Incomprensión

José de la Cuadra


Cuento



(Medalla de oro en el concurso literario celebrado con ocasión del Día del Estudiante —1926—, por el Centro Local de Guayaquil, de la Federación de Estudiantes Ecuatorianos).

I

Un ruido de voces en el vestíbulo despertó a Rómulo Nadal.

—Es Idálide que regresa, —se dijo; mientras, mirando el pequeño reloj de esfera luminosa, se enteraba de la hora: 2.35 de la madrugada.

Oprimiendo el botón colocado en la pared al alcance de su mano, dió luz a la alcoba.

Hacía calor.

Nadal se escurrió de entre sus sábanas y saltó fuera del lecho.

—Me va a ser difícil —monologó— volver a conciliar el sueño.

Cerca de la cuja había una butaca, y en ella se tumbó.

Afuera, en el vestíbulo, seguían las voces.

Nadal se entretuvo en reconocerlas.

—Esa es Idálide... Esa ótra es mi perfumada, cariñosa, encantadora suegra... Ah, también ha venido, acompañándolas, mi señor hermano político... Ahora se despiden, gracias a Dios...

Percibió frases sueltas:

“Buenas noches, Idálide”.—“Que la Virgen vele tu sueño, hija mía”.

Besos. Risas. Pasos que bajaban los peldaños de la escalinata.

—Por fin!

Oyó el portazo seco del zaguán, y luego, el suave golpe del motor del Essex.

Entonces Nadal prestó atención a los ruidos del interior de la casa. Lejano ya, perdido en la noche, alcanzó a distinguir en el silencio un taconeo de ritmo familiar a su oído.

—Idálide va a su alcoba —pensó.

La siguió con la imaginación y se distrajo en suponer lo que haría...

Al pasillo saldría a encontrarla María, la doncella.

“¿Se ha divertido la señora?”

Y ella con su lánguida voz de amorosa diría: que sí, que sí; que había bailado mucho; que había gozado la mar...

Entretanto, él —él, su marido— ahí estaba solo, solo en la soledad de su dormitorio “particular”.

Mientras María se entregaba a la dulce faena de desnudarla para el lecho, Idálide averiguaría detalles sobre la cena de su Chang pequinés... Sólo al fin —ojos adormilados de cansancío— preguntaría indiferente “si el señor había salido”. Y al enterarse de que no, de que había permanecido enclaustrado en su habitación, haría un vago gesto indescifrable... que bien podía ser de sueño.

Metida ya en el pyjama —verde grosularia o lila sirio, que eran “sus” colores—, se dejaría caer en la cujita... Mecánicamente esbozaría un rápido signo de la cruz sobre su pecho, y cerraría los ojos.

Antes habría recomendado a la doncella que, muy por la mañana, llamara por teléfono al Lawn Tennis Club, y la excusara de ir ese día “porque había amanecido con jaqueca”...

De puntillas, María saldría de la alcoba, cerrando la mampara tras de sí.

...Un suspiro hondo venció a Nadal al pensar que acaso fuera exacta, sin más ni menos, la escena que forjara su fantasía.

—Habrá preguntado por mí —se dijo— igual que pudo haber preguntado si Nataniel vino a cocinar a sus horas, y con menos interés que si el pequinés hubo devorado correctamente hambriento su comida de la noche... Es la dolorosa verdad.

De una mesita próxima alcanzó un cigarrillo y lo encendió. Tomó así mismo una revista ilustrada y se puso a mirarla cansadamente, más para ocupar las maños que para distraer los ojos.

De pronto se levantó. Oprimió un timbre, que resonó lejano, y esperó.

Pasados algunos minutos se presentó en la estancia un mocetón moreno, de facha escuderil, con los ojos inyectados de sueño.

—¿Qué desea, doctor?

—Ve y despierta al chauffeur. Dile que prepare el carro, que voy a salir.

—¿A estas horas, doctor?

—Me parece que te importa poco, Ramón. Anda a prisa.

Ramón salió a cumplir la orden.

