al año siguiente.

La banda era número de importancia en los programas pueblerinos. En los anuncios que, suscrito por el prioste o encargado, aparecían en los diarios guayaquileños invitando "a los devotos, turistas y público en general a contribuir con su presencia a la solemnidad de la fiesta"; se decía, al pie de los datos sobre lidia de gallos, carrusel de caballitos, circo, carrera de ensacados, etc., que amenizaría los actos "el famoso grupo artístico musical que dirige el conocido maestro Nazario Moncada Vera, con sus reputados profesores, poniendo las mejores piezas de su numeroso y selecto repertorio, tanto nacional como extranjero".

Era, en verdad, nutrido el repertorio.

No había pasillo que la banda no tocara; desde el remoto Suicida hasta Ausencia, pasando por Gotas de ajenjo, Alma en los labios, Ojos verdes, Vaso de lágrimas, Mujer lojana, etc., es decir, por toda la abundancia flora de esas composiciones populares.

En materia de valses, la banda prefería Loca de amor, Sobre las olas, Sufrir y más sufrir, Idolatría y otras semejantes.

No figuraban en la lista de piezas más tangos que Julián y Muchacha de circo; pero, los Alancay habían cambiado de tal modo los compases, que ya de tango sólo les restaba el nombre y podían ser bailados como el más atrafagado y saltarín de los pasillos.

También se tocaba sanjuanes andinos, en especial uno que comenzaba:


San Juanito, nito,
de Pulí, pulí...
¡Sácate los ojos!
¡Dámelos a mí!


Zambas, rumbas, marineras, chilenas, boleros, de todo había en el repertorio; pero, con estas piezas ocurría, poco más o menos, lo que con los tangos.

Para las serenatas, los músicos escogían canciones, de esas viejas canciones cuyo origen se ha perdido en la no escrita historia de los campos, y en las que, si bien algunas fueron traídas de Cuba o Yucatán en el pasado siglo, remontan su origen, en la mayoría a la época colonial y calentaron de amor la sangre criolla de las bisabuelas...

Para acompañar los entierros de los montubios pudientes, dedicaban una suerte de pasodoble tristón, en el que introducían, alterando contextura, trozos de sanjuanes, de bambucos, y aún de jotas aragonesas.

Cuando "alzaban a Santo" en la misa mayor de las aldeas enfiestadas, la banda entraba por una machicha brasileña que los Alancay aprendieron en el cuartel y enseñaron luego a sus compañeros.

Había también machicha en la ceremonia del descendimiento del ángel, para la pascua de Resurrección; el ángel —representado siempre por la más guapa chica del pueblo— bajaba, atada de una soga encintada a la espalda, desde la ventana más alta del campanario, sobre el petril de la iglesia... Callados los sones de la música, anunciaba a las pávidas gentes que Dios, aunque pareciera mentira, estaba vivo y más robusto que nunca después de su crucifixión y entierro... Los cohetes y las palomitas de colores —debido a la munificencia de los chinos acatolicados— expresaban luego el júbilo de los circunstantes por la extraordinaria noticia... Y, de nuevo la machicha brasileña...

Finalmente la banda sabía el himno nacional ecuatoriano y una arrancada rapidísima, a paso de polka, con intermedios de ataque.

Nazario Moncada Vera decía que esta arrancada, que él calificaba de marcha guerrera, fue la última que tocaron las fuerzas militares revolucionarias en la rota de Yaguachi...


* * *


La banda utilizaba todas las vías posibles para trasladarse de un punto a otro.

Ora viajaban los músicos en lanchas o vapores fluviales, en segunda clase, sobre las rumas de sacos de cacao para exportación o junto al ganado que se llevaba a los camales; ora, en piraguas ligeras, que navegaban en flotillas apretadas ora, en canoa de montaña, a punto de palanca contra corriente, o a golpe de remo, a favor , en las bajadas; ora, por fin alguna vez, en las balsas enormes que se deslizan, por el río al capricho de las mareas, conduciendo frutas, desde las lejanas cabeceras, para los mercados ciudadadnos.

Cuando incursionaban en las poblaciones de junto al mar, viajaban en balandras; y, cierta ocasión que los contrataron para una fiesta en Santa Rosa, en la provincia de El Oro, se embarcaron a bordo de un caletero.

Pero, por lo general, marchaban a pie por los caminos reales o por los senderuelos de las haciendas; y, muchas veces, abriendo trochas en la montaña cerrada.

Cuando la noche o la lluvia se les venía encima, buscaban un refugio cualquiera; bien se apelotonaban bajo un árbol frondoso, bien bajo un galpón o cobertizo; bien en alguna choza abandonada, de esas que suelen hacer los desmonteros de arroz para el pajareo y la cosecha, y los madereros para el corte.

Eso no ocurriía con frecuencia: casi siempre Nazario Moncada Vera arreglaba el itinerario de tal modo que hiciera noche en algún pueblo o hacienda, o, siquiera, en la casa de alguna persona acomodada que les prestara hospedaje gratuito.

Precisamente, alojados en una de estas mansiones rurales — en la de los Pita Santos, de boca de Pula— se encontraban la tarde en que murió Ramón Piedrahita.

Este acontecimiento doloroso cerró una etapa de la historia sencilla de la banda, y abrió otra nueva.

Lo anterior a ese acaecido pertenece al pasado; el presente sigue desde entonces... y seguirá... manso, sereno e igual...

Las cartas amorosas de Pacheco...Las conquistas de Severo Mariscal y los hijos consecuentes... La ciencia montubia de Mendoza... Las dificultades de Segundo Alancay... El hambre insaciable de Redentor Miranda.. Lo mismo... Exactamente, lo mismo...

Continuará de aventura la banda por los caminos del monte, irán los músicos en busca de fiestas poblanas para alegrar con su alharaca instrumental, de entierros que acompañar, de serenatas que ofrecer, de ángeles que ver descender, no del cielo, pero de la ventana más alta de los campanarios rurales... Irán en busca de todo eso; más, irán también, con eso, en busca del pan cuotidiano... que los hombres hermanos se empeñan en que no dé la tierra generosa para todos... sino para unos cuantos...

Cuentan el tiempo los músicos por el triste acaecido de la fuga del compañero tísico que sonaba el bombo roncador y los platillos rechinantes...

—Eso jué anteh de que se muriera Ramón Pieedrahita...

—No; jué despuéh...Ya lo'bía reemplazado "Tejón Macho"... M'acuerdo porque en Jujan no pudimoh tocar el himno nacional... "Tejón Macho" no lo bía prendido todavía...

—De verah...


* * *


Era el atardecer.

Los últimos rayos del sol —"que había jalao de firme, amigo"— jugueteaban cabrilleos en las ondas blancosucias del riachuelo.

Redentor Miranda dijo, aludiendo a los reflejos luminosos en el agua:

—¡Parecen bocachicos nadando con la barrigga p'encima!

Manuel Mendoza fue a replicar, pero se contuvo.

—Hasta la gana de hablar se le quita a unoo con esta vaina —murmuró.

Iba el grupo, silencioso, por el sendero estrecho que seguía la curva de la ribera, hermanando rutas para el trajinar de los vecinos. A lo lejos al fin el camino— distinguíase el rojo techo de tejas de una casa de hacienda, cobijada a la sombra de una frutaleda, sobre cuyos árboles las palmas de coco, atacadas de gusano, desvencijaban sus estípetes podridos, negruscos, ruinosos...

—Bay! Esa eh la posesión de loh Pirah Santtoh.

—La mesma.

—¿Arcansaremo a yegar?

Humm...

Hablaban bajito, bajito... Susurraban las palabras...

—Er tísico tiene oido de comadreja.

Esteban Pacheco preguntó, ingenuamente:

—¿Tísico dice? ¿Pero eh que Piedrahita tafectao? ¿No decían que era daño?

Nazario Moncada Vera lo miró.

—¡No sea pendejo amigo! —replicó—. Los'ojoo si'han hecho para ver... ¿Usté ve o no ve?

Ramón Piedrahita no podía más.

Iba casi en guando, conducido por Severo Mariscal y Redentor Miranda.

Delante marchaba su hijo, lloroso, con el bombo a cuestas... Pero, ahora iba el muchacho casi contento de llevarlo... Pensaba, vagamente, que debería haberlo llevado siempre... Y quería, acaso, que pesara más, mucho más...

A cada paso se revolvía:

—¡Papá! ¿Cómo se siente papà? ¿Se siente mejorado papá? ¡Papá!

Ramón Piedrahita no respondía. Hubiera,si, deseado responder. Se le advertía en el gesto de la faz lívida, demacrada, mascarilla de cadáver... un desesperado esfuerzo por hablar... Pero, no hablaba... Hacía una hora que no hablaba ya...

Manuel Mendoza reprendía al muchacho:

—¡Ve que mi ahijao! ¡Se fija que mi compaadre está debilitao y le hace conversación! ¡Deje que se recupere!

Los demás sonreían a hurtadilla, lúgubremente.

Hacían los Alancay la retaguardia del grupo. Cambiaban frases entre sí y con Mendoza, cuando éste se les acercaba para satisfacer su ración de charla inevitable.

—A mí nidien me convenció nunca jamás de qque el Piedrahita estaba amaliado. ¡Picado del pulmón estaba!

—Yo ni me apegaba, por eso. De lejitos....

Mendoza terciaba magistralmente:

—Ustedeh como no son d'estoh laoh, no sabeen esta cosa de loh maleh que li hacen ar critiano... Puede que mi compadre tenga picao el pulmón, no digo que no; pero, ha de ser que Tomah Macía, que jué er que lo jodió, le metió arguna poliya en la mayorca... ¿No li han oído cómo cuenta? Los Alancay otorgaban, respetuosos: —¡Así ha de ser, don Mendoza! Cuando usteed lo afirma...

—¡Vaya que lo firmo!

Nazario Moncada Vera iba de un lado para otro.

—¡Apúrense! ¡Noh va'garrar la noche! ¡Esse hombre necesita tranquilidá!

Se acercó a los que conducían a Piedrahita:

—Háganle, mah mejor, siya'e mano. Arrecuééstenlo un rato en er suelo pa que se acondicionen y el enfermo se entone.

Miranda y Mariscal depositaron sobre una cama de yerba el cuerpo casi exánime de Piedrahita.

Todos lo rodearon.

Tenía ya el pobre la respiración estertorosa de la agonía. Cuando abría los ojos, buscando ansiosamente al hijo, se le clavaba, la mirada vidriosa de las pupilas medio paralizadas... Tosía, aún... Era la suya una tos seca, que parecía salir sólo de la garganta; una tos chiquilla, apenas perceptible... absolutamente semejante al arrullar de la paloma de Castilla en los nidales altos.

Nazario Moncada Vera llamó aparte a Mariscal y a Miranda.

