Repisas

Narraciones breves

José de la Cuadra


Cuentos, colección



Glosa del título

Buena parte —la mejor, acaso,— de, mi infancia dorada, se la comió el tiempo mientras habitaba yo en un ruinoso caserón porteño de ésos que virtualmente, ha desplazado ya la construcción moderna de hormigón o de cemento armado.

Por las grandes chazas, constantemente abiertas, se metía en vaharadas el olor saboroso del cacao “Guayaquil”, que se secaba al sol en las aceras. Y quedábase flotando el aroma, suspendido en nubes invisibles, por los grandes cuartos solemnes, amplios como naves de iglesia, que opacaban la luz al robarle fulgencias con lo ennegrecido —pátina de siglos— de sus tablas sin pintar.

Unico adorno de alguna de esas estancias, era un armario enorme, de madera incorruptible, —mueble colonial sin duda, que más parecía obra de alarife que joya de ebanistería y en el cual se enloquecía un estilo retorcido, vehemente, presumido y ostentoso, con algo de falsa pompa, como el churrigueresco o como el manuelino.

Cerrado estaba el armario. Contra su chapa, de complicado juego, se estrellaron mi inventiva y mi tenacidad de muchacho que creía a pié juntillas que en él se escondía la fiesta de las Mil y una Noches, los tesoros de Bagdad y de Basora...

Di a la postre con la llave, pedazo de hierro tomado de orín. Abrí el mueble. Nada. Nada contenía. En sus cuatro repisas, que semejaban sarcófagos destapados, dormían, un poco de silencio secular y un poco de blanda paz antigua e ilustre. Nada...

Miré mis manos. El orín de la llave había dejado en ellas manchas que ocurriérase de sangre. Evoqué medroso el cuento de Barba Azul. Pero, no; el agua modesta del lavabo fué para las manchas de mis manos violadoras, agua lustral que limpió y purificó.

...Y fué en mi alma así la primera desilusión: la primera que me daba esta vida mía que luego se ha empeñado, tan absurdamente generosa, en ofrecérmelas sin número.

Colmar las repisas del armario vacío, fué sueño mío de muchas noches y obsesión de muchos días. Si alguna imaginación creadora tengo desarrollada, débola, a todo entender, a la necesidad que hube de inventar con qué llenar la soledad del mueble aquél, al cual llegué a amar con raro modo.

Y he aquí que algo dejó de si, como provechoso y valedero, el vulgar incidentillo de mi niñez, —incidentillo a cuyo recuerdo le sonrío al paso, como el árabe de la fábula, cada vez que cruza por mi mente. ¡Y cuán dulcemente le sonrío!

Por supuesto que, al alborear la pubertad, el sueño ése y la obsesión se fueron para siempre.

Más, su memoria queda.

Alienta ella ahora, en cierta manera, en el titulo, en la distribución y en el arreglo de este libro mío, de estas REPISAS...


José de la Cuadra.

Del iluso dominio

Mal Amor

A Jorge Pérez Concha.


«Querida Nelly:

Sí; ayer fué mi birth day, como tú me dices en tu carta de Felicitación. Cumplí diez años; es decir, soy uno mayor que tú. Ves; estoy casi hecha una señorita.

Me gusta mucho el álbum de vistas de Chicago que me enviaste. Se lo mostré a nuestro primo Raúl y él dijo que estaba muy lindo. Lo conservaré como un recuerdo de mi lejana Nelly.

Francamente, tu regalo y el de Raúl han sido los que más me han agradado.

Ah, este Raúl... ¿Sabes lo que me obsequió por mi santo? Adivina, adivinadora... Pues, un precioso álbum, también; pero para autógrafos. En la primera página están escritos unos versos que él ha hecho para mí. Son una bonita cosa. Raúl cumple justamente años el mismo día que yo —lo que es una graciosa coincidencia,— y los versos son en torno a eso: habla de que la vida es un camino y cada año una etapa, y dice que él está veinte etapas más adelante que yo. En fin, son encantadores. Te mandaré una copia en cuanto pueda.

Por casa, todos buenos. Espero que por allá también lo estéis. No tardes en contestarme, y cuenta siempre con el cariño de tu primita que te abraza y te besa efusivamente,

Loló.

P. S.—Raúl ha corregido esta carta. Por eso me ha salido tan alhajita.—Vale.—L.»


«Querida, Nelly:

Recibí tu cable. ¡Qué amable eres! ¡Qué buena primita! ¡Tantos años como no nos vemos, y jamás te olvidas de mí! Me tienes muy obligada.

Me pedías en tu última que te contara novedades. Pues, no hay ninguna. Nuestro Guayaquil, al que tanto quieres, progresa y progresa más. Yo creo que algún día llegará a ser una ciudad muy grande y muy hermosa, como ésas que tú estarás harta de ver en los Estados Unidos.

Por lo que a mí personalmente atañe, la única novedad —¡y vaya que para mí es grande!,— es la de mis quince años... quince años floridos, como diría Raúl.

A propósito de Raúl, debo decirte que me tiene muy apenada. Verás. Como sabes, él, que es muy pobre, vive en nuestra casa: en un departamento independiente del piso bajo, sí; pero, hace comidas comunes con nosotros y casi todo el tiempo que el maldito diario le deja libre —te he contado ya, que se ha hecho periodista,— lo pasa arriba en nuestra compañía. Yo lo quiero mucho; no sólo porque él me ha mimado desde chiquitina, sino porque es el único, entre los hombres que frecuentan nuestra casa, que no enamora a mis hermanas mayores; no obstante que —te lo digo en reserva— María del Mar se pirra por él, y él lo sabe. ¡Y mira que María del Mar, aunque sea malo que yo lo declare, es una linda chica! Ay, hija; pero, lo que es Raúl va por feo camino con eso del periodismo... Figúrate que ha dado en beber. No hay tarde que no regrese con sus copitas adentro. Muy correcto, claro, como que es un hombre de talento. Pero... Sin ir muy lejos, la otra noche, precisamente la del día de mis quince años, se excedió.

No vino a almorzar ni a comer, y se presentó en la sala, a cosa de las diez, cuando ya estábamos bailando, hecho una calamidad.

Jamás sentí un dolor tan grande como al verlo así. Acudí a él y lo conduje a mi dormitorio, y lo hice acostar en mi propio lecho. Con una taza de café cargado que le di a tomar, reaccionó un poco. Entonces le increpé su conducta, y lo aconsejé como si fuera un hermanito. Y es que así lo quiero: como a un hermano menor. A pesar dé que tiene ya treinta y cinco años, me parece un muchacho, un muchacho loco que no sabe lo que se hace.

¿Te supones con lo que me salió? Pues, que no había venido porque en el periódico se negaron a darle un suplido que él necesitaba para comprarme un regalito... ¡Qué tonto! ¿No te parece? Y me dijo, después, que se había embriagado, fiando la bebida, de pena... Como yo lo juzgo, es una criatura nuestro Raúl...

Y tú, linda Nelly, ¿qué me cuentas? ¿Qué tal de amores? ¿Cómo sigues con tu Harry?

Yo, de eso, niente. Coqueteo, coqueteo... Cultivo el flirt, como tú —que ya estarás hecha una americanita, una auténtica flapper,— liarás. Pero, la verdad, todos estos chicos bien que visitan mi casa, me caen insípidos. Sin ser una intelectual —remoquete éste que les aplican a las preciosas de ogaño, —gusto de los hombres de talento. ¿Extraño? Quizás. ¡Ah, qué no diera yo por encontrarme uno y hacerlo mío para siempre!

Me perdonarás, encantadora primita, que haya sido tan latosa en ésta.

Te recomiendo puntualidad en tu correspondencia.

Recibe un estrecho abrazo de tu prima,
Lolita.

P. S.—Te adjunto unos recortes de periódicos donde han aparecido versos y artículos de Raúl.—Vale.—L.»


«Querida Nelly:

Cree que me alegro mucho porque tu regreso al país natal sea a tiempo para que concurras a mi boda, que se celebrará después de tres semanas cuando más.

Mi boda... Te he hablado ya tanto de ella, que nada nuevo podría decirte.

Mi boda de conveniencia —romperás esta carta;— mi boda casi obligada.

Todos aquí en casa me presionan para que contraiga matrimonio con Amadeo; es decir, no todos; hay uno... Pero, ése no cuenta.

Papá llegó a decirme el otro día que no debo desperdiciar la ocasión: que Amadeo es un partido ideal y que yo, con mis veintidós años y mi carita poco agraciada —así se expresó—no habré de toparme con otro que lo iguale ni en las pisadas. ¿Qué tal, primita mía? No sabes cuánto he llorado.

Cierto que Amadeo es guapo, rico, joven, linajudo, cuanto quieras; pero, se me antoja frívolo, banal, tonto, engreído... ¡muy poco hombre!

En fin... No es ancho el Rubicón.

Te dirijo esta carta, como me indicaste, a Panamá, recomendada a la Legación del Ecuador, y espero que la recibirás oportunamente.

Te saluda tu pobre prima, que delira por verte,

Lola».


—¿Ola? Centro 23-48. ¿Eh? Sí, señorita.

—.....................

—¿Mamá? Sí; con Dolores. No; no pasa nada. ¿Y qué podría pasar? Llamaba para preguntar si está todavía en la casa Nelly. ¿Sí? Pues, te ruego que la hagas acercar al aparato. Gracias.

—.....................

—Claro, Nelly; ¿cómo se te ocurre que me fuera a olvidar el guardar para ti mi liga de desposada? Ojalá, no más, te traiga buena suerte. ¿Conque te ha sorprendido mi llamada? Muy natural. Acabadita de llegar al hogar conyugal y pensando ya en hablar por teléfono. Raro, ¿no? Pero, si supieras...

—.....................

—Sí; mi marido, mi señor marido, está disponiendo no sé qué cosas para nuestra primera cena de casados. Aprovecho el estar sola un momento para llamarte; porque no puedo contenerme...

—.....................

—No; no es eso, pícara flapper, Es otra cosa. Algo terrible, espantoso.

—.....................

—No; no trates de adivinar, y mucho menos andando por esos senderos del Decamerón. Es cuestión muy distinta; pero, horrible...

—.....................

—Te contaré. El automóvil que nos trajo desde la casa hasta esta quinta donde Amadeo y yo pasaremos la luna de miel, se detuvo justamente frente a la puerta. Al ir yo a franquearla, he tropezado con un hombre tendido en el suelo al pié de la cancela, y casi me he caído. ¿Sabes quién era ese hombre? Raúl...Estaba borracho perdido... No sé por qué maldita casualidad ha venido en dormirse aquí en esta ocasión...

—.....................

—Nada. Al tropezarlo, despertó. Abrió unos ojos enrojecidos, que me parecieron muy tristes al mirarme; pero, no me dijo nada... Amadeo no lo reconoció; lo ha visto muy pocas veces y, felizmente, el trío estaba escasamente alumbrado. «Un desgraciado de esos que hacen cama de los zaguanes», comentó... Y entramos en la quinta.

—Sí; seguramente estará ahí afuera todavía. Ah, si tú pudieras mandar a alguien que se lo lleve... ¡Pero, por Dios, que no se entere nadie, Nelly mía! Bueno; gracias. Muchas gracias.

—.....................

—A mí también, Nelly; a mí también. Cuando Raúl me miró, esa misma idea loca cruzó por mi mente.

—¡Quién lo sabe! Acaso por su extremada pobreza... Acaso, por los veinte años que, como a menudo decía, iba él vida adelante... Y, sin embargo... ¡Ola! ¡Ola! ¡Perdón, Nelly! No hablemos más; no puedo... Mi marido, mi señor marido, viene...

Camino de Perfección

Ante los ojos —azules— de aquella muchachita, Arturo Nilmes —el simpatiquísimo y elegante Nilmes, campeón de tennis, primera copa de automovilismo 1925, —se sintió cohibido, como dominado por una misteriosa atracción, tal ocurre a los que miran largamente los ojos de Budha el silencioso.

Cuando en su peña del club relató a los contertulios habituales aquel “fenómeno”, dos o tres tontos se mofaron del paradójico Nilmes, terror de maridos, “que se había puesto nervioso ante una pequerrucha”.

Sofronio Redal —suegro de profesión y abuelo diecisiete veces y media, según su forma de presentarse,— fué el único que tomó en serio el asunto.

—Es que esa muchachita —dijo— lleva en sus ojos el alma de la madre, de la singular Magdalena, gloria y prez de nuestra tierra, modelo de su sexo.

Sofronio Redal la había conocido. Según aseguró, la había tratado; y, aún insinuó algo más, que decidimos por unanimidad no creer, en mérito a las pocas pruebas y a la petulancia que —en materia amorosa— se gastaba nuestro amigote.

...La había conocido desde muy joven, cuando él, aunque un poco menos, también lo era. Tendría Magdalena, entonces, una veintena de años y trabajaba en una casa de modas con una francesa de Lyon.

Venida de las más bajas capas sociales porteñas, logró interesar con su belleza a todos los chiquillos bien de la urbe, que acudían en bandadas, a las horas de salida, para seguir, entre un fuego granado de piropos más o menos colorados, a la encantadora obrerita hasta su humilde vivienda del arrabal, en las proximidades del Estero Salado.

Sofronio Redal nos dijo que él contaba entre los perseguidores y que —acaso por su aspecto de más seriedad,— por el prestigio de su calva iniciada, conforme al burlesco comentario mío, —fué él, el único favorecido con sonrisas prometedoras; pero, no le creímos esta aseveración barata, porque, según calculamos, Redal, por aquella época, debía haber estado en España... si es que ese cuento suyo del viaje a la península fué verdad.

No sólo un revoloteo de chiquillos se alzó al paso de Magdalena; hombres de cierta calidad trataron de enredarla n redes de amor. Mas ella, altiva, orgullosa, despreció a todos. Era una enamorada de sí misma, una suerte de Narciso femenino que sólo vivía para su belleza.

Esta fué por lo menos la explicación de Sofronio Redal, entendida por nosotros a nuestro antojo.

No; no era orgullosa Magdalena. Su psicología embrollada, no se traduciría con tan sencilla clave. ¡Ya lo quisiera Sofronio Redal!

Desengañados, pues, de las condiciones observativas y de narrador de nuestro amigote, resolvimos aprovecharnos de los datos que él nos proporcionaba, para forjar —cada, uno por su cuenta la “verdadera” historia de la interesante fémina.

Magdalena se idolatraba —eso sí— en un admirable desenvolvimiento espiritual; ella era su amor humano y su amor divino en una pieza, y ella misma era su ambición. Comprendió que al entregarse a un cualquiera, malograría torpemente su belleza, y procuraba porque esto no fuera, desdeñando a los mozos guapos que la asediaban, evitando comprometer la “víscera” y perder el control seguro de su razón. Anhelaba, en horas de loco soñar, por un véjete millonario, señor de ínsulas, con cuenta corriente en el Banco de la Nación, que se dispusiera a adquirirla como una joya rara, estucharla en un palacete, y apenas muy de tarde en tarde permitirse el lujo de tocarla...

Mientras el sui generis Lohengrin —rico y viejo— llegaba, Magdalena no perdió su tiempo... Sabía que el mejor marco para la belleza es el oro, y lo buscaba —a lo largo de su vida tesonera y humilde,— con la paciencia de un minero.

Distraída en esa espera y esta búsqueda, no prestó atención al tiempo que corría indiferente y raudo como las aguas que van a la mar. Un día se encontró dueña, del más acreditado atelier de modas de la ciudad y con un depósito bancario a la vista, que ascendía a algunos centenares de miles de sucres.

Desilusionada, un tanto, ya sin peligro llamó al amor.

Pero el amor no vino.

Sorprendida por el inusitado rechazo, encargó al espejo que descifrara el enigma. Y el espejo por primera vez le dijo la verdad: tenía cuarenta años, que el rudo trabajar había hecho más ostensibles, más cuarenta años.

Aquí cedimos la palabra a Sofronio Redal, por tratarse de un hecho concreto que holgaba comentarios.

—Fueron días de dolor aquéllos que siguieron al “descubrimiento”. Madame Magde, como la llamaban los extranjerizantes, se tornó meditabunda; apenas hablaba y nunca una sonrisa plegó más su boca fina que ignoraba el sabor del beso —¡oh, miel de las abejas del Himeto!

—Sírvete, Redal, dejar de lado las alusiones clásicas. Grecia está demodé.

—Como gustéis... As you like it...

—Adelante, suegro profesional.

—Eso...Pues, ¡ah! Magdalena solía cerrar su almacén cerca de las nueve de la noche, y a esa hora, sola, sin más compañía que su pequinés a veces, regresaba a pié a su casa; no obstante poseer un Packard elegantísimo. Más, todavía; ni siquiera andaba por las avenidas alumbradas, sino que lo hacía por las calles estrechas y obscuras de entrecorte. Hallaba en eso un placer.

—Una excentricidad.

—¡Silencio!

—No sé...Una noche Magdalena se sintió seguida por alguien cuya presencia intuyó con aquel misterioso poder de adivinación que es femenina cualidad innata. Miró y no pudo conocer a su perseguidor; nunca, en realidad, supo quién fué... Iban perseguidor y perseguida por un sórdido callejón, suerte de pasillo a cuyas veras se cerraban puertas de casas inhóspitas o se abrían las de mansiones, por el contrario, sobrado hospitalarias, ¿eh?

—Sí... Whorehouses...

—Te entendemos. Prosigue.

—De repente, Magdalena fué empujada violentamente por la espalda y obligada a entrar en un zaguán largo y tenebroso... Después, no se explicaba porqué no resistió... Ella, a pesar de todo, era pura, ¿comprendéis? Bueno; cuando salió, en sus entrañas se gestaba una vida: la de esa muchachita, cuyos ojos —azules— han puesto nervioso a Arturo Nilmes.

—Y, de veras. ¿Magdalena no supo quién fue el osado?

—No. Diz que parecía extranjero y estaba borracho. No lo volvió a ver. El la tomaría por otra cosa.

—Ah...¿Y ella no se empeñó en demostrarle su error? Rarísimo.

—He ahí el misterio para que lo aclaréis vosotros, señores psicólogos de club: Magdalena, según propia declaración, no ofreció la más pequeña resistencia.

—Pero...

—El cuarto de hora...

—Bueno, allá... Al principió, se avergonzó. Hizo un viaje a Francia y volvió con la niñita... de París. Luego cambió de parecer, y hoy se enorgullece de su hija. A sus amigos íntimos, entre los cuales, como os dije, me cuento, narra, sin comentarios, la historia singular. Por otra parte, fue una sola vez. El tiempo se ha encargado de purificarla.

—¿Y qué edad tiene ahora Magdalena?

—Va de prisa a los sesenta, que, como veis, es edad un tantico avanzada para una mujer, como ésta no sea reencarnación de aquélla que en los albores del siglo XVIII se llamara Ana María de la Tremoille...

Aquella carta

Yo la leí.

Mi voz —que la emoción tornaba angustiosa,— era férvida, quizás un mucho amarga, al leerla.

Creo que nunca —como en esa ocasión— he leído tan bien.

Decía la carta:

“Alina:

“¡Adiós para siempre!

“Habría, querido, luego de estas palabras —definitivas—, garrapatear al pié mi pobre firma... y no decirte más. En este minuto —único— en que voy a franquear con firme paso la puerta que se abre al Gran Camino, todo concepto obvia y toda frase está demás.

“¡Alina! ¡Alina! Te quiero... Nadie te querrá como yo te quiero. Si Dios —perdóneme El que en este instante de pecado máximo, lo nombre;— si el bello Dios me hubiera dotado del arte de bien rimar, en inmortales versos mi amor a ti perduraría... Si al buen Dios le hubiera sido en gracia concederme la de la armonía, en lindas canciones mi amor a tí perduraría... Alguna vez, al pasear por el campo, en quién sabe cuál choza humilde, cualquiera moza garrida al susurrar a media voz una canción —la Canción— que yo te compuse, te habría traído mi recuerdo...

“Pero Dios —que a la tierra me mandó sólo a sufrir,— creóme horro de aquellas mercedes que a otros concede a manos llenas. (El —sólo El— sabrá en su justicia por qué lo hizo).

“Alina, me voy... Como esos barcos que izan velas para el viento favorable, me he preparado para partir. Listo estoy. Pisoteé mis creencias. Derrumbé mis convicciones. Mi fe, legado único pero inapreciable que mi madre —¿la recuerdas?— me dejó; la manché. ¡Yo soy un hombre que ha manchado su fe! Y había que oír cómo lloraba mi alma cuando la ahorcaba... Porque antes que al cuerpo, he matado a mi alma...

“Mi alma... mi alma, que formó mi madre, quien lo fue tuya también. ¿No te dio mi madre a beber —como a mí— su sangre hecha néctar en sus senos gene..............”


Aquí había en el papel una gran mancha de sangre que obstaculizaba el seguir leyendo. Por lo demás, el resto del papel estaba hecho trizas por el mismo proyectil que había causado la muerte al atravesar el corazón.

Miré a Alina.

Inclinada la cabeza, pensé que lloraría...

—Alina.

Su padre se aproximó en ese momento a nosotros.

—¿Han encontrado algo?

—Nada, señor —contesté yo, mientras ocultaba la carta en uno de mis bolsillos;— absolutamente nada.

El viejo hizo un gesto desesperado.

—¿Dónde habrá metido el documento este torpe? —se preguntó en tanto que miraba el cadáver. —¡Cualquiera, antes de matarse, devuelve lo que no es suyo! ¿No es usted de esta opinión, Efrén?

Asentí.

—¿Y qué hacemos ahora? —interrogué.

—Pues... enterrarlo otra vez. ¡Eh, panteonero!


Se trataba de un caso origina!. El padre de Alina, mi presunto suegro, buscaba con empeño cierto documento que —se le ocurría,— podía tener su antiguo secretario —muerto por suicidio escasamente un año antes;— y a costa de billetes y de influencias, obtuvo que exhumaran el cadáver para registrar sus ropas.

Por curiosidad asistió Alina al tétrico acto. Yo —su novio— hube de acompañarla.

Y —cuál mi sorpresa— al rebuscar en el saco del muerto, encontré aquella carta...

Alina estaba junto a mí, frente al ataúd destapado, en cuyo fondo un montón de huesos aún ligados y unas piltrafas de carne corrompida y un poco de hedentina, querían producir la impresión de un cuerpo humano.

—Infeliz Roquita —había dicho ella, llamándolo por el tratamiento familiar que le daba en vida al secretario;— nadie supo por qué se mató.

Y he aquí cómo, ahí mismo, por una extraordinaria, circunstancia, el propio Roquita nos ofrecía la clave de su oscura tragedia.

—¿Qué dices a esto, Alina?

—¿A qué?

—A lo de la carta.

Alina me miró.

Estaba engañado. No lloraba. Sus ojos se abrían absortos, pero secos. Ni una lágrima. Y yo hubiera querido que llorase.

—Cosas de la vida —comentó a la postre—. ¡Quién se hubiera imaginado que el secretario se atrevía a pensar en mí! Un poco alto volaba Roquita. ¿Y te fijas cómo me tutea? La verdad, creo recordar que cuando él y yo éramos pequeños, nos tratábamos de tú. Era mi hermano de leche.

Y añadió, risueña:

—¿Sabes? Era un poco tartamudo... Nos hacía reír...

Luego tuvo un gesto piadoso que yo —por tí, Roquita, humilde Roquita,— agradecí. Tomó del ojal de mi levita una violeta que poco antes ella misma colocara allí, y la echó al ataúd aún abierto.

¿Sería ilusión? Yo vi la descompuesta faz del cadáver sonreír —¿ironía?— a la ofrenda de Alina.

—Nos vamos, Efrén, ¿eh? Que papá se las arregle con su muerto... En el auto te iré contando algo de la vida de Roquita, ¿quieres?, su historia, su muerte... Fué esto una cosa imprevista. Papá, que detesta el escándalo, consiguió que se lo enterrara sin mucho preámbulo, ¿ves? Así, así, como si hubiera fallecido de muerte natural.


* * *


En mí y por mí has encontrado tu venganza, —pobre, loco, infortunado Roquita.

Alina me quería. Yo era «su» hombre.

Pero tu amor a ella fué tan grande, Roquita, tan grande; que al lado de él no he osado poner el mío.

Consuélate...Que esto te sirva de lenitivo, siquiera.

Por otra parte, Alina tiene ahora algo más de treinta años, y ha perdido mucho de su belleza desde cuando tú la dejaste —en la vida— mi desdichado, compadecido rival... Seguramente, ningún otro hombre se acercará ya a ella, como tú y yo nos acercamos,— pobre, loco, infortunado Roquita...

Loto-en-Flor

Cuando el «San Esteban», bergantín de la matrícula de Guayaquil, echó anclas en aquel encantador y pequeñito —tan pequeñito como encantador— puerto peruano del norte, cuyo nombre no hace al caso; el capitán hízome ver la conveniencia de que tomara pasaje en otro barco, pues el «San Esteban» necesitaba urgentes reparaciones antes de tornar a hacerse a la mar, con lo cual se retardaría el viaje algo más de tres semanas.

La verdad, no me, era indispensable regresar en seguida a Guayaquil, y más bien deseoso de vivir la vida de aquella bonita población desconocida, determiné esperar a que el bergantín fuera reparado, y busqué alojamiento en el puerto.

A la postre lo hallé, no muy confortable por cierto, en un mesón cuyos propietarios —una pareja de japoneses— me cedieron una habitación y un sitio en su mesa a cambio de una cantidad muy oriental por lo fantásticamente elevada.

La comida era detestable; el cuarto, sucio; el celeste posadero se permitía llamarme, familiarmente “mono”; y, la patrona, en ratos de mal humor, me dirigía algunas frases en el idioma del dorado archipiélago, que no debían ser muy cariñosas precisamente.

Metido ya en la aventura, todo arrepentimiento holgaba. La línea peruana de vapores no reconocía, de modo oficial como si dijéramos, la existencia de aquel lindo puertecillo; y, de no resolverme a embarcar mi delicada humanidad en alguna grosera e incómoda chata que hubiera podido llevarme a Guayaquil, estaba condenado a esperarla completa restauración del «San Esteban», cuyo parrillaje iba camino de prolongarse aún.

De todas estas contrariedades me consoló tu dulce sonrisa nipona, Loto-en-flor...


Era la hija del matrimonio japonés. Yo la llamaba Loto-en-flor, a la poética manera de su raza; pero, en realidad, había sido bautizada en la iglesia católica y tenía un nombre tan feo y tan extravagante, que sólo a persona como a su padre —que no entendía bien el castellano y no cogía el hondo concepto de cada vocablo,— podía ocurrírsele. Así, mejor no lo diré. Para siempre ella, en mi recuerdo y para quienes lean estas letras, se llamará Loto-en-flor.