—Pobre Abel! —decía por el camino—. ¡Despertarlo para que vaya a guiar a media noche! Y el doctor lo ha cogido de costumbre eso de andar en automóvil cuando todos están en las camas... Lo peor es que no va a ninguna parte... Rodar, rodar, rodar... ¡Ese hombre está volviéndose loco!

En su cuarto, Nadal cambiaba de indumentaria. Mientras lo hacía, mantenía consigo mismo una suerte de diálogo:

—“Habrá que reconocer, Nadal, que tu mujer se preocupa muy poco de tí... Muy poco... En su pensamiento, tu lugar es más reducido que el del minúsculo canecillo asiático”.

—“Ya cambiará. Es una crisis de su carácter nervioso”.

—“No te ilusiones, Nadal. Todo lo has perdido... hors l'honneur... Y aún éste se te va deslustrando. Los “amigos” comienzan a sospechar lo que ocurre entre tu mujer y tú; y alguna vez, refiriéndose a tí, han dicho a tus espaldas: “Pobre Nadal!”. Ya sabes que cuando los amigos compadecen... mala seña....”

II

María penetró sigilosamente al dormitorio de su ama.

Era la hora meridiana, y cirniéndose a través de los visillos, inundaba la estancia la dorada luz solar.

La doncella se aproximó al lecho de Idálide, que dormía aún arrebujada en las blancas sábanas.

—Señora. Señora...

Al mismo tiempo la remecía, suavemente.

—Señora...

Idálide abrío los ojos. Entre enojada y sorprendida, preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿Por qué me despiertas?

Un poco confusa la doncella explicó:

—Es que la señorita Ernesta llamó por teléfono y me ordenó que la despertara en seguida porque tiene que hablar con usted.

—¿No te dijo sobre qué?

—Sí... Es que han resuelto un viaje a Salinas para hoy mismo...

—¿Para hoy...?

—Sí; saldrán esta noche en un vapor fletado... Su hermano agasajará en Salinas con un pic nic al ministro de...

—Ajá! De Iverlandia... Es muy amigo de mi hermano.

Idálide saltó de la cama.

—Mira, María: prepárame el baño.

—Está pronto, señora.

—Telefona, entonces, a Ernesta y dila que me espere...que voy con ellos. Hay que gozar, ¿no te parece, Mary?

—Naturalmente, señora.

María salió. Idálide tomó una lujosa bata roja de sobre la cómoda y se dirigió al cuarto de baño, que comunicaba por una pequeña puerta con el dormitorio. A poco se oía el canto del agua de la ducha.

Fue un baño breve. Momentos después, envuelto el cuerpo en el rojo salto, Idálide se situaba frente al tocador a iniciar la tarea delicadísima de su arreglo.

En aquella suerte de deshabillé matinal, al mirarse al espejo, se admiró un poco... Vaya que tenían razón sobrada los que —la noche anterior, apenas—, la llamaban, en elogiosa invocación, Aziyadé... Morena, de una suave y durada morenez; ojos y cabellos negros; boca roja y labigruesa: había, algo de turco, de enloquecedoramente turco, en su belleza... Parecía una de aquellas mujeres constantinopolitanas que la fiebre de modernidad de Kemal Pachá extrajo del fondo penumbroso de los harenes sultanescos...

Terminado el maquillaje del rostro, Idálide se dedicó al cuidado de las uñas.

Lilia —una sirvienta quinceañera— vino a ayudarla, trayendo el estuche de manicure; y cuando esta última labor fue concluída, la bellísima recordó que aún no se había desayunado.

—Preferiría que me sirvieran naranjas esta mañana, Lilia. Dilo así en el comedor.

Cuando quedó sola, cómo asaltada por un impulso, Idálide se acercó al ropero, y ante la gran luna veneciana de cuerpo entero, se detuvo indecisa... En un amplio gesto abrió la bata, quedando desnuda frente al espejo que la copiaba totalmente en una manera de posesión. Sonrió... Enmarcado en la bata roja, su cuerpo parecía un fruto prodigioso brotando de una flor.

Por su mente pasó la imagen de un hombre vestido de frac: S. E. el señor ministro de Iverlandia...

—Qué no diera por verme así! —pensó diabólicamente.

Volvió a su taburete del tocador.

—María! —llamó.

