Un crimen científico
Á mi querido tío
D. José María Bremon
Permite que tu nombre respetable figure en las primeras
páginas del libro en que colecciono estos cuentos, dispersos hasta ahora
en los periódicos. En tu casa, siendo niño y huérfano, hizo á
hurtadillas mi pluma sus cándidos ensayos. En tu librería, que forcé
muchas veces para leen las obras que ocultabas á mi prematura
curiosidad, está el gérmen de estos cuentos: en la consideracion y
prestigio que te habian conquistado tus trabajos literarios y políticos
fundaba mis aspiraciones á distinguirme, que no se han realizado: es
evidente que hay en este libro y en cuanto escriba algo que te
pertenece, y debes restituirte tu agradecido y respetuoso sobrino,
Pepe.
Primera parte
I
Los vecinos de un pueblo de Castilla cargaban de grano sus carretas y sacaban á la plaza sus ganados para conducirlos á la feria: los que nada tenian que vender, ayudaban cargar, ó formaban corrillos bulliciosos. A la puerta de una de las casas habia un carro tan repleto de trigo, que los sacos parecian una especie de montaña: cuatro robustas mulas uncidas esperaban en traje de camino, es decir, llevaban al costado sus raciones en los correspondientes talegos, como llevamos nuestras carteras de viaje. El carro, el atalaje y el ganado indicaban en sus dueños desahogo y abundancia: sin embargo de eso, una mujer jóven, con el rostro inquieto y la voz conmovida, decia á un fornido labrador que, látigo en mano, se disponia á arrear á las caballerías.
—¡Por Dios, Tomás! No juegues en la feria: llevas todo lo que nos queda, y si lo pierdes, tendrémos que empeñar hasta los ojos.
—Lucía, no tengas cuidado; respondió el buen mozo mirando con cariño á su mujer: pasado mañana estaré de vuelta con el carro vacío y la bolsa bien provista: estoy desengañado, y, ademas, te he prometido no jugar.
La mirada de su marido era tan franca y expresiva, que Lucía no pudo ménos de creerle: las mujeres siempre creen lo que les dicen unos buenos ojos, y los de Tomás eran muy grandes y muy negros.
Lucía quedó alegre, y Tomás sacudió á las mulas con la satisfaccion con que siempre se sacude un latigazo.
—¡Eh! ¡Sr. Tomás! dijo un arriero que cargaba el último mulo de su recua: ¿va V. á tomar por el atajo, en vez de hacernos compañía por la carretera?
—Como que me ahorro media legua de camino.
—No importa: el atajo es muy triste: hay un trozo de bosque que da miedo.
—Haces bien, muchacho, dijo á Tomás el alcalde terciando en el diálogo: estas gentes se empeñan en dar rodeos por no pasar delante del castillo, como si hubiera ladrones en la selva, sin considerar que el dueño de la finca es el primer contribuyente, muy caritativo, y un excelente médico, que me curó una catarata.
—A mí tambien me parece un buen señor, añadió una linda rapazuela.
—Ya lo creo, muchacha, repuso otra jóven con acento rencoroso: como que te dijo un dia que tienes los ojos muy bonitos, y se quedó mirándolos como un enamorado: es claro, los de su hija parecen ojos de muerta, y su criado, que es tuerto, sólo tiene uno, que no he visto otro tan espantoso en los dias de mi vida. Pues la señorita debe ser muy orgullosa: dos veces la he encontrado en el camino, siempre del brazo de su padre, y nunca contesta á los saludos.
—Desengáñese V., señor alcalde, repuso un viejo labrador; algo malo sucede en el castillo, cuando he oido en él gritos de persona.
—Eso supone V., tio Matalobos: en cambio, Antolin dice haber oido gruñidos de cerdo, como si estuvieran de matanza: Pascual oyó alaridos de perros: todos afirman, sin estar nadie de acuerdo, que los gritos eran de diferentes animales.
—Aunque eso sea, señor Alcalde, insistió el viejo, algo malo ocurre en una casa donde los animales se quejan como si los estuvieran degollando. Ademas, el chico de la Blasa, desde que le miró el Sr. de Ojeda, se ha encanijado, porque tiene mal de ojo.
—¡Vaya, vaya! hasta la vuelta, dijo irónicamente Tomás arreando otra vez á su ganado: verémos si tambien me encanijan; y salió del pueblo dando tientos á la bota.
A unos doscientos pasos de la aldea, un hombre escuálido que llegaba á todo correr alcanzó el carro: era un cuádruple funcionario, que servia de peaton, alguacil, enterrador y pregonero.
—De parte del alcalde, y en reserva, dijo á Tomás con gran misterio, procura observar lo que ocurre en el castillo cuando pases.
—Y, ¿por qué no me lo dijo en la plaza? contestó con sorpresa el labrador.
—¿Eh?...contestó el alguacil rascándose la cabeza: será... porque los asuntos del servicio se tratan de modo diferente que los otros... Y el alcalde no querrá que se enteren los vecinos, porque el público siempre debe saber ménos que el alcalde. La verdad: esa familia es muy extraña, y como nadie pasa hace tiempo por el camino... Yo mismo tomo siempre por la carretera desde que observé una cosa... muy irregular.
—¿Puedo saber cuál es, tio Esqueleto? dijo Tomás al funcionario público alargándole la bota por vía de soborno.
—Hombre, no lo hago por el vino, respondió el tio Esqueleto despues de haber bebido, sino porque llevas una comision del servicio que prueba tienes la confianza del alcalde. Pues figúrate que al llevar una carta al castillo hace dos meses, miéntras abria la puerta el criado tuerto, me puse á observar las gallinas que andaban sueltas fuera de la casa.
La voz del tio Esqueleto parecia conmovida.
—¿Y qué vió V.? añadió Tomás impaciente.
—Vi con mis propios ojos que todas las gallinas eran tuertas.
El tio Esqueleto se alejó, dejando á Tomás absorto con aquella confidencia: no era supersticioso, pero la observacion del alguacil, la orden reservada del alcalde y los recelos de casi todos los vecinos, unidos á la soledad del atajo que penetraba ya en el bosque, produjeron en Tomás una intranquilidad nerviosa, que sólo calmaba en parte el contenido de su bota, porque el vino es el éter de los valientes. Más de una vez, y más de dos, durante el largo y solitario camino, volvió la cabeza con recelo creyendo que álguien le seguia: era una bandada de gorriones, disputándose los granos de trigo que vertia la carreta.
—Hay gallinas calzadas, pensaba Tomás; otras ponen huevos de color, y algunas tienen moños muy particulares; pero nunca habia oido hablar de un gallinero tuerto.
Y su espíritu, poco dado á lo maravilloso, buscaba en vano explicaciones naturales al fenómeno.
—Felizmente he prometido no jugar, añadia para sí: la vista y áun la conversacion de tuertos es de mal agüero: hoy hubiera perdido el precio de mi trigo: es decir, en un dia así no hubiera jugado.
A todo esto, se hallaba Tomás muy cerca del castillo; sin duda reinaba con frecuencia en aquel lugar determinado viento, porque los árboles, todos inclinados en la misma direccion, parecian soldados dispersos que huian del castillo. Ya en las inmediaciones de éste, el bosque se hacia más espeso y complicado, y los árboles, sometidos acaso en su juventud á la accion de un torbellino y demasiado numerosos, se disputaban el terreno, trabados en feroz lucha tronco á tronco, y retorciéndose los unos en los otros: su aspecto era salvaje y formidable; tal vez fueron así las batallas primitivas, en que dos tribus humanas, acosadas por el hambre, se acometian con fiereza cuerpo á cuerpo, sin más armas que piedras, y sin otro fin que devorarse: algunos troncos se encorvaban bajo el peso de otros muchos: unos alzaban del suelo, entre sus ramas vigorosas, á los árboles más débiles, desencajando sus raíces: otros, contrahechos y oprimidos, parecian condenados á desesperacion eterna y silenciosa, y que amenazaban al cielo con sus puños: otros, aniquilados y deshechos, yacian en tierra, y el conjunto de aquella masa de árboles era fantástico y terrible: sólo faltaba á su siniestra majestad una corona de nubes y de rayos.
El campesino estaba pálido: despues de vacilar algunos instantes, habia decidido parar las mulas y atravesar por entre los árboles que conducian al castillo; pero a los primeros pasos se detuvo temblando y conmovido: en cualquiera ocasion le hubiera causado risa el espectáculo: en aquella tenía un carácter diabólico y abrumador.
Un magnífico orangutan le miraba fijamente á la entrada de la senda, gesticulando y dando saltos. Tomás notaba con espanto que el mono tenia un ojo solamente.
El carretero procuró reponerse de su emocion, y tuvo el valor de dar algunos pasos: un áspero gruñido le hizo volver la cabeza, y vió un cerdo que hozaba en un charco inmediato: fijóse en él con recelo... y volviendo apresuradamente á donde estaba la carreta, hizo sonar el látigo. Las mulas partieron con rapidez hácia la feria.
Aquello era demasiado: el cerdo tambien estaba tuerto.
A los dos ó tres minutos oyó Tomás un ruido extraño á sus espaldas: era que el cerdo corria á todo escape dando resoplidos, llevando encima al mono, que le oprimia el lomo con deleite.
II
El licenciado Ojeda habia sido en sus buenos tiempos famoso oculista: sus pomadas y colirios eran de tal valor, que se falsificaban como los billetes del Banco Nacional: habia hecho un estudio profundo de todas las partes del ojo, á fuerza de quemarse las pestañas: era el tutor de las pupilas y disipaba las nubes, para que luciese sus colores el iris de los ojos: complicados, sutiles y extraños instrumentos de su invencion le permitian internarse en el globo del ojo con singular atrevimiento: vaciaba ojos inútiles y colocaba en su lugar ojos de cristal, cuya mirada era irresistible: en su despacho sólo se veian objetos relativos á su profesion, pues hasta el único objeto frívolo que le adornaba, era una estatua de Argos, representada con cien ojos.
Su señora, rodeada continuamente de ojos imitados y enfermos de la vista, y no oyendo hablar en su casa sino de cataratas y oftalmías, de la vision, de la retina y la esclerótica, habia tomado un verdadero aborrecimiento á todo lo que se referia á la vista: más de una vez, en las disputas conyugales que ocasionaba el fastidio, estuvo á punto de sacar los ojos á su esposo: pero extenuada por el aburrimiento, y no habiendo podido satisfacer en su embarazo el antojo cruel de dejar sin vista á su marido, falleció dando á luz una niña completamente ciega.
Ojeda recibió con tristeza aquel legado de la mala voluntad de su señora. Hacia un efecto desastroso oir con frecuencia este diálogo:
—¿De quién es esa niña ciega?
—De Ojeda el oculista.
El cariño hácia la niña, el celo por su reputacion médica y la tenacidad científica del sabio en lucha con lo imposible ó lo desconocido, determinaron un cambio radical en la manera de ser del oculista. Hasta entónces, en cada ojo enfermo que le miraba suplicante, sólo habia visto un órgano descompuesto que debia volver á su estado normal, una dolencia que era indispensable combatir. Desde entónces consideró los ojos sanos ó enfermos de todos los seres vivientes, como objetos de estudio para dar vista A su hija. ¡Cuántos perdieron los ojos que confiaban á la buena fe del oculista! El licenciado tuvo que abandonar la poblacion en un motin de tuertos, salvándose con su familia, merced á la gratitud de las infinitas personas á quienes habia proporcionado colocacion de lazarillos.
Aquella contrariedad, y la conviccion de que la ceguera de su hija era incurable, en vez de abatir al Sr de Ojeda, le produjeron una especie de alegría: libre de enfermos, disponia de un tiempo sin límites para hacer experimentos en toda clase de animales.
Cae de las nubes un aeronauta como llovido del cielo; se hace añicos un sabio en una explosion de dinamita, ó asan los salvajes á un geógrafo que excitó su apetito, y la ciencia consigna y enaltece con justicia los nombres de esos mártires. Pero la ciencia es ingrata, despues de ser cruel, con otros mártires subalternos: la rana descuartizada viva, cuyos miembros palpitantes se estudian con deleite: el gallo, al que se corta en vida una parte del cerebro, para hacer observaciones en los nervios, contribuyen con horribles sufrimientos al adelanto de las ciencias, sin que nadie consagre una frase de gratitud á su memoria. El licenciado Ojeda, con crueldad científica, operaba á cuantos animales caian en sus manos; pero, digámoslo cu honra suya, tenia la humanitaria costumbre de no arrancarles nada más que un ojo.
Por eso habia elegido para vivir aquel castillo aislado, léjos de testigos importunos, y donde á nadie escandalizaban los quejidos desgarradores de las víctimas. Allí habia realizado estudios profundos y operaciones atrevidas en los ojos palpitantes de sus perros y gallinas: habia hecho increibles perfeccionamientos en los instrumentos operatorios, é inventado otros de una finura extraordinaria. Sólo le faltaba ya construir un ojo artificial que sustituyera al ojo vivo.
¿Pensaba en ello Ojeda, cuando, encerrado en una cámara oscura, analizaba un rayo de sol, descomponiendo sus colores con un prisma de cristal?
Su actividad científica buscaba otra solucion no ménos importante: el oculista trataba de contestar á esta pregunta, que se habia dirigido á sí mismo una mañana al despertarse.
—¿Se puede ver sin ojos?
Las dudas de los sabios, por más extrañas que parezcan, tienen siempre fundamento en que apoyarse.—Los mudos hablan sin voz, sustituyendo la palabra con los dedos;—se decia. Los sordos oyen, poniendo en contacto su dentadura con la garganta del que habla, por medio de un baston. ¿No ha de tener la naturaleza un recurso auxiliar para el sentido de la vista, que es aún más necesario?—Y el licenciado se entregaba con pasion á sus experimentos, en busca de aquel doble sentido.
El lector recordará que uno de los criados de Ojeda era tuerto; pero su admiracion subirá de punto cuando sepa que tambien estaba en el mismo caso otro criado. Ahora bien; ¿se habian hecho in anima vili todos los experimentos en aquel castillo misterioso?
De vez en cuando el licenciado Ojeda habia dirigido sin éxito razonadas exposiciones al Gobierno, pidiendo la sustitucion de la pena de muerte con la pérdida de la vista, apoyándose en el ejemplo antiguo de los godos y en la autoridad de un novelista moderno , y comprometiéndose á ser el ejecutor de la justicia.
La fisonomía del sabio adquiere con estas revelaciones un carácter tétrico y sombrío. ¿Era caprichosa la eleccion de dos criados tuertos? ¿O era vicio en Ojeda sacar un ojo á cuantos entraban en su casa? ¿Tenía razon el campesino que aseguraba haber oido en el castillo grites desgarradores de persona?
III
—¡Yo quiero ver! ¡yo quiero ver! y esto no sirve: no podré nunca comprenderlo; decia una mujer colérica y llorosa saliendo de una habitacion oscura, y andando con ménos ligereza de la que sus impetuosos ademanes prometian.
Era jóven y linda, pero sus ojos inmóviles, sus brazos extendidos al caminar, y los tropezones que detenian alguna vez su marcha, demostraban que era ciega.
La irritada jóven desapareció, y dos hombres se presentaron en la sala; el licenciado y su criado favorito. Era Ojeda hombre de edad madura, alto, huesudo y amarillo; de mirada penetrante. El criado sólo tenia de notable su manera de andar insegura y unas enormes gafas azules que quitaban toda expresion á su fisonomía.
—Se encerrará en su cuarto mi pobre hija, dijo el licenciado sentándose con desaliento: Lázaro, añadió el oculista suspirando; ¿sabes lo que temo?
—¿Qué, señor? preguntó el criado con voz respetuosa.
—He llegado á sospechar, con verdadera desesperacion, que no se puede ver sin ojos.
—Eso mismo he creido siempre, señor: pero como soy un ignorante no me atrevia á manifestarlo.
—Sin embargo, repuso Ojeda con firmeza y levantándose: quiero convencerte de que mi sistema no es un sueño. ¿Ves este aparato? Viene á ser una máquina fotográfica, en apariencia, y en este vidrio posterior, tan sensible y delicado, se proyectan los objetos: pues bien, yo pretendo que mi hija consiga tal finura de tacto, que llegue á percibir con las puntas de los dedos los objetos proyectados en el cristal.
—Señor: yo he sido ciego, y puedo asegurar á usted que esa finura de tacto que se les supone, no es exacta; ya sabe V. que leen en libros cuyas letras son de relieve: pues bien, en vez de ganar en delicadeza de tacto con el ejercicio, pierden la sensibilidad y no pueden leer á los veinte años, los que leian de corrido á los catorce.
—No te fijas, Lázaro, en que les dedican á trabajos que encallecen sus dedos: ademas, las ciegas tienen el tacto más sutil que los hombres: y si es necesario, levantaré la piel de sus dedos, para que se produzcan las sensaciones con la viveza y claridad con que las percibe la punta de la lengua.
Lázaro, como profesaba una extraña admiracion á su amo, estaba predispuesto á creer en el sistema.
—Señor, dijo con respeto, quiero aprender á ver en esa máquina.
—Primero necesito convencerte. Has de saber que, segun los físicos modernos, el calor y la luz no son sino movimiento. El calor lo percibimos con el tacto: si la luz se trasmite como el calor, con el tacto debe percibirse. Ahora bien, ¿qué son los colores? proseguia Ojeda estirando su cuerpo con entusiasmo: el rayo de luz descompuesto en un prisma de cristal, produce los siete matices que vemos en el arco iris: los colores son, por lo tanto, movimiento: los físicos saben perfectamente que el color rojo equivale al menor número de vibraciones, y el morado al mayor número.
—Basta, señor, me he convencido; dijo el criado confundido con aquellas palabras, que en realidad no comprendia.
—Sin embargo, amigo Lázaro, no me habia explicado todavía. Pero desde mañana colocarás tu lengua bajo la accion del rayo morado: es la primera letra de mi alfabeto: cuando la sientas y distingas, pasarás al azul oscuro, y cuando ya percibas el rojo, diferenciarás en el cristal todos los objetos por la diversidad de sus colores. Entónces convencerás á mi pobre hija, que se empeña en no aprender.
—¿Será posible esa invencion? dijo el criado con espanto.
—La invencion estaba hecha, repuso Ojeda con tono grave: en ese periódico se cuenta el caso sorprendente de una señorita que, habiendo quedado ciega, distinguia unos de otros los colores del espectro solar que caian en sus manos: leia en un libro con sólo tocar un lente colocado á poca distancia de las letras, y aplicando los dedos á las vidrieras, nombraba con notable exactitud todo cuanto pasaba por la calle. Miss Evoy veia con la punta de los dedos.
Lázaro, maravillado, miraba á su amo con veneracion.
—¿Por qué llevas esos anteojos? dijo éste despues de haberse recreado en la admiracion que producia.
—Señor, por ahorrar la vista, contestó Lázaro humildemente; quiero conservar mi único ojo.
—Lo que haces es irritarle.
Lázaro se quitó con prontitud las gafas azules y lució un ojo brillante y de un color extraordinario.
—¿Qué hace Anton? preguntó el licenciado.
—Lo de siempre: ya sabe V. que tiene el vicio de mirar: no se cansa de estar viendo: dice que sólo se goza en este mundo con la vista.
—Mi hija está en el jardin rodeada del mono, del cerdo y de todas las gallinas, dijo el licenciado, que se habia asomado á la ventana: bajo á ver si se encuentra más tranquila.
—Mi padre se acerca, decia poco despues la jóven; los animales me lo indican.
En efecto, al aparecer Ojeda, el mono, el cerdo y las gallinas se habian declarado en fuga, llenos de terror.
IV
Lázaro habia sido ciego, y tenia grandes motivos de gratitud hácia su amo.
Una tarde rascaba inútilmente la vihuela en un camino, entonando sus mejores coplas sin recoger una limosna, cuando se detuvo á su lado un transeunte.
—Santa Lucía le conserve la vista, dijo el ciego entonando con voz ronca la oracion de la santa.
—Tú no eres ciego de nacimiento, exclamó una voz desconocida.
—No, señor, contestó Lázaro.
—¿Quiéres recobrar la vista?
El ciego se levantó con ligereza, y buscando á tientas al que hablaba, le dijo con acento lastimero:
—¡Oh, señor! ¿se quiere V. burlar de mi desgracia? Pero la voz de V. es grave... No creo que se divierta usted en darme esperanzas vanamente.
El desconocido guió al ciego, y media hora después le hablaba de este modo dentro de una casa.
—La operacion es dolorosa, pero respondo del buen éxito. El mono está sujeto: le extraigo el ojo en un instante, despues de haber vaciado la órbita del tuyo, en la cual coloco el globo del ojo del orangutan, cubriéndolo despues con mi aparato, para que su temperatura no se altere: los nervios cortados tienen la propiedad de unirse en pocos dias cuando se ponen en contacto: de modo, que si tu nervio óptico se une al del mono, tendrás un aparato para ver, sano y servible.
—¿Y si no se uniera?
—Todo consiste en la prontitud de la operacion y confío en mi destreza; todos los animales de mi casa ven con un ojo que no es suyo: lo estoy ensayando hace diez años.
—¡Ah, señor! decia Lázaro; pero ha ensayado V. en las bestias solamente.
—No lo creas: mi criado Anton era ciego hace tres meses, y le coloqué un ojo quitándoselo al cerdo.
—¿Y ve bien ese hombre?
—Demasiado: era ciego de nacimiento, y al recibir la impresion de la luz por primera vez, estuvo á punto de volverse loco: al principio se quejaba de calor dentro del cerebro; despues creia estar dormido; trataba de cojer las estrellas, como si estuvieran al alcance de su mano, y saludaba á los retratos y á las sombras: tropezaba en las paredes, creyéndolas lejanas, y por último, lleno de dudas, y no acertando á explicarse tanta cosa incomprensible, está como alelado y no me sirve para nada.
—Jamas habia oido hablar de que los ojos se operasen de ese modo.
—Hoy la cirujía hace prodigios: pone narices nuevas: vácia el cuerpo de sangre, y le vuelve á llenar, como quien trasiega vino en una cuba: yo ingerto ojos: es una operacion sencilla que no tiene importancia.
Esta breve explicacion demuestra el por qué Lázaro y Anton y los demas séres vivientes del castillo estaban tuertos.
—¿Qué tal es el ojo que te he puesto? decia alguna vez que otra el licenciado á Lázaro, que se miraba con placer al espejo.
—Excelente, señor, no lo cambiaria por dos ojos de persona.
—¿Tan claro es y tan bueno?
—Parece un anteojo de teatro.
V
Cuando el licenciado se acercó á su hija, despues de la huida de los animales, el semblante de aquélla demostró visiblemente su disgusto. En vano suavizaba Ojeda la voz, prodigándola caricias: la niña mimada sufria una gran contrariedad, y no estaba dispuesta á perdonarle.
—Soy ciega por tu culpa, decia sollozando: aquella máquina inútil no me produce sensaciones ni me explica los colores. El pobre Anton, siendo tan torpe, me ha hecho entender lo que es la vista, porque, como yo, habia sido siempre ciego.
—¿Y qué te ha dicho?...
—Me ha contado las maravillas de ese mundo que no veo: en el que se tienen al lado y áun mismo tiempo, infinitos objetos que no pueden tocarse, porque están fuera del alcance de las manos: en el que se sabe cuándo se acercan las personas, mucho ántes de que lleguen sin ruido: me ha dicho, en fin, lo que son la luz y los colores; sus palabras rudas me han explicado lo que no me enseña la máquina de V. ni sus lecciones.
—Eh, ¿cómo te ha dicho ese idiota?...
—Señorita Aurora, me dijo; ademas del dolor, cuando recibe V. un golpe en los ojos, ¿qué siente V.?—No puedo explicarlo, contesté; pero lo que siento me causa un placer muy distinto, y parecido, sin embargo, al de la música.—Así son los colores. ¿No sueña V. con eso algunas veces?—Sí; pero entónces la sensacion es más fuerte y el despertar sumamente triste.—Pues bien, cuando se deja de ser ciego, lo que se ha soñado no es tan hermoso como lo que se siente estando despierto. Ver es tocar suavemente con los ojos todo lo que está léjos y cerca; es abrazar á un tiempo los objetos más grandes y más chicos, y saber lo que son en un instante, sin necesidad de palparlos uno á uno, ni de acercarse á donde están. Es andar leguas y leguas repentinamente sin moverse de un lugar y sin trabajo. ¡Oh! Diga V. á mi amo que le dé vista, como me la dió á mí y á Lázaro; ver es una alegría contínua, y preferiria morirme á quedar ciego otra vez.
Ojeda escuchaba con atencion y parecia muy contrariado.
—Hija, dijo por fin, no me atrevo á concederte lo que pides. Tendrias que sufrir mucho...
—No me amedrentan los dolores... si he de ver.
—¡Imposible, imposible! añadió el licenciado; hay muchos inconvenientes.
—Pues bien, respondió Aurora llorando; los ciegos sólo ven la luz cuando se mueren, y yo he de ver muy pronto.
—Aurora se alejó rápidamente; pero su padre la detuvo.
—¡Oh! No me quiere V... exclamó con ese acento de las niñas consentidas, irresistible para los padres complacientes.
El licenciado enjugó las lágrimas de Aurora, y prometió, temblando, lo que su hija le exigia.
—El caso es, decia poco despues Ojeda á Lázaro, que no me atrevo á cumplir lo prometido: es una operacion delicada y dolorosa, que se puede hacer á un extraño ó á un amigo; pero se trata de una hija. Ademas, no sé de donde sacar el ojo que hace falta.
—Señor, observó Lázaro, yo habia pensado pedir para mí el otro ojo del mono; pero la señorita Aurora debe ser ántes que nadie.
—Escucha, Lázaro, mi hija es jóven y hermosa: en su cara no se puede colocar nada ridículo...
—¿Ridículo?... Señor, ¿mi ojo es ridículo?
—En tu cara sienta bien... pero para dar vista á mi hija es necesario un ojo hermoso de persona. ¿Crees que puedo encontrarlo fácilmente?
—Es imposible, me parece.
—¡Y si no lo encuentro, pierdo á mi hija!...
Lázaro se afligió en extremo al contemplar la desesperacion de su señor.
—Señor, le dijo con dulzura, dicen que en defensa propia ó de los hijos todo es permitido...
—Lázaro, me estás incitando á un crímen, contestó Ojeda apretando la mano con efusion á su criado.
—Pues bien, repuso éste con decision, le cometerémos.
—Ademas, añadió el oculista, no se trata de dejar á nadie ciego, sino de un reparto equitativo de ojos entre uno que tenga dos y otra que no tiene ninguno.
Y el amo y el criado pasaron juntos la tarde haciéndose confidencias en voz baja.
Á la noche siguiente ocurrió en el castillo un suceso inusitado: en el macizo y enmohecido llamador resonó un débil y extraño aldabonazo.
—Señor, dijo Anton entrando al poco rato en el cuarto de su amo, que conversaba con Lázaro: un hombre extraviado pide que le permitan pasar la noche en el castillo.
—¿Qué trazas tiene el forastero? preguntó Ojeda.
—Sólo he reparado que tiene dos ojos como usted, pero muy grandes y muy negros.
—Que entre, que entre al instante; dijo el licenciado.
Y Ojeda y Lázaro cambiaron entre sí dos miradas alegres y diabólicas.
VI
El hombre que habia llamado á la puerta del castillo era Tomás.
Vendido el trigo en la feria, se disponia á regresar al pueblo por la carretera, cuando un amigo le llamó desde su casa: entró en ella Tomás y vió que las personas allí reunidas eran jugadores.—Te he llamado por si querias divertirte, dijo el conocido estrechándole la mano.
Por desgracia, habian trascurrido dos dias desde el encuentro de los tuertos: para mayor fatalidad, una mariposa blanca revoloteaba en torno de Tomás en aquel momento: los consejos de Lucía estaban aún recientes: pero Lucía habia condenado el juego en cuanto podia ser causa de su ruina, y la mariposa blanca era un presagio evidente de ganancia.
Tomás se decidió á exponer unas monedas: despues sacó algunas otras para recuperar las ya perdidas: cuando se hubo quedado sin dinero, reflexionó que no podia volver de aquel modo á su casa: afortunadamente le quedaban el carro y su ganado, y podia desquitarse dando tres golpes á una mula; pero como perdió cuatro cartas seguidas, se quedó dueño del carro únicamente. No era decente que Tomás volviera al pueblo arruinado y tirando de la carreta: ésta siguió el mismo camino que las mulas.
El desgraciado jugador salió de la casa aturdido y desencajado. Las protestas hechas á su mujer, las lágrimas de Lucía y lo completo de su ruina; el porvenir, el presente y el pasado producian en su imaginacion un efecto semejante al del capítulo más lúgubre de la más triste novela.
Buscó en el campo un sitio solitario, y lloró y meditó por espacio de mucho tiempo: cuando se convenció de que no podia presentarse ante su mujer en aquel estado, y de que no tenia á quién recurrir en este mundo, la desesperacion le hizo adoptar un partido extraño.
—El dueño del castillo es un hombre rico, pensó en un instante lúcido: tengo mis sospechas de que se dedica á la brujería, y aunque no creo en brujas, ahora son éstas mi única esperanza. La verdad es que allí sucede algo extraordinario. Necesito ver á ese hombre y pedirle su proteccion y sus consejos.
Tomás, desesperado, entró resueltamente por el atajo, decidido á intentar aquella vaga probabilidad de remedio que, en su mísera situacion, era al fin una especie de consuelo.
Tres dias despues se notaba en el pueblo una agitacion
extraordinaria; el alcalde, conmovido por los lamentos de Lucía, habia
hecho correr al tio Esqueleto en todas direcciones, y averiguar el
paradero de Tomás, dando parte á las autoridades de los pueblos
inmediatos, cuando entraron en la casa consistorial el tio Matalobos y
su nieto llevando la cabeza y la piel de algunas zorras.
—Preséntelas V. mañana á la hora de sesion, dijo el alcalde, y se le abonará su importe; ahora estoy muy ocupado con el asunto de Tomás.
—Es el caso, insistió el viejo, que la cabeza de estos animales tienen que ver con el asunto.
—¿Sabe V. algo?—dijo el alcalde con interes.
—Tengo la conviccion de que se ha cometido un crímen en el castillo.
—Hable V., hable V., que escucho su declaracion como autoridad.
El tio Matalabos declaró que, presumiendo que en las inmediaciones del castillo debian rondar algunas zorras su gallinero aislado y abundante, decidió colocar trampas en ciertos sitios fragosos de la selva para recibir los premios que concede la ley á los cazadores de alimañas. Y que, hallándose en el puesto más próximo á la finca, oyó de repente gritos dolorosos de mujer; asustado y tembloroso, quedó inmóvil algun tiempo, y entónces sonaron otros dos gritos que partian asimismo del castillo, pero en los cuales juraria haber reconocido el acento de Tomás. Aquel descubrimiento le hizo abandonar el puesto y correr al de su nieto, el cual nada habia oido desde el suyo; que, acompañado del mozo, volvieron á aproximarse, oyendo otra vez gritos de mujer únicamente, los cuales cesaron para no volver á repetirse.
El alcalde le hizo prometer el mayor secreto, y empezó la instruccion de la sumaria.
—Pero ¿qué interes puede tener un hombre rico en asesinar á quien ha perdido hasta los ojos, decia el alcalde al tio Matalobos?
—¡Quién sabe! respondió éste gravemente. Dicen que hay médicos tan curiosos que abren á las gentes por ver lo que tienen dentro de su cuerpo.
Entre tanto, la mujer de Tomás, despues de haber recorido todo el pueblo, pidiendo inútilmente noticias de su marido, rezaba fervorosamente ante la imágen de su patrona Santa Lucía, abogada de los ojos.
Segunda parte
I
Del núm. 7.000 de La Correspondencia de España trascribimos el siguiente suelto:
«En la aldea de X se ha cometido un crímen espantoso: el juzgado de primera instancia del partido, con una actividad que le honra, teniendo fundadas presunciones de que un labrador llamado Tomás habia sido asesinado en una finca situada en medio de un bosque, se personó en la casa sospechosa.
»La viuda del labrador, no obstante las precauciones tomadas para ocultarle la desgracia, hubo de sospecharlo, y sus lamentos y desolacion conmovieron de tal modo á los vecinos, que éstos, indignados, cercaron el edificio donde se practicábanlas diligencias judiciales, pidiendo á voces la cabeza del criminal. La Guardia civil, con su enérgica y persuasiva actitud restableció el órden, impidiendo que la casa fuera atropellada.
»El registro practicado en la finca dió por resultado el hallazgo del carro y las mulas pertenecientes á la víctima. En una de las habitaciones superiores yacia en el lecho, ensangrentada, una mujer jóven, cubierta con una especie de máscara de hierro; y en uno de los gabinetes inmediatos se descubrieron innumerables instrumentos de formas extrañas y uso desconocido; algunos parecidos á ganzúas.
»El asesino es un médico retirado, de antecedentes muy equívocos, llamado Ojeda. Para que el hecho revista un carácter más sombrío, añadirémos que en el castillo, pues el crímen se ha efectuado en un edificio antiguo, uno de los aposentos está completamente enlutado, y se presume que allí se verificó el asesinato, y acaso algunos anteriores. Se espera encontrar en breve el cadáver de Tomás.
»Uno de los cómplices de Ojeda, cuyo nombre es Lázaro, ha desaparecido. El móvil del asesinato se cree haya sido puramente científico. Todos los animales de la finca están horriblemente mutilados. Se asegura que el licenciado Ojeda tenía una manía sanguinaria: coleccionaba ojos de personas y animales.
»Tendrémos al corriente a nuestros lectores de este drama conmovedor é interesante.»
Oigamos á El Imparcial del dia siguiente:
«La hora avanzada á que ayer recibimos el correo nos impidió dar la noticia del crímen, célebre ya, que ha producido en Madrid tan honda sensacion. No nos atreverémos á hacer las terminantes afirmaciones que, con su acostumbrada ligereza, se permite un periódico puramente noticiero. Nuestros datos son ménos novelescos, pero más completos y seguros. En primer lugar, parece que el hallazgo del carro y de las mulas resulta explicado de un modo natural, por ser público que Tomás los habia perdido en el juego dias ántes, habiéndolos adquirido, ya de segunda mano, un criado de Ojeda. Respecto á la jóven de la máscara de hierro, se nos dice ser la propia hija del médico, ciega de nacimiento, que acababa de sufrir una dolorosa operacion, á la cual deberá acaso la vista. Los ojos que han parecido á ese periódico una sangrienta coleccion, constituyen, por el contrario, un museo oftálmico muy interesante; y el aposento enlutado no es sino una cámara oscura destinada á experimentos relativos á la luz.
»Respetando el secreto del sumario, por hoy no somos más explícitos.»
La Correspondencia, núm. 7.007:
«Un sentimiento de prudencia, y la conviccion de que pronto podriamos revelar el verdadero estado de las diligencias judiciales, nos hizo dar conocimiento al público del crímen X, tal como lo referia la voz popular, no como constaba del sumario. Un periódico, que dice respetar el secreto de las actuaciones, ha publicado hechos que no creiamos conveniente dar á luz todavía: los lectores juzgarán quién ha tenido más prudencia.
»Por lo demas, no sólo nos constaban los hechos que ha divulgado ese periódico, sino tambien otros muy interesantes. La situacion de la hija del Sr. Ojeda es tan delicada, el aparato requiere una asistencia tan constante, nueva é ingeniosa, que los médicos forenses se han opuesto á que el acusado salga del castillo, donde permanece preso en tres habitaciones debidamente custodiadas; sin embargo, ya no está incomunicado, y se permite la entrada al orangutan, que hace frecuentes y cariñosas visitas á su ama.
»Se cree que el cadáver de Tomás no se encuentre en el castillo, porque debe estar vivo el dueño del cadáver.
»El licenciado explica satisfactoriamente la mutilacion de los animales y el uso de los instrumentos; los médicos reconocen su profunda habilidad, y en cuanto á las demas declaraciones, exceptuando una, vaga y problemática, todas las demas favorecen al dueño del castillo. El juzgado, los médicos, el alcalde, la Guardia civil, nuestro corresponsal y los vecinos, todos rivalizan en celo para el esclarecimiento de la verdad, y se distinguen especialmente todos ellos.»
La polémica de ambos periódicos dura algunos dias tomando sério aspecto: el crímen de X. amenaza tener en Madrid repercusiones.
Por fin, suceden á la polémica los hechos: un telegrama de El Imparcial agrava la situacion del acusado, y luego se insertan en el órden siguiente los telégramas.
El Imparcial.
«Declara Anton, criado de Ojeda, haber abierto á Tomás la puerta del castillo. Vigilancia redoblada.»
La Correspondencia.
«Criado Anton, sospechoso de idiotismo. Ojeda muy sereno.»
El Imparcial.
«Gabinete de Ojeda, hallado en alcohol un ojo humano, fresco todavía.»
La Correspondencia.
«Ojo encontrado en alcohol era de mono. Descubrimiento horrible. Camisa ensangrentada con iniciales de la víctima.»
A los pocos dias EL GLOBO triplica su tirada, publicando el retrato del licenciado Ojeda, con los datos biográficos del célebre oculista, y el catálogo de su Museo. En vista de aquel éxito, el propietario del periódico tiene que refugiarse en lo más puro de su alma, para no desear que los crímenes se repitan.
Fija la curiosidad pública en el crímen, desaparece en aquellos dias un banquero, sin que se hagan cargo de ello sus numerosos acreedores: el Gobierno decreta un nuevo impuesto sin que lo noten los contribuyentes: se fragua, estalla y vence una conspiracion sin que el Gobierno se aperciba.
Quince dias despues nadie se acuerda del crímen, y á nadie le importa el estado de la causa.
II
La situacion del licenciado era apuradísima. Brotaban pruebas del crímen en todos los rincones de su casa.
—Sólo me falta que el mono rompa á hablar y me delate, se decia.
¿Habia sido Tomás asesinado? Volvamos háeia atras nuestra mirada.
La noche en que Tomás llamó á la puerta del castillo, al entrar en el despacho, aunque se le recibió perfectamente y se le dió muy buena cena, estaba acordado que, muerto ó vivo, saldria tuerto de la casa. En la mesa los hombres se hacen expansivos y se entienden. Tomás, de confianza en confianza, contó su gran apuro al oculista, concluyendo la narracion con esta frase.
—No sé que hacer; pero por recuperar lo que he perdido, daria un ojo de la cara.
—Le tomo á V. la palabra, dijo el oculista, y cierro el trato.
Mediaron, como era natural, las explicaciones consiguientes: al principio costó mucho trabajo convencer á Tomás de que no se hablaba en broma. Despues regateó el ojo, y por fin quedó ajustado; los campesinos son desconfiados en negocios, y sólo consintió en la operacion cuando vió entrar en el castillo su carro y las mulas, base del contrato, y recibió en dinero el cuádruplo del trigo.
—Pero ¿cómo me presento en mi casa con un ojo solamente? exclamó el campesino.
Ojeda abrió un escaparate y le enseñó una coleccion de ojos de cristal, cuyo brillo seductor debia fascinar á las mujeres.
Tomás eligió el más grande y el más negro. Los suyos propios, al lado de aquel ojo tan perfecto, parecian imitados.
Por desgracia, al verificar la operacion, preocupado exclusivamente Ojeda por su hija, descuidó de tal modo al otro enfermo, que cuando quiso acudir en auxilio de éste, su cara inflamada presentaba horrible aspecto. Entónces envió á Lázaro al bosque á buscar algunas hierbas.
Tomás les habia referido las desconfianzas del alcalde. Lázaro tardó mucho, y cuando volvió del bosque estaba pálido y aterrado. Su oido finísimo le hizo comprender que habia gente en las cercanías, y arrastrándose sigiloso, habia oido decir al tio Matalobos:
—Era la voz de Tomás: no tengo duda: será preciso dar parte á la justicia.
El enfermo habia sido colocado en un lecho limpio, blando y confortable; pero no podia continuar en el castillo sin que se descubriese la horrible compra, la operacion criminal que habia consumado el oculista: ademas su estado era gravísimo: al llegar la justicia se podia encontrar con un cadáver.
Aquella misma noche Anton y Lázaro, con teas encendidas para espantar á los lobos, trasladaron los útiles y víveres necesarios á una cueva medio oculta entre unos troncos, en lo más salvaje de la selva: la naturaleza habia rodeado aquel asilo de una fortificacion inexpugnable. Interceptando la senda con un tronco, el hacha del hombre necesitaba años enteros para llegar hasta la cueva.
Cuando Lázaro se despidió de su amo, éste le dijo:
—No tengas recelo por mí; cuida al enfermo; y si se cura, ponle su ojo de cristal, y que se presente en la aldea sin pérdida de tiempo: si muere, entiérrale muy hondo, y tú véte muy léjos.
El licenciado desesperaba de que Tomás apareciese. Habian pasado cerca de dos meses.
—Su estado era muy grave, y habrá muerto, se decia. Ademas pueden haberles faltado víveres, y no atreverse á salir por miedo de los lobos. ¡Quién sabe! Hasta se le puede haber comido Lázaro.
III
Anton no habia sido traidor á su amo; ántes al contrario, le habia perjudicado queriendo sacrificarse en su defensa. Cuando se descubrió la camisa ensangrentada, único vestigio del campesino olvidado en la turbacion de la mudanza, Anton creyó asumir toda la culpabilidad en su persona, exclamando con bárbara nobleza:
—Yo fuí quien abrió á Tomás la puerta del castillo.
Pero cuando comprendió que habia cometido un desacierto, enmudeció llorando amargamente. Su ojo inmóvil y extravagante, que apénas cabia dentro de su órbita, hinchado aún más por el llanto, lanzaba estúpidas miradas. Los médicos le habian concedido el precioso diploma de idiota, que hace al hombre irresponsable.
Su amo le comprendia y perdonaba.
En tanto, la curacion de Aurora estaba para terminarse; desde los primeros dias pudo observar el oculista que el ojo de Tomás habia prendido: una semana ántes del hecho que refiero, habia colocado en el aparato un vidrio verde sumamente grueso, que condujera al ojo, muy debilitada, la media luz de la alcoba de su hija. La sensacion fué, sin embargo, extremadamente viva, produciendo el efecto de una quemadura. Despues, aquel dolor se convirtió en placer, que se renovaba, con infinita sorpresa, cada vez que Ojeda cambiaba el color de los cristales.
Cuando su padre colocó el cristal azul oscuro en el aparato, dijo Aurora.
—¡Es extraño! Este color le be soñado muchas veces sin saber lo que soñaba.
—¿Cuál de todos los colores te es más grato? pregunta Ojeda.
—El verde: el que me dió la primera idea de la luz: el que me causó tanto dolor el primer dia. Ahora sólo me falta conocer el color blanco: ¿se parece á alguno de estos?
—Está formado de todos y no es semejante á ninguno: sin embargo, espero que ha de sorprenderte, pero no te conviene verlo todavía.
Aurora estaba impaciente por distinguir algun objeto, para explicarse la relacion de la luz con los sonidos: cuando salió su padre de la alcoba, el orangutan, que siempre se alejaba de su amo, entró en la alcoba de la enferma, y, suspendiéndose de la cama, produjo un ruido acompasado y extraño en su columpio.
¿Qué ruido era aquel? Nadie contestaba, y la curiosidad de Aurora iba en aumento.
—¿Será verdad que los ojos dan idea ó auxilian la percepcion de los sonidos? se decia: y luchando entre la impaciencia y el temor, venció al fin la primera.
—Quiero ver el mundo: exclamó por fin, y desprendió de su rostro el aparato, quedando deslumbrada. Un cáos de colores confundidos é hiriendo á la vez su vista, le dieron la primera idea visual del movimiento. Cuando los colores se fueron separando, y distinguió los objetos y las sombras con su armonía y claro oscuro, y extendiendo la mano hácia ellos, comprendió lo que era la distancia, una expansion de gozo dilató su corazon, y llena de alegría prorumpió en gritos infantiles.
—¡Padre, padre ya veo!
El mono, impresionado con la alegría de su ama, dejó la colgadura, y se presentó ante Aurora lleno de curiosidad: y la niña, que no habia visto jamás un sér humano, por una lamentable confusion, cayó á los piés del orangutan exclamando.
¡Padre mio!
IV
Llegó por fin el dia de la vista de la causa: la cabeza de partido distaba una media legua de la aldea, cuyos habitantes habian abandonado sus casas para asistir á aquel acto interesante. La sala estaba llena de gente y el patio del juzgado: el maestro de escuela, que era de los que se quedaban en el patio, lamentaba que no se verificasen los juicios en la plaza pública como en los tiempos clásicos, lo cual hubiera permitido á todos disfrutar del espectáculo.
Aurora, que era ya una tuerta muy graciosa, se habia obstiuado en no abandonar á su padre, y estaba junto al acusado sentada en una silla. La viuda de Tomás, pálida y enlutada, presenciaba tambien la imponente ceremonia, sin apartar la vista de Aurora, que más parecia atender á los variados rostros de los concurrentes, á las ondulaciones de la multitud y á los accidentes exteriores, que á la lectura del proceso.
El oculista estaba inquieto, y el monótono relato de la causa le sonaba como un rezo de agonía.
La voz acompasada y cadenciosa del lector, las fórmulas y digresiones judiciales y lo voluminoso del legajo, martirizaban á los espectadores, que, viendo volver fólios y fólios sin esperanza deque aquello concluyese, cerraban los párpados con resignacion como si aguardasen dormidos la sentencia.
Un suceso inesperado trocó el silencio en verdadera confusion y los ronquidos en exclamaciones de sorpresa.
—¡Se ha vuelto loca! decian unos.
—¡Pobre mujer, cuánto le queria! exclamaban otros.
—No se ha visto una causa tan extraña, añadian los curiales.
El juez daba campanillazos inútiles para restablecer el órden, consiguiéndolo únicamente cuando salieron de la sala la hija del médico y la viuda de la víctima, y cuando el público se cansó de hacer ruido.
El incidente habia sido rápido; un acceso momentáneo de locura: una alucinacion extraña de Lucía, la cual no habia apartado un solo instante su vista de Aurora, y que de repente, nerviosa y sollozando, se levantó de su asiento, y dirigiéndose á la hija de Ojeda, gritó con voz desgarradora:
—¡Infame! ¡infame! Ese ojo negro que luces fué de mi marido: reconozco su brillo y su mirada.
Ojeda veia su secreto cada vez más público: se habian registrado los rincones de su casa: el fiscal iba de un momento á otro á iluminar con gas lo más oscuro de su alma, para ofrecer su conciencia en espectáculo.
Desde que el ministerio público empezó la acusacion, el oculista no podia reposar sobre su asiento: vibraban sus nervios como cuerdas de guitarra: sus dedos se movian convulsos como la sacra mano del medium, cuando sirve de amanuense á un espíritu elevado. El tormento era intolerable, pero subió de punto cuando el fiscal exhaló de sus labios este trozo de elocuencia:
«¿Esperarémos para condenar á Ojeda á que se encuentre el cadáver de la víctima? No cometerá el asesino la torpeza de abrirnos su sepulcro: en vano buscarémos éste en la fragosidad de aquel bosque intrincado, elegido hábilmente para cementerio: el cadáver está pudriéndose en aquel laberinto de troncos: acaso cada tronco es una lápida: jamas la justicia podrá desenterrar aquellos huesos para unirlos á la causa.
»Pero ¿acaso necesitamos el cadáver? ¿No tenemos su mortaja? ¿Qué otra significacion tiene la camisa ensangrentada, con las iniciales marcadas por la viuda de Tomás? ¿No hemos encontrado un ojo humano, reliquia de la víctima, que los médicos afirman se arrancó recientemente? ¿Qué, señores, no es nada lo del ojo? Pues ese ojo nos pide justicia suplicante: ese ojo prueba el asesinato ante los ojos de la ley.»
Los pocos cabellos de Ojeda estaban erizados: el oculista no pudo resistir más, y pidió la suspension de la vista para hacer revelaciones importantes.
Habia tenido una idea luminosa: acusar á Lázaro y denunciar á la justicia su escondite.
—Así sabré á lo ménos, se decia, si están vivos ó muertos.
—No conozco á Tomás, declaraba Ojeda, y copiaba el escribano, pero Lázaro me parece persona sospechosa: oreo que el verme hacer experimentos en algunos animales, le haya decidido á experimentar por su cuenta en algun viajero extraviado. Tiene costumbres silvestres, y me hablaba á menudo de esa cueva.
V
Lázaro, entre tanto, se ballaba en una situacion desesperada.
Despues de haber asistido y salvado de la muerte á Tomás, á fuerza de constancia, de sobriedad y de trabajo y en medio de grandes recaidas, acababa de perder en un instante el fruto de tan ímprobas tareas. Aquel mismo dia le habia dado de alta, completamente sano, despues de haberle probado el ojo de cristal.
—¡Maldito sea el juego! habia dicho Tomás al colocárselo.
—Bien puedes estar arrepentido de ese vicio, respondió Lázaro: la vista no se paga con dinero. No se debe cambiar un ojo aunque le diesen á uno cuatro piernas.
—¡Qué dirá mi mujer al verme tuerto!
—Se alegrará probablemente.
—¡Eh!
—El ojo nuevo te sienta mejor que el tuyo propio.
Lázaro estaba impaciente por tener noticias de su amo: algo grave ocurria cuando le habia reducido á alimentarse de la pesca y de modestas ensaladas; así es que se impacientaba de la tardanza de Tomás, que habia salido á recoger berros en las orillas de un arroyo. Pasaron algunas horas de verdadera angustia: la noche se acercaba: el bosque se hacía peligroso á tales horas, y determinó salir en busca de su amigo.
Tomás habia reflexionado que un plato de berros no era un almuerzo fuerte para dos hombres robustos que iban de viaje, y pensó acercarse al castillo, por si tenia ocasion en sus inmediaciones de retorcer el pescuezo á una gallina, las que solian alejarse demasiado. Pero volviendo al cabo de un rato la cabeza, notó que un lobo le seguia: chocóle y púsole en cuidado aquel atrevimiento, y se detuvo: el animal le miraba con descaro y detras de él caminan varios lobos. Tomás tuvo tiempo para atrincherarse en unos árboles espesos: los lobos avanzaron, y sólo halló el recurso de blandir una rama nudosa y pesada; pero comprendiendo que la lucha era desigual, se encomendó á Dios para morir como cristiano. El juego le habia costado un ojo: la gula le costaba todo el resto de su cuerpo.
Lázaro, despues de haberle llamado inútilmente y recorrido los sitios que de ordinario frecuentaba, se detuvo lleno de horror ante un charco de sangre: siguió conmovido aquella huella, y las últimas luces del crepúsculo le permitieron ver un cuadro desgarrador y lamentable.
Un cráneo y los restos más visibles de una osamenta humana, pelados y roidos, yacian en desorden por el suelo. Del hombre vigoroso y lleno de vida poco ántes, de su compañero Tomás, sólo quedaban aquellos despojos miserables: Lázaro derramó copioso llanto, y empezó á rendir á su amigo el último tributo. ¿Qué podia hacer ya en su obsequio? Colocar sus huesos en perfecta simetría.
—¡Asesino! ¡asesino! gritaron de repente várias voces.
Lázaro estuvo á punto de caer desmayado, al verse rodeado de guardias y alguaciles. No encontró palabras para justificarse, y se dejó atar sin resistencia.