Tenía diez y ocho años y había, nacido en Kyoto la Santa. Contaba dos lustros cuando la trajeron a América.

Esto que supe fué lo único que pudo decirme cierta vez en que —hurtando el celo de sus progenitores— hablamos a solas.

Loto-en-flor...

Pequeña y delgada se asemejaba a una niña en sus amplios trajes de colores claros, con sus lazos enormes en la cabeza, siempre quietecita, callada, hierática, al parecer indiferente a todo cuanto ocurría a su alrededor.

Su sitio favorito era el umbral de la puerta zaguanera del mesón. Allí, de cuclillas en el suelo, miraba pasar la gente por la callejuela sórdida.

Cuando yo salía o entraba, ella me sonreía.

Y nada más.


Nada más.

Pero en el preciso instante en que el «San Esteban» —listo ya después de casi un mes de trabajo— levaba anclas, se presentó a bordo Loto-en-flor.

—Amito, ¿te vas?

Los marineros trataron de hacerla saltar.

—Zarpamos, ¿eh?

Loto-en-flor no se movía.

—Quiero seguirte, amito —me dijo,— porque te adoro. He huido por venir tras de tí. ¿No me rechazas?

Asombrado y todo, no me resolvía a negarme. Era un bocado extraordinario que mi próvido destino me deparaba. Y con aquel clásico ademán protector que ha hecho que en Quito nos llamen un poco burlonamente a los Santelices, los Caballeros del Gesto Magno, le dije a la japonesita:

—Puedes venir conmigo.

Loto-en-flor arrojóse a mis plantas y se abrazó mis piernas, traqueteando los dientes...

El «San Esteban» —hinchadas las velas de brisa sur— se hizo a la mar.

Fué aquel mi viaje nupcial......


Joan —el negro brasilero que traje del Amazonas,— hizo buenas migas con la japonesita. Ingenuos ambos, —por lo menos así lo creía yo,— durante mis ausencias de casa en el día, se entretenían contándose truculentas historias, en las que ponían toda la fantasía de que son capaces sus razas respectivas. Varias veces los sorprendí cantando...o, sin saber yo porqué, mudos y pensativos. Confieso que en ocasiones, un deseo canalla de unirlos, por un prurito de cruzamiento —sabréis que soy criador de perros,— me dominó; pero, supo contenerme mi celo de macho.

¡Oh, buen recuerdo triste de Loto-en-flor, que supiste ser bálsamo a mi pena, sedativo a mi fatiga de trajinante en esta vida activa y sin idealidad! Cuando he pasado por la calle donde está él pisito que fué nuestro nido, ¡cómo he sentido oprimírseme el corazón, mi imposible japonesita, prodigioso fruto de otra raza, que el destino —loado sea— quiso cederme!


Tenía prohibido al negro Joao que enteraran Loto-en-flor acerca de mi verdadera vida. Para ella debía ser siempre “un mozo soltero y sin familia que se dedicaba al comercio del tabaco en alta escala”.

Así mismo, había dado instrucciones a Joao para que no abriera, delante de la japonesita, ciertos cajones en los que guardaba reliquias de mis andanzas sentimentales.

Y creía que el negro —de cuya fidelidad tenía sobradas pruebas,— cumplía con mis órdenes.


Una tarde, el negro Joao se presentó en mi oficina.

—¿Qué ocurro?

—¡La japonesita se ha matado, patrón!

Enloquecí. Tomamos un auto y pocos instantes después pude ver a mi dulce Loto-en-flor tendida en su minúsculo lecho, muerta. Al modo de sus gentes, cuando un desengaño entenebreció su vida, puso fin a ella en la trágica crueldad del harakiri.

—¿No sabes tú nada, Juan?

—Nada, patrón. Oí un grito y entré. Yo estaba en la cocina.

Advertí que aquellos “ciertos cajones” estaban abiertos...

La mano siniestra de Loto-en-flor apretaba un papel que seguramente el brasilero no había visto.

Lo leí. Y por él supe de la villana acción del negro delator de secretos y salteador de regazos.

Cegué de coraje. Bajo mis pies, el piso tembló.

Extraje mi pequeña belga del bolsillo y disparé sobre la chata cabeza de Joao una, dos, tres, cuatro veces... hasta que alguien —no sé quién— detuvo mi mano...

Si el pasado volviera...

(Cuento de Año Nuevo).


El doctor Eduardo Rivaguirre, abogado consultor del Banco Nacional, respiro satisfecho al saberse solo en aquel elegante rinconcito hasta donde apenas si llegaba el eco de las músicas y el cascabelear de las risas.

—¡Ah! —suspiró—. No hay duda que envejezco. Casi no soporto ya el ruido de las fiestas.

Era el doctor un hombre delgado y largo de extremidades. Sus movimientos perezosos hacían que, al andar, recordara el paso del camello; y, alguna vez, en sus épocas juveniles de luchador, lo habían hostigado con el nombre de tal animal. No era, por cierto, guapo; pero, su rostro era inteligente y simpático. Aparentaba cincuenta anos. Acaso tuviera más.

Casi tumbado sobre una poltrona baja de marroquín, montada una pierna sobre la otra, había tomado un cigarro de cierta mesita próxima y fumaba.

Ya era sonada la hora magna de la media noche y, luego del champagne de estilo, la gente joven bailaba allá afuera, en los salones feéricos, por la gloria del nuevo año. Los hombres de edad se habían replegado sobre las cantinas y los fumaderos, y las señoras murmuraban —como es natural— en las vecindades de los tocadores. El doctor Rivaguirre, vagamente fastidiado, se acogió al remanso que era este saloncito solitario, al que nadie vendría.

Mas, de improviso se había levantado el portier y aparecido en la entrada la señora viuda de Jiménez Cora.

—¡Oh, doña Elena!

Le ofreció un asiento frente a él, que ella aceptó.

Doña Elena posiblemente le igualaba en edad; pero, aún podía considerarse digna de ser mirada, conservando rasgos de pasada belleza, como momificados en el rostro; y, la armonía de su cuerpo no estaba perdida del todo.

Hizo ella una voz acariciadora, para, decir:

—Usted busca como yo, doctor, los lugares solitarios. Está malo eso; porque el apartarse es uno de los síntomas inconfundibles de la vejez.

Sonrió él amargamente. ¡Claro! Al menos por su parte... Había que dejar a los jóvenes libres en su alegría escandalosa. El no iba a usurpar su puesto a la juventud. Llega una edad en que ni soñar está permitido; ¿verdad?

Ella opinaba lo mismo. Naturalmente... Ya, había pasado el turno de ellos. Además, tenían hijos, y había que cederles el lugar. Que los chicos gozaran, rieran, se hicieran el amor. Nunca fiarían más, después de todo; porque la vida es muy igual en el fondo. Apenas si cambia el paisaje.

—Crea, usted, doctor, que a mí no me inspira ilusión el Año Nuevo.

Sí; él lo creía, y lo comprendía perfectamente. Amén de que cualquier ilusión de uno, se la ha cedido a los hijos. Que sueñen ellos por uno; que se ilusionen. Pero, los viejos.... Y todavía, que si alguna vez sueñan éstos, a aquéllos los coge el sueño. Es, generalmente, en su provecho.

—¡Ah, los hijos! Son los supremos ladrones. Le quitan la belleza a las madres; la fuerza, a los padres. Son parásitos que medran a costa de los troncos. Como la palmera de los mitos griegos, nacen de entre las cenizas. Es decir, reformando el símil: es preciso la destrucción de la palmera progenitora para que la nueva palmera brote de entre sus desechos... O, como los alacranes de la vulgar creencia, que, al decir, se comen a las madres...

—Desgraciadamente, tiene usted razón, señora. Las creaciones se hacen a base de destrucciones, por ley natural. Es menester que algo muera para que viva algo. La vida sale de la muerte; y, el nacimiento es un fenómeno consecuente a la defunción.

Callaron, pensativos.

¡Ah! ¿Oía él? Ese valse...ese viejo valse que ahora tocaban...

—No se imagina, usted, doctor, lo que ese valse me recuerda. ¡Mi postrer aventura de amor! ¡Mi postrimera ilusión! Fué hace quince años, en Quito, en un baile que diera la Legación del Brasil...

Y Rivaguirre estuvo hasta poco educado al interrumpir:

—Mas, usted ya no pensará en esas cosas...

Rieron.

—Ahora, nuestros hijos.

—Sí; ellos...

La señora viuda de Jiménez Cora sonrió, maliciosa.

—¿No sabe usted, doctor? Su hija Ernestina...

—Y su hijo Luis Felipe...

—Se quieren. ¿Lo sabía usted?

—Me lo dijo ella.

—Yo, por mi parte...

—Y yo, por la mía...

—Sí, doctor —dijo la viuda;— hay que dejarlos. Que se amen. Que se casen, si es que en gana les viene devorar su pobre amor. Después de todo, acaso ellos realizarán lo que a nosotros dos no nos fué dable.

Se sorprendió él. ¿Qué quería ella significar? ¿Qué era aquello que no alcanzaba a entender del todo?

La dama se estremeció.

— Hoy, día de Ano Nuevo —inició ella con voz trémula,— día en que según el pensar ingenuo de la gente más o menos vulgar, comienza vida nueva, quiero descargarme de un gran peso; hacerle a usted, y sólo a usted, la confesión do una locura cordial de mi juventud. No pensé decírselo jamás; no se lo habría dicho jamás... Pero, no sé, ahora, por qué voy a hacerlo... La oportunidad, este ambiente, la fecha, quizás; acaso, la pretensión banal de que entre usted y yo se ate un lazo que, por unirnos en un bello recuerdo, sea a fortalecer el que ojalá estrecharan su Ernestina y mi Luis Felipe... No sé.

La miraba el doctor Rivaguirre como si intentara hacer oídos de sus ojos, como si fuera, a escucharla con todo el cuerpo y con toda el alma.

Hablaba ella:

—¡Una locura cordial! Hacen... Usted tenía entonces veinte años; comenzaba a escribir y estudiaba jurisprudencia. ¿Recuerda? Vivía usted en mi mismo barrio y pasaba siempre por frente a mi casa. Yo lo miraba; pero, usted, andaba siempre con la cabeza inclinada, y no me veía. Seguía yo su vida; leía lo suyo: sus primeros versos y sus primeros cuentos; sabía de sus luchas y me interesaba por ellas; recortaba y guardaba sus retratos, publicados en diarios y revistas...y quién sabe si por ahí, en cualquier gaveta de mi secretaire, hasta ahora los conservo... ¡Pero, yo era rica! Comprendía que usted, que entonces era un muchachito humilde, no se habría atrevido a requerir de amores a una chiquilla de la aristocracia. ¡Ah, y quizás de haberlo hecho, yo, orgullosa, a pesar de todo, acaso lo habría. despreciado, aún escondiendo en la entraña un sincero dolor! La vida, doctor; las exigencias de la vida... Un día, usted se fue ¿a Chile?, ¿a la Argentina? Yo me casé a poco con Jiménez Cora, que residía aquí como cónsul del Perú. Pero, antes, cuando usted pasaba diariamente por mi calle, yo había pensado... había pensado, no más...: “Si este muchacho quisiera, yo iría con él hasta el fin del mundo, por su oscuro camino de luchador, descalza y pisando espinas”. Una ocasión soñé que usted me había raptado, y no he sido luego, en la realidad, tan feliz como lo fui en ese sueño. Locuras, doctor; locuras...

Él acentuó con una voz cascadamente imbécil:

—Sí, señora; locuras... Locuras propias de la edad.

Parecía que cuanto dijera la todavía hermosa viuda de Jiménez Cora, no le había causado la menor impresión.

Consultó el reloj.

—La una de la madrugada del primero de año... Me voy. Es justamente la hora de los resfríos; y, a mi edad, si pesco un romadizo me sería fatal.

Se levantó. Despidióse a prisa, y salió.

Atravesó los salones repletos de gente alegre que vivaba la fecha y el club social que ofrecía aquel suntuoso baile de Año Nuevo.

Ahí dejaba a Ernestina, al cuidado de Arnoldo, su hermano mayor. No había que importunar a los chicos, ni —mucho menos—, cortarles la diversión.

En la portería pidió su sombrero y su abrigo, y se lanzó a la calle.

Transitaban todavía personas que regresaban a sus hogares o iban a fiestas ajenas; había aún muchachos en torno a los vestigios de las hogueras en que se incinerara al simbólico muñeco.

Próxima ya la estación lluviosa, caía un orballo menudo y helado que calaba.

El doctor Rivaguirre tembló de frío y de emoción.

—Ah..., —murmuró;— ¡y pensar que yo por ella abandoné la patria! ¡Y pensar que por ella hasta matarme quise! Y ella me quería, en secreto...

Suspiró por lo imposible.

—Ahora es tarde ya... ¡Si lo hubiera sabido antes! Mas, quién sabe si, como ella dijo, de haberle yo revelado que la amaba, me habría despreciado... Mejor, mejor así: saberlo cuando ya no puede ser...

Se inquietó aún.

—¡Y pudo ser, sin embargo! ¡Ah, si el Año Nuevo fuera, como la gente asegura, vida nueva! Pero es igual, desastrosamente igual, la vida.

Se contuvo.

—Ahora es ridículo pensar en esas cosas... por mucho que la ilusión que proporciona a cada quien el Año Nuevo autorice a soñar en la posibilidad de lo imposible... Ella, vieja; viejo, yo...

Pero, todavía:

—¡Ah, si el Año Nuevo obrara un milagro! ¡Si la vida diera vuelta atrás! ¡Si el pasado volviera!

Seguía orballando, en menudas gotas tenues, imperceptibles.

—Si el pasado volviera...

Ahora hacía más frío.

El derecho al amor

I

Igual que se corre el borrador sobre una pizarra escrita, Enrique Loy pasóse la mano por la frente, con un vago ánimo de alejar, con este movimiento, la idea fija que jamás lo abandonaba... Era la quinta o sexta vez en el transcurso de ese día, que rememoraba aquel episodio doloroso de su vida, cuyo recuerdo era tenaz como un tornillo que quiere penetrar.

—¡Ea, vamos; hay que distraerse! —se dijo—.

Ambulaba por una de aquellas rúas comerciales en las que parece que fuera más de prisa el agua corriente del humano vivir. Delante de él marchaba una señora basta y gorda, viuda a todas las trazas, que conducía de la mano a una niñita como de diez años.

Enrique Loy sonrió a la chiquilla.

—Ella es bonita y pequeña: una chalupita —pensó—; en cambio, la madre es una inmensa barca velera.

Le agradó ésta que consideraba ingeniosa observación, y rió con su risa ancha y sanota de muchacho ingenuo un poco baseballista, y un poco sentimental.

—¡Eso es! Una fragata a la que va acoderada una lanchita. Justamente, una navegación en conserva.

Y se le ocurrió que acaso podría hacer él —crucero de batalla— como en alta mar, un abordaje.

Tornó a reír, ahora escandalosamente; tanto que algún transeúnte volvióse a mirarlo, quizás creyéndolo escapado de la casa de orates.

Momentáneamente resurgió en él el bachiller que obtuvo título en colegio de jesuítas...

—La más cruda visión de la pornografía que caracteriza a las manifestaciones de la moda actual, la dan las niñitas —sentenció—. Y, en conexión con esto, como dicen los periodistas, yo, de ser gobernante, entre las publicaciones cuya importación prohibiría, estarían, además de Gamiani y otras de la laya, La mode a demain y Pictorial Review.

En inconsciente protesta contra la moral barata de Enrique Loy, la chiquilla ondeó más aún ante él su elegancia delgada, acentuando un contoneo excitante de caderas... Blanquísimo el cuerpo, parecía hecho en kaolín, o mejor, en una rara porcelana china veteada de azul.

A lo menos, tal se le ocurrió a Enrique Loy, quien se sumió en dilatado examen de la nena, de abajo a arriba... Zapatito negro, resbaloso; media corta, en terno; de la cintura, desde el surco que señalaba el amarre de las calzonarias, colgaba, como circular cortinilla, una cuarta de tela que hacía el papel de falda. Hacia arriba, no siguió viendo más.

Entre la media y el borde del traje, corría la blancura de las piernas. Y tuvo el observador una frase de arquitecto:

—Esas piernas son las columnas que sostienen un edificio en construcción: el edificio de su vientre. Por esto es que yo quería que se las cubriera; no por moral, sino por estética. Cuando una obra de arte está inconclusa y es imperfecta aún, hay que velarla; ya llegará luego el momento de la inauguración.

Y olvidándose de que era bachiller con título obtenido en colegio de jesuítas, y dejándose ahora llevar por una idea para hilvanar muchas, prosiguió casi en voz alta:

—¡Edificio en construcción! Sí; eso es el cuerpo de las niñas. Más tarde, cuando el vientre sea generoso de sí... entonces... ¡Oh, el vientre de las mujeres! ¡Oh, el secreto proficuo de los ovarios, en cuyos misteriosos rincones se cuaja la vida!

Oyó las cinco en un reloj público, y al conjuro de la hora, su costumbre despertó. Le acometió ese hambre vaga y como, lejana que se siente en las tardes.

Se despreocupó de la chiquilla, y apresuró el paso.

En el primer salón entró.

—Ea, mozo, un té con pastas...

II

Así que hubo terminado el té, encendió un cigarrillo.


Fumo
por amor al humo...
......................
Y surge, de pronto, en las espirales
del humo
que fumo,
su noble, silueta....


Recitó a media voz el verso amable y evocador. Parecíale que, en realidad, mirábala a ella, a la idolatradísirna, entre las sedas de humo de las volutas; y, como sabía que era para él la inconseguible, la maris stelia inalcanzable, agradecía el engaño manso de este humo que aparentaba ofrecérsela.

—Hola, chico, ¿cómo te va?

Contestó con un gesto al saludo del amigo que pasaba, y se hundió de nuevo en su íntimo pensar.

...¡Ella! ¡Ella, la que no siendo de nadie, sería siempre y a pesar de todo, la ajena; porque jamás, sería de él! Ella...

—¡Oh, era demasiado buena! ¡Más buena de lo que se debe ser en este mundo malo y ruin! ¡Más buena de lo que se puede ser! Y, como el chiquitín de Galilea, contagiaba su bondad a los seres y a las cosas que la rodeaban... No obstante eso, y quizás por eso mismo, me hizo un daño irremediable, del que no se dió cuenta... y que hasta juzgó quizás un bien...

Con los ojos del recuerdo, la vió.

...Tenía un nombre santo —se llamaba María del Socorro—, y evocaba a esas vírgenes de madera pálidas, cubiertas de una leve capa de polvo sutil que las vuelve morenas. Ojos verdes eran los suyos; magníficos ojos verde mar, esmeraldas de todas aguas, en cuyo fondo titilaban puntitos de oro como estrellas. Y sobre el milagro moreno de la cabeza, caía el pelo rizoso, flavo, color de miel...

Hugo Cantos se le acercó y le palmoteo la espalda.

—Alza, Enrique, ¿en qué piensas?

—En nada —contestó Enrique fastidiado por la brusca interrupción.

Aceptó por no dejar la invitación que hiciérale el amigo para dar unas vueltas en auto.

—Veremos a las chicas. Pasaremos por frente a la casa de tu María del Socorro.

—Ya se fué...

Hugo Cantos se sorprendió.

—Pero, si hace un rato no más que la vi, en el comercio. Iba de tiendas con la mamá.

Enrique Loy se revolvió con enojo.

—Se fue al pasado... ¿Es que uno no puedo irse para donde le venga en gana?

Hugo Cantos esbozó una sonrisa burlona para las excentricidades del amigo. Enrique, mientras tanto, musitaba otra vez, como queriendo afirmar en él mismo una

verdad que se resistía a serlo:

—¡María del Socorro se fué al pasado!

III

Como le hastiaba la charla insípida de Hugo Cantos, en la primera oportunidad se despidió de él.

Pasaban por frente a la casa de las Altar de Loy, primas de Enrique, y fingió éste recordar que tenía una cita con las parientas para llevarlas al cine.

—Nos veremos mañana, Hugo: entonces te contaré.

Cerró por su mano la portezuela del auto, y se encontró en la acera como abandonado. Dudó un instante, y al fin se decidió a subir a la casa de las primas.

En el recibo grifó:

—¡Tía Carlota! ¡Rosario Esther!

Y sólo ya adentro, preguntó:

—¿Y Nela? ¿Cómo, esta Nelita?

Él mismo se dolía y asombraba de la inusitada antipatía que habíale cobrado a la pobre prima inválida, que siempre tuvo pararon él maternales solicitudes; pero, no le era posible contener aquel como desbordamiento de odio que se le venía afuera en teniéndola presente. Aquello era irrazonado, espontáneo, rebelde al superior control de su voluntad.

Hiciéronle entrar al salón, oscuro en esa hora del anochecer.

—Por tu casa, ¿bien?

Tía Carlota, con su habitual ingenio, movió la charla familiar y plácida, hasta que al cabo llegó a su tema favorito: la enfermedad de Nela.

—La pobre va peor. Día por día progresa la parálisis. Y, digo yo, será así hasta que le llegue al corazón y la mate... ¡Oh, mi hijita, tan bonita como era la infeliz!

Rara, la enfermedad de Nela, en verdad. Hasta, los quince años fué una muchacha guapa y alegre, con esa belleza y ese buen humor de la salud; robusta y sanguínea. Panuda esa edad comenzó a adelgazar, a perder los colores de la cara, a ponerse triste, con una honda tristeza fisiológica que no reconocía causa alguna espiritual. Y un mal día la parálisis hizo su aparición. Primero fueron las piernas que se inmovilizaron; pusiéronse después fofas, y se secaron luego, al punto de que, propiamente, la piel se pegó a los huesos encorvados, hinchados en tumores duros... ¡Oh, era un extraño maleficio irreparable! Antojárase que un demonio envidioso de la lozanía de su cuerpo, íbalo consumiendo poco a poco, absorbiéndolo, dejándolo bagazo después de haberle succionado el jugo como a una fruta...

Sentada Nela en un sillón de ruedas, pasaba los días, ansiando acabar cuanto antes, según confesaba. Una gran colcha cubría sus piernas ñoñas y horribles; y, de entre los pliegues de la colcha, surgía su busto nubil y fuerte de virgen y su rostro lindo de rubia.... Su fina cabecita high life, hecha para lucir en los salones, arrebujadita, estuchada como una joya en pieles de animales fabulosos .... Su sonrisa buena, pedigüeña y limosnera a un tiempo mismo....

—¿Quieres ver a Nela, Enrique? Ella siempre te recuerda. Dice que eres ingrato al no venir.

Como no se le ocurrió ninguna excusa aceptable, hubo de acceder a que lo condujeran al cuarto de la enferma. Tía Carlota estuvo un momento allí y salió luego; Rosario Esther se fue también. Como la pobre, aunque fea era joven, pensaba aún en el balcón... Enrique quedó solo con Nela, sintiendo el peso de esa soledad. Habló banalidades. Charló —él que se las daba de importante—, sobre innúmeros asuntos baladíes. Pero, al fin, abordó ella la cuestión esquivada por enojosa.

—¿No sabes? María del Socorro se va para Lima con la familia. Un caprichito de niña mimada y rica, seguramente.

La noticia lo hizo saltar como un punzón.

—¡Mientes! ¿Quién te lo dijo?

—Ella, ella misma. Se embarcan en el próximo vapor. Creo que el lunes, en el «Urubamba».

Vencido por la impresión, Enrique Loy pensó en voz alta:

—¡Me huye!

Y la enferma, con afilada ironía en la voz, le contrarió:

—¿Qué te va a huir, hombre de Dios, si no te quería ni un tantito así?

—No; es imposible eso que ahora dices, Nela.

—Es muy cierto. Ya sabes que éramos íntimas, casi como hermanas, y me lo confesó... Que no te amaba; que hasta le eras fastidioso...

Él se desesperó.

—No quiero creerte, Nela. ¿Por qué ella no me lo dijo a mí? ¡Ah, cómo mentía entonces cuando me llamaba su bebé, su múñequito! ¡Cómo fingía entonces, cuando inventó toda una historia para reñir! Pero... ¡no quiero creerte, Nela! Di que todo es una broma mala que tú me haces. Dilo. Porque eso, aunque lo sea, no puede ser la verdad...

Y salió escapado del cuarto aquel y de la casa; mientras que la paralítica, con la voz preñada ahora de cariño, clamaba por él, llamándolo con la misma familiar denominación de cuando eran pequeños y jugaban juntos:

—¡Quico, Quiquito; ven, oye!

IV

Se plantó Enrique en la acera y entretúvose en contemplar la doble fila de los autos que iban y venían. Evitaba —pretendía— el pensar, el recordar; no desviaba, la mirada fija, temiendo que apareciera cualquier detalle evocador.

Pero el detalle vino: el color de una tela.

—¡Ah, cómo le gustaba a ella vestir de verde mar, para que el traje armonizara con sus ojos!

Aunque lo intentara, érale imposible hablar en tiempo de presente acerca de María del Socorro...

—¡Y qué aires de reina tenía ella con el más sencillo indumento!

Enderezó los pasos por el bulevar, pletórico de circulación, tropezando con los peatones, sin atender a otra cosa que al rápido enhebrar de sus ideas.

Ya en su casa, por costumbre pasó al comedor; pero, casi no probó bocado.

La madre acudió, solícita.

—¿Qué te pasa, Quico?

—Nada; una tesis de oposición a premios, mamá, que he decidido hacer y que me trae un tanto preocupado. Nada, en definitiva.

—Bien; ya estudiarás, luego.

—Sí; esta noche. Y a propósito, no podré acompañaros al teatro. He de controlar ciertas citas. Ya irá con vosotros ñaño José Luis.

José Luís comía, frente por frente con él, en el lado opuesto de la mesa. Era un mozo guapo y fornido, algo menor que Enrique; ocioso a toda prueba, tenía empero dos profesiones atareadas: hacer el oso a cualquier chiquilla ojilinda y jugar a la espada sable con mamá y las hermanitas, cuyos ahorrillos reconocían en él un enemigo formidable.

En ese momento se desbarataba en ademanes de protesta.

—¡Seguro! Yo sí tengo de ir al teatro a aburrirme, en vez de distraer el tedio en la calle... ¡Cómo tú no tienes ya con quién pelar la pava! Pero, si no hubieras quebrado palito con María del Socorro, ¡a ver si te quedabas en casa, tan formalito, controlando no sé qué majaderías!