La que vino fué Lilia con el desayuno.

—¿Y María?

—Está hablando por teléfono con la señora Ernesta.

—¿Todavía?

—Dice que está recibiendo “instrucciones”.

Picarescamente Lilia insinuó:

—En el comedor está...

—¿Quién?

—El doctor...

—¿Rómulo?

—¿No te preguntó nada?

—Me dijo que lo mandara servir el almuerzo porque tiene que ir temprano al consultorio.

—Bien —terminó Idálide—; entonces vísteme pronto. He de hablar con él antes de que salga...

III

En su biblioteca —un pequeño salón amoblado a la inglesa— Rómulo Nadal, tumbado sobre un butacón de cuero, leía los diarios.

Idálide irrumpió en la estancia.

—Buenos días —saludó glacialmente.

Él respondió cortésmente, pero en el mismo tono, y le ofreció un asiento, que ella rechazó.

—Esta noche —dijo— nos vamos a Salinas con mi cuñada.

Luis hace un agasajo al ministro de Iverlandia. Tú... ¿querrías ir?

—No; ya sabes que estoy muy atareado.

—Sí; claro. Suponiéndolo, me apresuré a excusarte con Ernesta. Comprenderás, la expliqué, que la clientela no deja un minuto libre al pobre Rómulo.

—Es verdad...

Nadal no soltaba de la mano el diario que estuviera leyendo, y frecuentemente le echaba ojeadas rápidas, como para demostrar por este medio que le fastidiaba, verse interrumpido en su lectura.

—¿Venías a anunciarme tu viaje, Idálide? —dijo al fin.

—Sí... Encuentro que no te molestará.

—No; en lo absoluto. Que te diviertas.

Volvió a caer entre ellos, como una pesada cortina negra, un silencio embarazoso. Idálide revelaba a las claras su inquietud.

—Va con nosotros, también, mamá...

—Ah!

Nadal sonrió burlescamente.

—Convendrás conmigo, Idálide, en que doña Concha posée una constitución de acero... Anoche trasnochó; esta noche, otra vez. ¡Y a sus años!

—Lo hace, como ella dice, por cuidarnos a Ernesta y a mí...

—...que ya estáis creciditas para haber menester de dueñas.

Otra voz el silencio, roto ahora, cortantemente por Nadal.

—¿Deseas algo para el viaje, Idálide?

—Sí...Poca oosa,

—¿Cuánto?

—Un mil...

—¿Mil sucres?

—Sí...; de lo mío.

—Ya lo sé. Espera a que gire un cheque. Vuelvo.

A poco regresaba Nadal.

—Ahí tienes —dijo, ofreciéndole la orden extendida— lo que necesitabas... ¿Algo más? ¿No? Feliz viaje, entonces.

Sin responder, Idálide abandonó la biblioteca.

Nadal, solo, tornó a sumirse en la lectura de los diarios, tranquilo en apariencia.

Mas, transcurridos pocos minutos, llamó nerviosamente a Ramón, que era su servidor predilecto.

Cuando éste vino, le ordenó:

—Telefona a la clínica y avisa al portero que esta tarde no doy consulta porque me siento enfermo. Di que llame al doctor Rosas para que pase la visita a los internados.

—Está bien, doctor.

—Ah... Luego llamas al Norte-93, a casa de Corradini, y le dices a Gerardo que venga acá a las dos sin falta. Que he de hablar con él sobre un asunto urgente.

IV

Apenas sonada la una, transcurriría una hora larga antes de que viniera Gerardo Corradini.

Nadal decidió esperarlo en la biblioteca. Consideraba ese ambiente propicio a la confidencia que habría de hacerle.

Corradini era su mejor amigo, y no otro que él era llamado a conocer y acaso prestar solución en su “drama” conyugal... Resuelto estaba a vaciar en el secreto cordial del amigo todo su dolor silencioso por el derrumbamiento de su hogar; destrucción realizada día por día, calladamente, escondida entre las paredes de la casa... como esas agonías lentamente resignadas de los tísicos.