—De que repose un rato —ordenó, li hacen lla siya e mano...Pero, andenle, con cuidado... Cuando tuesa, revuervan la cara pa que no leh sarpique la baba...

—¡Ah!...

—No eh que yo sea asquiento; pero, la enfeermedá eh la enfermedá... El hombre que va morir, suerta toda la avería que tiene adentro...

—¡Ah!...

Ramón Piedrahita se había agravado de un momento a otro. Hasta el día anterior, aún se valía de sus piernas. Fatigábase, pero avanzaba.

Habían procurado dejarlo en varias partes, más él quería seguir, seguir...

Decía:

—Déjenme yegar onde Melasio Vega. Ese hommbre me sana.

Melasio Vega era un curandero famoso, cuya vivienda estaba a cuatro horas a caballo, justamente, de la casa de los Pita Santos, adonde ahora se aproximaba el grupo.

Ramón Piedrahita ya no pensaba en los indios brujos de Santo Domingo de los Colorados. Se contentaba conque lo "medicinara" Melasio Vega...

—¡Milagro hace! Jué er que sarvó a Tiburccio Benavide, que'staba pior que yo...

—¡Ahá!...

Los compañeros no se atrevieron a negarle a Piedrahita la satisfacción de su empeño. Y siguieron adelante.

Comentaban:

—No avanza.

—Onde loh'Arriaga se noh queda.

—Pasa. Onde loh Duarte, tarveh.

—No; máh lejo...

¿Onde?

—Onde loh Calderoneh...

—No; onde loh Pita Santoh no máh...

Esto lo dijo Nazario Moncada Vera y adivinó.

—Máh mejor que sea ayí, a lo meon si está mi compadre Rumuardo...

—Quién sabe está en lah lomah con er ganaddito...

—No; al'hijo grande manda. Er se queda reeposando. Ya'stá viejo mi compadre Rumuardo.

—Ahá...

Y ahora estaban ahí, en las inmediaciones de la hacienda de los Pita Santos, con el moribundo.

—¡Ni qui'hubiera apostao conmigo pa'hacermme ganar! —repetía Nazario Moncada Vera.

Después de un rato, ordenó:

—¡Cárguenlo!

Y en la oreja de los conductores, musitó, recalcando el consejo de antes:

—Cuando tuesa, viren la cara pa que no loss'atoque er babeo.

Lentamente —"como proseción en la plaza'e pueblo chico"—, adelantó el uno hasta la casa de los Pita Santos, en cuyo portal hizo alto.

Nazario Moncada Vera gritó:

—¡Compadre Rumuardo!

Rumualdo Pita Santos se asomó a la azoteilla que se abría en un ala del edificio.

—¡Vaya compadre! —exclamó en tono alegre—.. Feliceh los'ojo que lo ven, compadre!

En seguida, inquirió:

—¿Y qué milagro eh por aquí en mi modesta posesión?

Moncada Vera respondió, muequeando un guiño triste:

—Por aquí, compadre, andamo con er socio PPiedrahita que si'ha puesto un poco adolecente... Y venimoh pa que noh de usté una posadita hasta mañana...

—¡Como no compadre! Ya sabe usté que estéé eh su casa.

—¿Onde noh'arreglamo, compadre?

—Arriba no hay lugar, porque tenemoh posannteh; unoh parienteh de su comadre, que han venido a'hacerse ver con Melasio Vega... Pero abajo, en la bodega, pueden acomodarse.

—Onde se sea.

—Dentre, pueh, compadre, con la compañía; que yo vi'hacerle preparar un tente—en—pié p'al cansancio que tren...seguro...

—¡Graciah, compadre!

Ramón Piedrahita fue colocado en unos gangochos, sucios, de cáscaras de arroz y de café, sobre el suelo de tablas de la bodega. Una vieja montura sirvió para almohada. Encima del cuerpo le echaron un poncho.

La mujer de Rumualdo Pita Santos —ña Juanita, una cincuentona robusta y guapota—. bajó a apersonarse del enfermo.

Cornelio Piedrahita quedóse a la cabecera de su padre; pero; los músicos no entraron en la bodega, sino que se encaminaron a la orilla del río, y en el elevado barrancal se fueron sentando, uno al lado del otro, enmudecidos, junto a los enmudecidos instrumentos.

Por un instante, las miradas de todos convergieron en el gordo bombo que Cornelio Piedrahita dejara abandonado en el portal.

En lo íntimo se formularon pregunta semejante:

—¿Quién lo tocará despueh?

Pero, no se respondieron.

Transcurrieron así muchos minutos, una hora quizás. Las sombras se habían venido ya cielo abajo, sobre la tierra ennegrecida, sobre las aguas ennegrecidas...

En la bodega estaban ahora, además de ña Juanita sus hijas: tres chinas de carnes del color y la dureza de los manglares rojizos... No obstante la amargura que los embargaba, al contemplarlas. Esteban Pacheco resolvió escribirles, aún cuando fuera a las tres, una carta de amor, y Severo Mariscal creyó que había en ellas campo abonado para el florecimiento de nuevos mariscales...

Mas, las muchachas ni los saludaron, siquiera.

Penetraron, de prisa, en la bodega, para acompañar a su madre y ayudar al enfermo a bien morir.

Era en esto que había bajado, porque se escuchaban sus voces que rezaban los auxilios...

Decían:

—¡Gloriosísimo San Miguel, príncipe de la milicia celestial, ruega por él! ¡Santo Angel de su guardia; glorioso San José, abogado de los que están agonizando, rogac por él!

Después rezaron letanías. La madre invocaba; las hijas coreaban...

—San Abel... Coro de los justos... San Abrraham... Santos Patriarcas y Profetas... San Silvestre... Santos Mártires... San Agustín... Santos Pontífices y Confesores... San Benito... Santos Monges y Ermitaños... San Juan... Santa María Magdalena... Santas Vírgenes y Viudas...

—!Rogac por él!... ¡Rogac por él!...Rogac por él...

Más tarde, recomendaban su alma:

—¡Sal en nombre de los Angeles y Arcángelees; en nombre de los Tronos y Dominaciones; en nombre de los Principados y Potestades; en el de los Queribines y Serafines!...

Esto fue lo último. Cesaron las voces.

Los músicos se estremecieron.

Apareció en el umbral de la puerta de la bodega, la figura de ña Juanita.

—¡Ya'cabó! —dijo.

Prendido a su falda, Cornelio Piedrahita, ahora más pequeño, vuelto más niño ahora, sollozaba...

¡Papá! ...¡Papá!...

Nada más.

Los músicos guardaron su silencio.

Y transcurrieron nuevos minutos. Parecía como si todas las gentes hubieran perdido la noción del tiempo.

Y, de improviso, sucedió lo no esperado.

Uno de los hombres —después se supo que fue Alancay, el del barítono—, sopló en el instrumento. El instrumento contestó con un alarido tristón.

Los demás músicos imitaron inconscientemente a su compañero... Se quejaron con sus gritos peculiares al saxo, el trombón, el bajo, el cornetín...

Y, a poco, sonaba pleno, aullante, formidable de melancolía, un sanjuan serraniego... Mezclábanse en él trozos de la marcha fúnebre que acompañaba los entierros de los montubios acaudalados y trozos de pasillos dolientes...

Lloraban los hombres por el amigo muerto, lloraban su partida; pero, lo hacían, sinceros, brutalmente sinceros, por boca de sus instrumentos, en las notas clamorosas...

Mas, algo faltaba que restaba concierto vibrante a la música: la armonía acompañadora del bombo, el sacudir reclinante de los platos.

Faltaban.

Pero de pronto, advirtieron los músicos que no faltaba ya.

Se miraron.

¿Quién hacía romper su calma al instrumento enlutado?

—¡Ah!...

Cornelio Piedrahita golpeaba rítmicamente la mano de madera contra el cuero tenso...

—¡Ah!...

...Arriba, Romualdo Pita Santos, desentendido del muerto, se preocupaba exclusivamente del temé—en—pie.

Hablándole a un peón le decía:

—Búsqueme, Pintado, unah gayinah gordah. Hay que hacer un aguao. Eh lo máh mejor paun velorio... Despuéh va'comprarme café pa destilar, onde er guaco Lópeh... ¡Ah, mayorca! Un trago nunca está demah.

Cuando oyó la música que sonaba en el barranco, exclamó:

—Han garrao estoh gayoh la moda de la sierrra... ¡Bueno!... Que aiga música... Pero, baile no aguanto... Cuando se baila a un muerto, se malea la casa...

Dirigiéndose a una mujer que animaba el fuego del fogón con un enorme abanico, exigió confirmación:

—¿Verdá, comadre Inacita, usté que eh tan sabedora d'eso?

La interpelada contestó, convencida:

—Así eh, don Pita.

...Abajo, las mujeres musitaban rezos junto al comedor.

La música cesó.

Las últimas notas las dieron unas lechuzas que tenían su nido en el alero del edificio.

Al oir los chirridos de los animaluchos, el viejo Manuel Mendoza comentó:

—Esah son lah que han cortao la mortaja paa mi compadre Piedrahita...

¡Desgraciadah!...

Como los pajarracos continuaran en sus lúgubres gritos, mientras revoloteaban sobre la casa, agregó:

—Y sigue er vortejeo... Leh ha sobrao telaa pa otra, mortaja, se ve... Santigüensen, amigoh, no sea que noh atoque a arguno de nosotroh...¡Mardita sea!

Todos, incluso Nazario Moncada Vera, se persignaron, contritos...

Merienda de perro

Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.

Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.

José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.

Se alejó otra vez Tupinamba.

—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.

El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.

Ese tornó a quejarse por el frío.

—¡Achachay!

Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.

—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.

A corta distancia de su vivienda, se detuvo.

Un balido quejumbroso hirió sus oídos. Miró en todas direcciones. Sus ojos escudriñadores buscaban en la noche el lugar donde estaría el animal que había gritado su lamento.

Lo descubrió, al fin. Allá, allá, al pie de una pequeña eminencia de arena, se agitaba un bultito prieto.

José Tupinamba comprendió. El Santos, que ayudaba a su padre en el pastoreo del rebaño, había dejado una oveja —ésa— fuera del redil, olvidada.

Presa de una suerte de loco terror, el indio corrió, corrió por los caminos de los cerros, sin cuidarse apenas. El poncho le flameaba como una banderola al viento. Las alpargatas golpeteaban la tierra en un tan-tan brevísimo.

Pensaba. Su pensar —agitado y sacudido en los movimientos del traslado violento—, habría sido intraducible de quererse expresarlo con palabras. Era una eclosión de miedo. El miedo ancestral al amo, que se le había bajado a los pies y le calentaba motores para correr, llameábale un tanto en la cabeza, bajo el casco de cerdas, y le encendía pensamientos.

¡Ah, si el peno que guardaba el rebaño, percibiera el balido de la oveja extraviada! ¡Ah, si — entonces— ladrara su aviso! Se despertarían los animales tímidos en un atolondrado coro de balidos angustiados, y el mayoral, que cerca de esos lugares vivía, se daría cuenta cabal de lo ocurrido.