Rió burlonainente.

Enrique, coloreó hasta el pelo, como suele decirse, y quiso variar el giro de la conversación. ¡Oh, ahora, cómo le era interesante esa humilde hormiga loca que corría por el mantel blanquísimo como por un campo ártico!

—¿A qué se deberá mi inapetencia?

José Luís saltó vengativo e implacable.

—A que estás de monos con la chica, ñaño, convéncete.

La madre intervino.

—¿Pero, oh cierto eso, Enrique? ¿Has reñido con María del Socorro?

Enrique silabeó un resignado “sí”, y calló.

Se levantó a los postres sin haber pronunciado una palabra más. Comprendía: hasta la madre lamentaba íntimamente la pérdida de María del Socorro, con lo difícil que es el que las suegras, y más las presuntas, simpaticen con las nueras.

Ah, pero con María del Socorro era distinto; porque María del Socorro era un ángel...

Y concentró su pensamiento en una frase:

—En conociéndola, no quedaba otra cosa que adorarla.

V

Ya en su cuarto, solo, se dirigió mecánicamente a su mesa de noche y abrió el cajón. Ahí, entre mil chucherías, conservaba una flor que María del Socorro le obsequiara un buen día, —un buen día que irremediablemente se iba haciendo lejano. Se la aproximó a los labios para besarla, y sin besarla la retiró en seguida.

—¡Oh, esta flor marchita cómo huele a cadáver! ¡Qué pobre olor a muerte tiene la única cosa que ella me dió!

Y pensó que, así mismo, su recuerdo, aunque era ahora en él resplandeciente y luminoso como un sol, se iría apagando...; y que algún día, no obstante se empeñara en evitarlo, habría de olvidar... ¡Porque en la vida se olvida todo!

Y pretendió, iluso ambicioso, hacerse dueño de ese instante fugaz... ¡Ah, si se lograra impedir que con los soles nuevos venga el olvido! ¡Ah, si se lograra detener la obra cicatrizadora y sanitaria del tiempo, que echa su generoso polvo de antigüedad —uno a manera de talco secante— sobre las llagas sangrantes!

—¡Ah, si yo pudiera no olvidarla! ¡Gustoso sufriría por ella antes que sentirme vacío de ella!

Su corazón era así como un ánfora llena de ella, y el olvidarla habría sido como derramar el líquido del ánfora, dejándola vacía.

En la hora propicia, sintiéndose seguro en el ambiente familiar, inexpugnable al ridículo, tuvo un gesto lírico y cursi:

—En liza galante, al igual de esos legendarios caballeros del Medievo, ofrecería mi corazón ensartado en la punta de una lanza, al primero que consiguiera atravesarlo; siempre que, al morir por ella, obtuviera una amorosa mirada de sus ojos...

VI

¡Sus ojos!

Como si fuera un grito guerrero y alentador, exclamó:

—¡Sus ojos! ¡Sus ojos!

Su imaginación, exaltada, le pintó esos ojos únicos e imposibles; ojos profundos en cuyas pupilas se repetía el horizonte... o se formaba un horizonte nuevo; verdes ojos marinos, mares ellos mismos; ojos insondables, oceánicos...

Alguna vez, mirándolos, había él repetido la frase fabulosa que ha servido para consagrar el nombre del Grande Océano: “¡Oh, mar, que pacíficas son tus aguas!”

Y en ese mar inconmensurablemente profundo, él, barquichuelo frágil, había naufragado.

—Como en aguas cuyo fondo no alcanzaban mis pies, me metí en ellos y me hundí.

Ahora variaba la fantástica sensación; en vez de sentirse lleno de ella, se sentía ahogado en ella.

Persistió el juego imaginativo, y a poco, como quien realmente se sumerge en algo, cerró los ojos sonmoliento.

Echóse en un diván y se durmió.

VII

Despertó bruscamente. Había tenido pesadilla.

Miró el reloj. La una de la madrugada.

Se desvistió y se acogió al abrigo del lecho.

Durante el sueño, la había visto; a ella.

Seguidamente pensó:

—¡Ah, si tuviera un retrato suyo! Lo colocaría en un marquito, de aluminio, sencillo para que su imagen resaltara más; lo pondría en un sitio alto, como si presidiera mi cuarto; y, lo adoraría ciego de su luz, anonadado de su belleza. Sería como un záparo ante el fetiche.

Y con esa facilidad que él tenía para adecuarse a las ilusiones y vivirlas, se sintió como si el retrato estuviese ya, y, ante él, hincado, lo adorase.

—Te invocaría con tu propio nombre santo y mago, María del Socorro, pan sobresubstancial, ofrenda limpia, trigo de los predestinados... Rezaría, para tí, la letanía, del Sacramento. O, mejor, la de la Virgen.

Calló un momento y prosiguió:

—Sí: la invocación de las vírgenes.

Se exaltó más aún:

—María del Socorro... ¡Ave María, gratia plena! Maris stella... Turris ebúrnea...

Olvidaba el orden, pero seguía el llamamiento milagroso, deshilado, incongruente, mezclando el bello idioma en que Dios, de hablar, hablaría, con nuestra humana lengua:

Regina, apostolorum... Salud de los enfermos... Consolatrix aflictorum...

Y continuó así, a media voz, haciendo ésta más opaca, hasta que sólo quedó en un castañeteo imperceptible...

Otra vez el sueño cerró pesadamente sus párpados...

VIII

Con el día nuevo vínole nueva energía; en su espíritu negro de inquietudes, se matizó una inédita tonalidad rosa.

Ahora ansiaba la venida mesiánica del olvido salvador y redentor, purificador, lustral, mano que cura...; ahora gritaba por él, anheloso de paz de alma, sediento de aguas de tranquilidad, aguas de mar muerto...

Y si no llegó al olvido definitivo y radical, al verdadero olvido que es la muerte del recuerdo —ese fenómeno natural de defunción de células—, gustó del no recordar... por el momento.

Como quien por delante de un escenario echa una cortina que puede descorrerse. Oculta, sí; pero, detrás, está la misma escena, lista a reaparecer. Siempre. Lamentablemente siempre.

Sin embargo, Enrique Loy se satisfizo con este engaño que a sí mismo, conscientemente, se daba; y, se refociló en él y con él.

Más tarde habría de arrepentirse, sin duda; porque son terribles las resurrecciones del recuerdo; porque, cuando con él el pasado vuelve, vuelve armado de eternidad. Y la eternidad confunde y anonada la humana pequeñez.

Se lanzó a vivir... Y ningún otro modo de decir que esto de “lanzarse”, justamente significaría la manera cómo tomó la vida desde entonces. Fué tal como quien se arroja a un mar revuelto, con ánimo de zambullir entero el cuerpo, dejando que se filtre piel adentro el íntimo sabor del agua.

En toda su alegría —porque la vida es, sintéticamente, alegre— vivió la vida. Y no cabía ser de otra suerte para quien, como él, quería aturdirse, ahogar con ruidos máximos el mínimo interior ruido atormentador.

...Mientras tanto, Judío Errante, peregrino hacia una Meca inalcanzable, el tiempo, indiferente, fue pasando...

IX

Primero de junio. El claro mes amanecía.

Enrique Loy recordó los versos de aquel poeta, monje a medias, que acaso equivocara la ruta...


El día, en que me quieras habrá más luz que en junio;
la noche en que me ames será de plenilunio...


Ese día alardeaba en el cielo un gran sol luminoso, y la noche anterior, última de mayo, fue una magnífica noche plenilunar.

—Parece como si ella me amara. Hay sol y hubo luna.

La frase impremeditadamente dicha, le sonó a hueco. ¿Quién era “ella”?

Hacía cuatro meses que María del Socorro fuérase al Perú, y desde entonces la única noticia que tuvo de ella, la supo por una crónica social de Clovis, quien la citaba, como concurrente a una fiesta en la legación del Ecuador.

—Distrae bailando y de seguro coqueteando la pena de no verme —había dicho él en aquella ocasión.

Pero, en lo sucesivo, había procurado no pensarla.

Mas hoy, espontáneamente, salía a sus labios la frase bandolera que punzaba de muerte su insegura tranquilidad.

—Parece que ella me quisiera hoy.

Añadió:

—¿Qué hará?

Y se contestó:

—Si deseara en verdad saberlo, iría a casa de Nela, con quien presumo que se carteará. ¡Pero no! Además de repugnarme, sin acertar con el por qué, hablar con la... inválida ésa; he de considerar que he cerrado cou chapa Yale el cajón de mi cerebro donde se guarda la memoria de ella...

Rió, como lo hacía cada vez que su pensamiento semimorboso florecía en una “novedad”.

—Si yo fuera francamente loco, ¡qué de cosas extraordinarias se me ocurrirían! Habría que ir a visitar el manicomio sólo por oírme...¡Ah, si yo fuera franca, declarada, inteligentemente loco!

Y lo decía así, porque él, en su recóndita intimidad, se juzgaba por loco, un loco mediocre; que también puede y debe haber mediocridad en la locura.


* * *


En la tarde de ese día había de asistir a un dinner dancing que ofrecía un su amigo.

Aunque tenía decidido no concurrir a fiestas, en las cuales corría riesgo de situarse otra vez en una posición sentimental enojosa, ya que su corazón érale engañoso y desleal; aunque evitaba el trato de mujeres, tímido y previsor como habíanlo vuelto las desilusiones y los fracasos, no pudo negarse a la invitación exigente, y acudió.

En la mesa se acomodó entre dos chiquillas lindas, pero al frente de una solterona de construcción estilo Picio. Bien sabía él que los ojos masculinos no miran para lo próximo. sino para lo distante. Situado así, las chiquillas eran para él lo inmediato, casi propio; la solterona, era lo obvio, más ajeno.

A la hora del baile se arrinconó en una esquina sombreada de heléchos del dancing garden, activa la mirada únicamente.

Entró la orquesta con Wabash Blues.

Rememoró:

—No hace cinco años, los bailes eran por la noche y comenzaban con Lanceros Chilenos.

Se distrajo en ver bailar.

—Tienen razón los viejos. Yo en pater familias, no consentiría en que mis hijas bailaran fox.

Vagamente esperanzado, deseó:

—¡Si tocaran algo nacional!

Expuso su pretensión al director de orquesta, el cual accedió a ella.

En efecto; luego del fox yanqui, se vino encima un boston de última edición —Amor—, obra de un joven compositor porteño que, así mismo, gastaba su inspiración en tangos. Después tocóse una marcha morisca nacional, y en seguida un romantic and sweet fox, también nacional, que tenía un sugestivo nombre: Esto es amor.

Enrique Loy se puso en crítico.

—La culpa de todo la tiene ese revolucionario de Debussy. Ya se perdió la sencillez divina de Mozart, la divina facilidad de Chopin... Porque, antes, la música era algo fácil y sencillo hasta en los grandes genios musicales. Beethoven será tremendo y ampuloso, pero en el fondo se deja comprender... ¿Hoy? Sí; Debussy es el responsable, el gran responsable ante la historia del arte; su reforma es el pretexto madre de toda esta abundante flora de barbarismos musicales... ¡Caiga, pues, sobre él el peso del fallo irrevocable! Desgraciadamente, estos compositores nuestros tienen talento; pero, si lo emplearan en algo más noble y más intenso que esa música chinganera, ¡cómo sería mejor! La ópera Cumandá es un ejemplo a seguir... Mas, así como son, yo, aunque acaso del todo no se lo merezcan desde lo alto de mí mismo los llamaría ¡victorianos!

Enardecido, a poco si grita:

—¡Viva la República y lo suyo!

—¿Por qué no baila, señor Loy?

A la insinuación de la amiguita guapa, que acaso le fuera propicia al amor, mintió:

—Tengo una luxación en el pié, señorita. Dispense.

Detrás de él, oculta en alguna frondosidad, debía arrullarse una pareja dé amantes. Oía...


La ilusa voz masculina.—¡Tú no me quieres!

La voz de la eterna quimera.—¡Ya sabes cuánto soy capaz de quererte!

La ilusa voz masculina.—Tú amas aún a Juan Manuel. ¡Eso es lo cierto!

Seguidamente venía la protesta de ella, igual a todas las protestas de ellas.

Enrique Loy dejó pesar esta frase de gruesa factura, pero que en su estado de ánimo él encontró sutil:

—La mujer es un animal «protestante».

Rió. Y, para matar el tiempo, dióse a explicar el asunto aquél, según su criterio.

—Ella tiene razón, sin duda. Ya no ama a ese Juan Manuel que motiva silenciosamente, desde el fondo de amenaza del pasado, los celos retrospectivos del amante actual. Lo quiere, sinceramente, a éste, ahora... Pero, ¿lo querrá siempre? Es la vieja historia... La vieja historia rehecha y repetida, que cansa como un enrevesado folletón interminable... Después de un amante, viene otro; caído un trono, en el dominio cordial de Fémina —que no ha leído ni leerá a los enciclopedistas—, surge un trono nuevo, con una sucesión sálica correctísima. La mujer no ama a Isaías, ni a Samuel, ni a Jacobo como tales Isaías, Samuel o Jacobo: ama la idea de Hombre, el substractum —diría puesto en filósofo barato— de la masculinidad... Al primero, al que la despertó, lo ama más; en los otros, o para los otros, el cariño —que es el mismo— sigue un orden descendente. ¡El amor de la mujer es una escalera! ¿Cómo? Grotesco, pero cierto... Cuando una viuda afirma, por ejemplo, que no será de otro hombre, no miente sino en cantidad; del primero fue enteramente, como no será del segundo, ni del tercero, ni de los que a éste sigan. Pero, lo tal no depende de ella —valga decir, no es un producto de una consciente reflexión, ni es mérito, ni vale loarse: es un fenómeno natural de cansancio, de fatiga... Recuerdo que una vez cierta chiquilla, transcurridos escasos meses de la riña con un amante, y teniendo ya otro, me decía: «Es que yo a nadie he querido. Lo reconozco, aun con el baldoncillo que me cae por lo de haber mentido amor a otros. Es a Antuco (el actual) al que quiero. Es a él al único a quien verdaderamente he querido. Lo demás... ¡puah!... humo de pajas. Era al decir estas frases cuando mentía —claro que no propositadamente— por lo que a los otros hacía referencia. Desde su punto de vista, decía la verdad. Ya no recordaba que amó a los anteriores, y —justamente— le parecía que no los había amado jamás... Y se engañaba de buena fe. Que es cosa ésta muy femenina de mentir sin intención y de hacer mal sin malicia. Eva lo que ha sabido bien siempre a más de entrar en compincherías con la serpiente paradisíaca, —es ser madre, o poetisa—, que es una suerte de maternidad... En lo demás, concluye cuaternaria... Cuanto a su amor, resulta éste a la manera de un reflector que puede ir de aquí para allá, enfocando un lugar u otro. Pero, es la verdad que el tal reflector se va opacando tiempo adelante, y como alumbró el primer sitio, no puede alumbrar ya los demás...

Pero, después de esta biliosa disertación, adecuada para un centro feminista o cosa así, y con la cual acaso él mismo no estaría de acuerdo en lo íntimo, se arrepintió. Porque casi había arrepentimiento en su pregunta:

—¿Y si a mí, ahora, me está pasando lo mismo con María del Socorro? ¿Qué número será el mío entre sus amantes?; ¿qué escalón ocuparé?

Para conjurar el temido desborde que amenazaba venir, refrenó:

—La mujer es una cosa que no vale la pena...

Ocurriósele la frase del filósofo:

—«La mujer es una hermosa bestia de cabellos largos e ideas cortas». ¡Eso! ¡Admirable! Pero, ahora las mujeres se cortan melena. ¿Entonces? Ah, es que las ideas —para guardar la relación debida—, se han acortado por su parle... ¿Y las feministas? ¡Esas son las supermujeres!

Caía otra vez en el lugar común:

—¿A cuántos habrá amado antes que a mí María del Socorro?

¡Oh, era imposible dejar de pensarla! ¡Maldito el recuerdo! ¡Y cómo le obsedía!

—¿Por qué el Letheo no será una realidad?

X

Lunes, cuatro de setiembre. Las nueve de la mañana.

Enrique Loy tenía, que despachar un asunto urgente en la administración del hotel Ritz, y se llegó a las oficinas de la planta baja.

Le llamó la atención la lista de pasajeros, y púsose a leerla. Se sorprendió. “Principal,—dep. 17.—J. G. Ebara, señora e hijas”.

¡María del Socorro había regresado, y él, si quería, podía verla!

Se decidió. Subió hasta el principal. El janitor de piso lo condujo al departamento número 17 y entró a anunciar su visita con la tarjeta que diérale Enrique. Esperó éste afuera, en el vestíbulo.

Cuando el empleado salió, le indicó que iba a ser recibido.

Penetró en la salita, vulgar e impersonal como todas las salitas de hotel, y buscó un asiento que imaginó “estratégico”, frente a la puertecilla que comunicaba con las piezas interiores del departamento, cerrada ahora.

—Cuando esa puerta se abra —musitó mientras se acomodaba en la postura que le parecía más elegante—, mi emoción será mayor que la que sintió Lord Carnarvon al abrir la cámara mortuoria de Tuthankhamen.

Aunque la comparación surgió espontánea se le antojó burlona:

—Hay cosas que piensa uno, y que luego quisiera no haber pensado...

Recién se iba dando cuenta de 1a realidad; porque casi hasta verse sentado allí, en la salita del 17, había procedido mecánicamente.

—María del Socorro ha llegado...¿Cuándo? ¿Cómo, corazón si la amas, no me lo anunciaste? No; bien hecho. has procedido muy correctamente, corazoncillo mío. A ella

correspondía avisarme... “pero mándame un mensaje con tu mano, con tu paje —con el viento o con el sol—, o, aromado con tu aroma, —que lo traiga una paloma-tornasol...” tal hiciera la princesa de Rubén Darío... Esto me viene en probar que si ella no me ama... tampoco la amo yo, y estamos pagados. A cualquier otro tipo, así que la adorada pisa el muelle, le late más deprisa el corazón o le sobreviene una conmoción nerviosa.

Se alegró en la conclusión lógica:

—No la amo.

Pero, en ese momento María del Socorro apareció en el vano de la puerta, erguida, con el pelo suelto a la espalda, vistiendo una linda matinée blanca.

—¡Hola, Enrique! ¡Mire usted que se presenta a saludar a las amigas a los tres días de llegadas! Tardía bienvenida.

A Enrique se le declaró en ese instante una endiablada parálisis lingual.

—¿Cómo está la mamá?; ¿cómo van los estudios?

¡Lo trataba como a un chiquillo! “¿Cómo está tu mamá, niñito?; ¿cómo sigues en la escuela?” Eso era capaz de vencer la parálisis; y, en efecto, Enrique habló. Mas, por mucho que intentó llevar el agua a su molino, procurando una conveniente intimidad, la listeza de su interlocutora hizóle fracasar.

Sin embargo, cuando supo que el resto de la familia Ebara había salido a rever la ciudad esa mañana, y que María del Socorro lo recibía sola “porque eso no tenía nada de particular, ya que él era casi un amigo de confianza”; acometió con osadía en la frase:

—Cada día, más guapa ¿eh? Como para que la adoren más. En razón directa...

Esto era una vulgaridad; pero, Enrique no estaba como para gentilezas, y peor que peor, para alambicamientos.

Queriendo hacer una broma “de estilo”; pero, con la íntima seguridad de que vendría un “no” rotundo, aventuró:

—Sé que está de novia allá en Lima. Supongo que...

Y la sorpresa de Enrique no tuvo límites al escuchar la respuesta que contenía una afirmación:

—De veras que las noticias vuelan... Tienen alas... Yo creía que usted no lo sabría....Pero, mire.

Con la voz un poquito trémula, añadió, confesando:

—Efectivamente; estoy comprometida con Ernesto Ayala Garmendia, secretario de la legación del Paraguay en Lima.

Enrique Loy no había visto en su vida, a un paraguayo; así que la curiosidad pudo mucho en él.

—¿Cómo son los paraguayos? ¿Es cierto que hablan sólo guaraní? Luego, usted debe hablar... ¡Ah, pero será, una lengua muy difípil!

Lo cortó la carcajada de ella. Comprendió que estaba desastrosamente metiéndose en payaso.

Mas, en seguida se hizo esta reflexión:

—Mejor que mejor. Así creerá que no la quiero.

Con todo, vino la reacción.

Fue mansamente irresistible. Como un suspiro que no se puede contener...

—Y yo, María del Socorro, que la he amado tanto...

Puesto ya en camino, la recriminó amargamente. Y habló. Como siempre sucede —y a él sucedía un tanto más que a la generalidad—, habló demasiado.

El diálogo tomó a poco un inesperado sesgo. María del Socorro se defendió, acre, con violencia, como si tuviera la razón.

Y acaso la tenía.

—María del Socorro se gasta una clase de alma que ya no se usa..., —comentó finalmente, para sí, Enrique Loy cuando concluyó de hablar con ella.

De lo que le dijo, adivinando, deduciendo e induciendo, Enrique quiso sacar una conclusión que nunca hubiera querido suponer.

—Había un oculto motivo para que yo sintiera, antipatía por Nela. No así por gusto el instinto advierte.

Cuando salió del hotel, había agarrado desnuda la verdad.

¡La definitiva verdad de su desgracia!

XI

En plena calle, se sintió arrastrado por la multitud; y, un poco de su alma atrozmente sensitiva en ese rato, se fué en la marea del tráfico, con los demás, allá, a perderse.

—Sin embargo, yo tenía algo que hacer...

Lo detuvo un grupo de transeúntes bruscamente parados, y se acercó.

Pero, ¿por qué, señor gendarme, da usted de sable a un ebrio infeliz? ¡Es una injusticia! ¿No ve usted que él se emborrachó con aguardiente que paga impuesto? Si, el estado vive, en mucho, del vicio, ¿a qué título hace moral? Recuerde usted que, a pesar de su crasa ignorancia, de su insignificancia personal, la voz de usted, en este minuto, señor gendarme, es la voz del estado!

Gustó el encanto de meditar.

—¡Oh, es el viejo odio policial contra la pobre gente, qué aprovecha estos zafarranchos de combate para lucir...! Sí; pegue usted, señor empleado, en las espaldas del pueblo sufrído y aguantón; rocín suyo es ahora. Pero, más adelante, usted caerá —caerá, no; se levantará—, y será pueblo... La historia es así: encima y debajo; yunque y martillo. Su turno es. Golpée, señor empleado. Otra vez. Otra más... ¿Por qué cesa? ¡Ah, es que se ha cansado! ¡Es que la mano se cansa de golpear! Hasta eso fatiga a la endeble humanidad.

Se controló.

—Sin embargo, yo tenía algo que hacer.

Y recordó.

La ira, poco a poco, íbalo llenando como a un tonel.

Rebosó al fin.

—He de ir a casa de mis.primas, y diré a Nela todo lo viborina y dañosa que ha sido conmigo.

Pasaba un auto desocupado, y por justificar la prisa que sentía, lo llamó.

Dió al piloto del vehículo la dirección, y tres minutos después deteníase el auto frente a, la casa de las Altar de Loy.

Cuando Enrique pudo estar a solas con Nela, tuvo una ráfaga de vacilación.

—¡Pobrecita impedida! No vale la pena el hacerla sufrir.

Mas fue esa impedida quien pudo arrebatarle a su María del Socorro. No; había que vengarse en ella del mal inmenso e irreparable...

—He sabido, Nela, cuanto tú hiciste para provocar una ruptura mía con María del Socorro. Hablé ahora con ella, y si bien no me lo dijo claro, no era preciso mucho esfuerzo para comprender. Su proceder fué noble; mientras que el tuyo...

La miró.

Silenciosa estaba Nela y débil; pero, inconcebiblemente más fuerte en su serenidad que él, agitado de ira, tormentoso... Vio sus ojos, secos, muy secos y muy lindos, de los que nunca él conseguíría —pensaba—, rebeldes como eran, hacer brotar una lágrima. No obstante, ahora parecían humildes.

Prosiguió, burlón:

—¿De manera que tú me amas y fueron celos que te movieron? Ah...¿no recuerdas que tú no puedes amar?

Quiso herirla más.

—Con tu pobre cuerpo inválido, tú estás fuera del amor, Nela seguía muda y serena.

Enrique Loy pensó: “Esta mujer me ama”. Y lamentó, y hasta maldijo la parálisis traicionera ... .“Ah, si fuera sana, como el amor requiere que sean sus servidores!”

Tornó a mirarla.

La gran colcha tapaba sus piernas ñoñas y horribles. Y surgía de entre los pliegues de aquélla, su busto nubil de virgen. Y flameaba su fina cabecita high life, hecha para lucir en salones, arrebujada, estuchada como una joya en pieles de animales extraordinarios.

Se conmovió él apenas.

—Nelita...

Pero la ira lo había llenado. Era un tonel repleto.

—No debiste hacerlo.

Esperó una frase que no venía.

—¡Responde!

Contestó Nela, al cabo:

—Sí; no debí hacerlo. Pero, lo volvería a hacer. No sé... En principio tienes razón. Sólo que yo no estoy fuera ¡sino por encima del amor!

Enrique Loy se volvía necio en su rabia:

—¿Con qué derecho tú...?

Fué ella, ahora, quien violentó la escena:

—¿Que por qué te he amado?; ¿que por qué hice aquello? No lo sé. Ni explicarlo para que tú lo comprendas, sabría nadie. Hablas, Enrique, como macho fuerte y sano que eres; no sientes con tu corazón sino con tu salud... Yo soy enferma; y humildemente, sin rencor alguno, lo he cedido todo... Mas en la vida hay un derecho inalienable que no estuvo en mí el ceder...¡El derecho al amor!

Sus propias palabras fueron como el golpe de la vara de Moisés en la roca. De sus ojos secos, atrozmente lindos en un momento, brotó el llanto a raudales, copioso, incontenible...

Con voz entrecortada, añadió aún:

—¡El derecho al amor!

Para un suave —acaso triste— sonreír

Algunas de las narraciones que siguen, todas quizás, resultarán para el lector como una absurda mezcla de protóxido de nitrógeno (el "gas hilarante") y de nitrógeno trihídrico (el vulgarísimo amoniaco). Hiciéronse así propositadamente. Puede ser que la mezcla expuesta a los rayos de sol de la crítica (¡upa, valbuenitas!), tórnese explosiva... Pero, y ya es bastante, se garantiza que para el lector los efectos serán anodinos, cualquiera sea la lata interpretación que se le dé a esta palabra...

