A Arturo Martínez Galindo
Manos presurosas acudieron así que rasgó el aire dormido de la estancia, aquel largo, larguísimo alarido estupendo de la grávida.
He aquí que era varón el recién nacido.
“¡Nos ha nacido un niño,—un hijo nos fuá dado.”
Ojos listos de viejas consultaron el calendario de hojas desprendibles adherido a la pared cerca de la cama de la parturienta: Juan tenía que ser nombrado el infante, porque era —loado sea el Bautista— el blanco día de San Juan.
(Lindo San Juan
—que en el Jordán—
bautizaste a mi Señor,—
tenés mi amor).
...Y otra vieja repitió la cantiga.. Pero otra vieja la modificó,
diciendo: “te doy mi corazón...” Lo cual hizo aparecer desdeñosa
sonrisa en los labios de las que la precedieron en la tonada ritual.
Mientras tanto, en la habitación contigua habían bañado al pequeño Juan. Envuelto en una gruesa toalla, lo trajeron para que la madre lo besara. Sólo que la madre no podía besarlo, porque había muerto. Sin escandalizar —quizá arrullada por la copla vetusta— o quizá mejor, por no oírla, —se había estirado cuan larga era, había ladeado un poco la cabeza, y...
Era preciso enterrarla.
A un examen somero, la “profesora” aventuró:
—Quizá un embolia pulmonar por trombosis de los senos uterinos...
Con todo, las viejas prestaron curiosa atención al hijo de la muerta. Ah!, era lavadito... y ojiclaro... y, por lo que ofrecía, sería pelirrubio, ¿no? Pero...qué mirada bovina!
Una dijo:
—Este será. loco.
Y otra:
—Sí. Es porque la madre ha estado muerta por dentro al parirlo, ¿no ven?
Otra apoyó:
—Una se va muriendo por partes: de los píes para arriba; de la cabeza para abajo. Cuando llega al corazón...
—En el corazón está el alma.
—El alma...¿Y qué es el alma?
—Dios lo sabe!
—Aseguran que metiéndose debajo de la cama de una persona que está agonizando, se oye el grito que da el alma cuando se arranca. Cuentan que un hombre, en Naranjal...
—¿En Naranjal...?
Pero era necesario ver quién se hacía cargo del huerfanito. Se le ofreció a la tía abuela.
—¿Lo aceptará?
La vieja dijo que sí. Que lo tomaría como un presente de San Juan. Habló algo más. Algo sobre el propio Bautista, sobre la muerte, sobre los regalos extraordinarios y sobre el sol de esa mañana...
Pues todo esto ocurría mientras se iba al pasado una clara mañana. Una clara mañana del día de San Juan.
* * *
La verdad, el pequeño Juan no parecía loco. Si lo era, era la
suya una locura mansa, una bella locura pacífica —tal que un ensueño
uniformemente prolongado.
Cuando tuvo siete años aprendió a sonreír; y tanto debió agradarle el “descubrimiento” de esta bonita ciencia de nada, que sonreía —siempre— siempre y a todo, —aun al látigo de tres ramas con que lo castigaba su tía abuela. Sonreía al sol y a la luna, al cielo y a los altos árboles; pero también sonreía —y mucho más dulcemente— a las cosas humildes y sencillas. Era un suave espectáculo cuando —teniendo en la mano una piedra— le sonreía... Pero también es cierto que quién sabe qué le diría la piedra.
A los diez años lo metieron en una escuela para que le enseñaran a leer; y dominado que hubo bien que mal el mecanismo del abecedario, dióse a leer cuanto libro caía por su lado. Un amigo que lo fué de su madre, le obsequió por Navidad un tomo de lindas historias de mar. Nunca hicierais nadie tamaño bien. El pequeño Juan gozó tanto con ese libro. Viajó por los siete mares: repitió las rutas fabulosas de Simbad; se aventuró con Odiseo Laertiada en la vuelta a Itaca: resucitó la osadía multiocéanica de Cadmo, —aquel fenicio que fué toda Fenicia... Pero también viajó con Marco Polo, y con Cristóbal Colón, y con Elcano dió la vuelta al mundo.
Vivía entonces Juan en un pueblo a la orilla del océano. Su tía abuela tenía un quintal, cuyas cosechas mandábalo vender en el poblado vecino. Juan robaba alguna calderilla del producto, y adquiría libros; siempre, libros de mar.
Durante cinco años, leyó.
* * *
Tenía quince años cuando conoció la “primera mujer.”