El tio Esqueleto colocó en una espuerta el de Tomás, llenando á la vez dos funciones de las cuatro que ejercia: las de alguacil y sepulturero.
La comitiva se puso en marcha, y Lázaro, con paso vacilante y la cabeza baja, emprendió tambien el camino, rezando piadosamente por el alma del finado.
VI
El tio Esqueleto, cuya ligereza no le permitia caminar al paso de los otros, se adelantó con la espuerta mortuoria, hácia la cabeza de partido. Cuando llegó al pueblo era de noche, pero habia un ruido desusado á tales horas, y un hombre le llamó desde una casa.
El alguacil se detuvo aterrado: el hombre salió á su encuentro, y el tio Esqueleto cayó de rodillas santiguándose y diciendo:
—En nombre de Dios pide lo que quieras, pero aléjate al momento.
—¿Por qué te asustas? replicó el aparecido: soy Tomás en carne y hueso.
—En carne ó ánima, no lo negaré: pero ¿cómo has de estar completo si llevo tus huesos en mi espuerta?
Hubo un momento de confusion, é intervino el juzgado, que se hallaba esperando la resolucion de tan variados incidentes.
Anton, que llegaba del castillo, dió una noticia sin importancia que completada por Tomás, explicó el hecho.
Miéntras los lobos sitiaban á éste, recelosos de la lucha, y despues de haberle tenido acorralado algunas horas, se oyó un ruido extraordinario: el mono, subido sobre el cerdo, pasaba á todo escape, dando su carrera acostumbrada: los lobos juzgaron ménos peligrosa aquella presa, y se lanzaron á la caza, dejando á Tomás huir hácia poblado. Anton anunciaba que el cerdo habia vuelto sólo. Los médicos reconocieron el cráneo del orangutan, ántes de que se depositasen los huesos en la iglesia.
Cuando llegó Lázaro, no se esperaba encontrar en el pueblo un recibimiento tan alegre. Tomás y Lucía abrazados: Lucía y Aurora reconciliadas: la causa sobreseída en principio, pues despues de lo ocurrido, el Juzgado, los testigos y los médicos, buscaban á todo explicacion satisfactoria, desechando lo que no conviniese al juicio ya formado del asunto: el ojo humano era indudablemente de un enfermo: la sangre de la camisa, era sangre de una muela, y los gritos de Tomás habian sido de alegría.
Lucía no se causaba de mirar á Tomás y le encontraba mejorado.
Solo Lázaro lamentó la pérdida del mono, por haberse desperdiciado el ojo que consideraba como suyo, y que habia deseado tanto tiempo.
Apénas pudo regresar al castillo, se apresuró Ojeda á abandonar la poblacion, porque habia notado con recelo que los ojos de Aurora y de Tomás, sin duda por espíritu de compañerismo, se buscaban y encontraban á menudo.
Conclusión
Un año despues, Ojeda se instalaba en Madrid en un edificio extraño, que parecia á la vez clínica y casa de fieras. En una de las alas del edificio debian entrar á curarse los enfermos: en la otra, rugian, balaban y gruñian toda clase de animales.
Habia en lo alto de la casa un aposento aislado, en el cual Lázaro y Ojeda pasaban al dia algunas horas: el primero, con la lengua sacada, sometiéndola á la accion del rayo morado, y su amo, esperando que la sensacion se produjera.
Lázaro, muy alegre, dijo un dia al licenciado que, como siempre, contemplaba con ansiedad la operacion.
—¡Señor! He notado un cosquilleo agradable: ya sé lo que es la luz morada.
—No, Lázaro; era una mosca que se paró en la punta de tu lengua.
—¡Señor! Buscamos una cosa muy difícil, dijo suspirando el criado.
—¿Dudas del sistema? replicó su amo con asombro.
—No dudo, contestó Lázaro con humildad; pero recuerdo que hoy hace un año empezamos los experimentos, y nada siento todavia. En cambio, á la otra invencion no le da V. importancia.
—Aquella consiste en la habilidad del operador únicamente: ésta es la sublime, porque ha de confirmar la teoría de los físicos.
Felizmente para Lázaro, un desconocido buscaba al licenciado con urgencia.
Arrancóse Ojeda de mal humor á sus experimentos y salió á recibir al tal sujeto: el licenciado y aquel hombre estuvieron encerrados un gran rato; por fin, salió el hombre de la casa con aspecto muy contrariado.
Era Tomás que se habia vuelto á arruinar en el juego, y deseaba vender el ojo izquierdo.
Media hora despues se llenaba la casa de gente, y paraban á cada momento coches en la calle: en efecto, los madrileños cercaban en tropel el edificio, porque habian leido con admiracion y entusiasmo este anuncio en los periódicos:
«EL LICENCIADO OJEDA
da vista á los ciegos: coloca ojos vivos de diversos animales, en la órbita inútil de las gentes privadas de la vista: los criados y las gallinas del licenciado tienen ojos colocados por su mano, y pueden servir de muestra y de prospecto.
»Hay en el establecimiento ojos de águila para generales en campaña, ojos de tigre para deudores acosados, y ojos de gacela propios para dama.
»Tambien hay ojos más comunes y baratos para nodrizas y soldados.
»Se ponen grátis á los pobres, ojos de besugo.»
Publicado en El Globo: 20, 22, 23, 24, 25, 27 y 29 de Junio de 1875.
La hierba de fuego
Episodio del siglo XV
A mi querido hermano político,
Paco Silba y Bustinduy.
La Botánica, lo mismo que la Historia, ha tenido su mitología,
sus fábulas y sus maravillosas creaciones; áun recetan los médicos
algunas plantas cuyas virtudes resisten á la malicia de este siglo
incrédulo, como el árnica: no las nombro, porque no es mi ánimo atentar á
la reputacion de esos respetables vegetales, que ocupan honroso puesto
en la anaquelería de los drogueros y herbolarios: plumas algo más
revolucionarias que la mia relegarán al humilde empleo de ensaladas á
muchas hierbas que vende el boticario usurpando sus funciones á la
honrada verdulera. Contentémonos, por ahora, en no creer, como asegura
Nieremberg, que pueden nacer espinos en el vientre, como cuenta de un
pastor, añadiendo que todos los años florecia aquella planta : y
lamentémonos de que se haya concluido, y no se venda en nuestros
mercados, la fruta llamada mirbolanos, que, segun Ficino, prolonga la
vida y preserva de la vejez, si bien me inclino á sospechar que esa
fruta existe todavía, mirando á ciertas mujeres que hace veinte años
podian ser mis abuelas, y hoy pasarian fácilmente por mis hijas.
Otros autores más ó ménos graves que cita el reverendísimo P. Fuentelapeña, afirman cosas relativas á las plantas, no ménos admirables y estupendas. Solórzano habla de una hierba, que cuando pasa álguien cerca de ella, alarga una de sus varas y le sacude un garrotazo; figúrese el lector la situacion de un viajero extraviado en un bosque donde abundasen dichas plantas.
Plinio asegura que las ortigas marinas mudan de sitio y se encogen, para ensancharse cuando se aproxima un pececillo, envolverle en su red y devorarle. Otros varios autores citan una planta llamada Boromez, que tiene la figura de un cordero, pace la hierba que crece alrededor, y muere cuando el pasto se le acaba: Zonaras y Mayolo sostienen que existe una hierba que huye de las gentes, por lo cual sólo deben sembrarla los labradores que tengan buenas piernas para recoger á la carrera sus cosechas: y finalmente, Fortunio Lizeto refiere que en los montes Caspios se crian unos melones muy grandes, cada uno de los cuales tiene en su fondo... (asómbrese el lector) un robusto cordero.
Si todo esto se creia en el siglo XVII, y no se podia ménos de creer cuando lo afirmaban personas sérias, ¿qué extraño que en el siglo XV, época de mi historia, tuviesen fe los sabios en otras patrañas semejantes? De ellas estaban atestados los libros griegos y latinos: los moros y judíos mezclaban en sus escritos las observaciones del físico con las supersticiosas maravillas orientales. El célebre D. Enrique de Aragon, marqués de Villena y protagonista de este episodio, en su arte cisoria recomienda á los cortadores que trinchan en las mesas reales, el uso de sortijas con piedras «valientes contra ponzoña é aire infecto», y entre otras, la llamada «pirofiles, la que se face del corazon del home muerto, con veneno cocho, lapidificada en fuego reueruerante», piedra descrita por Aristóteles: y cita el mismo Marqués, entre otras carnes que se comen por medicina, «la del Ome, para las quebraduras de los huesos... la del Habubilla para aguzar el entendimiento, la carne del cauallo para fazer Ome esforzado...», y otras muchas.
La hierba de fuego no es invencion mia; mucho despues del siglo XV se creia en su existencia, si bien calculo que nunca llegó á venderse en las boticas: llamábanla zinopasto ó Agla ofentide terrestre. Si ni nuestros abuelos, ni nuestros padres, ni nosotros la hemos alcanzado, no debe sorprendernos: tanto ha llovido desde entónces, que esa hierba quizás se haya apagado.
I
Don Enrique de Aragon, señor de Iniesta, el sabio, el célebre Marqués de Villena, el más aristócrata de los brujos en las consejas populares, yacia en una silla, postrado y sin fuerzas en el cuerpo, miéntras en su espíritu se atropellaban las ideas, á juzgar por la movilidad de su fisonomía. De pié y en un rincon estaba un escuálido escudero que, por su traje negro y raido, más parecia físico sin enfermos que criado de un alto personaje: el pobre hombre, ora observaba con cariñosa inquietud al enfermo, ora seguia con estúpidas miradas las nubes de humo que producia en el hogar la leña verde y tragaba con avidez la campana de una gigantesca chimenea. Grandes volúmenes colocados en una antigua estantería; manuscritos desordenados con caractères góticos de colores variados é idiomas diferentes, instrumentos de Geometría y otros objetos de estudio que llenaban una ancha mesa; un laud viejo colgado en la pared, un lecho monumental con las armas de la casa de Aragon, y algunas sillas rotas, daban á aquella estancia un aspecto de majestuosa pobreza.
El señor de Iniesta, envuelto en un largo balandran de mucho abrigo, tenia los piés cerca del fuego, y el cuerpo apoyado en un cabezal puesto en el respaldo de la silla. Era hombre de unos cincuenta años de edad, aunque representaba ya sesenta: su estatura era corta, su cuerpo grueso y su color arrebatado.
—¡Miguel! dijo con voz desfallecida D. Enrique, es preciso que haga un esfuerzo y que salgamos esta noche.
—¿Vuesa merced está en su juicio? contestó alarmado el escudero: ¿salir á estas horas en un 15 de Diciembre? La villa de Madrid es de las más frías y malsanas que conozco: el glorioso rey D. Alonso VIII perdió en ella su hijo primogénito; aquí han muerto...
—Déjate de citas, buen Ramirez, porque no has menester convencerme de lo que por mí propio experimento; desde que estoy aquí la gota apénas me ha dejado reposar, y hoy me quita la vida esta maligna fiebre.
—Lo mejor sería llamar al bachiller Fernan Gómez... dijo Miguel Ramirez.
—Guárdate bien de traer á ese importuno, que me hablaria de los húmedos y de la sangre corrupta, y extraeria tazas de sangre de mi cuerpo como se saca vino de un cuero.
—Pires es un físico aprobado, y de la cámara Real.
—Yo le repruebo; ademas de inexperto es hombre sin letras é incapaz de escribir una mala carta. Por otra parte, siento subir la fiebre y voy creyendo que no hay poder humano ni medicinas que puedan ayudarme.
Miguel Ramirez rompió á llorar como un niño.
—Miguel, dijo con acento conmovido D. Enrique, voy á explicarte el interés que tengo por adquirir esa hierba prodigiosa que ha visto Asser en la huerta del obispo de Cuenca. Era yo jóven cuando vino á la córte le mi difunto primo el rey D. Enrique III, Un embajador del gran Tamerlan de Persia, hombre práctico en el estudio de las lenguas y eminente en las ciencias ocultas: llamábase Mahomad Alcagi , y á pesar de ser pagano, gustaba de conversar con monjes y no frecuentaba el trato de los nobles, que sólo le hablaban de cabalgar, del juego de la lanza y de la barra y de ejercicios corporales: como le dijeron mi aversion á toda clase de armas, me tomó gran aficion, y un dia hizo mi horóscopo, segun usan los persas. «Pasaréis grandes trabajos, me dijo, y se verterá por vuestra causa mucha sangre; pero no lograreis ser verdaderamente sabio, feliz y respetado, hasta que poseáis la hierba de fuego, que sólo se ve de noche y en tinieblas. Esta la encontraréis cuando os veáis en la mayor tribulacion.»
—Señor, contestó Ramirez, vuestra merced me ha dicho muchas veces que la Iglesia reprueba esos hechizos.
—Es verdad; pero contempla nuestro estado: los nobles me desdeñan, la que fué mi esposa me abandona, el seguir mis estudios requiere mucho oro, y ni áun tenemos con que pagar mis medicinas; la enfermedad me ahoga, y si hoy muriese, apénas dejaria para pagarte tus soldadas.
—¿Y piensa vuesa merced en esa miseria? dijo Ramirez afligido. Yo le sirvo por lealtad; gocé á su lado el tiempo próspero, y tengo orgullo en participar de sus desgracias; no cambiaria mi destino por el de mayordomo de palacio; sólo me aflige que vuestra merced se entregue á ciertas lecturas y frecuente ciertas compañías....
—Escucha bien, Ramirez: si hoy muriese, quemarian mis libros sin leerlos: mis libros, que son tantos como ningun otro ha escrito: no tengo hijos ni herederos que vuelvan por mi nombre, y dejo en la tierra muchos enemigos poderosos. ¿Puede darse mayor tribulacion? Y hoy me asegura Asser que ha visto esa planta. ¿Cómo he de permanecer indiferente? Ramirez, mi buen amigo, yo no puedo moverme de esta silla, es necesario que vayas tú á esa huerta y hagas por mí este último servicio.
—Repare vuestra merced que se trata de una brujería.
—¡Miguel! repuso D. Enrique en voz muy baja, tú tienes tiempo para arrepentirte y yo me muero.
—¡Señor! dijo Miguel besando la mano, iré su amo, iré ahora mismo; pero no puedo dejar sólo á vuestra merced.
—Tendré paciencia un rato.
—¡Oh! no; puede faltar leña á la lumbre, puede sobrevenir un desmayo...
—Tienes razon, repuso el señor de Iniesta, y dijo tímidamente á su escudero: Llama al pobre Asser.
—¿A ese miserable judío? señor.
—Es un sabio, querido Miguel.
—El escudero hizo una señal de resignacion, y dijo luégo:
—Volveré pronto, muy pronto.
—Cuida de apagar la linterna, porque esa planta es tan sensible á la luz, que desaparece á cualquier rayo: lleva un paño negro en que envolverla, y si la consigues, colócala en un desvan oscuro, pero no entres con ella en este cuarto. Ramirez, en tí deposito mi última esperanza, porque creo que ésta es tal vez la noche postrera de mi vida. Apresúrate: siento que me agravo por momentos.
El escudero salió enjugándose las lágrimas y moviendo con desconsuelo la cabeza.
Ya en la calle, llamó á la puerta de una pobre casa, y dijo en tono brusco al que salió á abrir, hombre de edad y en traje de judío:
—Mi amo te necesita; sígueme al instante.
El israelita le siguió con humildad, como hombre acostumbrado á la obediencia.
—¿Quereis decirme si se ha agravado vuestro amo? dijo con interes el judío al escudero.
Está peor, en efecto; pero se trata de que no quede solo miéntras busco la hierba que dices haber visto en la huerta del obispo D. Lope de Barrientos, y con la cual le has vuelto el juicio, brujo miserable.
—Y tanto como la he visto: levantaría del suelo cerca de una cuarta, y oscilaba al menor soplo de viento. Está como á la derecha de la puerta: daria un buen hallazgo al que me presentase un solo tallo.
—¿Y cómo no escalaste la tapia?
—Líbreme Salomon de ese atrevimiento: el obispo don Lope es muy severo con nosotros.
—Entra, dijo Ramirez al judío abriendo la puerta de la posada de D. Enrique; cuida del fuego y habla poco, que tu conversacion es dañosa para el alma. Si mi amo se queja de tí, ó si yo noto á mi vuelta algun descuido, te acompañaré hasta tu casa alumbrándote á linternazos.
El judío bajó la cabeza y entró murmurando entre dientes:
—No sé si hallarás la hierba; muchas noches me ha engañado la apariencia: puede ser tambien una de esas piedras que brillan en lo oscuro... Pero de seguro te encontrarás con los perros del obispo, bárbaro escudero.
Cuando Asser entró en la habitacion de D. Enrique, éste se hallaba adormecido: á la excitacion de la fiebre habia sucedido un gran abatimiento. El judío, al verle, hizo un gesto de dolor.
—La enfermedad ha caminado muy de prisa; le han muerto sus propios pensamientos, dijo con tristeza, tomándole el pulso: no le queda apénas una hora de vida; volverá en sí un breve rato, y luégo la máquina cesará sus movimientos. ¡Lástima de hombre! con él se extingue la mejor inteligencia de Castilla. Gran amigo pierdo; él me apretaba la mano y me trataba como á igual, miéntras los criados y villanos me humillaban como superiores: ¡qué sería de nosotros si esos implacables plebeyos se convirtiesen en señores!
Y Asser contemplaba con melancolía la cabeza de don Enrique, cuya barba descansaba sobre el pecho.
Dentro de un rato, prosiguió el judío, volverá Ramirez, y buscará un confesor para aterrarle con las tristes ceremonias con que su religion despide al moribundo. Y despues de una vida de trabajos, morirá temblando, arrullado por el monótono rezo de agonía. ¡Oh, no! yo debo pagarle su amistad prestándole el último servicio.
Y el judío sacó de su faltriquera una bolsa, y de ella una pequeña caja que contenia unos polvos; vertió cierta cantidad en una copa con agua, agitó ésta y se acercó al enfermo con cariño.
—¡Don Enrique! ¡D. Enrique! dijo golpeándole con suavidad en el hombro.
El señor de Iniesta alzó la cabeza y fijó una mirada en Asser sin conocerle.
—¿No conoceis á vuestro amigo?
—Ramirez, ¿no es verdad? Esa luz que veo será la planta que buscábamos.
—Ha empezado el delirio, pensó Asser; aumentémosle, convirtiendole en satisfaccion ó voluptuosidad; el efecto de este narcótico durará más tiempo que vida le queda á mi pobre amigo; el delirio que produce tiene una extraña apariencia de verdad y siempre lleva al ánimo ideas de ventura. Tomad la medicina, añadió aproximando la copa á los labios del enfermo.
Este bebió maquinalmente la mitad de la dósis, pero fué imposible que la tragase toda.
—No importa, siguió diciendo para sí aquel extraño enfermero; tiene ya lo suficiente.
Y Asser derramó el sobrante de la copa.
—Conviene no dejar huella ninguna; dirían que esto es veneno ó un hechizo, no siendo otra cosa que el tallo seco del cáñamo.
Despues el judío quedó observando á D. Enrique de Aragon con interes extraordinario.
Pasaron muchos minutos; el señor de Iniesta articuló palabras incoherentes, y por último apareció en su rostro una sonrisa que se reflejó al instante en el atezado semblante del judío, pero acompañada de dos lágrimas.
—Muere gozando dijo Asser, tú que has sido infeliz toda tu vida.
II
La vida real continuaba verificándose aparentemente en el cerebro de D. Enrique, con tal verosimilitud y con tal relieve, como si en efecto aquello sucediese: el narcótico daba reposo al cuerpo, y á la imaginacion vida y movimiento.
Don Enrique, ágil y contento, paseaba por la cocina, y Miguel
Ramirez, con una llave en la mano, puesto al lado de la ventana, parecia
aguardar á alguno, impacientándole su tardanza.
La mesa estaba puesta: blanco mantel la cubria, plateles, copas, naos y demas utensilios de vajilla que se usaban en el siglo XV, pues corria por entónces el mes de Diciembre de 1434: cuchillos de várias clases con las armas de la casa de Villena en el mango plateado, relucian sobre el mantel en compañía de aquellos instrumentos de dos ó tres púas, llamados brocas ó tridentes, que fueron los abuelos de los modernos tenedores.
Sin embargo de estos preparativos, ningun caldero hervia en el inmediato hogar, ningun ave volteaba en el asador; la mesa estaba dispuesta, sólo faltaba la cena.
El Sr de Iniesta escuchaba en la calle el diálogo de dos curiosos, que sin duda estaban observando á través de una rendija de la ventana.
—Créeme y alejémonos de esta casa: es la hora en que los espíritus hacen de las suyas.
—Déjame un instante y no temas; nunca salgo de noche sino cargado de reliquias.
—¿Notas algo? decia el más tímido con recelo.
—Ya lo creo: estoy observando que hay dos asientos preparados en la mesa y una sola persona: nada veo calentándose en la chimenea, y el Marqués se pasea pensativo, discurriendo sin duda una buena cena, que aparecerá probablemente por los aires.
—Dicen que es muy sabio; pero ¿crees que con la imaginacion y á fuerza de estudios se pueden improvisar perniles y faisanes, como trovas y libros de cocina?
El escudero, á quien se hacía la broma algo pesada, dió en la ventana algunos golpes con el cuento de la espada, y se oyeron en la calle los pasos precipitados de dos personas que huian como seguidas de fantasmas.
—¿Qué haces, Miguel Ramirez? preguntó D. Enrique suspendiendo su paseo.
—Señor, espantaba á dos villanos que estaban junto á la reja tratándonos de brujos.
—Mala fama tenemos, respondió el caballero sonriendo. Pero dime, ¿estás seguro de la promesa de Jarava?.
—Figúrese vuestra merced si habré prestado atencion á sus palabras; no nos quedaba para cenar otro recurso. « Decid á vuestro amo, me repitió, que quiero esta noche lucirme en su presencia, trinchando, segun las reglas de su arte cisoria, algunas viandas cuyo córte me han alabado y cuya destreza debo á sus lecciones: tened vos, señor escudero, dispuesta la mesa, que la cena yo la llevaré en persona.»
—Pues el amigo Sancho Jarava se retrasa.
—Se habrá prolongado la cena del Rey vuestro sobrino.
—Tal vez: su oficio de cortador es de los que requieren más puntualidad en la asistencia.
—¡Él es! dijo con júbilo Ramirez ovondo algunos golpes en la puerta; y descolgando un candil plateado, salió á abrir á Jarava, que entró seguido de dos mozos, cada uno de los cuales llevaba una tabla en la cabeza, y en el brazo derecho un cesto ó una arqueta.
Don Enrique de Aragon salió al encuentro de su huésped y le recibió con verdadera alegría.
—Perdonad, le dijo, que os reciba de una manera tan pobre, como conviene á un señor sin estados: ya lo veis, no hay paños franceses en las paredes, ni piezas de oro y plata en mis aparadores, ni pieles de leon en las puertas, como tiene el Condestable en su casa de Escalona.
—La honra de servir á vuestra merced es lo único que buscaba al venir á esta posada, señor maestre.
—¿Maestre? contestó D. Enrique: lo fuí de Calatrava, pero hace veinte años que anularon mi eleccion.
—Pues bien: señor Marqués de Villena, Conde de Rivagorza y de Cangas de Tineo.
—Hice renuncia de mis estados en favor de la Corona: llamádmelo que soy, D. Enrique de Aragon, señor de Iniesta, y suprimid la merced, que estamos entre amigos, y vamos á cenar.
Los mozos habian colocado las viandas junto al fuego, y la cesta y el arqueta en el aparador.
—Voy á serviros en toda regla, dijo Sancho Jarava abriendo el arqueta, de la cual sacó un estuche de cuero de ciervo y algunos paños finos: colocó éstos sobre una nao plateada, puso encima los lienzos, y sobre ellos cinco cuchillos de formas diferentes, que cubrió con un paño finísimo en que estaban bordadas las armas de Castilla.
—Perdonad, amigo, dijo el señor de Iniesta deteniéndole: no consiento que entreis en esos pormenores. Años hace que practicáis vuestro oficio en la mesa Real, y no necesitáis hacer más pruebas: partiréis con el cuchillo las viandas, puesto que os empeñáis en hacer gala de destreza. Ahora sentaos, que Miguel Ramirez os tiene preparada el agua de manos.
Sancho Jarava hubo de rendirse.
Ramirez, que habia colocado las cacerolas en el fuego, aspirando con deleite su perfume, y vaciado de la cesta algunos panes, botellas, hojaldres, nuégados, turrones y otros postres, colocó al lado de Jarava una ensalada de coliflor.
—No me habeis dicho, amigo Jarava, cómo está el Rey mi sobrino y qué pasa en la córte.
—Su señoría el rey D. Juan II tiene excelente salud, y se ocupa en arreglar unas estrofas del poeta Juan de Mena.
—¿Y el condestable D. Alvaro?
—Aquí, entre nosotros, D. Alvaro de Luna cree que sois su enemigo y estais en combinacion con un fraile del Monasterio de la Mejorada, famoso nigromántico, que ha predicho su ruina y su caida.
—Veo en ello la mano de mi antigua esposa doña María de Albornoz, su parienta, que le ha nombrado en vida su heredero, temiendo acaso que yo la sobreviva y reclame sus dominios. Hace mal: soy más viejo que ella y el estudio me ha quitado mucha vida.
Y D. Enrique de Aragon, el ex-marqués de Villena, el ex-maestre de Calatrava, miró fijamente á Sancho Jarava, cortador del Rev D. Juan II, y dijo despues con ligereza:
—Partid ese cabrito, cuyo abultado vientre me indica alguna sorpresa del cocinero.
Sancho Jarava hundió el tridente en el cuerpo del animal, que dividió con verdadera maestría, sacando una chocha en el tenedor, la cual colocó sobre una rebanada de pan extendida en un plato para que no la enfriase el contacto de la loza, y sirvió á D. Enrique en un instante los muslos del ave y la pechuga.
—Admirablemente partida: no he visto jamas tal prontitud y ligereza: no ha perdido nada de su calor: parece que habeis hecho la operacion por arte mágica.
Jarava y D. Enrique hicieron los honores al asado como personas entendidas.
—¿Es vuestra la idea de haber sazonado el ave echando la sal y el jugo de limon ántes de asarla? dijo el de Aragon.
—Mia es, contestó Jarava con orgullo.
—Pues hemos de corregir mi arte cisoria, y donde dice que se echen la sal y el zumo de limon templado con agua de rosa, en las aves partidas, debe escribirse: ningun ave ó vianda se presente sin la sazon y el agrio conveniente, que debe darse al manjar en el horno mismo. Dadme sesos de cabrito, amigo Sancho, que huelen á jengibre que es un consuelo.
El cortador del Rey se habia esmerado en la cena: lomo foraño adobado; besugo fresco, plato entónces en Madrid muy estimado; un pavo servido con la cola en forma de abanico, y otras viandas de las que se componían los monótonos pero abundantes banquetes de aquel tiempo; se habian destapado diversos vinos, unos procedentes de los vecinos pueblos, otros venidos de Málaga; vino que, á pesar de ser cristiano, no estaba bautizado.
—Me dais un festin suculento: nunca he comido manjares mejor sazonados ni bebido vinos tan aromáticos.
—Aun os falta lo mejor, contestó Jarava sonriendo.
—¿De véras? Sois un verdadero encantador, y mi fama de brujo palidece ante vuestro arte: hemos debido cenar en el triclinio, como hacían los romanos, para gozar con descanso y voluptuosidad de este banquete.
—Partid, D. Enrique, esa empanada.
—¿Sabeis que me tiembla el pulso de emocion ántes de alzar la tapa? Creo que ha de salir de este pastel el ave Fénix... Pero ¿qué es esto? un escrito con firma Real.…
Y el Sr de Iniesta, trémulo y lleno de esperanzas, leyó un alvalá en que el Rey le concedia un cuento de maravedises, miéntras se le ponia en posesion de sus Estados ó de otros equivalentes, cual convenia á su inmediato parentesco con D. Juan II.
—Me parece un sueño, repetía con júbilo D. Enrique, levantándose y dando un abrazo á Sancho Jarava.
—El Rey, contestaba éste, ha leido algunos de vuestros escritos, y en particular el Arte de trovar, y desea veros para manifestaros su satisfaccion.
—Iré mañana mismo á besar la mano de su señoría.
—Ademas, ayer en la comida, respondió por vos á una alusion que os hicieron.
—¿Alusion?
—Un paje, que hablándose de cierta brujería, dijo que se habia hecho por arte de D. Enrique de Villena, «Reportaos, contestó el Rey severamente: D. Enrique es pariente mio, y es un sabio y un católico: leed su libro titulado Los doce trabajos de Hércules, que está lleno de máximas y ejemplos, y debían aprender desde los príncipes hasta los siervos.»
Don Enrique de Aragon no podia disimular su regocijo.
Probablemente aquella íntima satisfaccion habia producido las sonrisas que observó Asser conmovido.
Cuando Sancho Jarava se hubo despedido, Miguel Ramirez entró otra vez en la habitacion, y dijo con mal humor á su amo:
—Señor, una judía quiere hablar á su merced: ¿le digo que está ya recogido?
—¿Es jóven?
—No lo sé, replicó de peor hilante el escudero; viene tapada; acaso sea vieja.
—Es lo mismo; hazla entrar, buen Miguel: el santo rey D. Fernando temia más que á los moros las maldiciones de las viejas.
Instantes despues, D. Enrique recibia cortésmente á la tapada; ésta parecia acobardada de su atrevimiento, y el señor de Iniesta tuvo que animarla para que se sentase y expusiera sus deseos.
—Señor, me han dicho que es vuestra merced muy bueno con nuestros hermanos.
Don Enrique se sonrió.
—Me han dicho tambien que es vuestra merced muy sabio y que ha escrito un libro sobre el mal de ojo.
—Es verdad lo último, contestó el de Villena, pero declaro en mi obra que ninguno debe hablar de lo que no ha visto, y en lo que allí trato me refiero á la autoridad de otros escritores. ¿Teneis enfermo algun hijo?
—¡Oh! no, señor, se apresuró á decir la judía; yo no soy casada.
—Perdonad; como estais tan encubierta
—Es que ahora me avergüenzo de haber venido, y quisiera salir.
—¿Tan pronto y sin atreveros á hacerme vuestra confidencia? ¿Acaso mi aspecto no corresponde á la idea bondadosa que de mí habiais concebido?
—No tal, se apresuró á replicar la hebrea; vuestra merced me era conocido.
—¿Y yo os conozco?
—Tal vez si me descubriera; aunque acaso no recordeis haberme visto.
—¿Sois jóven?
—Tengo quince años.
Aquella respuesta combinada con el grato perfume de ámbar que exhalaba el traje de la hebrea, despertó el interes de D. Enrique.
—¿Puedo saber vuestro nombre?
—Vuestra merced todo lo puede.
—¡Oh! suprimid el tratamiento; para las bellas no hay rango ni etiqueta.
—¿Quién os ha dicho que soy bella?
—Me lo dice el corazon.
—Porque vuestro corazon es muy bueno, lo cual me ha animado á venir sola á esta casa.
—¿A consultarme sobre la fascinacion ó mal de ojo?
—Sí; mi padre me asegura que hay personas que dañan con la vista.
—Dícese que algunas mujeres matan con la mirada.
—Y ¿qué sienten los aojados?
—El fascinado busca el lecho, pierde el apetito, rechaza las medicinas, aprieta las manos escondiendo los pulgares, tiene el oido muy fino, suspira, y sus ojos miran hácia el suelo. Pero vos no estais seguramente fascinada.
—¿Por qué?
—Porque el ámbar es preservativo, como el almizcle, el áloe, el clavo, la corteza de manzana y todos los buenos olores.
—¿Y si á pesar de todo estuviera fascinada?
—Los moros suelen usar para curarse el rocío de Mayo, y cuelgan del cuello monedas horadadas, libros pequeños, escritos y conchas de colores. En Castilla cuelgan á los niños en el cabello manezuelas de plata con pez é incienso: tambien se emplea el coral, la raíz de mandragora, piedra esmaltada de jacinto, dientes de perro y otras muchas supersticiones. En Persia cubren con un paño mojado la cabeza del niño, y déjanlo secar; si salen manchas en el paño se queda en ellas toda la maldad del hechizo.
—Y ¿qué remedio me aconsejais entre tantos?
—¿A vos? ¿Cómo quereis que os medicine si escondeis la cara y no os he tomado el pulso?
La hebrea sacó de debajo el manto una mano blanquísima. El Marqués se apoderó de ella al instante y dijo en tono grave al ver cómo temblaba aquella mano dentro de la suya:
—No basta aún: el pulso se toma á los hechizados sobre el mismo corazon.
—¿Sobre el corazon? exclamó la niña retirándose.
—Y la razon es muy sencilla, añadió D. Enrique: á vuestra edad se confunde esa dolencia con otra ménos grave.
—¿De véras?
—Con la del amor.
—¿Creeis que ame? dijo la niña con voz trémula.
—¿Os ha mirado con mucha fijeza algun hombre?
—Me ha mirado.
—Pues por la vista entran el amor y los hechizos.
—¿Y se confunde la enfermedad?
—Tanto, que he oido decir á una maga que ejerce su profesion en Valladolid: «Sólo vienen á consultarme madres con niños en los brazos, ó jóvenes enamoradas.» ¿Quereis saber si es amor ó son hechizos? dijo el Marqués sonriendo.
—Tengo miedo.
—¿De estar embrujada?
—¡Ah! No señor.
—Y temiendo la prueba, ¿cómo os habéis determinado á venir á mi posada? El Marqués sintió en la mano de la desconocida un brusco estremecimiento.
—¿Quereis que averigüe el nombre de la persona á quien amais?
—No, no, dijo levantándose la judía.
—¿Y no me diréis el vuestro? ¿No os descubriréis el rostro como me habeis prometido?
—Ya es imposible, contestó haciendo ademan de retirarse la desconocida.
—¿Qué es esto? pensó D. Enrique: ¿será posible que mi corazon rejuvenezca y venga el amor á buscarme á mi retiro? Y añadió dirigiéndose á la hebrea: ¿Os alejais?
—Perdonad si os he molestado.
—¿Creeis que no sabré vuestro nombre, aunque tratéis de ocultármelo?
La niña se detuvo y preguntó con terror:
—¿Teneis medios de saber quién soy?
El Marqués, viendo el buen efecto de su ardid, añadió con tono muy formal:
—Y de averiguar quién es el hombre á quien amais.
La judía lanzó un gemido y se recostó en la pared para no caer al suelo; el Marqués se aproximó á ella con grave respeto y la dijo con dulzura:
—¿Por qué tratais de abandonarme, si para mí no puede haber secretos?
—Pues bien, tened compasion de mí y no digais los mios á mi padre, dijo la niña descubriéndose la cara.
Don Enrique se quedó maravillado; era la linda Sara, hija de Asser, cuyos negros ojos y hermosísimo rostro habia contemplado algunas veces suspirando.
—Pero ¿y vuestro padre? dijo atrayéndola hácia sí, y mirando con deleite aquel semblante virginal y delicado.
—Mi padre trabaja y me juzga recogida. Vos teneis la culpa de mi atrevimiento.
—¿Yo, divina Sara?
—Sí, vos: ¿por qué me mirabais tanto siendo brujo?
Asser echaba leña en el fuego miéntras D. Enrique continuaba dormido.
Entre tanto la accion del narcótico iba en aumento en el cerebro del enfermo, y el sueño iba tomando cada vez un carácter más vago y vaporoso.
Sara habia introducido sigilosamente á D. Enrique en el
laboratorio de Asser, que retiraba del fuego un crisol hecho ascua,
derramando su contenido en una piedra.
—¿Es oro? dijo D. Enrique, sin saludar al judío, y presentándose bruscamente.
—No, contestó éste sin sorprenderse aute aquella aparicion: es mercurio filosofal, obtenido bajo la influencia de los astros que presidieron á vuestro nacimiento: derramado en esta piedra y pronunciando las palabras rituales, he podido evocaros.
—¿Luego he venido involuntariamente por vuestro conjuro? preguntó admirado D. Enrique.
—Sí, amigo mio.
El Marqués de Villena estaba lleno de asombro, y dijo á su compañero de trabajos:
—Sois más afortunado y diestro: en vano he pasado las noches mirando al firmamento, ó evocando á los ángeles buenos y malos: las estrellas callaban; los espíritus no me obedecian; las nueve esferas me parecían figuras ideales, y sólo veia un espacio ilimitado, sin divisiones ni casillas, de aire sutil, en el cual giraban los astros. El cielo y los libros me parecían en contradiccion, y las matemáticas ineficaces para explicar la relacion entre los astros y los hombres...
—¿Habeis consultado las entrañas de las aves?
—Sí; pero en vez de hallar en ellas lo porvenir, sólo he encontrado el arte de trinchar.
El judío sonrió y D. Enrique dijo:
—¿Me necesitabais?
—De nadie necesito.
—¿No sois un pobre judío?
—Según vuestros libros, pertenezco al estado de mercader, en mi calidad de boticario.
—No tal, respondió el Marqués; perteneceis al estado de maestro.
—Estais equivocado, mi clase no está descrita en vuestra obra. Soy del estado de los espíritus.
Don Enrique de Aragon le miraba con extrañeza.
—Sí, amigo mio, viven aparentemente al lado vuestro hombres y mujeres, con aspecto corpóreo, que nacen y mueren al parecer, y fingen vivir como vosotros: miéntras los demas hombres se preocupan de su propio bienestar y gastan su vida en procurarse goces materiales, nosotros alimentamos las ciencias, descubrimos los secretos naturales, perfeccionamos los idiomas, difundimos las ideas y trabajamos para todos. ¡Ay de la generacion en que falten los espíritus y que sólo produzca esos individuos egoistas que viven para sí exclusivamente! Escucha, Enrique: voy á pagar tu amistad con el pobre judío, proporcionándote el agla ofentide, aquella planta que Mahomad Alcagi juzgó necesaria para que fueras sabio, feliz y respetado: esa hierba sólo se encuentra en mis jardines.
Asser cogió de la mano á D. Enrique de Aragon, y abriendo una puertecilla, le condujo á un jardin fantástico, iluminado por una claridad vivísima, que en vez de ofender, producia en la vista extraño deleite.
Los árboles y las plantas eran de fuego; hilos de luz, en forma de menuda hierba, brotaban de la tierra, é insectos luminosos se arrastraban entre la hierba; cada flor tenía su matiz propio; veíanse colores completamente extraños y desconocidos, un chorro de luz brotaba de un surtidor de jaspe, y aquel líquido de fuego, al caer sobre la piedra, se deshacia en chispas y circulaba por estrechos cauces.
Don Enrique cortó una magnolia de fuego y aspiró con ánsia sus emanaciones, sintiendo que su vida se aumentaba, que ensanchaba con rapidez su entendimiento, que su corazon se inundaba de alegría, que todos los secretos de la creacion se le revelaban, y vió á Sara que le miraba con amor y le esperaba sonriendo.
Pero en aquel momento sintió en su rostro una impresion dolorosa, y haciendo una contraccion sobre sí mismo, se encontró en su alcoba, delante del hogar; Miguel Ramirez estaba arrodillado ante su silla y terna un hisopo en la mano, con el cual le habia rociado el semblante de agua bendita, pero helada. El Marqués, que se creia amado y poderoso, se encontró pobre, viejo y moribundo.
III
Miguel Ramírez habia llegado hasta la huerta lleno de escrúpulos y recelos: ninguna claridad se distinguía en el interior, y cuando se determinó á saltar la tapia, un coro de ladridos le hizo ver que era imposible el asalto.
No tenía otro remedio que retirarse, lo cual repugnaba á su fidelidad; así es que despues de muchas vacilaciones se decidió, no sin haber perdido mucho tiempo, á llamar á la puerta y declarar lo que sucedia al dueño del jardin, que era D. Lope de Barrientos, obispo de Cuenca.
—Hacéis mal en intervenir en asuntos de esta índole, buen Ramirez, é hicisteis peor en dejar á vuestro amo moribundo en poder de un judío, dijo el prelado. Sin embargo, he oido hablar de esa hierba, y no como amuleto, sino como curiosidad, quiero saber si realmente crece en esta huerta: una hierba de fuego no es imposible para el que ha sembrado el orbe de tantas maravillas. Apresurémonos, que quiero ir en persona á auxiliar al moribundo, y enviar aviso á Palacio para que el Rey no ignore el grave estado de su tio.
Recogidos los perros, el Obispo y Ramirez recorrieron la huerta, que era pequeña, en todas direcciones, sin encontrar vestigios del vegetal maravilloso.
—Me han engañado, señor, dijo Ramirez con espanto: ese judío ha querido alejarme para que mi amo muera sin auxilios espirituales.
—No hay que perder un minuto, contestó con interes el Obispo: D. Enrique necesita más que otro el amparo de la Iglesia.
Don Lope de Barrientos dió algunas órdenes, y acompañado de Ramírez y de varios servidores, llegaba poco despues á la posada del Marqués de Villena.
El escudero descolgó una pila de agua bendita y un hisopo que tenía tras de la puerta, y precedió al prelado, rociando los muebles y paredes.
—¡Se ha escapado el judío dijo Ramirez abriendo la alcoba del enfermo. Ese miserable ha huido llevándose el alma de mi pobre amo.
Y cayó de rodillas ante el señor de Iniesta, rociándole el rostro copiosa y piadosamente.
IV
Más que la desagradable impresion del agua helada, hicieron volver en sí al Marqués de Villena la presencia de su escudero, el triste espectáculo de la realidad, y esa reaccion final con que la vida se defiende de la muerte.
—¡Áun vive! exclamó con efusion el escudero.
Don Enrique, entre tanto, le interrogaba, sin hablar, con su mirada fija y expresiva.
—¿Ha sido inútil tu viaje? dijo por fin el enfermo.
El escudero no se atrevia á contestar: D. Enrique prosiguió diciendo:
—¿Por qué habré despertado?
Y cerró los ojos, tratando de reanudar el sueño y volverse al mundo fantástico de Sara; pero cuanto más queria alejarse de la realidad, ésta se le representaba con más triste relieve.
—Ramírez, dijo el Marqués con amargura: descuelga mi laud y échale al fuego. Ese instrumento de placer sollozaria entre mis manos: mi alma ya no existe: si áun parece que vivo, es porque el dolor, dentro de mí, hace las veces de alma.
El escudero arrrojó el laud al fuego.
—¿Ves que bien arde? Era muy viejo, como mi corazon; los corazones secos tambien se incendian fácilmente.
El Obispo de Cuenca permanecia detras del enfermo, sin que éste reparase en su presencia.
—Adiós, doña Maria, primer amor mio: adios, blasones de mi nobleza; adios, Asser, mi compañero de estudios; Ramirez, compañero de pobreza; Sara, último latido de mi corazon. Adios, libros mios, lazo que me unirá con las gentes venideras, depósito de todos mis pensamientos, resúmen de todas mis vigilias. Adiós, cuerpo envejecido, cómplice de mis flaquezas y estímulo de mis vicios, diligente servidor en otro tiempo, y hoy caduco y molesto huésped. Todos sois amigos que dejo atras, miéntras mi alma continúa su viaje solitaria y afligida.
—El alma que se eleva á Dios no es un alma solitaria, dijo el Obispo adelantándose.
—¡Ah! ¿sois vos, D. Lope? exclamó D. Enrique sorprendido. ¿Qué venís á hacer en esta casa?
—Cumplir mi deber, D. Enrique; somos los cortesanos del dolor, y aquí reina en toda su grandeza.
—¿Habeis oido?
—Don Enrique, la religion abre los brazos al afligido, pero no adula al soberbio. Reconcentrad el espíritu y ved si habeis merecido ese dolor.
El Marqués de Villena calló.
—Recordad que por la ambicion del Maestrazgo os divorciasteis de doña María Pensad... si cumplisteis bien con vuestro carácter de prelado: si la adulacion pudo más en vos que vuestros deberes de esposo; meditad en la sangre que por vuestra culpa se ha vertido, y decid si con semejante vida teneis derecho á pedir una muerte apacible y sin contrariedades.
—Hace de eso tanto tiempo... contestó el Marqués.
—El pecado no prescribe sino con la penitencia.
—Ademas, añadió el Obispo, ¿en qué empleasteis la ociosidad en vuestra villa de Iniesta?
—He pasado veinte años estudiando.
—Sí: se os ha visto en compañía de astrólogos, gastando vuestro entendimiento en locas especulaciones prohibidas por la Iglesia; habéis saciado vuestra gula, y no habéis combatido las tentaciones de la carne; habreis tenido correspondencia con infieles
—La fama de mi nombre hacía que me consultasen.
—Como entendido en la cábala y en la magia, ¿no es cierto? Don Enrique, no buscabais la ciencia por el camino recto, y vuestro entendimiento se ha extraviado: y si no, ¿qué habeis encontrado en esas ciencias que no se enseñan en nuestras universidades?
—Nada: verdades desfiguradas, errores bien vestidos, misterios, sombras, miedo. Supersticiones de viejas convertidas en sistema científico por locos.
—Don Enrique, más os ha seducido la lectura del libro Raziel que la de los Santos Evangelios.
—Yo buscaba la verdad en todas partes.
—¿Y creiais que un ángel habia revelado á un hijo de Adan las fórmulas con que se llama á los espíritus?
—Yo no creia: averiguaba...
—¿Habéis hecho algun bien?
—He sido tan pobre...
—No, D. Enrique, no habeis sabido gobernar vuestra hacienda; habeis roto con la Nobleza, aficionándoos al trato de gentes despreciadas, y despreciando el ejercicio de la guerra, que es obligacion natural de todo cristiano en una tierra conquistada por infieles. No es el mundo quien os abandonó, sino vos el que os alejasteis de ese mundo, rompiendo sus costumbres, saltando por sus leyes y muriendo como incrédulo.
—¿Incrédulo decís? exclamó D. Enrique con extraño acento.
—Estais muriéndoos; teneis la conciencia cargada de delitos; se halla á vuestro lado un sacerdote y no le haeéis pedido confesion.
Don Enrique bajó aterrado la cabeza, consultó su memoria, miró en torno suyo, y dijo humildemente:
—Acercaos, D. Lope, que voy á decir todas mis culpas.
El Obispo de Cuenca se aproximó al enfermo, y su oido penetró en aquella oscura o fantástica conciencia: el enfermo palidecia; el confesor temblaba; los troncos que se retorcian en el fuego lanzando gemidos parecian espíritus que protestaban de aquella santa ceremonia.
V
Media hora más tardo, el Marqués de Villena, tranquilo y resignado, decia con voz casi apagada al Obispo de Cuenca:
—Todo es vanidad; sólo es real lo eterno. Haced que sea quemada mi librería; húndanse conmigo esos volúmenes que he amontonado por orgullo, y que á nadie pueden aprovechar, puesto que no me disiparon ni una sola duda. ¿Qué es la fama, si áun lo tangible se vuelve humo al borde de la tumba?
Aquellas fueron las últimas palabras del Marqués, que alzó al cielo los ojos miéntras el sacerdote le al solvia.
El Obispo de Cuenca veia espirar al moribundo sin que llegase la Comunion: la respiracion del Marqués se hizo fatigosa y sus miradas se extraviaban.
—Muere en Dios, dijo al ver que lanzaba un largo suspiro, acaso el último.
En aquel momento se oyeron grandes voces en la calle.
—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!
Cuando entraba en la posada el sacerdote que iba á administrar la Santa Eucaristía al enfermo, un bulto, que salia huyendo de la casa, atropelló al sacerdote.
Era Asser, que, ciego y temeroso, aprovechaba aquella ocasion de huir para ocultarse.
Alzóse un gran clamoreo: unos decian que el bulto era el demonio, que huia de aquella casa para siempre. Las viejas aseguraban que la confesion no habia sido sincera, y que el alma del Marqués de Villena, al abandonar su cuerpo, habia querido impedir que el cuerpo de Nuestro Señor entrase en su morada.
La religion habia absuelto al pecador: la voz del pueblo seguia condenándole; para aquélla era un cristiano arrepentido; para la segunda un brujo impenitente.
Epílogo
Si el rey D. Juan II no auxilió en vida á su tio don Enrique de Aragon, en cambio le hizo enterrar con toda pompa. Su cadáver fué depositado en la iglesia de San Francisco, junto al altar mayor, al lado de la Epístola; pero concluidas las ceremonias fúnebres, á que asistió de luto la Grandeza, quedó arrinconado para siempre aquel hombre singular, enemigo de las armas en un siglo de guerreros, apasionado por las ciencias en una época de oscuridad: aquel hombre que en vida vió á la Nobleza de Castilla y Aragon disputarse con las armas sus Estados, y á quien para conservar su maestrazgo le faltó, más que la proteccion del rey D. Enrique III, el amoldarse á las preocupaciones y gustos de su época.
Frente á su sepulcro estaba situado el de un hombre notable, Ruiz Gonzalez de Clavijo, embajador de D. Enrique III en Persia, cuyo libro de viajes áun hoy se lee con gusto , y del cual se extraen noticias importantes. Cuando el templo fué derribado para construir la gigantesca mole que hoy existe en el mismo sitio, ¿qué se hicieron los restos de aquellos célebres señores?
Deciamos que el sepulcro del Marqués de Villena quedó completamente abandonado, y hemos sido injustos. Un hombre seco y macilento, de traje negro y raido, iba todos los dias á rezar sobre el sepulcro y oir una misa por el alma del difunto: parecia uno de esos perros fieles que no pueden apartarse de la tumba de sus amos. Todas las noches, al retirare á su posada, se detenia Miguel Ramirez ante la puerta del templo, y quitándose el sombrero, encomendaba á Dios el alma de D. Enrique.
Una noche, al aproximarse á la iglesia, notó Ramirez que la puerta estaba entreabierta, sin duda por descuido de algun monje. La curiosidad y la atraccion que ejercía para el escudero el sepulcro de aquel á cuyo lado habia vivido tantos años, le determinaron á entrar cautelosamente en el templo. La iglesia estaba á oscuras: sólo se veia una claridad vaga sobre el sepulcro de D. Enrique de Villena: Ramirez creyó al principio que aquella luz era una lámpara, pero mirando atentamente, vió unos efluvios luminosos que se elevaban del sepulcro, oscilando suavemente como movidos por el aire: eran esas fosforescencias que brillan por la noche en los cementerios.
Ramirez cayó de rodillas, y en vez de sus acostumbradas oraciones, sólo salian de sus labios estas palabras:
—¡Gracias, Dios mio, D. Enrique es feliz sin duda; la hierba de fuego crece en su sepulcro!
Ilustracion Española y Americana, 8, 15 y 22 de Febrero 1874.
Mr. Dansant, médico aerópata
A mi querido amigo el Subinspector de Sanidad militar,
D. Eduardo Baselga.
I
Uno de los establecimientos más curiosos de Europa es la casa de salud de Mr. Dansant, fundador y propagador de la aeropatía, ó sea, sistema de curar toda clase de enfermedades por medio del aire.
Abandonado en las calles de París siendo muy niño, Mr. Dansant habia pasado su infancia al aire libre; el aire entrando á través de su destrozada ropa, en vez de alterar su salud, le habia acostumbrado á resistir vigorosamente la intemperie: un herrero, compadecido del granuja, le recibió en su taller y puso á su cargo el fuelle de uno de los hornos: cansado de soplar la lumbre y de la abrasadora atmósfera de la fragua, el muchacho entró de aprendiz en una fábrica de abanicos, y en sus ratos de ocio empezó á estudiar música, dedicándose á aprender el pito, por ser entre los instrumentos de viento el más barato y tener aplicacion en las bandas militares: su ambicion de muchacho le hacia desear el uniforme, que da al cuerpo un aire distinguido.