El Poema perdido

Aquel ilustre poeta que, con sus hermosos versos de sabor romántico, conmovió hasta el llanto a las mujeres de las tres Américas, escribió cierta noche, de un tirón, un poema que reputó y reputa como el mejor que salir pudiera de su estro.

Lo escribió en la amable soledad de su despacho privado, cómodamente sentado a su escritorio de época y estilo Primer Imperio; y, como cuando inició la faena andaría el sol justamente en el nadir, cuando lo concluyó, hacia la madrugada, estaba el hombre literalmente molido, y no pensó en otra cosa que en retirarse a su alcoba, a reponer con un sueño reparador el dispendioso gasto de fósforo, que lo había dejado exhausto.

Las cuartillas en que estaba escrito el poema que su autor juzgaba por maravilloso, quedaron desparramadas sobre el escritorio, y el viento que se filtraba por los visillos se dió en el juego de distribuirlas asimétricamente por el suelo.

Cuando el criado que cada mañana cuidaba de hacer el arreglo del despacho violas así, túvolas por inservibles papeles de desecho y las arrojó al cesto de basura. Por desgracia, ese día pasó muy temprano, antes de que el bardo dejara el lecho, el camión recolector de basuras, y a éste fueron, —confundidas con los humildes desperdicios de la cocina del poeta, que más se parecía, esta es la verdad, a la de Petronio que a la de Virgilio,— las cuartillas en que se contenía aquel poema —“El singular coloquio de las altas cimas andinas”—, destinado, según su autor, a asombrar a los futuros siglos por la entereza de su factura y el vivo ardor de genio que lo animaba.

El dolor del celebérrimo lirida por la pérdida de lo que calificaba de su obra maestra, no tuvo límites. Ni el de sus amigos y admiradores.

Cada vez que podía, y podía siempre, hablaba en marcha fúnebre del desgraciado acaecido.

—¿Por qué no trata de rehacerlo? —apuntaba alguien—.

—¿Rehacerlo? —respondía el vate— ¡Cómo no! Se advierte, amigo, que no entiende usted de estos fregados de la literatura. La inspiración, por así decirlo, no es fuego que quema dos veces el mismo pabilo. Por supuesto, no quiero decir que, de intentarlo, no podría...¡Claro que sí! Ah, pero ya no sería ése, ese mismo, el de aquella noche en que mi cerebro vibró en la flama de Apolo .... Convénzase, amigo, que “El singular coloquio de las altas cimas andinas”, se ha perdido para siempre... Y no sé, ocúrreseme que esto de perder los escritores sus mejores producciones —a Dante Gabriel Rossetti, a Edmond Rostand, a Oscar Wilde, creo, les pasó lo propio,— no es cosa natural... Me imagino, a veces, que es un gesto de defensa de la Inmortalidad, virgen reacia que no quiere dejarse poseer así como así; o quizá, una venganza del anónimo inconsciente, como es una venganza del inconsciente mineral aquello de mandar fino polvillo de arena que, en las alas de Eolo, cunde devastador por sobre los rósales florecidos...

Pero, no obstante lo que creía su ilustre autor, el maravilloso poema no se había perdido del todo cuando fué vilmente echado en el carro recolector de basuras.

La casualidad, que suele tener extravagantes ocurrencias, hizo que una de las cuartillas se deslizara del camión y fuera a caer precisamente a los pies de un famoso crítico, amigo sincero y admirador fervoroso del autor del poema.

Anheloso de poseer, y más por tan curiosa vía, un manuscrito completo de su predilecto, dióse el crítico maña para —venciendo económicamente la razonable negativa del conductor,— remover toda la basura, hurgar en ella con su bastón y hasta con sus propias manos cuando fué menester, y reunir todas las cuartillas, y en ellas, íntegro, el poema.

Pocos días después, el crítico se topó con el poeta en el salón mayor del Ateneo, y oyó cómo refería la historia de la invaluable pérdida.

—Es lo mejor que he escrito —repetía—. Daría mi mano derecha por recobrarlo. Era para ser leído en los juegos florales que se celebrarán este año. Me veré en el caso de no concurrir a esa festividad; porque es ya muy tarde para escribir algo que pueda siquiera de lejos recordar a “El singular coloquio de las altas cimas andinas”. ¡Ah, mi pobre poema! Como de los seres humanos que en otro tiempo fueron, sólo queda de él un nombre... ¡También él ha muerto!

Y volvía a aquella especie de colofón:

—¡Es lo mejor que he escrito! ¡Es lo mejor que he escrito!

Nada dijo el crítico sobre su hallazgo. Él había leído el poema y lo encontraba muy vulgar, muy pesado, hasta muy tonto; tenía para sí que, de ser recitado en aquellas solemnísimas justas intelectuales a las que estarían invitadas eminencias literarias continentales, la fama del poeta paisano padecería en vez de exaltarse.

Entonces, se fué a su casa el crítico, buscó las cuartillas, y para evitarse la tentación de restituírselas a su amigo, las rompió en mil pedacitos y lanzó éstos al fuego.

Y fué así como el poema de aquel ilustre poeta que hizo llorar de emoción a las mujeres de las tres Américas, se perdió para siempre...

El Anónimo

En el salón de la viuda del doctor Urniza, se encontraron Esther de Gaizariaín y María de Medrano, y pudieron charlar a solas y a sus anchas. ¡Tanto como tenían que contarse!

Habían sido amigas íntimas desde la más temprana infancia, cuando estudiaban bajo la férula de las religiosas en el Colegio de la Inmaculada Concepción, y su amistad se había mantenido incólume al través de los años, aún cuando hacía cosa de tres que apenas si se veían. Justamente, desde el punto y hora en que se casaron, en la misma semana de un ardoroso julio.

Sus maridos respectivos se guardaban entre sí una enemiga cuyo origen no es necesario explicar mayormente cuando se diga que el uno, Pedro Gaizariaín, era socio gerente de la casa Gaizariaín e hijos, comerciantes en cueros, y que el otro, Esteban Rigoberto Medrano, era socio gerente de la casa Medrano Hnos., comerciantes en cueros.

Las conveniencias sociales pusieron coto a, la cordialidad que pugnaba por manifestarse cada vez entre Esthercita de Gaizariaín y Maruja de Medrano; quienes, cuando estaban delante de “todo el mundo”, apenas si se saludaban con una grave inclinación de cabeza que era sólo como un homenaje a la cortesía más que un verdadero saludo.

Ah, pero aquí, en el salón de la viuda del doctor Urniza, cambiaban las cosas... Aquí sí podían ser la una para la otra como lo fueron siempre, como jamás dejaron de serlo, no obstante las apariencias respetabilísimas que había que conservar.

Se refugiaron en un lindo tocador amoblado a la japonesa e iluminado a la... danesa, pongamos; porque la viuda del doctor Urniza era amiga de extranacionalizarlo todo con un afán cosmopolita que tenía sus puntos y ribetes de ridiculez. Y en ese ambiente tibio e íntimo, se dieron a lo que por lo general suelen darse dos mujeres cuando están solas: a cambiar confidencias.

Esthercita, una completa pero encantadora burguesita, expresábale sus asombrosa Maruja, que revivía el tipo —raro ya— de una diabólica de Barbey D’Aurevilly...

—¿Cómo es posible, Maruja, por Dios, que tu marido no se dé cuenta de tus cosas?

No hay para qué detenerse en aclarar cuáles eran “las cosas” de Maruja. Cualquiera comprende. Un amante cada invierno, y cada verano... otro.

—Ay, mujer; ese es mi secreto.

—Revélamelo, Maruja.

—¿Querrías aplicar la receta?

—¿Por qué no? No me creas tan melindrosa como para no confesarte que, a veces, sobre todo cuando he estado de temporada, se me ha ocurrido tener... Bueno; tú me entiendes ... Pero, francamente, hija, no me he atrevido. Me acometía un terror infantil, un miedo loco a que lo supiera mi marido, a que alguien se lo dijera, a que le escribieran un anónimo... Ya sabes que esto es, entre nosotros, por desgracia, plato del día.

Maruja sonrió maliciosamente.

—Ah, con que ésas teníamos, palomita sin hiel, ¿no? Pues, me lo hubieras avisado antes. Con darte la fórmula...

Y, sin hacerse de rogar mucho, Marujita de Medrano explicó a su amiga de la infancia, Esther de Gaizariaín, el modo y forma cómo se hurtaba a las justas venganzas conyugales, manteniendo el secreto de sus inocentes aventurillas...

—Me casé —comenzó diciendo Marujita,— como generalmente se casan, todavía, las mujeres de nuestro país: enamorada de mi marido. Pero, has de creerme que, a poco, todo mi amor se había convertido en odio, en un odio agudo, picante, sediento de venganza. Esteban no me hacía, pasado el breve ensueño de la luna de miel, más caso que a un traste. No ignoraba yo cuanto hacía él fuera del hogar. Sus conquistas, sus triunfos, sus éxitos de hombre poco atrayente, pero adinerado y generoso con las mujeres; no me eran desconocidos. Y estaba él al tanto de que yo sabía y nada hacía para evitarlo. Te juro que habría querido matarlo. Si hasta llegué a trazar un plan.... uno de esos planes locos que forjan las mujeres celosas. Después, reflexioné por mi propia cuenta y atendí al consejo de una amiga querida que sabía dónde les aprieta el calzado a los maridos. ¿Conclusión? Pues que me eché un amante a cuestas, como si dijéramos. ¿Su nombre? Nada importa; como no importan tampoco los detalles, puesto que no es mi intención narrarte un cuentecillo verde claro, ¿verdad? Me salió mal el primero... Y, lógicamente, mi venganza no satisfecha del todo, pidió un segundo amante... un tercero, luego... La eterna historia que se repite.

Hizo Marujita un mohín picaresco, lo mismo que si hubiera estado flirteando con un jovenzuelo, y continuó:

—Lo malo fue que mi marido estuvo en un triz de descubrir mis enredillos; y, como yo no soy de las que aman la tragedia sino el vodevil, resolví buscar un modo seguro de despistarlo completamente y de una vez por todas. Lo encontré, verás. Aprovechando de su última conquista femenina, le di cada escena de celos que ni un Otelo con faldas... Lloraba a lágrima viva; no comía, por lo menos delante de él; pretendía —¿que te parece?— suicidarme. Él se lo creyó todo a pies juntillas. Claro, se diría el pobre, como Marujita me quiere, sufre... Y hasta quién sabe si no se hizo a sí mismo propósito de enmienda. ¿Qué tal, eh? En estas circunstancias, juzgué oportuno dar el golpe do efecto que tenía preparado de antemano. Una noche, en el comedor, de sobre mesa —apenas si yo había probado bocado y tenía los ojos hinchados de llorar,— le pregunté a mi maridó si la palabra hipócrita, se escribía con h o sin h y si la palabra avieso se escribía con s o con z. Sin darle mayor importancia a la pregunta, aunque permitiéndose una broma sobre la mala enseñanza de las religiosas de la Inmaculada, me dió la forma correcta de escritura de las aludidas palabras... Horas después, tomé de su escritorio una hoja de papel timbrado, al cual arranqué el membrete, y un sobre en blanco. Y, en su máquina Undenwood,cuyo tipiaje le era muy conocido, escribí en el papel que había cogido, un anónimo horroroso contra mi propia persona. En el tal anónimo, que hacía aparecer como que un amigo endilgaba a mi marido, se decía que yo tenía un amante, que era una mujer hipócrita, y que mi proceder era avieso... Por supuesto, con ortografía correcta las palabrejas... Cuando concluí de redactarlo, lo metí en el sobre nemado para mi marido y lo guardé hasta la mañana siguiente en que, personalmente, lo eché al buzón de correos.

—¡Eres admirable, Maruja!, —no pudo menos de exclamar Esthercita do Gaizariaín—. Casi se me figura el resto.

—Pero es mejor que lo escuches, —dijo Maruja, y continuó: —Mi marido tiene por costumbre pasar por el correo a la hora en que sale de la oficina, por la. mañana; así que, poco después de haber yo depositado el anónimo, ya lo tuvo él en su poder... Cuando vino a casa para el almuerzo, era de verle la cara de broma que traía. Desde la escalera venía gritando: “¿Dónde está la infiel?; ¿dónde está la hipócrita?; ¿dónde está esa mujer de proceder avieso? ¿Dónde está... para besarla?” Yo acudí al recibo, queriendo manifestar en mi rostro una impresión de espanto...“¿Qué ocurre. Esteban, por Dios” No me dejó proseguir. Me abrazó y me besó; y, mientras lo hacía, no cesaba, de repetirme: “¡Ah, la tontita! ¿Conque anónimitos, no? Para otra ocasión, te recomiendo más precauciones... Pero, así, no engañan tus anónimos ni a una criatura... En mi papel... en mi propia máquina...” Y reía a todo trapo. Yo, mimosa, hacía pucheritos...

A Esthercita acometióla un acceso de risa nerviosa que contagió a Maruja.

—¡Qué bobos son los hombres, y en especial, los maridos! —dijeron casi a una voz las dos amigas.

—Con eso del anónimo, —comentó finalmente Maruja— he adquirido, como si dijéramos, patente de corso... Frecuentemente, mi marido recibe avisos... y éstos, no escritos por mí y refiriéndose a hechos... deliciosamente verídicos... ¿Sabes lo que hace Esteban? “¡Cosas de Maruja!”, dice, y da con los papeluchos al cesto. Cree que he cambiado el estilo y que tomo “más precauciones”. Nada, hija; patente de corso...

—Realmente, Maruja —dijo Esthercita de Gaizariaín,— la fórmula es magnífica: una suerte de abracadabra, una especie de filtro...¡Admirable!

—¿La aplicarás? —preguntó casi orgullosa Maruja—.

—Es probable que no —confesó, ruborizándose, Esthercita de Gaizariaín—. Me gusta; pero, quisiera encontrar una mía, de la que me pudiera vanagloriar de tener la exclusiva. Convendrás conmigo, que si en algo se debe ser original, aún para hacerlo más excusable, es en el pecado...

La Muerte Rebelde

I

KENT: ¡Rómpete,corazón; te lo suplico, rómpete!

—Shakespeare. “El Rey Lear”, acto V, escena final.


Don Ramón Manuel Lacunza estaba fundamentalmente hastiado de la vida y había resuelto morirse.

Entiéndase bien: morirse; no matarse.

Tenía veinticinco años de juventud; lo cual quiere decir, sin requilorios, que andaba por ahí cerca de los nueve lustros, no enteros del todo.

Y eran regordetes y acaudalados sus nueve lustros.

Había arrastrado su soltería —mil sucres de renta mensual,— por todos los lugares en que se brinda solaz a precios económicos, puertos ásperos del placer; pero, falto de una voluntad recia, de un ideal motor que lo empujara a superarse, no encontraba, prácticamente —y ahora peor que antes— cuál éra la razón de vivir.

—Ciertamente, los designios de Dios son inescrutables. No doy, por mucho que me exprimo, con el por qué hizo alentar en el barro humano, tan mal adobado después de todo, el ser ... ¿Cuál la finalidad?; ¿dónde el objetivo? ¿Para que se aburra uno como dizque se aburren las ostras...? ¡Puah!

Y acaso no escaseara razón a la sin razón que en su razón se hacía. De veras, don Ramón Manuel Lacunza, de navarra casta, ¿para qué la vida? Al menos, una vida como la suya, señor don Ramón, espejo fiel y singular modelo de tantos ramones, de tantos manueles, de tantos lacunzas como yo conozco...

Entre el querer morirse y el suprimirse voluntariamente, hay una distancia sólo comparable a las siderales. ¡Ah!, si todos los que desearan acabar pusiesen en práctica su deseo, os posible que el mundo estaría convertido, muchos siglos ha, en un sueño realizado de Malthus.

Don Ramón, por ejemplo, quería sinceramente morirse; pero,le hubiera agradado de infinito modo el fallecer natural y tranquilamente, hasta plácidamente, tendido en su elegante cuja de metal inglés, sobre su colchón calentito de suave plumón, arrebujado en sus sábanas de alba batista.

¿Sería esto posible?

Así, como quien no le da importancia, consultó con varios médicos amigos suyos.

Hablóle alguno de tóxicos orientales que producían una muerte dulcísima, sin dolores, sin convulsiones, sin espectáculo. Mas, ¿cómo conseguir esos bebedizos?

Los mil sucres de renta mensual, no daban como para un viaje de muerte al Extremo Oriente; por lo que, don Ramón casi llegó a descuidar su propósito de exterminarse, al ver las dificultades con que topaba para realizarlo. Y anduvo atajándose el fúnebre afán.

Pero, era tan grande su aburrimiento, que por mucho que lo llamara elegantemente, en inglés, spleen, para halagarlo un poco, siempre lo traía desazonado.

—Debo morir. Es el único remedio.

Mas, ¿cómo?

No estaba don Ramón, queda dicho, por un suicidio ostensible. Él, además de ser una persona decente, era católico, y quería conservar las apariencias aún más allá del umbral de la tumba. Comulgaba con aquello de que pecado oculto es menos pecado. Ah, si pudiera engañar a los demás, hacerles creer que el suyo se trataba de un vulgar deceso, para que, encima, le mandaran decir misas y le rezaran oraciones...

Charlando incidentalmente sobre su tópico favorito con un galeno amigo, don Ramón vino en convencerse de que una impresión violentísima podía paralizar bruscamente la función cardiaca y ocasionar la muerte.

Batió palmas. ¡Eureka! Eso, eso era lo que él quería... Lo difícil estaba ahora en conseguirse la impresión, una impresión auténtica, capaz de romperle el corazón instantáneamente.

¡Una impresión! ¡Una impresión! Hubiera cedido su fortunita, aquélla que daba de sí el millar mensual de mariscales, por una impresión...

Don Ramón hizo lo imposible para lograrla.

Visitó en la alta noche los cementerios... Viajó en automóvil por el carretero a Salinas... Se embarcó en los vapores locupletos que, a la llegada del tren de la sierra, transportan los pasajeros de Eloy Alfaro a Guayaquil... Nada... El corazón le funcionaba, regular y descansadamente, como un relojito suizo. Tic... tac; tic ... tac... Hasta parecía que se burlaba de su propietario. Tic... tac...

Fastidiado, se le ocurrió una idea, que efectivó —este terminacho es suyo,— al instante. Contrató los servicios de un ladrón profesional, a quien facilitó la llave de su departamento para que, por la noche, una noche cualquiera, le hiciera una visita terrorífica, macabra, en la que —como en una escena bien representada— no habría de faltar ni un solo detalle... El ladrón penetraría sigilosamente, encendida la linterna sorda, en la diestra la pistola amartillada, cubierto el rostro con un antifaz...

Don Ramón, que gozaba de una salud física lamentablemente plebeya, no obstante su hidalga ascendencia navarra; solía dormir como un lirón... El ladrón contratado entró, cumplidamente, con todas las de ley, a cosa de las tres de una madrugada; pero, don Ramón no despertó, por más que el ladrón hizo algún ruido al falsear la chapa del armario ropero, de donde, sin duda como recuerdo, se llevó cuantos ternos de casimir cupieron en la alfombra del salón...

Francamente a don Ramón le dió más rabia el haberse perdido de la impresión del ladrón entrando en su domicilio, que por el robo de que fué víctima.

Pero él era un hombre de recursos, y claro está, no sólo económicos.

A la postre dió en la clave, es decir, creyó encontrar el medio de procurarse una impresión capaz de hacerle estallar, cuando más paralizar, la rebelde víscera...

II

EL REY LEAR: ¡Aullad, aullad, aullad! ¡Oh, sois hombres de piedra! Si yo poseyera vuestras lenguas y vuestros ojos, de tal modo los emplearía, que haría estallar la bóveda del firmamento. ¡Se fué para siempre! Yo sé cuándo una persona está muerta y cuándo está viva. ¡Está muerta como la tierra! ¡Dadme un espejo! Si su aliento añubla o empaña la superficie, ¡ah!, entonces vive.

—Shakespeare, ibidem.


De lo más apropiada para llevar a buen término su propósito, estimó que era una noche de domingo.

Así que tomó el té, infusión de que no gustaba, pero que invariablemente trasegaba cada tarde a las cinco, por lo elegante que juzgaba esa costumbre; don Ramón despidió a su cocinera y a su sirviente, a quienes dijo que no comería en casa y que, por lo tanto, podrían aprovechar la tarde para pasearse. Advirtiólos de que no debían regresar antes de las once de la noche, porque él no volvería sino después de esa hora. Por lo demás, la advertencia obviaba.

Cuando se quedó solo, don Ramón cerró puertas y ventanas: vistióse correctamente de negro —el vestido era nuevo, porque el otro que tuviera de ese color habíaselo llevado su colaborador de la fracasada impresión del robo nocturno;— acicalóse como mejor pudo, y luego, con un zapato que le venía holgado, tomó en el suelo la medida de su cuerpo: siete veces el zapato y un poquito más, por si acaso. Un metro noventa resultó.

Inmediatamente se puso en comunicación telefónica con la mejor agencia de pompas fúnebres, y pidió que mandaran «a la casa de don Ramón Manuel Lacunza, calle de la Victoria, 1 15, bajos», un ataúd de paño, estilo cofre, con almohadillado interior en raso, de 1.90. Además, claro, el utilaje indispensable.

Fué una desgracia que no hubiera en la agencia sino ataúdes, en el estilo pedido, de un metro ochenta. Pero don Ramón, que era persona a quien no le placía discutir ni regatear la compra, prefirió ir un poco incómodo en el último viaje —ya pasaría, después de todo, a la barca de Aqueronte;— y dispuso que le mandaran el de uno ochenta.

A renglón seguido como si dijéramos, llamó a «El Telégrafo» y a «El Universo» y ordenó una invitación en primera página, a dos columnas, para el sepelio «del cadáver de don Ramón Manuel Lacunza, ceremonia que tendrá lugar al día siguiente, lunes, a las once de la mañana, saliendo el cortejo, etc...»

—¿Pero es que ha muerto don Ramón?

—Sí; no hace una hora. De un ataque cardiaco. Está hablando usted con un familiar...

—¡Es una lástima! Era un buen sujeto.

Aquello de «buen sujeto», primer elogio post mortem que recibía, le hizo maldita la gracia... ¿Conque él no había sido más que un «buen sujeto»? Decididamente el juicio de la posteridad peca de severo...

Con todo, firme en su decisión, don Ramón arrellanóse en un sillón, y se dispuso a esperar el servicio fúnebre, que no tardó en llegar.

—Soy un hermano del difunto, —explicó a los cargadores, aunque éstos nada habían preguntado.— Él está ahí adentro —añadió—. Coloquen el ataúd sobre los pedestales en esta esquina. Arreglen los candeleros y las cortinas.

Cuando todo hubo concluido, los cargadores se ofrecieron para depositar el cadáver en el cofre.

—No; no hace falta; gracias. Ya haremos eso nosotros —se opuso un tanto azorado don Ramón—. Gracias.

Idos que fueron los de la empresa de pompas fúnebres, don Ramón corrió el pestillo de la puerta zaguanera; encendió los cirios, y se aprestó a meterse en el ataúd.

Un pequeño tropezón tuvo al intentarlo, y anduvo a punto de derrumbar la caja. Pero con mayores precauciones logró acostarse a todo lo largo, retrepando la cabeza en la almohadilla, para que los pies no toparan con la parte inferior del ataúd.

Cerró entonces apretadamente los ojos, contuvo la respiración, e hizo un llamamiento con todas las fuerzas de su espíritu al de la muerte.

Parecía como que ésta se hacía reacia en venir. Medio asfixiado, don Ramón hubo de meterse aire a pulmón lleno a los dos minutos de haber contenido la respiración.

En estos fracasados llamamientos se pasó como tres horas.

—Ya vendrá, —decía por la muerte;— ya vendrá.

Al cabo de las tres horas, sintió una inaplazable necesidad física que lo obligó a dejar a las volandas el tétrico lecho para ir a seguro lugar do satisfacerla, corno lo hizo.

Verdad que aprovechó esta levantada, porque, al mismo tiempo, recortó los ennegrecidos pabilos de los cirios.

Tendido nuevamente en el ataúd, procuró empujar su ánima por senderos de éxtasis... Y entre que conseguía su objeto y no lo conseguía, echó a perder otras tres horas.

Tras las cuales, tuvo una agradable sensación de que se hundía.

—Es Ella que viene, —pensó.

Ocurriósele como que, enervado, se diluía su espíritu en el gran todo: como que entraba reposadamente en las comarcas del infinito... Y perdió la noción del ser...


A cosa de las once regresaron la cocinera y el sirviente. Abrieron cautelosamente la puerta del zaguán y enderezaron por el pasillo con dirección a los cuartos del servicio.

Al pasar frente a la puerta de la sala, tuvieron una horrorosa sorpresa: el cuerpo de su patrón se velaba en negro ataúd rodeado de seis altos cirios.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —clamaron a una voz los fámulos.—¿Cómo es posible?

Mitad pena y mitad miedo, el sirviente estaba enloquecido. La cocinera, más serena o menos encariñada con don Ramón, se aproximó al ataúd y contempló por un instante el rostro de su patrón.

Pálido estaba, como si en vez de muerto don Ramón estuviera dormido.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —aulló agudamente la cocinera, agarrada a uno de los brazos de su Fallecido amo.—¡Dios mío!

Y fue entonces que sucedió lo inesperado: don Ramón abrió los ojos... Sólo había estado dormido, como ya lo estuviera diciendo su rostro.

Pero el espanto de la cocinera y el sirviente no tuvo límites. Disparados salieron a la calle, a pedir auxilió a los vecinos...

Se armó el escándalo. Hasta el cuerpo de bomberos hizo acto de presencia.

Don Ramón optó por esconderse debajo del piso.

Y estúvose ahí hasta el día siguiente.

Era de ver, entre eso de las once de la mañana, cómo la calle se llenaba de gente vestida de riguroso duelo: los amigos de don Ramón que estaban noticiados de su muerte por las invitaciones de los diarios, y que no conocían el resto...

Miraba el «fallecido» por una rejilla. Tanta gente trajeada de luto, le parecía una desconcertada procesión de hormiguitas negras...

Iconoclastia

(Página de un Diario)


Hoy hemos ido juntos a su iglesia. Ella es creyente ardorosa; su fe es adorablemente primitiva; y, me parece, al verla, que estoy en presencia de una de aquellas vírgenes patricias, que fueron las primeras flores arrancadas por San Pedro en los jardines de la paganía romana.

—¡Amada!