Fué en circunstancias curiosas.
Un día, mientras acompañaba a su tía abuela a recoger conchas finas en la playa —para la venta—, mirando la extensión inlímite del Pacífico —del Pacífico nuestro—, en los ojos dé Juan —bovinos— hubo un anhelo...
—Tía, yo quiero ser marino.
La respuesta fué cruel.
—Esa es una locura. Pero...es verdad que tú eres loco.
(Tanto lo llamaban loco que, a las veces, llegaba a convencerse de que lo era; pero, en el fondo, dudaba de esto un poco informemente, porque no sabía qué era ser loco. Dizque Colón fué tal...)
Escuchó el diálogo una mujer que pasaba a su lado en ese instante.
—Muchacho: he aquí la viuda de un marino.
Era guapa con sus ocho lustros pulposos y sonreídos.
—El mar es traidor, muchacho.
La tía abuela se adelantó, porque no le interesaban esas cuestiones.
—Yo amo al mar, señora.
—El mar es muy grande y no tiene caminos.
—Por eso, yo amo al mar...
—¿Sabes tú lo que es lo imposible?
—...y en las noches, señora, canta el mar una canción.
—Es la canción del olvido.
—Olvidar lo imposible...
—No...¡El olvido es imposible!
—A todas partes lleva el mar... Tiene tantos caminos!
—Lo que al mar se va, el mar no lo devuelve.
—¿Y ha vuelto alguna vez lo que se fué?
—Vuelve el amor...
—Pero yo no sé qué es eso.
—Ni yo... Pero es que yo amé.
El pequeño Juan se quedó silencioso, porque no siguió entendiendo.
Fué ésa la primera —la primera mujer que él conoció.
* * *
Tenía veinte años cuando fugó del poder de su tía abuela y marchóse a la ciudad.
Había oído hablar de la ciudad, y quiso conocerla. Se la imaginaba tan bella, que no resistió a la tentación.
Días y días vagó por los caminos solitarios bajo el sol de la canícula, o en las noches tibias, bajo el blanco amor de la luna, como un olvidado de sí mismo, en procura de la urbe. Dormía en la cuneta de las carreteras, haciendo cabezal para su sueño del hatillo de las “mudas”. Apenas si comía allá de vez en vez, cuando topaba con algún campesino generoso que le brindara la frugalidad hospitalaria de su mesa.
Al fin, llegó.
Desde una colina divisó, allá abajo, la ciudad, y descendió hacia ella con el corazón violentado de latidos.
Ya en el valle, casí en los suburbios, se encontró con un hombre.
—¿A dónde va, amigo?
Juan explicó. El iba a la ciudad. Venía del campo, de allá lejos, junto al Pacífico...
—¿Quiere decirme, señor, cuál es la entrada a la ciudad?
El hombre enseñó:
—Por ahí, recto. Recto. A la mano derecha está el cementerio, y a la izquierda, el manicomio.
—El manicomio...¿Qué es eso?
—Pues...la casa de los locos.
En los ojos de Juan —bovinos— apareció un gran destello de sol.
—Esa es mi casa, señor, ¿sabe?
Y ante la sorpresa inaudita de su interlocutor, Juan emprendió rápida carrera hacia el manicomio, cuya ubicación el otro le indicara.
Corrió... A la puerta del edificio se detuvo y llamó. Llamó, desesperadamente.
Abrieron.
—¿Quién es?
—Yo... yo... yo, que vengo a mi casa. Porque ésta es la casa de los locos, ¿verdad?
* * *
En el manicomio transcurrieron para Juan los días más felices de su vida.
Lo pusieron en tratamiento —con grandes esperanzas de “reconstruir su cerebro”, como decía el médico. Y como su locura era mansa, gozaba de libertad y se le permitía pasearse por los jardines, el cuidado de cuyas plantas se le encomendó.
De acuerdo con su nueva vida, comenzó a hacerse afecciones y costumbres. Tenía ya un rosal predilecto y un bancal favorito. Cosas nimias que cumplían su horizonte. Adecuado —afiatado— al medio, ya no pensaba en la mar amplia ni en los caminos que no tienen fin.
Trabó amistades...y adquirió un amigo. Un loco manso, así como él, que era médico, o se lo creía, que da lo mismo.
—Juan, tú eres loco.
—Es decir, me llaman tal.
—Pero tú, Juan, que eres un campesinote torpe y basto, no sabes qué es la locura.