—Tienes la cabeza llena de viento, decia el fabricante á su aprendiz, cuando éste le aseguraba que con el tiempo haria ruido en el mundo. Ya te cortarán las alas si tratas de volar por tí mismo.
La ocasion se ofreció más pronto de lo que el muchacho se esperaba: el fabricante de abanicos construia tambien otros aparatos: cierto dia se presentó en la tienda un aeronauta y encargó un paracaidas. Luis Dansant fué elegido por su maestro para llevar el aparato al comprador, á quien halló probando un globo: éste se hallaba sujeto por una maroma á unos fuertes anillos de hierro: los gases le inflaban rápidamente y el aeronauta se habia instalado en la barquilla, donde examinó el paracaidas.
—No parece mal trabajado, dijo al aprendiz; pero, ¿quién me responde de su solidez?
—Yo, coutestó rápidamente el muchacho, si V. Me asegura que es bueno el sistema.
—De ese no tengo duda: está conforme con las leyes físicas.
—Entónces me comprometo á hacer la prueba, si usted me permite subir en el globo.
El aeronauta, admirado del atrevimiento de aquel niño, le acogió bondadosamente en la barquilla, pero no le consintió la prueba del aparato, que se hizo con buen éxito en un perro. Luis aspiró con delicia el aire de las alturas: el aeronauta gozaba al observar aquella infantil alegría y propuso al aprendiz que entrase á su servicio. Dansant aceptó con júbilo el ascenso: el aeronauta habia calculado el poco peso de su nuevo ayudante, que en sustitucion de otro cualquiera, le ahorraba algunos metros cúbicos de gas.
El nuevo maestro de Dansant era un sabio y enseñó u su criado y discípulo la física, la medicina y dos ó tres idiomas: vivia del producto de sus ascensiones, cada vez más escasas, por la competencia de otros aeronautas más atrevidos, los cuales en vez de barquilla se elevaban en trapecios, haciendo ejercicios gimnásticos muy lucidos y arriesgados. Para colmo de desdicha, el globo se deshizo, y el maestro de Dausant murió al poco tiempo de una afeccion pulmonal, pidiendo aire.
—Héteme aquí médico sin clientes y sin recursos; mi maestro ha muerto por falta de aire en los pulmones: el aire es el principio de la vida; yo he vivido siempre del aire, ya soplando con un fuelle, ó haciendo abanicos para dar aire, ó recorriendo la atmósfera en un globo. ¡Bah! Tengo travesura y no puedo ménos de flotar en todas partes. Y meditando acerca del aire, Mr. Dansant inventó la aeropatía.
Todo el que pretende pasar por sabio, busca un país en donde no se le conozca: Mr. Dausant se embarcó para Inglaterra, y en todo su viaje tuvo el buque viento en popa; pocos dias despues de su llegada á Londres, se leia en el Times el siguiente anuncio:
«MR. DANSANT, MÉDICO AERÓPATA
»Ha llegado de París, despues de haber salvado la vida á 2.000 enfermos, sin más auxilio que el del aire. En el aire está la salud y es inútil buscarla en otra parte. En la atmósfera hay una oficina de farmacia. Cada sorbo de aire que aspiramos es un trago de vida. El aire es el más eficaz de los agentes terapéuticos.
»Mr. Dansant tiene innumerables certificados de sus curaciones prodigiosas. Admite consultas en su casa al precio de una libra; cinco, si se le llama á domicilio: gratis á los pobres, si presentan: 1.°, certificacion de buena conducta; 2.°, una prueba de pobreza suscrita por cien vecinos; 3.°, declaracion en que conste que el enfermo es hijo de legítimo matrimonio; 4.°, otra de la policía en qiíe se afirme que nunca ha comparecido ante el jurado por infracciones de ley; 5.° y último, un documento que acredite que practica alguna de las religiones positivas.
»La teoría aeropática está desarrollada en un folleto que se vende en casa del doctor.»
Aquel anuncio alarmó á los farmacéuticos de Lóndres, entre los cuales se agotó la edicion primera del folleto: en toda poblacion grande hay millares de enfermos que han ensayado inútilmente todos los sistemas; éstos fueron los primeros clientes del aerópata: las escuelas médicas, desatándose en invectivas contra el intruso, contribuyeron á su celebridad; la novedad del sistema le puso en moda; en pocos dias vendió un considerable surtido de abanicos higiénicos; dos meses despues un especulador se asoció á Mr. Dansant, facilitándole los fondos para fundar un establecimiento digno de la gran ciudad de Lóndres.
II
El edificio, situado en una altura, está sólidamente construido para aprovechar y resistir todos los vientos del mar y de la tierra. Consta de varios pisos, y le rodean cuatro torres con magníficas veletas; las azoteas son un verdadero paseo, por donde salen á airearse los enfermos; cuatro globos constantemente hinchados y amarrados á cables gruesos, que, mediante unas cigüeñas, permiten elevarse el aparato á la altura en que deben tomar el aire los dolientes, permanecen en el espacio inmóviles ú oscilantes, segun el estado de la atmósfera. Adornan la fachada principal la estatua de Eolo y la rosa de los vientos. Los pisos superiores son un verdadero hotel en que la comida y la asistencia, á pesar de su suntuosidad, son gratuitas; sólo pagan los huéspedes el aire que respiran, clasificado en varios precios.
Una maquinaria complicadísima establece y lleva por conductos ú las respectivas dependencias, corrientes de aire a toda clase de temperaturas, aumenta ó disminuye su velocidad por medio de graduadores, y los coloca en diversas condiciones para obrar de distinto modo en el enfermo. Aquéllas desembocan por anchas compuertas ó estrechos tubos, segun tengan que ejercer accion en un espacio grande ó reducido. Las salas de la enfermería llevan el nombre del aire á que se hallan sometidas, y se llaman: sala de aire helado, sala de aires húmedos, sala de aires rápidos, de aire sofocante, de aires colados, de aires enrarecidos, dulces y salados. Una máquina de vapor da movimiento á los diferentes aparatos, calienta el aire, pone en juego una poderosa máquina neumática y desequilibra la temperatura de los depósitos, para producir las corrientes y dirigirlas á través de los tubos y galerías; numerosos aerómetros marcan la velocidad de las corrientes; el viento silba dentro de las habitaciones, y el ruido de la tempestad es constante en el interior del edificio. En el patio hay columpios de diversos sistemas para que el enfermo se airee en todos sentidos, y cestos sujetos á elevadísimas poleas, en que aquél es arrojado desde una gran altura cuando el médico le receta aire vertical. Las señoras no pueden atravesar por ciertas galerías sin sujetarse los vestidos; varios molinos de viento aprovechan el aire sobrante; algunos dependientes llenan vejigas y pellejos de aires salutíferos que se exportan ti los puertos extranjeros.
Un vigía, colocado en la azotea y con la vista fija siempre en las veletas, anuncia todo cambio de viento. De pronto grita en las alturas: «¡Viento Sudoeste!», y llenan al momento la azotea todos los enfermos á quienes aquel aire está prescrito.
Mr. Dansant reconoce á los enfermos en un lujoso gabinete y escribe en un impreso el tratamiento. Sólo presencia algunas operaciones peligrosas, como la de la sala de los torbellinos, en que el doliente, combatido por corrientes de gran poder y opuestas, gira sobre sí mismo, choca contra las paredes acolchadas y es elevado por el aire, hasta que le retiran sin sentido; ó las caidas verticales cuando la altura pasa de cien varas; ó las cauterizaciones aéreas, con corrientes salidas de hornos encendidos; ó la ascension tumultuosa, que consiste en sufrir una tempestad en la barquilla de los globos; ó el columpio gigantesco, en el cual se balancead paciente en una cuerda á cien piés de altura, describiendo arcos de veinte ó treinta varas sobre el abismo. Dos ó tres paralíticos recobraron por espanto el movimiento en aquellos aterradores ejercicios; otros varios espiraron en la prueba.
Alguna vez entraba en el gabinete del doctor un practicante y le decia:
—Los caballeros que bajaron ayer al subterráneo han amanecido tullidos.
—¿Magnifico! exclamaba Mr. Dansant, ahora se verificará la reaccion; que los pasen á la sala de los aires sofocantes. Todo lo habia previsto.
Los enfermos, en aquella agradable transicion del frio al calor, experimentaban un alivio físico, que creian ser de la dolencia principal que padecian.
Cuando el mal resistia al tratamiento, Mr. Dansant tomaba el partido de alejar á los enfermos.
—Caballero, dijo á uno de ellos cierto dia, he agotado los recursos del establecimiento; el estado patológico de V. ha mejorado, he conseguido acelerar la circulacion de la sangre; pero la curacion completa no puede lograrse sin someterle á V. á la accion del Siroco.
El enfermo respondió temblando:
—Haga V. de mí lo que sea necesario.
—Es que... ese viento no lo tenemos en la casa.
—Pero, ¿no tienen ustedes aires abrasadores?
—Amigo mio, V. los necesita calentados por las arenas é impregnados de las emanaciones del desierto. Debe V. partir inmediatamente para el Africa.
—¿Y no podria V. recetarme otro viento? replicó el doliente con acento suplicante.
—Si señor, el Simoun; pero sólo le encontrará V. en el Asia.
El establecimiento aeropático era tambien casa de aclimatacion para personas recien llegadas de los países tropicales; la habitacion del forastero se sometía paulatinamente á toda clase de temperaturas, desde la más elevada á la más baja. Al mes de su entrada en el edificio, un habitante de Jamaica se hallaba en aptitud de pasearse por el círculo polar en traje de batista.
La aeropatía habia sido muy bien acogida por las damas, cuyos padecimientos nerviosos y morales curaba con céfiros suaves, brisas perfumadas, viajes por Italia, carreras á caballo y cambios de aire bruscos y contínuos, desde la atmósfera del tocador á la libre de la calle, de ésta á la de las galerías de un museo, y luégo á la enrarecida de los teatros y conciertos. La mano de un galan, oprimiendo la espalda de una dama, miéntras el cuerpo giraba walsando en una atmósfera ondulante, surtia, segun Mr. Dansant, el efecto de una bizma.
Sucedió que un día se inscribieron en el registro del doctor estos dos nombres:
«Temístocles Diranzo, propietario, natural de Buenos-Aires, edad cincuenta años. Catarro crónico.
«Aura Dirauzo, su hija, id., edad diez y seis años. Palpitaciones en el pecho.»
Mr. Dansant, despues de reconocer á D. Temístocles, le dijo con acento grave:
—Voy á someterle á V. al tratamiento de una corriente marina ecuatorial balsámica de primer grado. Permanecerá V. en su cuarto siete dias.
—En cuanto á esta señorita, necesita un régimen diametralmente contrario. Aires nocturnos de azotea.
—Cuando llegue su aya podrá empezar á medicinarse, dijo D. Temístocles.
—Sería perder un tiempo precioso, contestó Mr. Dausant animado con las dulces miradas de Aura: esta noche tendré el honor de acompañarla.
Y miéntras el padre y la hija salian del gabinete en compañía del conserje, murmuraba entre sí el facultativo:
—¡Aura, natural de Buenos-Aires! ¡Yo, Dansant, fundador de la aeropatía!
Y apoyando la cabeza sobre las manos, quedóse haciendo castillos cu el aire.
III
Las veletas estaban inmóviles, como descansando de una gran fatiga. La niebla, ménos densa que de ordinario, envolvia en una nube el edificio; habian cesado los silbidos del viento artificial de la maquinaria; la atmósfera estaba completamente sosegada, y en medio de aquella calma general, la imaginacion de Mr. Dansant parecia un torbellino.
Aura, envuelta en un hermoso abrigo de pieles, se apoyaba en el brazo del doctor; la azotea estaba solitaria, únicamente en la parte más oscura de la galería se podia divisar, fijando mucho la atencion, un bulto informe que espiaba á la pareja; pero Mr. Dansant, por un exceso de galante delicadeza, paseaba por los sitios más iluminados. Es verdad que en ellos podia ver más á su gusto los negros y expresivos ojos de la hermosa americana y su blanca mano, que asomaba á veces entre las pieles, desnuda de guante, pero cuajada de diamantes brasileños.
La conversacion habia sido larga y animada, como de una niña que, para buscar alivio á su mal, refiere á un médico jóven y complaciente la historia y el origen de unas palpitaciones en el pecho. Palpitaciones inocentes, producidas por las ausencias de su padre para activar la explotacion de minas lejanas, ó recorrer las pampas donde pacian á millares sus ganados. Dausant se sentia conmovido ante aquella espléndida belleza que poseía tan espléndida fortuna, y cuyos ojos, con la candidez de la poca edad, le hacían pudorosas confidencias.
Mr. Dansant era demasiado previsor para aventurarse ántes de tiempo; pero notaba que el influjo de aquellas miradas suaves estaba á punto de destruir la gravedad y compostura que necesitaba al ejercer su severo ministerio.
—Las brisas no han querido favorecernos esta noche; sería peligroso prolongar este paseo en una atmósfera tan calmosa, dijo con acento amable, pero firme.
Aura le dirigió una mirada que parecía significar dolorosa resignacion, y el doctor la condujo á su aposento; cuando se cerró la puerta de éste, Dansant quedó inmóvil un buen rato, creyendo ver ante sí todavía á la americana, pero más seductora y más aérea.
Al fin volvió en sí y exhaló un gemido involuntario al ver enfrente á otra mujer, tambien hermosa y jóven, pero colérica y amenazadora, que, apoderándose de su brazo, ocupó el puesto de Aura.
Era Miss Séphora Wind, doctora en medicina y cirujía, é hija del farmacéutico Mr. Wind; mujer hermosa y atlética, cuya mano varonil no sólo parecia propia para manejar el escalpelo, sino que era digna de una lanza.
Mr. Dansant apretó el paso, temiendo una explicacion en voz alta á la puerta misma de Aura, porque la voz de Séphora era sonora como el trueno. Ya léjos, dijo con enojo:
—Es preciso que concluyan las molestias que toma usted para espiarme. Quiero quedar libre como el viento.
—Ni áun el viento es libre desde que tuvo V. la serenidad de someterle á su sistema.
—¿Con qué derecho me persigue V.?
—¿Y con qué intencion evita V. mi compañía?
—Acabemos; la amistad de V. me honra, pero me abruma.
La robusta inglesa quedó inmóvil y pálida, pero, sobreponiéndose á su emocion, dijo con acento solemne:
—No tengo derecho, segun la ley, para importunarle; V. no me ha hecho promesa formal de matrimonio: en cambio, miéntras satisfacía á su ambicion la modesta fortuna de mi padre, me hacia V. contínuas declaraciones con los ojos. Por eso y sin creer en la aeropatía, he estudiado el sistema, he perfeccionado algunos aparatos, he aprendido hasta el manejo de los globos y he sido cómplice de V. en algunas defunciones; he contribuido á la prosperidad de V. imaginando trabajar al mismo tiempo por la mia...
—Ese estudio le ha servido á V. para aumentar sus conocimientos, amiga mia.
—¿Y tiene V. valor para suponerse mi maestro? ¿De una profesora que, con asombro de la facultad, ha ligado una carótida?
—¡Qué horror! dijo Mr. Dansant; V. ha derramado sangre humana; nuestras opiniones médicas nos separan yo hubiera restablecido la normalidad de aquella artéria sin más auxilio que el del aire...
—Es V. un impostor.
—Y V. infiere heridas mortales á sus clientes, y su padre de V. ensucia el estómago de los habitantes de Lóndres.
—¡Qué ingratitud! Ayer mismo decia yo á mi padre: « Conviértase V. á la aeropatía; el agua es el principal elemento con que hace V. hoy sus combinaciones; ¿por que no ha de servirse V. del aire, cuya adquisicion es más sencilla y cuyas aplicaciones son más inocentes?» Pues bien; quizás podria renunciar al amor que V. me inspira, pero nunca á la retribucion de mis trabajos. La jóven en quien V. se ha fijado no ha de pertenecerle, ¿lo oye V.? Sabré advertirla.
—Señora, para evitar imprudencias que comprometan la salud de mis enfermos, prohibo á V. la entrada en mi establecimiento.
—¿Me arroja V. de su casa? dijo Séphora con acento amenazador. Pues bien; guerra á muerte.
Mr. Dansant se alejó precipitadamente al observar la actitud imponente de Mis Séphora.
El doctor soñó aquella noche en grandes llanuras sin Arboles, todas dedicadas al pasto, y vió galopar por ellas manadas interminables de caballos que aprisionaba con un lazo en las pampas de Buenos-Aires: vió rocas que se abrían ofreciéndole magníficos filones argentíferos, y vió á Séphora persiguiendo á la pobre Aura, bisturí en mano, hasta que conseguia derribarla en tierra y ligarla la carótida.
IV
Mr. Dansant era feliz; Aura le correspondía.
Todas las mañanas la hermosa niña recibía un obsequio aeropático; apénas el alba filtraba su luz tibia por los vidrios de la ventana, penetraba en la alcoba una brisa suave cargada de perfumes. Otra brisa balsámica saturada de olores narcotizantes, la adormecía por la noche. Aura recompensaba aquellas galanterías permitiendo al doctor besar la piel blanquísima de su abrigo.
En uno de los paseos nocturnos en que el médico y la niña hablaban de su amor, y ésta ponderaba los obstáculos que opondria el carácter de su padre, dijo Aura de repente:
—¿Qué capital es el de V.?
Mr. Dansant quedó frio ante aquella pregunta inesperada.
—Doscientos mil francos, contestó con voz temblona.
Una extraña alegría lució en el rostro de Aura y llenó de sospechas la imaginacion de su amante, pero los recelos se convirtieron en júbilo extraordinario al oír estas palabras burlonas de la niña:
—¡Já! ¡já! Es preciso ocultárselo á mi padre. El capital de V. es nuestra renta de dos meses, y don Temístocles es calculador, comerciante y algo avaro.
A pesar de su dominio sobre sí mismo, Mr. Dausant, en un estremecimiento involuntario, oprimió el brazo de Aura.
—¿Qué tiene V.? exclamó ésta mirándole fijamente.
—Nada, nada, un desvanecimiento: los obstáculos me parecen insuperables y tiemblo por mi suerte.
Aura, con tono grave y voz reposada, dijo alzando los ojos al cielo, para dar mayor solemnidad á su promesa:
—Sea cual fuere la desigualdad de nuestras haciendas, prometo ser esposa de V. y nunca de otro. Cuando una jóven hace en mi país esta declaracion, cumple siempre lo ofrecido. Yo mismo tantearé las intenciones de mi padre; si no podemos obtener su beneplácito, huirémos de su lado y nos casarémos en Suiza, donde esperarémos que se digne perdonarnos.
El Doctor, aunque era enemigo de ciertas actitudes que sólo se usan en las comedias, creyó que en aquel caso no podia prescindir de arrodillarse; hecho esto, se apoderó de la mano de Aura con intento de besarla: la pudorosa jóven, retirándola precipitadamente, dijo con coquetería:
—¡En el abrigo! miéntras continuemos solteros, nada más que en el abrigo.
Las brisas que aquella noche embalsamaron la alcoba de Aura fueron más exquisitas, más fragantes; parecia que el espíritu enamorado del Doctor, saliendo de un frasco de esencias, daba las buenas noches á su amada en forma gaseosa.
V
Mr. Dansant era desgraciado: el prestigio de la aeropatía declinaba, y Aura no tenía esperanzas de que su padre accediese á sus deseos: D. Temístobles permanecía encerrado en su gabinete, aspirando aires marítimos y alimentándose de volátiles, manjares expuestos al sereno, jamon curado al aire, buñuelos de viento y otros platos higiénicos.
Séphora Wind hacía una oposicion terrible al sistema aeropático, publicando comunicados en los periódicos serios, é inspirando caricaturas en los satíricos; monsieur Dansant aparecia en los grabados, ya recetando un wals corrido á un paralítico, ó el ejercicio de la escalera aérea á un apoplético. En una de las caricaturas figuraba nuestro héroe haciendo entrar á la fuerza en su establecimiento á un caballero atropellado por un coche.
—¡Señor! decia el enfermo resistiéndose: el sistema de V. de nada me aprovecha; necesito que me amputen este brazo.
—En mi casa hay de todo, caballero; le amputarémos lo que guste; tengo aires que cortan.
Se insertaban ademas relaciones de las personas agravadas por someterse al tratamiento aeropático, y estadísticas mortuorias: Dansant habia cobrado á Séphora un miedo irresistible, porque conocia la tenacidad de su carácter. Los enfermos, por efecto de aquella guerra implacable, empezaban á escasear en la casa de salud, cuyos ingresos disminuian cada dia. Todo presagiaba una caida ridícula y estrepitosa.
En esta situacion apurada hallábase Mr. Dansant, cuando entró en su despacho un caballero de edad madura y de aspecto severo é imponente. El doctor quiso tomarle el pulso, pero el desconocido, retirando la mano, dijo con misterio:
—Tome V. sus precauciones para que nadie nos escuche.
Mr. Dansant cerró dos puertas, y volviendo al despacho aseguró á tan misteriosa persona que nadie podia oir lo que tratasen.
—Pues bien, Mr. Dansant, nuestra común desgracia nos asocia: yo soy un hombre honrado, que he vivido siempre de mi buena reputacion, de mi probidad intachable, de mi moralidad indiscutible.
—No lo pongo en duda, caballero.
—Sin embargo, voy á convencer á V. de que mi honradez es usurpada.
—Lo creo, caballero, no necesita V. probármelo.
—He derrochado la dote de una huérfana confiada á mi tutela, y hallándome próximo á rendir cuentas, mi reputacion, adquirida en treinta años de costumbres irreprensibles, va á sufrir el más rudo de los golpes. Esto me obliga á vender á, V. mi honradez, único medio que tengo ya de conservarla.
—Mister...
—Keen...
—Pues bien, Mr. Keen, siento decir á V. que poseo la honradez suficiente para no necesitar comprar la suya á nadie. Ademas, si es cierto lo que acaba V. de asegurarme, V. trata de vender lo que no le pertenece.
—Amigo mio, no nos entendemos Si mi posicion es crítica, la de V. no lo es ménos; la aeropatía decae rápidamente, y le propongo á V. salvarla. Y como mi probidad es una garantía para que no pueda sospecharse que sea capaz de prestarme á una superchería, he empezado disfrazándome al venir á esta casa, y encomiando mi honradez, de que puede V. cerciorarse ántes de aceptar el plan que le propongo.
Mr. Dansant escuchaba con gran curiosidad. Mister Keen continuó hablando:
—Caballero, he decidido morirme: el prometido de mi pupila, médico de mi casa, á quien he confiado mi propósito, único que puede salvar mi honra y el capital de su futura, no tiene inconveniente en certificar mi defuncion, por la cual vengo á pedir á V. 3.000 libras esterlinas..:
—¡Caballero!»
—Un poco de calma: pasado mañana se celebra un meeting contra la aeropatía: mi féretro pasará precisamente por delante del edificio cuando se perore contra usted y su sistema. ¡Qué gloria la de V. y qué confusion para sus enemigos, si propone resucitar por medios aeropáticos el primer cadáver que se encuentre V. en la calle!
—Luégo V. me propone...
—Fingirme el muerto, ser encerrado en un ataúd y hacer triunfar la aeropatía, dejando á V. que me resucite. La multitud aplaudirá el milagro, y los periódicos y el telégrafo, difundiéndolo por toda Europa, multiplicarán en las arcas de V. las 3.000 libras esterlinas. Yo seguiré siendo un hombre honrado, mi médico recibirá la dote de su esposa y V. será considerado como el primer sabio del mundo.
VI
Jamas sistema científico recibió tan rudo golpe como el que experimentó la aeropatía en el más famoso de los meetings. Ningun inventor se vió tratado con tal desprecio como Mr. Dansant en aquella sesion tumultuosa. Burlas de los oradores, rechifla de la multitud, voces desaforadas entre las cuales sobresalia la de Séphora, y apóstrofes sangrientos contra el impostor resonaban en la ancha sala donde se pronunciaban los discursos. La voz de algun enfermo agradecido, que trató de certificar la eficacia del sistema, fué ahogada por los concurrentes indignados. La casa de salud de Mr. Dansant aparecia ante la asamblea, merced á las descripciones de los tribunos, como una lóbrega cárcel en cuyos calabozos esperaban la muerte ó el tormento muchos desgraciados; era una nueva Bastilla, ó una cárcel inquisitorial llena de instrumentos de martirio, que era preciso hacer pedazos demoliendo el edificio.
Tal aspecto ofrecia la reunion cuando Mr. Dausant compareció ante sus enemigos para lanzarles el reto más atrevido que ha dirigido médico en el mundo, desde Esculapio á Suñer y Capdevila.
Es verdad que los murmullos y la gritería le favorecieron, justificando aquel arrebato, aquel alarde que se consideró como un acto de acaloramiento y de locura, pero del cual se aprovecharon sus adversarios para hundirle en el descrédito. En medio de la tempestad y el vocerío con que se interrumpia el exordio de su discurso, vió Mr. Dansant la señal que le anunciaba la aproximacion del convoy fúnebre, y fingiendo un rapto de entusiasmo, dijo con voz potente:
—No me escuchais... porque temeis ser confundidos. Negais la aeropatía porque no está á vuestro alcance. Pues bien; traedme un cadáver y yo le daré vida: si esto os parece una jactancia ó un medio de ganar tiempo, detened el primer féretro que pase por la calle y dejad que someta el cadáver á la accion de mis máquinas; yo volveré la circulacion á su sangre y la respiracion á sus pulmones.
Aquella provocacion irritó á la concurrencia de tal modo, que los más exaltados se lanzaron hácia monsieur Dansant; la policía creyó oportuno rodearle.
—¡Dejadle! ¡Dejadle! decian algunos; obliguémosle á que cumpla su promesa.
—Respetad su vida: sólo merece la muerte del ridículo.
Mr. Dansant fué empujado tumultuosamente fuera de la sala; los adversarios del sistema aeropático se frotaban las manos de contento; ya era tiempo de que monsieur Dansant respirase el aire libre; un momento más entre aquella muchedumbre compacta que le impedia el movimiento, y el inventor de la aeropatía hubiera muerto sofocado. Un féretro habia sido detenido en la calle por la gente que queria obligar al médico cumplir lo prometido. El carruaje fúnebre era una especie de ómnibus coronado de penachos negros, y en el cual gemian los parientes del difunto: el ataúd iba debajo en el fondo del carruaje, segun la costumbre de Inglaterra.
Mr. Dansant palideció á la vista del fúnebre aparato, calculando con terror los riesgos que ofrecia su empresa, y deplorando que hubiese llegado tan á tiempo; temia que sospechasen la verdad sus enemigos.
—¿Por qué deteneis el carruaje? decia desde su asiento uno de los parientes enlutados, dirigiéndose á la muchedumbre.
—¡Que hable Mr. Dansant! A él solo corresponde la respuesta. Así exclamaban algunos mal intencionados gozándose en el apuro en que habian puesto á su contrario.
—Sí, sí, que se explique, respondieron muchas voces.
—Señores, exclamó Mr. Dansant con voz muy conmovida, soy un médico aerópata, que confiado cu los recursos de la ciencia que practico, he prometido demostrar su eficacia resucitando el primer cadáver que me permitan llevar á mi establecimiento.
Los parientes que iban en el carruaje, se miraron asustados.
—Caballero, dijo uno de ellos, tal vez ignorais que la señora, cuyo cuerpo llevamos á enterrar, ha fallecido de vejez.
Mr. Dansant quedó aterrado; no era Mr. Keen el que se veia en la precision de resucitar, sino un cadáver verdadero. Era imposible retroceder, sin embargo: pensó en fugarse, pero un círculo de enemigos le rodeaba por completo.
—Pues bien, sea cual fuere el género de su muerte, sostengo que puedo hacer vivir á esa señora, exclamó Mr. Dansant espantándose de sus palabras.
Los parientes deliberaron en voz baja. El infeliz aerópata sentia que las fuerzas le faltaban; nunca se habia encontrado en una situacion tan espautosa, y envidiaba la suerte del náufrago, que se hunde, honradamente al ménos, en las aguas, miéntras él iba á perecer entre silbidos.
Por fortuna, los caballeros enlutados eran herederos directos de la muerta, y uno de ellos se expresó de esta manera:
—Creiamos que las razones ya expuestas os hicieran desistir de un proyecto tan absurdo; los muertos no resucitan, y como tenemos esta conviccion, no podemos consentir que el cadáver de nuestra buena pariente sea profanado y sujeto á estudios ó experimentos; dejadnos continuar nuestro camino y respetad nuestro dolor.
—¡Tiene razon! gritaron algunas voces.
—Es una comedia ya ensayada, dijeron otros.
—La prueba no puede verificarse, y cantará su triunfo fácilmente.
Mr. Dansant, lleno de alegría, y seguro de la resistencia de los herederos, quiso saborear el triunfo, insistiendo en sus afirmaciones.
—Conste que estoy dispuesto á resucitar á la difunta.
—Conste que nos oponemos á que se ultraje su cadáver, contestó el enlutado.
—¿Y con qué derecho negais la vida á esa señora? replicó Mr. Dansant con impudencia, si bien para irritar más á los parientes.
—Obliguémosles á que se haga la prueba, dijo una voz implacable.
Algunos impacientes se apoderaron de las riendas de los caballos, y Dansant, aterrado, creyó ver entre los que se disponian á dirigir el carruaje á la robusta Séphora, que le miraba con encono. Aquella complicacion estuvo á punto de arrebatarle el juicio: despues de salvado, él mismo se perdia.
Los enlutados pidieron auxilio á voces, y algunos polishmen empezaron á separar á los curiosos. La opinion de éstos se habia dividido; pero se hubiera entablado una lucha, tal era la impaciencia de todos porque se verificase el experimento, á no escucharse estos gritos á lo léjos:
—¡Otro féretro! dejad ése: otro féretro se acerca.
Mr. Dansant respiró á plenos pulmones: los herederos tambien respiraron á sus anchas, y el coche fúnebre siguió su tristísimo paseo.
VII
Cuando el segundo carruaje mortuorio llegó al sitio en que Mr. Dansant esperaba, ya habia circulado entre la multitud el uombre del difunto: era indudablemente Mr. Keen, seguido de un cortejo numeroso; las gentes se apartaban con respeto, en honor á las virtudes proverbiales del finado: nadie hubiera sospechado la comedia que representaba en su ataúd aquel ciudadano respetable. Los interesados en la ruina del Doctor, los curiosos, todos unánimes, temiendo que se malograse el espectáculo, habían suplicado y obtenido, á fuerza de ruegos, el permiso de los parientes de Mr. Keen para que se hiciese con el cadáver aquella prueba decisiva. Así fué que el Doctor no tuvo que tomarse más trabajo que seguir á pié el fúnebre cortejo.
Millares de personas, atraidas por la novedad del caso, aumentaron la comitiva, acompañando en silencio el carruaje y mirándose unos á otros con sorpresa: los gritos habian cesado; sólo dominaban la curiosidad y la impaciencia.
La honradez notoria de Mr. Keen ayudaba perfectamente al engaño público, porque la defuncion de aquél, anunciada con sentidos párrafos en todos los periódicos, desvanecia hasta la menor sombra de sospecha.
El carruaje se detuvo por fin ante el establecimiento aeropático: un agente de policía ofreció sus servicios al Doctor para contener la muchedumbre y velar por su seguridad, que creia muy amenazada. Mr. Dansant contestó que permitiesen al público la entrada en el patio de la casa, impidiendo que invadiese las otras dependencias: algunos curiosos, sin embargo, se posesionaron de las escaleras: Séphora, utilizando su conocimiento del local, se habia apoderado de una ventana, desde la cual dominaba el espectáculo.
Cuatro hombres sacaron del carruaje el ataúd y le subieron á las habitaciones principales, en donde sólo se permitió entrar á los parientes del difunto. Sordos murmullos se alzaban en el patio y en la calle: las gentes se empujaban unas á otras para ganar los mejores sitios: los dependientes de la casa de salud estaban amedrentados. Mr. Dansant daba órdenes, y terminados los preparativos, asomándose á una de las galerías, habló así á la concurrencia:
«Señores:
»Voy á intentar un hecho sin ejemplo en la historia de la medicina: el galvanismo puede dar movimientos, y acaso llegue á dar voz á un cadáver, pero es un fenómeno instantáneo, que cesa con la causa que lo produce: la aeropatía, sirviéndose de los principios vitales contenidos en la atmósfera, aspira á más, cree tener medios para infundir nueva vida en un cuerpo cuyo organismo no funciona. Pasado el acaloramiento con que hice mi atrevida promesa, no debo ocultaros que el resultado de esta prueba es inseguro.
(Grandes murmullos interrumpen el discurso.)
«Pero no desconfío, sin embargo; las máquinas están prontas; los
aires salutíferos que han de vivificar los pulmones del cadáver se
hallan en sus respectivos aparatos. Tres mil libras esterlinas me cuesta
este singular experimento, y las doy por bien empleadas si consigo
devolver la vida á un hombre cuya pérdida lamenta todo el pueblo. Tened
paciencia, y suspended vuestro juicio hasta saber el resultado; el
cuerpo de Mr. Keen yace en la sala de los torbellinos, en la cual voy á
levantar una tormenta: ántes de un cuarto de hora será devuelto á su
familia vivo como nosotros, ó muerto, si tengo la desgracia de no salir
triunfante. Voy á someterle á todas las gradaciones aeropáticas, desde
el vacío hasta el huracan desencadenado; voy á hacer en su obsequio un
esfuerzo supremo, que será el último de esta naturaleza, porque,
señores, debemos respetar los decretos divinos y no empeñarnos en
devolver la salud á aquellos á quienes Dios, en sus altos fines, priva
de la vida.»
Mr. Dansant fingia estar dudoso del éxito para dar más verosimilitud á la comedia; por el vocerío y las amenazas que suscitó su discurso pudo convencerse de su triste suerte, si en vez del cuerpo de Mr. Keen hubiera tenido que resucitar el cadáver de la anciana.
—Recuerda que la promesa fué solemne, decia una voz irónica.
—No creas que tu burla quede impune.
—Necesitamos dos vivos ó dos muertos.
Estas y otras frases resonaban en el patio, cuando el Doctor se retiró de la ventana.
Mr. Dansant hubiera querido evitar á Mr. Keen las emociones violentas de la sala de los torbellinos; pero el estrépito de la maquinaria, el silbido de los vientos y los golpes de las compuertas eran necesarios para herir la imaginacion de las gentes y dar una idea imponente y deslumbradora del sistema aeropático.
Diez minutos permaneció á solas con el fingido cadáver en la sala circular destinada á las tormentas; en aquel tiempo Mr. Dansant no cesó de abrir grifos, hacer silbar el aire de todos los conductos subalternos para que los empleados le creyesen ocupado en una operacion larga y delicada: Mr. Keen permanecia inmóvil en el suelo respirando con precaucion y sin atreverse á abrir los ojos; por fin oyó una voz que le decia al oido estas palabras:
—Va V. á sufrir la prueba última: soporte V. con paciencia la incomodidad que le preparo, y yo cuidaré de que no se prolongue mucho.
Luégo sintió Mr. Keen que se cerraba una puerta; despues oyó un gran estrépito, y le pareció que el viento le arrastraba: entónces abrió los ojos, y se vió, en efecto, llevado de un lado á otro por fuerzas irresistibles y contrarias: quiso agarrarse á algun objeto, pero el huracan no le permitía estar inmóvil: su cuerpo chocaba sin lastimarse contra las paredes acolchadas, pero le faltaba la respiracion durante intervalos que se le figuraban interminables: todo giraba á su alrededor; los objetos perdian su forma, tomando el aspecto de fajas de colores diferentes: sus ideas e hacian cada vez más confusas, y cesaron por completo.
Mr. Dansant, entre tanto, calculaba desde fuera, reloj en mano, la duracion del torbellino.
El público, cansado de esperar, habia prorumpido en insufrible clamoreo, llegando el vocerío á dominar el estruendo de las máquinas.
El Doctor dió la señal para que dejase de funcionar la maquinaria, una, dos y tres veces, pero en vano: el ruido popular ahogaba sus silbidos: aterrado, al ver el riesgo que corria la vida de Mr. Keen con la prolongacion de aquel tormento, salió en persona para advertir á los operarios, pero éstos, espantados con el motin, y enterados de su causa, habian huido casi todos. Monsieur Dansant bajó á la máquina y consiguió, con gran trabajo, suspender su movimiento: cuando pudo abrir el departamento en que estaba Mr. Keen habia pasado más de un cuarto de hora: el enfermo de mayor resistencia no hubiera sufrido aquel vaiven cinco minutos.
Mr. Keen yacia en el suelo inmóvil y demacrado. Dansant se acercó á reconocerle y notó que sus artérias no latian y que su respiracion habia cesado por completo. Por un instante mantuvo la esperanza de que fuese aquello un accidente pasajero, pero una inspeccion detenida le convenció de que Mr. Keen estaba muerto.
Entónces Mr. Dansant huyó por una galería, pálido y con los cabellos erizados.
VIII
Todo habia concluido para el desdichado aerópata: su sistema iba á quedar hundido en el descrédito, y su casa á ser saqueada por las turbas. En aquel momento supremo Mr. Dansant concibió dos proyectos, que era preciso realizar acto contínuo: uno para salvar su vida, y el otro para crearse un porvenir espléndido que le indemnizase con amplitud todas sus pérdidas.
Cruzó algunas habitaciones rápidamente hasta llegar á la de Aura, pero el gabinete de la americana estaba desierto y sus muebles en desórden. El tiempo apremiaba, porque los gritos de la multitud eran cada vez más aterradores; así es que Mr. Dansant, contrariado, se decidió á acudir únicamente al riesgo más inmediato, al de su vida, y subió precipitadamente por una escalera poco frecuentada.
Cuando llegó á la azotea bendijo su buena estrella: Aura, con el cabello descompuesto y en actitud llena de espanto, se precipitó en sus brazos, diciéndole con voz desesperada:
—¡Sálveme V.! ¡Sálveme V.! la policía y el pueblo se han apoderado de la casa.
—Sí, sí, huyamos, dijo Mr. Dansant oprimiéndola en sus brazos. ¿Tiene V. el valor suficiente para unir su suerte con la mia?
—Es necesario huir, dijo Aura por única respuesta.
—Pues bien, exclamó Dansant con energía: entre usted en esta barquilla, y miéntras mis enemigos echan á tierra mi casa, huirémos nosotros por el aire.
Aura retrocedió asustada: la idea de una fuga en globo la llenaba de terror.
—¿Vacila V. en acompañarme en este instante de infortunio?
—¿No hay otro medio de evitar el peligro?
—No nos queda más recurso.
—Entónces, alejémonos cuanto ántes de esta casa, de Lóndres, y si es posible, de Inglaterra.
Dansant besó con reconocimiento las manos de Aura, y la ayudó á subir en la barquilla del más inmediato de los globos; ¿qué le importaba perder veinte mil libras esterlinas si llevaba consigo á la heredera de una fortuna tan considerable? Miéntras el Doctor se acomodaba en su asiento y hacía los preparativos de marcha, el griterío del patio habia tomado proporciones colosales, y Séphora se presentó en el lado opuesto de la azotea, revólver en mano, y en la mayor agitacion.
El furor de la despreciada inglesa se convirtió en vértigo al ver á Mr. Dansant y Aura juntos en el canastillo y dispuestos á lanzarse en el espacio: al elevarse el globo, una bala silbó entre los dos felices amantes. Despues Séphora, rugiendo de ira, se precipitó en la barquilla de otro globo.
Ya las gentes sabian el fracaso de Mr. Dansant, y deseosos de vengarse, habian arrollado á los agentes de la autoridad y roto una de las máquinas: una columna de aire frio, saliendo del interior de un subterráneo, hizo retroceder á los invasores, derribando sombreros y produciendo gran confusion en los amotinados.
En aquel momento todos los ojos se fijaron en la atmósfera, por la cual se elevaban paralelamente dos globos de iguales dimensiones.
Los aeronautas oyeron desde las alturas un alarido de furor que se alzaba de la tierra.
IX
Mr. Dansant, al encontrarse libre y dueño de la opulenta americana, estuvo á punto de cantar un himno al aire, principio de la salud, fuente de la vida. Aura, tranquilizada con el dulce movimiento del aparato, empezaba á recobrar su animacion y sus colores. El sosiego y silencio que reinaba en aquellas soledades, despues del estruendo de que acababan de librarse, contribuia á devolver la tranquilidad á sus espíritus. Sólo cuando el globo hubo llegado á su mayor altura observó el Doctor con alarma otro globo que se mantenia á cierta distancia, y que reconoció ser de los suyos.
Como las barguillas, en la prevision de un accidente, como la rotura del cable que las sujetaba á la azotea, estaban provistas de todos los útiles necesarios para un viaje, Mr. Dansant tomó el anteojo para reconocer al aeronauta que sin duda le espiaba. ¿Cuál sería su sorpresa al ver á su enemiga con otros anteojos en la mano dirigidos á su globo?
La atmósfera estaba tan serena, que Mr. Dausant pudo encender un cigarro para observar si soplaba alguna brisa imperceptible, pero el humo se extendia indiferentemente en todas direcciones.
—La calma no puede ser duradera, pensó el aerópata, y las brisas nos dispersarán necesariamente: despues miró la brújula y vió que Séphora se hallaba al N. O.
Iba vencida la tarde, y en el caso de que la ausencia de vientos continuase, el Doctor confiaba en las sombras de la noche para librarse de la inspeccion de su perseguidora.
¿Qué se habia propuesto Miss Séphora al tomar una determinacion tan arriesgada? En realidad no lo sabía: el hombre á quien amaba huia por los aires, y sus nervios no la permitian permanecer en la azotea, viéndole perderse entre las nubes. La serenidad del aire la ayudaba en su espionaje aéreo, pero conocia la imposibilidad de ir en su seguimiento. Al observar de léjos á su hermosa rival y al desdeñoso médico, su irritacion iba en aumento y sus manos oprimian el revólver.
Media hora despues, Mr. Dausant volvió á tomar el anteojo para calcular si habia aumentado la distancia entre los globos, y tuvo el disgusto de notar que el rostro de Séphora era ya más perceptible, y parecia más vivo el color verde de su chal. Encendió otro cigarro, y el humo se desviaba con lentitud hácia el S. E.
Era indudable que una brisa ténue impulsaba el globo de Séphora hácia el suyo: pero como éste debia alejarse en la misma direccion, Mr. Dansant no se explicaba aquella disminucion de distancia.
Así pasó otro cuarto de hora: el doctor observó con temor, que ya distinguia el alfiler de lava con que Miss Séphora abrochaba el chal sobre su pecho. Entónces comprendió que, estando ménos cargado el otro globo, por contener una persona sola, oponía al aire ménos resistencia, y que al cabo de quince minutos concluirian por encontrarse en la prolongacion de un mismo radio terrestre, diferenciándose su posicion únicamente en la altura, modificable á voluntad del aeronauta.
Trató de ocultar á Aura sus temores, la cual examinaba el globo de Séphora, no sólo sin desconfianza, sino con curiosidad y alegría, por ser el único accidente de aquella navegacion, que empezaba á ser monótona.
Mr. Dansant estaba muy preocupado: habian cesado sus galanterías y no apartaba la vista de Séphora y de su revólver: conocido el carácter varonil de Miss Wind, era de temer la aproximacion de aquella mujer que le perseguia por el aire.
Diez minutos despues, Mr. Dansant y Aura oyeron claramente la voz robusta de Séphora, que decia, enseñando el extremo de una cuerda:
—Amarrad este cable á esa barquilla cuando los globos se reunan, ó hago fuego sobre el vuestro.
Aura dió un grito, y Mr. Dansant, temblando, procuró tranquilizarla.
Por primera vez en su vida el doctor renegó del aire, ante aquella brisa imperceptible que empujaba á Séphora en su persecucion de una manera tan inesperada como inevitable.
—Es una loca, dijo Mr. Dansant á la americana: felizmente, su globo está muy alto y pasará sobre nosotros.
Parecia que Miss Wind los escuchaba, porque exclamó en aquel momento:
—Si, por cualquier accidente, mi cable no uniese ambas barquillas, romperé á balazos esa tela.
Y el globo de Séphora, que hasta entónces habia economizado su gas para tener sobre sus adversarios la ventaja del descenso, dirigido con gran habilidad, descendió hasta colocarse casi al nivel del otro globo. Se hallaba á la distancia de unas veinte varas. Mr. Dansant, aprovechando un descuido de Séphora, arrojó el lastre de su barca y su aparato se elevó sobre el de su enemiga. Miss Wind apuntó hácia el globo, y dijo con energía:
—Un minuto os doy para colocaros á mi altura.
Mr. Dansant tiró de una cuerda suavemente, y su globo obedeció el mandato de la inglesa.
—¿Qué hace V.? exclamó Aura, contrariada con la debilidad de su amante.
—Salvar nuestra vida: esa mujer está demente.
—No: esa mujer viene en mi busca.
Y la tímida americana, con una energía que Mr. Dansant no hubiera sospechado en aquella criatura delicada, se desembarazó de su abrigo y sacó un revólver del bolsillo, que dirigió hácia su adversaria. El médico estaba lívido, y se veia de un momento á otro atravesado de un balazo ó precipitado al abismo, en aquel duelo femenino que iba á verificarse en medio de los aires.
Las dos rivales se apuntaban mutuamente, pero ninguna disparaba: la inmensidad del peligro habia paralizado su accion, produciendo una tregua momentánea.
Mr. Dansant habia llegado al colmo de la angustia: el mismo terror le hizo tomar una determinacion salvadora: en un movimiento rápido é inesperado, arrancó el rewolver de manos de Aura y le arrojó fuera del globo.
Aura le miró con indignacion, y le dijo con desprecio:
—¡Es V. un cobarde!
—No: soy un hombre prudente, y me rindo, para evitar mayores males.
Desde aquel momento cesó toda resistencia: Séphora, con ademan de triunfo, arrojó el cable dos ó tres veces, y Mr. Dansant hizo cuanto estaba de su parte para amarrar las dos barquillas.
Cuando estuvieron juntas, Miss Wind ordenó á monsieur Dansant que se trasladase á su globo.
—¿Qué pretende V.? dijo Aura llena de miedo al oir aquel mandato.
Mr. Dansant quiso hacer observaciones, pero la inflexible inglesa le dijo con voz firme:
—Es el único medio que tiene V. de salvar la vida de esa señorita.
El médico bajó la cabeza y obedeció como un criado.
—Ahora, señorita, dijo Séphora cortando el cable y separando los dos globos, cuando tenga V. deseos de bajar ú tierra, sólo necesita V. tirar de aquella cuerda.
Aura, ya acobardada, al verse sola, rompió á llorar, miéntras el otro globo descendia.
El prisionero lanzó un suspiro al viento: al viento, que se llevaba su amada, su porvenir y su fortuna; al viento, que por primera vez le era contrario.
X
Cuando se apearon de la barquilla los aeronautas estaba anocheciendo.
Habian caido dentro del mismo Lóndres, pero en una plaza retirada y solitaria.
Varios polishmen rodearon á los viajeros, y despues de saludar con respeto á Mr. Dansant, uno de ellos dijo, encarándose con Séphora:
—Señorita, tenga V. la amabilidad de acompañarnos.
—No comprendo, caballero; respondió Miss Wind llena de sorpresa.
El agente sacó del bolsillo un papel y leyó con voz solemne:
—«Préndase á la llamada Aura Diranzo, convencida de robo de diamantes, y sobre la cual recaen sospechas de que intenta un nuevo crímen contra Mr. Dansant, médico aerópata; ha ascendido esta misma tarde en un globo, acompañando á dicho médico.»
El polishman recalcó las últimas palabras, mi raudo á Séphora con ironía: luégo continuó, pero esta vez completamente desconcertado:
Vive en compañía de uno de sus cómplices, que se finge rico americano. Señas de la supuesta criolla: Estatura baja...
—Caballero, interrumpió Miss Wind, irguiéndose con orgullo: creo que no me convienen esas señas: le llevo á V. cuatro pulgadas.
El agente se inclinó con respeto y continuó la lectura.
«Ojos y cabello negro...
Séphora no le permitió proseguir: su cabello rubio y sus ojos azules hacian la equivocacion palpable y evidente.
Sepa V., dijo con arrogancia, que soy Séphora Wind, doctora en medicina, hija del farmacéutico Mr. Wind, persona honrada y conocida.
Mr. Dansant, que habia permanecido silencioso y como anonadado al oir la revelacion de la policía, tendió las manos á Séphora con reconocimiento: le habia salvado tal vez de la deshonra; luégo exclamó, dirigiéndose á los polishmen:
—Caballeros, la persona á quienes VV. buscan, está en el aire, en otro de mis globos. Respondo de que esta señorita es Miss Wind, prometida.
—En efecto, la reconozco y testifico su identidad; añadió un agente de policía recien llegado al grupo: esta señorita ha hecho la operacion cesárea á mi mujer.
—Es extraño, decian entre sí los agentes, retirándose despues de haber pedido perdon á la ilustre comadrona. Todos afirmaban que Miss Séphora habia subido sola en el otro globo: vaya V. á creer en los testigos.
Mr. Dansant, en medio de sus cuitas, debia al aire un nuevo beneficio.
—Y bien; ¿qué hacemos ahora? preguntó Mr. Dansant, cuando quedó solo con Séphora.
—Tomar un coche y acercarnos á la casa de salud para ver si se ha salvado siquiera el edificio. La oscuridad de la noche impedirá que nos conozcan, respondió Miss Wind; luégo pedirémos hospitalidad en casa de mi padre.
Media hora despues llegaba el coche cerca del establecimiento aeropático; pero era imposible seguir más adelante: la multitud parecia más compacta aún que por la tarde: la agitacion no habia disminuido: hubiera sido una temeridad aventurarse entre aquel público indignado.
—¡Viva Mr. Dansant! dijo una voz en medio de los grupos.
Séphora y Mr. Dansant se miraron sorprendidos.
—¡Viva! ¡viva! respondió un clamor unánime.
Miss Wind, que habia sacado el revólver para defender á su futuro, no pudo resistir la curiosidad y abrió una ventanilla.
—Caballero, dijo á uno de los transeúntes, ¿tiene usted la bondad de explicarme lo que ocurre?
El inglés no se dignó contestar á la pregunta.
Dos veces pidió Séphora explicaciones á diferentes personas sin obtener respuesta alguna. Por fin dió con un inglés hablador y comunicativo, que exclamó con entusiasmo:
—¡Cómo! ¿No sabe V. lo que sucede? La gente busca al ilustre médico Mr. Dausant para aclamarle y bendecirle; el triunfo de la aeropatía ha sido completo; yo, que defendí al Doctor cuando le perseguian sus contrarios, tengo más derecho que nadie para prodigarle mis aplausos.
—Pero ¿qué triunfo es ése de que me habla V., caballero?
—¡Ahí es nada! La resurreccion del honradísimo Mr. Keen, y la modestia con que Mr. Dausaut se alejó en un globo para evitar la ovacion que le esperaba.
El hablador se confundió entre los curiosos dando vivas.
—Esto es un sueño, dijo Séphora aturdida.
—No tal, no tal, respondió el Doctor lleno de júbilo, comprendiendo lo que habia sucedido: anúncieme V. á las turbas en voz alta.