Veía ya el indio sobre sí las sanciones horribles: el látigo... el destierro en la puna lejana... el trabajo en la mina de azufre, hundido en los socavones, bajo las capas inestables que se desmoronan enterrados vivos a los zapadores...

De nada valdría, para evitar el castigo, que su mujer —la Chasca— hiciera, como hacía, cerca del amo —en la hacienda— ejercicio de huacicama y de querida; de nada valdría que la Chasca —la pobre huarmi— hubiera de dejar a su hijita de pechos confiada al cuidado amoroso y torpe del marido, para ir, cada noche, a matar las lujurias del señor que se había encaprichado con los muslos durotes de la india... De nada valdría...

Ah, si ladran “Vencedor”...

Pero, no; no ladraba “Vencedor”. Estaría somnoliento, fatigado quizás. Era raro eso; mas, ¿quién sabe? ¡Taita Dios es tan bueno! O, tal vez, hambriento como lo tenían siempre, con las raciones escasas que el can había de completar cogiendo añas o ratas, se habría escapado por las hondonadas, de cacería... Era más raro esto, aún; pero, ¿quién sabe? ¡Taita Dios es tan bueno!

Al cabo llegó Tupinamba a la oveja perdidiza. La tomó en los brazos con mil precauciones, para que no alborotara, y la condujo al rebaño.

Iba el indio sigiloso, anunciando su presencia al perro:

—Shss... Shss... “Vencidur”... Ssss... Pero, “Vencedor” no esta ahí. Había abandonado su guardia.

Tupinamba decidió esperar su vuelta. No cabía hacer nada menos. No era cosa de dejar el rebaño solitario.

Sufría el indio. Sufría por la huahua, que habría despertado quizás, y estaría llorando, llorando, allá en la choza, junto al hermanito dormido, revolcándose en el cuero del borrego sin curtir.

Pero, el rebaño... las ovejas...

Transcurrió una hora atormentada, hasta que tomo “Vencedor”. Era un animalejo largo, escuálido, espectro de perro...

Tupinamba se le aproximó. Entonces, el can soltó a sus pies algo informe que traía en las fauces, y fue a esconderse, con el rabo agachado, entre el rebaño, huyéndole al hombre.

Estaba la luna lo suficientemente clara para que, a la primera mirada, el indio reconociera que la desechada presa de “Vencedor” era el pañalito morado de su huahua —¡de la Michi!— y un bracito sangriento...

Ayoras falsos

El indio Presentación Balbuca se ajustó el amarre de los calzoncillos, tercióse el poncho colorado a grandes rayas plomas, y se quedó estático, con la mirada perdida, en el umbral de la sucia tienda del abogado.

Este, desde su escritorio, dijo aún:

—Verás, verás no más, Balbuca. Claro de que el juez parroquial… ¡longo simoniaco! …nos ha dado la contra, pero, ¿quiersde contra?, nosotros le apelamos.

Añadió, todavía:

—No te olvidarás de los tres ayoras.

El indio Balbuca no lo atendía ya.

Masculló una despedida, escupió para adelante como las runallamas, y echó a andar por la callejuela que trepaba en cuesta empinada hasta la plaza del pueblo.

Parecía reconcentrado, y su rostro estaba ceñudo, fosco. Pero, esto era sólo un gesto. En realidad, no pensaba en nada, absolutamente en nada.

De vez en vez se detenía, cansado.

Escarbaba con los dedos gordos de los pies el suelo, se metía gruesamente aire en los pulmones, y lo expelía luego con una suerte de silbido ronco, con un ¡juh! prolongado que lo dejaba exhausto hasta el babeo. En seguida tornaba a la marcha con pasos ligeritos, rítmicos.

Al llegar a la plaza se sentó en un poyo de piedra. De la bolsita que pendía de su cuello, bajo el poncho, sacó un puñado de máchica y se lo metió en la boca atolondradamente.

El sabor dulcecillo llamóle la sed. Acercóse a la fuente que en el centro de la plaza ponía su nota viva y alegre, y espantó a la recua de mulares que en ella bebía.

—¡Lado! ¡Lado! —gritó con la voz de los caminos—. ¡Lado!

Apartáronse las bestias, y el indio Balbuca pudo meter en el agua revuelta y negruzca su mano ahuecada que le sirvió de vasija.

—¡Ujc!…

Satisfecho, se volvió al poyo de piedra.

Estúvose ahí tres horas largas, sin un movimiento que denotara aburrimiento siquiera, con los ojos fijos en sus pies descalzos, sobre los cuales revoloteaban las moscas verdinegras de alas brillantes y rumorosas.

Al fin pasó quien esperaba: el amito Orejuela.

—Amitu Orejuela, ¿adelantarás tres socres? Descontará en trabajo el huambra, m'hijo Pachito, ¿queres?

El amito Orejuela —que era mayordomo de una hacienda vecina— se preciaba de saber tratar a los indios.

Discutió largamente con Balbuca. A la postre convino en que, por cuenta del patrón, le daría los tres sucres; pero que, en cambio, el Pachito prestaría sus servicios durante tres semanas.

Le conozco a tu hijo. Huahua tierno no más es. Ocho años tendrá. Nueve, estirando. ¡Qué ha de hacer solito! Perderá los borregos. Para una ayuda no más valdrá.

Llegaron a un acuerdo. El Pachito vendría al día siguiente, de mañanita.

Con todo, hubo una última dificultad.

—¿Le darás la comida, amitu?

Orejuela protestó. ¿Comida? Pero, ¿es que también había que darle de comer al huambra?

¡Elé, eso no! Iba a salir muy caro así. Que trajera su maíz tostado y su máchica. Bueno… Agua sí le daría…

Balbuca suplicó. La choza estaba muy lejos.

De traer su fiambre, como era galgón el chico se lo tragaría en dos jornadas.

Consintió a la larga Orejuela en darle de comer todos los días… menos los domingos.

Se rió a carcajadas.

—Los domingos que coma misa. En la hacienda no se mantienen ociosos: el que no trabaja no come, igual que dizque ha de ser siendo en el comonismo. Y como es mando santo que los días feriados se han de guardar… Tú sabes que el patrón es curuchupa.

Balbuca aceptó la excepción, y se cerró el trato.

—Trai, pues, la platita.

Orejuela manifestó que antes había de suscribir un documento.

—Hay que asegurarse. El chico es minor edad, y tú has de darlo representando como su padre… Las leies son unas fregadas.

Fuéronse en busca del teniente político, que despachaba en el traspatio de una casa de vecindad, en un sucucho oscuro y hediondo.

Formalizóse el contrato. Como el indio Balbuca no sabía leer ni escribir, puso, en lugar de firma, una cruz patoja.

En el documento había algunas variantes, introducidas por el funcionario a una seña de complicidad que le hiciera Orejuela. Lo que Balbuca declaraba haber recibido, eran diez sucres, y comprometía el trabajo personal de su hijo por dos meses llenos.

Orejuela pagó en tres moneditas blancas que Presentación guardó celosamente en la bolsita del fiambre.

—A mano. No olvidarás mandar mañana misu al huambra.

Lo prometió Balbuca, y salió a la calle.

Enfiló por la cuesta, de bajada.

Cuando estuvo frente a la tienda del abogado, hizo alto.

—Amitu doctor, —llamó desde afuera—. Te traigo los tres socres esus que me dijiste para los derechus de correo.

Mostróse el doctor a la puerta y extendió una mano ávida y temblorosa que hubiérase confundido con la de un mendigo.

Explicó:

—Con estos tres sucres se completan los cinco que son para las estampillas que hay que ponerle al expediente cuando vaya en la apelación.

Apretó entre los dedos las monedas, que se encarrujaron blandas.

El amito doctor so agitó iracundo:

—De plomo son. Falsas como tu misma madre.

Estaba el abogado soberbio de indignación.

Tiró las monedas al rostro del indio.

—Me has querido engañar, runa hijo de mula. A mí… a mí… ¡a un letrado!

Balbuca, silencioso, recogió el dinerillo.

Trepó de nuevo la cuesta hasta la plaza.

Buscó a Orejuela. Lo encontró en una barraca, sentado a una mesa, bebiendo chicha con el teniente político.

—Amitu Orejuela, no valen —le dijo, depositando sobre la mesa las monedas—. Amitu doctor las vio.

Orejuela irguióse, violento.

¿Cómo? ¿Qué era lo que decía el desgraciado éste? ¿Que él, Felipe Neri Orejuela, le había dado monedas falsas? ¿Eso decía? ¿Eso? ¿Le imputaba la comisión de un delito? Y ahí, delante de la autoridad… Y la autoridad, ¿no haría algo para hacerse respetar y hacer respetar a un libre ciudadano ecuatoriano vejado por un indio miserable? ¡Qué horror! ¡Y a qué extremos de corrupción se ha llegado en este país perdido!

Balbuca escuchó sin chistar el latoso discurso de Orejuela. Cuando éste concluyó, dijo sencillamente:

—Si no cambias, no mandaré huambra.

Entonces, llenas sin duda las medidas, intervino la autoridad. Pasaban dos longos cargadores, y los conminó el teniente político:

—¡Llévenlo preso a este arrastrado!

Los longos obedecieron, medrosos.

Volviéndose a Balbuca, el teniente político agrego:

—Estarás detenido hasta que llegue tu hijo.

El contrato es sagrado y hay que cumplirlo.

Balbuca forcejeaba débilmente entre los brazos de sus apresadores. Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, y se mordía los labios. Algo ininteligible murmuró en su lengua quichua. Después calló y se dejó hacer.

Orejuela intervino con aire compasivo. Se ofreció. El mismo enviaría un propio a la choza de Balbuca para que viniera el hijo lo más pronto posible. No estaría mucho tiempo privado de su libertad el indio. Él —Orejuela— no era hombre de alma perversa que gustaba de ver sufrir a los demás, aun cuando se tratara de estos mitayos alzados que rompen todos los frenos sociales.

…En efecto, a la alborada del día siguiente llegó el huambra Pachito, con sus ocho años fatigados y su carita sudorosa, cuyos pómulos, tostados y enrojecidos por el frío de los páramos, daban la impresión engañosa de que por dentro le circulaba sangre robusta…

Presentación salió de la cárcel, y no quiso ver a su hijo. Abandonó el pueblo, tomando la ruta de su choza lejana.

Cuando pasó por frente a la puerta de la hacienda del patrón de Orejuela, tomó una piedra pequeña, se cercioró de que nadie lo veía y la lanzó contra la tapia, rabiosamente. Sonó en seco el golpe. Un trozo del revoque de cal y arena, se desprendió.