Al lado suyo mismo, no se daba cuenta de mí, absorta en el divino oficio. Seguí la mirada de sus ojos, que iba a clavarse como un rayo verde en el rubio Nazareno que desde Su altar preside, y sentí unos vagos celos absurdos, infantiles, que ahora —al escribir estas impresiones— me hacen sonreír. Maldije, entonces, de aquellos buenos padres del segundo Concilio de Nicea que restablecieron el culto de las imágenes... ¡Ah, hermosos tres siglos de iconoclasia en que la religión fue más pura por ser más abstracto su objeto, y cuando las mujeres no tuvieron dónde posar el milagro de sus ojos tiernamente, con un amor humano, que es el único que ellas entienden!

Habré hablado alto cuando ella se volvió a interrogarme.

—Pues, nada; que me siento mal, con no sé qué de raro.

Y abandonamos la iglesia, turbando con el ruido de nuestros pasos la dulce solemnidad de la liturgia.

En la calle, respirando la alegría de este buen sol nuestro, me sentí mejor, y traté de vengar en ella mi rivalidad loca con Él.

—¿Te parece, Amada, bello el Nazareno?

¡Ah, su voz, que yo sé bien cómo es suave, se musicalizó más para loar Su belleza!

Y yo saborée la venganza:

—Te engañas. Todo eso es una farsa torpe. Él era feo; Él desentonaba en la armonía galilea; Él sólo era bueno. Su belleza era interior. San Cirilo de Alejandría, el propio Tertuliano, y muchos doctores de la iglesia, creen que Su fealdad era horripilante y extraordinaria. Isaías lo deja presentir... Acaso yo, con mis pobres rasgos decadentes, sea más bello que Él lo fué nunca...

Callé. Comprendí que en su alma había sembrado la semilla, que es espina, de la desilusión. No hablamos más de eso; pero, ya en nuestro hogar, ella arrojó el libro de misa sobre el lecho, bruscamente; y, yo creí advertir cierta rabia en ese gesto.

Luego ha reído mucho por cada cosa que ocurría. Sólo a la tarde, en el jardín, mientras paseábamos por entre nuestros rosales, me ha dicho inopinadamente:

—¿De manera que Él era feo?

Y en seguida me ha recordado que esta noche habíamos de ir al teatro.

—Luego, —añadió,— nos iremos a bailar a cualquier salón. Quiero gozar, ¿sabes?; gustar la alegría de la vida...

De cómo entró un rico en el Reino de los Cielos

(A Joaquín Gallegos Lara)


Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo que un rico dificilmente entrará en el Reino de los Cielos. Mas os digo, que más liviano trabajo es pasar un camello por el ojo de una

aguja, que entrar un rico en el Reino de Dios". Mas sus discípulos, oyendo estas cosas, se espantaron en gran manera, diciendo: “¿Quián, pues, podrá ser salvo?"— Y mirándolos Jesús, les dijo: “Para con los hombres imposible es esto, mas para con Dios todo es posible".

—Evangelio según San Mateo, capítulo XIX, versículos XXIII, XXIV, XXV y XXVI.


A las 8.30 a.m., hora de New York, falleció en su opulenta residencia de la Quinta Avenida, Mr. Douglas N. Tuppermill, de Alabama, rey del yute.

Cumplía Mr. Tuppermill en el instante de morir, ochenta y dos años, quince días, siete horas y catorce segundos con un dozavo, según cálculos exactísimos que hiciera su médico de cabecera, prudentemente colocado a los pies del lecho en el momento de espirar el millardario, temeroso, sin duda, de que Mr. Tuppermill, que siempre fue dado a bromas y muy aficionado al box, le propinara de despedida, un recto a la mandíbula en final agradecimiento a lo poco de bueno que hizo realmente el galeno por salvar a su cliente de las garras de la parca.

Así que se durmió la materia, el espíritu de Mr. Douglas N. Tuppermill emprendió su viaje por las regiones del infinito, en procura del Empíreo; pues, se sentía con indiscutibles derechos a ser allí bien recibido.

El viaje mismo le pareció poco eonfortable —¡cómo se va mejor en los trenes y en las naves de la Unión!;— pero, se consolaba de esto con la esperanza del recibimiento, que tenía fundadas razones de creer que sería magnífico.

¿Habéis oído hablar de Mr. Douglas N. Tuppermill? Pienso que sí.

No podría ser de otro modo. Las revistas yanquis son las que tienen —y tampoco podría ser de otro modo— mayor circulación en el mundo. ¿Y cuál la revista yanqui que no traiga, ya que no una foto del rey del yute en su hobby patentado, una interview, o siquiera, una alusión a él?

Fué Tuppermill quien fundó el famoso instituto ídem de Investigaciones Prehistóricas; Tuppermill, quien donó a la biblioteca de Kansas City cien mil volúmenes con un valor total de dos y medio millones de dólares; Tuppermill, quien lanzó una bandada de águilas oro americanas para auxilio de los infelices supérstites del último terremoto del Japón; Tuppermill, quién fomentó y financió la campaña contra las fiebres en la región de Dakar y Fernando Poo; Tuppermill, quien laboró por el saneamiento de los puertos menores de las Molucas; Tuppermill, quien estableció el famoso sanatorio para perros en el estado de Alabama, reputado como lo mejor en su clase. En fin... La —permitidme el terminacho— denominativa gratitud humana, se ensañó con él en forma aguda: un puerto mayor de las Molucas fué consagrado Tuppermill; una calle de Yokohama, idem, una plaza de Dakar, idem; un paquete portugués bound Goa, recibió en las espumas bautismales del consabido champagne a proa, como nombres, los completos —con más los apellidos paternos y maternos— del rey del yute: “Douglas Nicholas Tuppermill Wright”. Sería interminable la lista.

Baste decir que, ignoro porqué —Mr. Tuppermill nada tenía de militar ni de cosa por el estilo, y hasta creo que perteneció a una comisión permanente para el financiamiento de la paz mundial;— el gobierno de la República Francesa llamó con el nombre de Fuerte Tuppermill a uno de sus puestos avanzados en el Sahara...

¿Cómo, con su enorme volumen de buenas obras, no iba Mr. Tuppermill a ser recibido con honores generales en el Empíreo? He de deciros que el hijo predilecto de Alabama añadía, por su cuenta, a este volumen, justamente para hacerlo más valioso, su calidad de ciudadano de los Estados Unidos, que pensaba que, como es muy natural, de mucho habría de valerle.

Empero, puesto delante de Nuestro Señor, el espíritu de Douglas N. Tuppermill se estremeció, acaso porque el recibimiento no tuvo nada de caluroso. Un miedo extraño, un no se explicaba qué de raro, lo acometió. ¿Habría hecho en la tierra todo el bien que pudo? El creía que sí; pero...

Así como en los procesos de canonización se estila que un doctor de la iglesia haga la loanza del futuro santo, mientras que otro lo acusa poniendo de relieve sus pecados, sus deméritos; en la Corte Celestial se tiene por costumbre que, para cada candidato a bienaventurado, se haga fórmula de sumario juicio, defendiéndolo un serafín y fiscalizándolo otro.

El encargado de amparar a Mr. Douglas N. Tuppermill hizo, así, su apología. Trajo a cuento lo del donativo para las víctimas del terremoto del Japón, lo del saneamiento de los puertos menores de las Molucas, en fin, hasta lo del hospital canino; olvidando, en cambio (por más que el reo se afanaba en señas, juntando las manos en actitud de oración y abriéndolas luego para tornar a cerrarlas), lo del donativo de libros para la biblioteca de Kansas City. Y otras cosas de la laya. Bien puede ser que para el celeste criterio, eso de facilitar los conocimientos no sea, precisamente, una buena obra...

El serafín que hacía el papel de fiscal, recordó, por su parte, con lujo de detalles, los primeros capítulos do la vida de Mr. Tuppermill que tenían un asombroso parecido —casi eran un plagio— con los de la Vida del Buscón, que escribiera don Francisco Gómez de Quevedo...

Nuestro Señor oía silencioso. Y su rostro estaba adusto, y estaba ceñudo.

—Amigo hombre —comentó en voz baja el serafín defensor;— llevamos las de perder. A Su Eternidad no le han convencido mis razones.

El rey del yute pensó que bien podía él contratar los servicios de un doctor más avisado que este jovenzuelo imberbe —¿no estaban en el cielo por ventura San Agustín y el de Aquino?;— pero, a tiempo cayó en la cuenta de que todos sus dineros se los había dejado allá —¿dónde es allá?— en la tierra y que a esta hora, con la rapidez que caracteriza a sus paisanos, ya se los habrían repartido entre herederos y legatarios...¡Ah, si él hubiera podido poner un radiograma!

De improviso, pareció que el serafín que hacía la defensa de Tuppermill y que se había quedado unos instantes silencioso y pensativo, como vencido por los argumentos que esgrimía su contradictor, —recordaba...

—Algo no he hecho todavía valer en favor de mi defendido, y pido permiso a Vuestra Eternidad para alegarlo.

Nuestro Señor hizo ademán de consentir.

—Habla —dijo.

Y su voz fué como el viento de poniente.

—Una vez, Señor —comenzó el serafín defensor su nueva arenga,— este hombre visitaba un hospital de niños en el Africa del Sur. Recorriendo una de las salas, ¡pobres salas donde los enfermos, cualesquiera que fuesen sus dolencias, estaban confundidos!; vio a un niñito leproso... leproso como Job y como Lázaro, Señor... Entretenido estuviera el niño con una pelota; pero, al jugar con ella, la pelota cayó al suelo y rodó muy lejos, donde él no podía alcanzarla. Sentado en su camita, de la que no se levantaba ya porque la lepra había devorado sus piernecitas... calladamente, no atreviéndose a llorar por miedo al látigo de los enfermeros, miraba el niño su pelota perdida, que nadie recogería para él porque todos le tenían repugnancia... Entonces, este hombre, Señor, fué a la pelota; la tomó con sus manos desnudas y la devolvió al niño... Hubiérais visto, Señor, cómo sonrió ese niño... ese niño que, sobarcando su carga de dolores, vivió hasta la pubertad, murió entonces, y a ésta vuestra casa vino, y ahora está en ella... Ese niño, Señor, era yo...

Lloraba el serafín, y en los celestes ojos de Su Eternidad había brillantemente dos claros diamantes.

—En verdad te digo, hombre —sentenció Nuestro Señor,— que eres salvo.

Sonrió.

Y su sonrisa fué como el sol que se levanta.


Y hé aquí cómo Douglas N. Tuppermill, de Alabama, rey del yute, ciudadano de los Estados Unidos, entró en el Reino de los Cielos.

Con perfume viejo

Si no hubiéramos leyendas, acaso habría que inventarlas. Metafóricamente, un pueblo sin pasado mítio, es como un hombre que jamás ha sido niño.

Acaso pensó esto mismo, antes que yo, nuestro historiador (?) el Padre Juan de Velasco. Pero, es lo cierto que a ése se le soltó el potro...

José de la Cuadra.—La leyenda ecuatoriana. (Estudio inédito).

La Cruz en el Agua

En mis frecuentes viajes por nuestros grandes ríos —en noches de luna o en oscuras noches de viento y lluvia, pero siempre cuando en derredor la naturaleza propiciaba el alma a la comunión con el misterio;— he oído relatar la historia de la cruz que flotaba a la deriva sobre las aguas...

No es una vieja leyenda prestigiada de siglos. En verdad, ni es una leyenda, ni acaeció en los tiempos —remotos para la brevedad de nuestra vida nacional— de García el Grande, por ejemplo. Es algo casi actual, de ha pocos años. Quienes me la narraron habían visto aquella cruz «con estos ojos que la tierra se ha de comer».

...A orillas de uno de nuestros más caudalosos afluentes del Pacífico, poseía una rica hacienda de ganado doña Asunción Velarde, viuda a la sazón, de cuyo matrimonio un poco Fracasado habíale quedado un hijo —Felipe Santos— mocetón ya.

Alto de estatura, robusto de complexión, ingenuo y limpio de alma; bravo, noble, leal, trabajador esforzado, Felipe era la propia vida de su madre, que lo quería ciegamente, más que a su existencia misma, más que a su misma salvación.

Y no estaba mal pagada en su amor la madre; pues, Felipe correspondía a sus afanes con una entera dedicación de sí al cuidado de la anciana.

Descendiente de una clara familia procera, doña Asunción guardaba como un tesoro cordial su fe católica, diáfana de dudas, pura y tranquila, reposada y serena. Y al hijo enseñó en su fe, transmitió su ardor de adoratriz con la unción de quien hiciera una última invaluable donación.

Felipe —al igual que su madre— fué católico. Leal en esto como en todo lo suyo.

En aquel hogar donde madre e hijo ritmaban sus vidas a un ritmo mismo, se sentía alentar de veras la paz de Dios. Nada turbaba la placidez de aquellas existencias unánimes. Nada. Como si una bendición dulcemente pesara sobre ellos mismos, sobre la casa, sobre la hacienda...

Pero el drama estaba de sobrevenir, y sobrevino.

Una tarde la correntada arrebató a Felipe entre sus ondas cuando, en compañía de varios peones, hacía atravesar el río a una manada de reses.

Fué algo violento. Posiblemente —explicaban los peones,— el caballo en que montaba hizo, al nadar, algún brusco movimiento que sacó al jinete por las ancas; el peso de las grandes botas rodilleras le impidió mantenerse a flote... y la correntada hizo lo demás: Felipe desapareció.

Al recibir la noticia, la madre enloqueció. Su dolor exasperado, fué más grande aún en la imposibilidad de encontrar el cuerpo del hijo amadísimo para darle sepultura en sagrado; porque fueron vanos los esfuerzos que se hicieron para recuperar de las traicioneras aguas el cadáver del joven.

Y el sufrimiento de doña Asunción se renovaba, cada día al imaginar que allá abajo, en el lecho profundo del río, entre el légamo pegajoso, los peces de afilados dientes devorarían la carne adorada.

Entonces fué cuando concibió la extraña idea...No; no era dable que su Felipe careciese de cristiana sepultura, y ya que esto en verdad no estaba de su mano, alguna forma buscaría para hacer que hasta él llegara la mansa protección del Santo Madero.

Mandó trabajar una cruz de fino tallado, alta de un metro, con un flotador en el extremo inferior del brazo largo; de suerte que pudiera mantenerse erguida sobre el agua... y la lanzó al río.

Pensaba que algún día pasaría por sobre el cadáver de su hijo, que estaría, acaso, asentado en quién sabe cuál lugar del fondo.

La correntada arrastró la cruz flotante. Durante meses, casi no se alejó de las inmediaciones de la hacienda; luego, alguna marea fuerte la llevó lejos, y doña Asunción no supo más de aquella última y singular ofrenda al hijo perdido.

Quienes solían trajinar por aquella zona, y hasta los cuales, un poco desfigurada, había llegado la rara historia, al ver la cruz ir y venir al capricho de las mareas, la rodearon de un fantástico halo de superstición.

Aseguraban unos haberla visto navegar contra corriente; afirmaban otros que tenía don de ubicuidad y que tan pronto estaba en la desembocadura del mar como en las altas fuentes de los nacimientos fluviales.

Cierta ocasión la cruz salvó a una mujer que estaba ahogándose y para la cual fue propicio y desesperado asidero. Y esto —que bien pudo atribuirse a la casualidad— dió margen para que las gentes crédulas de las riberas tuvieran como dogma de fe el que la cruz aparecía milagrosamente siempre que alguien estaba en trance de perecer en las aguas.

Circundada de superstición, la cruz que buscaba al ahogado, fué tenida en respeto; lo que impidió que alguien malignamente la atrapara. Diz que una vez que esto acaeció, cuentan que animada de extraordinario impulso, escapó de entre las manos que pretendieron retenerla.

Y así, durante meses, durante años —muchos, según la versión popular; apenas dos, en realidad,— el madero fué por los ríos sin parar nunca, fantástico navegante.

Pero, un día se detuvo al fin, como cansada de su largo viajar, enredada en una mancha de lechugas acuáticas, junto a la ribera. Alguno, sabedor del objeto a que estaba destinada, la desenredó para que pudiera libremente tornar a su fúnebre viaje; pero, a poco, la, cruz volvió otra vez, porfiadamente, al mismo lugar.

A oídos de doña Asunción llegó la nueva de que la cruz había cesado de viajar.

—¡Es que lo ha encontrado! —dijo, convencida.

Se trasladó al lugar donde se había detenido el errante madero y dispuso que algunos peones bucearan el fondo.

...Allí, en dirección perpendicular a la cruz, estaba el esqueleto de Felipe, casi enterrado en el limo, sujeto entre unos palos sumergidos...

El Hombre de quien se burló la Muerte

San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, era sin duda, un excelente narrador. Cuidadoso de sus frases, ducho en producir exactamente el efecto deseado, su crédito de ameno conversador lo merecía plenamente.

—Usted sólo tiene un rival en la Republica, coronel —decíale el ingeniero Savrales:— don Gabriel Pino y Roca.

Y en verdad, como el tradicionalista porteño, San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, unía, a sus cualidades de causar un profundo conocimiento de aquellas hermosas y doradas antiguallas cuyo evocar seduce tanto y tan poderosamente encanta.

Perteneciendo como pertenecía, si bien por ramas segundonas y acaso con barra de bastardía en el escudo —con el yelmo mirando a la siniestra, como él habría dicho,— a aquella notable y ya en la línea recta extinguida casa de San Feliú, cara al Ecuador, de cuya historia ilustró gloriosamente muchas páginas desde los días de la Colonia; hallábase en posesión de preciosos datos conservados por tradición en su familia.

Cuando estaba de buen humor, lo cual ocurría a menudo, sus amigos podíamos disfrutar del raro placer de ver pasar delante de nuestros ojos, como en una pantalla cinematográfica, ese Guayaquil que ya se nos fue, ese Guayaquil que se perdió para siempre en las oscuridades de lo pretérito; precisamente, ese Guayaquil romántico que alienta en los cuadros de Roura Oxandaberro, maestro de evocaciones.

La narración que ahora transcribo, no es, por cierto, de aquéllas sobre las cuales pesan siglos; y, así, no era de las que más agradaban a San Feliú; pero, en cambio, su intensidad de vida hace que, entre las que pienso reproducir

haciendo uso do la facultad que me concedió mi amigo poco antes de morir —San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, reposa bajo tierra desde hace más de un lustro,— sea ésta la escogida como la primera: la historia del hombre

de quien se burló la Muerte.


—No me preguntéis —advirtió San Feliú— cómo vine en el preciso detalle de estos hechos. Largo y enojoso sería el explicar porqué sé yo hasta de los postreros instantes de Fernando Acevedo.

—Pierda cuidado, coronel —garantizó Savrales;— no averiguaremos más de lo que usted quiera decirnos.

—Bien; comienzo... Los Acevedos se extinguieron, por lo menos en la rama ecuatoriana, a fines del pasado siglo. El último de ellos, Juan José, acompañó al destierro al capitán general Ignacio de Veintimilla, y desde entonces no se

supo más de él; su único hermano, Fernando, moría en Guayaquil poco después.

“Este Fernando no había nacido, sin duda, bajo el signo de Venus. La sangre procer de los Acevedos, jamás floreció en bellezas masculinas... ni femeninas; y desde antiguo, fama tuvieron los de esa familia de negados de aquellos dones que los dioses derramaron generosamente sobre Adonis... Detalles... Un Acevedo, contemporáneo de García Moreno y general de la República, se ganó en justicia el

simbólico apodo de Duguesclín: fué, como en su tiempo aquel legendario guerreador, el caballero más bravo y más feo.

“Pero esto Fernando aventajaba a todos sus antepasados y hacía pleno honor a la tradición de la línea... Aparte de qué su fealdad no era sólo física, sino también moral. En esto, asimismo, era un perfecto Acevedo. Sobre esta antigua familia pesa una prolongada leyenda de dolores y de sangre; y Fernando, en su alma jorobada como su cuerpo, resumía y sintetizaba la maldad ancestral de sus gentes, flageladoras de indios allá en la puna solar.

“El medio civilizado en que vivía, dulcificó un tanto la hiel heredada; pero no lo suficiente para hacer de él un hombre como, más o menos, son los demás, es decir, con un porcentaje bastante reducido de la vieja maldad —maldad de

amoralidad,— legado de la caverna.

“La madre —una San Feliú,— viuda a poco de tenerlo, lo envió desde pequeñín a Europa. Graduado en no sé cuál ciencia germánica (porque hay ciencias nacionalmente germánicas), regresó a la patria hecho ya todo un hombre.

“En nada diferente de los jóvenes porteños de la época, se manifestó Fernando Acevedo. Pero esto fué sólo al principio. Poco a poco, como se dice, se fué dejando caer. Era malo porque sí, sin que nada explicara su proceder. Extremaba crueles rigores con los animales, con los indefensos, con los humildes. Gozaba, a lo que parece, con el padecimiento ajeno y con el ajeno sufrir. Tenía alma de inquisidor y su sentido de la justicia era el de un bárbaro.

“Mas, he aquí que, como en castigo, la felicidad —me refiero a esa alcanzable felicidad que los pequeños éxitos constituyen en la vida de todos,— huía de él inaprensible, como una sombra. Todo le salía al revés. Si emprendía en un negocio que había sido para otros fuente de inagotables riquezas, sufría pérdidas. Naufragaron los buques que adquirió para traer ganados de las Galápagos. Allá en sus tierras de pan sembrar de la cordillera, paramaba frecuente, y a veces exclusivamente, sobre sus cosechas. Bien sabéis vosotros lo extraordinario que es el que se produzca una avenida en nuestra costa... Pues una extensa y feracísima isla que poseía en la desembocadura del Guayas, fué arrastrada por la avenida. ¡Horroroso!

“Parecía como que algo extraño se burlaba de él. La única felicidad aparente de su vida, fué sólo eso: aparente. Me refiero a sus amores con una consaguínea suya, y mía, llamada, si no recuerdo mal, Teresa San Feliú.

“Teresita San Feliú era bella y honesta. Joven y rica, además, nadie se explicaba cómo pudo corresponder de amores a su execrable pariente y consintió en ser su compañera en el tálamo nupcial. Hablóse, por entonces, de imposiciones familiares; díjose, quizá con mayores fundamentos, que Fernando Acevedo, durante una visita de las San Feliú a una de sus haciendas, hizo suya, manu militarí, a la linda Teresita. ¡Quién lo sabe! Lo cierto es que casó con él.

“Las mujeres de la estirpe de los San Feliú, blasonaron siempre de invencible virtud —fortalezas inexpugnables...

Prevalido de su amistad con el coronel, el ingeniero Savrales subrayó con una ligera tos la última frase de aquél.

—Está de más su oportunísima tos, ingeniero —saltó el coronel un tanto disgustado.—Al cabo estoy de las leyendas que circulan sobre las mujeres de mi casa; y tiempo habrá para hablar de ello. Ya verá usted cómo aun tratándose de los míos, soy imparcial. Por ahora le ruego me deje continuar en paz.

“Prosigo...Esta flor de castidad, este lirio de candidez y de pureza que era la mujer de Fernando Acevedo, se manchó de pecado. Pero, no; no fué culpa de ella. Fué el siniestro destino de su marido, que había inexorablemente de cumplirse, lo que la empujó al adulterio; y, la santa, la dulce, la incomparable Teresita, engañó como cualquier mujerzuela desarrapada, al hombre a quien había jurado fidelidad.

“Una vez más aquello —sabe Dios qué— que se mofaba constantemente del infeliz Acevedo, ganaba la partida.

“El escándalo se produjo con tan grandes proporciones que el marido ofendido no pudo evitarse el retar a duelo al burlador de su honra. Digo que no pudo evitárselo; porque Acevedo, cobarde como todo malvado, bien hubiera querido rehuir un desafío.

“En aquel entonces —fresco todavía el recuerdo caballeresco de la colonia,— los desafíos no eran las papeladas ridículas de ogaño. En el suyo, Acevedo, que fué a lavar con sangre la mancha de su honra, la lavó, en efecto, pero con la suya propia...¡Era demasiado! La punzante sorna de las gentes tijereteadoras y maldicientes, no le dejaba tranquilidad; y, convaleciente aún de la herida que recibiera en la liza, decidió —en un arranque que su herencia procera explicaba como lógico al fin y al cabo,— sustraerse definitivamente a esa suerte color de carbón que le perseguía desde la cuna.

“El suicidio le ofrecía fácil remedio. Durante tres días meditó sobre la forma y manera cómo llevaría a término su resolución, desechando uno a uno los medios que se le ocurrían. A la postre creyó encontrar el que le acomodaba. Había oído hablar por ahí de la muerte dulce de los ahorcados, y optó por ahorcarse. Al efecto, cierta tarde se encaminó a una quinta abandonada que poseía en las afueras de la ciudad, y se preparó al suicidio.

“Escogió para su objeto una de las habitaciones del viejo edificio, y en una de las gruesas vigas del techo ató un extremo de la cuerda cuyo otro extremo había enlazado a su propio cuello. Practicada esta primera operación trepó encima de unos cajones superpuestos, acortó la cuerda lo suficiente para el menester, se ajustó bien el lazo al cuello, y empujando con los pies la columna de cajones sobre la cual estaba subido, se dejó colgar en el vacío...

“Fué un momento de drama. El suicidio iba a consumarse plenamente.

“Mas he aquí que, de repente, la viga —carcomida madera vieja— en que se sostenía la cuerda, cedió al peso del cuerpo y se partió, cayendo uno de sus pedazos, con la fuerza de un ariete, sobre la cabeza del presunto ahorcado, el cual había rodado por el suelo.

“Ni siquiera pudo suicidarse. Fue el recio golpe lo que lo mató.

“Al día siguiente, rodeado de los suyos, en su propio lecho, expiró...”

—¿No os parece —concluyó el coronel San Feliú— que este Acevedo fue un hombre de quien la Muerte, lo más serio que hay, se burló?...

Las pequeñas tragedias

Las pequeñas tragedias... ¡Y cuánto más dolor en ellas, silenciosamente! Dolor que es mudez y que es vulgaridad cotidiana, repetición paupérrima. Y, sin embargo... ¡Gloria y loa a él, por menos espectacular y por más verdadero! Justamente por eso... Que hay mayor dolor, acaso —dolor trascendente—, en la tragedia de la mosquita que perdió sus alas en un mal vuelo y se arrastra, ahí, hurtando su asqueroso cuerpecillo vermiforme de las mandíbulas voraces de las hormigas; que en la del monarca que perdió la corona en un torpe juego de Estado, y va, ahí, huyendo de sus súbditos convertidos en sus juzgadores, metido en la vergüenza de un disfraz ridículo... Dolor que es silencio. Humilde dolor. ¡Ah, las pequeñas tragedias!