Cuando las gentes reconocieron á, Mr. Dausaut, aquello fué un delirio de entusiasmo; se improvisaron unas andas, se encendieron mil antorchas, se arrojaron sombreros al aire y fué conducido entre vítores á los brazos de Mr. Keen que le esperaba.
—Amigo mio, no volveré a entrar en la sala de los torbellinos, le dijo el resucitado en voz baja miéntras le abrazaba.
Nadie oyó aquellas palabras, porque no era posible entender nada entre el estruendo de las aclamaciones populares. En medio de aquella extraordinaria ovacion, parecia natural que los enemigos de Mr. Dansant estuvieran avergonzados y escondidos; pues sucedia todo lo contrario: todos ellos aseguraban que, aunque adversarios leales del Doctor, nunca habian dudado de su ciencia.
Epílogo
Aura tuvo la poca suerte de que su globo cayese en casa del jefe principal de policía.
El telégrafo difundió la noticia de la resurreccion, y la aeropatía fué reconocida en toda Europa como ciencia indiscutible. Algunos periódicos ingleses piden que se decrete su enseñanza oficial en las escuelas.
Séphora, hoy misstres Dansant, dirige, en ausencia de su esposo, el establecimiento de salud, y su padre, monsieur Wind, que ha convertido su botica en farmacia acropática, se enriquece rápidamente vendiendo píldoras de aire.
Ilustracion Española.
Gestas, ó el idioma de los monos
A mi hermano político
Manuel Mendoza y Sainz de Prado,
en prueba de cariño.
En los cuentos y en algunos libros religiosos del Oriente se
supone ó afirma que ciertos hombres han poseido el dón de comprender el
lenguaje de los animales. Difícil es averiguar si ha existido ó no
semejante ciencia, como es dudoso decidir si los cuentos se derivan de
la historia ó la historia se deriva de los cuentos. Parece probable que
los animales se comunican entre sí y que sus gritos expresan algo, por
lo cual es sensible la pérdida del antiguo y erudito diccionario en que
se explicaba la significacion del cacareo de la gallina, del zumbido de
la mosca, de la carcajada de la hiena, y de los estrepitosos calderones
del jumento. Tal vez, cuando los estudios filológicos se perfeccionen,
hallarán los sabios analogías entre ciertos idiomas humanos y los
lenguajes de las aves ó cuadrúpedos, en que Nabucodonosor debió ser muy
versado, y de los cuales quizá introdujo voces en su idioma, que
trasmitidas de pueblo en pueblo, pueden haber llegado hasta nosotros. En
tanto que se aclara este misterio, forzoso es ignorar si el lenguaje de
los grillos es tártaro ó semítico, y si tiene ó no tiene hipérbaton el
maullido de los gatos; y es imposible establecer diferencia entre lo que
discurren muchos hombres y lo que acaso se dicen entre sí los
habitantes de la selva.
Lástima grande que se haya extraviado aquel importante ramo de las ciencias, cuando cada semana brota una ciencia nueva: á no ser así, los monos de la Guyana, que viven en sociedad, las hormigas, que parecen comunistas, y las monárquicas abejas, nos dirian cómo se consigue el órden en sus formas diferentes de gobierno, puesto que entre los hombres andamos tan mal avenidos, que unos achacan todos los males al sistema republicano, y otros, como el doctor Virey, hallaban éste tan sano, que, segun él, durante la revolucion francesa, entre otras enfermedades, el flato desapareció de la república. Revelacion médica que conceptúo peligrosa, pues divulgado el fenómeno, los hambrientos ó los que por debilidad de estómago padezcan aquella dolencia pueden lanzarse á la calle gritando: ¡Viva la república! no por interes político, sino como medida sanitaria.
Confiemos en que el secreto dejará de serlo pronto en esta edad feliz de los inventos, y que los hombres que puedan asomar la cabeza por el siglo XX, se tutearán con los papagayos y los monos, y entablarán con los osos, tigres y leones un animado comercio de pieles y de ideas.
Primera parte
I
—No hay duda, este pobre animal me quiere decir algo.
Así pensaba el Sr. Barrientos, viendo que Gestas, su hermoso orangutan, le miraba fijamente y hacía gestos de impaciencia, acaso porque su dueño no le comprendía.
Habia motivos para dar importancia á todo lo que se refiriese á Gestas: este distinguido mono poseía un instinto de imitacion que le hacía apto para toda clase de enseñanza, y manifestaba tal deseo de ser útil en la casa, que cada dia se observaba en él un nuevo progreso. Introducía á las visitas en el despacho, servia la mesa y llevaba las cartas al correo. Habiendo notado que las criadas pasaban el plumero por unos bustos que adornaban el gabinete, Gestas se presentó aquella noche en la tertulia armado de un plumero, y con la mejor intencion, deshizo los peinados de las señoras y derribó la peluca á un respetable contertulio. Oyó una vez el Sr. Barrientos que abrian sus cajones; asomóse con precaucion al despacho y descubrió á Grestas tomando unas monedas y mirando recelosamente como quien teme ser descubierto: acto continuo, el mono cerró el cajon, entró en el cuarto de un criado y depositó las monedas en un cofre. Aquel aviso sirvió al Sr. Barrientos para estar vigilante, y pocas horas después descargaba su baston sobre las espaldas de un lacayo á quien sorprendió en el instante del delito. Gestas, que observaba el castigo, escarmentó en cabeza ajena y no volvió á repetir el atentado.
Divulgado el hecho, los criados respetaron á las criadas, se abstuvieron de saquear la despensa y dejaron de horadar los toneles temiendo ser descubiertos por el mono, espía misterioso que, sin hacer ruido, los seguia á todas partes, imitando después sus acciones en presencia de los amos.
El Sr. Barrientos habia ensayado en vano todas las maneras de hacer hablar al mono: Gestas, colocado delante de aquél, repetia todos sus movimientos, imitaba su gesticulacion y movia los labios con presteza, pero sin producir sonido alguno. Hubiéranse prolongado por mucho tiempo tan inútiles tentativas á no haber consultado Barrientos una obra de Camper (Diss. de organo loquellœ simiarum), en la cual se asegura que los orangutanes tienen el órgano vocal muy imperfecto á causa de dos sacos membranosos situados bajo la glótis, en los cuales se extinguen los sonidos. Propuso entónces á los mejores operadores de España la ligadura de los sacos, pero ninguno de los médicos consultados respondía de la vida de su mono.
El dueño del orangutan, que obstinado en aquella idea fija habia llegado á traducir á fuerza de observaciones, por el tono de los maullidos de su gato, las diversas necesidades de este animal casero, empeñóse en que los monos, como animales superiores, no podian carecer de lenguaje. Y tanto meditó sobre este asunto y tales expermentos hizo, que concluyó por afirmar que los orangutanes tienen un lenguaje mímico y se hablan por señas en un idioma inalterable, el cual, si fuese comprendido y adoptado por los hombres, sustituiría con ventaja al nuevo idioma universal, que sólo hablan sus autores, si bien no me atrevo á afirmar que lo traduzcan.
Aquella idea luminosa, y la certidumbre de que Gestas podia imitar actos muy complicados, sugirió al señor Barrientos un pensamiento atrevido. Pocos dias despues presentó á Gestas en casa de un profesor, á quien propuso admitiese aquel discípulo. El ilustrado y pacienzudo maestro, que era un pozo de ciencia y sólo recibia una escasa pension pagada con atraso de un año, no se hallaba en disposicion de rehusar ningun alumno, y aceptó el cargo de preceptor del orangutan, que saltaba sobre las desvencijadas sillas haciendo cabriolas.
—No quiero tener noticias de Gestas hasta que su educacion quede terminada, dijo Barrientos al maestro: mi cajero tiene órden de pagar todas sus cuentas. Yo le entrego á V. un mono: devuélvame usted un hombre.
Y Gestas, á contar desde aquel din, quedó en clase de interno en casa de D. Crisóstomo, sapientísimo profesor de sordomudos.
II
Habian trascurrido unos dos años.
Acababa el Sr. Barrientos de tomar su desayuno, cuando le presentaron una carta: abrióla con indiferencia, leyó su contenido no sin interes, y concluyó por apretar un timbre y dar por el comedor grandes paseos, examinando de vez en cuando el papel con aire de sorpresa.
Pocos momentos despues entraba en su aposento el señor Lopez, que desempeñaba el cargo de cajero.
Barrientos le entregó la carta con maneras solemnes, y le dijo:
—¡Lea V.! La he recibido hace un instante.
El Sr. Lopez repasó el papel con curiosidad, luégo con asombro, y finalmente con espanto. Su principal le interrogaba con los ojos: el cajero permanecía inmóvil y como anonadado.
—Lo veo, y me parece imposible, dijo por fin el señor López.
—Haga V. el favor de leerme otra vez la carta.
El cajero leyó en voz alta y conmovida:
«Muy señor mio y dueño: No puedo ménos de participar á V. el
resultado de mis últimos exámenes: en las clases de Gramática, Geografía
é Historia, Música y Dibujo, he obtenido la calificacion de
sobresaliente: en las de baile, esgrima, gimnasia y equitacion, de
eminentísimo. Según mi profesor, para la imitacion de los clásicos tengo
aptitud maravillosa.
»Su agradecido mono,
» GESTAS.»
«P. D. Todos mis condiscípulos han recibido regalos; yo quisiera
una bata de D. Crisóstomo y un saltador como los que tienen casi todos
mis amigos.»
—Esto es una broma, dijo el Sr. López: no puedo creer que un orangutan sepa más que yo y salga sobresaliente en unas clases donde obtuve la nota de mediano.
Y volvió á repasar el escrito con escrupulosidad, como si se tratase de un billete de Banco falsificado.
—¡Ya dí con el fraude! exclamó por fin con vanidad, dándose un golpe en la frente.
Y sin más explicaciones, salió del cuarto, dejando atónito al Sr. Barrientos y lleno de confusion y dudas. Pasados algunos minutos volvióse á presentar el cajero, trayendo un legajo de papeles, y dijo á su principal con aire de triunfo:
—Repase V. las cuentas del maestro; fíjese V. en la forma de la letra y en la firma, y verá que son idénticas á la letra y la firma de la carta.
Hecho el cotejo, resultó probada la superchería del maestro: el Sr. Barrientos estaba rojo de vergüenza.
—Es preciso llamar al profesor y confundirle, dijo el amo del orangutan, amostazado.
Hágame V. el obsequio de enterarse en persona del asunto, y hacer que comparezca el profesor acto continuo.
Miéntras el cajero desempeñaba su cometido, quedó el Sr. Barrientos examinando las cuentas y dando manifiestas señales de disgusto.
—¡Qué gastos tan crecidos! repetía de vez en cuando el burlado caballero; sin duda el profesor se ha figurado que el mono es hijo mio.
III
Media hora despues se hallaban reunidos en el mismo aposento el Sr. Barrientos, su cajero y D. Crisóstomo. Éste, en vez de callar abrumado por las reconvenciones del primero, se paseaba majestuosamente por el cuarto, miéntras sus interlocutores le contemplaban con admiracion y le escuchaban con respeto.
—A VV. les alarmó seguramente el ver imitada mi letra por el mono: no sabian entónces que Gestas tambien copia todas mis costumbres, hasta el punto de purgarse una vez al mes por imitarme.
—Pero no nos ha dicho V. todavía, repuso el señor de Barrientos, de qué medios se ha valido V. para ilustrar á Gestas.
—Usted tuvo la idea, contestó modestamente don Crisóstomo, y yo me limité á observar la mímica del orangutan para llegar á traducir correctamente aquel lenguaje. Con el fin de ganar tiempo, procediendo con método, hice un catálogo de todas las necesidades de los monos, de sus más naturales sensaciones y de los fenómenos perceptibles para una inteligencia rudimentaria. Concluido este trabajo, comencé los experimentos por las necesidades más frecuentes, y noté que cada vez que el hambre le hostigaba, repetia el orangutan un mismo gesto, significando con un signo, tambien determinado, su satisfaccion cuando saciaba el apetito. No habia duda: aquella gesticulacion era un idioma, y era preciso verterla al castellano.
—¿Cómo no le arredraron ¿V. las dificultades de la empresa?
—Mi padre era aleman, respondió gravemente don Crisóstomo, y empleó veinticinco años en descifrar una inscripcion escrita en un idioma ya perdido: la piedra se resistía á revelarle sus secretos, miéntras Gestas me ayudaba, sin sospecharlo, en todas mis tareas. Observé cómo expresaba la alegría y el disgusto; en los gestos que hizo la primera vez que aventuré algunas palabras en su idioma, advertí de qué manera manifestaba la sorpresa; descubrí cómo indican los monos la curiosidad, el enfado y el deseo de venganza; y de idea en idea, y de relacion en relacion, sorprendí los pensamientos y hallé por fin la clave gramatical de su lenguaje. Hoy poseo tambien su ortografía.
Barrientos y el cajero estaban asombrados.
—Dueño ya de su idioma, tuve con Gestas coloquios muy curiosos, y el cansancio físico me hizo desistir de educarle en su propio lenguaje, si así puede llamarse á un modo de expresion en que la lengua no interviene para nada; entonces emprendí la tarea de enseñarle el alfabeto, pero en vano; Gestas no comprendia el valor abstracto le las letras hube de usar el método objetivo. Felizmente, se han descubierto sistemas para enseñar sin libros ni fatigas, pero me faltaba un signo con que advertir á Gestas que mis objetos equivalian á los gestos y movimientos con que expresaba sus ideas; me faltaba en el idioma símico el modo de indicar la idea de igualdad ó analogía.
—¿Y pudo V. conseguirlo? dijo con interes el señor Barrientos.
—Por medio de una estratagema, dijo D. Crisóstomo. Coloqué sobre la mesa dos jícaras de chocolate exactamente iguales, y cuando Gestas tomó una de ellas para sorber su contenido, se la arrebaté bruscamente de las manos, entregándole la otra. El mono miró ambas jícaras con sorpresa; noté que las comparaba escrupulosamente, despues se fijó en mí é hizo un mohin muy marcado y de un género nuevo.
—Sin duda el mono queria decir que las dos jícaras eran iguales.
—Eso mismo supuse lleno de alegría; despues he sabido que el mono sólo quiso decirme entónces: Es V. un majadero.
El Sr. Barrientos celebró la ocurrencia de su mono.
—A fuerza de repetir el experimento, obtuve el signo deseado, y entónces la educacion se hizo más rápida; conseguí que dividiese las oraciones en palabras, las palabras en letras, y sus progresos me asombraron. ¿Creerán VV. que los monos tienen ciertas ideas más exactas que las de algunos hombres muy civilizados?
—¡Qué nos dice V.! exclamó admirado el señor López.
—Aseguran que existen seres muy superiores á los monos, miéntras ciertos hombres no reconocen nada superior á ellos mismos.
—Es preciso que complete sus estudios, dijo el señor Barrientos lleno de entusiasmo. No repare V. en gastos, y abónele al teatro si lo considera conveniente. Quiero que Gestas llegue á ser un mono sabio.
—¿Podría V. instruirnos en el idioma de Gestas? preguntó con curiosidad el Sr. López.
—Tienen VV. los huesos algo duros y les costaría muchas agujetas. Es preferible que aprendan el alfabeto de los mudos, en el que Gestas es muy elocuente.
—¿Tan difícil juzga V. lo que propongo?
—Voy á darles á VV. una prueba.
Y D. Crisóstomo empezó á mover el cuerpo de una manera convulsiva, y a agitar todos los músculos de la cara, alzando alternativamente las dos piernas, haciendo sonar los dedos, rascándose las orejas y la frente, y dando saltos extraordinarios y vueltas prodigiosas.
—¡Qué hace V.! ¡Qué hace V.! repetian asustados Barrientos y el cajero, sujetando á D. Crisóstomo.
El sabio se contuvo, y recobrando su serenidad, respondió tranquilamente:
—Estaba conjugando un verbo en el idioma de los monos.
Segunda parte
I
«Uno de los motivos en que sin duda se apoyan los que juzgan al hombre descendiente del mono, es en el instinto de imitacion, tau desarrollado en nuestra especie, lo que constituye la principal analogía entre los hombres y los monos.
»Nace un pintor de estilo original, y, gracias á sus imitadores, forma escuela. Lanza á la sociedad sus sarcasmos ó llora sus desencantos un Byron, y dos generaciones de poetas lamentan los mismos desengaños y se burlan de todo lo creado. Riza sus largas melenas uno de los hombres más hermosos de París y enfunda su cuello en una gran corbata, y todos los que se precian en Europa de hermosos y elegantes, adoptan la corbata y se rizan la melena. Ábrese una fonda en sitio donde nunca hubo tales establecimientos, y á los pocos dias se abren en el mismo sitio várias fondas. La sociedad humana comenzó por espíritu de imitacion seguramente; á un hombre se le ocurrió elegir un terreno y llamarle suyo, y todos los demas hombres quisieron tener terrenos propios.
»El mono, dotado de ese fecundo instinto de imitar, es un animal sociable y dispuesto á la civilizacion y á la enseñanza. Pues bien; al entregarle Gestas completamente educado, voy á proponer á V. un plan político.»
Así decia el sabio D. Crisóstomo tres años despues de lo ocurrido anteriormente, miéntras el Sr. Barrientos, radiante de alegría por el buen éxito de su idea, escuchaba con agrado al profesor, causa de su triunfo.
Don Crisóstomo, notando la atencion con que se le oia, prosiguió muy animado:
—Inútiles parecen los esfuerzos hechos para civilizar el Africa, cuya mayor porcion es desconocida; las colonias europeas no prosperan como en otros países, y la raza negra, indolente y perezosa, resiste todo progreso. Mi plan consiste, pues, en intentar la civilizacion de aquel continente por medio de los monos, más activos que los negros, aprovechando la instruccion, de Gestas y mis conocimientos en el idioma simio, que poseo y he enseñado á algunos de mis discípulos. Si V. nos da su apoyo y su licencia, partirémos al país de Gestas á difundir la ilustracion entre los orangutanes, regularizarémos sus costumbres, y ántes de un siglo estos seres tan análogos al hombre, recorrerán el Africa inexplorada, no vagando ociosamente por las selvas, sino tomando apuntes, levantando planos, coleccionando hierbas y observando la direccion de las montañas y el curso de los rios. Las naciones europeas comerciarán entónces con los monos...
—Basta, basta, mi apreciable D. Crisóstomo; ese plan es el sueño de un sabio, y agradeceré á V. que no lo divulgue: sería capaz el Gobierno inglés de separarme de mi mono.
Don Crisóstomo bajó la cabeza resignado.
—¡Cómo ha de ser! dijo con tristeza el maestro; y sin embargo, el orangutan, aunque le llaman simia satyrus, es un animal que no carece de buenas cualidades; no practica la poligamia ni la poliandria.
—Necesito a Gestas, D. Crisóstomo.
—En ese caso, se le entrego ilustrado, humilde y obediente, como enseñado por mi ejemplo. Si no quiere V. tener en él un monstruo, presérvele de las malas compañías.
Y el sabio salió del aposento limpiándose las lágrimas con un pañuelo de hierbas, y tomando de un rincon su paraguas de familia.
II
—La música es agradable y se pega mucho al oido.
—Los versos son ligeros.
—Y el desenlace está previsto desde luégo.
Esta zarzuela se parece á la que gustó tanto hace dos años.
—Y gustará lo mismo que la otra.
—Sería una injusticia no aplaudirla habiendo obtenido aquélla tan buen éxito.
—¿Y se sabe quién es el autor?
Así discurrian en un palco várias jóvenes en el intermedio de una zarzuela que se estrenaba aquella noche: un caballero abonado, persona que se preciaba enterada de todas las intrigas y sucesos teatrales, dijo con aire de importancia:
—La Empresa asegura que la música y la letra de la obra han sido remitidas por medio de un anónimo; pero yo sé quién es el autor, aunque no puedo revelarlo.
—¡Ay! sea V. amable, dijeron en coro las del palco.
—¡Imposible! exclamó el abonado levantándose; ahora empieza el último acto, y hasta el final debo ser discreto; sólo diré á VV. que el autor y yo nos hemos criado juntos y tenemos un lejano parentesco.
—¡El autor! ¡El autor! gritaban tres cuartos de hora despues los espectadores.
—¡Es un plagio! ¡Me han robado el pensamiento! decían varios autores en distintos lados del teatro.
Pero el telon no se alzaba, aumentaba la curiosidad del público, y por consiguiente las voces, el taconeo y los aplausos. Despues de algunos minutos de espera, uno de los actores se presentó en el escenario y dijo con voz solemne:
—El autor de la zarzuela que hemos tenido la honra le representar se encuentra en el teatro, pero suplica al público tenga mucha indulgencia con su físico...
—¡Su nombre! ¡Su nombre!
—¡Gestas! dijo el actor con voz pausada.
—¡Que salga! respondió el público.
Se oyeron dos gritos en la sala: el uno le exhalaba D. Crisóstomo; el otro salia de la garganta del Sr. Barrientos. El caballero abonado hacía señas á las damas del palco como preciándose de haber acertado en su pronóstico, y aplaudia á rabiar, haciendo gala de proteger á un amigo.
Y Gestas apareció en el escenario con un traje idéntico al que llevaba D. Crisóstomo.
Un estremecimiento general anunció su presencia en las tablas; un silencio momentáneo indicó la sorpresa del público, y una explosion de voces, palmadas y gritos discordantes expresó de una manera atronadora la opinion pública, al ver á Gestas haciendo cortesías y saludos con la dignidad del autor más ceremonioso.
El abonado se escurrió poco á poco de la sala sin atreverse á mirar al palco, despues de su confesion de haberse criado y tener cierto parentesco con un mono.
—¡Es mi discípulo! decia D. Crisóstomo en voz alta y lleno de orgullo.
—¡Es mi mono! exclamaba el Sr. Barrientos lleno de entusiasmo.
—¡Qué progreso! Los monos se han elevado á la altura del arte; esto sólo podia verificarse en el siglo XIX, vociferaba un mozalbete.
—¡Qué vergüenza! El arte se ha puesto al alcance de los monos, respondia un señor entrado en años.
Y seguia el entusiasmo del público creciendo cada vez más á cada movimiento de Gestas; las carcajadas cesaron cuando se fué desvaneciendo la duda que áun abrigaban algunos sobre la realidad del hecho, y sólo se oian bravos y palmadas interminables.
El favorecido Gestas, que calzaba zapatillas, y por la carencia de talones no podia conservar la posicion vertical durante mucho tiempo, cayó al fin en cuatro manos, mientras descendia sobre su espalda una lluvia de flores y coronas.
III
Tres meses despues de su triunfo teatral, Gestas era el héroe del dia entre la buena sociedad madrileña; treinta dias de permanencia en París habian producido en su físico una variacion extraordinaria; un hábil operador le habia estirpado el rabo sin dolores; un célebre perfumista le hizo caer todo el vello de su rostro; un ortopédico remedió con un aparato la imperfeccion de sus talones; Unas pantorrillas de algodon disimularon la flacura de sus piernas; el sastre, el zapatero, el peluquero y otros industriales completaron la trasformacion de Gestas, el cual salió á la calle vestido de una manera irreprochable. Cuando regresó á Madrid, su aspecto y sus modales, copiados de los mejores modelos y adquiridos en la fuente del buen tono, llamaron la atencion en la Castellana y en los teatros.
La aristocracia de Madrid deseó poseer aquella maravilla, y Gestas, introducido en los salones, se hizo indispensable en aquel mundo elegante. No era completo un concierto, si Gestas no hacía prodigios con el violin en medio de los aplausos más nutridos; se creia desairada toda dama que no hubiera dado una vuelta de vals con nuestro héroe; los jóvenes de las mejores familias se honraban con ser acompañados en su carruaje por el mono, que guiaba con singular destreza los troncos más fogosos. Todas las tardes caracoleaba Gestas sobre un caballo en el paseo, coqueteando con las damas. De vez en cuando picaba toros á puerta cerrada con una cuadrilla de aficionados, que exponian á ser derramada por la fiera la sangre más noble de Castilla.
Un desafío victorioso acabó de ponerle en moda. Se habian verificado varios duelos, y Gestas experimentó la necesidad de batirse como los demas; felizmente todos los dias tiene el que vive en sociedad ocasiones de enviar dos padrinos á un desconocido que se sonrie al pasar á su lado ó le tropieza con el codo.
La casualidad presentó á Gestas un motivo grave y justificado para un duelo: visitando una casa, sus ojos se fijaron en un álbum colocado encima de un velador lleno de curiosidades: abrió el libro maquinalmente y le repasó con interes; el álbum sólo contenia fotografías de monos que constituian un estudio completo de aquella gran familia, desde el tití más diminuto al orangutan más corpulento. De repente, Gestas aprieta el libro con furor; habia visto su propio retrato á la cabeza de la coleccion. No hubo arreglo posible; el mono y el coleccionista cruzaron los sables al siguiente día en la Casa de Campo, y aunque el segundo era tirador consumado, y los monos no pueden esgrimir con tanta diversidad de movimientos como los hombres por la forma de sus dedos, tienen en cambio mayor agilidad; Gestas describia círculos asombrosos en torno del coleccionista, y una vez en que el sable de éste debia dividir de un tajo á su contrario, segun todas las reglas del arte, sintió el maestro que su cuchillada se perdia en el suelo y que el sable del mono le dividia la cabeza.
El éxito del desafío aumentó la consideracion que disfrutaba Gestas, hasta tal punto, que los pollos más elegantes se empeñaron en imitar sus trajes y actitudes, desfigurando sus orejas y alargando el hocico para parecer orangutanes. Esto causó cierta molestia á Gestas, porque acostumbrado á copiar, le contrariaba ser modelo; sin embargo, tuvo que resignarse, porque el instinto de imitacion era superior al suyo entre los hombres.
La equitacion, la esgrima, el juego y los banquetes constituyeron las ocupaciones habituales de Gestas; muchas noches á la salida de una orgía, rodeado de sus aristocráticos compañeros, el orangutan empleaba sus fuerzas y agilidad extraordinarias en desarmar á los serenos, en arrebatar una doncella de enmedio de su familia, en trepar á los balcones para vejar á los pacíficos vecinos, y en escandalizar la poblacion con sus excesos.
El Sr. Barrientos, á quien se iban haciendo onerosas las locuras de su mono, determinó reprenderle agriamente cierto dia, amenazándole con encerrarle en una jaula: preguntó por Gestas á los criados, y éstos le contestaron que habia asistido á la boda de un título de Castilla, no sabiendo si en calidad de convidado ó de testigo. Esperó resignado su regreso, y una hora despues anunciaron al mono los criados.
Gestas se presentó en traje de etiqueta, orgulloso y perfumado; exceptuando la gran magnitud de su cabeza, y no obstante la postura de su cuerpo, forzosamente inclinado hácia adelante, cualquiera le hubiera tomado por un dandy perfecto, procedente de una raza indiana.
El mono saludó respetuosamente á su dueño, y con aire distinguido, y empleando el lenguaje mímico, anunció al Sr. Barrientos que necesitaba enterarle de un asunto importante.
El dueño del orangutan se sentó en la butaca sorprendido, y poco despues creyó desfallecer al ver que Gestas le decia claramente y con un desenfado aristocrático:
—Sr. Barrientos, tengo el honor de pedir á V. la mano de su hija.
IV
—Bien le decia á V. que le preservase de las malas compañías, decia D. Crisóstomo al Sr. Barrientos; felizmente todo el mal se convierte en bien, y del exceso del daño resulta un beneficio.
—Mi conciencia está tranquila al tomar esta resolucion dura, pero necesaria; un estafador aprovecha la maravillosa habilidad con que Gestas imita toda clase de escrituras, y le induce á arruinarme y á robar ti otros banqueros; otro criminal explota su agilidad y fuerzas, y á los robos por las alcantarillas suceden en Madrid los robos por los tejados y balcones. Por fortuna la estafa se descubre á tiempo y el causante de los robos. Todo el mundo cierra sus puertas al mono galanteador, ídolo de la víspera, á quien salva su condicion de irracional é irresponsable. La autoridad me invita á que no deje de salir de casa á Gestas, y yo no puedo consentir que permanezca en ella á causa de mi hija.
—¿Será posible?
—Por desgracia: V. no sabe el efecto que produce en una niña frívola el que posee las habilidades en que Gestas sobresale; no importa que sea un mono si monta á la inglesa, baila con perfeccion un vals corrido y sabe alguna música. Felizmente mi hija ha dado en hacer versos, y no pasan del papel sus sentimientos. Lea usted sus últimas estrofas:
«Huir contigo del mundo entero,
y convencerme de que me amas,
subiendo á lo alto de un cocotero
y columpiándonos entre sus ramas.
Vamos al Africa; de sus palmeras
desprenderémos dátiles rojos:
vamos al Africa, aunque las fieras
se distribuyan nuestros despojos.»
—¿Qué le parecen á V. estos versos, D. Crisóstomo?
—Veo que tienen muchas sinalefas.
—Señor D. Crisóstomo, sólo me preocupa V. en este asunto; su edad, las penalidades del viaje, la insalubridad del clima de Angola...
—Basta, basta; soy misionero de la ciencia, y la idea me pertenece.
—¿Es su resolucion irrevocable?
—O civilizo el Africa, ó me hago mono.
—Entónces aquí tiene V. las recomendaciones para el gobernador portugués de San Pablo de Loanda; el buque, fletado en Lisboa, contiene todo lo necesario para esta atrevida expedicion: tiendas de campaña, ropas, armas, víveres, libros, carros portátiles é instrumentos.
—¿Gestas le ha dado á V. noticias del país?
—Fué cazado muy pequeño, y sólo recuerda vagamente cuando cruzaba los bosques de árbol en árbol, agarrado á los hombros de su madre.
—¿Y se halla ya conforme con el viaje?
—Al principio recibió la proposicion con un acceso de furor y rechinando los dientes; despues se fué calmando, y por último parte á su patria contento, dispuesto á imitar en todo mi conducta.
—Entónces, D. Crisóstomo, démonos un abrazo muy estrecho.
El Sr. Barrientos y el sabio se abrazaron con efusion sollozando con ternura; poco despues se quedaron muy tranquilos. Don Crisóstomo cogió su paraguas y tomó el camino de Africa con la misma serenidad con que hubiera tomado el camino del estanco; el Sr. Barrientos le detuvo cuando ya bajaba la escalera.
—Ya sabe V., le dijo, que á pesar de su mala conducta, conservo á Gestas gran cariño, por lo cual nada tiene de extraño que me interese cuanto con él se relaciona. Sea V. franco; de todo lo que deja en Europa, ¿qué es lo que Gestas siente más?
—Sr. Barrientos, lo que más lamenta Gestas es la pérdida del rabo.
Tercera parte
I
«Selvas de Angola, Setiembre de 1870.
Sr. D. N. Barrientos.
¡Loado sea Dios! Escribo esta carta encima de un bambú, donde
tengo mi habitacion por estar aquí mas ventilada. Mi traje consiste en
una trusa de paño adornada con un rabo postizo, y mi cuerpo está pintado
al óleo, con un color pardo oscuro, para evitar las picaduras de los
insectos y darme cierto parecido con los habitantes de esta selva.
Gestas se ocupa en hacer el plano de esta nueva ciudad, y una mona de
costumbres alga libres me hace muecas desde una palmera inmediata.
Por mi última carta sabrá V. el feliz éxito del viaje hasta nuestra partida para el bosque. Pues bien; nos internamos en él, siguiendo el curso de un caudaloso arroyo, que Gestas recordaba vagamente conocer, y anduvimos errantes siete dias, durante los cuales Gestas fué arrojando la ropa, y yo adopté el uniforme que he descrito. Inútil es decir que hemos tenido que pasar grandes fatigas para abrir sendas en ciertos terrenos erizados de malezas; pero gracias al fuego y al hacha, hemos vencido los obstáculos: el instinto maravilloso de Gestas nos ayudó en grandes peligros, ya para huir la acometida de un rinoceronte ó adivinar la presencia de algun tigre, ó evitar la mordedura de una serpiente venenosa.
Los primeros orangutanes nos recibieron hostilmente, molestándonos con una lluvia de cocos, en la cual pude apreciar la solidez de la armadura de mi paraguas, que está intacto; en vano les hacíamos señas en su idioma, dirigiéndoles discursos elocuentes; Gestas empezaba á desesperar, cuando un dia, al vadear un arroyo, hizo un ademan de alegría y trepó con suma ligereza á un árbol, perdiéndose de vista entre su ramaje: no puedo entrar en minuciosos detalles, porque sería mi carta interminable; en aquel árbol se habia criado Gestas, allí encontró á su madre viuda, con diez hijos, y el reconocimiento se efectuó por medio del olfato. Aquel encuentro nos puso en relacion con el ágil pueblo orangutan, y la familia de Gestas me obsequió alojándome en su árbol.
Mis presentimientos no eran vanos: los orangutanes se civilizan fácilmente; ha bastado que yo edifique una especie de choza-nido sobre mi bambú para que todos se construyan otra, improvisando una ciudad sobre los árboles; he abierto cátedra de todo cuanto sé, y la ilustracion cunde admirablemente, porque casi todos los orangutanes explican lo que aprenden, sólo por la satisfaccion de imitarme. Tenemos en el dia unos quinientos profesores. Todas las mañanas herborizo seguido de mis alumnos, y siempre encuentro algun maestro de botánica rodeado de los suyos.
Los sabios no son nuevos entre los orangutanes; el mismo dia de mi llegada estuve hablando con un mono viejo, depositario de la ciencia del pueblo. Me asombré de hallar en su idioma el refrán nuestro, donde quiera que fueres, haz lo que vieres, el cual consideran como la esencia de la sabiduría. Tambien me extrañó que miéntras nuestros sabios han creido enaltecer al género humano y dado un paso hácia el progreso asegurando que los hombres descienden de los monos, los sabios de aquí afirman con orgullo más legítimo, que los monos descienden de los hombres.
No me fatiga mi tarea; el afan de redimir esta raza degradada me presta aliento; ¡igualdad ante la naturaleza! Hé aquí mi divisa; harto tiempo ha dominado en la tierra la aristocracia de los hombres.
Gestas, cuya superioridad reconocen todos sus compatriotas, ha emprendido la tarea de suavizar las costumbres, y ha elegido compañera; la noche de la boda hubo baile con orquesta de violines é iluminacion á la veneciana. Los solteros son aquí muy mal mirados, por lo cual me veré en la precision, para conformarme con las costumbres de esta selva, de sacrificarme á la ciencia uniéndome á la madre de Gestas, que aunque jamona, está bien conservada. Suyo afectísimo,
Crisóstomo.»
II
Seis meses despues un ministro inglés contestaba de este modo á una interpelacion en la Cámara de los Lores:
«Voy á complacer al honorable sir Prater explicando la conducta del gobierno respecto del reino selvático de Angola. Tiempo hacía que veníamos observando la rápida formacion de aquel pueblo, que pasaba prodigiosamente de la vida animal al estado civilizado; cuando el pueblo orangutan, en uso de su soberanía, quiso constituirse en la forma monárquica, elevando al trono á uno de sus conciudadanos más ilustres, el gobierno creyó útil á la política del país aconsejar al trono el reconocimiento de S. M. Gestas I, y enviar un representante á aquella córte. En efecto; era conveniente aprovechar el desden con que habian recibido todas las potencias las notas de D. Crisóstomo, primer ministro y padrastro del monarca, y celebrar con el nuevo Estado un tratado de comercio favorable á nuestra industria, á la cual estaba reservado el honroso cometido de vestir y armar á un pueblo que carecia de trajes y de armas. Gracias á nuestros esfuerzos, los orangutanes mondan las frutas con cuchillos ingleses; su ejército usa carabinas fabricadas en Birmingham, y los súbditos de S. M. Gestas I han ganado en respetabilidad y decoro con la adopcion del gorro blanco, que hoy constituye su traje nacional. En cuanto á las alusiones de sir Prater, sólo contestaré que nuestro digno representante, Mr. Cuckoo, no tiene medios de impedir que la industria particular explote la aficion de los orangutanes á las bebidas alcohólicas, y trate de introducir entre ellos el uso del ópio; en cambio el ilustre lord omite los servicios que prestan la Sociedad Bíblica de Lóndres, distribuyendo grátis sus libros, y la Sociedad de la Templanza, remitiendo sus estatutos al doctor Crisóstomo é invitándole á crear una sucursal en aquel apartado reino. Inglaterra, ademas, no puede negar á aquel país nada de lo que pide, porque los orangutanes, ricos en marfil y polvo de oro, pagan al contado.
Lord Prater. Insisto en creer bochornoso que Inglaterra haya enviado un representante ante una corte irracional.
El Presidente. Suplico al orador que se exprese en términos más convenientes respecto del soberano de una nacion amiga.
Lord Prater. Retiro la palabra irracional, y llamaré corte zoológica á la de S. M. Gestas I: creo que el señor presidente hallará esta calificacion más parlamentaria; ademas, no es mi ánimo ofender á aquel monarca, puesto que soy miembro de la Sociedad protectora de los animales.
(El Presidente agita la campanilla.)
Diré que Inglaterra ocupa los buques que destinaba á impedir la
trata de los negros, en intimar el trato con los monos. Y pido que se
abra una informacion para averiguar si el orangutan que poseemos en el
jardin Zoológico pertenece á la familia Real de S. M. Gestas I, en cuyo
caso deben hacérsele en la jaula los honores debidos á su alto rango
para honrar al soberano de una nacion amiga, como dice nuestro digno
Presidente.
(Las oposiciones aplauden, y se levanta la sesion en medio de la mayor algazara. Lord Prater asegura que propondrá á la Cámara un proyecto pidiendo los derechos de ciudadano inglés para todos los monos nacidos en los dominios de Inglaterra.)»
III
Le Journal des Voyageurs publicaba en uno de sus números esta curiosa relacion:
«La capital del reino selvático de Angola tiene un carácter completamente europeo, prescindiendo de los moradores y de la naturaleza. El hábil doctor Crisóstomo, secundando los proyectos de su monarca, y aprovechando la actividad de un pueblo cuyos habitantes cada uno tiene cuatro manos, ha logrado edificar una ciudad hermosa, aunque monótona por la igualdad de sus edificios. Es agradable pasear por sus calles, viendo las monas asomadas á los balcones adornadas á la última moda y cubiertas de lazos y de sedas.
»La última recepcion que hubo en palacio fué brillantísima; el rey Gestas y la reina se hallaban rodeados de su familia y servidumbre; el cuerpo diplomático lo componía el embajador inglés con todos sus criados de ambos sexos. Un curioso que presenció el desfile de los vasallos contó más de setecientos generales y un número mucho mayor de caballeros grandes cruces. Con dificultad se encuentra en el reino un orangutan que no tenga tratamiento. Todas las damas iban seguidas de un monito llevándoles la cola.
»Una de las modistas fraucesas se suicidó el dia... por desdenes de un peluquero, y el doctor Crisóstomo ha dictado órdenes para que no se divulgue el hecho, sabiendo lo que puede el ejemplo en un pueblo impresionable.
»Entre el representante inglés y el primer ministro hay una lucha encarnizada: el primero, por proteger la industria de su nacion, desbarata todos los planes del segundo para hacer de los orangutanes un pueblo sobrio y enemigo del lujo. Dícese que tiene el propósito de extenderle los pasaportes; pero que le detiene la consideracion de que la córte con su ausencia se veria privada del Cuerpo diplomático. El doctor Crisóstomo ha interceptado una nota de Mr. Cuckoo ú su gobierno en que pide una remesa de gorros encarnados.
»A pesar de la gran distancia de esta capital y de su reciente fundacion, hay en ella un hotel, várias modistas, tres ó cuatro peluqueros, dos afiladores de cuchillos, diez organillistas y algunos titiriteros, todos franceses; un relojero y dos filósofos alemanes; una opulenta señora rusa que asiste á todos los teatros y paseos, y un caballero portugués que luce la cruz del Cristo y grandes alfileres de brillantes; muchos ingleses que trafican en maderas, venden telas y cuchillos, plantan algodon hasta en los patios, explotan minas, introducen contrabando y beben toda clase de licores; várias damas sin familia, procedentes de todas las naciones; un maquinista norteamericano; dos ó tres caballeros de la América del Sur, que juegan á los naipes y á los gallos; un moro que vende zapatillas, y un emigrado español que no hace nada.
»Hace pocos dias se abrió con gran éxito una librería; el comerciante tenía una edicion enorme de cierta Historia de la revolucion francesa que nadie compra en Europa, y conociendo el carácter de aquel pueblo, se paseó una tarde vestido exageradamente y con un ejemplar del libro en las manos abierto por la portada. Al dia siguiente la edicion estaba agotada, y una multitud de orangutanes recorría la poblacion llevando en las manos la Historia de la revolucion francesa, escrita por un autor anónimo. Nadie que se precie de mono comme il faut sale á la calle sin el libro.
»Ha ocurrido un suceso que puede ser un casus belli entre dos naciones: varios portugueses de la colonia inmediata han cazado á varios súbditos de Gestas en un bosque cercano. Divulgado el hecho, muchos orangutanes, armados de escopetas, pasan el dia cazando portugueses.
»La salida del correo impidió á nuestro corresponsal dar más pormenores acerca de aquel curioso pueblo.»
IV
El Sr. Barrientos estaba leyendo su periódico una tarde, cuando entró un criado en su despacho.
—¡Señor! dijo el sirviente con aire misterioso: tiene V. una visita.
—Que pase adelante.
—Es que... me parece que es un mono.
—¿Cómo? dijo el banquero levantándose.
—Sí, señor; un mono que habla y del tamaño de una persona.
—¿Estás loco? Los monos no pueden hablar á causa de dos sacos membranosos... A ménos que haya en Angola orangutanes más perfectos... que pase, sea quien fuere; sin duda Gestas me envia algun correo.
Un instante despues entraba en el cuarto D. Crisóstomo desfigurado enteramente: su cuerpo pintado al óleo, la boca excesivamente prolongada por la costumbre de hablar gesticulando, sus maneras bruscas y su movilidad extraordinaria le daban el aspecto de un orangutan; el antiguo maestro se habia identificado con los habitantes del reino selvático de Angola. Para que la semejanza fuese más completa, por debajo del antiguo leviton asomaba un rabo majestuoso.
El Sr. Barrientos reconoció aquel leviton: el paraguas de familia sirvió para identificar la persona de su dueño.
—¡Todo se ha perdido! exclamó D. Crisóstomo arrojándose en un sofá despues de haber abrazado tiernamente á su amigo.
—¿Pero cómo ha llegado V. vivo hasta mi casa en ese traje?
—No lo sé, dijo el profesor reparando en el rabo, que le arrastraba por el suelo; creo que me han silbado: áun sospecho que me han arrojado algunos tronchos y que las turbas me han seguido: pero ¿qué significa todo eso ante la inmensidad de mi desgracia?
—¿Y el reino?
—Está entregado á la anarquía; las tropas han fraternizado con el pueblo; me han obligado á emigrar: yo he visto á los convencionales perorando en la Asamblea, al pueblo lanzando en infernal coro gritos salvajes é inarticulados; se han proclamado los derechos del mono. Gestas ha tenido que ponerse el gorro frigio; ha circulado el oro de Inglaterra; han arrasado la cárcel, diciendo que era la Bastilla...
—Pero V. me está contando la primera revolucion francesa...
—Pues eso ha sucedido exactamente: los orangutanes han leido aquel libro funesto y han tratado de imitarlo en todos sus detalles.
—De manera que la monarquía...
—Ha sido derribada.
—¿Y Gestas?
—¿No lo adivina V.?
—¡Cómo! ¿Estará preso en el Temple?
—Era preciso llevar la imitacion á la exactitud más servil y fotográfica: las revoluciones de los monos ni áun tienen el mérito de ser originales.
—¿Y no habrá medio de salvar al pobre Gestas?
—Ha sido guillotinado por su pueblo: no ha faltado siquiera en su ejecucion el redoble de tambores.
Hubo un rato de silencio: se produjo una sensacion profunda de esas que sólo causan las catástrofes históricas.
—¿Y qué va á ser de ese pueblo desdichado? preguntó conmovido el Sr. Barrientos.
—No lo sé, contestó el maestro: los monos dicen que han recobrado su perdida libertad... y yo, que los he visto furiosos y sin ropa y cometiendo destrozos, creo que tornan á su estado primitivo.
—¿De modo que no volverá V. al Africa?
—Nunca: me he convencido de que son ingobernables los pueblos que copian servilmente y sin criterio; prefiero un país salvaje con costumbres propias, á una nacion cuyo carácter, cuyas revoluciones y cuyas leyes son imitadas de otros pueblos.
Y D. Crisóstomo quedó profundamente pensativo: despues tomó maquinalmente un periódico; el señor de Barrientos le observaba repasar con agitacion un escrito incendiario en que se pedia la nivelacion de las fortunas.
De repente se levantó el profesor, y exclamó paseándose por la sala:
—¡Orangutanes!; Nada más que orangutanes!
Habia tal exaltacion en el acento de D. Crisóstomo,. se lanzó hácia el balcon con tanta ira, que el señor de Barrientos tuvo que sostenerle sujetándole la cola.
—¿Qué hace V., amigo mio? le dijo con dulzura.
—Perdone V., respondió tranquilamente D. Crisóstomo; aquellas horrorosas escenas no se apartan de mi mente: creia que estaba aún en el reino selvático de Angola.
Diario del Pueblo, Julio y Agosto de 1872.
Siete historias en una
I
—Aunque V. asegure lo contrario, Sr. Doctor, no me las prometo muy felices de esas condescendencias,—dije despues de haber oido en silencio las razones que alegaba.
—Esta misma noche,—me respondió con dulzura,—cenará V. con ellos, y le convenceré prácticamente de que á nada me expongo con su trato: la dureza es inútil, con esos desgraciados. Gozo al ver el respeto y las consideraciones que me guardan; nada les niego, ni me opongo á sus caprichos: circulan libremente por mi casa, y siempre me acompañan algunos en mis excursiones por el campo. Quiero experimentar si el aire libre puede contribuir á su curacion.
—Sea de ello lo que fuere, le advierto á V. que cenaré solo. No me tranquiliza la compañía de seis locos, y mañana al amanecer debo continuar mi viaje. Mire usted qué nubarrones se van aglomerando: estoy seguro de que la tormenta me robará parte del sueño.
Sin embargo, tanto insistió el buen Doctor, dándome tales seguridades, que al fin hube de aceptar su invitacion, aunque conservando mis recelos.
Llegada la hora, entramos en un hermoso comedor, en cuyo centro habia una mesa puesta con sencillez, alrededor de la cual conversaban pacíficamente los seis monomaniacos de quienes ya tenia antecedentes.
Cuando nos presentamos se levantaron con la mayor política, ofreciéndonos sus asientos á porfía, y con tal insistencia, que juzgamos oportuno complacerles, ántes de que ocurriese algun incidente desagradable.
Aquella amable recepcion no me satisfizo: hubiera deseado alejarme de la mesa, pero el mal estaba hecho y era preciso conformarse.
Sirvieron el primer plato en el silencio más tranquilizador, de modo que mis temores empezaron á desvanecerse, y pude observar con atencion á mis extraños compañeros. El brillo de sus ojos y la vaguedad de sus miradas, lo mismo podian indicar la embriaguez que la demencia.
—Veo,—me dijo el Doctor,—que se acostumbra V. á la sociedad de estos caballeros,—y añadió dirigiéndose á sus pupilos:—¿á qué no aciertan VV. lo que estoy ahora pensando?
—Piensa V. que no tiene, como nosotros, su manía, contestó uno de los locos con acento amable y compasivo.
—Piensa en todo, le replicaron al instante.
—En nada.
—En algo.
—¡Sí! ¡no!... ¡sí... ¡sí y no!... prorumpieron todos á la vez con espantosa gritería.
El Doctor quiso imponer silencio hiriendo el vaso con su cuchillo para imitar una campanilla. Todos hicieron lo mismo, invitándome á que tocára, lo que tuve que hacer por adquirir su confianza, y me valió esta frase galante de uno de los locos:
—Señores, estamos en familia: el forastero es de los nuestros.
El médico alienista se reia á carcajadas. Cuando aquellos infelices hubieron satisfecho su inocente diversion, y el silencio se restableció poco á poco, mi huésped dijo mirando á todos lados:
—Señores, pensaba en que es preciso obsequiar á este caballero, refiriendo cada cual su historia, que, por lo extrañas, le entretendrán todas agradablemente miéntras llega la hora de retirarse.
—¡Yo el primero! exclamó el de mi derecha.
—Sea, y hablen por turno. Note V., me dijo el Doctor, que el señor que va á referir su historia ejercia en el pueblo la honrada profesion de sepulturero: una noche le encontraron desmayado al lado de una fosa, y tuvo desde entónces que recurrir á mis auxilios.
—Sí, señor: no se me olvidará nunca aquella noche, respondió con viveza mi vecino. Me habia correspondido velar en el cementerio el cuerpo de una vieja. Sentéme, pues, á su lado, y encendí mi pipa en una de las hachas; pero el tabaco se acabó, y no teniendo distraccion, me entretuve en observar á la difunta: ante otro cadáver me hubiera quedado dormido fácilmente; pero entre los afilados juanetes de la muerta se destacaba una nariz más afilada todavía, apuntando al techo en línea recta; hubiera jurado que á pesar de la inmovilidad del rostro á que pertenecía, aquella nariz estaba dotada de cierto movimiento imperceptible, como el de la hierba cuando crece.
Comprendia muy bien que aquello era alucinacion ó efecto de los vapores de la cena; pero una especie de vértigo me dominaba y mi razon no estaba muy segura. Para evitar aquel espectáculo desagradable, volví la espalda á la difunta; pero al instante comprendí mi error, porque si no ví la nariz, vi en cambio su sombra, y en ella abultadas naturalmente sus formas repugnantes. Varié de sitio; pero en vano: las hachas hacian proyectarse en todas las paredes aquella silueta odiosa, que todo lo invadia. Mis dientes castañeteaban de terror ante el formidable espectro, y para distraer el miedo y acabar de una vez, me determiné á arrojar el cadáver dentro de una fosa muy profunda: eché en ella el cuerpo de la vieja, cuyas carnes blandas, al caer sobre la tierra removida, no produjeron ruido alguno. Cogí la pala más ancha, y empecé á arrojar tierra en el hoyo, hasta cubrir él pecho, los piés, la cabeza, todo... ménos la nariz de la difunta: por más tierra que arrojaba resistia á todos mis esfuerzos, dilatándose y creciendo á cada paletada. La fosa se cubrió: se fué formando un montecillo, y en su cúspide se elevaba siempre la afilada punta como la veleta en una torre. Concluida la tierra me encontré sin recursos: entónces saqué la navaja... pero me detuvo una reflexion muy oportuna: cortándola, en vez de una serian dos narices. Trepé hácia la cúspide, arrojándome sobre la nariz para estrujarla y hundirla ea el terreno; pero me costó muy cara la imprudencia, porque tenía la dureza de una piedra y continuaba elevándose y elevándome. Cuando quise arrojarme al suelo me hallé á una altura extraordinaria. Pasé así un rato. Una ráfaga de viento me hizo caer á tierra sin sentido: al despertar estaba loco, por efecto, sin duda, del porrazo.
—Sí, señor, loco como V. y como todos estos amigos, que no tienen inconveniente en confesarlo.