El indio sonrió sin expresión, vagamente, estúpidamente…

De inmediato, miró para todos lados, jugando sus azorados ojillos relucientes, y escondió presuroso, bajo el poncho colorado a grandes rayas plomas, la mano…

La tigra

Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio— Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelita fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; agua tras la cual se las mira… Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir.


"Señor Intendente General de Policía del Guayas: Clemente Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de esta ciudad, donde tengo mi domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta jurisdicción provincial, permanece secuestrada en poder de sus hermanas, la señorita Sara María Miranda, mayor de edad, con quien mantengo un compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón expresada. Es de suponer, señor Intendente, que la verdadera causa del secuestro sea el interés económico; pues la señorita nombrada es condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo, así como del ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Últimamente he sido noticiado de que se pretende hacer aparecer como demente a la secuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que ordene una rápida intervención a los agentes de su mando en Balzar.

De usted, respetuosamente.— (Fdo.): C. Suárez Caseros . — (Sigue la fe de entrega): "Guayaquil, a 24 de enero de 1935; las tres de la tarde; Telegrafíese al comisario nacional de Balzar para que, a la brevedad posible, se constituya, con el piquete de la policía rural destacado en esa población, en la hacienda indicada, e investigue lo que hubiere de verdad en el hecho que se denuncia; tomando cuantas medidas juzgue necesarias en ejercicio de su autoridad.

Transcríbansele las partes esenciales del pedimento que antecede. (Fdo.): Intendente General".

—(Siguen el proveído y la razón de haberse despachado el telegrama respectivo).


Son tres las Miranda. Tres hermanas: Francisca, Juliana y Sarita.

Su predio minúsculo —ellas le dicen "la hacienda"— no es más grande que un cementerio de aldea. Pero, eso no importa. Jamás las Miranda han tendido cerca en los linderos, sencillamente porque no los reconocen. Se expanden con sus animales y con sus desmontes como necesitan.

Talan las arboladas que requieren. Entablan potreros ahí en la tierra más propicia para la yerba de pasto.

El fundo está abierto en plena jungla, sobre las manchas de maderas preciosas. Se llama, en honor de sus dueñas, "Tres Hermanas", y desde él cualquier lugar queda lejos. El poblado más próximo es Balzar; y, para venir a Balzar, hay que andar, o mejor, arrastrarse por senderos de culebras, un día con su noche. El invierno, exponiéndose a toda cosa —por ejemplo, a matarse entre las piedras filudas, bajo la correntada—, se puede utilizar el camino del río, por el cual descienden, ayudadas desde el ribazo por las mulas, las tupidas alfajías. Sólo que esta vía del agua tarda un poco más en ser cumplida: hasta Balzar "se gastan" cuatro días y cuatro noches.

Entre cada Miranda y la siguiente, media aproximadamente un lustro de diferencia. Así, Francisca —la niña Pancha— va por los treinta años; Juliana, por los veinticinco; y Sarita es ya una ciudadana.

La hermosura de las tres hermanas no es únicamente rústica y relativa al ambiente. En justicia y dondequiera se las podría calificar de hembras soberanas. Refieren los balzareños que las Mirandas tuvieron un antecesor extranjero, probablemente napolitano. Sin duda a este abuelo europeo le deberán las tres la tez mate y las cabelleras de ébano lustroso, amplias como una capa; Francisca y Juliana, los ojos beige; y, Sarita, los suyos maravillosos, color uva de Italia.

A la niña Pancha le dicen "La Tigra". No la conocen de otro modo. Ella lo sabe. Algún peón borracho mascullaría a su paso el remoquete, creyendo no ser oído. Ella habría sonreído.

—¡La Tigra!

No le molesta el apodo. Por lo contrario, se enorgullece de él.

—Sí; la Tigra…

A la niña Pancha le envuelve en sus telas doradas la leyenda. Pero, su prestigio no requiere de la fábula para su solidez. La verdad basta.

La niña Pancha es una mujer extraordinaria.

Tira al fierro mejor que el más hábil jugador de los contornos: en sus manos, el machete cobra una vida ágil y sinuosa de serpiente voladora.

Dispara como un cazador: donde pone el ojo, pone la bala, conforme al decir campesino. Monta caballos alzados y amansa potros recientes. Suele luchar, por ensayar fuerzas, con los toros donceles (ella nombra así a los toretes que aún no han cubierto vacas).

Muy de tarde en tarde, la niña Pancha trasega aguardiente. Gusta de hacer esto alguna noche de sábado, cuando el peonaje, después de la paga, se mete a beber en la tienda que las mismas Miranda sostienen en la planta baja de la casa-de-tejas.

En tales ocasiones, la niña Pancha se convierte propiamente en una fiera; y a los peones, por muy ebrios que estén, en viéndola así se les despeja la cabeza.

—¡La Tigra está ajumándose!

—¿De veras? Yo me voy.

—Es pior. Hay que estar quedito hasta ver a quién agarra.

—Ahá. Si advierte que te vas, te seguirá a bala limpia.

Es así. Cuando la niña Pancha descubre que, mientras ella bebe, alguno deja furtivamente la cantina, lo caza a balazos en la oscuridad.

—Ah, hijo de perra! ¡Corre! ¡Corre! Esto te ayudará a correr.

Apoyada en el hombro la dos-cañones —"la gemela"—, dispara a las piernas del huidizo.

También le place "hacer bailar".

—¡Baila, Everaldo! ¡Baila, Everaldo!

Utiliza entonces el Smith Wesson. Apunta a los pies del indicado.

—¡Baila, Everaldo!

Y el hombre tiene que bailar hasta que a la "patronita linda" le viene en gana, para caer luego rendido, acezante, como un perro con aviva, a revolcarse en el suelo de la cantina.

—¡Flojo bía sido Everaldo! Veremos con vos, Cara'e caballo, qué tal eres pa'l baile! ¡La Tigra! Cuando ya está completamente borracha, necesita un domador.

Vaga su mirada por el concurso de peones.

Al fin, se fija en alguno.

—¡Ven, Tobías!

No cabe resistir a la voz imperiosa. Es la patrona y la hembra que llaman en la voz de la niña Pancha: la patrona implacable y la hembra implacable.

—Ven, Tobías…

Es una dulce orden; pero, es una orden.

Lo sube a la casa tras de ella, y lo hace entrar en su propia alcoba.

Con frecuencia, el escogido tiene que abandonar, horas después, antes del amanecer, por la ventana, la alcoba a que ingresara por la puerta.

¡La Tigra!

Cuando a la Tigra se le esfuman las nubes del alcohol, le fastidian los hombres.

—¡Largo, perro!

Casi siempre, al domador ocasional lo despide, con todos los honores, un tiro de revólver que le cruza juguetón, una cuarta arriba de la cabeza.

Momentos antes, esa misma cabeza ha sido devorada a besos profundos. Ahora, nada vale. Es como la almendra de una fruta exprimida. Fue gustada. Se la arroja.

—¡Largo, perro!

Le desagrada a la niña Pancha que el domador ocasional recuerde. Satisfácele el amante desmemoriado.

Un día, Venancio Prieto, que a su turno resultó favorecido, le dijo algo a la niña Pancha.

Algo sobre aquello.

¡La Tigra!

La Tigra estaba frente a él, con el machete en la diestra. De un revés admirable, que no tocó la nariz, que ni siquiera golpeó los dientes, se le llevó los belfos gruesos, abultados, de negroide.

—Tenías mucha bemba, Venancio, y hablabas feo. Ahora te la he recortao pa que puedas hablar bonito.

Desde los dieciocho años, la niña Pancha fue el ama. El jefe inexpugnable de su casa y de sus gentes. El señor feudal de la peonada.

Amaneció señora.

Una noche…

Llovía a cántaros esa noche. Parecía que la selva se venía abajo, que no podría resisitir el peso de las aguas volcadas desde el cielo. Afuera, todo estaba oscuro, densamente oscuro, entre relámpago y relámpago. La vacada mugía aterrorizada en el potrero punzado de rayos que quebrantaban los troncos añosos.

Desde su ventana, la niña Pancha adivinaba a las vacas apretujándose en redor del toro padre; creía verlo a éste, afirmándose con los cuatro traseros en el lodazal, recogiendo las manos como si se arrodillara a implorar clemencia del cielo tremendo.

¡Mariquita er "Segundo", vea! ¡Mujerona!

Tiene miedo.

Ella —la niña Pancha— no tenía miedo. ¿Y por qué habría de tenerlo? ¿Qué le iba a hacer el agua? ¿Qué le iban a hacer los rayos? ¿se la iban a comer, acaso? ¡Ja, ja, ja! ¿Se la iban a comer? No; a ella no le pasaba nada. Nunca le había pasado nada. Jamás le pasaría nada. Ella era la hija mayor de papá Baudilio, el más hombre entre los hombres, y de mama Jacinta, la mujer más mujer… Y ella misma era, ¡la niña Pancha!

Todavía no la Tigra. Desde esa noche iba a empezar a serlo, precisamente.

Baudilio Miranda se mecía en su hamaca de la sala. Cerca de la lámpara, junto a la mesa, mama Jacinta cosía. La niña Pancha estaba asomada en la galería, sobre el temporal. Sus hermanitas dormían ahí atrás, en la alcoba. Nadie más había en la casa-de-tejas esa noche.

De repente, ño Baudilio se levantó de la hamaca. Había percibido un ruido de pasos en la escalera, y se dirigió a la puerta. Pensó que sería gente conocida pues los perros guardianes no ladraron. No alcanzó a pisar el umbral. Cayó de redondo, con el pecho atravesado de un balazo.

Sonó en seguida otro disparo, y ña Jacinta se abatió sobre sus trapos de costura. Todo fue cuestión de segundos.

En la sala penetraron cinco hombres armados.

Uno de ellos inquirió:

—¿Y las chicas?

—Han de estar acostadas —repuso otro.

—¿No se habrán recordao?

—No… ¡qué va! El sueño del muchacho es como el sueño del chancho.

—Ahá… Oye… ¿y la Pancha? ¡Buen cuerazo! ¡No hay que olvidarse!

—Eso pa dispué… Ahora vamo a ver qué hay de plata. Este desgraciao —y el que hablaba sacudió un puntapié al cadáver de Baudilio Miranda—; este lagarto preñao era rico, dicen…

La niña Pancha estaba en la penumbra de la galería, encogida como un pequeño animalito asustado. Pero, no estaba asustada. No se había alterado lo más mínimo. Antes se le habían templado los nervios. Debía hacer algo… Algo… ¡Ya!…

Se resolvió. Amparada en las tinieblas, se deslizó por las piezas interiores —¡ella se sabía su casa de memoria! — hasta la alcoba de las hermanitas.

Las encontró dormidas y las alzó en vilo.

Cargada con ellas se encaminó a la escalera del mirador, y trancó la puerta por dentro.

Respiró. iAhora sí!

La niña Pancha subió muy despacio hasta el torreoncito que dominaba la casa. Por ventura, las chiquillas no despertaron, y las depositó en el suelo, una junto a otra.