Compañero desde las bancas de la escuela —¡oh, los días del buen maestro Reinoso, que Alá conserva aún para su gloria!— Gerardo Corradini estaba tan al corriente de la historia de Nadal acaso como de la suya propia. El vió nacer y alentó a crecer sus amores con Idálide...

Amores que nacieron mansamente, sin aquellas truculencias románticas que caracterizan —por lo general— el minuto en que la vida pare el amor definitivo.

Entonces —en aquel entonces un poco lejano ya—, Rómulo Nadal, flamante bachiller, vivía con su madre en la humilde casuca que les comprara el Gobierno “como un homenaje a la memoria del bravo mayor Rigoberto Nadal (179 Batallón), muerto gloriosamente en la campaña de Esmeraldas, y a objeto de remediar en algo la penuria de su viuda y tierno huerfanito” —según rezaba el consiguiente decreto...

A la casa vecina —pared con pared— llegó una numerosa familia campesina —ricos propietarios de plantaciones caucheras— que venía a la urbe porteña “a educar a las niñas”.

Trabaron amistad con la madre de Nadal... Una amistad que, por parte de la viuda del militar, no era muy sincera.

Nadal recordaba la cacareada frase de la madre: “Los nuevos ricos y los montuvios ricos, son dos grandiosas calamidades sociales. Quieren rolar, sin más ni más, en pie de igualdad, con las familias cuya historia no comenzó en Alfaro... que hizo a mucha gente, hijo mío...”

En cambio, la familia campesina —Monje Ríos— era toda cordialidad.

—Es ahora que han cambiado... con la civilización! —lamentó Nadal.

La prole de los Monje Ríos era en su mayor parte femenina; sólo un varón había: Este bendito Luis que ahora resultaba tan amigo del excelentísimo señor ministro de Iverlandia...

Rómulo Nadal no prestó mucha atención a las monjitas, como en broma las llamaba... y mucho menos a Idálide, que era de las menores y estaba pequeñina entonces. Doce años quizá.

Acaso alguna vez —en los entreactos do sus noviazgos bachilleriles— pensó en alguna de las mayores... En Idálide, nunca.

Y sin embargo... Cada vez que horas fijas —volvía a su casa o salía de ella, la encontraba asomadita, sonriente, al aire la pomposa cabellera negra, picarescos y hablantines los ojos que iban ya perdiéndola vaguedad de su mirada infantil... La saludaba... y au revoir!

Sabía de los "chicos” que ella se gastaba; hasta fue amigo de alguno. Asimismo, Idálide fue amiga de su “novia”...(una buena muchacha, cuyo nombre casi no recordaba, que a sus dieciocho años tuvo en su vida ese inútil cuanto imprescindible papel de “novia”... la pobre).

En ocasiones solía hablar con Idálide, y entonces ella le preguntaba por la “novia”; y él, a su turno, se informaba cumplidamente de la salud de Arturito, dr Juanito, de Riquito, del que estuviese en el horizonte... ¡la vida!

...Fué para unos carnavales. Carnavales a la criolla, con agua, con mucha agua, con “llevadas a la pipa”, con anilinas... La tuvo él entre sus brazos, bañada totalmente, formas esculpidas por el abrazo pegajoso del agua. Y comprendió que el cuerpo de esa muchacha era un prodigio en amanecer... Osado, en un momento de soledad, la besó en plena boca.

Bajó ella la mirada; se libró de sus brazos... y no dijo nada...

Pero, a la mañana siguiente, a la hora en que Rómulo solía salir, ahí estaba la pequeña Idálide, sonriente, trenzas al aire, un su ventanita, acodada...

V

La evocación de aquellos días felices, tanto más remotos en apariencia cuanto menos semejantes les eran en realidad los actuales, conturbó profundamente a Nadal.

¡Cómo todo era distinto ahora! ¡Si antojaráse que la Idálide de ogaño no era ni un burdo remedo de aquella otra!

—Parece mentira... Y sin embargo, Idálide es mi mujer!

Recordaba los años que precedieron al matrimonio...

Nunca tuvo intenciones de hacerla su mujer: Corradini podía atestiguarlo... Dedicado al estudio de la medicina, hacia la cual sintiérase llamado por irresistible vocación, en los ratos libres —muy pocos y muy breves— buscaba amoríos fáciles, sin consecuencias y sin peligros.