—¡Sí!... ¡si!... contestaron todos repetidas veces y como por turno, hasta que tuvo uno de ellos la ocurrencia de negarlo.
—¡No!... ¡no!... ¡tampoco! ¡tampoco! repitieron en círculo y haciendo extrañas muecas y visajes.
II
—Antes de referir mi historia,—dijo un señor de alguna edad y de abultado abdómen,—desearia saber si usted está en el error de que los vegetales carecen de alma.
El Doctor se apresuró á contestar por mí, temiendo que cometiese alguna ligereza.
—Precisamente,—dijo,—hemos hablado hoy mismo sobre este punto interesante, y mi amigo no duda de que V. es un sér sensible y animado.
—Gracias, mil gracias,—contestó el pobre hombre mirándome con ternura;—entónces comprenderá V. la intensidad de mis dolores. Una tarde, acababa de estallar una tormenta: piedras de enorme tamaño caian sobre los campos, destruyendo cuantas plantas encontraban. ¡Qué destrozo causaron en el melonar de mis mayores! Aquél fué un dia de luto y consternacion para todo mi linaje: mis padres, que apoyaban sus pesados cuerpos en la tierra, ya sazonados y llenos de azúcar, y algunos individuos de su familia, todavía jóvenes, que colgaban inocentemente de las ramas, cayeron heridos ó fueron deshechos por los celestes proyectiles. Algunas semillas, arrastradas por las aguas, se refugiaron en torno de un rosal, y bajo sus hojas ví la luz en un verano delicioso. No puedo recordar sin regocijo aquella época feliz de mi existencia. El cielo me regaba, mecían mi cuna los vientecillos más suaves, y los pájaros bajaban á hacerme compañía.
Cierto dia, áun no estaba maduro por fortuna, se acercaron á mí varios hombres de mala catadura, armados de cuchillos, y sin consideracion á mi juventud, y del modo ménos decoroso, me reconocieron muy despacio.
—Está verde,—dijo uno de ellos volviéndome la espalda con desprecio.
Yo estaba que no me llegaban las hojas á la cáscara. Los asesinos dispusieron sus armas melonicidas, y presencié un festin horrible. Vi los cuerpos de mis parientes rodar por tierra arrancados de la planta: vi los puñales hundirse en sus entrañas, y las bocas de aquellos monstruos saborear su carne con delicia. Partian, vaciaban, descuartizaban y se engullian á los hijos en presencia de las madres. No he leido en las historias ejemplo igual de barbarie.
—¡Qué dulce está!—prorumpia el más voraz de los vampiros, con las fauces bañadas en sangre de uno de mis hermanos predilectos.
—Pues éste es una calabaza,—respondió otro, estrellando á un infeliz contra una piedra.
La tierra se cubrió de despojos: saciada su gula, los asesinos se levantaron, pero ántes de alejarse volvieron reconocerme. Yo temblaba como si soplase viento Norte.
—Lo ménos tarda siete dias en madurar,—exclamó un hombre.
—No lo creas; ántes de dos nos le comerémos.
—Será un melon excelente.
—Es de casta valenciana.
Y se alejaron continuando su diálogo siniestro.
Desde aquel dia ruedo por el mundo, huyendo de la voracidad de los hombres, y pidiendo la emancipacion de los melones.
—No le tenía á V. por tal,—dije al loco cuando terminó su narracion.
El loco me ofreció un cuchillo, y exclamó con majestad presentándome su vientre:
—Si tiene V. la menor duda, puede V. calarme.
III
Correspondia hablar á un señor de aspecto muy preocupado. Cuando se enteró de que le habia llegado el turno, me dijo gravemente:
—Caballero, yo soy un médico arrepentido: mi historia nada tiene de notable; he aplicado los medicamentos indicados en los libros, y he tenido el disgusto de que se me muriesen mis mejores parroquianos. Pongo á Dios por testigo de que no ensayé en ellos ningun medicamento, ni inventé la píldora más inofensiva; sólo he aplicado el método oficial, sin separarme de los libros de texto ni un momento; pero al ver caer ante mí tantos inocentes, llegué á dudar si era un licenciado en medicina y cirujía ó una bomba que estallaba en la alcoba del enfermo.
Comprenderá V., caballero, que debo una reparacion á la clientela que he diezmado, á las familias que por mi causa visten traje negro, y al género humano, que he disminuido.
Abrumado por los remordimientos, estudio noche y dia, no en los libros de texto, sino en la estructura del cuerpo humano, un medio de satisfacer mi conciencia.
Cuando espiró el último de mis clientes, acababa yo de responder de su vida á la familia: entré en la alcoba, y el enfermo no existia: aterrado con aquel horrible contratiempo, cerré la puerta y huí por la ventana, llevándome el cadáver, decidido á resucitarle.
Pero los libros de medicina nada decian en punto á resurrecciones: y yo no sabía cómo empezar aquella operacion, opuesta completamente á lo que hasta entónces habia practicado: sin embargo, no aspiraba inmodestamente á devolver á la familia un hombre sano: me hubiera contentado con poner el muerto en su casa, tal como me lo habian entregado, y con su misma pulmonía.
No sé cuánto tiempo estuve meditando: unas veces hubiera querido extraer del cuerpo todas las medicinas que le hábia recetado, y otras veces pensaba en conjuros y oraciones, en pactos con el demonio y brujerías. Ni una sola vez se me ocurrió valerme de ningun sistema médico. Creo que pasé algunos dias delante del cuerpo muerto, porque le perdia de vista á largos intervalos, sin duda, en medio de la noche. Por fin, creí que la naturaleza habia resuelto el problema de la vida, al observar cierto movimiento en el cadáver. Alcé su ropa con emocion... y ví que le movian los gusanos.
El loco se detuvo algunos instantes muy preocupado.
—Y despues ¿no ha resuelto V. ese problema?—le pregunté con interes.
—Sí señor,—contestó el afligido médico;—pero ántes me entregaban personas llenas de vida y ahora ni áun me confian los cadáveres.
—Y ¿qué haría V. si le entregasen un difunto?
—Dejaria obrar á la naturaleza,—contestó el loco.
—Entónces el cadáver se descompondria.
—y no alteraria por eso el tratamiento.
—Se convertiria el cadáver en un esqueleto descarnado.
—Y yo siempre dejando obrar á la naturaleza.
—Los huesos se harian ceniza.
—Tiene V. mucha razon; y las cenizas se esparcirian por el viento; y los años pasarian y los siglos, hasta que llegase el dia de la resurreccion de la carne, único en que pueda resolverse el gran problema. Dije que soy un médico arrepentido, y dije mal: ahora profeso el arte de resucitar, lo cual indica, sin más demostracion, que no soy médico.
IV
—El caballero á quien corresponde hablar es un artista notable,—me dijo el doctor cuerdo,—presentándome un loco de rizada cabellera y ojos más extraviados que los de sus otros compañeros.
—¿Puedo saber en qué arte sobresale?—contesté inclinando la cabeza ante el monomaniaco.
—Soy pintor de estrellas,—dijo con énfasis el loco,
—Ignoraba que existiese ese ramo del arte.
—He ensanchado los horizontes de lo bello, creando un género nuevo; yo traslado al lienzo lo que sólo descubre el telescopio; tengo en proyecto los retratos de todos los planetas, y un eclipse de luna, que ha de ser toda una leccion de astronomía. Instruir deleitando es mi divisa, y mis pinturas revelan los arcanos del vacio. La nebulosa y el cometa, el humilde satélite, el anillo luminoso y la constelacion más complicada, forman en mis cuadros composiciones atrevidas; en vez de batallas, pinto choques de planetas, astros que estallan, y soles que se extinguen. Mi obra maestra es un sol girando majestuosamente sobre sí mismo: no he visto cuadro de más luz, ni escorzo más artístico y gracioso, ni pintura más bella é instructiva. Mi escuela reúne á la vez la ver-dad, el atrevimiento, la fantasía y la ciencia; soy á un tiempo Velazquez y Flanmarion, Goya y Copérnico.
Yo escuchaba con admiracion á aquel innovador del arte.
El loco prosiguió diciendo:
—La pintura astronómica reúne á la belleza del asunto la enseñanza de una ciencia árida y difícil, sin cansar el entendimiento, impresionando únicamente los sentidos. Los astros circulan por mis cuadros dentro de su órbita, y como en la creacion, todo es movilidad en mis figuras; los planetas que pinto están todos habitados, y se oye la música que producen sus pesados cuerpos al rodar por el espacio. Demuestro que los cometas no son sino nebulosas desbocadas; que Saturno es un planeta, presuntuoso y cobarde, que va cargado de anillos y rodeado de satélites, y que las estrellas dobles son matrimonios astronómicos.
—Admiro ese pincel
—Pinto con los dedos,—repuso el loco interrumpiéndome.
—Tendrá V. un magnífico telescopio.
—No lo crea V.; para ver todas esas cosas cierro los ojos.
—Pues le aseguro á V.,—añadí,—que deseo admirar sus lienzos.
—Amigo mio,—respondió el artista,—no hago mis cuadros sobre lienzo, ni en tablas, ni en cobre, ni al fresco; pinto sobre el agua.
V
El loco que le seguia dirigió una mirada de lástima á su compañero, y me hizo un signo para indicarme el extravío de su mente. Despues habló de esta manera:
—Jamas he hecho aprecio de las artes; desde pequeño demostré una vocacion irresistible por las armas; comprendí que el hombre habia sido creado exclusivamente para la guerra, y me entregué con júbilo al placer de descalabrar á mis condiscípulos. Me casé á poco, porque el matrimonio es una lucha. Declaré la guerra á la sociedad, para aumentar el número de los combatientes en las contiendas humanas; y es mi ideal armar á todo el género humano, y que todos los hombres y mujeres que hoy existen, divididos en dos grandes ejércitos, se acometan en el desierto de Sahara, y den una gran batalla digna del siglo XIX.
—Pero ¿no le asusta á V. la idea de la mortandad espantosa que produciria tan colosal combate?
—¿Y la magnificencia de esa funcion de guerra? ¿No se dan conciertos monstruos? ¿Por qué no ha de haber batallas gigantescas? Si la guerra no fuera una necesidad del espíritu humano, ya hubiera desaparecido ante el sentimentalismo de este siglo filantrópico, y ante los respetables intereses de la industria en esta época fabril. La guerra tiene infinitos aspectos: existe entre el criminal y la justicia; entre los que se disputan una mujer, ó el mando de un pueblo; entre dos naciones cuya política es opuesta; entre los pobres y los ricos. Cada siglo tiene sus pretextos para disculpar la lucha; y desde el duelo y el asesinato, formas las más simples de la guerra, hasta las campañas más científicas y formales, dan un total de víctimas, que acaso exceda al de la batalla que propongo. En cambio, el espectáculo gana en franqueza y gallardía: millares de cañones atronarán el desierto, hoy silencioso, y formarán nubes que rieguen sus arenas; se elevarán en su llanura montañas de cadáveres que fertilicen el Sahara, y yo, subido sobre una pirámide de muertos, aplaudiré á los vencedores cuando alanceen sin compasion á millones de vencidos.
—¿Y si V. formase parte de los últimos?
—Imposible, caballero; yo sería neutral, para poder gozar de todo el espectáculo. El placer de la guerra es como el de los toros y el teatro; los verdaderos aficionados ven la funcion desde los palcos, ó leen las reseñas que hacen los periódicos, pero no pican toros ni declaman. Caballero, me ha sido V. simpático, y le ofrezco el mando de uno de los dos ejércitos; tendré una gran satisfaccion en que se cubra V. de gloria.
Y aquel loco singular me tendió la mano y distribuyó várias gracias militares á todos los presentes.
—¡Qué locura tan sensata, si el interes justificase esta manía! perturbar el mundo, lanzar unos contra otros á los hombres, y permanecer tranquilo y respetado en medio de la lucha. No pude ménos de murmurar conmigo mismo, al oir á aquel monomaniaco.
VI
Sólo faltaba hablar á uno de los clientes del doctor. Mis temores se habian desvanecido por completo al ver la tranquilidad y orden con que se expresaban por turno aquellos infelices, que conservaban bajo sus extravagantes relatos una razon relativa, que era cuanto se hubiera podido exigir en una reunion de cuerdos á los postres de una cena. El problema estaba resuelto: la sociedad de los locos, no teniendo éstos manías destructoras ó molestas, era tan agradable y natural como la de tantas personas razonables, cuyas preocupaciones se toleran por cortesía, y aquellas manías tenian sobre las de los cuerdos la ventaja de ser más pintorescas.
—Y V., ¿cómo se encuentra en tan amable compañía? pregunté al último loco, que no tuvo por conveniente contestarme.
—Un dia, respondió el doctor en su nombre, se oyeron gritos desgarradores en su casa; los daba su señora para impedir que este caballero arrojase á sus hijos por la ventana.
El loco levantó entónces la cabeza, y dijo con ternura:
—Yo habia enseñado á andar y á nadar á todos mis hijos: sólo me faltaba que aprendiesen á volar los pobrecillos.
—¿Y si se hubieran estrellado? le dije.
—Hubieran volado al cielo: la leccion no se perdia.
—Pero ¿amaba V. á sus hijos? repuse con sorpresa.
—Entrañablemente, caballero, y queria que su educacion fuese completa, preparándoles para todas las carreras y enseñándoles toda clase de conocimientos, y haciéndoles aptos para todo. Bajo mi direccion hubieran aprendido desde el idioma de los pájaros hasta el de los filósofos alemanes; desde la gimnasia higiénica, hasta la ciencia prehistórica; la teología y la equitacion, la poesía y la balística; el contrapunto y la partida doble; y lo mismo podrían redactar una Constitucion que castrar una colmena.
—¿Y cree V. que sus hijos hubieran soportado esa educacion enciclopédica?
—¡Oh! sí, señor; combinando sabiamente el antiguo sistema de los azotes y la moderna invencion de enseñar sin libros y estudiando los gustos é inclinaciones del discípulo. Por ejemplo, al niño que aborreciese el idioma de Ciceron, y tuviese aficion á bailar, le enseñaría el latin walsando y le azotaria si perdiese el curso. Le haría aprender á contar llevándole á jugar á la ruleta. Le enseñaría la teología y las ciencias más difíciles cantadas en villancicos; y arrojándole á la cabeza mis cacharros cuando cometiese alguna impertinencia, aprendería poco á poco la cerámica. Mis hijos quedarian en disposicion de ser príncipes ó sabios, caras ó danzantes, verdugos ó acomodadores de teatro.
—¿Y V. conoce todas esas ciencias de que habla? le pregunté con cierto respeto.
—Sí, señor, me respondió; las conozco de vista únicamente.
—¿Y se había dedicado V. alguna vez á la enseñanza?
—Le diré á V.... en mi juventud eduqué á un canario, enseñándole á hacer el ejercicio y á llevar cartitas á mi novia. Ya de jóven tuve el pensamiento de crear una universidad para las aves...
—¡Esa idea es detestable! prorumpió con voz terrible el loco del melonar; las aves picotean y destruyen las frutas y no merecen tantas consideraciones.
Su compañero le miró con desprecio y respondió:
—Usted olvida que estamos en los postres, y que siendo un melon, le tiene cuenta no llamar mucho nuestra atencion.
El pobre loco á quien se dirigia la amenaza miró con espanto los cuchillos y se agazapó debajo de la mesa. Pero la interrupcion y el insulto que siguió, produjeron cierta sensacion nerviosa en aquella impresionable concurrencia. Un relámpago muy vivo, seguido de un trueno formidable, completó el efecto, y los locos se levantaron de sus asientos en la mayor agitacion.
VII
El pintor abrió la ventana y pidió un vaso de agua.
—¡Quiero pintar ese trueno!—exclamó con acento inspirado.
—¡Si eso es imposible!—dijo el Doctor deteniéndole.
—No ha sido un trueno, sino un magnífico cañonazo,—repuso el guerrero lleno de entusiasmo.
Los relámpagos y truenos continuaban aumentando la confusion y el vocerío; algunos locos estaban subidos en las sillas.
—¡Juicio, señores! ¡juicio!—decia el Doctor corriendo de uno á otro lado.
—¡Nos recomienda el juicio! Alude indudablemente á nuestra locura. ¡Venganza, caballeros!—exclamaba el loco de la batalla, animando á, sus amigos.
—¡Muera! ¡Muera!
El Doctor reia á carcajadas.
—¡Se burla de nosotros! la las armas!
Aquellos gritos de guerra, la actitud melodramática del demente, la exaltacion de sus amigos y el ruido de los truenos, produjeron en los locos tal impresion, que el pobre Doctor, amedrentado á su aspecto, retrocedió hasta uno de los rincones de la sala.
—¡Calma! amigos mios,—decia con su acento más melifluo, al ver que el loco belicoso distribuia á los demas los cuchillos de la mesa.
—¡Tiene en su rostro la nariz de la difunta!—vociferó con rencor el sepulturero.
—¡Yo necesito un cadáver!—exclamaba el médico alzando su cuchillo.
Hubo un momento de extraordinario ruido, en el cual se oian estos gritos:
—¡Hagamos su diseccion sobre el mantel.
—¡Enviémosle al otro mundo á girar con los planetas.
—¡Calémosle!
—¡Enterradle vivo!
La resistencia era imposible contra aquellos furiosos, pues sólo habia un criado en la casa. Pero los locos, viéndome armado de cuchillo, me guardaban ciertas consideraciones, hasta el punto de que el médico monomaniaco me dijo al oido estas palabras:
—No se alarme V., amigo mio: dejémosle que muera, y yo me encargo de resucitarle; no dude V. de que lo haré, porque ya sabe V. que no soy médico.
—Pido la palabra—dije en alta voz subiéndome en una silla para dominar y contener al auditorio.
El Doctor, rodeado por sus huéspedes, habia caido sentado sobre una silla, y perdido su habitual serenidad ante aquel peligro tan inesperado como serio.
—¡Señores,—dije,—la muerte del Doctor es justa y está irremisiblemente decretada. Pero... todos aquí somos cristianos, y no podemos dejar morir á un hombre sin que haga siquiera exámen de conciencia.
—¡Bravo! ¡bravo!—exclamaron los locos.
—¡Pongámosle en capilla!—dijo uno de ellos.
—Perfectamente,—repuse,—y la capilla puede ser la habitacion más inmediata.
—Es verdad,—contestó un loco,—pero como podría fugarse el condenado, pido que le pongamos en capilla despues de cumplida la sentencia.
—¡Bien! ¡muy bien!—contestaron en coro los monomaniacos.
—¡Un momento!—grité con tal fuerza, que se contuvieron los que tenian alzados los cuchillos.—Pido un cuarto de hora para que se reconcilie.
Todas las proposiciones eran aprobadas por unanimidad, y los seis desgraciados se quedaron inmóviles alrededor de la víctima, contando en el reloj de pared los minutos. Yo, entretanto, hacía señas al Doctor, que no osaba hablar porque al intentarlo se alzaban los cuchillos. El Doctor era corto de vista y no veia mis señales. Un poco ántes yo habia escrito algunas líneas en mi cartera, que recibió el criado, atraido por la vocería.
La victima intentó levantarse, pero doce manos de hierro le aprisionaron á su silla.
El Doctor sudaba y trasudaba.
—¿Cuántos minutos faltan?—preguntó el artista:—me parece que este reloj no está arreglado con el sol.
—Faltan siete todavía—le contesté:—dejémosle que rece.
Empecé á inquietarme: el minutero volaba aquella noche: pasaba sobre las rayas con rapidez: habia recorrido el término fijado.
Por fin sonó en el patio una palmada.
—Llegó la hora—dije con energía;—al suelo los cuchillos y tiremos á ese monstruo por la ventana.
—¡Muy bien!—exclamaron los monomaníacos batiendo palmas.
El Doctor se incorporó, con los cabellos erizados, y sus huéspedes le levantaron en sus brazos.
—¡Socorro, amigo mio!—gritaba el infeliz resistiéndose inútilmente.
—¡Muera!—grité tambien con todos mis pulmones.
El desdichado alienista se habia asido al marco de la ventana, fuera de la cual estaba su cuerpo suspendido.
—¡Asesino!—me dijo con desesperacion,—al ver que yo mismo le empujaba, y cayó.
—¡Ahora,—exclamé sentándome en el marco de que habia arrojado al Doctor,—que VV. pasen buena noche!
—¡Adiós! ¡adiós! ¡que la cena le aproveche! ¡buena digestion!—gritaron los locos al ver que yo seguia al médico, arrojándome tambien por la ventana.
—¿Qué tal, amigo Doctor?—dije despues de caer sobre una blandísima alfombra de colchones;—supongo que renunciará V. al trato de esos caballeros y al sistema de las condescendencias?
—Imposible: esto ha sido un susto nada más. Mañana continuaré su curacion—contestó el Doctor ya sosegado.
—¿Y cómo se presentará V. ante ellos?.
—Es muy sencillo: haré que me amortajen y me dejaré resucitar por mi colega, que busca un cadáver hace tiempo.
—¿Pero no le estremece á V. la idea del peligro en que se ha visto?
—Ya ha pasado. Amigo mio, dijo el Doctor con seguridad: he prometido curar á esos infelices por un método á que no renuncio: es mi manía: porque, créame usted, tambien los cuerdos las tenemos. Más diré; sin estas manías ó alucinaciones, ó como quiera V. llamarlas, la sociedad humana es imposible: sólo se reunirian los hombres al lado de los favoritos de la suerte.
La Moda Elegante Ilustrada, Julio 1873.
Pensar á voces
A mi cariñoso y verdadero amigo
Isidoro Fernandez Florez.
Todos los dias oimos á nuestro lado palabras sueltas que se
escapan involuntariamente á individuos que pasan hablando a solas sin
notarlo: con frecuencia vemos personas que accionan sin hablar, como si
sostuvieran disputas muy acaloradas: más de una vez el eco de nuestras
propias palabras nos ha advertido que íbamos por la calle hablando en
voz alta y llamando la atencion de los transeúntes. Todo esto no es sino
una débil manifestacion de la actividad febril de nuestro cerebro,
tumultuoso taller que funciona sin cesar, congreso en sesion permanente,
y manicomio en que, entre mil ideas extravagantes, descuellan alguna
vez pensamientos razonables. El saber callar las necedades que se
ocurren es la prueba del buen juicio: ocultar en sociedad ciertos
pensamientos que escandalizarian á las gentes, constituye la prudencia:
dominar los latidos de la soberbia, los deseos livianos, la envidia y
todas las pasiones, es la virtud. ¡Qué diferencia entre el tranquilo
aspecto de algunos rostros impasibles, y el motin interior de las ideas
bajo el cráneo! vienen á ser como esos edificios cerrados, cuya severa
fachada no denuncia los crímenes domésticos que en sus habitaciones se
consuman.
Si alguna vez se descubre un instrumento que equivalga en acústica á lo que es en óptica el microscopio; si se inventa una trompetilla tan sutil que aplicada sobre las cabezas deje oir lo que discurren los cerebros, ó colocada á cierta distancia permita escuchar lo que en voz imperceptible hablamos continuamente , ¡qué revolucion moral produciría ese aparato! Baste saber que al escribir y al hablar callamos y omitimos, por consideracion á las conveniencias, lo más atrevido, lo más sincero, lo más pintoresco de nuestras ideas; y que entre el hombre interior, que habla consigo mismo, y el personne teatral, que cada cual representa ante sus prójimos, suele haber el contraste más extraño.
Disimular continuamente nuestras flaquezas, no participar á nadie nuestras observaciones más exactas y sutiles, tal es el resultado de la educacion, que creo exista áun entre salvajes. ¡Ay del hombre que vacia enteramente al exterior lo que todos ocultan en la oscura soledad de su conciencia! Conservar el incógnito: hé aquí lo que con más ó ménos torpeza casi todos consiguen en la vida. Pero creo que estoy filosofando, cuando es mi única intencion referir una historia, la cual, por haberme asegurado quien la contó ser uno de sus actores, sólo me atrevo á clasificar entre los cuentos.
I
Nunca podré olvidar á mi condiscípulo Juan Claro.
Habia sido un estudiante á la vez laborioso y pendenciero: taciturno hasta el extremo de huir la compañía de los compañeros de clase, y provocador, y de una sinceridad bárbara y ofensiva, cuando se reunía con nosotros. Le era imposible disimular los defectos que observaba en los demas, ni dejar sin correctivo sus errores; pero siempre sus manos respondian de los insultos de su lengua, que le obligaron á medir sus fuerzas con todos los estudiantes capaces de vengar una ofensa á puñetazos.
Su predileccion por mí no reconocia otra causa que la benevolencia con que toleraba su franqueza, insoportable para todos. Y era que algunas buenas cualidades de Juan, la sagacidad de sus observaciones, y la conviccion de que mi amigo tenia en su propio carácter su adversario más cruel, y un impedimento moral para vivir en sociedad pacíficamente, me hacian compadecerle y estimarle.
—Eres adulador é hipócrita, recuerdo que me dijo un día: te he visto sonreir en clase cuando el profesor contaba por vigésima vez el cuento de las naranjas, y no te puede hacer gracia lo que ese buen señor nos ha repetido tantas veces.
—Me hace sonreir, le contesté, la insistencia del profesor en contar ese cuento.
—No me engañas: tu risa hubiera sido en ese caso burlona, en vez de ser, como he observado, servilmente franca. Sacarás este año buena nota á fuerza de sonrisas.
—Te equivocas respecto de mi intencion, repuse algo picado: celebro el cuento por bondad y no por adulacion; nada me cuesta dar ese gusto al profesor, pues estoy acostumbrado á soportar tus claridades, que son mucho más molestas. Lo que juzgas en tí franqueza y lealtad de carácter, no es sino egoísmo é intolerancia; eres incapaz de callarte un pensamiento que ofenda á los demas.
—Eso que dices, replicó, prueba áun más tu hipocresía; te he tenido siempre por amigo, y ahora resulta que eres una víctima de mi mal genio y ocultabas tu sufrimiento: me has estado engañando, por miedo de una riña, ó por bajeza natural.
Y me volvió la espalda con desprecio.
Era su amigo más íntimo: le queria entrañablemente, y no pude ménos de descargar mi baston en sus espaldas: cayó sobre mí como una fiera, y ambos rodamos por el suelo con gran contentamiento de nuestros condiscípulos, que nos rodearon frotándose las manos. Todos los estudiantes me animaban con sus voces: todos deseaban mi triunfo: ni uno solo manifestó simpatías por Juan Claro. Cuando se trató huir de los bedeles, me abrieron calle protegiendo mi fuga: mi adversario, en cambio, se vió detenido por la multitud de estudiantes agolpados, y fué hecho prisionero: su altivez con los bedeles le llevó á presencia del profesor: las respuestas que dió á éste le condujeron ante un consejo de disciplina, en el cual se excedió tanto en su lenguaje, que mereció ser expulsado de la Universidad.
—Agradéceme el sacrificio, me dijo, cuando todo estaba consumado: no puedes imaginarte lo que he tenido que luchar interiormente para no pronunciar tu nombre, que se me escapaba de los labios: hubiera dado cualquier cosa por haber podido delatarte sin vileza. En cambio he repetido al tribunal el cuento de las naranjas, he dicho lo que pienso sobre la escasa ilustracion de mis jueces, y he tenido la satisfaccion de revelar al Consejo la coquetería de las señoras de algunos profesores.
Yo le escuché asombrado como quien oye hablar á un loco.
Aun daré á conocer otro detalle de su carácter para que se comprenda más á fondo.
Algunos años despues íbamos en un ómnibus á San Isidro: en frente de nosotros habia una linda jóven acompañada de un señor de aspecto formidable: Juan los miraba alternativamente, y su semblante revelaba una lucha consigo mismo, que me puso en algun recelo: la jóven miraba a Juan con cierto agrado, y el desconocido atusaba con desconfianza su larguísimo bigote.
Juan le dijo de repente:
—Caballero, ¿es su esposa de V. esta señora?
—¡A V. qué le importa! contestó el de los bigotes con voz de trueno.
—En realidad muy poco; pero no puedo resistir al maligno placer de advertirle que me está mirando hace rato con interes.
Todos nos quedamos asustados, en la conviccion de que iba á suceder una catástrofe en aquel estrecho carruaje.
—¡Cochero! ¡cochero! gritó el señor de los bigotes: ¡pára! ¡pára! Esto es insoportable.
Y haciendo descender á la señora, que con los ojos bajos y el semblante pálido salió tropezando, el ofendido caballero dijo á Juan al despedirse:
—¡Ahí le dejo mi tarjeta!
Juan entregó la suya, y los caballos prosiguieron su carrera.
El lance, por fortuna, no tuvo consecuencias: la tarjeta del desconocido sólo contenia estas palabras:
«Gran casa de préstamos: se da mayor cantidad que en otros establecimientos sobre toda clase de alhajas y ropas en buen uso.»
El hombre terrible era un pacífico industrial que aprovechaba la ocasion para hacer su propaganda.
Cuando le anunciaron la muerte de su padre, Juan Claro dijo en alta voz delante de várias personas:
—Ya era tiempo.
Y despues añadió con acento conmovido:
—Siento su muerte, ahora que no tiene remedio: los millones que me deja no llenan el vacío que su pérdida produce: sin embargo, consuelan esos millones. ¡Vaya si consuelan! Creo que he ganado con su muerte; pero voy á soñar con su cadáver muchas noches, lo cual es fastidioso. Me queria mucho el pobre viejo. Soy un ingrato: hay en mi pensamientos que á mí mismo me repugnan; y no obstante, son tan mios y áun más que los otros: ¡sí! creo que vienen de fuera los buenos pensamientos.
Todos se alejaron de Juan horrorizados.
Nunca admitia en depósito secretos, confesándose incapaz de reservarlos.
—Pues yo necesito desahogar en tí uno que me estorba, le decia un amigo muy hablador.
Juan le contestó tapándole la boca:
—Comprendo tu situacion y la necesidad en que te hallas: por eso no quiero encontrarmo en el mismo caso. Soy un periódico humano; un cartel de anuncios. Guarda tu secreto.
—Entónces, repuso el hablador, te lo diré sin reserva alguna.
—Eso es otra cosa: divulguemos el secreto; no hay nada tan sabroso de contar como lo que deberia estar callado.
Cuando Juan vió que se trataba del honor de una familia, exclamó dirigiéndose al hablador:
—Eres un miserable: voy á referir lo que me has contado al mismo que depositó en tí su confianza: los que no tenemos donde guardar un secreto, no debemos permitir que se nos digan.
—Señora, decia Juan en otra ocasion muy distinta, usted ha provocado la ruda sinceridad con que me expreso.
—¡Yo! le contestaba la dama, ofendida en su dignidad.
—Sí, señora; no se le dice impunemente á un hombre ¡yo te amo!
—Usted está loco, caballero, replicaba la señora. ¿Cuándo le he dicho semejante cosa?
—Hace un momento, con los ojos; idioma el más sincero de todos los que usamos. Atrévase V. á negarlo, cerrando los labios y mirándome frente á frente.
Y como la señora sostuviese con frialdad sus miradas, Juan dijo levantándose:
—Miente V. con toda su vista.
La dama se echó á reir y le dijo con bondad:
—Preciso es perdonarle sus ofensas, porque no tiene usted el juicio muy seguro. ¿Se puede mentir con los ojos?
—Es muy difícil, contestó Juan; pero no es posible fiarse en nada del que llega á conseguirlo; los de V. me parecerian el escenario de un teatro si no fueran tan pequeños.
Renuncio á describirla tempestad que estalló en aquel gabinete.
Juan Claro habia tenido á los veinticinco años doce ó trece desafíos.
La última vez que le ví estaba vistiéndose para salir á la calle, y se enjuagaba la boca con ron, lo cual me extrañó, porque detestaba la bebida.
—Concibo tu sorpresa, me dijo, y quiero, y no puedo ménos de explicarte por qué prefiero este licor al agua odontálgica que usaba anteriormente. Has de saber que estoy medio asustado de mí mismo en vista del mal efecto que produzco en todas partes, y me enjuago con ron para que atribuyan á la bebida mis defectos.
Despues supe que se habia encerrado en una quinta inmediata á Madrid, aislada y en el campo. Aquel retiro, soportado con la mayor constancia en la fuerza de su juventud, y durante más de cinco años, tenia trazas de una monomanía irresistible.
Un dia recibí la siguiente carta:
«Querido Luis: Voy á darte dos pruebas de confianza. La primera
te proporcionará una molestia, pues necesito que me envies un criado de
buenos antecedentes y con la cualidad indispensable de ser
completamente sordo: la persona en cuya compañía ha de vivir es
sordo-muda, y seria conveniente que el criado supiese hablar por señas,
lo cual me ahorraría el trabajo de ejercitarle en esa mímica: lo
esencial es que sea sordo como una tapia, porque para guardar la casa
tengo dos perros cuyo oido es excelente.
»La segunda prueba de confianza te evitará la molestia de hacer un viaje inútil: como mis criados no oyen á los que llaman, no abren á nadie, pero llegan á mi poder todas las cartas que deposita el cartero por debajo de la puerta, y leeré con satisfaccion lo que me escribas.
»Tu amigo y condiscípulo,—Juan Claro.»
II
No volví á tener noticias de mi amigo en algun tiempo: pero una tarde entró en mi despacho un hombre vestido de negro y me hizo con las manos algunos signos para mí ininteligibles. Entónces recordé que era el criado que habia proporcionado á Juan segun sus instrucciones. El pobre hombre gesticulaba inútilmente: yo gritaba sin éxito: sus dedos moviéndose en todas direcciones, me parecían garabatos sin idea: en cambio mis palabras se estrellaban en su tímpano de granito. Por fin, hizo un gesto expresivo, bajó la cabeza pausadamente, y abriendo ambas manos, separó los brazos, de un modo tan elocuente, que no pude ménos de comprender su significacion. «Paciencia: no nos entendemos», me decia el sordo-mudo en ese idioma universal sin palabras, sin reglas gramaticales, que no admite discursos ni dialectos, ni elegancias, y que tal vez hablaron los hombres en el período prehistórico y sosegado del silencio. Edad oscura en que el tribuno manoteaba en vano ante un pueblo indiferente que le volvia las espaldas sonriendo, y no pudiendo comprender lo que significaban sus desordenados movimientos se alejaba encogiéndose de hombros. Epoca de franqueza, en que el agraviado demostraba su rencor enseñando á su rival el puño cerrado, y en que el seductor no usaba otros artificios que enviar besos a las bellas con las puntas de los dedos. Edad feliz en que todavía no habian nacido las buenas ni las malas palabras, ni por consiguiente las disputas. Ningún sér rudimentario hacía presentir la aparicion entre los hombres del académico de la lengua. Era de adelanto, en que la estaca, asociándose al brazo del hombre con un fin puramente gramatical, dió á los argumentos mayor peso, y más correccion al idioma primitivo.
Todas estas reflexiones se agolparon en mi mente miéntras el sordo-mudo depositaba un legajo de papel sobre mi mesa, y se despedia con una elocuente y bien medida reverencia. Rompí el sobre, la letra era de Juan, y como todo lo que con él se relacionaba excitaba mi curiosidad, leí con avidez su extraña carta.
«Querido Luis: Has sido y eres aún mi único amigo: tú tienes muchas amistades; no puedo ménos de elegirte como depositario de esta confidencia; pero acaso sólo tenga para tí un valor muy secundario, porque otros ocupan mejor lugar entre tus afecciones. Sin embargo, siento necesidad de rehabilitarme en tu corazon, y satisfacerte por las innumerables ofensas que de mí has recibido: escucha mis explicaciones.
»Aunque nunca dejaste de ser mi amigo, tus visitas disminuyeron; los ratos que pasábamos juntos procurabas acortarlos, y por fin distribuiste completamente tu tiempo, sin dedicarme un cuarto de hora. Los leales desertaban: me encontré aislado y tuve miedo.
»¿Qué hay en mí, decia, que me impide tener amigos?
»Entonces recordé que Descártes, buscando la verdad, se retiró á un lugar solitario por creer que nunca la encontraria en el trato de los hombres, y me encerré como el filósofo, aunque con pretensiones más modestas. Busqué un criado y me aislé en un edificio, cerrando sus puertas para reducir el secreto á un espacio estrecho y descubrirle fácilmente. Deseaba la soledad y no pude conseguirla. Dejé un mundo y me encontré en otro mundo animadísimo, que me entretenía y ocupaba. Nunca estuve solo cuando daba interminables paseos á lo largo de mis corredores; mi sombra, haciendo alarde de su elasticidad, giraba en torno mio, desarrollándose ó menguando: el ruido de mis pasos levantaba sin cesar ondas sonoras, que la imaginacion me hacía ver ensanchándose y persiguiéndose las unas á las otras: la luz que llenaba el cuarto, la forma de los muebles, los insectos alados, huéspedes incómodos unas veces, otras alegres compañeros, que me distraian con sus bailes y zumbidos é infinitos detalles en que ántes no me habia fijado, producian allí tanto estruendo, tanto movimiento y tanta variedad como en la ciudad más habitada. Esto en lo respectivo al mundo exterior; dentro de mí se habian multiplicado las ideas y los recuerdos: no tenia tiempo que dedicar al estudio de mí mismo.
»Mi criado me reveló el secreto de una manera brusca al despedirle.
»Es verdad que le he estado robando, dijo convicto de fraude; pero ha sido poco, como roba el mercader mermando el género y aumentando los precios suavemente; esto no es hurtar, sino comerciar: es una prima.
»¿Y te atreves á excusarte? le dije encolerizado.
»¡Ah, señor! contestó con mansedumbre, todo salario es poco para servir á un amo que nos humilla continuamente sin querer y que nos hace confidentes de todos sus secretos
»¿Mis secretos? ¿he tenido contigo alguna confianza?
»Sin advertirlo, V. tiene la costumbre de pensar en voz alta: y le he estado sirviendo por caridad, y le he sisado sin ensañamiento, creyéndole á V. loco. Señor, oiga V. un consejo desinteresado: en adelante sólo reciba V. criados sordos.»
III
No pude ménos de interrumpir la lectura de la carta, y reflexionar profundamente.
—En efecto, debe tener razon el criado, me dije. Cuando yo trataba á Juan, aquella sinceridad impertinente no era sino el principio de ese defecto, que la soledad ha desarrollado por lo visto. Veamos qué dice este pobre amigo.
«Aquella revelacion, continuaba la carta, me hizo reconcentrarme y comprender la exactitud del hecho. ¡Pienso en alta voz! Y ese ruido constante que me acompañaba en la soledad eran mis propios pensamientos, divulgados sin advertirlo. La mujer más habladora sabe callar lo que le conviene: yo no tengo secretos para nadie, y saco á la vergüenza lo que todos ocultan con sigilo. El aislamiento ha convertido en vicio irremediable y constante lo que ántes, siendo una mera propension, ó un defecto pasajero, me impedia vivir en paz con mis amigos. Ya no puedo salir á la calle, y debo renunciar para siempre al trato de los hombres. No es posible alternar con las gentes haciendo públicas mis ambiciones entre tantos políticos al parecer desinteresados; escandalizando con pensamientos inmorales á los que sólo enseñan la parte moral y púdica de su alma; haciendo gala de todas las tonterías que discurra entre quienes eligen lo más florido de sus ideas para decir sentencias y agudezas, y declarando mis terrores ante los que saben disimular el miedo y ganan fama de valientes; no tengo valor para confesarme en público sin elegir siquiera palabras que atenúen mis debilidades.
»Ni podria vivir en sociedad, denunciando en sus barbas al hipócrita, negando su honradez al que la finge, repitiendo á cada cual las historias que de él se cuentan apénas vuelve las espaldas, revelando á los poderosos sus miserias, á las hermosas sus defectos, y ú todos sus malas cualidades, sus vicios ó sus crímenes. Sucumbiría bajo los golpes de los virtuosos de cuya honradez me burlase; de los maridos á quienes dijese que me gustaban sus mujeres, y sería un perturbador peligroso de la sociedad y de la familia. Examina, querido Luis, tu conciencia, y dí si te atreverias á publicar todo lo que piensas.
»—Tiene razon Francisco; necesito un criado sordo, dije escribiendo al encargado de la agencia.
»Aquella misma tarde se me presentó un criado de las condiciones exigidas: era un hombre de cabellos y bigote blanco, pero de aspecto vigoroso. Servicial y activo, no me hizo echar de ménos á Francisco; pero tenía el defecto de la curiosidad, y buscaba compensacion á su falta de oido, abusando del sentido de la vista: más de una vez le sorprendí espiándome por la rendija de una puerta.
»Convencido de mi inutilidad para el trato de las gentes, éste se me hizo entónces más apetecible. La sociedad de mi criado tenía para mí un valor extraordinario; compré loros y cotorras, con lo cual formé en mi gabinete una tertulia que, no lo digo por orgullo, podia competir con muchas de las que en otro tiempo frecuentaba. ¡Oh poder de la palabra! Confieso que llegué á guardar ciertas consideraciones á uno de los loros, por el despejo con que repetia todo cuanto pensaba yo en voz alta. Me recordaba a Nuño, aquel condiscípulo tan aplicado, que repitiendo en todas partes lo que explicaba el profesor, era la admiracion de su familia y prometia ser uno de nuestros sabios más jóvenes. Excuso decir que llamé Nuño al loro.
»Sin embargo, pronto me convencí de que el trato de los loros tenia inconvenientes. Aprovechando un descuido, Nuño se escapó un dia de casa, y detuvo su vuelo en la copa de un árbol de un jardin lejano. Yo le veia columpiarse en la rama, y conociendo su indiscrecion, calculaba que estaría divulgando mis pensamientos más secretos. No me atrevia á declararme propietario de aquel orador de acacia, ni me resignaba á que un pájaro, volando de jardin en jardin, dijese por todas partes lo que yo callaba encerrándome en un edificio aislado.
»Dí una carabina á mi criado, y las instrucciones más enérgicas, esperando con tranquilidad el resultado.
»Pocos momentos despues sonaba un tiro; Nuño caia herido de un balazo y su lengua enmudecia para siempre. ¡Pobre Nuño!»
IV
«Llegó un domingo de Carnaval, y me dije:
»—Hoy es el dia en que los hombres piensan alto. Y tomando una careta y un traje de máscara, me dirigí al Prado, confundiéndome en aquel enorme grupo humano, que al recibirme, despues de mi aislamiento, me aturdió como si hubiera caido en un rio revuelto.
»Media hora despues, cuando se hubo disipado mi mareo, oí á mi lado estas, ó frases parecidas:
»—¡Qué habladora es esta máscara! Se está dando broma á sí misma.
»Huí de aquellos sitios, pero las voces continuaron:
»—Está contando una historia. Dice que siente haber salido de su casa. Teme que le descubran. Nos llama impertinentes. ¡Qué algarabía! ¡Qué insolencia!
»—Mascarita, contente un poco, ó van á concluir tus bromas en la cárcel, me dijo un joven, por una idea que se me ocurrió cuando pasaban á mi lado dos individuos del gobierno.
»—Eso es abusar del disfraz, exclamaron algunos que oyeron lo que pensaba de dos antiguas amigas mias que llamaban la atencion por su hermosura.
»A cada observacion de las gentes apresuraba el paso y variaba de auditorio, y en cada grupo era expulsado por la indignacion de los que me rodeaban. Era natural: yo no podia sujetar á mi rebelde pensamiento, ni impedir que hiciese un juicio rápido de las gentes que veia, como sucede á todo el mundo.
»—Allí va fulano, jugador de ventaja.—Este caballero lleva el gaban vuelto.—Aquella jóven está apretando la mauo al pollo que la sigue.—Parece postiza la nariz de esa señora.—¡Calle! ¡Sofía del brazo de un caballero! Buen papel hace el desdichado.—¡Qué necedades dicen esos jóvenes!—Esta niña va vestida de jilguero.—Ese es el amante—¡Qué vieja! ¡Parece la abuela de sí misma!
»Todos estos pensamientos, expresados ante los mismos interesados, producian escándalo en medio de los escándalos del Carnaval. Porque omito los nombres propios, y callo aquí lo más interesante.
»Hubo un momento en que la tolerancia se acabó, y mi sombrero cayó al suelo, derribado de un golpe. Quise vengar la ofensa, pero la actitud del público en contra mia me impuso y me contuvo.
»—¡Fuera! ¡fuera! exclamaban las gentes indignadas.
»Entónces comprendí la magnitud de mi peligro. Por un lado la indignacion de tanta gente. Por otro los agentes de la autoridad, que me tomarian por un ebrio.
»No tenia más remedio que la fuga.
»—Y en último término, decia yo, apénas estuve dentro de mi casa, yo no he calumniado á nadie: sólo he dicho la verdad.
»Y me contestaba con mucha razon, por habérmelo oido alguna vez uno de mis loros:
»—Juan, tú no puedes vivir entre la gente.
»—Señor, decia yo casi desesperado, ¿los locos, serán cuerdos que piensen en alta voz? ¿Estaré loco?»
V
«A espaldas de un cementerio próximo á mi casa veia pasar todas las tardes una jóven enlutada; su traje era modesto: en Madrid y en un paseo, acaso no hubiera reparado en su belleza, pero en aquella soledad, su hermosura, libre de concurrencia, me parecía extraordinaria. Era la única mujer que estaba al alcance de mis gemelos de teatro; porque aunque alguna vez cruzaban por la vereda de las tierras inmediatas, criaturas de su sexo, pertenecian á esa que nuestros sentidos juzgan raza híbrida, porque el trabajo y la miseria borran de los rostros las líneas suaves que caracterizan la belleza femenil: raza que pasa repentinamente de la infancia á la vejez.
»¿Quién será esa desconocida? me preguntaba todas las tardes, observándola desde mi balcon detenidamente. Y era tal la costumbre y mi necesidad de verla, que me irritaba contra las nubes cuando, agolpándose en el cielo, amenazaban privarme de ese placer sencillo.
»¿Me estaré enamorando de esa joven? me decia no sin alarma una tarde en que, maquinalmente, me encontré en medio del campo, siguiendo el camino por donde siempre se ocultaba. Volví el rostro hácia mi casa y encontré á mi criado parado á pocos pasos de mí, el cual me miraba sonriendo.
»—¡Tunante! ¿me espiabas? le dije con aire colérico, usando el alfabeto mímico.
»—No, señor, me contestó de viva voz y sin reprimir su sonrisa. Queria darle á V. noticias de esa señorita.
»—¿Quién es? le dije sin pedirle cuentas ya de su espionaje, más antiguo de lo que hubiera sospechado.
»—No le conviene á V... replicó con acento humilde.
»—¿Cómo se llama?
»—Sofía. Al notar que V. la miraba con tanto interes la he seguido, y me he enterado de su estado y su familia: es soltera y pobre: vive con una hermana de su padre, empleado subalterno de provincia, que no puede mantenerla: la familia es muy honrada; pero esa jóven tiene un defecto horrible.
»—¡Habla! le dije, apretándole con fuerza la mano, al ver que se detenia.
»—Es sordo-muda.»
VI
«Al dia siguiente la esperé junto al cementerio. ¡Qué emocion tan dulce la mia al acercarme á aquella jóven con la seguridad con que en otro tiempo me aproximaba á las mujeres! Para Sofía yo era un hombre sin defectos. Mis manos sólo expresarian sencillas ideas de amor, como si me valiese de la pluma; el cielo me enviaba aquella mujer, que podia ser mi compañera, y vivir siempre á mi lado sin penetrar en el misterio de mi pensamiento.
»El idioma mímico necesita laconismo y precision. Una declaracion en los términos usuales seria interminable entre dos amantes mudos.
»—Amo á V., dije por señas á Sofía, deteniéndola. Sé su nombre y posicion. Vivo encerrado y solo. Puede usted hacerme feliz. ¿Quiere V. que seamos amigos?
»Esperé con verdadera ansiedad su respuesta. Sofía me miró sonriéndose, y contestó:
»—Las amistades se forman poco á poco. Sólo puedo decirle que privada por mi defecto de todo trato, me agrada conversar con quien me entiende.
»Aquel dia no fué Sofía más explícita, aunque estuvimos hablando por signos cerca de una hora. Me prometió volver todas las tardes, y cumplió su ofrecimiento.
»Era indudablemente la mujer que me conveníi. Sus ojos negros y tristes me miraban con amorosa melancolía, bañándome en cariño. Comprendia con extraordinaria rapidez, y existia entre ambos tal corriente simpática, que su rostro se alegraba y entristecia segun eran risueñas ó desagradables mis ideas.
»—Es preciso casarnos, la dije un dia.—No, contestó inmediatamente.—¿Dices que me quieres?—Mucho.—¿Por qué te opones?—Yo no te convengo: debemos separarnos.
»Y se le saltaban las lágrimas al decirlo.
»Duró la lucha mucho tiempo. Comprendia que mi riqueza era el inconveniente en que su orgullo tropezaba. Entónces la revelé mi defecto y la necesidad en que me hallaba.
»—Ser mi mujer equivale á un sacrificio, le decia. Es renunciar al mundo y vivir en clausura. ¿Quieres ayudarme á soportar esta vida solitaria?
»—Sí, contestó por fin ante aquellos argumentos: me necesitas y voy á ser tu compañera.
»Mi corazon estallaba de júbilo: el tañido de una campana en la capilla del cementerio, y el canto de los sacerdotes que acompañaban un cadáver, no fué bastante á reprimir la explosion de mi alegría.»
VII
«No puedes imaginarte las precauciones y el misterio le que hube de rodearme para la celebracion del matrimonio, ni mi reconcentracion de espíritu para no interrumpir la ceremonia; sólo pude conseguirlo repitiendo constantemente las palabras del sacerdote; pero mis apuros habian sido mayores al confesarme. Cuando todo terminó, y los escasos concurrentes desaparecieron, éstos no abandonaron mi casa sin oir con asombro estas palabras:—¡Gracias á Dios que me dejan VV. solo!
»¡Qué época tan feliz en mi vida, la de los primeros meses de casado! Sofía sólo tenía para mí sonrisas y caricias: alguna que otra vez únicamente temblaba, y decia tapándome la boca:
»—Procura distraerte: conozco en el movimiento de tus labios que hablas alto, y tus ojos me dicen que te estás poniendo triste.
»Su mirada penetrante me espiaba, adivinándome algunos pensamientos: mis ratos de mal humor eran escasos, porque su compañía me hacía feliz: durante cinco años habia vagado solitario por aquellas anchas habitaciones, y entónces tenia siempre al lado mio una mujer prodigándome cuidados, acompañándome siempre, y cuya mano cariñosa me apretaba la frente miéntras sus ojos me miraban con dulce compasion á cada ráfaga de melancolía ó de tristeza.
»Hallan algunos placer en la variedad tumultuosa: yo prefiero la apacible monotonía de la felicidad que se refugia dentro del hogar doméstico; aquellos goces aturden y gastan: el otro da serenidad al pensamiento y prolonga la existencia. Yo estaba cansado de luchas con los hombres y conmigo mismo, y me entregaba con encanto á las delicias del sosiego. Nunca he pensado ménos, ni sentido mas, que entonces.
»Un incidente extraño alteró la calma patriarcal que disfrutábamos. La curiosidad de mi criado se habia hecho excesivamente molesta. Atribuyéndola al aislamiento de aquel pobre hombre, toleraba con resignacion su impertinente vigilancia. Sin embargo, aquel ojo situado constantemente en el agujero de la llave empezó á serme insoportable, y espiando á mi criado le sorprendí cuando se hallaba de centinela, asiéndole sin compasion de los cabellos.