Conocía la niña Pancha las costumbres de su padre, hombre precavido, habituado a la vida de la selva. Estaba segura, por eso, de que en el mirador guardaba un rifle de ejército, de cañón recortado listo siempre, y una reserva de cartuchos.

Tanteó las paredes y dio con el arma.

—Por fin, ¡Dios mío!

Estaba serena la niña Pancha. Solo una idea la obsedía: vengar a los viejos. Pero, no se atolondraba.

No; eso no. Había que aprovechar las ventajas de que en este momento gozaba. No la habían oído. ¡Ah, esta lluvia bendita! ¡Esta santa tempestad!

Se asomó al ventanal con el fusil amartillado.

Desde ahí veía toda la casa. La arquitectura montuvia ha dispuesto los miradores en forma que sean como torres de homenaje para la defensa.

¿Dónde estaban los asaltantes? ¡Ahí! ¡Qué bien los distinguía! Se alumbraban con velas de sebo y rebuscaban en los dormitorios. Aún no se habían dado cuenta de nada.

La niña Pancha se acodó en el alféizar y enfiló la dirección. Primero, a ése. Ése había matado a sus padres. Estuvo afianzando la puntería durante un largo minuto y disparó.

Tumbó al hombre de contado. Los otros se alarmaron. ¿Qué ocurría? ¿De dónde aquel disparo?

Sacaron a relucir sus armas contra el enemigo invisible.

La niña Pancha no les dio tiempo para más.

Un instante significaba la vida. Estaba decidida a exterminarlos. Disparó a los bultos, sin tregua ni descanso. Parecía haberse vuelto loca. Un balazo tras otro.

Los criminales se desconcertaron y sólo pensaron en huir; pero, en su terror ansioso, portaban en la mano las velas encendidas, ofreciendo blanco a maravilla.

Aun cuando la niña Pancha vio caer a los cinco hombres, no paró el fuego. La poseía una alta fiebre de muerte. Quería matar. ¡Matar! ¡Destruir!

Golpeaba a las hermanas, que, despiertas ahora y temblorosas, se le abrazaban a las piernas.

—¡Quiten! ¡Dejen! ¡Vaina!

Disparaba. Disparaba. Disparaba al azar sobre las habitaciones. Oía los impactos en el piso de tablas gruesas. Oía el zumbido de los proyectiles que partían las cañas de las paredes. Oía el chililín de las lozas quebradas. Oía el campaneo de las ollas de fierro de la cocina, tocadas por las balas. Y, en medio de esta algarabía que la excitaba más todavía, seguía disparando.

A la postre, se calmó.

Escuchó. ¿Qué habría abajo? ¿Estarían todos muertos? No; alguien se quejaba.

—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón, por Dios!

¿Quién sería?

La voz herida suplicaba:

—¡Agua! Agua, niña Pancha…

La había visto. La había reconocido. A la luz de algún relámpago. De algún fogonazo. Pero, ¿quién sería? Y, sobre todo, ¿dónde estaría?

La niña Pancha se guio por la voz. Y comenzó una horrible cacería. Disparaba sobre el sonido. Una vez. Otra vez. Hasta que se extinguió la voz herida y el gran silencio reinó en la casa.

Entonces, la niña Pancha sonrió.

Sonrió… Pero, ¿qué era eso, ahora? Se estremeció la muchacha. Prestó atención. Semejaba un vagido de niño. ¡Ah! ¡Su perrito! ¡"Fiel amigo"!

¿Lo habría alcanzado alguna bala? ¿Estaría, no más, asustado?

La niña Pancha se dispuso a socorrer al bicho.

¡No! ¡No! ¿Y si alguno de los asaltantes estaba vivo aún, escondido, esperándola?

Se sintió, de pronto, una débil mujer, y soltó a llorar casi a gritos. Luego, sacudió la campana que convoca a los peones. Desde ahí distinguía las masas negras de sus casas, destacándose más negras que la noche, en sombra profunda. ¡Cobardes! ¡No venían! ¡No se atrevían a venir! ¡Supondrían a los patrones difuntos, incapacitados ya de hacerse obedecer, detenidos en su gesto de mando por la muerte intempestiva! ¡Cobardes!

El resto del tiempo, hasta el alba, la niña Pancha se lo pasó en el torreoncillo, abrazada de sus hermanas temblando, sintiendo miedo de todo, deslumbrada por los relámpagos.

Cuando salió el sol, bajó a las habitaciones.

Había siete cadáveres humanos y el de un perro.

La niña Pancha besó el rostro de ño Baudilio, besó el rostro de ña Jacinta, y mojó con lágrimas ardorosas, teniéndolo en los brazos, como a su bebé muerto la madre desolada, el cuerpecito frío de "Fiel amigo".

Ese día niña Pancha asumió su jefatura omnipotente, cuyo más sólido apoyo lo constituía el temor que inspiraba.

Cualquier comarcano antiguo diría esto de ella, al comentar, con el cigarro de tras la merienda en la boca desdentada, la hazaña irrepetible:

cinco hombres muertos.

—Una tigra…

Desde entonces la niña Pancha dejó de ser, para el vecindario, la niña Pancha, y se convirtió en la Tigra.

—¡La Tigra!

Hacia media mañana los peones atendieron a la convocación de la campana angustiada de llamados.

Uno tras otro, primero los más valientes y arrojados después los más tímidos y medrosos, fueron aproximándose a la casa-de-tejas.

—¿Qué ha pasado anoche, patroncita? Me dijeron. Yo no estaba. Me fui temprano onde mi comadre Petita que tiene un hijo enfermo… Mi compadre Petita, ¿ricuerda?, la de Piedra Gúeca…

—Ahá.

Otro más se sinceraba:

—Yo, como usté estará cierta, tengo un sueño que parezco un palo, mala la comparación…

Ni oí, siquiera…

—Ahá.

La niña Pancha se había recobrado por completo.

Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos de llorar; pero, su voz era firme, y su ademán, seguro.

Lo había previsto todo. A las hermanas las había puesto a la máquina, a coser la zaraza negra de los trajes de luto. En cuanto a sus dos muertos queridos, los había vestido ya con lo mejor que encontró, acomodándolos en el gran lecho conyugal, en la postura yacente definitiva, con las manos cruzadas en actitud suplicante sobre el pecho. De los demás cadáveres no se había preocupado.

Permanecían donde fueron cayendo, en sus desesperados gestos de lucha contra la oscuridad y contra la muerte, revolcados en su sangre.

La niña Pancha se dirigió a los peones:

—A ver: cuatro de ustedes caven una fosa pa los patrones. ¡Vayan!

—¿Y ónde, niña Pancha?

—Allá, en el cerrito, en la mancha de guaránganos.

Me avisan.

Un anciano se atrevió a preguntar, refiriéndose a los cuerpos muertos de los atacantes:

—¿Y a ésos? ¿Ónde les enterramos?

La niña Pancha se lo quedó mirando fijamente.

Bailaba en sus ojos la burla. ¿Enterrarlos?

¿Es que eres mismo, o te haces, Gabriel? ¿O es que los años…? Conque, enterrarlos, ¿no? ¡A éstos! ¡Bah! Los haré tirar a medio potrero, pa que se los coman los gallinazos, de día, y los agoreros, de noche. Eso haré.

Rio a carcajadas.

—¡Enterrarlos! ¡Tas jumo, Gabriel! ¡Tas jumo!

Lo hizo como lo dijo. Al atardecer llevó a sepultar los cadáveres de ño Baudilio y ña Jacinta. Los metió en una misma fosa, bajo los nervudos guaránganos, y colocó una rústica cruz para marcar el sitio.

Antes, había mandado a arrojar a la sabana los cinco cadáveres restantes. No amanecieron. En la noche, los parientes se los robarían, sin duda.

La niña Pancha se puso pensativa.

—¿Se los habrán cargao ellos? —musitó.

Luego, la dominó una idea:

—No; se los ha llevado el diablo.

En breve, esta versión fabulosa, cara a la fantasía montuvia, se generalizó:

—El patica se los jaló al infierno, pues.

La niña Pancha había olvidado a su perro. Al otro día tropezó con el cadáver en la azotea. Lo miró un instante. Hedía horrorosamente. La niña Pancha lo empujó al vacío con un palo de escoba. Al caer, "Fiel amigo" reventó como una camareta.

Como al mes de aquellos sucesos se presentó en la hacienda el comisario de policía de Balzar.

Lo acompañaban el secretario y dos números de la gendarmería rural.

—Venimos, pues, a levantar el sumario.

—Ahá.

—¿Qué le parece, guapa?

—Por mí, levante lo que le dé la gana, no más.

Era la niña Pancha quien respondía.

El comisario formuló una serie de preguntas, que después repetía do otro modo.

Así que usté mató a los cinco, ¿no?

—Claro, pues; ya le hey dicho.

—¡Ah!…

—¿Y eran cinco, mismo?

—Sí, hombre; ya me'stá usté cansando.

La delegación merendó en la casa-de-tejas.

La niña Pancha hizo los honores de la mesa.

El comisario era un tipo joven. Delatábase dado a las faldas. Galanteaba a la niña Pancha. La niña Pancha lo escuchaba, sonriente. El comisario hablaba acerca de su importante persona y de su ciudad natal.

—Yo soy de Guayaquil, ¿sabe?

—Ahá.

—Silvano Moreira, el capitán Silvano Moreira, de Guayaquil. Me llaman capitán, por el cargo; pero, soy, no más teniente. Teniente de infantería de línea.

—¡Ahá!

—¿Usté ha estado en Guayaquil, señorita?

—No; en Balzar, no más.

—Guayaquil es muy lindo. Precioso. ¡Qué calles!

—En Balzar también hay calles.

—Pero, no como las de Guayaquil. Son enormes.

—Ahá.

La charla insulsa del comisario se desenvolvía de esa manera, pero sus ojos, más activos, devoraban a la muchacha. Notábase en ellos una exacerbada lujuria. El Secretario y los gendarmes le llevaban la cuerda a su superior jerárquico.

Alzada la mesa, el comisario tomó del brazo a la niña Pancha y la condujo a la galería.

Nosotros dormiremos aquí —dijo—. Nos acomodaremos en cualquier parte. Somos soldados y estamos acostumbrados a todo. Como en campaña.

La niña Pancha guardó silencio. El capitán Moreira entendió el silencio por una tácita aceptación.

—Y pasaremos los dos una noche jay… — murmuró a la oreja de la muchacha.

Intentó ahora acariciarle los senos.

—¡Dame un beso!… ¿Quieres?

La niña Pancha se volvió bruscamente y cruzó la cara del comisario con la mano abierta.

—¡Busque la manga, hombre! Usté y su gente dormirán en la casa del negro Victorino. Ya sabe.

Dio un salto atrás, en guardia.