Idálide, que seguía siendo su vecina, sabía al dedillo sus tenoriadas, y nunca, nunca, —lo recordaba bien— le reprochó.

Durante meses, dejaba hasta de saludarla. Cuando malferido de alma, abatido en algún lance de mal amor, volvía a ella, era recibido con ojos un poco entristecidos pero amorosos...

Le decía a Corradini:

—De esta muchacha tengo miedo. Siento que me va ganando. Un día llegará en que por entero me habrá conquistado.

Y ese día llegó en efecto.

Doctorado con éxito no registrado en los anales de la Casa, según la expresión del Decano, —la Universidad lo becó en París.

Y en París se encontró con Idálide. La familia campesina había decidido terminar “la educación de las niñas” en la bella capital de Francia.

Cuándo —finado el tiempo de la beca—, Nadal hubo de regresar, Idálide, que entonces ya tenía veinte años, le lanzó de sopetón esta frase:

—¿Pero es que no te casarás conmigo?

Y él, atontado, sin tiempo para reflexionar, dijo que sí, que sí...

Y se casaron.

Vuelto a la patria, la orgullosa viuda del héroe de Esmeraldas protestó por “ese matrimonio desigual que Rigoberto jamás hubiera consentido”, y decidió instalar casa aparte.

La moda aupó si joven galeno que venía de París “recibiendo el baño de ciencia que es el ambiente mismo de la capital del mundo civilizado”— como dijo, orondo y magnífico, un semanario local. El público, ese monstruo con muchas patas y pocos ojos, “determinó” que Nadal “era bueno” para las enfermedades del corazón...Y él —que en París se dedicara a perfeccionar dermatología— hubo de acatar el veredicto inapelable de la clientela.

Que era abundante, claro, y le dejaba dinero.

Su vida al lado de Idálide se deslizaba plácidamente. Amaba a su mujer y estaba muy seguro del amor de ella.

En aquel tiempo —no obstante la pena de la madre ausentada— casi se sentía feliz.

Y con él, Idálide...

Acaso el deseo de un hijo —que él sabía imposible— era un resquemor inconfesado... A ratos, quería —hubiera querido— desengañar a la esperanzada.

Y así —casi tres años— hasta que volvió de Francia doña Concha —la suegra— con Luis, que había desposado a una parisina: Ernesta Sorel.

La venida de la parentela marcó una época de fiestas, de bailes, de paseos al campo.

Al principio, Nadal —dejando de lado sus compromisos profesionales— concurría con Idálide; después, un poco disgustado del carácter ultracivilizndo de Ernesta, se abstuvo de ir, permitiendo que Idálide lo hiciera sola.

—Fue un error —musitó Nadal.

Como las hermanas de Idálide se habían quedado en Francia con el padre, doña Concha —asistida en este proyecto por su nuera Ernesta— habló de un viaje a París.

Debía ir Idálide, claro. Primero, el ozono del mar. Después la vida de la urbe máxima, que abre al espíritu un horizonte desconocido. Las modas... ¡qué nuevos modelos habría lanzado la calle de la Paz!

Débil, acosado por la urgencia melosa de la suegra, Rómulo consintió en separarse de su mujer por seis meses.

—¿Qué son seis meses, hijo mío, frente a la vida larga?

Sólo que cuando Idálide regresó... ya no era Idálide.

No medió entre ellos un disgusto; ni la más pequeña frase desentonada. Y sin embargo, ¡qué remota la sentía; qué distinta de él y qué distante!

Como un desagradable recuerdo de pesadilla, guardaba en su memoria el gesto frío, de resignación, de pasivo soportar —de ella— al beso enardecido de él...

Dignidad herida —ahora fue él quien se alejó.

Sus vidas desde entonces —aparentemente unidas— corrieron por cauces lejanísimos.

Semanas había en que ni siquiera por casualidad, aún viviendo bajo el mismo techo, se veían.

Y de esto —de este horrible martirio— un año...

VI

En el vano de la puerta de la biblioteca apareció la figura de Gerardo Corradini.