»Cerré los ojos con espanto. El cráneo de aquel infeliz habia quedado pendiente de mis dedos. Cuando miré á su cabeza, creyendo encontrar un cerebro desnudo y palpitante, mi sorpresa áun fué mayor al reconocer la calva de mi primer criado, de Francisco.
»—¡Perdon, señor! exclamó cayendo de rodillas: la fidelidad me hizo adoptar este disfraz, no pudiendo resignarme á dejar su servicio.
»Fuí inflexible á pesar de los ruegos de Sofía, á quien pidió intercediese para que no le despidieran.
»Sin embargo, cuando Francisco salió de casa, Sofía se arrojó en mis brazos, y me dijo despues con señales de terror:
»—Has hecho bien en alejar á ese hombre: guárdate de él constantemente.
»La contradiccion de Sofía y la intervencion de Francisco en mis amores nublaron mi espíritu de dudas.
»Sofía lo conoció y rompió á llorar amargamente.»
VIII
—Juan, me decia algunos meses despues mi pobre mujer, en su idioma silencioso, ¿pensará tambien alto nuestro hijo?
»No contesté, pero aquella pregunta me dejó preocupado.—¿Qué va á ser de ese niño, si se educa oyendo continuamente los íntimos secretos de un hombre agriado por la experiencia, y se enseña á no callar lo que la sociedad quiere que se calle?
»—Nuestro hijo debe educarse léjos de mí, dije á su madre.
»Sofía ocultó el rostro entre las manos, pero sin protestar, como convencida de la necesidad del sacrificio. Blas, el criado que me enviaste, nos miraba estúpidamente, sin explicarse aquel dolor, mudo como su lengua, y mecia entre sus brazos al niño dormido. Yo paseaba hablando, como siempre, y de vez en cuando miraba á mi mujer, cuya frente tenia una blancura enfermiza que me alarmaba. Por fin, alzó Sofía el rostro, y sonrió; pero aquella dulce y resignada sonrisa me dió miedo.
»La salud de Sofía habia ido decayendo al mismo tiempo que mi alegría: la nube de recelos que levantó mi imaginacion cuando la salida de Francisco, el monstruo de la sospecha que se habia apoderado de mí, parecia tambien cebarse en aquella infeliz, cuyas mejillas enflaquecian y cuyas fuerzas se acababan.
»Sin embargo, sus caricias y sus extremos hácia mí, en vez de disminuir, aumentaban á medida que se ennegrecian mis ideas. Yo espiaba sus ojos á menudo para descubrir una mirada traidora, y sólo veia resiguacion, cariño y sentimiento. Sus lágrimas me hacian daño, y como si lo conociese, no lloraba en mi presencia: sólo más tarde conocí que lloraba cuando yo dormía.
»Por eso me quedé un dia helado de espanto al verla cubrir de lágrimas el rostro de su hijo, que estaba en su regazo. ¡Pobre Sofía! Al querer dar al niño el alimento de su sangre, notó que la naturaleza, tratando sin duda de impedir que aquél bebiese la muerte en el pecho de la enferma, habia agotado el seno de la madre.
»Cuando se convenció de su desgracia, estrechó convulsivamente al niño entre sus brazos, y su silenciosa garganta exhaló con voz desgarradora estas palabras: « ¡Hijo mio!»
»Despues me miró asustada, y tuve que sostenerla entro mis brazos, porque cayó desvanecida.
»¡Mi mujer no era muda! Habia fingido hábil y constantemente su defecto, hasta que el amor maternal le arrancaba su secreto. Yo habia sido espiado con esa estratagema y vilmente engañado: la ficcion, no me cabia duda, estaba preparada por Francisco, cómplice y partícipe en aquella accion inicua.
»Miéntras pensaba todo esto, habia vuelto en sí Sofía.
»Codiciaban mis riquezas. Acaso es la amante de ese hombre, dije mirándola con horror; pero mi mujer, levantándose con dignidad, me dijo con voz firme:
»—Ese hombre es mi padre.»
IX
«No puedo decirte qué me extrañó más en aquel instante: si el verme convertido en yerno de mi criado, ú oir salir pausadamente de la boca de Sofía palabras claras y sonoras. Lo primero me humillaba como esos golpes de Estado que elevan repentinamente á jefe del país al que pocos dias ántes nos tomaba medida del pié para calzarnos. Lo segundo me aturdia como si el Mefistófeles de bronce que sostiene el reloj de mi alcoba abriese de repente los labios y cantare la serenata del Fausto como Vialeti ó como Selva.
»Sólo entónces comprendí que mi suegro D. Francisco Lopez Vivo y mi ex-criado Francisco Lopez eran un mismo sujeto, y quedó demostrada la inutilidad de los patronímicos para distinguir á las personas: entónces me expliqué la ausencia de mi padre político en mi boda, pues no podía á un mismo tiempo presidir el acto y hacer el chocolate.
»»—No he querido especular con tu riqueza, me dijo Sofía, con acento lleno de amargura: mi padre me había revelado tu triste situacion, y compadecida quise conocerte. Me dió lástima verte dando paseos por la casa, hablando en alta voz, pasando con rapidez de una idea á otra, y siempre solitario, á pesar de tu juventud y tu fortuna. Desde aquel dia no dejé de preguntar por tí á mi padre con imprudente interes y sin reserva.
»—En tu mano está ser rica y dueña de esa casa, me contestó un dia con misterio: no le comprendí al principio, pero en vez de indignarme el plan que me propuso, y que me repugnaba, sólo ví en ello un medio le acercarme á tu lado, y le acepté sin reserva. Crucé ante tu ventana á la hora en que acostumbrabas á asomarte. Cuando me hablaste y oí de cerca tus pensamientos, y comprendí toda la extension de tu desgracia, vi que necesitabas el apoyo de una mujer desinteresada y de un cariño verdadero. Me sentí con fuerzas para el sacrificio y me resigné á privarme de la voz y de la libertad para traer á tu casa un poco de alegría. Ademas, queria defenderte de la codicia de mi padre, cuyos ojos no se apartaban de tus bienes. Pero tu compañía es mortal; ni un solo dia has dejado de sospechar de mi desinteres, ni de atribuirme odiosas culpas. Yo me decia:—Son malos pensamientos que todo el mundo tiene.—Te he oido burlarte de mi simplicidad algunas veces; recordar todos tus amores; echar de ménos otras mujeres; pasar revista á mis defectos, quejarte de cansancio, y soñar en otra vida más feliz y ménos monótona. Y á pesar de tus desprecios he callado siempre.
»No la dejé concluir: me aterraba aquel tormento y me consideraba indigno de tan enorme sacrificio: evoqué mis recuerdos y bajé la vista avergonzado ante aquella mujer que habia leido todos los misterios de mi alma, y besado mi frente, bajo la cual se revolvian tantos pensamientos criminales.
»Miéntras la abrazaba con ternura, mi imaginacion, en su incesante trabajo, decia sin querer al oido de Sofía:
»—Soy yerno de mi criado; Francisco me ha casado con su hija, que es un ángel, pero que morirá tísica este otoño.»
X
«Desde que salió de casa nuestro hijo aumentó la tristeza que se habia apoderado de nosotros, y la enfermedad de Sofía caminó con increible celeridad.
»—No llega al otoño, decia yo inadvertidamente en presencia de la enferma: sus pómulos parece que se afilan diariamente; su rostro causa miedo; las flores mueren con poesía, pero la mujer se marchita en una forma desagradable; no comprendo la belleza de la tí-sis, que sólo ofrece á la vista caras de muerto que nos miran y nos hablan.
»Durante mucho tiempo luché para que Sofía variase de clima acompañada de su padre, ó sola ó con la persona que eligiera; pero se opuso tenazmente á mi proyecto. ¿Manifesté deseos de que no aceptára, me enorgullecí con sus negativas, ó demostré desconfianzas? No lo sé: ¿quién recuerda todas sus ideas?
»¿Eran éstas las que precipitaban su muerte? Creo que contribuyeron á aumentar su postracion. Sofía perdia sus fuerzas por momentos, oyendo las terribles observaciones que hacía en su semblante: creo que mi conviccion de que las medicinas serian inútiles la hizo despreciar toda clase de remedios. Sofía estaba resignada á morir prosáica y oscuramente, que es en la juventud la muerte más heroica. El militar que perece en la guerra, jóven y lleno de vida, sabe, al espirar, que su muerte es bella y gloriosa, y al entrar en accion comprende que, áun cuando su cuerpo sea destrozado por una bala de cañon, sus restos desfigurados serán pedazos de héroe. No hacía mi pobre mujer alusiones á su muerte, ni me pedia flores para su tumba: moria sin quejarse, oyendo palabras crueles y verdades áridas, mezcladas de frases de consuelo y de cariño.
»Pero una tarde, en que me costó más trabajo que de costumbre llevarla hasta su butaca, no pude reprimir este pensamiento:
»—¡Cuánto pesa! ¿Tardará muchos dias en morirse?
»No puedo recordar sin doloroso remordimiento la mirada que me lanzó llena de melancolía.
»¿Oyó aquellas palabras crueles? ¿Las oyó en la tierra ó en el cielo?
»No sé; porque cuando cogí sus manos para besárselas pidiéndola perdon, estaba muerta.»
XI
«Estoy solo y no puedo resignarme á vivir en esta casa, donde el recuerdo de Sofía me acusa constantemente. Deseo el bullicio de los hombres, y ni áun me atrevo á ponerme en tu presencia: mi compañía mata ú horroriza. ¿Soy un monstruo interiormente y un sér excepcional entre mis semejantes? ¡Felices los demas hombres, que tienen don de esconder sus pensamientos.
»Tu desgraciado amigo,
Juan.»
XII
Habia olvidado esta extraña carta cuando un dia se abrió la puerta de mi despacho, y pálida y con el semblante taciturno, apareció la figura de Juan Claro. Quedó inmóvil de sorpresa esperando oir salir de la boca de mi amigo quejas y reproches, y un tumulto de ideas sin conexion y atropelladas. Juan, sin embargo, callaba, y en sus labios apuntaba una sonrisa triste. Abrió sus brazos, y me precipité en ellos diciendo:
—Gracias á Dios que estás curado: ya puedes alternar con tus amigos.
Pero Juan no respondia, y su silencio no pudo ménos de alarmarme.
—¿Estará loco? dije interiormente.
Juan Claro se sentó junto á mi mesa, tomó pluma y papel y me invitó á leer lo que escribía.
«Si pensases alto, escribió Juan, te verías apurado en este instante, porque el juicio que estarás formando de mí no puede serme favorable.»
Confieso que me ruboricé; yo le creía verdaderamente loco.
«Te explicaré rápidamente la causa de mi silencio, prosiguió escribiendo mi amigo. Algunos dias despues de la muerte de Sofía me avisaron de que mi suegro habia pedido judicialmente un reconocimiento de facultativos, asegurando que yo habia perdido la razon. Mi buen pariente deseaba encerrarme en Leganés, y administrar mis bienes en nombre de su nieto.
»El apuro era terrible: en el estado en que me hallaba, ningun médico hubiera certificado mi cordura, y urgia evitar aquel peligro, que me privaba de mis bienes y me arrojaba á un manicomio.
»Tomé un periódico de anuncios, escribí una carta á un médico, y poco despues llegaba éste á mi casa, con un envoltorio bajo el brazo.
»—¿Trae V. todo lo necesario? dije al facultativo.
»—Sí, señor, contestó éste al momento. ¿Es usted compañero mio ó pariente del enfermo?
»—Soy el enfermo mismo, dije sacando un revólver y presentándosele al pecho. No tiemble V., amigo; mi lengua está sana; pero me estorba y necesito que la corte usted acto contínuo.
»—Es imposible, contestó el médico asustado. Me propone V. cometer un crímen de que sería responsable ante las leyes y ante mi conciencia.
»—Caballero, añadí interrumpiéndole, esta casa está aislada y tiene un pozo muy profundo. O se decide usted á operarme ó no vuelve V. á su domicilio.
»—Pero... expíqueme V. al ménos la causa de esa extraña determinacion...
»Entónces referí al facultativo la situacion en que me hallaba: sin duda me tomó por un monomaniaco, y fingiendo acceder á mis deseos, tomó el bisturí y se dispuso á simular que me operaba.
»Conocí su intencion y naturalmente se enteró tambien el médico de lo que pensaba, y de que yo no ignoraba los instrumentos necesarios para aquella amputacion, ni la precaucion de enganchar la lengua, y supo mi resolucion de no sufrir sus burlas. Me oyó atribuir á codicia su resistencia, y al propósito de ser sobornado á fuerza de dinero, y se sentó diciendo:
»—Puede V. matarme; pero no cometo el crímen.
»—¡Calle! dije entónces reconociéndole: en buenas manos he caido: este médico es Nuño, mi antiguo condiscípulo: si no ha presenciado una amputacion como la que le propongo, no se determinará á probar fortuna. Su especialidad es repetir todo lo que oye y ejecutar todo lo que ve: es un mono sabio.
»—Sepa V. que no tolero esos insultos, dijo Nuño levantándose.
»—Corte V. ó le levanto la tapa de los sesos, en lo que la facultad no perderá nada.
»—Pues bien, me decido, dijo el médico preparando los instrumentos; pero conste que no es el médico, sino el hombre ofendido el que le corta á usted la lengua.»
XIII
Juan Claro habia abierto la boca y me enseñaba una cavidad deforme, de la que aparté la vista con disgusto.
«Ahora soy una persona juiciosa, continuó escribiendo el desdichado: los médicos forenses me han dado la razon, y soy más cuerdo que tú, pues tengo la certificacion entre mis papeles: mis amigos me aprecian, y hasta Nuño come una vez en mi casa todas las semanas.
»—Aquí está el cuerpo del delito, escribió Juan sacando un frasco, dentro del cual se conservaba su lengua entre alcohol.
) Este es el instrumento con que di muerte á Sofía, prosiguió sollozando: ántes no podia vivir entre los hombres: hoy todos me buscan y me aprecian; y sin embargo, soy el mismo.
»¿Qué he hecho conmigo? Lo que los gobiernos hacen con la prensa cuando piensa demasiado en alta voz: cortar la lengua a los periódicos. Yo he sometido mi pensamiento á la prévia censura.»
Despues guardó el frasco, y escribió estos últimos renglones:
«Sólo alguna que otra vez me estremece el considerar que todos, desde el nacer hasta el morir, para Dios pensamos alto.»
Como mi amigo estaba triste, procuré distraerle, recordándole los dias risueños de la infancia; pero rara vez pude lograr en su rostro una sonrisa.
Al cabo de un rato Juan Claro me estrechó la mano y salió de mi habitacion llevándose la lengua en el bolsillo.
Ilustracion Española y Americana, 22 de Julio, 8 y 15 de Agosto 1874.
Una fuga de diablos
A mi antiguo y queridisimo amigo
D. Federico Luis de Benale.
La abadía del Olivar, que hoy no existe, era á principios del
siglo XVIII un monasterio, si no famoso y opulento, sosegado y bien
provisto. Situado lejos del camino real, en una de nuestras provincias
más tranquilas, apénas llegaban á aquel santo retiro los ecos de la
guerra civil que ardia en toda España. Y tan escondido estaba del mundo,
que áun el viajero que conocia el camino de la hospedería del convento
no lograba ver el campanario de su iglesia sino á dos tiros de fusil, y
al volver una de las calles de olivos que conducian al monasterio. Sin
embargo, lo esmerado del cultivo, lo aprovechado del terreno, y la
presencia de algun monje, que abria con el azadon una tierra dura, ó
escarbaba las cepas con cariño, anunciaban á gran distancia la
proximidad de la abadía, donde debían reinar el órden, la paz y la
abundancia. Algunos caseríos blancos formaban esa poblacion campesina
que en los siglos pasados se establecía en las inmediaciones y al amparo
y devocion de los conventos. El toque de las campanas, el lejano y
solemne rumor de los rezos monásticos, el canto de las aves, el ladrido
de los mastines, los cencerros del ganado y el chirrido de algunas
carretas cargadas de granos y de frutos, eran los únicos sonidos
familiares en aquella soledad. La compostura, recogimiento y severo
aspecto de los escasos habitantes de la comarca, demostraban la
inmediata influencia de las costumbres del monasterio, sometido á la
estrecha regla de San Benito, algo suavizada por el tiempo, que envejece
los semblantes y los códigos, pero que conservaba en todo rigor sus
bases fundamentales: la obediencia, el silencio y la humildad. Estrecha
religion, cuyos hermanos no sólo renunciaban, al hacer sus votos, al vicio de la propiedad, sino al dominio de sus cuerpos y sus voluntades.
Así es que las fiestas mismas del patrono del convento, á que asistian todos los aldeanos de los contornos, en vez del carácter alegre y bullicioso de las romerías populares, tenian un tinte puramente religioso; los aldeanos eran especie de benedictinos legos, á quienes únicamente impedian tomar el hábito el vicio de la propiedad y los rasgados ojos de alguna campesina.
I
A la caida de una tarde de Setiembre regresaban hácia el convento, á paso mesurado, llevando con majestad sus negros hábitos, los más caracterizados personajes de la comunidad, á saber: el Abad, el Prior, el Mayordomo y los Decanos, á quienes habia invitado el primero á cenar en su compañía aquella tarde, y que no obstante su sobriedad, trocaban gustosos la mesa conventual por la mejor abastecida del prelado.
Caminaban silenciosos, ya por costumbre, ya por haber agotado en el paseo los asuntos de conversacion, ya porque el tirano estómago, obrando sobre la flaca naturaleza, distrajese el ánimo de aquellos doctos varones hácia objetos apetitosos, pero demasiado frívolos para una disertacion entre tan graves personajes.
De repente, el Abad se detuvo, manifestando su rostro á la vez como duda y sorpresa. Todos quedaron inmóviles, revelando sus semblantes una extraordinaria curiosidad, pero sin atreverse á emitir opinion, por cortesía y respeto al Abad, á quien correspondía toda iniciativa.
—Las campanas del convento tocan á rebato, si no me engañan mis oidos;—dijo por fin el Abad.
—Pues si es una ilusion, somos dos los engañados;—añadió el Prior, que, como todos los demas habia ahuecado las manos por detras de las orejas para recoger la mayor cantidad posible de sonidos.
—Creo que estemos unánimes,—dijo el Mayordomo, mirando á los otros monjes,—que respondieron afirmativamente por orden de rigorosa antigüedad.
—¿Se habrá incendiado la iglesia?—preguntó aterrado el Abad.
—¡Quién sabe! tambien puede haberse comunicado á la chimenea la candela de las hornillas en que ahora debía estar haciéndose la cena;—contestó el Prior.
Los monjes se miraron unos á otros consternados.
—Apresuremos el paso, porque algo grave ocurre en el convento,—dijo el Abad,—acompañando sus palabras con la accion, y siguiéndole los demas monjes con la celeridad que les permitia su abdómen, su edad ó sus achaques.
A medida que se aproximaban al monasterio el estrépito de las campanas aumentaba, pero el toque tenia algo de irregular y extraordinario; parecía escucharse á la vez el campaneo de varias iglesias, que no guardaban entre sí concierto ni armonía.
—Pues el humo deberia verse desde aquí, si se tratase de un incendio,—observó el Abad deteniéndose un momento,—con satisfaccion del Mayordomo que los seguia con dificultad, oprimiendo su esférico vientre, cuyo peso se le iba haciendo intolerable.
—Es extraño lo que ocurre,—dijo el Prior,—las campanas parecen locas, y de seguro no las toca ninguno de los campaneros.
—Cincuenta años hace que profesé, y cincuenta y cuatro que habito en el convento, y en tanto tiempo no recuerdo nada semejante,—añadió el más antiguo de los monjes.
El Mayordomo nada dijo, porque estaba harto ocupado en normalizar su respiracion, absorbiendo y espirando cántaras de aire.
—Salgamos cuanto ántes de este arbolado y de estas dudas,—dijo el Abad con cierta impaciencia:—me temo alguna travesura de los novicios, en cuyo caso ya puede preparar sus disciplinas el hermano Crisóstomo, para aplicarles la correccion que recomienda nuestro Padre San Benito.
El hermano Crisóstomo, que ejercíi el cargo de maestro, se inclinó con humildad, diciendo de corrido:
—Lo ordena el capítulo XXX de nuestra regla. «Todas las edades y entendimientos deben tener sus medidas; y así, cuando los niños y jóvenes, ó los que no tienen edad para entender la gravedad del castigo de excomunion, hicieren alguna travesura, sean castigados con austeros ayunos, ó con buenos azotes, para que queden enmendados.»
Y la comitiva volvió ¿emprender su marcha, seguida á alguna distancia por el Padre Mayordomo; éste vió á sus compañeros detenerse al llegar al recodo, desde donde se distinguia el monasterio, y santiguarse repetidas veces en señal de asombro y de consternacion.
Era para asombrarse y hacer el signo de la cruz una y mil veces. La explanada del convento, de ordinario solitaria, y á lo más frecuentada en las horas de recreo por algunos grupos de monjes, que paseaban con dignidad y compostura, ó que en los dias solemnes era corrida por toda la comunidad procesionalmente seguida de un pueblo devoto y silencioso; aquel lugar sosegado y triste, ofrecía entónces un cuadro de lamentable confusion, de enorme desconcierto y de insensata y frenética alegría.
Algunos monjes, con la túnica desordenada, y arrastrando las cogullas, corrían de un lado á otro, como escolares abandonados por sus maestros; otros colgaban de los árboles, á manera de racimos gigantescos; los más ágiles trepaban por las rejas del convento, y dos ó tres volteaban sobre el abismo, abrazados al cuello de las campanas; en un lado molíanse á trompicones varios religiosos disputándose una moza, defendida heroicamente por una vieja, cuyas manos arrugadas apretaban algunos jirones de hábito; un monje montado en una ventana disparaba al viente un arcabuz; otro se descolgaba desde el tejado en una cuerda; otros daban carreras agitando campanillas y llevando en la mano los escapularios ó faroles encendidos, miéntras un muchacho arrojaba al campo libros y sillas para alimentar una gran hoguera, sobre la cual saltaban, alzándose las túnicas, monjes de aspecto grave y respetabilísimas coronas, que reian, cantaban y producian entre todos un estruendo insoportable.
La tarde moria, las sombras avanzaban, y el resplandor de la hoguera, dando color de fuego á unos semblantes, y luz escasa á los grupos más lejanos, hacía el conjunto cada vez más extraño y más diabólico.
Dos ó tres hermanos solamente parecían libres de la maléfica influencia, y pasaban de un lado á otro, acetre en mano, rociando de agua bendita con el hisopo la hoguera, las cuerdas de las campanas y los cuerpos de los monjes.
II
—¡Misericordia! Nuestra comunidad ha perdido la cabeza,—dijo el buen Abad,—alzando entrambas manos en señal de desconsuelo, y cayendo de rodillas.
Todos imitaron su accion, orando con fervor para que cesase aquel vértigo y Dios se sirviese devolver la razon á sus hermanos.
Terminada la súplica, dijo con timidez el Mayordomo:
—¿Y no podria ser ficticio y pura vision lo que estamos presenciando? Tengo entendido que el enemigo común elige para sus ardides y sus apariencias engañosas los momentos de debilidad y de flaqueza; ahora bien, ¿no será lo que vemos una alucinacion producida por el flato, pues horas há que hicimos nuestra comida y la hora de la cena hace buen rato que ha pasado?
—Realidades son, por desgracia, y no quimeras, las locuras y el escándalo á que asistimos: y tan grandes, que no nos dejan lugar de sentir las molestias del cuerpo, hermano Mayordomo. No es ocasion de pensar en nuestro estómago, sino en los males que afligen á la comunidad: aproximémonos á esos desgraciados, y veamos de hacerles volver á su juicio y al decoro que exige el hábito que visten.
Dijo el Abad, y se adelantó resueltamente hácia el convento, seguido de los otros superiores.
—¡El Padre Abad, el Padre Abad! exclamaron al divisarlo algunos de los monjes que tomaban parte en la algazara.
—¡El Padre Abad, el Padre Abad! repitieron aterrados todos ellos; aquel grito cundió de boca en boca, y las campanas enmudecieron, los gritos cesaron, y todos quedaron inmóviles.
El Abad, rodeado de su respetable acompañamiento, avanzó majestuosamente hasta la puerta del monasterio, donde se detuvo, y dijo con voz atronadora:
—¡Entren los hermanos en el convento!
Los monjes permanecieron como petrificados en sus puestos.
—¡Todos al convento! repitió el Abad con voz áun más firme.
Ninguno se atrevia á obedecer: el terror los detenía.
—Hermanos, ¡acordaos de la santa obediencia! dijo con imponente voz el Prelado.
Aquella invocacion extrema produjo un efecto repentino: todos los monjes cayeron de rodillas y despues desfilaron humildemente, componiendo sus hábitos y besando el del abad. Al pasar ante el Superior, cada cual ocultaba los objetos con que habia contribuido al alboroto, y procuraba tomar un aspecto serio y circunspecto: sin embargo, sus pasos eran vacilantes. Cuando hubo entrado el último monje, el Prelado entró tambien rodeado de los suyos.
Luégo se cerraron las puertas del monasterio, y los aldeanos que habian asistido á aquel suceso extraño se retiraron asombrados, dispersándose por las cercanas arboledas.
III
El Abad, sentado en un sillon de vaqueta de alto respaldo, ante una mesa de piés cruzados, y cubierta de libros y papeles, interrogaba á un monje, que contestaba humildemente: un lego de bastante edad y de semblante animado, de pié junto á la puerta de la celda, escuchaba con atencion y con cierta impaciencia, como si luchase consigo mismo, deseando terciar en el diálogo; pero cuando estaba próximo á romper el silencio, la mirada severa del Abad le contenia.
Alrededor de las paredes, y sentados en sillas por turno de antigüedad y jerarquía, estaban los superiores y decanos del convento.
—Puesto que la comunidad queda sosegada en los dormitorios, decia el Abad, cuente el hermano despensero cómo se le fué la mano al medir el vino, ocasionando la perturbacion mental de sus hermanos.
—Declaro á Vuestra Paternidad, contestó el monje con acento compungido, que aunque nuevo en mi oficio de despensero, no lo soy en el de medir vinos y toda clase de líquidos, como lo he probado en mis viajes hechos por su encargo, para vender y comprar cuanto ha sido necesario; y medí el vino tan á conciencia, que, calculando la merma, debió tocar á cada monje, gota más, gota ménos, el cuartillo que prescribe nuestra regla.
—Habeis hablado de merma, hermano Juan; ¿cómo se entiende eso echándose el vino en jarras de loza, y sacándose de la tinaja al tiempo mismo de la cena?
—Llamamos merma del vino el trago que se calcula pueden beber los hermanos legos al atravesar el corredor, que, como sabe su paternidad, es algo largo; contestó el despensero.
—¡Señor Abad! dijo sin poder contenerse el lego que escuchaba.
—Calle el hermano lego, replicó el Prelado deteniéndole: ¿no sabe que el silencio es una de las cualidades que recomienda más nuestro padre San Benito? ¿No sabe que ordena la sumision y el silencio, sobre todo en presencia del Prelado? ¿No recuerda las muchas veces que ha sido castigado con el encierro por culpas de su lengua, que no aprende con los años? Calle, pues, en buen hora, y medite las palabras del Profeta: Puse candado á mi boca; enmudecí y me humillé, no hablando aun de cosas buenas. Continúe el hermano Juan refiriéndonos cómo la racion ordinaria de vino ha producido efectos tan extraordinarios.
—Con permiso de Vuestra Paternidad: no hubieran llegado las cosas á tanto extremo si se hubiera limitado la comunidad á consumir lo de costumbre; pero el lego Felipe, que está presente y puede atestiguarlo, entró en la cocina con una jarra vacía y órden del Padre Decano que presidia la mesa, para llenarla del mismo vino, con objeto de resolver una duda.
—Dice verdad el Padre Juan, se apresuró á responder el lego, satisfecho con desahogar su lengua: la comunidad habia cenado una sopa de almejas con huevos, que excitan la sed; y como el vino era exquisito, cada cual habia apurado la mayor parte de su racion, celebrando la fortaleza y el aroma de aquel vino; uno de los padres notó, sin embargo, cierto saborcillo extraño, y sobre si el sabor era á esto ó aquello, de catadura en catadura, el vino se acabó, y el Padre Decano me envió á pedir más al Padre despensero.
—Suficit; basta ya, que sois una taravilla,—interrumpió el Abad.
—Cuando entré en el refectorio acompañando al hermano Felipe para ver si la órden era cierta,—prosiguió el Padre Juan,—noté un bullicio desusado; el lector no era atendido; los jóvenes y novicios hablaban en voz alta, con una locuacidad impropia de sus años; los monjes más antiguos reian con estrépito; no era aquel el comedor de otros dias: sin embargo, todos guardaban circunspeccion en su postura y sus palabras.—«Buen vino nos habéis dado, hermano Despensero, pero escaso; me dijo el Padre Decano con benevolencia; háganos la caridad de que llenen otra vez las jarras para poder atravesar estas empanadas de escabeche; ademas, la comunidad está curiosa por averiguar qué clase de gustillo es el que encontramos en ese vino, nuevo en nuestra mesa, d—No debe ser nuevo,—le repliqué con respeto, porque la tinaja está mediada.—L «Tiene razon el hermano Juan, que no es nuevo, sino rancio, ese vino; pero no recuerda nadie haberle probado jamas. Hay en cada cuartillo con qué mejorar una tinaja.»—Y el Padre Decano se rió con mucha gana, lo cual me extrañó sobremanera, por no haber motivo de risa, y porque nunca le habia visto reir anteriormente. Salí del comedor, y á poco rato se repitió el pedido del vino, lo cual me escandalizó: á no ser por la obediencia que debia al que en ausencia de Vuestra Paternidad era el jefe del convento, hubiese cerrado la despensa; pero de pronto oí un ruido de pasos precipitados, y los monjes, capitaneados por el lego Felipe, entraron en mi departamento, y rodeando la tinaja de que se habia extraido el líquido, se entregaron á la intemperancia, arrollándome y despidiéndome de la bodega.
—Ahora es ocasion de hablar y de explicar su conducta, hermano Felipe, si bien con moderacion y laconismo, dijo el Abad, mirando al lego con severidad. Pero, ántes quisiera interrogar á los hermanos Anton, Blas é inocente, que me parecieron juiciosos y serenos, miéntras los demas se entregaban á toda clase de desmanes. ¿Dónde se hallan?
—Duermen tambien, señor Abad, contestó el Padre Juan.
—Yo los vi rociando caritativamente de agua bendita á sus hermanos extraviados.
—Perdóneme Vuestra Paternidad: no era agua bendita, sino vino, lo que arrojaban con el hisopo aquellos desgraciados.
IV
Media hora hacía que el lego Felipe estaba hablando, sin entrar de lleno en la cuestion, cuando el Abad le dijo gravemente:
—Repare el hermano Felipe que las horas pasan y nada dice de provecho; si continúa divagando, haréle callar, aunque todo quede á oscuras. En el capítulo del silencio, dice nuestro sabio reglamento: « Las chanzas, palabras ociosas ó que muevan á risa, en todo lugar estén condenadas á eterna clausura.» Siga, pues, y no me obligue á citar textos. Ante todo, diga por qué causa, al conducir el vino á la mesa, calculó de antemano el efecto que produciria á la comunidad.
El lego Felipe se puso colorado, pero contestó sin vacilar:
—La costumbre del olfato: al llevar la jarra por sus dos asas, el aroma me daba en las narices, y no pude ménos de decirme: « Este es un vino muy rancio, y los padres no están acostumbrados á un licor de tanta fortaleza; quiera Dios que puedan resistirlo.»
—¿Y probasteis el vino, hermano?
—Confieso que tuve tentaciones, pero se sobrepuso á ellas mi conciencia y el miedo del castigo en la otra vida,—contestó el lego.
—Y ¿cómo tantos escrúpulos, cuando en el convento teneis fama de vinoso?
—El arrepentimiento, señor Abad, y la historia de ese vino,—repuso el lego Felipe.
—¿Cómo?
—Yo me dije: el Padre Juanes despensero nuevo, por fallecimiento del Padre Timoteo, santo varon, que ¿fuerza de ayunos se dejó morir de debilidad, teniendo en su poder las llaves de la despensa. El Padre Timoteo no pudo advertir al Padre Juan qué la tinaja marcada con una cruz es la que contiene el vino del pintor, del cual han prohibido el uso todos los señores abades del convento, y este vino no puede ser otro.
—Y sabiendo que estaba prohibido ese vino, ¿cómo no lo advertisteis á tiempo? dijo el Abad con acento algo alterado.
—Por cortedad únicamente: pero cuando vi que pedían nuevas jarras de vino, con objeto de averiguar su verdadero sabor, temí que lo acabaran, y no pude ocultar al Padre Decano que, á ser cierta la tradicion, y de su certeza yo respondo, á lo que debia saber el vino era á azufre puro.
—¿A azufre? dijo el Abad algo distraido.
El lego Felipe continuó su narracion.
—El P. Decano, con una jovialidad fyena á su carácter, me contestó que debia estar bebido. Entónces le repliqué respetuosamente, que el vino que estaban consumiendo era el vino del pintor, en cuya tinaja se sospecha que ha fermentado en otro tiempo una legion entera de diablos: y como éstos sólo podian dejar sabor á azufre ú otras materias infernales, de aquí mi humilde opinion acerca del gusto inexplicable de aquel líquido. Mis palabras produjeron una tormenta de voces y carcajadas.—Es preciso desocupar cuanto ántes la tinaja para que salga de ella hasta el último diablo, decia el uno.
—Verémos si el cuadro de San Antonio se concluye, respondia otro.—No puede ser ese vino el del pintor, cuando no sentimos el taconeo de los diablos en el estómago, gritaba una voz.—Sí es tal, contesté rápidamente.—Marchemos á la bodega para salir de esta duda: y velis nolis, me llevaron en volandas hasta el sótano.
—Basta, dijo el Abad levantándose: la comunidad ha dado un grave escándalo, y esta noche no se encuentra en situacion de asistir al coro con la veneracion debida: á nosotros nos toca llenar el hueco de nuestros hermanos y pasar en oracion toda la noche. Marchemos á pedir á Dios por esos infelices.
Todos se levantaron y le siguieron con humildad. El Padre Mayordomo, que por las exigencias de su robusto cuerpo bostezaba de necesidad en un rincon, lanzó un débil suspiro, y se encaminó resignado hácia el coro.
V
A la mañana siguiente los monjes cruzaban de un lado á otro en el mayor silencio, con la cabeza baja y consternados. No habian cantado Laudes ni Prima, y habian entrado en el coro á la hora de Tercia, en diferentes grupos, ninguno de los cuales habia oido el verso Deus in adjutorium meum intende, y casi todos llegado despues del Gloria Patri, con infraccion manifiesta de la regla. La calma y frialdad del Abad, la indiferencia aparente de su rostro, siendo notoria su rigidez, y el no pedir á nadie explicaciones, aumentaban el temor y confusion de la comunidad, en la cual sólo habia algunas caras risueñas entre los novicios y los legos.
Un grupo de estos últimos examinaba con atencion un cuadro de medianas dimensiones, que representaba á San Antonio en el desierto, con tal propiedad, que sólo se veia en primer término la figura del santo anacoreta, sin más detalles que un fondo sombrío y nebuloso: parecia un cuadro sin terminar y abocetado..
—Contadme esa historia, decia un moceton rechoncho á los legos que hacian comentarios delante de la pintura.
—¡Cómo! respondió el lego Felipe: ¿ignoras lo que todo el mundo sabe en el convento?
—Si hace tres dias que he ingresado.
—Calla, infeliz novato, y da gracias á Dios por haberte acercado á quien mejor que nadie te puede sacar de tu ignorancia: yo te referiré la historia y el milagro, y la relacion que hay entre este cuadro bendito y el condenado vino que ayer os privó de la razon.
Los legos, que vieron á Felipe dispuesto á repetir, por vez centésima, la historia que todos sabían al dedillo, se alejaron rápidamente de su lado, dejando al narrador sin más auditorio que al lego moderno, el cual estaba encantado de merecer tal obsequio de un hermano tan antiguo.
—Ese cuadro que ves no se ha pintado ayer ni hace cuatro dias, sino que tiene cerca de cien años, dijo el lego Felipe con majestad: compara la antigüedad de esa pintura con la tuya, y avergüénzate de tu efímera juventud: así comprenderás el favor que te hago al dirigirte la palabra, no obstante mis cuarenta años en el servicio de Dios; pero la humildad es una de las cualidades que recomienda nuestro padre San Benito.
—Y yo os doy gracias, hermano Felipe, por vuestras bondades.
—Padre podia ser y áun abuelo, si ese cuadro no fuera la ruina de mi casa: porque has de saber, y empiezo la historia, que soy nieto de un pintor que hizo sus estudios en Toledo, y el cual hubiera sido famoso, si la picara aficion al vino le hubiese dejado terminar sus obras y dedicar al trabajo el tiempo que empleaba en las tabernas. Pero del mucho beber resultaba que se pasaba durmiendo las horas del dia, y sólo estaba disponible por las noches, cuando la falta de luz le impedia manejar los pinceles.
—Feo vicio tenía vuestro abuelo, hermano Felipe.
—Pero más feo áun es el de interrumpir á los que hablan, y más áun si éstos nos hacen un favor y son superiores. Esto prueba que ignoras las palabras del Profeta, cuya práctica te recomiendo para en adelante: Puse candado á mi boca, enmudecí y me humillé, no hablando áun de cosas buenas.
—No olvidaré esas palabras, perdonadme.
—Siendo asi, continúo y perdono. Juan Ramirez se llamaba mi abuelo, y era tal su habilidad, que su maestro le daba á concluir algunos de sus cuadros en los intervalos que le dejaba libres la bebida. Eran éstos tan pocos, que mi abuela, santa y devota mujer, se lamentó á un padre benedictino, amigo de la casa, del abandono de su marido y del temor de que su alma se perdiese, porque el sueño no le dejaba asistir á misa; compadecido el padre, proporcionó á mi abuelo unas obras de su arte en el convento mismo en que estamos, recomendando al Abad de éste no le permitiese probar el vino hasta que concluyera su trabajo.
—Trabajo era...
—Jóven, creo haberte reprendido por tu mala costumbre de interrumpir á los mayores: sírvate de gobierno para tu conducto lo que previene terminantemente nuestra santa regla: « Las palabras ociosas estén condenadas á eterna clausura.» Pues, como iba diciendo, llegó mi abuelo á este monasterio con la recomendacion del monje toledano, y ajustó can el Abad, cuyo sepulcro habrás visto á la izquierda del altar mayor, un cuadro que debia representar las tentaciones del bendito San Antonio.
—¿Será este mismo cuadro?
—Precisamente.
—De modo que ese santo es obra del pincel de vuestro abuelo...
—Hé ahí lo que tiene hablar de memoria, y por eso te he recomendado el silencio: puede ser que no haya en el cuadro una sola pincelada de mi abuelo. No porque no haya trabajado en esa tabla, sino por un milagro portentoso. La prohibicion de beber impuesta á mi abuelo, y la necesidad de trabajar, y la esperanza de cobrar el salario de su trabajo, hicieron que el cuadro adelantase en poco tiempo. Un dia entró el Abad en su taller con otro monje, y quedó tan asombrado y satisfecho de la obra, que dijo al pintor: « Vaya con el hermano despensero á la bodega y elija para sí todo el vino de una tinaja, que le será entregado de gratificacion cuando nos abandone.» Mi abuelo besó la mano del Prelado, y en aquel mismo instante bajó al depósito del vino, y como inteligente, escogió el vino de su gusto, marcando con una cruz roja la tinaja y guardándose la llave.
—¿Y fué aquélla la tinaja de que ayer bebimos?
—Gracias á Dios que dices algo con sentido: la misma fué y el mismo vino de que abusasteis ayer con gran escándalo.
—De modo que el vino
—Tiene cerca de cien años
—Ya no me extraña que fuese tan fuerte y tan espeso.
—Y si ese vino no tuviera nada más que su fecha pero escucha. Cundió la voz de la bondad del cuadro, y todos los monjes acudieron al taller, saliendo sorprendidos y espantados de la fealdad y aire terrible de los diablos que habian de atormentar al santo anacoreta. Decian unos que quien tal cuadro pintaba, debia haber tenido visiones infernales. Otros padecian ensueños y pesadillas, recordando aquellas figuras diabólicas, y alguno aseguró haber visto mover los ojos y estirar el cuerpo á uno de los demonios más horribles. En particular, la última figura tenia tal relieve, pareciendo salirse del cuadro, que á mi juicio, aunque de esto no respondo, creo que pudo ser mi propio abuelo, que harto de pintar se incrustró y aplastó sobre la tabla. Porque mi abuelo desapareció sin concluir el cuadro, en el cual faltaba lo principal, que era el San Antonio.
—¿Y no se supo de él?....
—Hasta la fecha: mi abuela murió vieja y no tuvo jamas noticias de su marido; mi padre murió de ochenta años, y nadie le dió en todo ese tiempo razon del suyo; yo, rodando el mundo, vine á parar al convento y sólo me dieron estas noticias de mi abuelo. Visité la tinaja muchas veces y contemplé aquel vino, cuyo consumo está prohibido por la razon que ahora diré. Viendo el Abad que el pintor ya no volvía, y deseando quedase terminada aquella obra maestra, encargó su conclusion á un monje del monasterio, hábil tambien en la pintura, el cual hizo este santo que vemos: el dia en que se dió su última pincelada acudió toda la comunidad á contemplar el cuadro, que el monje habia cubierto con un lienzo. Destapa la pintura nuestro monje, y ¡cuál seria el asombro de todos al ver que los diablos, aterrados al verse junto al Santo, saltaban del lienzo y desaparecían de la vista! No quedó un solo diablo en todo el cuadro. Míralo bien, y di si hallas una sola huella de demonio en la pintura.
—En efecto, sólo está el Santo y nadie le perturba.
—Los malos antecedentes de mi abuelo hicieron sospechar que los tales diablos no habían sido pintados, sino evocados sobre la tabla: el no haber oido misa en tanto tiempo daba verosimilitud á la sospecha, y el no haber pintado el Santo quitaba todo género de duda. Ahora bien, en las puertas y ventanas por donde pudieran haber salido los diablos, estaba tallada la cruz de San Benito, que tiene la virtud de no permitir la aproximacion del enemigo. ¿Cómo pudieron salir aquéllos del convento? Esto cavilaban continuamente los buenos monjes, decidiendo por fin que, faltos de salida, no tuvieron más remedio que refugiarse en la tinaja del pintor. Desde entónces ha sido mirado aquel vino con un recelo saludable, justificado ayer tarde por los hechos. Por esa razon hemos venido á ver el cuadro, creyendo que alguno de los diablos hubiera vuelto al sitio de donde salió; pero, por lo visto, deben continuar nadando en la tinaja.
—Pero ¿no se habrán ahogado en tanto tiempo?
—Moderno, ¿cómo te llamas? le preguntó el lego Felipe.
—Clemente, contestó humildemente el otro lego.
—Pues bien, Clemente; tu juventud disculpa tu simpleza: lo que debia admirarte es cómo unos espíritus tan viciosos no se han bebido un licor tan exquisito.
VI
La campana habia dado el toque para asistir á la mesa, y todos los monjes habian acudido apresurada y silenciosamente al refectorio. Aunque, á decir verdad, el acto de la comida, en observancia de la regla, se habia efectuado siempre con el mayor órden y recogimiento en aquella sala inmensa, exceptuando la deplorable víspera, el dia de que hablamos, la comunidad se presentó con tal humildad y temor, como si se tratase de celebrar un banquete fúnebre. A ello contribuia la presencia del Abad, que quiso presidir la mesa con el Padre Prior y los Decanos.
—Padre Blas, dijo el Prelado dirigiéndose á un monje anciano, que con la cabeza baja habia esperado temblando oir su nombre: ayer presidisteis la mesa: hoy comeréis aparte y despues de los hermanos; agradeced á vuestra irreprochable conducta anterior la blandura del castigo.
El anciano besó la mano del Abad y se retiró á un rincon vertiendo lágrimas.
—Padre Mayordomo, dijo en seguida; vos, que teneis una voz robusta, sustituiréis hoy al lector y leeréis con voz clara y despacio el manuscrito que os entrego, por ser en esta ocasion de más provecho que otros libros mejores. El hermano Felipe queda relevado de servicio para que no pierda una sola línea del escrito. Hermano Despensero, os ruego que no olvideis nada de lo que tengo prevenido.
Y el Abad, colocándose de pié junto á la cabecera de la mesa, dió la bendicion: despues, á una señal suya, se sentaron los monjes con tal silencio, como si fueran sombras y estuviera alfombrado el suelo del refectorio.
Los legos empezaron á servir un potaje de sardinas sin llenar de vino ninguno de los vasos. El P. Mayordomo comenzó la lectura del manuscrito, con voz robusta y solemne, en estos términos:
Confesion del P. Anacleto, monje profeso de la religion de San Benito, en la abadía del Olivar, hecha por escrito en el año 1639 y depositada en el archivo reservadlo del convento, para si algun señor Abad creyese útil su publicacion ó su lectura al buen servicio de Dios y de N. G. P. San Benito.
«Yo, Anacleto, monje indigno y pecador arrepentido, declaro y
confieso haber dado oidos á la soberbia, y descuidado mis deberes
religiosos por la satisfaccion de un necio orgullo. La circunstancia de
ser el único monje aleccionado en el arte de pintar, y los elogios que
me habian sido prodigados por varios cuadros que adornan la sala de
capítulos, me envanecieron de tal suerte, que faltaba con frecuencia á
los rezos, y disculpándome con el trabajo, habia descuidado el
cumplimiento de la regla, viviendo en el convento con una independencia
impropia de mi estado. El P. Abad me habia reprendido muchas veces con
blandura, inútilmente, y todos los monjes murmuraban de mi orgullo y
rebeldía, cuando un dia fuí llamado á la celda del Prelado.
»—Hermano Anacleto, me dijo el P. Abad, he agotado los medios persuasivos para conseguir vuestra enmienda y corregir vuestro orgullo; es llegada la ocasion de cumplir con lo que previene nuestro santo Código. Leed el cap. LVII.
»Cogí temblando el libro y leí:
»Si hubiese artífices en el monasterio, ejercitarán sus artes con todo el respeto y humildad posible, si el Abad se lo mandáre; pero si alguno se engríe por su arte, por parecerle que en ello tiene el monasterio algun interes, este tal sea privado de su ejercicio y no trabaje más en su arte sino que viéndole arrepentido el Abad, se lo mande de nuevo.
»—Basta, dijo el P. Abad con voz que no admitia réplica: cúmplase el castigo. Nadie hay necesario en esta santa casa; mañana llega un pintor á quien he encargado el Cuadro de las tentaciones de San Antonio, cuya ejecucion os hubiera sido encomendada. Vos ejerceréis el oficio de Despensero desde esta misma tarde. Meditad y arrepentíos.
»Yo caí de rodillas aterrado. El Abad me despidió señalándome la puerta.»
Cuando el P. Mayordomo llegaba á esta parte de la lectura, algunos monjes, cuyo estómago estaba irritado por el exceso del dia anterior y el potaje salado que comian tristemente, habian hecho señas á los legos pidiendo agua, pero éstos permanecian en sus puestos aparentando no reparar en las señales.
VII
«Aquel cambio brusco de oficio, prosiguió el Padre Mayordomo, me humilló profundamente; ya no era el artista del convento, que pasaba los dias encerrado, pero independiente y libre de testigos en el taller, meditando mis asuntos y haciendo ensayos y estudios en mi arte, sino un monje obligado á medir líquidos, contar panes, vigilar las cocinas, sufrir las impertinencias de los legos y rendir cuentas minuciosas; ocupacion insoportable que me molestaba y ofendia. Las sonrisas, las palabras sueltas que observaba y oia á mi lado me parecían burlas de los monjes, que se burlaban de mi orgullo, atormentándome y regocijándose de mi castigo. Tan obcecada y perdida estaba mi alma, que en vez de la resignacion propia de mis votos, sólo abrigaba sentimientos de odio y de despecho.
»Mi orgullo me impedia acercarme al taller donde trabajaba mi rival, que se llamaba Juan Ramirez, cuyo saludo evitaba las pocas veces que nos encontramos en el claustro; sin embargo, mi espíritu se trasladaba en éxtasis al taller, miéntras mis labios articulaban distraidamente las oraciones en el coro, y mi oido escuchaba con ansiedad todas las conversaciones referentes al pintor, conservándolas profundamente en la memoria.
»Nunca espero sufrir mayor tormento que al escuchar cierto dia las frases de admiracion de algunos monjes hácia el cuadro que pintaba Juan Ramirez. Este habia permitido la entrada en el taller para que juzgasen su obra ántes de terminada, y toda la comunidad, excitada por los elogios de los primeros monjes, acudió á ver el famoso cuadro; todos, excepto yo, porque me consumía la fiebre de la envidia.
»—¿Qué juzgais del cuadro de Ramirez? me dijo el P. Abad en un tono que mi soberbia me hizo creer ofensivo.
»—Señor, mis ocupaciones me han impedido visitar el taller, contesté con fingida humildad.
»—Venid conmigo, hermano, repuso con cruel bondad el Prelado; quiero saber la opinion de una persona tan práctica en el arte.
»Mis ojos debieron lanzar llamas al descubrir el cuadro; jamas hubiera concebido una composicion tan valiente y una extravagancia tan adecuada al extraordinario asunto que representaba. El Santo estaba dibujado únicamente, como dejando toda la inspiracion para la figura principal; los detalles eran admirables y revelaban una imaginacion exaltada y creadora; el infierno ofrecía á San Antonio, en sus más seductoras formas, toda la voluptuosidad, todos los estímulos irritantes del pecado, y á la imaginacion del vulgo la vision espantosa del infierno. El colorido del cuadro era tan extraño, que no podia yo comprender qué mezcla de colores habia producido aquellos tonos. Mis ojos no se apartaban de la tabla; estaba pálido de envidia y no sabia qué decir.
»El Abad no apartaba su mirada de mi rostro y esperaba mi juicio sobre al cuadro.
»—¿Encontrais alguna falta? dijo por fin.
»—Es una pintura admirable; sólo veo sus bellezas, dije con verdad, pero con un trabajo que debió ser notado.
»—Puesto que vos, tan inteligente, estimais así la pintura, quiero hacer un pequeño obsequio al autor, contestó el Prelado: hermano Despensero, acompañad á la bodega á Juan Ramirez para que elija el contenido de una tinaja, que le será entregado y conducido á donde quiera el dia en que nos abandone.
»Nunca, como en aquel momento, me irritó la palabra Despensero. Los ojos del pintor brillaron de alegría; el Abad le recompensaba en su aficion favorita, y me humillaba en lo más sensible de mi amor propio. Cuando caminábamos Ramirez y yo hácia el sótano, tentado estuve de vengarme con alusiones á su vicio; pero la reflexion me hizo comprender que era preferible el disimulo.
»—¿De quién sois discípulo? le dije.
»—Del Greco, respondió con orgullo.
»—No he oido hablar de él, contesté con mala intencion.
»—No lo extraño, repuso; este monasterio está muy retirado.
»—Aquella respuesta me parecia una puñalada.
»—Pintais bien, dije con zalamería.
»—No seré de los peores, me contestó fatuamente, cuando tenga tiempo de ejecutar todo lo que me bulle en la cabeza.
»—Tambien yo pinto algo, repuse algo picado.