—Cuando me parió, mi madre estaba muerta por dentro...
—La locura, Juan, es un cáncer en el espíritu.
—¿Un cáncer? Una pústula...un grano malo...
—Su etiología es la propia etiología del cáncer común; del cáncer de la carne, diré para que me entiendas... Cuando el feto tiene dos meses, se forma en el centro de él el espíritu. Es una célula, casi como las otras. Sólo que la alimenta la herencia, —que es el soplo primario de Dios... Tiene tres capas que se desarrollan conjuntas y armónicas. Pero —suponte— por cualquier causa —hasta de alimentación, o sea, de herencia—, un punto inaprensible e inapreciable de cualquiera de las capas... de la central, por ejemplo... se paraliza en su evolución. (Quizá estas tres capas correspondan al sentimiento, a la inteligencia, a la voluntad, de los libros de psicología). Las otras capas, que prosiguen su desarrollo normal, recubren, aíslan, involucran el punto reacio... y la evolución se completa, en apariencia. Mas, quedó un punto sin haber concluido su ciclo: las células que lo constituyen, viven en perfecta potencia. Una causa, otra causa —un golpe, una emoción, que es suerte de golpe—, alteran su estabilidad, las despiertan de su marasmo... y evolucionan a prisa, a prisa, desorganizando el mecanismo total del espíritu: rompiendo el equilibrio, que es la normalidad... He ahí al loco: su espíritu —sus células inteligentes—, está alterado por la presencia del cáncer... En el hígado, sería lo mismo... o en el páncreas.
—¿Y ese cáncer es curable?
—Sí; como el otro, como el de la carne. Pero sólo con antipirina. Terapéutica del año 11, de antes de la guerra... Mira, que yo me estoy curando con antipirina.
Juan se quedaba pensativo. Pero esto de quedarse pensativo, era ya una buena señal.
* * *
Una mañana, a las nueve —ya había regado su jardín—, Juan fué llamado a la dirección.
Lo hicieron llegarse al despacho privado del director.
—Doctor...
—44: He de decirte que ya estás bueno, bueno. Tu locura se fué y no volverá.
Juan pensó —sintió, mejor— que él nunca había estado loco. Pero prefirió no decir nada de esto, de lo que, por otra parte, en realidad no estaba muy seguro.
—Y así, pues, amigo, has de abandonar esta casa. El mundo te reclama. Fué esto un remanso en tu naufragio. Pero tienes que vivir tu vida, allá afuera.
Inició Juan un ruego. El quería quedarse allí, marginado, arruinado, exento.
—No es posible. Otros llaman a la puerta. Sobras tú; pero tu lugar será ocupado.
Se resignó. Había de ser en seguida. Se encaminó a su celda —tan querido el hueco!— y arregló el pobre lío de sus ropas. Despidióse luego de sus amigos: el médico, su banco, su rosal, su rincón de jardín... Y se dirigió a la cancela, trémulo todo él, el paso torpe... y un poco de lágrimas en los ojos bovinos.
Junto ala reja estaba una mujer: una muchacha apenas púber. Bajo el cielo de esa mañana, ella era como una gran mancha heráldica: rosa, nieve, oro, mar... Mar, los ojos.
Supuso Juan que sería la hija del director: la señorita Bebé. No la conocía; había oído hablar de ella lejanamente.
Cuando al franquear la puerta pasó delante de ella, se despidió:
—Adiós, señorita Bebé!
—Adiós, Juan.
Juan se detuvo. Ah, lo conocía! Sabía que se llamaba Juan...
Comprendió ella que el quería hablarla, y se adelantó:
—¿A dónde va, ahora?
—A mi pueblo. Queda allá abajo, junto al mar
—Ud., Juan, amará al mar, ¿verdad?
—El mar es bello: profundo y azul. Nada, hay tan azul ni tan profundo.
Mentía propositadamente. Hubiera, querido decir que los ojos de la señorita Bebé eran más profundos y más azules que el mar. No se atrevía... Hubiera querido decir.
—Adiós!
Le extendió ella la mano, en un gesto dulce de compasiva.
—Adiós, Juan...
Salió al camino, Juan... al camino aquel que llevaba a todas partes, porque llevaba a la vida. Iba dando trompicones contra las piedras, bamboleante, valumoso como un barco; ebrio —sí, ebrio!— de una extraordinaria ebriedad.
Ahora sí se sentía loco. Ahora, sí estaba loco, real y definitivamente loco...
1920