Era un hombre joven, moreno, de esbelta talla, fornido, guapo a carta cabal, y —según la frase hecha para él—, sudaba alegría.

Rómulo Nadal se levantó a recibirlo.

Se saludaron con un efusivo shake-hand.

—¿Qué ocurre, hombre? Ramón me dijo que me requerías urgentemente...

Nadal lo hizo sentar frente a él y comenzó a hablar.

—Miro, Gerardo: Aunque nuestra amistad ha sido tan íntima que nada te oculté de cuanto ocurría en mi vida... sobre un asunto he guardado reserva... aún contigo.

—¿Qué es ello?

—Mi situación frente a Idálide.

—Sí bien —interrumpió Corradini— no creía que reinaba entre vosotros absoluta, armonía, la verdad...; no suponía que aquello fuera algo grave. Disgustillos caseros inevitables. Sal del potaje conyugal, pimientillas... Con Anita, los tengo también...

Nadal declaró:

—Pues lo nuestro es algo mucho más serio que aquello.

Y explicó:

Amaba a Idálide. Y le era insoportable la vida así! A ratos le obsedía la tragedia: finarla en un epílogo violento... Anhelaba una solución para su caso. La habría, sin duda. Contaba con que ella, a pesar de todo, lo quería. Lo suyo era ofuscación, era nervios, era... cualquier cosa; pero lo quería. No así como así se deja de querer.

Corradini escuchaba, atento las palabras del amigo, conmovido por su sincero dolor.

—Hallo que tú eres el culpable —dijo a la postre—. Sólo tú. No la comprendes.

Nadal se revolvió:

—Como sea. Nada importa el culpable. Y no es oportunidad para recriminaciones. Lo que necesito es un remedio: ¿existe?

Corradini, optimista, le aseguró que lo había, naturalmente.. Y mucho más contando como base con el cariño de ella... en el fondo.

Esbozó un “plan de combate”. Lo detalló luego.

—¿Quieres seguirlo, Nadal? Es infalible.

Nadal —que en su naufragio se hubiera agarrado a un clavo ardiente—, lo aceptó encantado.

—Lo cumpliré al pie de la letra.

Se despidieron.

Cuando Corradini hubo abandonado la estancia, Nadal llamó a Ramón.

—Cumplamos la primera parte del plan —se dijo.

Y sonrió, satisfecho.

—Mira, Ramón —dijo a éste que entraba—, ¿sabes si Idálide ha salido?

—Está en su habitación, doctor.

—Ah... Vé a la casa de mi cuñado Luis y di a Ernesta que Idálide se ha sentido bruscamente indispuesta y desiste de ir a Salinas esta noche.

Ramón sonrió picarescamente.

—Está bien, doctor.

—Cualquier dificultad la obvias tú, ¿eh?

—Perfectamente.

—Bien... Al paso, llégate a la habitación de Idálide y dila en mi nombre que venga en seguida.

Ramón fue a cumplir las órdenes.

Minutos después se presentaba Idálide en la biblioteca con aire malhumorado:

—¿Qué deseas?

Inconscientemente, Nadal adoptó un duro “mise en escéne facial”.

—Te llamé para decirte que he resuelto que no vayas al viajecito ese de esta noche... a Salinas.

Idálide se inmutó. Preguntó, sorprendida:

—¿Por qué?

—¿Quieres una razón?

—Naturalmente, Rómulo.

Dejó caer Nadal pesadamente esta frase:

—Pues... porque no me da la gana.

Era parte del “plan”!

VII

Cuando el fámulo llegó a casa de Ernesta, se hallaba ésta en la elegante y penumbrosa antesala en animada charla con el doctor Souzá, ministro de Iverlandia.

Eran viejos amigos. Felizardo Souza, entonces secretario de la embajada de su patria en París, había conocido a Ernesta antes de que Luis Monje la desposara, y según confesaba la propia Ernesta, su padre debía muchos servicios al diplomático iverlandés.

Al recibir el recado de que Ramón era portador, Ernesta lo despidió con un seco “está bien”, y luego, dirigiéndose al doctor Souza, dijo:

—Algo de esto había de suceder. El ave está dura de pelar.

Su interlocutor hizo un gesto afirmativo.