»—Ya me lo han dicho; hacéis bien las telas de los hábitos, pero perteneceis á la vieja escuela
»—¿La juzgais mala?
»—No tal, pero las artes adelantan; hoy cualquiera de nuestros aprendices podría enseñar á Apéles muchas novedades..
»La impertinencia de aquel hombre me irritó, su superioridad me hacía daño, procuré abreviar el acto de elegir el vino, le entregué la llave de la tinaja y quedé solo meditando en la manera de vengarme. El demonio, que me acechaba, me inspiró una mala idea.
»Desde aquel dia empleé toda mi habilidad en captarme la confianza del pintor, y mi calidad de Despensero ayudaba mis propósitos. Sin embargo, nunca me fué posible verle trabajar; tenia gran cuidado en que no sorprendiesen el secreto de sus mezclas de colores, con las que producía maravillosos efectos en el cuadro. Juan Ramirez, le dije un dia despues de haber esperado á que repitiese sus instancias, mañana, ántes del primer rezo, os espero en la bodega; tengo órden de no dejaros probar vuestro vino, pero quiero haceros este obsequio si me prometeis ser comedido.
»El pintor, á quien se iba haciendo muy pesada su abstinencia, sin duda no debió dormir, porque yo me adelanté á la hora de la cita, y ya me esperaba en la escalera. Le hice seña de que no produjese ruido, y entramos en el primer departamento de los sótanos.
»—Ahí está mi tinaja, dijo con alegría.
»—¿Traeis la llave? le pregunté.
»—Siempre me acompaña.
»—Entónces, tomad una jarra y un cacillo, y bebed con moderacion.
»—¡Cómo! ¿No quereis brindar conmigo?
»—Nuestra santa regla sólo nos autoriza á beber en las comidas.
»—¿Sabeis, padre, dijo destapando la tinaja y sentándose en el suelo, cerca del borde, lo que sospecho?
»—No entiendo, le contesté muy alarmado.
»—El pintor echó un trago que parecía interminable, alabó el vino, se recostó sobre un codo, y me dijo sonriéndose.
»—Pues bien, creo que tratais de embriagarme para que os revele mis secretos.
»—No hagais juicios temerarios, hermano, repliqué ruborizándome al ver mi intencion adivinada; mal pagais el peligro á que me expongo, faltando á mi deber por complaceros. ¿No me pedisteis por favor que os dejase probar el vino?
»—Así es, en efecto; pero vos quizá habéis accedido á mi ruego para aprovecharos de una indiscrecion de la bebida; esto no tiene nada de particular, yo he pasado todo un dia oculto tras un lienzo espiando á mi maestro.
»—¿Y descubristeis algo?
»—Vi preparar Greco sus colores más extraños, y trabajar despues en una de sus más estrambóticas creaciones; temiendo ser descubierto, bajé con precaucion el lienzo que tenía algo levantado, y oí decir con mucha calma á mi maestro: «Juanillo, no te muevas; estabas en una posicion admirable, y hace un cuarto de hora me estás sirviendo de modelo con auxilio de esta cornucopia.»
»—¿Y no os molió á golpes?
»—Al contrario, me hizo moler pintura y me abrazó, diciéndome con cariño: «Juanillo, es inútil que me espies; necesitarias esconderte dentro de mi cráneo para averiguar el secreto de mi inspiracion.
»—Juan Ramirez, siento que me hayais juzgado mal.
»—No tendria inconveniente en enseñaros, me respondió, si hubiera formado escuela. Entre tanto, resignaos á verme beber únicamente.
»—Cuidado con lo que haceis, dije al observar que llenaba por segunda vez el jarro; pero en realidad deseando que bebiera.
»—No os alarmeis, padre, repuso con jovialidad; esta es la porcion de vino que constituye mi regla.
»—Pasamos media hora conversando al lado de la tinaja, cuyo borde está al nivel del suelo, y en todo ese tiempo no pude lograr del pintor una sola palabra que me iluminase, aunque empleé toda mi sagacidad y disimulo en las preguntas.
»—Si al ménos la borrachera le hiciese estropear el cuadro, pensé con infame regocijo, desesperando de lograr mi primer objeto.
»—Otro jarrito, padre, dijo Ramirez apoderándose del cacillo y casi tartamudeando.
»—Ni una gota más, añadí con fingida severidad, al ver que el cacillo no temblaba en su mano, lo cual probaba que tampoco temblarian los pinceles.
»Hice ademan de arrancarle el cazo de la mano, pero mi rival, hurtando el cuerpo, se inclinó dentro de la tinaja bruscamente, con tal desgracia, que perdiendo el equilibrio ó mareado con el vapor, cayó de plomo en el depósito.
»Aquello sucedió de una manera tan rápida, inevitable é imprevista, que me quedé yerto de espanto, y sin fuerza para ayudarle ni moverme de mi sitio: cuando pude hacerlo, corrí á un rincon, cogí un cubo amarrado á una maroma y hundí ambos en el vino, metiendo la linterna en la tinaja. Sólo ví una superficie oscura y brillante que reflejaba mi propia sombra y la luz del farol, y no vi más signos de vida que algunas burbujas de aire en la inmóvil superficie. Agité la cuerda en diversos sentidos sin observar peso alguno, y aterrado y mareado por el vaho que despedia la cuba, busqué un garfio, le até á mi palo, y á fuerza de trabajo conseguí sacar el cuerpo: el cuerpo únicamente, porque el alma estaba léjos de la tierra.
»Era inútil pedir auxilio: iban á culparme de la muerte del pintor, achacándola á la envidia: el lugar en que habia ocurrido la catástrofe me quitaba toda excusa. No sabia qué hacer; oraba, gemia y paseaba al mismo tiempo. El dia apuntaba: iba á sonar de un instante á otro la campana de la iglesia. No tuve eleccion en aquel trance apuradísimo; la necesidad más inmediata era ocultar el cuerpo: cogíle con resolucion, le arrojé en el lugar de su muerte, cerré con cuidado la tinaja, apagué la luz y salí del sótano tambaleándame como un ebrio.»
VIII
A una mirada del Abad, los legos que servian la mesa vertieron vino en los vasos: el aroma de aquel exquisito líquido produjo un sordo murmullo entre los monjes, algunos de los cuales, no obstante su sed, apartaron su vaso con horror y repugnancia: era el vino del pintor.
—Hermanos legos, dijo el Abad al observar que los monjes no bebian, la comunidad tiene sed, pero no se atreve á probar un vino en que sabe se ha disuelto el cadáver de un hombre: no es virtud y deseo de mortificarse, sino asco, lo que impide beber á nuestros hermanos. Servidles agua para que beban lo que gusten.
Los legos obedecieron, pero ni un solo monje se atrevió á llevar el vaso á los labios.
El lego Felipe, que habia escuchado con extraordinaria atencion la lectura, al concluir el último párrafo cayó á los piés del padre Abad, diciendo en voz alta:
—¡Absuélvame su reverencia! ¡perdon! Yo tambien he bebido de ese vino en que se ahogó mi pobre abuelo.
El Abad preguntó con extrañeza:
—¿Y cómo ayer no os embriagasteis?
—Es que ya estaba acostumbrado. Como el candado de la tinaja se habia roto por el moho, todos los dias entraba un rato en la despensa y bebia en el cacillo.
—¿Cuántos cacillos habeis bebido?
—No puedo recordar... unos cuarenta.
—Pues bien, esta confesion, que á otro le libraria de la pena, no os rebaja el castigo: sé muy bien que cuando no teneis con quién hablar, os confesais para desahogar la lengua, hermano Felipe. A ver, ¿quién es el lego más moderno?
—El hermano Clemente, contestó al instante el lego Felipe. «
—Pues bien; desde hoy figuraréis en la lista despues de aquel hermano.
—Señor, mi antigüedad...
—La habeis perdido, puesto que no aprendisteis con los años á contener vuestras pasiones.
—Padre Abad, considerad que son cuarenta años.
—Alzad y sed humilde; continúe su lectura el Padre Mayordomo.
Éste volvió á leer:
«¡Qué dias tan terribles pasé miéntras el cuerpo se deshacia en la bodega! ¡qué remordimientos y qué temor de que descubriesen el cadáver! Cada vez que se comentaba en mi presencia la desaparicion extraña del pintor temblaba de espanto, creyendo que en mi rostro se hallaria algun indicio. Todos los ratos que me dejaba libre el oficio, los dedicaba á la oracion por el alma del infortunado.
»Unos seis meses despues volvió á llamarme el Abad á mi celda, y me dijo con acento bondadoso:
»—Hermano Juan, vuestra conducta me autoriza á perdonaros. Sois otra vez el pintor del monasterio.
»—La palabra pintor me hizo estremecer: procuré aparentar alegría, pero mi mano temblaba al tomar la del prelado para besarla.
»—¿Os atreveis á concluir el cuadro de San Antonio?
»Aunque me esperaba aquella pregunta, me hizo una extraordinaria impresion la idea de trabajar en aquel cuadro. Contesté que liaría un esfuerzo para complacerle.
»Pero no era posible luchar con aquella obra maestra ni imitar aquel estilo. Várias veces empecé la figura del Santo, que debia ser la más noble y poética, y atraer la atencion, dando á las otras un carácter secundario; vana tarea; el Santo parecia pintado, miéntras las demas figuras tenian vida y movimiento; sólo podia conseguir una armonía desdichada, dando al rostro de San Antonio cierta expresion diabólica y absurda: borré mi trabajo, tapé aquellas figuras que me estorbaban y distraian, y procuré inspirarme en la vida del Santo: cuando concluí el San Antonio, me encontré satisfecho de la obra, pero al destapar el cuadro retrocedí lleno de despecho: el conjunto no guardaba ninguna armonía, y la obra de mi pincel era tan inferior á la de mi rival, que me avergonzaba y ofendia.
»A mi dolor y abatimiento sucedió una ira insensata: ciego y obcecado, borré, aquellas figuras, cuyos rostros me parecía que se mofaban de mi torpeza. Cuando volví en mí, ya era tarde para remediar aquel destrozo. ¿Qué hacer? No tuve otro remedio que improvisar un fondo vago que diese realce y valor al San Antonio: habia perdido mucho tiempo en mis ensayos y era preciso entregar el cuadro; sólo me faltaba una disculpa.
»Creí haberla encontrado, y convoqué á los monjes para que hiciesen el juicio de mi obra: estaba decidido á justificar mi accion, declarando que una vision sobrenatural me la habia inspirado, mandándome que borrase aquellas figuras por ser evocadas directamente del infierno.
»No contaba con la piedad y la imaginacion exaltada de los monjes. El cuadro estaba cubierto con un lienzo, y la comunidad reunida en el taller, cuando trémulo y avergonzado separé la tela que le resguardaba. Un grito de sorpresa, que me aterró al principio y ensanchó luego mi ánimo, resonó entre mis hermanos. Las frases «¡milagro! ¡milagro!», «Los diablos han huido de la tabla», «Yo los he visto desvanecerse por el aire», y otras análogas, resonaron de boca en boca. Los ménos propensos á lo maravilloso se convencian ante tantos testimonios. El recuerdo de las figuras pintadas por Ramirez, la certidumbre de que iban á volverlas á ver, y la sorpresa de no encontrarlas en su sitio, produjeron una alucinacion muy comprensible, y los monjes se arrodillaron ante el cuadro. Yo tambien caí de rodillas y pedí á Dios misericordia.
»—Hermano Juan, me dijo el padre Abad cuando estuvimos solos, mirándome con fijeza, ¿no os contentasteis con haber muerto al pintor, sino que ni aún perdonasteis la obra de sus manos?
»Me faltaron las fuerzas y caí al suelo aterrado.
»—¡Perdon! ¡perdon! exclamé derramando lágrimas de arrepentimiento.
»—¡Silencio! contestó el Abad, y dad gracias á Dios por haber producido esa ilusion en vuestros hermanos; yo no he participado de ella y he calculado, por vuestra accion de ahora, la que teniais tan oculta.
»Entónces confesé la verdad á mi prelado.
»—Escribid vuestra historia, para que se lea públicamente en el refectorio y sirva de enseñanza, me contestó el Abad despues de haberme oido: miéntras llega la ocasion, dejad á vuestros hermanos en su piadoso error, y estad siempre dispuesto á oir la lectura de vuestra falta y la confesion de vuestra envidia.
»Obedecí y he escrito: ¿podré soportar la vergüenza de esta pública lectura?»
Aquí termina el manuscrito, dijo el Padre Mayordomo: hay una nota en el cuaderno, que sólo contiene estas palabras:
«El padre Juan murió á los pocos meses de haber terminado sus apuntes.»
IX
El Abad se levantó y todos los monjes le imitaron.
—Hermanos, dijo, ayer dió la comunidad un gran escándalo; la historia que acabamos de escuchar es el principio del castigo; no fué vino el que bebisteis, sino los restos mortales de un cristiano; pecasteis con el ex-ceso de bebida, sea la sed vuestra mortificacion y penitencia. Desde hoy queda tasada el agua, y abierta á todos por un mes la tinaja en que se ahogó el desdichado Juan Ramirez, por si hay alguno que se atreva á llevar á sus labios aquel vino.
Pero no es esto suficiente: está deshonrado en la comarca el hábito glorioso de San Benito, que han vestido y visten aún tantos ínclitos varones; iréis de puerta en puerta pidiendo perdon á las gentes á quienes escandalizó vuestra conducta; les contaréis la verdad, os humillaréis ante los humildes, y sólo cesará vuestro castigo cuando el pueblo, á quien debemos el ejemplo de la virtud y la templanza, pida vuestro perdon á las puertas del convento.
X
Una semana despues rondaba por la noche el Padre Abad, acompañado de otro monje.
Al llegar cerca de la bodega, abierta, segun su órden, observó el prelado un resplandor dentro del sótano.
Alarmado y sorprendido, se acercó al sitio donde se veia la luz, y descubrió al lego Felipe, de rodillas ante la tinaja del pintor y con el cacillo en una mano.
—¿Qué haces, desdichado? dijo el Abad, presentándose de repente cu la bodega.
El lego Felipe, aterrado, dejó caer el cacillo en la tinaja, y, por primera vez de su vida, no encontró palabras para expresarse.
—¿Qué haces? repitió el Abad con voz severa.
—Señor, contestó por fin el lego juntaudo las manos con humildad y bajando la cabeza; estaba rezando sobre la tumba de mi abuelo.
Publicado en La Ilustracion Española y Americana en 1873.
El cordón de seda
(Cuento chino)
I
El noble Chao-sé era sumamente desgraciado. Sin embargo, su cosecha de arroz habia sido abundante; la flor blanca del té se destacaba sobre oscuras ramas en sus frondosos huertos; sus capullos de seda no podian ser más ricos; poseia un autógrafo del Emperador en el cual se leia la palabra cheon, ó sea una credencial de larga vida; y por último, habia visto dividir en diez mil pedazos el cuerpo de su enemigo Pe-Kong, que le habia afrentado cortándole la trenza.
¿Por qué, pues, el noble chino habia mandado dar de palos al ídolo de Fó, cuyo abultado vientre de porcelana yacía en pedazos por el suelo?
Ello es que Chao-sé habia reñido á su antiguo cocinero al presentarle un perro asado que los convidados hallaban exquisito: habia desdeñado una taza de té, no obstante ser Kyson legítimo, y no hacía caso del mono á pesar de sus caricias.
—Señores parientes, dijo Chao-sé con gravedad, despues de la comida, á tres chinos respetables que le escuchaban puestos de cuclillas en el estrado. Ya sabeis que pretendia presentar á mi hijo en la córte de nuestro celeste soberano.
El orador y sus oyentes inclinaron sus cabezas hasta arrastrar las coletas por el suelo, y hubo que retirar al mono, porque imitó la accion de aquellos graves personajes. Chao-sé prosiguió diciendo:
—Mi hijo Te-kú no ha aprovechado mis lecciones: no sabe doblar el cuerpo en diez y ocho tiempos ni conoce las fórmulas inalterables de nuestra sábia etiqueta: ha repudiado á la virtuosa hija de Ling, cuyos piés caben en cáscaras de nueces, y asombraos, amados parientes, desafiado por Chung, cuyo honrado cuerpo yace en la tumba, rehusó abrirse el vientre, miéntras su adversario espiraba triunfante con el abdómen abierto en toda regla. En esta ignominia, quiero pediros consejo y me someto á lo que resolvais para salvar la honra de mi casa.
—Debeis, ante todo, desheredar á Te-kú, dijo el pariente más anciano.
—Y repartir los bienes entre nosotros, añadió el segundo pariente.
—Y como la reputacion está perdida, hace falta una víctima: debeis estrangularos para salvar el honor de la familia, repuso el pariente más lejano.
Estas fueron las decisiones del consejo. Chao-sé sintió un tardío remordimiento de haberlo convocado.
II
—¿Qué regalo traeis á vuestra esposa en ese estuche? decia aquella misma noche la mujer de Chao-sé, al ver que su marido colocaba sobre un mueble de laca una caja de marfil, cuyos relieves figuraban la revolucion de los gorros amarillos.
—Bella y amada Tian, te preparo una sorpresa, contestó con galantería el noble chino.
Tian se incorporó en el lecho y enseñó á su marido dos piés de á dos pulgadas.
—Has sido buena esposa y quiero que te citen en los libros como un modelo de virtudes. Pues bien; el consejo de familia pide una víctima para salvar la honra de mi casa; como tengo un certificado de larga vida escrito por mi soberano, sería una ingratitud y un desacato acortarme la existencia. Por eso te he elegido, amada Tian, para que salves nuestro honor con el cordon de seda que encontrarás en el estuche. Creo que me agradecerás esta prueba de distincion y de cariño.
—¡Señor! dijo Tian aterrada, no me atrevo á matarme; soy cobarde como una gallina.
—Sosiégate, amada mia; si no puedes matarte, porque eres cobarde como una gallina, haz que te ayude el cocinero.
—Y el noble Chao-sé salió de la alcoba despues de dar un abrazo tiernísimo á su esposa.
III
Tian parecia tranquila; el cocinero Kin estaba aterrado.
—Kin, necesitas reposo, decia la primera al segundo.
—Duermo poco, señora, contestó éste restregándose los ojos.
—Debes tener deseos de recoger en la otra vida los premios que te estén reservados.
—Ignoro los que el gran Buda me destina.
—¿Quieres huir conmigo? dijo Tian mirando con voluptuosidad al pobre cocinero.
—Señora... respondió temblando el desdichado.
—Huir de una casa en donde no aprecian tus asados, unirte á mí y ser dueño de mis magníficas alhajas.
Kin besó el suelo para expresar su reconocimiento.
—Evitando la venganza de Chao-sé...
—¡Oh! Sí, exclamó aterrado el cocinero.
—Hay un medio. Tu amo Chao-sé, protegido por una órden del Emperador, vivirá todavía muchos años; durante este tiempo podrémos alejarnos de la tierra y perdernos en los espacios.
—No comprendo.
—Es muy sencillo: quiero que me acompañes en este último viaje. Toma el cordon de seda y ahórcate por ahí fuera, miéntras reúno mis joyas y me mato; mi cuerpo resucitado irá dentro de un rato á reunirse con el tuyo.
Kin abrió sus oblicuos ojos con espanto: Tian le lanzó una dulcísima mirada.
—Adiós, le dijo, no faltes á mi cita; y le puso con suavidad á la puerta, despues de haber rodeado á su pescuezo el lazo corredizo.
Cuando Kin salia del aposento de Tian, sintió ruido en los corredores.
—Será el mono, dijo, siguiendo su camino muy preocupado, pero quitándose del cuello el suave cordon de seda. Por dos razones no debo suicidarme. Primera, porque no tengo certeza de resucitar en otro mundo. Segunda, porque si resucito, el poderoso Fó podrá vengarse rompiéndome en pedazos como he roto su estátua.
Volvió á oirse el ruido: no era el mono, sino Te-kú quien lo producia, robando el tesoro de su padre; la ventana del jardin estaba abierta; las alhajas brillaban en un saco.
Kin, indignado, no pudo ménos de reprocharle su accion revelándole el estado en que habia puesto á su familia.
Te-kú le suplicaba cada vez más bajo que callase; pero Kin le replicaba cada vez más alto. Por fin, exclamó aquél aterrado y conmovido:
—Dame el cordon de seda: soy el culpable y me corresponde el sacrificio.
Y ciñéndose la fatal corbata, ató un cabo al hierro de la ventana, se colocó el saco á la espalda para los gastos de viaje y abrazó cariñosamente al cocinero diciéndole:
—Aléjate y cierra la puerta, no quiero que presencies mi agonía.
Kin no tenía en él completa confianza, pero no se atrevió á contrariarle. Miéntras bajaba hácia el jardin oyó un fuerte golpe y una especie de quejido.
—¿Se habrá fugado?... exclamó Kin con recelo.
El jardin estaba oscurísimo, pero un cuerpo suspendido se estremecia, y entre las sombras, otra sombra más espesa se balanceaba debajo de la ventana.
—Me he evitado un compromiso, dijo Kin respirando con satisfaccion y acariciándose el pescuezo.
El culpable ya no existe.
Despues entró en su cuarto, llenó de opio la pipa y se durmió sobre su estera.
IV
Al amanecer del siguiente dia, los parientes de Chao-sé vestidos de blanco, luto rigoroso en la China, se presentaron en casa de éste para rendirle los últimos tributos; pero con gran sorpresa le encontraron tambien vestido de blanco y en actitud ceremoniosa.
—¿Estais vivo? dijeron indignados los parientes.
Chao-sé explicó entónces sus escrúpulos, el miedo de su esposa, su sustitucion por el cocinero y la expiacion voluntaria de su hijo. Los parientes, despues de una animada discusion, se conformaron.
—Pasemos al jardin, en el que nadie ha entrado todavía, dijo Chao-sé á sus parientes: descolgarémos el cuerpo de ese desdichado.
La comitiva se puso en marcha, y al llegar al lugar de la catástrofe, todos quedaron estupefactos.
Pendiente del cordon de seda, y moviéndose como una péndola, estaba el cuerpo rígido de un mono.
—No es mi hijo, dijo Chao-sé lleno de asombro.
—Señor, yo le vi atarse el cordon al pescuezo, repuso el cocinero: sin duda el mono se ha llevado la forma de vuestro hijo, dejando la suya en la ventana. Aquí hay algo de magia y el divino Fó se venga.
—No tal, replicaron los herederos: es Te-kú el que cuelga de la cuerda: ¿no veis ahí todas las facciones de su padre? Es todo su retrato.
—Pero, exclamaba Chao-sé defendiéndose, reparad ese hocico...
—Es el vuestro, noble Chao-sé, decian los parientes.
—Fijaos, señores, en esas orejas.
—Son las vuestras.
—Reflexionad que hace falta una víctima, le dijeron los parientes al oido.
El noble chino confesó, por fin, que era su hijo, si bien desfigurado.
Se certificó la muerte de Te-kú, se hicieron al mono magníficas exequias, y el consejo de parientes declaró ileso el honor de la familia.
EPÍLOGO
A pesar de la certificacion de su soberano, Chao-sé vivió muy pocos meses. Presentóse á recoger la herencia un jóven que dijo ser su hijo, llamarse Te-kú, y haberse fugado de la casa paterna saltando por la ventana del jardin en una noche oscura.
Sometido á los tribunales chinos el asunto, un ilustrado mandarin dictó la siguiente sentencia, que sirve para resolver en China todos los casos semejantes:
«Estando la muerte de Te-kú probada legalmente:
»No habiendo faltado de la casa de Chao-sé en el dia que se cita nada más que un mono, cuyo paradero se ignora,
»Declaro, que si el demandante dice verdad en lo de la fuga, no puede ser otro que el mono;
»Y si ha faltado á la verdad, merece ser ahorcado con el cordon de seda que conservan los parientes del difunto.»
En tal alternativa, optó Te-kú por declararse mono y fué entregado á un saltimbánquis.
Almanaque de la Ilustracion de Madrid, 1872.
El tonel de cerveza
A mis queridos amigos
D Luis Diaz Cobeña y D. Lucio Viñas y Deza.
Aunque la embriaguez ha producido héroes, revoluciones, leyendas
fantásticas y sistemas filosóficos, por más que en su historia figuren
nombres tan respetables como los de Noé y Lot, tan ilustres como los de
Alejandro y Cárlos XII, y tan populares como los de Ilofman, Edgardo
Poe, y muchos otros que no cito; á pesar de que algunos pueblos hayan
solido tratar los asuntos más graves entre trago y trago, y de que áun
se acostumbre á rociar con vinos generosos las declaraciones políticas
de mayor trascendencia, acto oficial conocido con el nombre de brindis,
ello es que al abuso de la bebida se debieron la muerte desastrosa de
Holoférnes, la pérdida de Babilonia en tiempo de Baltasar, la catástrofe
de Agripina, y casi toda la historia del imperio romano, en que tanta
parte hubieron de tener los viñedos de Chipre y de Lésbos.
No he podido comprobar si es cierto ó no que cada vino ó bebida espirituosa tiene propiedades que producen efectos determinados y constantes; es decir, si la borrachera del champagne es siempre epigramática y elegante; si la de cerveza es melancólica y pesada; la del Málaga pendenciera, y por último, si un fabricante de Birmingham, despues de beber algunas botellas de manzanilla, experimenta, como los gitanos, la necesidad de entonar una caña á la flamenca.
Durante mucho tiempo he creido que la cerveza sólo producia en los alemanes efectos filarmónicos y daba ocasion á orgías musicales; creia que un aloman ebrio, en vez de insultar á los transeúntes, abrir en canal á su mujer ó prorumpir en gritos subversivos contra el Gobierno, como se acostumbra en ciertos países, empuñaba su violin para dar una serenata á los vecinos, ó cantaba un aria del Don Juan, tendido en medio del arroyo. Y por cierto que he vivido engañado, ó miente el cuento que voy á referir, del cual respondo como puede responder un Gobierno español de sus generales. Es verdad que no soy el único á quien los alemanes han dado chasco; testigos los franceses y testigo toda Europa, á la cual están embromando hace tiempo con su filosofía, para distraer la atencion, miéntras preparan silenciosamente sus máquinas de guerra.
Suponia yo entre los chasqueados al autor de cierto libro, en el cual se asegura que la cerveza influye en la estadística de nacimientos disminuyéndola. En efecto, ¿cómo podia ser Alemania uno de los países más poblados, cuando la cerveza tiene allí tanto consumo? Pero despues he reflexionado que este argumento es de poca fuerza por falta de datos; para resolver el problema, necesitábamos saber qué poblacion tendria el imperio germánico si los alemanes suprimiesen la cerveza. De igual modo he comprendido que me equivocaba respecto de la influencia que ejercen en el cerebro de un aleman los gases acumulados en una noche de continuas libaciones, porque si la cerveza es un agente providencial que impide la irrupcion sobre la Europa occidental de una poblacion sobrante, claro es que ese agente inspirará ideas peligrosas y crímenes tal vez que contribuyan al mismo objeto filantrópico.
No extrañe, pues, el lector que en esta bebida, al parecer inofensiva, estribe mi argumento, ni que algunos vasos de cerveza conviertan en criminal al hombre más pacífico, puesto que, como recordé al principio, la embriaguez ha producido tantas catástrofes históricas.
I
La espita del tonel goteaba todavía un líquido de color de ámbar, y los vasos estaban ya vacíos; vasos estrechos y larguísimos de cristal de Bohemia, cuyos dibujos representaban á Odin bebiendo cerveza, rodeado de guerreros y de lobos; vasos inmensos destinados á las grandes solemnidades, y que sólo se llenaban en el segundo período de la embriaguez, cuando la vista empezaba á nublarse y se atropellaban las palabras, y se convertian en lógicas y naturales las ideas más absurdas.
German y Esteban bebian y fumaban. Ambos eran jóvenes y vigorosos, aficionados á la música y estudiantes de medicina en el colegio de Colonia; vivían independientes en una casa aislada, á orillas del Rhin, el rio de las baladas y de los misterios.
Sin embargo, ninguna influencia ejercían en uno y otro las tradiciones y leyendas; dedicados á las ciencias naturales, sabian perfectamente que en el fondo de los bosques sólo habia vegetales, minerales y animales, por lo general ya clasificados; conocian muy bien la causa de las nieblas, y en cuanto á los espíritus, aseguraban que no eran sino el fósforo que contienen los huesos y brilla por las noches, aterrando á las doncellas y haciendo recitar á las viejas versículos de la Biblia más ó ménos oportunos; las danzas nocturnas de las wilis eran sin duda las ondulaciones de los árboles cuando el viento agita sus ramajes, imitando en sus remolinos un wals vertiginoso.
El mueblaje de la sala en que se celebraba el banquete daba á conocer que Estéban y German no pertenecían á esa raza inmemorial de estudiantes pobres que tienen su biblioteca en la memoria y sus demas objetos de estudio en el gran museo de la vida. Vivian con opulencia escolástica en una casa aislada, cuyo salon principal, enriquecido por un tren formidable de botellas vacías, y decorado con una silleria de toneles, algunos papeles de música, dos violines, innumerables pipas y una panoplia, era considerado de lujo escandaloso por todos los estudiantes. Es verdad que al lado de aquellos objetos de pura ostentacion se veian la mesa de operaciones, un riquísimo herbario, minerales de todas clases, aves y cuadrúpedos disecados, estuches de instrumentos y libros voluminosos, diáfanos frascos de cristal que contenian fetos, vísceras y otras partes del cuerpo, que hubiera tomado por objetos de culto un gentil piadoso; en fin, para alegrar el cuadro, habia un arsenal de tibias, cráneos, fémures, omóplatos y esternones. En aquella abundancia no se notaba signo alguno que indicase su division de propiedad ni pertenencia exclusiva de una cosa.
En efecto, German y Estéban vivian en comunidad; poseian los mismos objetos, y acaso vestian la misma ropa, por ser idénticos sus cuerpos, robustos y fornidos, como eran semejantes sus fisonomías. Para completar esta descripcion me veria precisado á consignar, como es costumbre en las novelas, el color de sus cabellos, á no tratarse de alemanes; pero hemos convenido en que en Alemania todos nacen rubios, y no me gusta alterar las tradiciones.
Sólo el amor interrumpia aquel verdadero comunismo; pero áun en esto existían entre German y Estéban lazos muy estrechos; los dos se habian prendado de la hermosa Eva y pretendido su cariño. No pudiendo participarle entrambos, ni resignándose á cederla, determinaron obsequiarla aisladamente y se comprometieron á respetar el fallo de la jóven. Entre los dos estudiantes era difícil la eleccion para Eva, cuyas preferencias vagaban de uno en otro, así como sus miradas tiernas é indecisas. Una circunstancia accidental inclinó hacia un lado la balanza, y á no ser por ello, la vacilante niña hubiera concluido por admitir dos dueños de su albedrío, completando el comunismo en que vivian los dos jóvenes.
Establecida la competencia de méritos y galanterías entre los dos opositores, llegó el dia de un baile; Estéban pudo obtener el primer wals, decidiendo vencer á su amigo en aquel agitado ejercicio; German, por su parte, se propuso contar las vueltas que diera Estéban a fin de aventajarle cuando llegára su turno. Los músicos empezaron á tocar, y Estéban, enlazado con la codiciada Eva, se lanzó en medio de la sala. Nunca se habia visto pareja tan rápida y uniforme; jamas rueda de reloj ejecutó sus movimientos con más precision y ligereza. German apénas tenia tiempo de contar las vueltas; los demas bailarines, fatigados, se retiraban á sus asientos; los que tocaban instrumentos de metal exhalaban su último aliento en las boquillas; saltaban las cuerdas de los violines; los brazos del timbalero se dormian; en fin, los músicos, jadeantes, cesaron de tocar, miéntras Estéban seguia dando vueltas. Los convidados aplaudieron con entusiasmo, y algunos sacaron sus relojes para precisar la duracion de aquel wals famoso; pero pasaban los minutos, el horario adelantaba, y la jareja seguia moviéndose sin dar señales de cansancio ni de rozar la alfombra. Los padres de Eva se alarmaron, las señoras mayores aseguraban que la danza iba tomando un carácter diabólico, y toda la concurrencia repetia inútilmente: «¡Basta! ¡Basta!» Entónces sucedió una cosa extraordinaria; los parientes de Eva, German, sus amigos, y, por último, todos los presentes, se abrazaron á Estéban para contenerle, pero en vano; una fuerza invencible le obligaba á girar, arrastrando en sus movimientos de rotacion y traslacion aquel enorme grupo, hasta que por fin la voluntad de todos se sobrepuso al magnetismo ántes de que se comunicase el fluido á las paredes. La fiesta terminó por un mareo general, y pocos dias despues Estéban era Presidente honorario de todas las sociedades coreográficas de Alemania.
La segunda oposicion fué musical y decisiva en un concierto. German era tenor y Estéban dominaba de tal manera el violin, que á veces se hubiera creido que hacía encaje con las notas. German exigió, como vencido, cantar ántes que su compañero hiciese la prueba ó templase siquiera su instrumento, temeroso de que Estéban absorbiera la sesion con uno de esos poemas musicales que empiezan en el cáos y concluyen en los Gobiernos representativos. Todas las vueltas de Estéban quedaron olvidadas al eco dulce y sonoro de la voz de German, y cuando éste, en un esfuerzo pulmonar, lanzó un formidable de de pecho, el pecho de Eva se conmovió, sintiendo un deseo irresistible de ser dueña de aquellos robustos y magníficos pulmones. No se dió Estéban por vencido; ántes bien, preparó el arco, ajustó la caja y se dispuso á luchar con gallardía; estaba inspirado, y se hubiera atrevido á competir con Paganini. Apénas Eva escuchó los preludios, abandonó la sala, saliéndose á una galería, seguida de German, que saboreaba su triunfo. El padre de Eva era un desenfrenado violinista, que despertaba á su familia al toque de violin cuando despuntaba el alba, y por las noches dormia á su familia al mismo toque; diez años de concierto continuo habian hecho que Eva aborreciese los violines; nunca se hubiera unido á un hombre que prolongase aquel martirio, y Estéban fué irremisiblemente desahuciado. Furioso con su derrota, improvisó una fantasía tan satánica y nerviosa, que los niños rompieron á llorar, temblaron los hombres y se desmayaron las señoras.
Cuando amaneció el dia siguiente, Estéban, que era un buen amigo, felicitó á German por su victoria y no volvió á pensar en la Eva de German, de cuyo desaire le consolaron otras Evas.
Aquel suceso no turbó las buenas relaciones de los estudiantes; por eso seguían viviendo juntos, poseyendo los mismos objetos, y vaciando un tonel en su gran salon de estudio, que les servia de musco y de taberna.
II
Los dos jóvenes bebian y fumaban. Aquel dia era el aniversario del famoso de de pecho, y en su memoria se llenaban los grandes vasos de Bohemia.
Habian brindado á la salud de Eva, de sí mismos, de las ciencias médicas, del inventor de la cerveza, y por último, á la salud de todas las enfermedades.
La conversacion, animada al principio, languidecia poco á poco, porque la palabra no podia seguir á las ideas; hubieran necesitado para expresarse un lenguaje taquigráfico; cada trago de cerveza les infundia nuevos pensamientos, y los misterios de la medicina se disipaban á cada paso.
—¡Bebamos! dijo Estéban; la sabiduría absoluta reside en la cerveza; he aprendido más en una hora de bebida que en el estudio de esos cráneos estúpidos y de esos libros incompletos.
—¡Bebamos! respondió German; tambien tengo sed de ciencia.
—Dame un pedazo de barro y prometo hacer un Adán en dos minutos.
—Saca una costilla á tu Adán, y crearé la más hermosa de las Evas.
—La cuestion, añadia Estéban, se reduce á encontrar el barro primitivo, el cual se halla indudablemente debajo del terreno diluviano, entre el Tigris y el Eufrates, donde estaba situado el Paraíso.
—Tienes razon; creemos una nueva raza de hombres vigorosos para sustituir á nuestra generacion, gastada y enfermiza.
—¡Imposible! dijo Estéban con acento melancólico. ¿Qué sería entónces de nuestros compañeros de estudio, de los empleados de hospitales y de los farmacéuticos? Dirian, con razon, que las enfermedades son su patrimonio; la salud pública es un atentado contra la propiedad de los médicos.
—Es verdad; los intereses creados impiden la reforma.
Hubo un rato de silencio, en el cual los dos jóvenes se sentian acometidos de ideas á cual más extravagante.
De pronto dijo German con acento cavernoso:
—¡Estoy perdido!
Estéban le miró con sorpresa.
—Sí, amigo mio, continuó diciendo el primero; mi corazon ha cesado de latir hace algunos minutos.
—Está completamente borracho, pensó Estéban.
Y levantándose del asiento, se aproximó á su amigo y puso la mano sobre su corazon una y várias veces. Cuando la retiró despues de un rato, Estéban estaba pálido como un muerto. En efecto, el corazon de German no se movia.
—¿Qué me dices, amigo? preguntó éste mirando á Estéban con ojos aterrados.
—Voy á ser franco; aunque hablas, y tus músculos se mueven, y funcionan tus sentidos, para mí eres un cadáver; no hay en tu pecho el menor síntoma de vida; tiene la rigidez de la tabla y la insensibilidad de la piedra.
—Tus observaciones están conformes con las mias. No he sentido la presion de tu mano, por lo que voy á hacer una prueba decisiva.
German tomó una aguja de un estuche y la hundió en su pecho, primero suavemente y despues con gran fuerza, hasta que dijo con desgarrador acento:
—No hay duda, soy un fósil; estoy petrificado; nada siento.
A tan terribles palabras sucedió una pausa solemne.
¿En qué pensaba German? Pronto lo sabrémos.
En cuanto á Estéban, se entregaba á las ideas más inmorales y egoístas; repuesto de su terror, habia reflexionado que la muerte de su amigo acaso le proporcionaria la posesion de Eva, la cual, con esta esperanza, se le representaba otra vez llena de atractivo. Y la veia mentalmente, mirándole con amor, tendiéndole la mano y presentándole sus mejillas sonrosadas.
Hagamos justicia á Estéban; ningun mal pensamiento habia cruzado por su imaginacion hasta aquel momento, en que los vapores de la cerveza le ofuscaban. Pero hagamos justicia á la cerveza; al mismo tiempo que inspiraba á Estéban tan malos propósitos, infundia en el espíritu de German la idea del martirio.
Éste, que habia tomado un papel y escrito algunos renglones, dijo por fin con tono conmovido, pero con firmeza:
—Estéban, cuando su corazon deja de latir, el hombre muere; el estado en que me encuentro no puede durar mucho; pero si por un absurdo médico mi existencia continuase, yo no sabria resignarme ¿vivir teniendo una tabla en vez de pecho. Tú lo has dicho; soy un cadáver que va á beber contigo su último vaso de cerveza.
En esta carta declaro que voy á suicidarme en un sitio donde jamas podrá encontrarse mí cadáver, y lo hago para librarte de la accion de la justicia. Quiero que estudies en mi cuerpo el fenómeno de mi insensibilidad, y que mi esqueleto, colocado en tu despacho, te recuerde este pobre amigo. Cuando haya bebido el último trago, exijo de tu amistad que me degüelles sin dolor y con cariño, como degollarias á tu padre.
Estéban rechazó con horror la idea de German; pero la imágen de Eva se le aparecia cada vez más irresistible y voluptuosa. German suplicaba á su amigo con esa terquedad que sólo tienen los borrachos; Estéban se resistia como una doncella á su primer amante; su lucha se hubiera prolongado y hubiera triunfado la razon á no mediar una Eva y tantos vasos de cerveza.
Todas las objeciones de Estéban eran victoriosamente refutadas por German. Aquél no podia lógicamente negar á su amigo el favor de asesinarle; es decir, de hacer por él lo que haria el dia de mañana por el peor de sus clientes.
La proposcion fué aceptada, y se llenaron las copas destinadas al brindis de la muerte.
Otra tentacion, otro deseo diabólico, contribuían á que el amigo se convirtiera en asesino; Estéban sentia la atraccion de lo prohibido, la curiosidad misteriosa del crímen y un interes científico.
Preparó, pues, su escalpelo, y se chocaron por última vez los vasos de Bohemia.
German llevó el vaso á sus labios, y miéntras bebia, Estéban hundió el acero en su garganta; el cuerpo cayó, no sin lanzar ántes una mirada de dolor y de despecho.
German acusaba á su amigo de no haberle dejado beber el último trago.
—La noche ha llegado; es preciso borrar las huellas del crímen; cerremos la ventana y mondemos el cadáver para cumplir la postrera voluntad de este pobre amigo. ¡Eva será mi esposa!
Así decia Estéban colocando á German en la tarima y despojándole de la ropa.
El fenómeno de la insensibilidad quedó al momento explicado, pero de la manera más vulgar y ménos científica.
Cuando German se quejó de no sentir las palpitaciones del pecho, olvidaba en su embriaguez que entre la levita y el chaleco tenia un gran cuaderno de música comprado aquella misma tarde.
—¡Bárbaro de mí! pensó Estéban; sin duda estábamos borrachos cuando olvidamos que los pechos no se reconocen por encima de la ropa.
Y empezó la diseccion con la seguridad de un profesor que trabaja haciendo eses.
III
Habian trascurrido indudablemente algunos años.
Estéban era un médico famoso; ciegos y tullidos se estacionaban en su puerta, y por las calles le seguian tísicos, mancos, ictéricos, lazarinos y tercianarios, pidiéndole la salud por misericordia. Damas flaquísimas engordaban visiblemente con el tratamiento del doctor, que tambien disminuia el excesivo volumen de las gruesas. Se le atribuian curas admirables y operaciones atrevidas; sus recetas se consideraban como licencias para vivir, y los moribundos le pedian que prorogase su existencia. Los chatos salian de sus casas con narices aguileñas; convertia las bocas más anchas en boquitas, y cicatrizaba los pulmones más llagados si su dueño los dejaba en su despacho por unos cuantos dias. Sabia las virtudes de que carecian los medicamentos, por lo cual nunca propinaba remedios inútiles, y su bisturí, en vez de causar dolores, hacia reir de gusto á los enfermos.
Llovían regalos en su casa; no bastaban arcas para guardar el oro y la plata, y para colmo de ventura, estaba casado con Eva, cada dia más hermosa y rozagante.
Estéban, sin embargo, no era completamente dichoso, porque amargaban su vida tres pesares.
Uno de ellos era el recuerdo de su amigo y el temor de revelar el crímen entre sueños; el esqueleto de German, colocado en un mueble de ébano y cristal, era la admiracion, por su vigorosa y gallarda osamenta, de todos los que visitaban el despacho; más de una jóven habia suspirado al verlo, pensando en el arrogante mozo á que debia haber pertenecido.
Algunas veces trató Estéban de relegarlo á un desvan; pero no se atrevia á faltar á la última disposicion de su amigo, temiendo que la preocupacion por semejante falta le hiciese soñar alto. Pero su presencia le mortificaba, sobre todo cuando Eva entraba en el despacho, y extraordinariamente si ésta se detenia á contemplarlo.
Creia entónces que el esqueleto iba á decir de un momento á otro: «Yo fui tu prometido; yo debia ser tu esposo.»
Pero el esqueleto era prudente y se callaba.
El segundo pesar de Estéban le producia su aficion de violinista. Si Eva le habia concedido su mano, fué, entre otras cosas, por tener un recuerdo de German en su mejor amigo; pero exigió á Estéban la promesa, consignada en escritura solemne, de no tocar el violin sino fuera de su casa.
Estéban era aficionado al violin; pero su gusto se convirtió en delirio con la prohibicion, y con la completa imposibilidad de satisfacerlo desde que la fama le absorbió todo su tiempo.
Un ciego apetito de tocar le martirizaba; sólo una ó dos veces durante su matrimonio habia podido alejarse de la poblacion con su violin y desfogarse en medio de un camino tocando con voluptuosidad y verdadera ánsia, hasta que sus dedos se agarrotaban ó se rompia el instrumento.
Pero el pesar más intolerable del doctor consistia en el descubrimiento de que su mujer era coqueta; unos dias fijaba su vista con placer en un buen mozo que le debia la nariz; otros miraba con demasiada frecuencia á través de los cristales, ó tenia continuas distracciones, ó recibia visitas á cada instante, ó escribia cartas muy largas en pliegos muy pequeños.
Convencido de la coquetería de Eva, determinó averiguar si era culpable, para lo cual anunció Estéban una mañana que pasaria aquella noche velando á un enfermo. Creia salir de dudas con esta estratagema, usada desde el principio del mundo por todos los maridos recelosos.
Llegó la noche, y cuando Estéban se despidió de su mujer, observó con espanto que Eva se habia peinado con más esmero del que tenia por costumbre.
IV
—Es imposible, decia Estéban en la calle.
—No hay remedio; si V. no me acompaña, mi hija se muere sin auxilio, le decia un cliente con voz amenazadora.
Estéban le siguió despechado y entró en la alcoba de la enferma, pensando en el peinado de Eva, y dispuesto á salir de aquella casa acto contínuo.
La jóven estaba sin movimiento, víctima de una horrible congestion que exigia la presencia del médico durante toda la noche, con pocas probabilidades de buen éxito.
El doctor vaciló un instante, y luégo pidió papel y tinta; escribió algunas líneas que entregó al padre de la enferma.
Cuando el padre leyó el escrito, quedóse lívido y dejó salir al médico.
Lo que juzgaba receta era un certificado de defuncion en toda regla.
Estéban salió de prisa, temiendo que por una reaccion milagrosa la enferma abriese los ojos.
V
A pesar de lo avanzado de la hora, habia luz en el aposento de Eva. La sangre de Estéban dejó de circular y quedó aterrado ante aquel solo indicio; luégo vió una sombra, que no era la de Eva, proyectándose en las cortinas. El indicio se convertia en evidencia, y la debilidad de Estéban se trocó en un vigor nervioso extraordinario.
Abrió con sigilo la puerta de la calle y cruzó las habitaciones lenta, callada y recelosamente, temiendo hacer ruido con el aliento, y deteniéndose asustado cada vez que su ropa rozaba las paredes, ó crujian sus articulaciones, ó el calzado rechinaba. Era preciso no alarmar á los culpables, lo cual les daria tiempo para destruir las pruebas de su falta, y era tambien preferible terminar de una vez aquel asunto á puñaladas, a soportar continuamente una deshonra sin venganza.
Cuando llegó á la puerta de la alcoba se hallaba fatigado, y debió tardar mucho en recorrer aquel camino, porque Eva estaba ya dormida, á juzgar por su respiracion, fuerte y pausada.
Estéban sacó una hoja de acero, que en sus manos debia ser un arma formidable, y abrió la puerta de la alcoba.
La luz seguia encendida; Eva no se habia despertado, y se veian dos bultos en el lecho.
El agraviado esposo tomó la luz y se adelantó hacia los culpables; pero de pronto Estéban se detuvo, pintándose un gran terror en sus facciones.
Al lado de Eva estaba el esqueleto de German, ocupando el sitio que le habian usurpado.
Estéban perdió el conocimiento.
Conclusión
—¡Despierta, Estéban! hemos dormido más de veinte horas.
Pero Estéban oia la voz de German y no se atrevia á abrir los ojos; cuando se convenció de que su amigo no era un esqueleto, saltó del lecho, miró á todos lados, y encontrándose en su salon, rodeado de huesos y toneles, no pudo contener el júbilo y se arrojó en brazos de su amigo.
—¿Y Eva? preguntó con timidez Estéban, y respondió German:
—No la conozco.
—¿Luégo todo lo he soüado?
Estéban refirió el cuento á su amigo, y éste le dijo sonriendo:
—Lo extraño es que la conversacion nuestra, sin embargo de tomar parte del sueño, es la que tuvimos ayer tarde.
—¿No brindamos por Eva? dijo Estéban.
—Sí, pero fué por la Eva del Génesis.
Los dos prorumpieron en una carcajada. Despues Estéban empezó á reflexionar, tratando inútilmente de separar de su imaginacion lo real de lo soñado.
—No caviles en eso, dijo German á Estéban; seria marcar los límites que hay entre la razon y la locura.
En aquel momento Estéban distinguió su violin, y descolgándolo, se puso á tocar una marcha diabólica y siniestra..
—Esta es la marcha qué improvisé en sueños, cuando Eva salió del salon para no oirme.
—Pues te aseguro, respondió German, que hizo bien en no escucharte; si te obstinas en seguirla, me veré en el caso de empezar mi ópera, la que me has prohibido tocar en casa.
—Deja que concluya esta parte añadió Estéban
con cariño.
German tomó otro violin y preludió una sinfonía.
—¡Tregua! ¡Tregua! dijo el primero arrojando el instrumento. Y luégo, dirigiéndose hácia donde estaba el tonel, exclamó, alzándole entre sus brazos:
—De tu interior ha salido Eva, tonel maldito, y temo que aun esté oculta en tu fondo; si saliese de él otra vez, mi amistad con German peligraria. Huye, enemiga del instrumento más armónico, á refugiarte en otra casa, á indisponer á otros amigos.
Y arrojó el tonel por la ventana con tal fuerza, que al caer en tierra se deshizo.
Los últimos vapores de la borrachera hicieron ver á Estéban entre las tablas desunidas y los aros del tonel la figura hermosa de Eva, mirándole con coquetería y perdiéndose al fin entre la niebla.
Ilustracion de Madrid, Junio de 1871.
Miguel-Ángel o el hombre de dos cabezas
Á mis cariñosos amigos
Pepe Cabanilles, Juan José Herranz y Santiago de Liniers
Si el protagonista de mi cuento tiene dos cabezas, saliéndose
de la regla comun, ¿por qué esta dedicatoria ha de ser para un solo
amigo, segun el uso general? Rompo, pues? ta costumbre, lo cual me
proporciona el gusto de unir nombres queridos y hoy algo separados por
las vicisitudes de la vida, en recuerdo de la época grata en que vivimos
tan unidos.
Acaso hallen algunos exagerada la ficcion que les dedico: no calculan que al elegir mi asunto pude poner no dos, sino tres cabezas sobre los hombros de mi héroe, como los pueblos que en vez de colocar un rey, un general ó un plebeyo á su cabeza, elogian un triunvirato: y áun estuco á mi arbitrio multiplicar esas cabezas hasta el número de siete, y dar el poder á Miguel-Angel, para que constituyese por si solo un Ministerio homogéneo. Ello es que si hemos de creer á los historiadores, Miguel-Angel no es una creacion fantástica: han existido realmente hombres y mujeres de dos y más cabezas?; y si esto dice la historia sériamente, ¿puede rechazarse el cuento por absurdo, cuando atestiguan la posibilidad en los Museos de ciencias naturales tantos fetos bicipites que vivieron algunas horas, lo cual resuelve el hecho principal, el de la vida? No negaré, á pesar de ello, la extravagancia del asunto; antes al contrario, he creido así acomodarme al gusto general que exige à los autores, para ser leidos, lo anómalo y deforme» con preferencia á lo regular y acostumbrado.
I
Hacia las tres de la tarde, en un dia festivo, y no lejos del Suizo, un pobre autor dramático, cuya última comedia celebraban mucho sus amigos, pero que no atraia gente, miraba con envidia cómo se agolpaba la muchedumbre ante un despacho de billetes, codeándose para tomar vez con tal empeño, que el mismo autor, arrastrado por la multitud y sorprendido con la novedad del caso, se confundió entre el vulgo y compró su entrada como un simple mortal. Esto, ni más ni ménos, leian asombrados los transeúntes de la calle de Alcalá:
« Miguel-Ángel, ó el hombre de dos cabezas, cada una de las cuales discurre, mira, oye, habla, come y bebe aisladamente, se exhibe por primera vez y ofrece al público su habitacion en esta casa. Precio, 4 reales.»