El capitán Moreira pretendió imponerse:

—Es que yo soy la autoridá, y hago lo que me parece..

—Vea, señor… ¡Déjese de cosas! Aquí…, aquí mando yo…

La niña Pancha cobró un aspecto resuelto.

Rebrillaron sus ojos de rabia. Y el bravo capitán Moreira recordó con toda oportunidad a los cinco asaltantes muertos a bala, y optó por retirarse.

—Como sea su gusto. Yo soy muy galante con las damas.

—Bueno; lárguese…

A la madrugada, la delegación policial dejó la hacienda.

El comisario dijo al negro Victorino, al despedirse:

—¿Sabe? Para mí, este caso es legítima defensa.

Ño Victorino no comprendió nada; pero, creyó menester asentir.

—Así es jefe.

El capitán agregó, mientras tomaba el camino de regreso:

—¿Y para qué instruir el sumario? Total, para nada. El muerto es muerto.

Añadió aún:

—¡Buen rancho la patrona, ¿no?, la niña Pancha!

Ahora sí comprendió ño Victorino; y, poniendo los ojos en blanco y relamiéndose los labios, dijo picarescamente:

—¡Y es coco, jefe! ¡Virgen doncella!

Más o menos al año apareció por la hacienda el tuerto Sotero Naranjo.

El tuerto era un hombrachón fornido, bajo de estatura, de regular edad y metido en sus grasas.

Tenía un aire vacuno, pacífico, que justificaba su apodo de Ternerote.

Les explicó a las Miranda:

—Yo soy tío de ustedes, mismamente. La mama de ustedes, la finadita Jacinta Moreno, era sobrina del difunto mi padre.

—Ahá.

Las Miranda no discutieron el parentesco.

Les convenía aceptarlo. Ellas necesitaban un hombre de confianza. Podía ser éste. Justamente ahora que habían abierto la tienda, les era indispensable.

—Ta bien, Ternerote. ¿Te querés hacer cargo de la tienda?

El tuerto Sotero Naranjo se encantó. ¡De perlas! Era para eso que él servía. En Colimes había tenido una tienda de su propiedad. Pero, lo arruinaron los chinos. Los chinos, claro; ¿quiénes otros? Como ellos no gastan en nada: no comen, no beben, no usan mujer… Así, Venden más barato.

¡Vaya! los nacionales, en cambio, son otra cosa, de otra madera, pues comen, beben, y lo demás…

¡Muy justo! Él, Sotero Naranjo, era, antes que nada, un nacional. Bueno, pues; como iba diciendo, hubo de ceder el negocio. ¡Cuánto sufrió en esa ocasión! Fue, para él, tanta tristeza, mala la comparación, como si vendiera a su propia mujer.

Y es que así quería a su negocio. Así quería a sus mostradores, a sus perchas, a sus anaqueles.

Como a una mujer o como a un caballo. Así. Con decir que quería hasta los artículos de expendio.

En fin… ¡Qué se le iba a hacer!… Pero, él era lo que se dice un entendido en materia de abarrotes.

—Es pa lo que me preciso.

Por descontado, él, además, valía para muchos otros menesteres. Tumbar cacao, arguenear, pisonar; todo eso sabía. Rajar leña, ¡ah!. Distinguía y separaba los palos como cualquier montañero el algarrobo del aromo; el ébano del compoño; el matasarna del porotillo. El algarrobo, lo mejor, por supuesto. ¿Y dónde dejar el guarángano?

Arde solo, también. Él tenía visto, al venir, aquí en la hacienda, una mancha enorme de guaránganos que incitaba a meterle hacha. ¡Ah!, ¿y lo otro? Hacer quesos, batir mantequilla, ordeñar, chiquerear, herrar, señalar, castrar, los mil y un oficios menores de la ganadería: todos los dominaba.

Pero, "más menos".

—Más menos, claro, que lo de enflautarle a uno, por verbigracia, ruán pasado en vez de olán pa calzonaria. Pa eso soy una águila.

—¡Ah!…

A poco de su llegada, Sotero Naranjo estaba colocado como dependiente en el despacho de abarrotes. Se alojaba en la trastienda, pero comía con las hermanas a la mesa común. Hacía con las Mirandas trato de familia.

El tuerto era de trato simpático y agradable.

Gustaba de contar picantes chascarrillos y aventuras obscenas en las que se exorbitaba su fantasía, atribuyéndolas a su propia persona.

Serían escasas dos vidas para que en ellas le hubiera sucedido cuanto narraba.

Los peones, a quienes permitía muchas confianzas y lo llamaban ya por su remoquete, solían decirle:

—¿Pero, por qué, ño Ternerote, no se aprovecha de las hembritas?

Sotero Naranjo se defendía, escandalizado:

—¡Cómo! ¡Si yo soy de la misma carne que ellas! ¡Hay cosas sagradas, amigo! Por mí, ni atocarlas…

—¡Bay, ño Ternerote! Lo que se ha de comer er moro, que se lo coma er crestiano, como dice er dicho.

El tuerto meditaba profundamente.

—¿O es que le tiene miedo a la Tigra?

—Yo no me abajo ante naide.

—¿Entonces?… Vea, don Naranjo; cierto que la niña Pancha es brava y macha pa todo; pero, en eso… ¡quién sabe!… La mujer es frágil.

Concluía Sotero por franquearse:

—Mire, amigo, ¡pa qué vo a engañarlo!, yo le dentro a la entremedia, a Juliana; pero, ¿sabe?, hay que cuidarse de Pancha. Pancha es, pues, fregada.

Decía verdad Sotero Naranjo. Mantenía estrechas relaciones amorosas con Juliana Miranda; y si no habían pasado a mayores, según confesaba, no era por falta de ganas. Entre el afán de poseer a la muchacha y la realización del deseo, se interponía con su sangriento prestigio la figura temerosa de la Tigra.

—¡Capaz me mata!

—¿Y por qué no se acomoda con ella, pues?

—¿Con quién?

—Con la niña Pancha, pues.

—¡Bay, usté está mamao, amigo!

—Puede que se sea así, don Naranjo —concluía, transigiendo, el interlocutor—; pero, siga mi consejo, no más. ¡Déntrele a la Tigra! Esa fruta está madura; pudriéndose, mismo.

De frecuentes diálogos de la laya, Sotero Naranjo salía envalentonado. Paulatinamente iba cobrando ánimos. Hasta que se decidió a echarlo todo por la borda.

Cierta tarde de domingo cerró temprano la tienda, y se encaminó al picado donde estaba la cancha de gallos, en un redondo placer detrás de la casa. Apostó sin entusiasmo, al principio; mas, luego fue excitándose con las incidencias de la lidia y los tragos de chicha fuerte con punta de mallorca. Hasta que se resolvió. Iría a buscar a Juliana.

Le propondría. Descontaba de antemano la aquiescencia de la chica.

—Si sale mal la cosa, me largo, pues, ¡qué vaina! Pa eso es grande el monte.

Encontró a Juliana, en la orilla del río, sola, buscando pedruscos. Acababa de bañarse y llevaba el pelo suelto a la espalda. La ropa se le pegaba al cuerpo limpio, mal enjugado, delatando las formas oscuras.

—Vamo a andar, ¿quieres?

Juliana aceptó. Se metieron por los brusqueros apretados, entre el abrazo de los hierbajos rastreros y de las lianas colgantes.

—¡Cuidao las culebras, Sotero!

—No; a mí me juyen . Tengo colgao de una piola en el pescuezo, el cormillo de una equis rabo'e hueso. Es la contra negra.

—¡Ah!…

Dieron con un pequeño despampado y se sentaron en unos troncos caídos.

Se habían alejado bastante. El tuerto Naranjo calculó que ni aun gritando los oirían de la casa- de-tejas. Esto lo acabó de envalentonar.

—¿Quieres ser mi mujer, Juliana?

Los catorce años bobalicones de Juliana estaban estremecidos de amor por Ternerote.

—Ya te hey dicho de que sí… —balbuceó.

La niña Pancha los había seguido. A la distancia.

Sin que se dieran cuenta. Guiándose sobre la huella de las hierbas pisoteadas.

Nada pudo impedir. Cuando ya llegaba al despampado, oyó el agudo grito con que su hermana se despedía de su virginidad florecida.

La niña Pancha se sacudió como en un escalofrío.

El grito ése, punzante, la agitó toda. Sentía que le hincaba las entrañas. Que le arañaba los nervios. Que le hacía hervir la sangre en las arterias intensas.

¡Qué grito! Era un alarido más que un grito.

Estaba cargado de dolor, grávido de lujuria. Y, al propio tiempo, parecía una carcajada a la que un golpe de hipo intenso sofocara en suspiro.

La niña Pancha pretendió ponerse en su sitio.

¡La Tigra! Pero, no lo consiguió. Se le nublaron los ojos y sintió que la cabeza le daba vueltas, como si fuera a desmayarse… Y nunca supo luego cómo hizo entonces lo que hizo.

Irrumpió en la escena terrible. Vio a su hermana tumbada sobre el suelo, como dormida, con la respiración disneica. Y, frenética, se lanzó sobre Naranjo. Lo agarró fuertemente de los hombros, y le dijo, con vehemencia entrecortada:

—Ahora…, ¡fórzame a mí, Ternerote!..

¡Fórzame o te mato!…

Desde aquella tarde, al tuerto Sotero Naranjo se le hizo insoportable la existencia, hasta el extremo de que pensó seriamente en acabar con ella.

En cambio, los hombres de la hacienda, viejos y mozos, sin excepción, lo envidiaban.

—¡Hay gente suertuda! ¡Véanlo al tuerto, que parecía pasao por agua tibia, como los güevos!…

¡Bía sido macho juerte!… Vive con las dos hermanas; y, de seguro, cuando madure la otra fruta…, se la come, también.

Algún anciano buscaba oportunidad de interpolar su historia:

—Todo tuerto es así, bragao de las entrepiernas.

Mi recuerdo que pa'l año de los Chapulos, vide a un mentao Segundino que era falto de un ojo…

Otro anciano lo interrumpía:

—¿Y mi general Buen? ¿Ónde me lo deja? El catiro tenía los dos ojos, y veía usté como era pa'l montamiento… Es que mismo habimos hombres así, ajustadores…

—¿Usté, ño Serapio?

—Juí; juí, en un tiempo antiguo, como dicen los samborondeños, hace-olla-e-barro…

Las risotadas se sucedían; pero, volvían en seguida a los comentarios:

—¿Y cómo se alcanzará Ternerote pa las dos?

—¿De veras, no?

—¡Y qué ranchazos, baray! ¡Pa quedarse templao como lagarto en playón!

—Ahá.

Lo envidiaban al infeliz; deseaban sustituido; y él, precisamente, habría dado algo porque lo reemplazaran.

—Una mano, pongo por caso.

—Pero, ¿es que está tan hostigao, don Sote?