Miedo

MARGIT.—Afortunadamente se ha ido. Cuando está a mi lado, mi corazón cesa de latir, como si lo adormeciera un frío mortal... Es mi marido; soy su mujer. ¿Cuántos años dura la vida humana? ¿Cincuenta años tal vez? ¡Dios mío! ¡Y sólo cuenta mi vida veintitrés primaveras!...

BENGT.—Hay motivo. A fe. de caballero, no sé lo que le falta. Procuro estar a su lado todo el dia. Nadie puede acusarme de severo con ella. Me encargo yo de dirigir los quehaceres de la casa. Y sin embargo...

HENRIK IBSEN. — GILDET PAA SOLHAUG (La fiesta de Solkaug); acto primero.


Bebíamos. Las perchas de la tabernucha —Brasil y Rumichaca,— íbanse quedando vacías como los estantes de la biblioteca de un poeta miserable... Cerveza. Más cerveza. Botellas tras botellas.

Nuestro amigote, el viejo Santos Frías, que era inspector a jornal de no sé qué obra pública (sin duda, alguna estatua a un héroe inédito, descubierto por sus celosos descendientes); estaba ya casi borracho. Hablaba hasta por los codos y dio en hacernos confidencias. Sobre cualquier tema que girara la charla, siempre Frías encontraba oportunidad de endilgarnos un comentario, siquiera, dolorosamente arrancado a su propia intimidad. Ignoro por qué tenía ese empeño tenaz de hacerse daño. Que daño se haría al resucitar así, pública y malamente, recuerdos que debía guardar en el silencio de una farsa de olvido, ya que no en el imposible olvido absoluto.

Por ello, cuando Mateo Alvarado nos hizo esa enfebrecida apología de las delicias hogareñas, de las alegrías del hombre casado, Santos Frías, anheloso de una nueva confidencia, nos lanzó de sopetón la pregunta:

—¿A qué no saben ustedes porqué no me he casado yo?

Cada quien auspiciaba una solución. Por esto. Por lo otro. Por lo de más allá.

En vísperas de la confidencia, Santos Frías negaba con rotundos ademanes de cabeza, fortalecidos con un sonoro no. Evocaba en cierto modo la escena de Tartarín de Tarascón

acompañándola romanza de Roberto el Diablo.

No que no. Él —Santos Frías Osorio— había sido siempre un propugnador del matrimonio como estado ideal de vida. Pero...

Y se nos vino encima con el secretillo.


Aún cuando nos pareciera mentira, él —podía jurarlo, pero no hacía falta,— había sido, cuando contara treinta años menos del medio siglo de ahora, lo que se llama en todas partes un mozo guapo. Lo tenían así acabado, con facha de espectro, el alcohol, la comida escasa “y sin vitaminas”, el pobre acomodo, el trabajo rudo y largo... En plena juventud fué otra cosa. Las mujeres le sonreían tan bonitamente como pensaba que la vida habría luego de sonreírle. Él, sin desdeñarlas del todo, se contraía a adorar —que adoración fué lo suyo— a una su primita. La Olguita ésa, su prima, era una ilusión hecha carne: rosada y tersa carne de mujer. Lo amaba también. Un poco menos que

él a ella; pero, lo amaba. Santos Frías estaba “matemáticamente” convencido de eso. Pactaron el matrimonio. Frías trabajaba como ayudante del cajero, en una fuerte casa de comercio, en cuyo empleo pensaba prosperar, hacer carrera. No resultó así. Un mal día el cajero se alzó con los fondos y fugó al Sur. Sobre Frías recayeron sospechas graves y lo metieron en la cárcel. Permaneció allí tres meses. Judicialmente, no existían cargos concretos en su contra, y lo absolvieron. Pero la opinión pública no lo absolvió. Creyóse a firme que había andado en compincherías con su superior inmediato.

Negáronle trabajo en las oficinas calificadas, y hubo de humanarse a esos puestos francamente inferiores de sobrestante, de inspector, de guardián, de tomador de tiempo.

Así que saliera de la cárcel —desde la cual había mantenido una frecuente correspondencia con Olga,— fué a ver a ésta.

—Sinceramente, Olga, ¿te casarás conmigo?

—Sí; no veo inconveniente. Creo que eres honrado. La cuestión está en que busques un empleo que, satisfaciendo tus aspiraciones, nos dé lo bastante para vivir así, así, medianamente, sin lujos, pero tampoco con angustias.

Y entonces vino lo de las negativas de empleo. Y el aquél de humanarse... ¡él, el hijo del alférez Frías que peleó en Gatazo!

Al medir su situación, el verdadero alcance de su situación; al comprender que no vibraban en él capacidades de triunfador, de dominador del éxito reacio; al saberse estigmatizado, marcado con hierro de humillación para siempre.... Santos Frías tuvo miedo, un miedo horrible...

—Doy por seguro —concluía, hablando para nosotros,— que, de haber insistido yo, Olga no se habría negado aún a casarse conmigo, a ligarse con grillete a mi grillete de condenado. Pero, me dio miedo. Miedo egoísta, lo confieso. No compasión de ella, sino temor por mí...Olga...¿la conocéis? Sí; sin duda... Olga de Schmidt —la mujer del gerente do la casa alemana Schmidt & Wolf— era, y es, una mujer demasiado hermosa para que no la tentaran los hombres, desplegando delante de sus ojos codiciosos todo el aparato del lujo, de la molicie, de la material felicidad, en una palabra, que puede dar el dinero...Olga era demasiado femenina para resistir valientemente, al lado de un hombre a quien, poco a poco, hundida en las complicaciones de la existencia difícil y mezquina, iría dejando de amar...¿Y qué hubiera entonces sucedido? Temblé al imaginármelo. Sentí horror por lo que iba a sufrir en lo futuro irremediablemente —el estrujón inevitable de mi honra,— y preferí sufrir pasajeramente en lo que era entonces presente, el dulce presente ya ido... Olga no entendió bien mi gesto o, acaso, fingió no entenderlo. Luego, casó con el rico Schmidt, y puedo aseguraros que es dichosa. Me ha olvidado buenamente. Como casi nunca me ve, cuando la casualidad hace que nos encontremos en la calle —no visito su casa,— tiene un real trabajo para reconocerme. Yo interiormente estoy satisfecho de todo esto.


Mateo Alvarado nos dijo en voz baja que este Santos Frías calzaba holgadas calzas de majadero. Quiero creer que no fue la suya la opinión más generalizada entre los que escuchamos su confidencia triste y melancólicamente vulgar...

¿Castigo?

Al doctor J. M. García Moreno, que sabe cómo esta fábula, se arrancó angustiosamente a una realidad que, por ventura, se frustró...


Apenas leves, levísimas sospechas, recaían sobre la verdad de la tragedia conyugal de los Martínez.

Se creía que andaban todo lo bien que podían andar dada la diferencia de edad entre marido y mujer: cincuenta años, él; veinte, escasos y lindos, ella.

Se creía —sobre todo— que el rosado muñeco que les naciera a los diez meses de casados y que frisaba ahora con el lustro, había contribuido decisivamente a que reinara la paz, ya que no la dicha, entre los cónyuges.

Pero, lo cierto era que el hogar de los Martínez merecía ser llamado un ménage a trois. La mujer se había echado encima un amante al segundo año de casada.

El amante de Manonga Martínez era el doctor Valle, médico.

Cuando Pedro Martínez, agente viajero de una fábrica de jabón, íbase por los mercados rurales en propaganda de los productos de la casa, el doctor Valle visitaba (y por supuesto que no en ejercicio de su profesión) a Manonga.

Dejaba el doctor Valle su automóvil frente a unas covachas que lindaban por la parte trasera con el chalet donde vivían los Martínez, y, con la complicidad de una lavandera que hacía de brígida, penetraba por los traspatios hasta la habitación de aquéllos.

Encerrábanse los amantes en el dormitorio, y cumplían el adulterio sobre el gran lecho conyugal.

Manonga, precavida, se deshacía con anticipación de la cocinera y de la muchacha. Para mayor facilidad, veíanse, por ello, a la media tarde.

Al chico —Felipe— lo dejaba la madre en la sala, jugando. Cuando estuvo más crecidito, lo mandaba, al portal o al patio. Ahora permitía que correteara por frente al chalet; pero, eso sí, sin que saliera a las veredas del bulevar. Habíale enseñado a que, oportunamente, negara el que su madre estuviera en casa.

Cierta tarde, rudos golpes en la ventana del dormitorio, donde a la sazón se encontraban los amantes sacrificando a Venus, sobresaltaron a Manonga, extraordinariamente.

Casi desnuda se asomó.

En ocasiones semejantes, no hacía caso de los llamados —amigos o preguntones que no creían en las aseveraciones de Felipillo, y que se marchaban luego, convencidos

de que la familia había salido.

—¿Qué es? ¿Por qué llama usted de ese modo?

Era una vecina.

—Ña Manonguita, su hijo...

—¿Qué, por Dios?

—Taba jugando con otros chicos y salió corriendo p’allá, p’al Salado. No lo podimo alcanzar. Mande que lo tregan. Como hay peligros...

El estero Salado quedaba a tres cuadras apenas. La zona era traficadísima.

Manonga se desesperó.

—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Que puede caerse al agua! ¡Que puede aplastarlo un carro!

Púsose un traje sobre el camisón, calzóse sobre los pies desnudos, a prisa, y lanzóse a la rúa, enloquecida. Iba desalada, y no le importaba que el viento se le metiera entre las piernas y le esculpiera las formas oscuras.

—¡Mi hijo! ¡Mi hijo, por Dios!

El doctor Valle se vistió reposadamente. Después, por los traspatios, siguiendo su ruta habitual, llegó hasta su automóvil y montó en él.

Fué entonces cuando se propuso auxiliar a su manceba.

Pensó que era una pobre mujer y que a él no le importaba gastar un poco de gasolina y otro de tiempo en corretear por las calles buscando al chico. Horramente, pero en algo al fin, retribuía el placer que ella le daba sin limitaciones, generosa de sí como un horizonte... Recordó, no sabía cómo, que Felipillo le sonreía siempre que lo veía y que antes, cuando era más pequeño, cuando recién balbuceaba las palabras fáciles, lo llamó alguna vez, sonriendo ampliamente con la boca desdentada: “Papá”... Esto acabó de decidirlo.

Excediéndose de la velocidad reglamentaria, el doctor Valle se metió por el bulevar con su carro.

Érale difícil manejar entre tantos peatones descuidados. Además, el tráfico rodado era considerable. Y él no era muy experto en el volante.

Por otra parte, concentraba la mayor parte de su atención en mirar a los lados, por si encontraba al perdido.

Y he aquí que el accidente se produjo.

Fue al salir el automóvil a una vía transversal. Por la bocacalle venía a todo correr una criatura pequeña, y detrás, persiguiéndola, una mujer. El doctor Valle no alcanzó a distinguirlas bien. Percibió las figuras nebulosamente, como en su sueño.

Fué al cruzar la criatura frente al carro....El doctor Valle quiso frenar, y no pudo. Acaso oprimiera atolondradamente el acelerador, porque el automóvil dió un salto forzado hacia adelante.

Alcanzó a coger a la criatura con el guardachoque y la tiró contra las ruedas. Cimbró el vehículo y se detuvo. Ya era tarde. De bajo el carro surgió un grito agudo, horroroso. Y el pavimento se inundó de sangre, como si un fantástico manantial acabara de brotar en él.

Una mujer —la que perseguía a la criatura,— se arrojó sobre el doctor Valle, y lo agarró tenazmente del cuello.

—¡Era mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Y me lo has matado tú!

En la angustia del ahogo, el doctor Valle reconoció a Manonga, y quiso defenderse.

Agitábase como una culebra apaleada.

—¡Noooo!

Seguía la mujer

—¡Me lo has matado tú! ¡Tú!

Oprimía el cuello del hombre. Lo apretaba para estrangularlo, y había —sin embargo— en la voz de Manonga, una espantosa mezcla de venganza y de perdón.

—¡Tú!

Acudió la policía. Hubieron los gendarmes —cuatro, cinco, seis...— de zafar el cuello amoratado de los enclavijados dedos que se hundían en él crispadamente.

Como un pelele rodó —entonces— por sobre los adoquines, inanimado, el cuerpo del que hasta hacía dos segundos fuera el doctor Valle, médico...

El fin de la Teresita

Narraba el viejo marino su corta pero emocionante historia, con un tono patético que si bien no convenía al ambiente, —un rincón del club no muy apartado de los salones donde la muchachería bailoteaba al compás de un charleston interminable— convenía sí a lo que él contaba.

Regresábamos de un crucero hasta las Galápagos, a bordo del cazatorpedero "Libertador Bolívar", la unidad más poderosa que tenía entonces la armada de la República. Era yo guardiamarina, quizá el más joven entre mis compañeros; porque hace de esto, más o menos, veintitrés años. Habíamos cumplido la primera escala, luego de la travesía del Pacífico, en la isla Salango, y después, siguiendo la costa de Manabí, demoramos, para hacer maniobras de artillería, entre Punta Ayampe y las islas de Los Ahorcados.

—Mar bravo en esa altura —interrumpió uno de los oyentes.

¿Usted conoce? Sí; mar bravo —continuó el narrador— y, justamente por eso escogió el comandante esa zona para que los noveles artilleros hicieran ensayos de puntería, disparando contra blancos movedizos y pequeños: un botecillo viejo, un palo, una boya, llevábamos dos días en maniobras; al amanecer del tercero hubimos de forzar máquinas con rumbo al norte, no recuerdo por cuál motivo, hasta colocarnos a relativamente escasa distancia arriba de las islas de los Ahorcados, que teníamos a la vista. Por cierto, continuábamos en nuestra tarea. Hacía el medio día, advertimos que de la costa de una de las islas se separaba un bongo y que una persona avezada sin duda en el manejo del remo, lo dirigía seguramente hacia nuestro buque. Cuando la pequeña embarcación, que a cada momento las olas parecían tragarse, estuvo a suficiente distancia de nosotros, el oficial de toldilla conminó a su pasajero para que la alejara; pero éste se afanaba en ademanes que claramente daban a entender que solicitaba permiso para atracar al costado del "Bolívar". El comandante, que en ese momento estaba junto al oficial de toldilla, accedió a las mudas súplicas del hombre del bongo y dio órdenes para que le permitieran abordar. "A lo mejor se trata de cosa que nos interesa", dijo. Era algo inusitado que el comandante violara el severo reglamento de las naves de guerra, que terminante prohíbe que un civil suba a ellas, o se aproxime más de la cuenta, sin superior permiso o salvo casos de fuerza mayor, peor aún encontrándose la unidad en alta mar; pero, el aspecto del hombre del bongo no era como para infundir sospechas, y, además, la República gozaba, por ventura, de completa paz interior y exterior: fue dos años más tarde el conflicto con el Perú.

Ciertamente, no había nada que temer; amén de que de ningún modo se le permitiría al visitante conocer el sistema de defensa de la nave: sería recibido en la escala. A poco, había trepado aquel. Era un cholo viejo, como de unos setenta años, baldado de un brazo. Su figura lo señalaba como uno de esos lobos de mar nuestros, que lo mismo saben ordenar una maniobra de velas para desafiar al temporal, que conducir a un barco de alto bordo, por entre peligrosas sirtes fluviales —entre Scila y Caribdis—hasta la ría de Guayaquil. Parado en el portalón de babor, con aire encogido, jugando con el jipijapa entre las manos inquietas, preguntó por nuestro comandante. "Soy yo", manifestó éste.

Un mozo que con una servida de gin se acercó a nuestro grupo, interrumpió al narrador.

Así que se hubo hecho honor al aguardientillo, prosiguió el marino:

—Quisiera conocer lo bastante el dialecto de la gente costeña para reproducir el discurso del cholo con las mismas frases, con los mismos modismos por él empleados; pero, como no puedo hacer tal, trataré de, lo más fielmente que me sea posible, repetiros lo que dijo y que tanto nos conmovió: "Vea, mi comandante" inició; "ustedes están haciendo tiro al blanco con los cañones y yo quiero ofrecerles un blanco bueno para que mejor aprendan a disparar los muchachos. Es mi balandra, mi "Teresita", ¿sabe? Ya está muy vieja y no se puede hacer a la mar. Antes, sí. ¡Era de verla! He ido en ella hasta el Perú; y, varias veces, hasta Colombia. A Galápagos, ni se diga. Una ocasión fui —no lo ha de querer usted creer— hasta Nicaragua, por orden de mi general Alfaro, y traje de allá a veinte oficiales que venían al Ecuador a Pelear con los godos. ¡Era de ver a mi "Teresita" cómo jugaba con las olas, cómo las esquivaba, orzando a babor, orzando a estribor, siempre ágil, siempre lista! La llamaban 'la gata' por lo brincadora. ¡Ah, era de verla! Ahora, no, Ya está vieja; tanto como yo. Ya no puede ni siquiera navegar en bonanza, porque el menor soplo de brisa la pondría en peligro, porque el más insignificante oleaje rompería sus cuadernas y la hundiría... Mis nietos, ¿sabe?, quieren que le meta hacha, que la venda como madera vieja; que venda el palo mayor que como ése sí es nuevo, puede servir para otra embarcación, que venda la lona de las velas para otras balandras... Yo no quiero eso, mi comandante; yo no quiero eso. Mi "Teresita" no merece esa muerte. Ella se tiene ganada otra distinta. A usted, mi comandante, pongo por caso, ¿le gustaría, con lo que ha navegado, con lo que ha peleado, morirse un mal día en su cama, de fiebre? ¿Verdad que no? Pues... lo mismo, más o menos... Y es por esto que yo quiero pedirle a usted un favor: que haga que los muchachos, los guardiamarinas ecuatorianos, disparen contra mi "Teresita" para que se hunda en el mar herida de bala; para que así muera, para que así acabe... ¿Cómo diría?, de una manera digna...".

Lloraba el anciano cholo al pronunciar las últimas palabras. Nuestro comandante estaba francamente emocionado, y, al consultarnos con una mirada, debió leer en nuestros rostros la expresión de una emoción parecida a la suya. Seco y lacónico como era, sólo dijo al cholo: "Está bien. Traiga su balandra y póngala a tiro de cañón. Yo mismo dispararé… para mayor homenaje". El pobre hombre no sabía cómo demostrar su agradecimiento; lloraba y reía a un tiempo mismo; y lo peor era que sus sentimientos resultaban contagiosos. Yo —lo confieso— hube de secarme disimuladamente una rebelde lagrimita que pugnaba por deslizarse sobre mi mejilla... Volvió el cholo a la costa y lo vimos desaparecer tras las rocas de una pequeña caleta. A poco, doblando lentamente una punta, se puso a nuestra vista la "Teresita". Andaba como una vieja paralítica. El suave nordeste que hinchaba su foque y su trinquetilla, no sé por qué juego de fuerzas tensaba la mayor, haciendo que el barco se inclinara agudamente de proa. Realmente la "Teresita" era una cosa inservible; y, así, causaba asombro que un solo tripulante —su dueño— pudiera maniobrarla. Y tan bien podía hacerlo el viejo marino, que, después de corto tiempo, la había colocado a tiro de cañón, en mar abierto, frente por frente con el "Bolívar". Largó las cazavelas, dejó los lienzos tendidos, y pairó la nave. Abandonóla luego y, a bordo de su bongo, enderezó hacia el costado del "Bolívar", y atracó junto a la escala. Fuele imposible pronunciar palabra cuando estuvo sobre cubierta. Bañada en lágrimas la faz, indicó con un gesto al comandante, la balandra, que, allá lejos, era juguete del monstruo de "sonrisas innumerables..." Nada dijo, tampoco, el comandante. Dirigióse a uno de los cañones de proa, de antemano preparado; acomodó la puntería y disparó... La "Teresita", magistralmente herida en el metacentro, bajo la línea de flotación, comenzó a hundirse... Llena de líquido toda la capacidad de su casco, desapareció bajo el agua la obra muerta, quedando tan sólo a la vista el velamen. Inclinóse a babor; inclinóse luego a estribor; hizo juegos de balance de popa a proa, mostrando en uno de los tales la parte posterior de la quilla; y hundiendo primero el bauprés, como una espadilla que se clavara en el lomo de una bestia y alzando al aire la popa, la "Teresita" se perdió en el abismo... Por un momento, la lona del foque, desprendida seguramente de la escota, flotó sobre la superficie y se movió sobre ella como un pañuelo que se agitara en ademán de despedida... Acodado sobre la borda del "Bolívar", el viejo cholo, fijos los ojos en el sitio donde quedaba sepultada la "Teresita", lloraba y reía, todo a una... lloraba y reía... Créanme ustedes que era un espectáculo capaz de poner angustia en el espíritu...

Al concluir su narración, en verdad que el marino estaba emocionado. Y nosotros, con él.

Chumbote

A Manuel Benjamín Carrión


Aseguraban que Chumbote era cretino. Quizás. Después de todo, parece lo más probable.

El patrón —don Federico Pinto— que se las daba de erudito en cuestiones etnológicas, repetía:

—¡Muy natural que sea una bestia el muchacho éste! Es cambujo, y de los cambujos no cabe esperar otra cosa. La ciencia lo afirma.

No obstante, don Federico Pinto, y su mujer, la gorda Feliciana —"la otela" o "la chancha" como a espaldas suyas apodábanla sus amigas—apaleaban cotidianamente a Chumbote, acaso con el no revelado propósito de desasnarlo, aun cuando el conseguir lo tal fuera contrariar las afirmaciones de la ciencia.

Chumbote había entrado los doce años, y ya se masturbaba en los lugares "sólidos", como había visto hacer al niño Jacinto, el hijo de sus patrones. Entre la masturbación y los palos se le habían secado las carnes. Y era larguirucho, flaco, amarillento, como si lo consumiera un paludismo crónico. Por lo demás, nada raro habría sido que estuviese palúdico: su cuerpo servía banquetes a los zancudos, en las noches caliginosas, tendido sobre las tablas cochosas de la cocina.

Naciera Chumbote en la hacienda de don Pinto, allá por Colimes. Confirmáronlo con el mote porque cuando en la hacienda vivía era un chico macizo y recio como un ternero crecido. No lo conocían de otro modo que por Chumbote. Pero —como el patrón— se llamaba Federico. Federico de Prusia Viejó. Su padre, Baldomero Viejó, que había sido tinterillo y medio estafador en Colimes, mientras hacía de guardaespaldas de un gamonal, le decía indistintamente "Federico" o "Prusia". Cuando se emborrachaba, le añadía, como un título, lo de "hijo de puta". Pero —dicho sea en honor de la difunta, que dormía desde mucho tiempo atrás en el cementerio lodoso de Samborondón—, la madre de Chumbote sólo había recibido en amor, bajo el toldo de zaraza colorada de su talanquera, a muy pocos hombres además del suyo propio, Baldomero Viejó, "que se la sacó niña".

Cuando Chumbote ajustó diez años, su padre se lo regaló al patrón Pinto para que lo tuviera de sirviente en la casa de Guayaquil.

Doña Feliciana lo recibió con una sonrisa que —hablando en oro— fue la única que para él dibujó. Pero, así que le oyó decir que se llamaba Federico, la sonrisa se convirtió en mueca.

—¡Cómo, atrevido! ¡Federico! ¿No sabes que ese es el nombre del señor?

El pobre muchacho, todo amohinado y temeroso, hubo de convenir en que había mentido y en que no se llamaba Federico, sino Chumbote a secas.

Para sus adentros, añadió algo más, que su carita atezada no reveló.

Fue un mal comienzo. Doña Feliciana armó un lío horroroso con lo del nombre del chico.

—¡Federico! ¡Como tú! ¡Nada menos que como tú! —increpó al marido cuando éste llegó para la merienda—. A lo mejor es hijo tuyo... Sí; hijo tuyo, sin duda... Un hijo que le habrás hecho a alguna de esas montuvias volantusas de la hacienda, y que ahora tienes el atrevimiento, osadía espantosa de traerlo a tu casa, ¡a tu hogar que es sagrado!, para que se hombree de igual a igual con tu otro hijo, con el legítimo, con el verdadero, ¡con el de mis entrañas! ¡Canalla!

Se lanzó a la cara de su marido, y lo arañó con sus uñas filudas de gata, con sus uñas que eran la única característica que la diferenciaba de las grasosas chanchas. La acogotó luego un llanto en Mi sostenido.

Después de esta escena, don Federico Pinto comprendió que para que su mujer se convenciera de que Chumbote no era "su sangre", lo más consejado resultaba tratarlo como a un perro odioso. Esa misma noche lo apaleó. Un nimio pretexto bastó para la pisa.

Cuando doña Feliciana oyó aullar al chico, se refociló beatíficamente.

Le pareció fundamentalmente bien; pero guardó silencio. Un silencio de diosa propiciada. Y hasta esbozó un gesto de incredulidad que vio y entendió su marido.

En lo sucesivo, don Federico le pegó más de firme al muchacho. Repugnábale esto un poco. Mas, estimaba que la paz conyugal estaba por sobre todo.

Doña Feliciana colaboró con su marido en lo de las palizas. El niño Jacinto —que era un badulacón engreído y afeminado— secundó a sus papás.

Y éste le hizo algo peor. Con ejemplo le enseñó a masturbarse.

De vivir en la hacienda, a Chumbote no se le habrían ocurrido jamás esas porquerías. Los pobres vicios solitarios, tenebrosos y sórdidos como son, que prosperan como el moho en los rincones oscuros, no alientan allá, en el campo abierto. Se ahogan en el mar de sol.

Dejaba Chumbote trascurrir las horas muertas de la media tarde —entre la de fregar los platos sucios del almuerzo y la de prender la candelada del fogón para la merienda— sentado en una esquina de la azotea, al amor de la canícula, entretenido en arrancar los élitros rumorosos a los chapuletes o en organizar la marcha de las hormigas.

Pensaba... Pensaba vagamente en una multitud de cosas sin sentido preciso, no logrando jamás el concertar un razonamiento complejo. A las veces —eso sí— le obsedía el recuerdo de la hacienda, y los ojos parduzcos se le abotagaban de nostalgias inútiles.

Era entonces cuando lanzaba inopinadamente esos sus grandes gritos que hacían más creer a todos que la cabeza no le andaba bien:

—¡"Pomarrosa"! ¡"Cañafístula"! ¡"Maravilla"! ¡"Tetona"! ¡Uhj... jah... jah...! ¡Jah...!

A nadie se le ocurriera la humilde verdad.

