Olor de Cacao

José de la Cuadra


Cuento


El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano.

—¿Taba caliente?

Se revolvió el hombre fastidiado.

—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.

De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.

Concluyó:

—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable?

Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre:

—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...

Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...

Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:

—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.

Agregó, absurdamente confidencial:

—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin duda... Es la mala pata...

La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:

—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...

Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona:

—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!

Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse.

—¿Cuánto es?

La sirvienta aproximose más aún a él. Tal como estaba ahora, la patrona únicamente la veía de espaldas; no veía el accionar de sus manos nerviosas, ilógicas.

—¿Cuánto es?

—Nada... nada...

—¿Eh?

—Sí; no es nada..., no cuesta nada... Como no te gustó...

Sonreía la muchacha mansamente, miserablemente; lo mismo que, a veces, suelen mirar los perros.

Repitió, musitando:

—Nada...

Suplicaba casi al hablar. El hombre rezongó, satisfecho:

—¿Ah? Bueno...

Y salió.

Fue al mostrador la muchacha. Preguntó la patrona:

—¿Te dio propina?

—No; sólo los dos reales de la taza...

Extrajo del bolsillo del delantal unas monedas que colocó sobre el zinc del mostrador.

—Ahí están.

Se lamentó la mujer:

—No se puede vivir... Nadie da propina... No se puede vivir...

La muchacha no la escuchaba ya.

Iba, de prisa, a atender a un cliente recién llegado. Andaba mecánicamente. Tenía en los ojos, obsesionante, la visión de las huertas natales, el paisaje cerrado de las arboledas de cacao. Y le acalambraba el corazón un ruego para que Dios no permitiera la muerte del desconocido hijo de aquel hombre entrevisto.


Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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