Ernesta prosiguió:

—Es raro. Quiere al marido, que es una suerte de inaguantable majadero, y sin embargo, marcha mal con él... Creo que no cruzan palabra en meses.

—Pero ¿es que lo quiere de veras?

—No sé; entiendo que sí; no habría otra explicación de ciertas cosas de su conducta mejor que ésta. Vea usted; en París —ya sabe la vida de alegría que nos llevamos!— la galantearon mucho... Es guapa y a la sazón las morenas estaban a la moda... Pues, nada. Una fortaleza. Un castillo... pero no de naipes. Una burgesa perfecta, vamos... Yo le decía, entre bromas y veras, que había nacido para madre de familia.

Souza sentenció:

—Eso define un fondo de honradez... encantador de vencer... Ça irá!

Añadió:

—Lo que usted dice no autoriza a creer que ame al marido.

—Sí; pero es que hay algo más. Refiriéndose a alguien que la cortejase, decía invariablemente: “Mi marido es mejor que este tipo”. Inevitablemente... Y cuando yo le preguntaba porqué se llevaban la vidita que se llevaban, me respondía —y me responde— casi en un sollozo: “Uhm! Las cosas son así; no nos entendemos”.

—Interesante!

—Usted mismo, doctor Souza, creo que no ha avanzado mucho con mi cuñadita, ¿no?

—Nada. O casi nada. Usted lo sabe. Ni una sóla frase prometedora. Siempre el mismo fino rechazo.

—Y es ya de algún tiempo la empresa.

—Cuatro meses. Si casi tengo abandonada la legación en Quito. Voy... y en seguida vuelvo.

—Iverlandia va a cancelar sus credenciales.

—Si tal sucediera, no lograría Iverlandia moverme del Ecuador: Quedaría... con una tienda de comercio...¿eh?

—Idea magnífica, ministro.

—Mía, Ernesta... nada más.

—Recrudece en usted la vieja “fachendosidad” iverlandesa, doctor.

Rieron.

Souza dijo:

—Volvamos a lo nuestro... Idálide, ¿cómo se expresa de mí?

—Ya sabe usted que finjo no percatarme del asedio que usted mantiene cerca de ella. Jamás tocamos ese punto.

—Pero así, generalmente...

—Ah, muy bien. Dice que usted es un caballero muy galante y muy correcto... como todo buen iverlandés.

—Es favor...

—Agradézcaselo a Idálide.

Un mozo entró con un servicio de té. Ernesta hizo los honores.

Mientras saboreaba la infusión asiática, el doctor Souza decía:

—Lo cierto es que nuestra fiesta se aguó con la ausencia de la señora de Nadal.

—Gracias por los otros que vamos, doctor.

—Perdóneme. Usted comprenderá. Pero, ¿cuál será la causa real de la excusa?

—Acaso sea verdad lo de la indisposición.

—Temo mucho que no. Quizá el marido la ha prohibido de ir.

—No. Es incapaz de eso el pobre Nadal.

Souza sonrió.

—Usted lo conoce mejor que yo, Ernesta...

VIII

Rómulo Nadal siguió durante algunos días, al pie de la letra el “plan” que le aconsejara Gerardo Corradini, y cuyos infalibles resultados no debían de hacerse esperar.

Ateniéndose a lo convenido, Rómulo manifestó para su mujer una indiferencia absoluta... tal como si Tdálide, con toda su arrebatadora belleza, no alentara cerca de él. No ocultaba Nadal a su mujer sus aventuras callejeras, aún gloriándose de las tales en su presencia. Todo para excitar sus celos... ¡y su amor dormido!

Por otra parte —y en esto radicaba el fuerte del plan— Gerardo Corradini había tendido en torno a Idálide un círculo de cortejo. Pretextando que su familia se había ausentado a la Sierra, y aparentando acceder a una invitación de Rómulo —pero perfectamente de acuerdo con éste,— Corradini se sentaba mañana y tarde a la mesa de los Nadal y procuraba por estar lo más cerca posible de Idálide, a quien decididamente abordó...

Aunque el cortejo era escandaloso y en las propias barbas del marido, éste finjía no darse cuenta... y diariamente se encontraba con su amigote, fuera de casa, para cambiár impresiones...