Que Chumbote rememoraba. Que Chumbote revivía milagrosamente, en su memoria, las tardes soleadas o lluviosas de allá lejos, en el campo irrestricto, cuando, retrepado a pelo en su caballejo de color azufrado, chiquereaba el ganado de su patrón.

De oído —y lo oía siempre— doña Feliciana aparecía, látigo en mano.

—¡Animal! ¡Que no me dejas dormir la siesta!

Lo azotaba hasta que de la carne enflaquecida y angustiada de las nalgas, le brotaba la sangre, una sangre escasa y blanquecina que más parecía purulencia derramada.

Lo dejaba entonces.

Volvíase a su cuarto majestuosa, ondulante, bamboleando la grasa rebosante en uno como ritmo de navegar en bonanza.

Rosa, la huasicama leonesa, acudía compasiva. Le bajaba al flagelado los calzoncitos de sempiterno azul, cuya tela se adhería a los surcos largos de los latigazos, y le refregaba un poco de agua con sal. Cuando podía robarlo sin peligro, le ponía vinagre del de la despensa.

—¡Vida mía, me lo ha puesto hecho un Ecce Homo!

Con su compasión, la huasicama le hacía a Chumbote un mal antes que un bien. Entre el dolor agudo y picante de los azotes y la proximidad de la muchachota blanca, de carnes duras, cuyo profundo olor a mugre y a feminidad se le metía en las narices, revolvíasele a Chumbote las ansias. Y, en quedándose solo, encerrábase en el retrete a violentar sacrificios onanistas, con la imaginación llena de la Rosa.

Y era así, casi sin variación, el programa de cada día...

Como de costumbre, una tarde —las cuatro serían, y aún no había vuelto de la escuela el niño Jacinto—, Chumbote distraía sus cortos ocios en la azotea.

Jugaba ahora con "Toribio", el enorme angora de doña Feliciana, que se había escapado quién sabe cómo de las tibias y mantecosas ternuras de su ama.

Corría Chumbote tras él, hostigándolo con un palo.

—¡Mishu, niño Toribio!

Porque, conforme a la orden de doña Feliciana, el gatazo participaba del respetuoso tratamiento debido a los patrones.

—¡Zape, niño Toribio!

De improviso, la bestezuela, que trataba de refugiarse en una esquina, pisó una tabla que estaba desclavada —lo que había ignorado Chumbote— y que jugaba sobre la cuerda de mangle con un movimiento de báscula, como en la distracción infantil del guinguilingongo. Dejaba la tabla, al moverse, al descubierto un hueco por el que fácilmente habría pasado un cuerpo humano. Además, ese rincón de la azotea, destinado a sostener los tiestos de flores de doña Feliciana, estaba casi podrido con el agua de los riegos diarios.

Hubo de auxiliar Chumbote al "niño Toribio" para evitar que descendiera violentamente al patio. Y quedóse quietecito, mientras el gato huía.

Pero, con los correteos habíase armado estrépito; y, como siempre, doña Feliciana apareció látigo en mano.

—¿Qué bulla es ésta? ¡Ah, infame, no respetas el sueño de tu patrona!

Alzó el brazo armado de la beta.

—¡Vas a ver!

Descargó el primer latigazo.

Fue tan grande el dolor, que Chumbote —por la primera vez desde que servía en la casa— pretendió hurtar su cuerpecillo del tormento, y corrió.

Mientras corría recibió el segundo latigazo.

Entonces —sólo entonces— pensó rápidamente en la venganza. Todo el odio que había acumulado calladamente, ignorándolo él mismo, reventó en explosión inusitada.

—¡Pipona maldita! —masculló.

Dio un gran salto agilísimo y fue a pararse en la esquina de las siembras, salvando la tabla movediza.

—¡Ah, criminal, cómo pisoteas mis flores!

Arrimado a la cerca de la azotea, en la actitud de una fierecilla acorralada, Chumbote esperó.

Sabía lo que iba a suceder. Lo que sucedió, en efecto.

Doña Feliciana intentó aproximársele cuan velozmente pudo, haciendo pesar toda su grasa sobre las maderas podridas, asentando justamente el pie sobre la tabla movediza que al punto jugó en su balance...

Fue un instante.

Se hundió como en un lodazal. Apenas si su diestra pretendió agarrarse a una cuerda carcomida que le negó apoyo.

Chumbote reaccionó vivamente.

—¡Rosa! ¡Rosa! ¡Se ha caído la niña! ¡Yo no tengo la culpa!

Nadie le respondió. Sin duda, la Rosa habría salido de compras. Era la hora, y la casa estaría solitaria.

Chumbote no atinaba qué hacer.

Se asomó al hueco que dejara el paso del cuerpo de su ama.

—¡Niña! ¡Niñita!

Estaba doña Feliciana tendida allá abajo, en el patio... Había caído sobre un montón de piedras de aristas finas. Estaría muerta, quizás. Acaso, no. Chumbote no entendía de eso. Aguzando el oído, alcanzó a percibir uno como quejumbroso gruñido que salía de la garganta de la patrona.

Se le habían alzado a doña Feliciana, en el descenso, las polleras, y mostraba al aire los muslos ampulosos, blanco-azulados, de un obsceno color leche con agua.

No pudo resistir Chumbote ese espectáculo.

Sin quitar la mirada de los muslos de su patrona, sentado ahí al borde del hueco, comenzó una nueva masturbación, que venía a ser la cuarta en ese día.

Maruja: rosa, fruta, canción...

A Abel Romeo Castillo y Castillo.

1

—Es una abusión de la gente de la orilla, sólo.

—Pero, dicen...

—Abusión, comadre.

—....de que cuando er chapulete ta colorao y bastantote, tetea er camarón.

—Ojalá.

—Pero er veranillo lo que lo trae es er chapulete.

—Farta un bajío.

—Ya sé.

—No sabe.

—Pa coger camarón.

—Claro. No iba a ser pa coger pluma e garza..

—No digo eso.

—¿Qué, entonce?

—Pa cogesle camarón a Maruja, pué.

—Sirve usté pa bruja, comadre.

—Meno... No iba a ser pa su joven,mi comadre... la pobre.

—Humm...

—Sí, compadre. El hombre es candir pa juera. Se consigue mujer pa que le para.

—¡Comadre!

—No se me ofienda. Digo, nomá.

—E que vamo ar dicho.

—¿Negará, compadre?

—¿Er qué?

—Er que dende que vino la Maruja de Guayaquil, la orilla ta revuerta mismamente que pa aguaje. Toda la hombrada anda como cubos de casa tumbada. ¡Caray! Y no hay pa tanto, pué... De haber habemo mujere aquí, en frente y en la Boca... No lo digo por mí... ¡Pero, es gana nomá de albórotalse, ustede!

—El hombre es como er ganao, que le gusta cambiar de manga.

—¡Sinvergüenza!

Pero, había que irse.

Porque el agua zangoloteaba la canoa como si quisiera desamarrarla. ¡Puta, y qué olorsazo a lagarto! En el aire...

Lagartos de Capones: el viento trae vuestra hediondez amenazadora desde tan lejos como estáis, —fieros, terribles, cebados lagartos de Capones...

2

Maruja: rosa, fruta, canción...

Yo soy “ciudadano” como tú, Maruja. Mi amigo Héctor, también lo es. Sabemos —él y yo— cómo se anda en las tardes de domingo, por el bulevar de Octubre. Y, sin embargo...

Maruja: rosa...

Naciste en los suburbios porteños del oeste, en tierra regada con agua salada de mar y abonada con abono cholo. No tienes —gracias a Dios— mezcla blanca, fina sangre colonche. Aún eres botón a medio abrir. Botón de rosa que marchitará este sol de castigo, quizás antes de que llegue a plenitud. Pero, no importa; porque tienes ya prestigios de rosa. Hueles hondamente a no sé qué. Acaso, tu olor podría llamarse, simplemente, olor de feminidad criolla. Bailando contigo, percibiendo el vaho tibio de tu axila, he comprendido un poco las nobilísimas narices de las damas de Bizancio, que gustaban del almizcle.

Maruja: fruta...

Tu carne, cuyo color oscila entre el café-canela y el mamey-achiote, ha de ser dura y unánime, como la almendra del coco jecho. Cierta vez, a la presión de mis dedos, la carne de tu brazo trinó como si muy adentro se quebraran minúsculos cristales; tal sucede, al calor de la mano, en los trozos del azufre nativo.

Ha de sentirse, al morderte, la misma impresión de que se destempla el cordaje de los dientes, que se siente al morder la púlpula ácida de la grosella. Mas, tu sabor será agridulce, como el de la ciruela cerrera.

Maruja: canción...

Te he oído hablar, Maruja, y tu voz ha cantado a mi oído una canción. O quizás fue que el timbre de tu voz despertó el eco dormido de una canción que yo guardaba ancestralmente olvidada. No sé porqué, —no obstante que tú eres vida, y alegría por eso,— como un halo inconsútil que te rodeara —y que sólo yo veo— flota tristeza en torno de tí. Una dulce tristeza rara, de ésas que únicamente una historia vieja de siglos puede legar. Pero, cuando ríen tus dientes con esa clara risa que sólo he visto en tí y en ciertos niños felices, se olvida uno de todo, hasta de que eres en la vida tan poquita cosa, Maruja: rosa, fruta, canción...

3

—Esta, tarde bailaremos.

—Y esta noche.

—¿Dónde?

—Porque los blanco han venido ha divertilse.

—Quema el aire.

—Pero, la hedentina a lagarto ha desaparecido.

—Bailaremos... ¿en?

—En casa de Tutivén, pues.

—¡Ah!, con Maruja.

—¿Tutivén es peón?

—No; sembrador.

—Aparcero.

Sobre el agua tranquila, la canoa deslizaba su panza lisa de vaca ahogada. Estaba la luna en el cielo. Pero, bajo la luz maravillosa, —luar de invierno,— nosotros, ¡pobres de nosotros!, íbamos a oscuras.

—Hacen falta faroles.

—Hay de venta en Bellavista. Tres cincuenta el litro.

—Un farol caro.

—¡Ah, pero qué bien alumbra! A lo Diamond.

—Vamos.

—Para abajo, nos chorrearemos con el favor. Para la casa de Tuti, la contra.

—Se hará más lejos.

He aquí una cosa que yo no sabía. La contra acrece la distancia. Más lejos...

4

Yo no había visto morir a un hombre.

Un hombre que se muere, es como un barco que se va; y, yo he rehuído siempre el espectáculo de los puertos a la hora de la zarpada.

Pero......¡qué bella esa canción!

El bordoneo de las guitarras me golpea en el alma. He querido llorar, y no he podido... porque no tenía qué llorar. Entonces he recordado un viejo amor mío perdido... y he llorado por ese amor.


Amor que se me fue,
no volverá, de nuevo...


Pasillo horro de técnica, es preciso escucharte para comprender tu belleza triste de canto criollo. Dicen buen decir cuando dicen: la tristeza, mal americano.

Luego he reído un poco más estúpidamente que cuando lloré.

Me han dicho:

—Tu juma, Arturo, es juma llorona, juma de indio.

Fué entonces que reí —para desmentirles—. Y he esgrimido mi protesta:

—Pero, yo no soy indio. Las narices del indio, no perciben al lagarto lejano... y hasta acá me llega vuestro nauseabundo hedor de amenaza, lagartos de Capones...

5

Puesto que yo lo maté, he tenido que ver morir a este hombre.

Lo maté un poco, porque lo matamos entre todos.

Este hombre amaba a Maruja. Y nosotros sé la arrebatamos.

Dividimos en pedacitos el corazón de la muchacha, uno para cada uno, en la farra alegre de la casa de don Tuti. Y él lo había querido entero.

Se fué...

Era mucho más de media noche cuando se fué. En su canoíta de inverosímil pequenez —que mas parecía ún doznajo para cerdos,— partió aguas arriba, cantando.

Iba cantando para no llorar. Pero, lloraba en su canción.

Al despedirse, dijo:

—Adiós, don Tutivén.

Pero, debía regresar.

Volvió a la madrugada.

Primero, llegó su quejido cansado y débil de desangre. Después, reptando como una culebra, llegó él; es decir, todo lo que quedaba de él.

Bajamos con luces. Era un cuadro horripilante. Tenía una pierna menos, seccionado el muslo en el tercio superior, cerca de los glúteos, y sangraba copiosamente. Jamás nos explicamos cómo pudo llegar arrastrándose.

Nos miraba con ojos humildes y clamorosos de perro envenenado, en los que había, sin embargo, para todo y para todos, un callado perdón.

A su generosidad póstuma, correspondimos adivinando lo que nos quería decir... Un colazo de lagarto le volteó la canoíta, y cayó al agua. Cerca de la orilla, se agarró desesperadamente al barranco; pero, un tapazo del saúrio le llevó una pierna antes de que alcanzara a ponerse completamente fuera del agua. A rastras había venido... porque quería morir entre sus hermanos hombres. Comprendimos su anhelo: ver a Maruja.

Subimos a despertarla; pero, estaba tan borracha de sueño y de aguardiente que sólo gruñidos porcinos obtuvimos como respuesta a los pellizcos.

—Maruja duerme. Despertará al amanecer.

El no podía esperar —crepúsculo de vida— al crepúsculo de la mañana.

Cerró los ojos apretadamente (sin duda para ver cómo se moría, porque después los abrió, claros y acuosos), y en seguida murió.

Comentó una vieja, la mujer de don Tuti:

—¡Desgraciao! Er trabajo que tendrá para encontrar sus hueso er día que suene la Trompa...

Pasó por nuestras imaginaciones una escena del Juicio Final, más escalofriante aún que las del cuadro famoso del Michelangelo: este hombre buscando su pierna devorada en las aguas turbias del gran río.

—Sería injusto eso. Alguien la encontrará por él.

—Sólo un angelito, niño, podría ser.

—Uno le tiene Maruja.

—¡Maruja! ¿Pero, es posible? ¿Maruja?

—Sí, niño; ¿no sabía? Él la empreñó. Es que se faja ella; pero, botará el chico pa salidas de agua.

6

Ahora que sé que hay en tí una mujer que va ser madre, es decir, santamente dos veces mujer; eres para mí más lo que eres, Maruja: rosa, fruta, canción.

Héctor me ha dicho:

—Para que el hijo pueda buscarle la pierna al padre, es preciso que muera ángel, ¿verdad?

—Sí.

—O sea, que muera apoco de bautizado.

He comprendido. Pero, Héctor estaba borracho, y no valía la pena de atenderlo.

Con todo, temo algo tenebroso de estas viejas ignaras y supersticiosas.

Pero, no. Tú no lo consentirías, Maruja. Que se las arregle el padre como pueda en la hora del Juicio. No valdrá su dolor de para entonces, la vida del hijo.

Serás tú una buena madrecita, Maruja. Dejarás de ser rosa; dejarás de ser fruta; nadie impedirá que sigas siendo una canción...

Para tu hijito que —según está calculado por la ciencia paisana— nacerá para salidas de aguas, serás una dulcísima canción: una canción de cuna.

El Desertor

Sol en el orto. Bellos tintes —ocre, mora, púrpura, cobalto,— ostentaba el cielo la mañana aquella. Y en medio de la pandemoniaca mezcla de colores, la bola roja del sol era como coágulo de sangre sobre carne lacerada.

La peonada se encaminaba a la labor, madrugadora y diligente. Eran quince los peones: encanecidos unos en el mismo trabajo rudo y anónimo; nuevos, otros, retoños del gran árbol secular que nutría de luengos tiempos a los dueños. Adelante, guía de la marcha, iba Prieto, el teniente.

¡Cuánta envidia causaba Prieto a los compañeros noveles! Veían en él al hombre afortunado, protegido de quién sabía cuál santo patrono, que se alzó desde la nada común hasta la cúspide de un grado militar: ¡Teniente!

—¡Mi tiniente! —decíanle a cada paso con unciosa reverencia, opino si se tratase de una majestad—. ¡Mi tiniente!

El lugar del trabajo —un potrero en resiembra—, caía lejos. Prieto avivaba con sus voces el andar cansino de los peones.

—¡Apurarse, pué! Nos va a cantar la pacharaca, de no.

Había un rebelde: Benito González. Se retrasaba siempre.

—Ya voy, tiniente. Un ratito no má. Es que la ñata me ha llamao.

El guía habíase encariñado con Benito. Era hasta su pariente. Pero, Prieto no sabía qué a ciencia cierta; porque, la verdad, no era precisamente su fuerte aquello de agnados y cognados.

En gracia al parentesco le guardaba a Benito más consideraciones. A los otros hubiérales soltado, acto seguido, una chabacanada; a él, lo aconsejaba.

—¡Apúrate, Benito! Deja la hembra pa dispué. Apriende de mí, que trato a las mujeres como a las culebras; apriende. De no, lo mandan a, uno. Vos sólo estás metido onde la Carmen, y cuando te llama tenés de ir inso fasto... ¡Caray, la juventú de ahora! En mi tiempo la mujer era pa un rato, y dispué... ¡a gozar uno, a diveltirse por otro lao! Vos, no: como er cuchucho. Ni trabajar podés. ¿O es que querés quedarte así pa siempre, con la mesma paga?

Benito humillaba la vista, y echaba adelante. Suspiros entrecortados escapabánsele luego, y maldecía por lo bajo del guía, de los compañeros, del trabajo, de la vida dura.

¿Que él no tenía ideales?; ¿que no aspiraba nada más que a peón? Muy engañado, su pariente. A los dieciocho años, ¿cuál que no tenga siquiera ilusiones? Benito anhelaba superarse en lo futuro, ser “otra cosa”, sobresalir. Y si hasta entonces no lo había procurado, era por ella, por la ñata Carmen.

Porque para dar cima a su sueño, precisaba alejarse de la amada, y eso él no podía hacerlo. Hubiera deseado olvidarla, aventar al aire su recuerdo como cenizas, como vedijas ingrávidas; hubiera deseado... y ni lograba positivamente desearlo.

Resignado, se sometió al trabajo embrutecedor de la hacienda. Le pareció lo mejor por de pronto... Más tarde... ¡ah!, más tarde...

Benito había concretado su ejemplo a seguir en un hombre: Prieto, el teniente. ¡Ser como Prieto, acaso más que Prieto! Y soñaba: triunfante la revolución —aquella que lo hubiese contado en sus filas—, volvería jinete en recio potro maneador, terciada la Winchester infallable, y el amplio jipi con cinta tricolor llevado a la bandolera. Entonces, don Carlos, el padre de la ñata, no advertiría que era poseedor de ocho vacas paridoras, mientras que el padre de Benito sólo tenía dos; y Carmen —su Carmen— que aún así pobre parecía quererle, lo recibiría toda llena de amorosa confusión, estremecida y ruborosa.

Sueños. La realidad era muy distinta.

A intervalos, seguía sonando la voz del guía:

—¡Breve, que se hace tarde!

El camino atravesaba ilimitados sartenejales. En la todavía lejana meta —el potrero a resembrar,— esperaba el pesado espeque y las plantas sacadas fuera, que languidecían por tornar presto al seno maternal de la tierra.


* * *


¡La revuelta! Allá lejos, tierra adentro, se había “levantado” el comandante Ruiz, el Negro, a la cabeza de un centenar de jinetes, peones casi todos de los fundos aledaños.

—¡Mardito sea er gobiesno, caray, que roba ar pueblo y lo exprime! —dijo Prieto al enterarse de la para él buena nueva—. Gracia que todavía hay hombres como el negro Ruiz que se amarran los pantalones a la centura, que de no....

Y añadió, nostalgioso:

—¡En mi tiempo...!

Como si quisiera justificarse, agregó:

—Ahora ya no puedo; estoy baldao: este brazo que se me encoge... Pero quedan los mozos. Como un solo hombre debían d’irse, en masa.

Su mirada se fijó, larga y dulce, en Benito que agrandaba un surco con el espeque:

—Vos, cholo, ¿vas u no?

Benito respondió secamente:

—Voy.

—¿De de veras?

—De de veras. Mañana mesmo: en canoa.

—Ta bien; vos eres hombre, pué.

Conforme a lo dicho, al día siguiente, hacia la madrugada, Benito aparejó su canoíta. y se preparo a remontar la corriente de Río Chico, un estero poco profundo que se adentraba muy lejos a través de las haciendas.

—Hasta Cocha te podés ir por agua; dende Cocha, por tierra, hasta las Cruces. Allí está Ruiz. Si no lo encontráis, pregunta; cualquierita te da razón.

—Ta bien, tiniente.

—Y que cuando güervas, si güerves, que seas también tinieute vos. U más: general... capitán...

Al observar la inocultable melancolía del recluta, Prieto inquirió:

—¿Tenes pena?

La respuesta se negaba.

—¿Tenes pena?

Al fin contestó Benito:

—¡Claro, pué! ¿No ve que la dejo a ella?

—¡Bay, flojo! A la güerta, la cogés pa ti, pa siempre.

—¿Y si no güervo?

—Er muerto no siente.

—Pero...

—¿Qué? ¿Te dispediste ya?

—Anoche.

—¿Y?

—Se engringólo, pué... Que porqué me iba; que no la quiero; que se desquitará.

—Deja no má que diga. Dispué le pasa.

—¿Le pasará?

—Seguro; las mujeres son como la luna: tienen menguantes y crecientes. No hay qué hacerles caso, pué. Ahora, ándate ya.

Llegada a su limite la vaciante, á poco voltearía la marea. Era el momento propicio a la salida.

—Tarás en Cocha con la repunta. ¡Larga!

La canoíta parecía inquieta, como si deseara aventurarse pronto por entre las dificultades del riachuelo; Sirviéndose del canalete, Benito la separó del barranco.

—¡Adiós, pué!

—¡Adiós!

Erguido, con un pié en la borda y el otro en el fondo de la embarcación, Benito comenzó a bogar pausadamente. Desnudo de cintura arriba, su torso parecía el del discóbolo de Mirone.

La canoa, mal dirigida, zigzageaba.

—¿Qué pasa, hombre? Popea bien. ¿O es que estás camaroneando? Sorbe un trago de agua pa que te pase er susto.

Benito volvió el rostro.

—No es miedo. ¡Es que tengo pena, tiniente; es que tengo pena!

El curso del estero torcía bruscamente. La frondosidad de los porotillos orilleros interceptaban las miradas.

—¡Adiós!

Esplendía ya el sol en el cielo.

Prieto decidió el regreso; se aproximaba la hora de trabajar, de “ganarse er día”.

Pensó en su pariente.

—¡Pobre! —se dijo—. Va triste, y a los tristes busca la bala...


* * *


Seis meses duraba ya la revuelta.

Iniciado en oculto rincón de la montaña, el incendio envolvía ahora en sus llamas a todo el país: desde las tierras bajas y calientes hasta las altas tierras frías, quizá hasta las selvas inholladas de allende la cordillera oriental de los Andes.

Y, como siempre sucede, gentes anónimas, amparándose hipócritamente tras el estandarte de la rebelión política, asolaban los campos.

¡La montonera! ¡El miedo inmenso a los montoneros que suelen tornarse en pesadilla de los hacendados y horror de las vírgenes! Y luego, para colmo, “la remonta”, saqueo oficial, y el robo descarado.

Seis meses de tal vida dejaron exhaustos los ánimos. Nadie quería sembrar los campos, temiendo imposible destrozo; nadie, tampoco, tenía voluntad para hacerlo: una enorme fatiga —esa fatiga que al fin produce la continuada tensión nerviosa,— pesaba, sobre los seres. Hasta los más entusiastas por la lucha, los que más de cerca seguían sus incidentes, deseaban ya la paz fecunda y bienhechora.

—¡Caray, que gane arguno! Cuarquiera. Lo mesmo da.

—Lo mesmo. En arribándose, se orvidan de lo que ofrecieron.

Hacía mucho tiempo que los hombres de los campos habíanse convencido de esta cruel verdad de la política paisana: un jefe de partido les prometía encantados paraísos; los enganchaba en sus filas; aprovechábase del tesoro de sus arrestos y su sangre; triunfaba .... ; y, luego, ellos, los vencedores de veras, a curar sus heridas, a explotar la caridad extraña, con la exhibición de sus lástimas físicas, a vegetar de nuevo —en las rústicas soledades— rumiando recuerdos...

Esto era lo cierto. Precisaba resignarse a cómo se brindaba la vida.

Además, ¿no conseguían, y esto todos, tener, al principio, una gigantesca fuerza de ilusión, de esperanza en lo porvenir, que los elevaba de largos codos sobre el nivel común? Siquiera en algo, pues, se recompensaban sus martirios y sacrificios. ¿Para qué pedir más si no era logradero?

¡Seis meses! Ríos de sangre corrieron; colinas hubiéranse podido levantar con los cadáveres. Y esto, ¿con qué objeto? Con uno solo, acaso: que en los decretos ejecutivos, inconsultos cuando no innecesarios, una firma sustituyera a otra.

¡Un nombre! Por un nombre, cuando no es un símbolo, aunque se lo quiera presentar como tal, no se debe luchar...

Durante su prolongada ausencia, apenas si se tuvieron en la hacienda noticias de Benito. Súpose por un diario de fecha atrasada, que estaba herido de gravedad en un muslo —fractura del fémur, rezaba el dato;— luego, que había sanado, que reingresaba en las filas revolucionarias con un ascenso.

—Ya es teniente ¿no ven? —dijo entonces Prieto a los peones—. Y los de acá, flojos, pollerudos, que no quisieron d’ir...

Gervasio, uno de los trabajadores, sonrió con malicia.

—Mejor hace si se queda.

El guía, amargamente, sonrió también.

—Vos sabes porqué decís eso, pué. Tenés razón.

Y masculló palabras incoherentes, amenazas, insultos.

Sí; tenía razón Gervasio. Mejor hubiera hecho Benito en quedarse.

Él, presente, habría servido de muralla defensora a Carmen contra su propia debilidad de mujer.

—Si está aquí, no cae ella como cayó...

—¡Claro! O a lo meno...

Prieto intentó averiguar detalles:

—Dicen que la ñata no quería; que Goyo abusó por la juerza....

—Verdá; yo mesmo lo vide. Tábamo en una tambarria onde er viejo Caslo. Usté sabe cómo son los bailes pal santo del viejo: ocho días. Y entonces jué que aconteció. Ella no quería; la ajumamo.

—¿Vos ayudaste?

—Como soy interesao con Goyo...

—Por la ñaña, ¿no? ¿Le hacés er cuco?

Por las mejillas moreno-ceniza de Gervasio, pasó algo que quiso ser rubor.

—Sí —confesó.

Prieto adoptó aires de juez:

—¿Benito no era amigo de vos?

