Sangre Expiatoria

José de la Cuadra


Cuento



I

La covacha pajiza se recostaba sobre la carretera, frente al río. El río era estrecho, pedregoso, todavía de cauce serrano. No tenía denominación fija; lo cual constituía una comodidad, pues cada propietario ribereño lo bautizaba conforme le venía en gana, y generalmente con el nombre de su fundo.

La covacha servía de paradero y hostal.

Su dueña, ña Macaria, era una negra guapetona y varonil, maciza de carnes y de líneas rotundas, quien entre los comarcanos gozaba fama de anafrodita. Según unos padecía de epilepsia. Según otros, estaba hechizada. Lo cierto es que sufría ataques espantosos, durante los cuales corría riesgo grave de morirse.

Ña Macaria conocía el peligro de su vida, y acaso esto le daba uno como desapego y ajenamiento de todo, que la hacían generosa y poco afecta a la ganancia material.

Rodeábala por ello una nutrida corte de paniaguados que la explotaban a su antojo y aun la gobernaban. Estos sujetos le atiborraban el cerebro de absurdos y le socaliñaban los dineros, so pretexto de curarla.

Ña Macaria no ofrecía resistencia. Era una presa mansa. Sin embargo, en ocasiones se rebelaba.

Gustaba de ser tratada consideradamente; como ella decía, que se guardaran las distancias.

Puntillosa en esto, consentía en lo demás.

Su mesa era apetecible. Poníanse a ella platos suculentos, confeccionados al estilo paisano, a base de carne, pescado y plátano. La leche circulaba a jarras. Las frutas se amontonaban en cerrillos pomposos.

De los huéspedes y comensales apenas si algunos eran de paga. La mayoría disfrutaba los beneficios gratuitamente.

La covacha era amplia. A su delantera tenía una galería larga que miraba al río y al camino. Sobre ella se abrían las habitaciones. Detrás quedaban la cocina enorme, los corrales y los potreros.

Un apretado bosque de árboles frutales circundaba el edificio, dejándolo al centro de una mancha sombrosa, donde el aire estaba embalsamado con sabrosos aromas vegetales.

La finca se llamaba «El Paraíso».

La verdad es que lo parecía un poco.

II

A media tarde llegó Juan Quishpe con la recua de mulas cargueras.

Estaba el mocetón cansado, más que las bestias.

Sentía calor. Se asfixiaba en el aire espeso, asoleado.

Ahora suspiraba por el páramo alto y frío, donde los vientos intensos le cortaban la tez como cristales menuditos. Añoraba los cerros difíciles, de empinados senderos, en que cada paso es un prodigio de equilibrio.

Acá era senda llana, ancha, segura... Pero no podía respirar... Cada bocanada que se metía pecho adentro era lo mismo que un trago de agua hirviendo.

Sudaba incontenidamente. Su cuerpo se encharcaba en un liquido tibio, denso, que ni siquiera refrescaba.

Las mulas también... Relucían sus pieles mojadas en sudor, brillosas y empapadas...

Juan Quishpe las observaba andar... Habían como perdido su compás de marcha. Iban ligerito, resonando los cascos. Se paraban bruscamente. Luego tornaban a un trote sacudido. Daban trompicones. Se caían. Se levantaban. Desatinábanse en el terreno liso.

El guía lo había dejado a Juan Quishpe millas atrás, indicándole la ruta inconfundible: recto, todo recto, yendo sobre el derrubio, sin perder de vista el agua.

Hasta que había llegado.

A la media tarde...

Saludó con la fórmula consabida de la serranía:

—¡Ave María Purísima!

Y esperó en vano la respuesta usual:

«Sin pecado concebida.»

Nadie contestó su salutación.

Sin embargo, había dos hombres ahí, sentados en un banco de la galería, bajo la sombra de la ramada; y adentro, en el interior de la covacha, se advertía laborioso trajín de mujeres.

Juan Quishpe contempló a los hombres silenciosos. Eran dos montuvios ancianos, envueltos en ponchos opacos, que a su vez lo miraron sin interés, como quien ve correr el río plácido.

Uno de ellos inquirió al fin:

—¿Qué hay?

El acento era cordial, con un mínimo tonillo de burla, no obstante.

Juan Quishpe se descubrió e inició una reverencia.

—¿Aquí es la posada de ña Macaria Pono?

El viejo que habló al principio repuso afirmativamente:

—¡Ahá!

Y el que había permanecido callado rompió su silencio con la pregunta del otro:

—¿Qué hay?

Insistió:

—¿Qué hay, guagua?

Se le ocurriría haber dicho un chiste extraordinario, porque se echó a reír copiosamente.

Juan Quishpe explicó... Venía de lejos. Desde esos cerros que se esfumaban allá arriba, contra el cielo. Bajaba hasta Babahoyo por carga. Un señor que quería llevar su automóvil a Guaranda lo había contratado. Traía sus mulares. Cuatro. Cuatrito. Conduciría el carro desarmado en piezas, metidas en cajones, a lomo de las bestias... ¿Estaba lejos todavía Babahoyo? ¿No? ¿Sí? ¿No?

Los dos hombres cruzaron una mirada rápida. Uno de ellos gritó hacia el interior:

—¡Ña Macarita!

Una voz femenina contestó:

—¿Qué?

—Nada... Un posante... Salga, vea...

Salió ña Macarita.

Durante largo rato contempló al recién venido.