—Cualquiera de los ancianos metería basa:

El mucho dulce empalaga, pues…

Ternerote sonreía tristemente:

—¡Hostigao! ¿Usté ha visto un zorro apaleao cómo queda? Pues, igual…

—¡Baray, don Sote; qué esageración!

—Así es.

El transcurrir del día era una gloria para el tuerto Naranjo. Desde la tarde aquella, las dos hermanas se disvivían por agasajarlo. Le separaban los platos más delicados, los bocados más suculentos.

—Tienes que alimentarte, Sotero. Estás amarillo como plátano pintón.

No consentían que trabajara. Alternaban ellas en el despacho de la tienda.

—Descansa, Sotero.

Se pasaba el tuerto acostado en la hamaca de la galería, comiendo y durmiendo. Fumaba sendos cigarros dauleños. Punteaba la guitarra.

Sí; el día era una gloria.

¡Pero, la noche!

Las dos hermanas se disputaban la preferencia de sus favores.

—Yo soy la mayor —alegaba la niña Pancha.

—Pero, jue mío más primero —redargüía la niña Juliana.

Sin embargo, no reñían, y terminaban por entenderse. El pobre tuerto pasaba de una alcoba a otra, como un mueble.

Tanto amor lo iba matando. A pesar de los alimentos, a pesar del régimen de ocio, enflaquecía cada día más. Los ojos se le hundían en las órbitas excavadas. Se le brotaban los pómulos.

Cobraba una facies comatosa. Al andar, vacilaba como un muñeco descuajeringado. Concluyó por rebelarse. No fue la suya una rebelión violenta.

Carecía de fuerzas para eso. Fue una rebelión sórdida y oscura que apenas llegó a cuajarse en la fuga silenciosa.

Aprovechado el sueño de hartura que dormía niña Pancha y niña Juliana, Sotero Naranjo, en la sombra de la alta noche, emprendió la huída.

Todo lo dejó. Apenas si portó consigo el hato de sus mudas.

Tomó la ruta de los Andes lejanos y fue a caer, tras mil peripecias, en la aldea leonesa de Angamarca.

Lo último se supo meses después, cuando ya se lo creía muerto en la selva, víctima de las fieras, comido de las aves…

Pero, todo esto es historia antigua, marea pasada…

Los policías rurales han sentido siempre especial predilección por hospedarse en la casa- de-tejas del fundo "Tres Hermanas". Probablemente, ahora no les ocurra lo mismo.

En sus cruceros sobre Manabí, cuando montaban la raya de Santa Ana y se introducían por las tierras ásperas y sedientas de los piñales, persiguiendo a los ladrones de ganado en sus ocultaderos del río Tigre; los jefes de piquete procuraban dejarse coger por las sombras en la hacienda de las Miranda.

—Un güequito, no más. Vamos lo que se dice atrasaos…

—¿Nos darían, niñas, un güequito pa pasar la noche?

Jugaban con las palabras en un primitivo doble sentido. Las Miranda no entendían, o fingían no entender. Por lo común, la niña Pancha respondía en nombre de todas:

—Como sea su voluntá. Aquí no se niega posada al andante.

—Gracias, pues.

Recibían con placer a los hombres armados.

Gustaban de ellos más que de los civiles. Les brindaban la merienda sabrosa y el café bienoliente.

—¿Prefieren con puntita?

Era el comienzo. Les servían las grandes tazas, mediadas de negra esencia y de puro de contrabando.

Después, menudeaban las copitas.

—¡Hay que alegrarse, pues! —decía la niña Pancha—. La noche está joven.

—Así es, niñas.

—Vamos, pues, a dar una vueltita.

—Vamos.

Ponían en marcha el caduco fonógrafo de corneta, marca Edison, cuyos rayados cilindros emitían sonidos destemplados, roncos, cascados, que imitaban perdidas armonías: valses somnolientos, habaneras lánguidas o desaforadas machichas brasileras.

Por rústico que fuera el oído de los gendarmes, aquellos sones les molestaban, antes que agradarlos. No se atrevían, empero, a manifestarlo así, claramente.

Alguno insinuaba:

—Son un poco pasaos de moda, mismo, estos toques.

—Ahá.

—Mi mama no era mi mama, y ya se rascaban estas músicas —osaba decir el más atrevido.

La niña Pancha miraba con rabia no disimulada a los soldados. ¡Imbéciles! Ella adoraba su máquina Edison. Pensaba que no había nada mejor que eso. ¡A qué, pues! Pero, intuía que era un deber suyo complacer a los visitantes. "Er güespe ej er güespe", le oyó repetir a su padre, el finado ño Baudilio; y había hecho de eso artículo de fe.

—Bueno, pues. Paren el fonógrafo.

De un rincón de la sala sacaba entonces una guitarra española, de honda y sonora barriga, adornada con un lazo de cinta ecuatoriana en el astil, cerca del clavijero.

—Ya que no les place el Endison, aquí viene la vigüela. Si arguien sabe…

De principio, no confesaba que ella misma glosaba para acompañamiento, y que la niña Juliana, sobre pulsar la guitarra, cantaba con la gracia de una colemba dorada.

—También hay bandolina… Y un clarinete…

Suspiraba al pronunciar la última palabra.

Casi nunca faltaba entre los huéspedes algún gritador experto que se apoderaba en seguida del instrumento.

La niña Pancha se apresuraba a expresar sus aficiones:

—Valses, ¿quiere? O amorfinos. O pasillos.

Pero pasillos de acá; no de la sierra.

—Ahá.

La niña Pancha detestaba a la sierra y a sus cosas. Jamás había tenido un amante que fuera de esa región. Afirmaba que todos los serranos son piojosos y que, además, les apestan los pies. De la música se conformaba con decir que era triste.

—Pa llorar no más sirve…

Rompían el silencio de la selva anochecida, las notas simples de los pasillos:


Cuando tú te haigas ido…


O si no:


Yo te quise, Isabel, con toda mi pasión…


La corriente era que la guitarra tomara su propio camino, y que la voz del cantador se trepara a donde podía, como mono en árbol. De cualquier manera, el baile se hacía, alentado por las repetidas libaciones de mallorca.

—Er trago, pues, anima.

—Ahá.

En breve, Juliana y la Tigra se dejaban convencer a tanto ruego, y tocaban y cantaban. Pero, lo más que hacían era bailar. Bailaban… zangolotéabase la casa enorme. Trinaban sus cuerdas y sus vigas. Quejábanse sus tablones de laurel. Sus calces profundos de palo incorruptible, esforzábanse por mantener la firmeza del conjunto.

—Este armazón se mueve, ¿no?

—De vera.

—Será que baila, también, como nosotros.

—Así ha de ser, pues.

Las tres hermanas hacían las atenciones en la sala. Las tres se entregaban al movimiento melodioso y pausado del valse, o el agitado sacudir del pasillo, o a las ráfagas lúbricas de la jota, en los brazos de los gendarmes. Las tres bebían el destilado quemante que cocinaba las gargantas. Pero, Juliana y la Tigra escamoteaban servidas a Sara, cuidando que no tomara demasiado. Vigilaban sus menores actos. Controlaban sus gestos más nimios.

—Vos eres medio enfermiza, Sara. ¡No vaya hacerte daño!

Cuando advertían que, a pesar de todo, Sara se había embriagado o estaba en trance de embriagarse, acudían a ella. A empellones la conducían a su cuarto, la desnudaban y la metían en la cama, echando luego candado a la puerta y escondiendo la llave. Lo propio hacían cuando notaban que en los huéspedes el alcohol comenzaba a causar sus efectos, por mucho que Sara estuviera aún en sus cabales.

Por supuesto, la muchacha no dejaba gustosa la diversión. Negábase a salir de la sala, y sólo a viva fuerza conseguían sus hermanas sacarla de ahí. Ya en su alcoba, se la oía sollozar.

Los huéspedes la defendían según sus aficiones:

con interés o por elemental cortesía.

—¿Y por qué, pues, se va la niña Sarita?

La Tigra hablaba, entonces:

—Es maliada, ¿sabe? No le conviene esto.

—¡Ah!…

Miraba a los soldados con ojos relampagueantes; se ponía en jarras, con lo que sus senos robustos emergían soberbiamente, esculpiéndose en la tela de la blusa, como un par de boyas en la pleamar; contoneaba las redondas caderas en una actitud promisora y lasciva; Y decía, con voz sorda, baja, hueca, de hembra placentera:

—Aquí estamos nosotras: Juliana y yo… ¿Pa qué más? ¿No es cierto?

Los hombres subrayaban la afirmación con los ojos desenfrenados.

—Ahá.

Era cuando la orgía llegaba a su máximum.

Juliana y la Tigra escogían sus compañeros.

—Bailamos, ¿ah?

Y en mitad de la danza apretaban a la pareja contra los pechos enhiestos:

—¿Vamos, negro?

Desaparecían las dos a un tiempo, o una después de otra, seguidas del elegido; y volvían luego con los rostros empalidecidos, castigados de fatiga amorosa, a continuar la fiesta.

Solía ocurrir que no volvieran en toda la noche; y, entonces, los desdeñados se consolaban bebiendo hasta dormirse.

Alguna vez, cuando los gendarmes eran novatos —"altas", les decían—, y no conocían las costumbres de la casa, ni la fama de la niña Pancha, provocaban riñas y alborotos por la preferencia.

Si el jefe del piquete no metía orden, la Tigra se encargaba de ello. Contábase que más de una ocasión la sangre policía, que ella hizo verter, mojó las tablas de la sala. Pero, la verdad es que se referían tantas cosas…

Mas, quien realmente daba la nota trágica en estas escenas, era la menor de las Miranda.

Cuando desde su encierro Sara comprendía que sus hermanas conducían a sus alcobas al amante transitorio, lloraba a gritos.

—¿Y yo? ¿Y yo?

Era terrible.

Se revolcaba en su lecho de obligada virgen, como una envenenada; se tiraba sobre el piso; golpeaba las paredes y pretendía traer abajo la puerta.

—¡Yo, también! ¿por qué no me dejan a mí también?

Luego, insultaba a sus hermanas, endilgándoles los más asquerosos y repugnantes adjetivos, hasta que, extenuada, agotada, vacía, caía como una muerta, rendida de sueño profundo.

A la niña Juliana la conmovía un tanto la angustia de la ñañita. A la Tigra, no.

Decíale aquella:

—Acuérdate de vos, Pancha, con Ternerote…

—Me acuerdo, ¿qué crees? ¡Pero, esa no! Tú ya sabes por qué; tú ya sabes…

Y si alguno de los visitantes inquiría sobre lo que le acontecía a Sara, la Tigra respondía serenamente:

—Mi ñaña es medio loca, ¿ve? Loca de la cabeza…

Asentiría el preguntón:

—Ahá… Histérica…

La Tigra ignoraba la palabreja. Se le alcanzaba un poco que era algo así como romántica.