— Verdá. Pero como estaba ausentao... Goyo era amigo de ér, también.

En los dientes apretados del guía se detuvo el calificativo que iba a escupir al rostro a Gervasio.

—¡Rocen más ese lao! —ordenó a los peones, por variar de asunto—. Quedan sus yerbas.


* * *


Junio. Día de sol. Amalgama de oro con estrías azules —desgarramientos de añil,— era el aire.

Hacia las once sonó la campana grande de la hacienda.

—¡La llamadora! ¡A comer, pué!

Todos los trabajadores, poco a poco, fuéronse llegando a la casa del patrón, quien —conforme a la Añeja costumbre— dábales, además de la paga, el yantar.

Los primeros en acudir fueron los de los distantes potreros de tierra adentro, que abandonaban su labor antes de la hora; luego, los que trabajaban en sembríos de la orilla, más próximos a la casa.

Los últimos trajeron la noticia:

—Dicen pué, yo no lo hey vido, que Benito ha llegao.

—¿Que ha llegao?

—Sí; de mañanita, a caballo.

—¿Er patrón sabe?

—No; Benito ta escondido; ha venido desertao.

A Prieto lo trastornó la noticia. Rechazó la comida y apresuradamente se trasladó a la casa de su pariente.

—¿Qué hay de verdá? —preguntó desde abajo a la madre de aquél—. Diz que ha llegao, ¿no?

—Sí; a la madrugada. Pero no quiere que lo vean.

—¿Por qué?

—Ha desertao.

—¿Y sabrá eso, lo de Carmen, pué?

—¡Bay! Pa eso desertó.

—¡Ta malo! Hay que hablar.

—Venga no má. Usté es de confianza

Prieto subió. En el cuarto que servía de sala, tendido en una hamaca que casi se arrastraba sobre el piso de cañas, estaba Benito.

Había ganado en estatura, según parecía, y su cuerpo había engrosado.

Cuando advirtió al guía, se incorporó.

—¡Toy fregaol-dijo a guisa de salutación-; Herido!

—¿En la piesna u aquí?

Y Prieto tocóse el costado izquierdo del pecho.

—Ha adivinao, tiniente. ¡Aquí!

—¿Y qué vas a hacer?

Benito señaló con un gesto su afilado machete curvo, que pendía de la pared. Como cediéndole al arma la palabra:

—Contesta vos, raboncito —dijo.

Prieto, comprendiendo, asintió.

—¿Cierto que tás de fuga?

—Cierto. Me escapé pa venir acá no má, a desquitarme.

Andan en mi detrás, pisándole los cascos ar caballo. Yo cogí la trocha nueva de San Juan pa que no me agarraran; pero como carculan onde estoy, no tardan en...

—Te escondés pué.

—Según. Quiero entenderme antes con Goyo: er que la hace... Dispué ¡qué importa!

La vivienda de Goyo —un ramadón miserable,— estaba situada cerca de la de Benito.

—A las doce cae Goyo a su casa, ¿no?

—De costumbre.

—Entonces, ya mesmo.

—Ya mesmo.

El guía se inquietó.

—¿La habís vido a la ñata? —preguntó.

—No, ¿pa qué?

—¿Sabes bien er caso?

—Me lo han contao. Er juó er causante: la ajumaron... ¡De no!

—Pero se va a casar.

—¿Y yo qué hago? Tié ér que pagarla antes.

—Te vas a amolar pior.

Benito sonrió con indiferencia.

—Una vez no má se muere —dijo.

Parecía como si todos en la casa se asociaran en la venganza. Fué la propia madre del desertor quien le dió el aviso:

—Ya vino er sucio ese de Goyo,

Benito se incorporó, requirió el machete y se dispuso a ir a casa de su enemigo.

Prieto, sabedor por si propio de cómo eran de tercos en sus pasiones los hombres de los campos, lo siguió en silencio; Benito iba adelante, a prisa.

Recorrieron así el corto trecho que los separaba de la casa de Goyo; pero, poco antes de llegar al pie del ramadón, el viejo teniente se detuvo.

—Yo veo de aquí, no diga que somos dos pa él solo.

El desertor avanzó. Acaso había sido advertida su llegada, porque puertas y ventanas estaban cerradas. Paróse al frente de la casa, y gritó:

—¡Goyo! ¡Goyo! ¡Sar si eres hombre! ¡Tú y yo, acá ajuera! Trae machete no má...

Adentro hubo un tumulto. Se abrió la ventana y apareció una cara simpática de mujer: aquello era un ardid.

—¿Qué se ofrece?

—¡Carmen! Benito vaciló. Honda conmoción agitólo; pero reaccionó bruscamente.

—¡Mardita sea! —vociferó— ¡Esconde la máscara vos! Con Goyo es que quiero agarrarme.

Y esgrimió, amenazador, el machete que espejeó ni sol.

Atemorizada, la mujer se retiró en seguida.

—¡Goyo, sar no má! ¡Yo solo estoy pa tí!

En aquel instante, rasgó al aire horrenda blasfemia: la había lanzado Prieto.

El desertor volvió el rostro y se dió cuenta... A tres cuadras a lo sumo, compacto grupo de soldados revolucionarios —sus propios “muchachos”— avanzaba a carrera tendida, con los fusiles listos a disparar.

—¡Escóndete, ñato! ¡Pa el río busca!

El pobre guía temblaba por su pariente. Este, al primer estímulo, intentó huir. Corrió... Luego se paró en seco y arremetió contra la entrada del ramadón.

—¡Mardita sea! ¡Goyo, sar, caray!

Quería echar abajo la puerta. Sabía que iban a apresarlo y que, de seguro, le aplicarían a su vez la “ley de fuga”, cuyo peso en tantas ocasiones hizo él sentir a los desertores y a los prisioneros; sabía esto, más no lo temía. Lo que temía, lo que lamentaba con toda su alma, era que le impedirían tomarse el desquite.

En el colmo de la desesperación, suplicó) a su rival que saliera “para matarlo”.

—¡Goyo, por Dios! Hermanito, sar no má... Dos machetazos... Hombre a hombre acá ajuera. ¡Ve que me van a coger, Goyo! ¡Sal, hermanito! Hazlo por ella, de no: ¡por la ñata Carmen!

Llegaron los soldados y se engañaron con la actitud del desertor.

El que los mandaba ordenó:

—¡Apunten!... ¡Fuego...!

Como un descuajaramiento de rocas, sonó la descarga.

—¡Raaaas!

El cuerpo de Benito, acribillado, cayó... De las heridas, la sangre aún cálida, a borbotones comenzó a manar...

Venganza

Esa madrugada, como otras tantas, Juan regresó a su humilde casuca del arrabal occidental de Guayayaquil, borracho como una cuba.

La Petra, su mujer, dormía sobre el camastro sucio, pringoso, que era la diurna habitación del marido.

Este dijo, al entrar:

—¡Ey, carajo! Ta mañaneando, y vos todavía’stás en el catre sobándote la panza. ¡Arza!

La Petra se agitó pesadamente. El enorme vientre —nueve meses de preñez— impedíale movimientos ágiles.

Algo balbuceó torpemente en la semiconsciencia del despertar.

Juan se encolerizó.

—¡Silencio!

Pero, en seguida se calmó y comenzó a acariciar a la mujer.

—¡Negrita!

Como sufriera un vago rechazo, tornó a enfurecerse.

Levantó violentamente la pierna sobre la cama y dejó caer

el pié desnudo en la barriga de la preñada.

—¡Toma, so p.....!

La grávida lanzó una suerte de gruñido hórrido, y del sueño pasó al desmayo.

Reía, ahora, el borracho.

—¡Pa que veas!

Cruzó por su mente el recuerdo de su época de futbolista, y le clareó un orgullo en el alma.

Pero ya no podía más. Se había agotado totalmente en el esfuerzo.

Se bamboleó. Vínole una náusea incontenible, y se vomitó en la cama, agarrándose a uno de los pilares, yéndose de bruces contra la Petra. Medio ahogado en el vómito, se durmió.

A poco resbaló. Y quedó en una postura incómoda, entre sentado y echado, en el suelo, con el rostro vuelto hacia lo alto, al pié de la cama...

Despertó a la media tarde.

Sentía en el rostro una mojadura viscosa y en la boca el sabor de un líquido espeso y dulzón.

Se horrorizó cuando, luego de pasarse las manos por la cara, advirtió que era sangre.

Púsose de pies.

La Petra estaba muerta. Habíase alzado la camisa en la desesperación de la agonía, sin duda; y, de éntrelas piernas, medio pendíale un despojo moraduzco, que a duras penas parecía un feto, sanguinolento, horrible. Las manos de la mujer se crispaban sobre la cabeza de la criatura, como si se hubiera empeñado espantosamente en hacerla nacer, en desgarrarla de sus pobres entrañas arruinadas. Y la cama estaba llena de sangre, no del todo coagulada todavía, que se chorreaba por las sábanas revueltas al piso...

Juan no pudo resistir. Aullando como un mono quemado, se lanzó a la calle.

Corrió.

A poco estaba a la orilla del Salado.

Se agitaba oscuramente en su cerebro, entre las brumas del alcohol, una floja idea de castigo, de desquite, de venganza... contra no sabía quién que tuviera la culpa...

Pensaba... Él había matado a su mujer, a su hijo aún no nacido. Bien; era una cobardía. Si hubiera matado de hombre a hombre, en una pelea...como a esa corbina, que él se comió en su Yaguachi natal cuando la revolución del general Montero. Pero, así, a patadas... a un par indefenso...

Él debía matarse. Era lo mejor. Frente a él las verdes aguas del Salado, le ofrecían una tumba.

Mas he aquí el contratiempo: no se ahogaría. Sabía nadar demasiado bien. En la desesperación, nadaría.

Seguía pensando.

¿Por qué había matado? Porque estuvo boracho. Pero, ¿cómo es que otros borrachos no matan?; ¿cómo era que él mismo no había matado en otras ocasiones?

Entonces, se lo ocurrió que “le habían hecho daño” para que matara, que el pulpero le había compuesto el aguardiente que había trasegado.

¡Ah, el maldito bachiche tenía la culpa, pues!

Volvió sobre sus pasos. No estaba lejos la tienda de don Pascuale.

Anduvo a prisa, casi trotando. Llegó a la tienda.

Se paró frente al mostrador.

—Oiga, don Pascuale, permítame.

—¿Qué?

—Pues, ¿no sabe?, el aguardiente que me vendió anoche, taba compuesto. Me ha alterado. Acabo de matar a mi mujer que’staba preñada, y ar chico, carajo... ¡Usted, so hijo de la p... tiene la culpa...! ¡Tome, pues!

No le dió tiempo al agredido para defenderse. Rapidímo, sacó Juan la daga del bolsillo y le dió una tremenda cuchillada al italiano en el vientre enorme, fofo, que se abrió en sangre y grasa, —como el de la difunta que, allá en su cama, en el cuartucho oscuro, estaba tendida...

La comparación se le ocurrió a Juan, que se quedó estático, mirando al pobre tendero revolverse en el suelo con la angustia de los dolores mortales...

El Sacristán

A Colón Serrano

1

Zhiquir es un anejo de indios, adherido como una mancha ocre, al contrafuerte andino.


Cuando el sacristán —o regidor— de la iglesiuca de Zhiquir, el Elías Toalombo, se largó vida afuera; lo sucedió en el ejercicio del cargo su hijo mayor, el Blas. Entre los Toalombos, la sacristianía era un privilegio hereditario.

Lo de llamarlo a esto privilegio, es duro eufemismo. Crudamente, resultaba la más pesada de las cargas que puede caer sobre las espaldas de un nieto de mitayo, y mitayo él mismo por perdurabilidad de tradición absurda. A más de evacuar las diligencias propias del cargo, el sacristán de Zhiquir había de cuidar celosamente de la cuadrita y de los animaluchos del clérigo y atender a éste en los menesteres domésticos, conforme y como fuera el mandato recio de su paternidad. Por cuanto hacía, el sacristán de Zhiquir recibía, a más de los cocachos y tirones de orejas habituales, una bendición especial para sí y los suyos allá por Pascua florida; sin contar con que, en ocasiones bastantes raras, su paternidad estaba desganado y dejaba mote sobrado en el plato y heces de aguardiente en la copa, —lo que se convertía, por un viejo derecho consuetudinario, en bienes propios del sacristán. De cometer éste alguna falta, el cura —sin perjuicio de ejercer sobre el reo la baja justicia— lo libraba al brazo secular para que ejerciera la alta. El brazo secular era —propiamente— el del teniente político.

Así, para subvenir a las necesidades personales y a las de familia, de tenerla, el sacristán de Zhiquir había de aprovechar las cortas horas libres, trabajando en algún oficio manual; el de zapatero y el de sastre, o entrambos a la vez, eran, por ello, tradicionales en los Toalombos sacristanes, Blas, el actual, era zapatero.

Cuando el viento glacial de la noche, bajando desde las lejanas cimas nevadas, se metía, por las callejuelas de Zhiquir; encontraba casi siempre a Blas Toalombo, sentado a la puerta de su huaci de tierra, alumbrándose con sus propios ojos, cuando Quilla no estaba en el cielo... remendando alguna alpargata vieja, un zapatón a veces...

Eran buenos amigos el viento frío y Blas Toalombo. Tenía también éste otros amigos: los grandes sapos chucchumamas que desde la acequia pestilente le ofrecían su música:

—¡Huarac! Tac... tac... tac...

Los agentes del teniente político —los varayos— perturbaban de vez en cuando con sus pisadas secas y autoritarias el concierto sapuno al cruzar la callejuela.

Desde su hueco del umbral, aún sabiendo que no le contestarían, Blas Toalombo rendíales humildemente su salutación:

—¡Taita Diosito le dé buenas noches a su mercé!

Ocurría alguna vez que el varayo iba de buen humor, y contestaba al indio:

—¡Buenas se las dé a tu madre, runa!

2

No estaba muy satisfecho taita curita —el padre Terencio— de su fámulo.

Blas —que, según la expresión de su paternidad, era un poco más bruto de lo que suelen serlo los indios— se emborrachaba con frecuencia, valga decir, con demasiada frecuencia; y, además, y en esto residía el pecado como en un trono —su paternidad era fiuúreador y metafórico— el Blas profesaba, ciertas ideas poco en armonía con las convenientes a un sacristán pío. Dizque en vida de su padre, el Blas anduvo por todos los anejos próximos, y hasta se susurraba que bailó en las sangrientas revueltas que ocurrieron en Pucto durante uno de los últimos y mayores levantamientos de la indiada. De sus ajetreos, el Blas había sacado una suerte de conclusión de la que ni él mismo acababa de estar seguro: que todos eran iguales, la gente de Zhacao y la gente de Zhiquir, y la de más allá... todos... Y cuando se ajumaba más de la cuenta, soltaba la cosa a boca llena, en la chingana del Purificación Rosillo —“El Trompezón”,— que se abría sobre la plazoleta única del poblado.

Sabiendo su paternidad de tales opiniones, llamaba a su sacristán.

—¡Ele, runa bestia! —decíale—. ¿Cris vos que todos dizque somos iguales? ¿Quiersde? Da pus vos firmando uficios como el teniente político a ver si te los reciben... Da pus vos sacrificando a ver si es lo miso...¿Y quiersde tenís plata vos como el Juan de Dios Quijo, que ha hecho un entierro de treinta sucres? ¡Mapa huaccha! ¿No decís vos que yo y tú y todos somos iguales?

A Blas Toalombo le caía pesado el razonamiento. No encontraba el modo de rebatirlo, ni se habría atrevido tampoco. Y le flaqueaba la convicción debilucha, no virilizada por el alcohol, “que lo hacía más hombre”.

Pero a breve andar, en la tiendita del Purificación Rosillo, con tres lapos adentro como estuviera, ya peroraba fundamentalmente: Que todos somos iguales; que él era lo mismo que el teniente político, aun cuando no firmara oficios, y que el cura, aun cuando no dijera misa... y hasta un poco más que el Juan de Dios Quijo —cañarejo peludo!— aun cuando no guardara plata enterrada... Decía, a la postre, que no tardaría en dejar Zhiquir y bajarse a las llanadas de la costa.

—¿Como tu hermano huahuíto?

Sí; como el Miguelito, que no más huambrito vendió la madre a un viajero por cuarenta sucres.

Pero, él —el Blas— no iría vendido. Solito iría... Mas que en la yunca se lo tragara vivo algún fiero animal colebra, como quizá le habría pasado al ñaño huahuíto.

Ibanle en seguida con el soplo al padre Terencio. Y el cura comprendía que algo debía hacer urgentemente para que la oveja descarriada tornara al redil del Señor. Lo que, después de todo, habría significado para taita curita, no sólo un triunfo más de la santa causa eclesiástica, sino también un considerable ahorro para el sagrado tesoro de la huaca.

Porque la mansa raza de los Toalombos, hasta en Zhiquir se está acabando; y, de largarse el Blas, no era fácil hallar otro que gratuitamente lo reemplazara en la abandonada sacristanía.

3

Dióle pié el azar —su paternidad habría dicho que la Providencia; pero, es lo cierto que la Providencia no se preocupaba para nada de Zhiquir;— dióle pié el azar a taita cura, para intentar, y creía que con éxito, la vuelta definitiva del Blas al hondo y suave seno de la Iglesia.

Chumóse el sacristán cierta tarde de sábado en la cantina del Rosillo con unos indios de Cañar, que trabajaban en las cercanías de Zhiquir. En unión de ellos, bailando al son del bombo, esperó el sol del domingo. Amanecido, fuese con los cañarejos a las eras vecinas, y en la chacra de un compadre se pasó el día bebiendo uinapu en cantidades fabulosas. Regresó a Zhiquir anochecido. Como el cielo, el Blas estaba también anochecido. El alcohol trasegado en veinticuatro horas de copeo, teníalo como loco.

Encontró vacía la chozica que habitaba con su madre.

En la puerta de la choza contigua, una longa gordota lascaba menudamente sus pulgas.

El Blas inquirió por su madre:

—¿Quiersde la doña?

La vecina se lo quedó mirando sin responder, pero cesó de rebuscarse las pulgas. Luego se puso de cuclillas, atenazada por la angustia vesical, y sin alzarse el follón comenzó a mear. Sus meados iban saliendo de entre los pliegues del guardapolvo y se extendían manchosamente por el suelo enlucido de luna.

Púsose a hipar la longa, siempre mirando al Blas. Ahora lloraba y meaba a un tiempo mismo.

—¿Quiersde la doña? —gritó Toalombo.

La vecina, sin dejar su postura, señaló a lo alto con el brazo extendido.

—Taita Diosito se la llevó...

Lloraba más fuertemente. Meaba más abundantemente. Parecía una doble pila.

En su beodez, el Blas intuyó la trascendencia del dicho de la longa. Instintivamente se encaminó a la iglesia.

Iba nauseoso, bamboleándose sobre la línea angulosa de la callejuela.

Sus amigos, los chucchumamas, desde la larca le daban la bienvenida:

—¡Huarac! Tac... tac... tac...

En el pretil de la iglesia había un corrillo numeroso: los amigos, los parientes, los curiosos: medio Zhiquir.

Al ver al Blas, empezaron a salomar en coro fuerte. Rocordáronle vagamente a Toalombo la canción de sus amigos chucchumamas cuando pedían agua a los ciclos socos.

—¡Huarac! Tac... tac... tac...

Era, pues, verdad lo que dijera la longa vecina.

El Blas preguntó, jugando sobre la vertical:

—¿Donde’stá la mamita?

4

Del interior del templo salió el padre Terencio, acatarrado de solemnidad.

—Tu mama ha muerto, Blas. Tú le has matado.

Erguíase tremendo.

—Como no dijiste anoche donde t’ibas, creió que habías fugado a la costa. Sufría del shungu la doña, y se murió aurita no más, esta tarsde, de pena...

Le gritó al Blas que lloraba agudamente:

—Tu mama ha muerto. Tú le has matado. Mañana lo entriegaré a los varayos, ¡asinino!

El sacristán se le arrojó a los pies, abrazándole las piernas sobre la sotana estrujada.

—No, taita curita... lindito... ¡perdón!

Agravósele el llanto, que degeneró en náuseas. Se vomitó, así como estaba, sobre los zapatos de su paternidad.

Su paternidad le dió una patada.

—¡Indio sucio, hijo de pampay-runa!

—¡Perdón, taita curita!

Se le alcanzó al clérigo que había sonado la hora de aprovecharse de la ocasión.

—Te perdonaré —le dijo— donde te portes bien como sacristán. Donde te portes mal, te entriego yo miso a los varayos.

—Te juro, taitita; te juro... —sollozaba el Blas.

Entre amigos y parientes, a empellones lo metieron en la iglesia.

5

La mama del Blas estaba extendida en una tabla colocada sobre dos cajones vacíos en media nave. Cuatro velas de cebo, plantadas en el suelo, elevaban hasta el cadáver una claridad mustia. Pero, no hacía falta la luz artificial. Por una claraboya practicada en el techo, penetraba un haz de rayos de luna que le daban de lleno en el rostro a la muerta. Y era como un votivo homenaje de Mama Quilla a la descendiente humildísima de los que otrora fueran sus poderosos adoradores.

Aproximóse el Blas al rudimentario catafalco. Lloró su buena media hora. Cansado, vencido por el dolor y la borrachera, se quedó dormido en el suelo, junto a uno de los cajones vacíos que servían de sostén a la tabla.

Salieron amigos y parientes. En la huaci de cualquiera de ellos armarían la zambra funeral.

El cura apagó las velas y salió tras ellos, cerrando con llave la endeble puerta de la iglesia.

Alzó el brazo en ademán de bendición sobre la madre muerta y el hijo dormido, que quedaban ahí, en la iglesia cerrada. Pero, su paternidad padecía ya de reumatismo de las extremidades. Encogiósele el brazo, y se le quedó así, formando ángulo, en un gesto vano.

Por el camino se lo fué acomodando...

6

Durante unas horas el Blas durmió tranquilamente su borrachera.

Hacia la media noche, el sueño se le plagó de fantasmas horrorosos. Se agitó todo él por defenderse de los monstruos. Y, en un movimiento brusco, se fué de nalgas contra los cajones vacíos, y la tabla con la muerta se le vino encima.

Despertó aterrorizado.

—¡La mama! ¡La mama! ¡Perdón, mamitica linda...!

Rodara el cadáver por el suelo en una postura obscena, arremangado el follón sobre las canillas despernancadas, y la blusa de zaraza retrepada sobre el pecho, dejando al descubierto las tetas fofas y flácidas de vaca vieja. A la luz de la luna, era un espectáculo como lúbrico y como trágico.

El Blas no pudo resistir. Se abalanzó contra la puerta, y dueño de una extraordinaria fuerza, hizo saltar la chapa.

Lo serenó un tanto el aire gélido de la calle. Pero, el recuerdo de la muerta le acalambró el espíritu.

Llegó al fin del pueblo y siguió corriendo por el sendero de cabras que se hundía entre los flancos de los altos cerros.

Corría, corría como si lo persiguieran. Creía sentir que detrás de él —velocísima ¡ya lo alcanzaba!— la cama enfurecida de la madre “que él había matado”... venía...

No atendía a sus amigos chucchumamas que, inquietados, le preguntaban, a dónde iba...

—¡Huarac! Tac... tac... tac...

Encontróse de repente al borde de una quebrada. Fué un instante. Quiso detenerse... Quiso avanzar... Quiso detenerse... Avanzó violentamente, como obligado por un impulso extraño.

Sacudido en el vacío, su cuerpo rebotó contra las salientes de las rocas y fue a despedazarse allá abajo, en las piedras del río profundo...

Las zorras asustadizas lo aguaitaron desde sus cuevas de los riscos rudos.

Acaso habría gritado, en el horror de la caída; pero, el gran rumor bronco del río, que sonaba como un inmenso órgano desconcertado, ahogaría tan profundamente su grito, que ni siquiera el oído finísimo de las zorras de largos rabos de plumero, pudo percibirlo...

Nota para el lector extranjero

Para la mejor inteligencia de la lectura doy a continuación la significación de las palabras quechuas (cañaris, no explicadas en el texto; tomando la acepción en que

van empleadas, de la magnífica obra del doctor Octavio Cordero Palacios,—“El Quechua y el Cañan”,—Cuenca del Ecuador, 1924. Doy, también, la significación de algunos otros vocablos que, no siendo propiamente castellanos, quechuas o cañaris, sino más bien corrupción de algunos pertenecientes a esas lenguas, y concretamente hoy ecuatorianismos,— requieren indispensableinente para el lector extranjero, una explicación, siquiera breve.

Para la facilidad de la consulta, van. las palabras en el orden en que figuran en el texto de la narración.


HUACI.—Casa.

QUILLA.—La luna.

RUNA.—Gente. Propiamente, el indio.

CHINGANA.—Taberna.

ELE.—Exclamación. Posiblemente, corrupción del “hele ahí”, o del “hele”, simplemente, castellano.

QUIERSDE.—Dónde. Cuándo.

MAPA.—Inútil. Falso. Inservible.

HUACCHA.-Pobre. Horro.

HUAHUA.—En el quechua antiguo —en el del Inca Garcilaso de la Vega.— “hijo, pero solo respecto de la madre”. Hoy se llama así (el o la huahua) a la criatura pequeña, sin distinción de sexo.

HUAMBRA.—En el cañari antiguo, niño o muchacho. Generalizado, ahora, para entrambos sexos.

YUNCA.—Tierra caliente. La costa.

ÑAÑO.—Hermano. En el viejo quechua sólo existía ñaña, hermana, pero sólo respecto de la hermana. Por extensión, hoy se aplica al hermano o a la hermana.

HUACA.—Va empleada en su acepción de iglesia. Tiene muchas otras.

UINAPU.—“Brevaje hecho de sora o jora”. “Hacése un brevaje fortísimo que embriaga repentinamente; llámanle uinapu.” (G. de la V.)

LONGA.—Llámase así a la india, a la mestiza.

DOÑA.—Tratamiento que se da a la longa.

FOLLON.—Falda de bayeta que usan las mujeres plebeyas de las serranías andinas.

LARCA.—Acequia.

SHUNGU.—Corazón.

PAMPAY-RUNA.—Prostituta. Literalmente: gente de campo y plaza.

CHUCHAQUE.—El estado que sigue a la alcoholización aguda.

CAMA.—Alma. Anima.

ZORRA.—El animal de que aquí se trata es el canis azarae que vive en las regiones americanas, del Ecuador a la Patagonia, hasta en las alturas andinas de 4.000 metros.


Publicado el 25 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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