Juan Quishpe estaba desazonado, sin atreverse a hablar delante de la mujer fachosa. Sus quince años rústicos defendían una inocencia candorosa y temerosa.

Ña Macarla se acercó al mozo. Le acarició la barbilla.

—¿Cómo te mientan?

—Juan Quishpe, para servir a su mercé.

Los viejos reían a carcajadas.

Ña Macaria los increpó:

—¡Cállese, ño Pedro! ¡Cállese, ño Barco! ¡Ocúpense, malgones!... Vean las mulas... Suéltenlas en la manga.

Obedecieron los hombres.

Luego, dirigiéndose a Juan Quishpe, ña Macaria dijo suavemente:

—Estarás rendido, ¿no?... Entra a descansar... ¿Tienes hambre? Entra a comer...

Ño Pedro y ño Barco atendían ahora a los mulares.

No Barco dijo, con cierto dejo cómplice, amedrentado:

—¡Capaz que hay presa!

No Pedro secundó, con dejo semejante:

—¡Capaz!

III

Al cerrar la noche comenzó a llover diluvialmente. Desgajábanse las nubes en torrenteras estrepitosas, flagelando los árboles arrecidos. El río mugía como una vaca; estaban sus aguas más negras que el ciclo y que la noche.

No se veía bien de dónde, acaso de algún cuarto de la misma covacha, salía el eco de una antigua canción de magia negra, perforando la tempestuosa masa de ruidos...


Es lo mejor para el alma
la sangre de un hombre puro;
cuando uno se baña en ella
se echa a temblar el Oscuro...


El canto se acompañaba con un plañido de acordeones. Y la voz cantante era rota, cascada, vieja.

En la cocina de la covacha, junto al fogón, Juan Quishpe dormía profundamente.

La estancia se encontraba casi en tinieblas. Sólo los medio calcinados restos de la candelada que hubiera en el fogón, irguiéndose en llamas mortecinas, daban luminosidades tenebrosas, fúnebres, como de fugaces relámpagos cárdenos.

Ña Macaria se aproximó al durmiente.

—¡Quishpe! ¡Quishpe!

Se alzó el muchacho.

—Mande, doña.

—Vente.

Ña Macaria lo guió por entre corredores y puertas, hasta su alcoba. Le indicó su propio lecho.

—Tendrás frío, ¿no? Acuéstate.

Quishpe se acostó. Hacía cuanto le ordenaba la mujer, estremecido, tembloroso. Sentía un miedo vago.

Ña Macaria se acostó a su lado. Le pasó el brazo por el cuello.

Quishpe se zafó del abrazo:

—Quitará, doña... ¡No!... Es pecado...

La mujer rió agudamente. En seguida se encrespó, furiosa.

—¡Calla, estúpido!... ¡Qué te has creído!...

Se echó sobre el muchacho con todo el cuerpo, poniendo su rostro sobre el de él.

—¡Bésame!

Le mordía con furia los labios.

—¡Bésame!

Quishpe resistía, forcejeaba... Ña Macaria le oprimió entonces la garganta con entrambas manos.

Repetía:

—¡Bésame!

El muchacho se iba ahogando bajo el peso inconmovible, con el nudo de los dedos engarfiados... Abría desesperadamente la boca... Los labios de ña Macaria succionaban de sus labios. Le robaban su aliento de angustia.

Por fin, un grito estrangulado, expelido con el último aire de los pulmones ahogados, rasgó la noche.

—Ma... ma...

Después, nada más.

Ña Macaria permanecía sobre el cuerpo aún tembloroso...

Cuando éste se inmovilizó en la quietud definitiva, se echó junto a él.

Llamó:

—¡Ño Barco! ¡Ño Pedro!

A poco entraron los viejos.

No hubo en sus caras sombra de extrañeza siquiera por el espectáculo tremendo.

Ño Pedro dijo:

—Ahá.

Ño Barco repitió:

—Ahá.

Ña Macaria les inquirió, vacilante:

—Ahora estoy segura mismo, ¿no?

Ño Barco objetó:

—No ha salido sangre... No ha corrido...

La mujer reflexionó:

—De veras.

Sacó de debajo la almohada un largo puñal y lo hundió en el pecho del muerto.

Brotó, en efecto, un poco de sangre que entintó los bordes de la herida y la hoja del arma...

IV

Alguien denunciaría el crimen.

¿Ño Pedro?... ¿Ño Barco?...

Al tercer día los gendarmes de la Rural invadieron la finca y apresaron a ña Macaria.

—¿Dónde está el cadáver?

Ña Macarla señaló para el río.

—¡Pregúnteselo!

Muequeó siniestramente.

—¿Y los mulares?

—En la manga, pues. ¿Qué creen?... ¿Que era por robarle?

Rió a carcajadas.

Los soldados le metieron esposas. La golpearon luego.

Ella no protestaba. Dejaba hacer tranquilamente.

Hasta se encaró con el oficial:

—Haga lo que quiera, vea... Ya estoy segura.

Alzó la vista para el cielo, y el rostro se le llenó de una beata expresión que le iluminaba las facciones... Hizo —hacia lo alto— un ademán de confianza.

—Entraré —murmuró—. La sangre de él me abre el camino... Porque salió sangre, ¿sabe?

Poco a poco iba desapareciendo de su faz el gesto tranquilo. Ahora se tornaba espantosa.

Cayó al suelo ña Macaria sacudida por un ataque terrible, con la boca espumeante...


Publicado el 27 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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