Mascullaba el vocablo:

—Romántica…

Y por asociación de ideas se le venía a la mente el recuerdo del hombre del clarinete…

—Del clarinete que está en la sala, —murmuraba para sí, como si ella misma se diera una explicación.

Un telegrama:


De Balzar, 26 de enero de 1935. —Intendente. —Guayaquil. – Este momento, siete noche, salgo dirección hacienda "Tres Hermanas", con piquete diez gendarmes montados, complir orden ud. — Ref. suyo ayer. (fdo.) Comisario Nacional.

Intermezzo musicale solo de clarinete

El hombre repentino. El hombre inesperado.

Era una historia fresca. Fresca como la carne de la badea matrona. Así de fresca. Y sabrosa. Sabrosa como la carne del mamey Cartagena. Así de sabrosa.

Al evocarla, la Tigra sonreía para sí, —¡ah!, sólo para sí—, con una dulzura escondida, como una madre que le sonriera al hijo de que está preñada, al hijo nonato.

¡Y era tan breve esa historia!

Cierta tarde llegó a la hacienda un mocetón serrano. Era rubio y hermoso.

—Era como un gringo, no más; ¿verdá, ñaña Juliana?

El mozo no llevaba otra impedimenta que un clarinete roñoso, ese que ahora guardaba la Tigra.

Iba para las tierras cordilleranas.

Se alojó en la casa. Comió con las hermanas…

Después, acompañado de la Tigra, bajó a la orilla del río.

—¿Quiere oír tocar este instrumento, señorita?

Mostraba su clarinete imprescindible.

—Ahá.

A la mujer le pareció una música de hechicería la que brotaba del clarinete.

Palmoteaba como una chicuela:

—¡Qué lindo! ¡Qué lindo!

Después se puso melancólica, como no lo había estado nunca.

El odio a los serranos se fue del corazón de la Tigra. ¡Ah, este mozo adorable! ¡Cómo lo amaría ella! Hubiera querido besarlo, morderlo; ser suya en ese instante y para siempre, ahí ahí mismo, sobre las piedras humedecidas; entregársele toda… Pero, él nada decía. Estaba remoto. Estaba en su música.

Cesó de tocar.

—Estoy cansado. Mañana me iré, de mañanita.

Desearía dormir…

—¿Por qué no se queda? —alcanzó a balbucir la niña Pancha.

—¡Ah, no; no! Tengo que irme. Tengo que irme…

La Tigra no se atrevió a insistir.

Reposaré unas horas, hasta la madrugada.

Esa noche no cerró los ojos la niña Pancha.

La proximidad de aquel hombre la inquietaba. Sabía que estaba tendido en la hamaca de la sala, tan cerca, tan cerca que lo oía respirar; ¡y ella, ahí, propicia!

A la luz del brasero de velones que no apagó, la niña Pancha contemplaba su cuerpo desnudo.

Si me viera así…

¿Osaría llamarlo? No. A otro se le habría brindado; a él, no. ¡Jamás!… Pero, si él la deseara…

¡Cómo sería suya! ¡De qué suerte única, como no había sido de nadie!

Cuando el alba inundó de luz amarillenta su alcoba, la niña Pancha abandonó el lecho insomne.

Fue al hombre dormido.

—¡Señor! ¡Señor!

Despierto ya, le preparó ella el desayuno. La criada, no. Ella misma. Ella quería servirlo.

—¿Se va, siempre?

—Sí. ¡Y tan agradecido! ¡No me merezco tantas molestias!

Estaban junto a la escalera. Él sostenía en sus manos el clarinete. Miraba a la mujer con una vaga tristeza en los ojos celestes.

—Yo le dejaré un encargo, señorita. Un encargo no más. Guárdeme este instrumento. Me descubrirían por él, ¿sabe? Pero, no quiero perderlo.

Volveré por él.

—¿Volverá?

—Sí; cuando se acabe este invierno, vendré; y si no vengo en esa época, será que no vendré ya nunca. Entonces, este clarinete será suyo.

Le oprimió la mano, y se fue.

Y pasó el invierno. Y llegó el verano, dorado a fuego de sol. Y otra vez empezaron a caer las lluvias sobre los campos resecos.

Pero, el hombre no regresó.

En el corazón de la Tigra, el odio a los serranos fue de nuevo instalándose.

El clarinete se inmovilizó en una mesa de la sala. Estaba más roñoso. Más feo. Cualquiera figuraría que había envejecido de abandono, muchos años en cada uno.

La Tigra lo contemplaba con un sentimiento extraño: como con una burla triste.

Cada mañana, al hacer la limpieza de los muebles, el pobre instrumento proporcionaba a su guardadora un momento de emoción antigua, como un pedazo de pan romántico.

Y ésta es la historia del clarinete.

La marea ha de estar subiendo en el río, en este instante, porque —como cuando refluyen las basuras vienen a la memoria cosas pasadas.

"Tú ya sabes por qué, Juliana; tú ya lo sabes".

En verdad, Juliana conocía la causa tremenda en fuerza de la cual Sara tenía que conservarse virgen por siempre: fuente sellada; capullo apretado; fruto caído del árbol antes de la madurez, que habría de podrirse encerrando sin futuro la semilla malhecha.

El negro Masa Blanca había andado por la hacienda años atrás.

—¿No hay argún enjuermo que melecinar?

Aquí está en mi modesta persona un médico vegetal.

El negro Masa Blanca era un curandero afamado.

Lo rodeaba cierto ambiente misterioso.

Se ignoraba dónde vivía. Según unos habitaba en los terrenos de "Pampaló", el latifundio de los Hernández de Fonseca. Según otros carecía de residencia fija. Lo cierto es que se topaba con él en los sitios más distantes e inesperados.

—Ha de volar de noche en argún palo encantao…

—Es brujo malo. Tiene trato con er Colorao…

El Colorao era el diablo.

—Caminae n l'agua sin mojarse los pieses…

—Y cambia de cuero como er camalión…

Masa Blanca, sabedor de estos rumores de las gentes montuvias, colocaba su frase indispensable:

—Yo soy médico de curar. Puedo dañar, claro; pero, no daño. Así es.

Masa Blanca se calificaba también de adivino:

—Con mis cábulas, veo lo que va pasar, como si ya haiga pasao mesmo.

Las Miranda consultaron con Masa Blanca sus dolencias.

—Yo, pues, tengo un lobanillo adebajo der pescuezo, —dijo Juliana—. ¿Qué hago pa quitármelo?

Masa Blaca le aconsejó:

—Frótese er chibolo, o lo que sea, con saliva en ayuna; y, al acostarse, con unto sin sar, serenao.

¡La mano'e Dio!

—Ahá.

Sara era por entonces una muchachita traviesa, y nada tenía que consultar. Pero, la Tigra, sí. La Tigra le confió sus ardores. Y Masa Blanca se hizo relatar el rojo cronicón de las hermanas Miranda.

Cuando su curiosidad de vejete estuvo satisfecha, pensó en el negocio.

—D'esta casa está apoderao er Compadre.

El Compadre era, también, el demonio.

—Y hay que sacarlo, pué.

—¿Como, ño Masa?

—Verán… Pero, mi precio es una vaca rejera… con er chimbote, claro…

Las Miranda convinieron en el honorario.

Masa Blanca celebró entonces lo que él llamaba "la misa mala"… En un cuarto vacío de la casa, acomodó un altarzuelo con cajas de kerosene que aforró de zaraza negra; puso sobre el ara una calavera, posiblemente distribuyó sin orden trece velas en la estancia; y a media noche, inició la ceremonia. Daba manotones en el aire. Barría con los pies descalzos las esquinas de la pieza; abría y cerraba la puerta, como si hiciera salir y entrara alguien; en fin, se movía como un verdadero poseído.

A la postre, hizo como si apresara un cuerpo.

—¡Ya lo tengo garrao! —vociferaba.

Accionó lo mismo que si arrojara por la ventana ese cuerpo imaginario al espacio.

—Ya se jué —musitó, cansado.

La Tigra y Juliana habían presenciado la escena ridícula macabra, que a ellas les pareció terriblemente hermosa. Preguntó la Tigra:

—¿No s'apoderará otra vez de la casa el Compadre?

Masa Blanca vaciló al responder:

—Puede que no, si hacen lo que yo digo…

Otro negocio. Cerrado el asunto, el hechicero habló pausadamente. Era visible que le costaba dificultad inventar "la contra"; pero, las Miranda no se percataron de ello.

—¿Cómo?

—¿Cómo?

Estaban ansiosas.

—Ustede, pué, perdonando la espresión, han pecado mucho po'abajo, y er Compadre la sigue como la hormiga a la cañafístola… Si se les priende, no las aflojará…

Vaciló:

—¿Ustede tienen una hermana doncella, no?

—Sí.

—Sí.

—Ahá… Bueno; mientras naiden la atoque y ella viva en junta de ustede, se sarvarán… De no, s'irán a los profundo…

Fue esa la condenación a perpetua virginidad para Sara Miranda. La falta de imaginación de Masa Blanca, a quien no se le pudo ocurrir otra cosa, cayó sobre el destino de la muchacha.

Era una sentencia definitiva a doncellez.

Por supuesto, las dos Miranda mayores se guardaron el secreto.

—Ta enferma la ñaña.

—Es locona bastante.

—Si conociera marido se frogaría pa nunca más.

—Un dotor lo dijo.

—Ahá.

Por eso cuando Clemente Suárez Caseros, que pasó en tránsito a Manabí y hubo de hospedarse por ocho días en la casa-de-tejas, esperando cabalgaduras, se enamoró de Sara y la pidió en matrimonio, la Tigra se opuso:

—No puede ser, don Caseros; vea. Mi ñaña está tocadita. No puede ser.

Y lo invitó a marcharse.

—Pa cualquier lao y en lo que sea, don Caseros…

Pero, usté se va… No me venga a tolondrar a la loquita… Después, como Sara se dejó sorprender en preparativos de fuga, sus hermanas la encerraron bajo llave.

La cuestión era esa.

A vida o muerte.

Y otro telegrama


De Balzar, enero 28 de 1935. Intendente. — Guayaquil.— Regresamos este momento comisión ordenada su autoridad. Peonada armada hacienda "Tres Hermanas" ataconos balazos desde casa fundo. Señor comisario, herido pulmón izquierdo, sigue viaje por lancha 'Bienvenida'. Un gendarme y tres caballos resultaron muertos. Ruégole gestionar baja dichas acémilas en libro estado respectivo. Espero instrucciones. Atento subalterno. - (Fdo.) Jefe Piquete Rural.


Del gendarme no se solicitaba baja alguna en ningún libro. ¿Para qué? Antes bien, se le había dado de alta en el registro cantonal de defunciones.

La marea estará, ahora, repuntando en el río.


Publicado el 28 de abril de 2021 por Edu Robsy.
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