—Se muestra reacia a aceptarme, Rómulo. Me voy convenciendo de que te quiere y se respeta.

—Bien. Pero sigue adelante. Sin miedos. Sin dudas. Hemos de sacar todos los frutos posibles de esta idea felicísima.

—Convenido.

Y en la extraña alianza, marido y amigo creían hacer sus papeles respectivos a las mil maravillas; el uno, de engañado; el otro, de galanteador.

Idálide estaba aislada, prohibida de salir como la tenía Rómulo. Su madre, su cuñada y su hermano habíanse quedado por una temporada en Salinas; en cuanto al ministro de Iverlandia, Idálide sabía que estaba en Guayaquil, alojado en el Ritz, pero que preparaba su regreso a Quito para hacerse cargo de su descuidada legación... Y, en realidad, de este buen señor era de quien menos se preocupaba la encantadora Idálide...

El galanteo de Corradini —tan amigo de su marido— la sorprendió dolorosamente.

—Qué vileza! —decía.

Pero, acostumbrada a soportar las impertinencias masculinas, dejó hacer...

A cada avance de Corradini, ella protestaba y amenazaba; pero, bien afirmada en su confianza en sí misma, no temía.

—Ya se cansará —pensaba.

Un día, quizás el trigésimo del "asalto”, Corradini creyó que era el momento propicio para intentarlo todo. Se puso de acuerdo con Nadal y prepararon la escena...

A la hora matinal del baño de Idálide, Corradini debía irrumpir en la estancia y apresarla en sus brazos... y hablarla, hablarla... Nadal, oyéndolo todo, estaría tras de la puerta.

¿Cómo reaccionaría Idálide? ¿Qué haría?

Sucedió tal y como lo presumían los cómplices.

Corradini la acechó en el mismo instante en que saltaba del baño a medio vestir y trató de estrecharla contra sí.

Ágil, Idálide se desasió y luchó, luchó... Como le faltaran las fuerzas, llamó a gritos. Y a quien llamó fué al marido.

—Rómulo! Rómulo!

Nadal entró:

—¿Qué sucede?

Idálide señalando a Corradini, acusó:

—El vil! El perro! El traidor!

Y añadió, llorando:

—Mátalo, Rómulo! Mátalo!

La cosa tomaba un sesgo grave. Corradini —como esos actores que en los últimos actos tienen el papel de explicar la trama—, se adelantó a Idálide y dijo:

—Todo era una farsa, señora; una farsa. Queríamos ver qué haría usted; nada más. Nadal lo sabía.

Idálide se inmutó.

—Ah, era una broma, ¿no? Muy bien urdida; muy bien urdida.

Rómulo sonrió satisfecho:

—Me he convencido de que eres honrada, adorada mía.

La besó. Corradini resplandecía. Era, el triunfo. El éxito definitivo de su infalible plan.

—Por supuesto que esto hemos de celebrarlo. Lo merece.

Idálide musitó:

—Seguramente. Lo celebraremos...

Nadal y Corrmlini abandonaron la estancia.

—Te dejamos, y vé arreglando tus cosas; porque esta misma noche, con nuestro Corradini, haremos rumbo al golfo en un lindo yatecito cuya compra arreglaré hoy mismo.

—Entonces, si lo permites, saldré un rato de tiendas esta tarde.

Desde la puerta, Nadal envió un beso a su mujer “reconquistada”.

IX

Cuando quedó sola, Idálide se a proximó al teléfono y llamó al Ritz.

—Centro... 4-4-5...

Atendido su pedido, solicitó comunicación con el departamento particular del ministro de Iverlandia.

—...

—Ola, ministro!

—...

—La misma.

—...

—Lo llamaba para decirle que me espere en su departamento del hotel esta tarde... a las cinco... en punto... para tomar una taza de té.

—...

—Iré sin falla.

Y cortó bruscamente la comunicación.

Sonrió malignamente.

—Ya se sabe —murmuró como si explicara a alguien— lo que en estos casos significa esto pequeña cosa de nada... una taza de té.


1926


Publicado el 30 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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