Cuando el «San Esteban», bergantín de la matrícula de Guayaquil, echó anclas en aquel encantador y pequeñito —tan pequeñito como encantador— puerto peruano del norte, cuyo nombre no hace al caso; el capitán hízome ver la conveniencia de que tomara pasaje en otro barco, pues el «San Esteban» necesitaba urgentes reparaciones antes de tornar a hacerse a la mar, con lo cual se retardaría el viaje algo más de tres semanas.
La verdad, no me, era indispensable regresar en seguida a Guayaquil, y más bien deseoso de vivir la vida de aquella bonita población desconocida, determiné esperar a que el bergantín fuera reparado, y busqué alojamiento en el puerto.
A la postre lo hallé, no muy confortable por cierto, en un mesón cuyos propietarios —una pareja de japoneses— me cedieron una habitación y un sitio en su mesa a cambio de una cantidad muy oriental por lo fantásticamente elevada.
La comida era detestable; el cuarto, sucio; el celeste posadero se permitía llamarme, familiarmente “mono”; y, la patrona, en ratos de mal humor, me dirigía algunas frases en el idioma del dorado archipiélago, que no debían ser muy cariñosas precisamente.
Metido ya en la aventura, todo arrepentimiento holgaba. La línea peruana de vapores no reconocía, de modo oficial como si dijéramos, la existencia de aquel lindo puertecillo; y, de no resolverme a embarcar mi delicada humanidad en alguna grosera e incómoda chata que hubiera podido llevarme a Guayaquil, estaba condenado a esperarla completa restauración del «San Esteban», cuyo parrillaje iba camino de prolongarse aún.
De todas estas contrariedades me consoló tu dulce sonrisa nipona, Loto-en-flor...
Era la hija del matrimonio japonés. Yo la llamaba Loto-en-flor, a
la poética manera de su raza; pero, en realidad, había sido bautizada
en la iglesia católica y tenía un nombre tan feo y tan extravagante, que
sólo a persona como a su padre —que no entendía bien el castellano y no
cogía el hondo concepto de cada vocablo,— podía ocurrírsele. Así, mejor
no lo diré. Para siempre ella, en mi recuerdo y para quienes lean estas
letras, se llamará Loto-en-flor.
Tenía diez y ocho años y había, nacido en Kyoto la Santa. Contaba dos lustros cuando la trajeron a América.
Esto que supe fué lo único que pudo decirme cierta vez en que —hurtando el celo de sus progenitores— hablamos a solas.
Loto-en-flor...
Pequeña y delgada se asemejaba a una niña en sus amplios trajes de colores claros, con sus lazos enormes en la cabeza, siempre quietecita, callada, hierática, al parecer indiferente a todo cuanto ocurría a su alrededor.
Su sitio favorito era el umbral de la puerta zaguanera del mesón. Allí, de cuclillas en el suelo, miraba pasar la gente por la callejuela sórdida.
Cuando yo salía o entraba, ella me sonreía.
Y nada más.
Nada más.
Pero en el preciso instante en que el «San Esteban» —listo ya después de casi un mes de trabajo— levaba anclas, se presentó a bordo Loto-en-flor.
—Amito, ¿te vas?
Los marineros trataron de hacerla saltar.
—Zarpamos, ¿eh?
Loto-en-flor no se movía.
—Quiero seguirte, amito —me dijo,— porque te adoro. He huido por venir tras de tí. ¿No me rechazas?
Asombrado y todo, no me resolvía a negarme. Era un bocado extraordinario que mi próvido destino me deparaba. Y con aquel clásico ademán protector que ha hecho que en Quito nos llamen un poco burlonamente a los Santelices, los Caballeros del Gesto Magno, le dije a la japonesita:
—Puedes venir conmigo.
Loto-en-flor arrojóse a mis plantas y se abrazó mis piernas, traqueteando los dientes...
El «San Esteban» —hinchadas las velas de brisa sur— se hizo a la mar.
Fué aquel mi viaje nupcial......
Joan —el negro brasilero que traje del Amazonas,— hizo buenas
migas con la japonesita. Ingenuos ambos, —por lo menos así lo creía yo,—
durante mis ausencias de casa en el día, se entretenían contándose
truculentas historias, en las que ponían toda la fantasía de que son
capaces sus razas respectivas. Varias veces los sorprendí cantando...o,
sin saber yo porqué, mudos y pensativos. Confieso que en ocasiones, un
deseo canalla de unirlos, por un prurito de cruzamiento —sabréis que soy
criador de perros,— me dominó; pero, supo contenerme mi celo de macho.
¡Oh, buen recuerdo triste de Loto-en-flor, que supiste ser bálsamo a mi pena, sedativo a mi fatiga de trajinante en esta vida activa y sin idealidad! Cuando he pasado por la calle donde está él pisito que fué nuestro nido, ¡cómo he sentido oprimírseme el corazón, mi imposible japonesita, prodigioso fruto de otra raza, que el destino —loado sea— quiso cederme!
Tenía prohibido al negro Joao que enteraran Loto-en-flor acerca
de mi verdadera vida. Para ella debía ser siempre “un mozo soltero y sin
familia que se dedicaba al comercio del tabaco en alta escala”.
Así mismo, había dado instrucciones a Joao para que no abriera, delante de la japonesita, ciertos cajones en los que guardaba reliquias de mis andanzas sentimentales.
Y creía que el negro —de cuya fidelidad tenía sobradas pruebas,— cumplía con mis órdenes.
Una tarde, el negro Joao se presentó en mi oficina.
—¿Qué ocurro?
—¡La japonesita se ha matado, patrón!
Enloquecí. Tomamos un auto y pocos instantes después pude ver a mi dulce Loto-en-flor tendida en su minúsculo lecho, muerta. Al modo de sus gentes, cuando un desengaño entenebreció su vida, puso fin a ella en la trágica crueldad del harakiri.
—¿No sabes tú nada, Juan?
—Nada, patrón. Oí un grito y entré. Yo estaba en la cocina.
Advertí que aquellos “ciertos cajones” estaban abiertos...
La mano siniestra de Loto-en-flor apretaba un papel que seguramente el brasilero no había visto.
Lo leí. Y por él supe de la villana acción del negro delator de secretos y salteador de regazos.
Cegué de coraje. Bajo mis pies, el piso tembló.
Extraje mi pequeña belga del bolsillo y disparé sobre la chata cabeza de Joao una, dos, tres, cuatro veces... hasta que alguien —no sé quién— detuvo mi mano...