Semejantes líneas, colocadas de improviso ante el público, le
agolparon necesariamente á las puertas del edificio en que residia aquel
monstruo nunca visto. Un hombre de dos cabezas era espectáculo
enteramente nuevo para tantos individuos, que apénas se daban razon de
tener una; así es que las gentes subian en tropel por la escalera que
conducia á la habitacion de Miguel-Angel y se detenían asombradas al
contemplarle á través de una verja, no atreviéndose á dar crédito á sus
ojos. El monstruo en tanto se paseaba por la habitacion, alejándose ó
aproximándose á la multitud, y cada vez que se acereaba, aquélla
retrocedia lentamente por un impulso general é involuntario; los
muchachos rompían á llorar, y los recien casados retiraban de la
habitacion á sus señoras, temiendo acaso la influencia que se atribuye á
la imaginacion de la mujer, en determinadas épocas, sobre el porvenir
de la familia: temor muy natural miéntras no se hagan averiguaciones
exactas acerca del asunto, pues la verdad es que la mayoría de los
concurrentes, al examinar las dos cabezas de Miguel-Angel achacaban
aquella deformidad á un antojo de su madre, si bien extrañaban que una
de las cabezas no fuera de cabrito ó jabalí, tomada al vuelo por la
imaginacion al pasar junto al escaparate de una fonda. Ello es que los
antojos pueden dar resultados funestos: figurémonos que la idea de la
fecundidad se fija en la mente de una señora encinta: ¿qué expectativa
tan cruel la del esposo, si recuerda que autores graves y antiguos citan
el caso de la célebre condesa de Holanda, que en una sola ocasion dió á
luz 366 hembras y varones? Asombra cómo la buena señora tuvo caderas
para sufrirlo, ni paciencia el Conde al verse tan multiplicado: sin duda
en aquel apuro hubieron de habilitarse para nodrizas hasta el jefe de
la guardia y el capellan del Castillo, y el Conde y la servidumbre
caerían de rodillas pidiendo á Dios que cortase aquel escape de hijos
que atribuirian á la gran imaginacion de la Con-desa.
Y no hemos de culpar exclusivamente á los antiguos por una preocupacion, si lo es en realidad, de que participan aún sabios modernos: todavía se respetan con escrúpulo los antojos de las damas: conozco á un marido que hubo de comprar una berlina á su señora, temiendo que ésta diera á luz un niño que, en vez de piernas y brazos, tuviese cuatro ruedas; y sé de otro que negó ciertas alhajas á su esposa, por ver si salia su hijo al mundo con un aderezo de brillantes. No es extraño que las gentes atribuyesen la deformidad de Miguel-Angel á un capricho de su madre y se preguntasen unas á otras en qué pensaria la buena mujer cuando produjo tal engendro.
Y eran injustas con el monstruo; pues si bien sus dos cabezas le daban cierta apariencia repulsiva, como á todo lo que se desvia de lo natural, y á alguna distancia hacían el efecto de una sola dividida en dos por un hachazo, y cuyas mitades se unían y separaban por movimientos propios, el cuerpo, considerado en su conjunto „era el de un atleta: sus hombros estaban en proporcion con su saliente pecho, y su ancha cintura era, en relacion con los hombros, muy estrecha: sus robustas piernas terminaban en gruesos piés, que separaba aún al andar, como los marinos, sin duda para mantener mejor el equilibrio de su cuerpo, modificado á cada instante por la movilidad de las cabezas, por un acto maquinal de contrapeso. Vestia un traje de punto semejante al que usan los volatineros, para que el público pudiese juzgar de su formidable musculatura, la cual era irreprochable. En cada una de sus cabezas llevaba un gorro de igual forma, pero de diverso color, lo cual indicaba que el sombrerero de Miguel-Angel tenia en él dos parroquianos.
Cuando cruzado de brazos contemplaba á la concurrencia, parecia la estatua de un dios egipcio ejecutada por un artista griego, ó una modificacion de Jano en traje de toda confianza. En su forma y tamaño ambas cabezas eran tan parecidas y simétricas como los dos brazos de un cuerpo; pero el color de sus ojos y cabellos, la expresion de sus miradas y el gesto peculiar á cada una, las hacian muy diferentes. La fisonomía de la que ocupaba la derecha era varonil, tenia ojos insolentes, bigote negro y retorcido; de su boca salian acentos vigorosos, frases vivas y lacónicas. La cara de la izquierda era más correcta y aniñada, sin bozo apénas sobre los labios, de azules ojos y cabello rubio, voz dulce y simpática; la primera indicaba valor y altanería; la segunda, meditacion y reposo; conjunto moral absurdo, unido solamente por lazos materiales.
Sordos murmullos revelaban la impacienciade de la parte de público que, por la plenitud de la sala, tardaba en ver á Miguel-Angel; un clamoreo extraordinario se elevaba cada vez que nuevas oleadas de gente venían á renovar la concurrencia. La cara derecha del monstruo unas veces sonreia y á veces daba evidentes muestras de disgusto; la otra permanecia distraida y marchaba como quien se deja llevar en brazos.
—¿Sabes, Angel, dijo al fin la primera, volviéndose hácia la cabeza izquierda, que algunos de los que nos miran liarían bieu en exhibirse? Quisiera que me explicase el Doctor Trigémino dónde acaban los monstruos y empiezan las personas regulares.
Una carcajada unánime celebró la irrespetuosa ocurrencia del monstruo, y los espectadores se examinaron unos á otros con curiosidad, sin darse por aludidos ni áun los ménos agraciados.
—Te aseguro, Miguel, que estaba preocupado en cosas muy distintas.
Una algazara descomunal acogió la contestacion de la segunda cabeza, no por lo que habia dicho, sino por el distinto timbre de la voz y la novedad de aquella conversacion sostenida por un solo individuo. Roto el silencio, se oyeron entre el público frases sueltas, diálogos, exclamaciones y chanzonetas más ó ménos ingeniosas.
—¿Lo ves? Tienen dos nombres: uno se llama Miguel y el otro Angel, decia una señora á su marido.
—Esa no es razon: yo me llamo Juan Antonio y soy un hombre sólo.
—Pero si tuvieras dos cabezas
—Me ahorraria secretario, cantaria duos, comeria á cuatro carrillos, y no nos haria falta tu primo para nuestra partida de tresillo.
En otro grupo exclamaba un diputado:
—Este elector, ¿tendrá dos votos?
—Si es ministerial, no hay duda, contestó un alcalde: siendo de oposicion, el caso es discutible.
—¡Eh, Sr. Miguel! ¿Quiere V. un polvo? decia un individuo presentando su tabaquera al monstruo.
—¡Papá! se expone V. á que le insulten, decia una señorita al de la tabaquera.
—Hija, déjame averiguar lo que hace la cabeza de la izquierda cuando estornuda la contraria.
—Eso no tiene qué averiguar: cuando una estornude, la otra dirá ¡Jesús!
Gracias á la amabilidad de Miguel, y acaso á los lindos ojos de la niña, se pudo hacer la prueba: Miguel estornudó dos ó tres veces, miéntras su compañero sufria una especie de hipo y le suplicaba que no tomase más tabaco.
Uno de los espectadores, animado por el ejemplo, presentó tambien su petaca que sólo contenia dos cigarros. Las dos cabezas saludaron, y cada una de las manos tomó un puro. El fumador, contrariado, dijo entre dientes, al ver que con un mismo fósforo encendian sus dos cigarros á la vez:
—Si todos los fumadores tuviéramos dos bocas, la renta duplicaria. Contando, añadió, con que los administradores tuvieran una sola.
—Me ha mirado el de la derecha, decia una muchacha á otra.
—Y á mí el de la izquierda, respondia su compañera.
—Pero dicen que sólo tiene un corazon.
—Y con un hombre así no puede haber secretos.
Las dos muchachas se alejaron riendo, y en tanto un niño de cinco á seis años preguntaba señalando á Miguel-Angel:
—Mamá, ¿cuál de las dos cabezas es la suya?
Una campanada anunció que las horas de exhibicion habian terminado. El público desalojó el local con pena, y sólo quedó el autor dramático, el cual, acercándose á Miguel-Angel, le rogó que le escuchase.
—Mañana tendré un lleno completo, decia poco despues el poeta bajando precipitadamente la escalera. Salió á la calle, y derribando transeúntes, llegó á la contaduría del teatro.
—Es preciso, dijo allí, poner esta nota con letra grande en los carteles:
EL HOMBRE DE DOS CABEZAS HONRARÁ CON SU PRESENCIA LA FUNCION.
II
Veintiseis años ántes de ocurrir la escena referida, la partera de un pueblo no lejano de la córte, vista la ineficacia de su ciencia para auxiliar en un trance difícil á una de sus favorecedoras, hizo llamar al cirujano, con harto sentimiento por proporcionar un triunfo a su rival. El profesor entró radiante en la alcoba de la enferma, sin dignarse mirar á la humillada comadre, de la cual hablaba siempre en rencoroso diminutivo, llamándola entre sus convecinos comadreja.
Una hora más tarde, agotados inútilmente los recursos de la obstetricia, el cirujano pidió el auxilio del médico con toda urgencia. La partera misma, gozosa con el fracaso de su rival, corrió en busca del facultativo, partidario del sistema expectante, por pereza natural ó por mala voluntad al boticario; el médico almorzó tranquilamente confiando en la naturaleza, leyó un artículo de La Postdata, y se encaminó muy despacio hácia la casa de la vecina, adonde llegó cinco minutos despues de su fallecimiento, quedando irresponsable de la catástrofe, que se atribuyeron mutuamente el cirujano y la comadre.
Hecha la operacion cesárea, los parientes y vecinos de la difunta se hicieron cruces al ver envuelta en un lienzo, y llorando en dos tonos, una criatura de dos cabezas, cuyo robusto cuerpo y extraordinario desarrollo rehabilitó á los desgraciados profesores. Inútilmente se buscó nodriza para el monstruo, pues ninguna se determinaba á ser absorbida por aquellas dos bocas, ni á criar una sola de las cabezas. En tal apuro, el médico consultaba con mucha calma sus autores favoritos, miéntras el cirujano, asegurando que no podia vivir aquel sér imperfecto, proponia sumergirle en espíritu de vino y enviarle al Museo de Madrid.
Los gritos de la criatura fueron tales, que determinaron al médico á tomar una resolucion. Habia leido en una obra de Frank, entónces muy en boga, que cuando es preciso criar á los niños con leche de animales, debe elegirse la de aquellos cuyas inclinaciones corrijan el temperamento y las condiciones de las criaturas, por lo que Ballexarde recomienda la leche de cabras á los pueblos del Norte, y á los italianos la de vacas. En vista de esto y la impaciencia con que pedia el monstruo su alimento, determinó el médico criarle con leche de burra, animal sosegado y cachazudo. Le hizo, sin embargo, desistir de su propósito una nota que encontró en el mismo volumen, en la cual se asegura que esta clase de lactancia influye en las costumbres futuras de los niños, citándose el caso de un señor muy juicioso criado por una cabra, el cual saltaba y brincaba cada vez que se hallaba solo. El facultativo mandó retirar la pollina que habia hecho traer para nodriza, temiendo que el niño cocease en la escuela á sus maestros, mereciese por su desaplicacion las tradicionales orejas de asno ó diese en comer los asientos de las sillas; y encargó á la comadre que alimentase al monstruo como pudiera, lo que equivalia á fiar su nutricion á la naturaleza.
Contra la prevision del cirujano, el niño prosperó rápidamente, y sólo fué tardío para andar y lento para correr, haciéndose respetar entre sus camaradas, gracias á sus poderosos puños, que de un golpe derribaban á un muchacho. La gente del pueblo, á quien su venida al mundo habia escandalizado, se acostumbró por fin á verle; el maestro de escuela le facilitó la primera educacion mediante dobles honorarios; el barbero sonreia cada vez que le encargaban cortarle el pelo, y sólo se consideraba perjudicado el zapatero, que hubiera preferido para su parroquiano cuatro piés á aquellas dos cabezas.
Miguel-Angel, horror del vecindario en un principio, ué luégo para el pueblo título de orgullo, pues no habiendo allí ningun edificio histórico, ni una iglesia notable, ni un monton de piedras grandes que atribuir á los celtas, para enseñar á los forasteros, Miguel-Angel era presentado como la curiosidad del pueblo, y por cierto que no hubieran producido mayor impresion en los recien llegados ni la gruta de Fingal ni las pirámides de Egipto. Esto daba á Miguel-Angel una importancia y superioridad que envidiaban los demas muchachos, muchos de los cuales hubieran dado cualquier cosa por ser monstruos.
Pronto hicieron los vecinos del pueblo distincion de los dos individuos que componían el monstruo, descomponiendo su nombre y llamando Miguel á la cabeza de la derecha, y Angel al muchacho representado por la izquierda, determinando con el nombre de Miguel-Angel al grupo formado por los dos. Contribuia á la distincion la semejanza de uno con la fisonomía de su padre y la del otro con el escribano del Juzgado, así como la diferencia de caractères. Miéntras Miguel, ó sea el que ocupaba la derecha, tenia gran iniciativa física y era el principal dueño del cuerpo, á quien su voluntad daba movimiento, Angel, perezoso é indolente, seguia mecánicamente sus impulsos. Con este sistema, fortalecido por la costumbre, la armonía era perfecta; alguna vez, muy de tarde en tarde, un suceso alteraba las buenas relaciones del grupo, y entónces solia empeñarse una lucha rápida, cruel y extraordinaria; ambas bocas se dirigian improperios; las manos golpeaban alternativamente los dos rostros, pero especialmente el de Angel; el cuerpo se tambaleaba y caia por el suelo, rompiendo en una convulsion, como si dos juegos de nervios ó dos fuerzas contrarias luchasen entre si en todos los músculos del cuerpo; el causando, agotadas las fuerzas, producia el sueño; tras el sueño venia la concordia.
Angel, aunque carecia de actividad, tenía, por decirlo así, la direccion moral del cuerpo, como más meditador y aplicado; reinaba, y Miguel era el poder ejecutivo; éste, á vivir aislado, no hubiera hecho gran progreso en sus estudios; pero tenia que aprenderse las lecciones para no ser gravoso al pobre Angel, porque el maestro no podia hacer distincion de individuos al aplicar ciertos castigos; más de una vez sucedió que sabiéndose Angel la leccion, tuvo que sufrir los azotes dirigidos á su hermano; es verdad que el maestro, para conciliario todo, recurrió al medio ingenioso de colocar una corona de laurel en la cabeza de Angel miéntras duraba la azotaina, pero los quejidos de éste demostraban que la honra de ser coronado no compensaba el dolor de los azotes.
A los quince años Miguel-Angel era el asombro de toda la comarca: disparaba á un tiempo dos pistolas introduciendo las dos balas en un mismo agujero; en las funciones de iglesia servia de tenor y de soprano; escribia á la vez dos cartas diferentes, y podia simultáneamente rezar un credo y resolver una charada. Su dualismo, reconocido por el público, le permitia sin sorpresa de nadie llevar un baston en cada mano, tomar dos velas en los entierros, hablar en voz alta consigo mismo, y hacer un favor y un disfavor á una persona, sonriendo con una cara y haciendo con la otra su mueca más burlona. Podia estar á un tiempo triste y alegre, hablador y callado, impertinente y comedido, y sucedió muchas veces que miéntras Miguel paseaba, Angel iba roncando por la calle.
Todas estas ventajas habian dado á Miguel-Angel gran idea de sí mismo, pero una conversacion que tuvo con su padre desvaneció sus ilusiones.
Roque Bieldo, traficante en granos, era el padre de la criatura: ántes de la muerte de su mujer pasaba en el pueblo la mayor parte del año. Al regresar de una de sus excursiones le anunciaron que habia quedado viudo, noticia que oyó con la mayor resignacion; pero cuando se acercó á la cuna de su hijo, de quien nadie se habia atrevido á hablarle, y vió dos cabecitas descansando sola almohada, lleno de júbilo alzó las sábanas para estrechar uno por uno á entrambos angelitos.
—¿Por qué han fajado juntos á estos niños? dijo lleno de sorpresa al encontrarse con un solo envoltorio.
—Porque no tienen nada más que un cuerpo, responpondió tímidamente la comadre.
—¿Qué dice usted?
—Que aunque parecen dos niños, son uno solo.
—Señora: estoy viendo dos cabezas...
Y Bieldo desenvolvió temblando los pañales: cuando se convenció de la triste realidad, dijo á la comadre consternado.
—Tape V., tape V. ese fenómeno y encárguese de él, para lo cual le remitiré lo necesario.
Desde aquel dia Roque vivió fuera del pueblo, al cual sólo visitaba dos ó tres veces al año, á horas en que estuviesen dormidos los vecinos; las gentes aseguraban que se escondia avergonzado de su obra. Durante algun tiempo abrigó la esperanza de que la naturaleza resolviese una de las cabezas, como se resuelve un lobanillo; pero al ver que esto no sucedia, y que el niño iba á ser hombre, se decidió á hablarle por primera vez y darle un buen consejo.
—Hijo mio, le dijo sin preámbulos; en este pueblo no tienes porvenir, y si vas á la córte tal como estás, corres el riesgo de ser apedreado. Para aspirar á una carrera, necesitas resignarte á una operacion indispensable. Elige la cabeza que conozcas que te sobra, y haré venir al operador más hábil para que la extirpe; y no tengas recelo, que hoy se abre el cuerpo humano sin dolor miéntras está dormido, se trasiega la sangre de un cuerpo á otro, y se sacan y vuelven á meter las entrañas como quien pone y quita lana en una funda.
Miéntras Roque hablaba así, temblaba todo el cuerpo de Miguel-Angel, y cada una de las cabezas temia ser segada de su hombro.
—Padre mío, dijo Angel tímidamente. Usted no repara que somos dos sus hijos, y que esa operacion produciria la muerte de uno de nosotros.
Miguel no quiso callarse, temiendo que el silencio le costase la cabeza.
—¿No seria más fácil, añadió, ó por lo ménos útil, que en vez de quitarnos la cabeza sobrante, nos añadieran el cuerpo que nos falta?
—Eso es imposible, respondió Roque suspirando: el arte de cortar ha adelantado mucho, pero en lo que toca á añadir, no hay quien sepa hacer crecer un solo dedo. No quiero molestaros, pues veo que discurrís bien y sois dos en efecto: os enviaré libros y periódicos para que sepáis lo que es el mundo.
Esta conversacion dió á Miguel-Angel la idea de su deformidad. Se retrajo del trato de las gentes, dedicándose á la lectura. El retraimiento, disminuyendo la familiaridad de los vecinos, aumentó su importancia de tal modo, que sabiendo aquellos su gran aplicacion, tuvieron la idea de nombrarle diputado á Córtes, calculando lo que podria brillar en el Congreso un diputado con dos lenguas.
Por desgracia, ambas cabezas no estaban conformes en política; Miguel era corresponsal de La Discusion, periódico republicano, y Angel se carteaba con D. Vicente La-Hoz, director de La Esperanza: para mayor desgracia áun, ya se habia Miguel-Angel declarado monstruo oficialmente cuando la alianza de republicanos y carlistas pudo haber asegurado su eleccion en el distrito. La causa de exhibirse fué debida al entusiasmo de un médico famoso y á la necesidad de recorrer el mundo sin causar escándalo y sin que se juzgase atrevimiento su entrada en la sociedad. Elegido diputado, acaso la indignacion pública le arrojaria de las Córtes, aunque las leyes no prohiben que el país esté representado por un monstruo. Introduciéndose en el mundo de una manera modesta, podia aspirar á todo, quizás al matrimonio, acaso á la presidencia del Congreso.
Roque Bieldo, buscando siempre remedios para la deformidad de su hijo, habia consultado al Dr. Trigémino, sabio especialista, cuyo gabinete de Teratología era el más rico en deformidades y anomalías que se conocia en toda Europa. Apénas supo el Doctor la existencia de aquel monstruo soberbio, tomó el camino del pueblo, y no pudo ménos de arrojarse en brazos de Miguel-Angel, besando con efusion ambas cabezas.
Cuatro dias duraron sus experimentos en aquel cuerpo, interrumpidos á cada instante con frases de admiracion.—¿Y á esto llaman un monstruo?—repetia auscultando su pecho ó comparando las proporciones de sus piernas y brazos.—¡Tiene la sensibilidad de una dama!—exclamaba al oir los gritos de dolor de Miguel-Angel cuando le picaba la piel con una aguja; y sonreia ante un descubrimiento ó apretaba convulsivamente el bisturí cada vez que se le ofrecia alguna duda, como queriendo aclararla acto continuo en el cadáver. Miguel-Angel temió más de una vez ser hecho pedazos para que quedasen en descubierto la tráquea ó los pulmones: por fin, el cruel Trigémino le dejó, aunque prometiendo continuar sus estudios y escribir un volúmen en su elogio.
—¿Y cuánto tiempo piensa V. dedicar á nuestro cráneo? le preguntó Miguel cuando se despedia.
—Mi vida no será bastante para concluirlo, contestó el sabio alejándose: pensaré, soñaré con V. y le estudiaré constantemente.
III
El gabinete teratológico del Dr. Trigémino era un extravagante y rico museo en que sólo se admitia lo irregular y lo deforme. Columnas vertebrales en forma de S; cráneos humanos de hechura de calabazas; fetos sin cabeza; cabezas nacidas sin cuerpo; tibias arqueadas; cráneos de animales que parecian arrancados del esqueleto de un filósofo, y ejemplares de todas las deformidades y anomalías á que la ciencia concede un nombre griego: por una extraña coincidencia, debida al uso, en aquel gabinete hasta las sillas eran cojas. Habia en las paredes huesos absurdos colocados á manera de panoplias, aves zancudas que tropezaban con el techo, y culebras extrañas enroscadas como los serpentones de las murgas. Frascos rotulados contenian, en alcohol, embriones de seres imperfectos, que parecian habitantes de otros mundos, llegados al nuestro por haberse equivocado de planeta, ó caprichos de Goya copiados al natural en carne y hueso. Era la exageracion de lo real coincidiendo con la exageracion de lo fantástico.
—Es indudable, decia el Dr. Trigémino, examinando las fotografías. Miguel-Angel es el tipo de una nueva especie. Los seres imperfectos que hay en mi coleccion no son productos inútiles de la naturaleza, sino ensayos que hace y tacha, intentando nuevas creaciones. Tienen razon los geólogos: hay en la formacion de las especies «un desarrollo gradual, una progresion de lo simple á lo compuesto, una serie ascendente de sistemas vivientes cada vez más complicados ó perfectos» Hubo un tiempo en que el rey de la creacion era el molusco; despues reinaron alternativamente todos los animales, y el hombre llegó al fin, despues del reinado frívolo del mono. Miguel-Angel es un nuevo peldaño en la escala geológica, el primer representante de la nueva dinastía; si no se ha adelantado á la época en que ésta debia aparecer sobre la tierra, es el Adan de su linaje; en cuyo caso, es de toda precision dar una Eva al patriarca de los hombres dobles: dichosa la madre de esas nobles criaturas que han de dominar nuestro planeta.
Y el docto naturalista cayó en una meditacion geológico-fantástica, en que vió la tierra poblada de hombres dobles, triples y áun múltiples, que lucian sobre sus hombros tupidos ramilletes de cabezas.
Cuando Trigémino volvió en sí, su hija Perfecta examinaba con atencion las dos fotografías, que eran los retratos separados de Miguel y de Angel. Los sabios amoldan con facilidad todo lo real á sus sistemas puramente imaginarios. Convencido de que Miguel-Angel era una criatura superior, habia concebido por cariño paternal el ambicioso proyecto de convertirle en yerno suyo. No pudiendo tener la honra que envidiaba á Roque Bieldo, de ser el padre de los hombres policéfalos, queria ser por lo ménos el abuelo. Pero no atreviéndose á aventurar de un golpe la realizacion de sus planes, mostrando de repente á Miguel-Angel, ideó una manera prudente ele presentársele á su hija por entregas, como hacen los editores de novelas monstruosas. De aquel modo, en vez de contemplar un grupo extraño, recibiria la impresion que lógicamente debían producir dos retratos tan interesantes en la imaginacion de una niña obligada á vivir entre monstruos.
—Le gusten los dos, decia para sí Trigémino, observando á su hija, y vacila en la eleccion. ¡Qué sorpresa la suya, si supiera que una niña regular puede ya tener dos novios sin escándalo!
—Guarda en tu álbum esas tarjetas; añadió en voz alta; ahí estarán mejor que en mis colecciones.
—¿Quién lo duda? respondió vivamente Perfecta; seria una ofensa colocarlos entre esas fealdades.
—Hija, nada es feo en absoluto. Los egipcios representaban á sus dioses en formas que hoy parecerian grotescas: solian poner á Osiris cabeza de Lobo: en el abdomen de Hericton nacia una serpiente: la Esfinge era un leon con cabeza de mujer. Yo veo en esa tendencia de los pueblos antiguos, de los cuentos y de los sueños á modificar la forma humana un presentimiento de que se ha de reformar, y han de nacer hombres y mujeres más perfectos; acaso con dos ó más cabezas
—¡Já, já!
—¿Te ries de mi idea?
—No, me rio del mucho tiempo que emplearian las mujeres en peinarse.
—Loca, loca; tienes poco juicio y esto me preocupa por la suerte futura de mi Museo; voy siendo viejo y no piensas en tomar estado
—¿Quiere V. que elija entre los sabios amigos de usted que sólo tienen algunos dias de vida?
—Nada de eso; quiero un hombre que tenga doble vida si es posible.
—Sólo vienen, ademas, á esta casa los clientes de usted, que cada uno tiene en su cuerpo una rareza. Ya es un hombre con diez dedos en cada mano
—Un polidáctylo, en efecto.
—Otro con el labio partido
—Que llamamos labio de liebre.
—Y otro con un bulto enorme en la cabeza
—Hernia cerebral ó encefalocelia.
—Y luégo únicamente visitamos el Museo de Historia Natural, el Botánico y los leones del Retiro; sólo estamos cumplidos con las fieras.
—Pues bien; hoy estoy contento, y mi cariño hácia tí se ha duplicado; irémos al teatro; ¿no hay anunciada alguna funcion monstruo?
Trigémino tomó el sombrero y salió á la calle muy alegre, y miéntras su hija repasaba las fotografías de aquellos jóvenes tan diferentes y tau bellos, el Doctor, continuando sus fantasías, llegaba de una en otra á un mundo ideal en que los maridos tenian alas y las mujeres raíces que las clavaban en el suelo de sus casas.
IV
El tetitro estaba lleno de gente, pero sólo atendian á la funcion el doctor Trigémino y su hija, que, por no perder el dinero gastado en el teatro, hacian esfuerzos le voluntad para que les gustase la comedia. Encima de su palco habia uno vacío, al cual se dirigian todas las miradas, y en el de enfrente, un caballero muy cumplido y servicial, contribuia cortesmente al aburrimiento de una dama.
—Tengo ganas de conocer al hombre doble; dijo ésta.
—¡Ay, Blanca! contestó aquél; al oir á V., lamento ser un hombre tan sencillo. Quisiera ser Eng ó Chang, es decir, uno de los hermanos siameses.
—¿Es verdad, Carrillo, que se casaron en Nueva-York con dos hermanas?
—No lo sé de cierto; pero ese matrimonio debió empezar por una separacion para no herir las conveniencias. No siempre han de ser criticables los matrimonios desunidos.
Un gran murmullo interrumpió en aquel instante la representacion; muchas personas se levantaron de su asiento, y sonó un aplauso estrepitoso al ver á Miguel-Angel de pié en su palco y saludando simétricamente al público con sus dos hermosísimas cabezas.
—¡Que salga! ¡Que salga! gritaban los espectadores que desde su localidad no podian ver al monstruo.
El autor de la comedia creyó que el numeroso público reunido aquella noche hacía ya justicia á su talento, y se presentó en el escenario haciendo cortesías.
—¡No es á V.! gritó una voz en las galerías.
—¡Fuera! ¡Fuera! repitió el pueblo con saña.
Aterrado y descompuesto retrocedió el poeta sin acertar con la salida.
—¡Que se mete V. por un espejo!
El autor encontró al fin una ventana, y se arrojó.
—¡Que salga Miguel-Angel! vociferó la multitud.
—¡Sí, que le veamos todos!
La confusion era espantosa.
—¡Es hermosísimo! decia Blanca entusiasmada. ¿Y cree V. que ese hombre ame á una mujer sola?
—No me parece lo probable, contestaba Carrillo: lo ménos que se le puede conceder es un amor distinto por cabeza.
Trigémino y Perfecta, que no sabian la causa de aquel horrible estruendo, hallaron la explicacion viendo á Miguel-Angel salir al escenario entre bravos y palmadas. El Doctor le saludó con entusiasmo, y la niña, al reconocer en aquel monstruo los dos rostros que habia admirado separadamente, quedó aturdida, como la mujer que tiene dos amantes y por primera vez los ve del brazo. Los examinó con espanto mezclado de alegría. Despues... se acostumbró.
El estruendo proseguia, y la curiosidad era tanta, que una parte del público saltó á las tablas, y el escenario se cubrió de gente en un instante. El vocerío era insufrible, y grandes las protestas de los que no podian ver á Miguel-Angel, que se encontraba oprimido y sofocado. Por fin hizo un esfuerzo, la muchedumbre retrocedió, y dejó desierto el escenario. En medio de él se erguia Miguel-Angel, sosteniendo en sus brazos á uno de los curiosos, á quien depositó suavemente en uno de los palcos inmediatos. Aquel alarde de fuerza fué acogido con exclamaciones entusiastas. Aplaudia hasta Perfecta.
—¡Que hable, que hable Miguel-Angel! gritaba sin cesar la concurrencia.
—Habla tú primero, dijo Miguel á su hermano en voz muy baja.
—Como quieras, respondió Angel; el público parece preparado en nuestro favor, y aplaudirá cuantos disparates le digamos.
Y adelantándose hácia la orquesta, reclamó la atencion del auditorio. Este enmudeció esperando un dúo de discursos. Miguel-Angel se habia captado el respeto del público; sólo faltaba obtener su simpatía. Angel dijo con su acento más suave:
—¡Oh, señores! ¿Cómo agradecer tal acogida? Creiamos ser recibidos con desden, y nos prodigais vuestros aplausos: temimos el aislamiento de quien se exhibe como una curiosidad, y nos convidais á vivir socialmente con vosotros. Nuestra doble naturaleza nos impone dobles sacrificios y deberes. Cedemos, pues, á los pobres las cantidades recaudadas al exhibirnos, lo que hicimos solamente para ejercer la caridad.
El público, que le habia escuchado con asombro é interes, aplaudió con frenesí.
—Acepten nuestro concurso las asociaciones caritativas. Renunciamos por un mes á la libertad, declarándonos esclavos de los pobres y propiedad de la Beneficencia.
Y los aplausos redoblaron: Miguel, electrizado tambien con la ovacion, reclamó su atencion con la mano derecha, y dijo con acento vigoroso:
—Mi hermano olvida que tambien nos debemos á la ciencia: vengan los sabios y estudien nuestra singular conformacion, para que contribuyamos al progreso. Soportarémos pruebas y dolores: renunciamos, ademas, para el dia de nuestra muerte al descanso del sepulcro, y cedemos nuestro esqueleto al Museo de Ciencias naturales.
La ovacion se multiplicó si era posible. Trigémino lloraba.
—Hoy que nacemos á la vida del ciudadano, nuestro júbilo es inmenso, añadió Angel: ¿cómo no, si tenemos dos cerebros que conciben doblemente la idea de la patria?
—Si España nos necesita, interrumpió Miguel, tendrá en nosotros dos voces para victorearla á un mismo tiempo; dos soldados en un solo uniforme, y saldrémos al campo con un fusil en cada mano.
La emocion del auditorio era inmensa, y Angel añadió:
—Solo sentimos no tener dos vidas para sacrificarlas.....
Miguel-Angel no pudo concluir. Mil voces ahogaron la suya, y el público se precipitó á la escena para abrazarle.
—¡Llevémosle en triunfo! ¡Viva Miguel-Angel! ¡Traigan antorchas! gritaba el pueblo enronquecido.
—¡Carrillo! ¡Carrillo! decia Blanca, quiero que mañana mismo presente V. en mi casa á Miguel-Angel, ántes de que se le dispute todo el mundo.
—Está bien; haga V. que añadan dos cubiertos.
—Ese hombre me hace falta, decia Trigémino á su hija.
—Sí, papá, respondia ésta con un entusiasmo científico que hasta entónces no habia demostrado: es preciso aumentar la coleccion.
La muchedumbre entre tanto acompañaba triunfalmente á su casa á Miguel-Angel, penetrando hasta su habitacion: el calor de la sala, la debilidad y la fatiga, produjeron el desmayo de Angel, cuya cabeza cayó pesadamente hácia delante, obligando á Miguel á volver la suya atras.
—¡Agua y aire! gritó éste con angustia: si no quedamos solos y no me dejan respirar á mis anchas, vamos á caer los dos al suelo.
Ante aquella intimacion las gentes se retiraron, si bien quedaron muchas observando por las rendijas de la puerta. Miguel abrió la vidriera ó hizo respirar á su hermano el aire frio de la noche.
—Ya me siento bien, dijo Angel respirando con deleite.
—Yo no, respondió Miguel estornudando.
—Pues retirémonos del balcon, porque no tengo gana de sudar tu resfriado.
—Todo puede conciliarse.
Los últimos curiosos contemplaban poco despues en el balcon á Miguel-Angel, con la cabeza izquierda descubierta y la otra envuelta en un tapabocas y cubierta con un gorro.
V
Al dia siguiente los periódicos hablaban con entusiasmo de Miguel-Angel: los de oposicion censuraban al Gobierno por no haberle colocado, aprovechando su aptitud para desempeñar dos destinos con un sueldo: los ministeriales celebraban la aparicion de aquel español notable, que hubiera permanecido en su aldea á no atraerle hácia la córte el bienestar que daba al país un Gobierno popular y tolerante. Desde muy temprano se llenó su casa de gente: Carrillo le comprometió á comer en casa de Blanca: se presentaron en seguida várias huérfanas y viudas, algunos artistas desgraciados, muchos padres de familia y un número considerable de cesantes recordando á Miguel-Angel sus ofrecimientos filantrópicos: al hacer la vigésima limosna, ambos hermanos suspiraron.
—Desengáñate, Angel, dijo Miguel: no se puede abusar ni áun de las virtudes.
—Ahora es cuando empiezan á ser caridad nuestras limosnas, pues nos cuesta trabajo hacerlas, respondió Angel.
—Me he convencido de que no tiene remedio el pauperismo, repuso Miguel: cada socorro, en vez de disminuir los pobres, creo que los multiplica.
—Se exponen VV. á llevar muchos petardos, decia la presidenta de una sociedad benéfica: no hay más pobres que los nuestros: hombre habrá que les haya pedido cuatro ó cinco veces en trajes diferentes: conozco á un capitalista que por no tocar á sus millones sale de noche á pedir por esas calles.
Un taquígrafo se habia instalado en la casa para recoger todas las palabras de Miguel-Angel: dos ó tres veces tuvo éste que sufrir reconocimientos facultativos: un pollo elegante se empeñó en que montára sus caballos, y un domador de fieras quiso contratarle por un año. Se le presentaron cinco ó seis nuevos parientes: un diputado influyente le ofreció dos condecoraciones ó dos títulos, lo cual rehusaron, porque á Miguel se lo impedian sus ideas, y no era cosa de que una cabeza sola tuviera tratamiento.
El convite de Blanca tuvo desagradables consecuencias. ¿Habia concebido esta espiritual y hermosa dama, cansada de conseguir sus triunfos uno á uno, el atrevido proyecto de trastornar dos cabezas á la vez? Colocado Miguel-Angel á su derecha, Angel se hallaba á su lado, limitándose en su circunspeccion á disculparse de comer con la mano izquierda, porque su hermano monopolizaba la contraria: Miguel le envidiaba su position al lado de Blanca, y Angel le recordaba que habia sido postergado al darla el brazo, porque entónces el brazo y la cabeza derechos resultaban los más favorecidos. Fuese que Angel estuviera algo triste y Blanca tratase de animarle, ó por hacer alguna prueba, ello es que la señora le hacía servir con alguna preferencia vinos variados y exquisitos: Angel aceptaba el obsequio sin mejorar de humor, miéntras Miguel, limitándose á beber agua, sentia que su imaginacion se regocijaba irresistiblemente. Angel bebia el vino y Miguel se emborrachaba.
¿Tuvo motivos suficientes para estar celoso de Miguel un caballero que se creia con cualidades y derechos para no ser desairado por un monstruo? ¿Quiso Blanca infundirlos? Ello fué que D. Pedro Ferrugina interrumpió un animado diálogo de Blanca y Miguel, proponiendo á éste una partida de ecarté. Al rencor de los celos se unió muy pronto el disgusto de que Miguel-Angel ganaba siempre la partida. Don Pedro, irritado, entregaba su dinero, diciendo con forzada sonrisa:
—Está visto: no se les puede ver á VV. de balde. Angel palidecía; pero Miguel, completamente alegre, contestaba con bromas que irritaban más á su adversario.
—Tiene V. una suerte monstruosa, exclamaba éste.
Miguel reia á carcajadas, y el Sr de Ferrugina continuaba lanzando frases de mal gusto, entre las cuales hizo un equivoco alusivo á la doble vista de Miguel-Angel.
De pronto hubo un tumulto en el salon, y el señor de Carrillo llegó precipitadamente á la habitacion en que estaba Blanca.
—¿Qué ocurre? dijo ésta sobresaltada.
—Un conflicto horrible y una falta imperdonable: Ferrugina se ha vuelto loco: por un cambio de epigramas con Miguel, ha dado un bofeton a su adversario.
—Pero... ¿quién recibió el golpe, Miguel ó Angel? dijo Blanca con viveza.
—Angel. ¿Quién habia de recibir el bofeton sino la cabeza de la izquierda?
—Vaya V. allí, por Dios, amigo Carrillo, dijo Blanca más tranquila.
—Señora, iré: aunque nunca debe acercarse un Carrillo á donde reparten bofetones.
VI
Los padrinos concertaron el desafío en un instante: la única duda que tuvieron para que el honor quedase satisfecho, era si Miguel-Angel debia batirse una ó dos veces. Angel se habia opuesto al duelo por escrúpulo de conciencia, y sólo se resignó á salir al campo cuando Miguel le declaró que, de no hacerlo, se levantaria la tapa de los sesos.
—Tú tienes la culpa, decia Angel: si cuando sufrí el golpe no hubieras contenido mi accion, hubiera vengado la ofensa con el puño.
—La verdad es, contestaba Miguel, que vi á D. Pedro levantar la mano y oí sonar un bofeton; pero tan distante, que me pareció que lo habia recibido otra persona.
Miguel prefirió batirse á pistola, porque tirando al sable defendia muy mal la cabeza de su hermano, y Angel exigió que constase en un acta su oposicion al desafío. Los padrinos de Miguel, cuando estuvieron en el campo, preguntaron á Angel si queria que se cubriese su cabeza con un casco: los de D. Pedro advirtieron que, no batiéndose Angel, si la cabeza de éste resultase herida, no valdria el tiro, considerándose como si hiriesen á un curioso.
Cuando llegó el momento de tirar, el pulso de Miguel estaba tan alterado, que los padrinos se retiraron mucho, temiendo por sus vidas: se notaba que hacia temblar la mano de Miguel-Angel el miedo de dos hombres. Se oyeron, por fin, dos detonaciones al mismo tiempo que un grito desgarrador dado por el Dr. Trigémino, el cual, seguido de guardias, llegaba jadeante, diciendo á grandes voces:
—¡Alto á la justicia! ¡Todo el mundo quieto!
La delacion del buen Doctor sólo sirvió para que prendiesen infraganti á su protegido, cuya bala, rebotando en una piedra muy distante de su adversario, le acababa de matar por carambola.
En el corto espacio de un mes se habian vuelto locos dos fiscales al tratar de distinguir la participacion que Miguel y Angel habian tenido en el desafío. La ley no habia previsto el caso de la duplicidad de personas en un mismo cuerpo, y constando en un acta la oposicion de Angel, era posible que éste saliese absuelto y Miguel condenado, sentencias de imposible ejecucion en un mismo individuo. Si Angel era declarado coautor del delito, porque éste no se pudo verificar sin su concurso y con su mano propia se habia disparado la pistola, entónces la cuestion se complicaba. El tercer fiscal, calculando preferible la impunidad á que ingresasen por turno forzoso en Leganes todos sus compañeros, propuso el sobreseimiento, fundado en el silencio de la ley, y que se elevase una consulta al Gobierno acerca del grado de responsabilidad criminal que corresponde á los diversos individuos de un monstruo de dos ó más cabezas. El Gobierno nombró una Comision de notables jurisconsultos para que diera su dictámen: los comisionados pidieron informe á todas las corporaciones científicas de España; éstas hicieron consultas á las principales Academias de Europa; las Academias pidieron su opinion á los médicos y letrados más famosos, y de Academia en Academia y de sabio en sabio, el asunto se fué perdiendo de vista poco á poco.
Díjose que un filósofo aleman, despues de un éxtasis científico, habia resuelto el problema de un jeroglífico que nadie pudo descifrar: á fuerza de no usar para nada el lenguaje vulgar, aquel sabio se habia incomunicado de sus semejantes, y sólo se hacia entender de su cocinera cuando pedia por señas el almuerzo.
VII
El Dr. Trigémino habia hecho grandes esfuerzos diplomáticos para preparar el suceso fausto en que cifraba tantas ilusiones. Su conducta con Miguel-Angel era paternal, y sólo se traslucia el presunto suegro cuando se entregaba á sus experimentos: sabia ya que tenian un solo estómago y un corazon para los dos, pero que sus pulmones eran dobles, ó estaba aislado, por lo ménos, el que correspondia á cada laringe: habia prescrito, en consecuencia, un plan higiénico: Miguel debia comer los dias nones y Angel los dias pares, para que las dos bocas no cargasen el estómago: sólo podria enamorarse Angel, por ser el ménos vehemente, y así se evitaria al corazon el martilleo de dos pasiones simultáneas: en cambio les permitia cantar y hablar á todo pasto. No habia descuidado, para atraer á Miguel-Angel, hacer algunas alusiones al estado de sus negocios, si bien con la torpeza financiera propia de un sabio.
—Otros, solia decir, imponen sus fondos en papel que baja y sube: yo amontono un tesoro de ciencia en mi despacho y enriquezco mi inteligencia cada dia. Ustedes tienen una mina en su cuerpo, yo tengo un capital en huesos.
En cuanto á Perfecta, habia oido á su padre repetir tantas veces que Miguel-Angel era el mejor partido posible para una niña casadera, que al verle, su corazon tocaba á boda, y sus ojos y los de Angel formaban cuartetos misteriosos. La dificultad de la declaracion contrariaba al buen doctor, que estaba ú punto de aconsejar á su hija que se declarase ella misma, cuando Angel deslizó un dia una carta en las manos de Perfecta.
—Respóndele, dijo Trigémino á su hija haciendo extremos de júbilo apénas estuvieron solos, que le adoras y yo le doy mi bendicion.
No se le ocultaban al padre de Perfecta los inconvenientes canónicos que debia ofrecer aquel matrimonio si Angel pidiese la mano de la niña; pero el Doctor pensó hacer un viaje á Roma, arrojarse á los piés del Pontífice, regalándole, para tenerle propicio, una hermosa culebra de tres colas.
El amor de Angel y Perfecta tenia otro obstáculo en la oposicion de Miguel, que desairado por Blanca, no se avenia á ser testigo y confidente de otros amores. Angel, paro tenerle contento, accedió una noche al deseo que tenia Miguel de rondar misteriosamente la calle de la ingrata: el mismo Miguel desistió de la aventura, porque al llegar á la casa llevaba un séquito numeroso: miéntras Miguel-Angel paseaba, las gentes trasladaron tambien á aquella calle su paseo.
—Es preciso que Angel se explique, repetia Trigémino á su hija: debes escribirle que no estamos para perder tiempo.
El Doctor tuvo una idea luminosa para proporcionar una entrevista á los novios: en efecto, pocos dias despues decia en su despacho á Miguel-Angel, delante de Perfecta:
—Hoy vamos á hacer un experimento muy curioso por medio del cloroformo: trato de averiguar, aplicando ese anestésico á la cabeza de Miguel, si su influencia llega hasta el cerebro de su hermano: para que los gases no accionen directamente sobre Angel, he preparado un aparato de carton que mantenga las cabezas separadas.
Miguel no se opuso, porque deseaba experimentar la sensacion del cloroformo, y Angel aceptó con júbilo, comprendiendo que iba á poder hablar á solas con Perfecta. Miguel-Angel se tendió en un divan, abrieron la ventana, y colocado el carton que servia de tabique entre los dos hermanos, la niña se puso al lado de Angel, miéntras el Doctor vertia el cloroformo en un pañuelo, aplicándole al rostro de Miguel para que le aspirase.
—Es V. muy rebelde, decia Trigémino impaciente; han pasado siete minutos y no se duerme usted.
Y se puso á tararear un aire de zarzuela para ayudar al cloroformo.
—Siento pesadez cu el cuerpo, dijo Miguel.
—Yo lo mismo, repuso Angel en el otro lado mientras sus ojos hacian guiños cariñosos á Perfecta.
—Dale conversacion, hija mia, procura distraerle.
Siete minutos despues la cabeza de Miguel caia desplomada en el almohadon, y al poco rato la operacion estaba terminada.
—¿Me quieres? decia Angel en voz baja á Perfecta, que habia aproximado su cabeza. Dame la mano.
Pero Angel no pudo levantar la suya, que estaba como muerta. El Doctor interrumpió el coloquio diciendo con precipitación:
—Amigo mio, el tiempo es breve y no permite rodeos. ¿Quiere V. ser mi yerno?
Angel intentó hablar, pero su boca sólo respondió con un bostezo: el anestésico habia obrado tambien en la cabeza de Angel, y se oia un dúo de ronquidos.
—He debido emplear el éter en vez del cloroformo, decia contrariado el buen Doctor: su accion es tan fuerte ni tan rápida.
Angel, sin embargo, contestó al Doctor por escrito al dia siguiente aceptando con gratitud su oferta, pero rogándole que se lo ocultase á su hermano todavía y le procurase una conversacion reservada con Perfecta, que él mismo presenciaria desde léjos. A la semana siguiente Trigémino aplicaba el éter á Miguel en una especie de bolsa de tela, y con las precauciones usadas en el anterior experimento. La operacion fué larga y penosa, pero Miguel se durmió al fin.
—Pueden VV. hablar, dijo Trigémino, retirándose al otro extremo de la sala.
Angel y Perfecta sólo teñian una frase que decirse.
—¿Me amas?
—Te adoro.
¿Cuántas veces y con cuántas variantes lo repitieron? No puede calcularse. Perfecta dió de repente un grito y desapareció de la sala avergonzada. Tenia motivo para ello. Miguel habia dado unos golpecitos en el carton, diciendo con su voz más burlona:
—Lo estoy oyendo todo.
VIII
La prensa, las tertulias y toda clase de asociaciones se habian ocupado de Miguel-Angel con tal entusiasmo, y éste se habia dejado conducir á todas partes con tanta docilidad, que saciada la curiosidad de las gentes, al entusiasmo sucedió la indiferencia. Los convites disminuyeron y cesaron por completo. Las personas que le llamaban á sus casas ó solicitaron su amistad ántes de vulgarizarse, como Blanca y Carrillo, concluyeron por evitar sus saludos: se hizo de mal tono fijarse en él cuando paseaba por la calle, y ya sólo le miraban los paletos.
En aquel cambio general, Miguel-Angel, dueño de sí mismo, hubiera quedado libre á no hallarse en el caso del Ministro á quien preguntaban sus amigos:
—¿Cómo, siendo V. tan rico, y pudiendo vivir descansado é independiente, se deja esclavizar en el Ministerio por los negocios, los diputados y los pretendientes, que no le permiten un dia de reposo?
—Porque cuando éstos me dejan, decia en voz baja á sus amigos, quedo bajo la tiranía de mi ama de gobierno.
Libre Miguel-Angel de la presion de las gentes, habia caido bajo el yugo de Trigémino, pues la lealtad de aquel único y probado amigo hacía el vínculo indisoluble. Habia pasado nuestro héroe de la tiranía de los más á la tiranía de uno solo, formas de Gobierno que sólo tienen una variante para el individuo ó para los pueblos: la tiranía de los ménos.
El Doctor veia con disgusto la mala opinion que habia formado Miguel de las mujeres, herido por la indiferencia de Blanca, y oponia en cambio los ejemplos de las mujeres de la Biblia; Angel terciaba con suavidad en las polémicas, impidiendo que se agriasen, pero cualquier palabra, cualquier objeto volvia la conversacion hácia la mujer. En el mismo despacho brotó el asunte una vez, porque Trigémino dijo, revolviendo unos huesos:
—Hoy me han prometido una magnífica costilla.
La idea de la costilla trajo la idea de la mujer acto continuo.
—Me concederá V. al ménos, dijo el Doctor un dia para imponer silencio á Miguel, que mi hija Perfecta no se parece á esas mujeres de quienes tiene V. tan mala idea.
—Con mucho gusto lo concedo, respondió Miguel, porque Perfecta es muy niña y no me hace el efecto de mujer.
—No es tan niña... es una muchacha casadera.
Angel se ruborizó y Miguel pronunció un discurso contra la institucion del matrimonio.
IX
Si las dos cabezas no constituyesen para Trigémino la gala y la verdadera distincion de su presunto yerno, hubiera propuesto á Angel la amputacion de la cabeza de Miguel, que contrariaba sus planes con la mayor obstinacion.
—Si yo pudiera anular esa cabeza ó dormirla para siempre pensaba revolviendo en su imaginacion ideas atrevidas.
Feliz ó fatalmente Miguel no habia sospechado la complicidad de Trigémino en los amores de su hermano: fumó opio administrado por el Doctor, sufrió diversas inyecciones en la piel de la cabeza, y tuvo letargos tan prolongados, que Angel se alarmó un dia al ver que Miguel no despertaba.
—Dejémosle dormir, dijo un dia Trigémino con tristeza. ¡Oh! si pudiera prolongar su sueño diez ó doce años
—¿Diez años? ¿Con qué objeto? repuso Angel alarmado.
—Ha sucedido una desgracia.
—¿Está envenenado?
—He equivocado la dósis de mi inyeccion, y necesitarémos el tiempo que indiqué para justificar lo que ha ocurrido.
—¿Pero qué es, señor Trigémino?
—Una gran desgracia: le he dejado enteramente calvo. Es preciso que duerma, por lo ménos, hasta que se le haga una peluca.
X
El Doctor se habia apoderado de la cabeza de Miguel, en la cual cada vez tenia que resolver mayor número de problemas: parecia aquélla un globo terráqueo en manos de un aprendiz de Geografía: Angel participaba del malestar de su hermano, que seguia amodorrado: Trigémino, muy afligido, dudaba de su ciencia, y empezaba á sospechar que habia descompuesto la máquina humana más perfecta y complicada. Su conciencia le acusaba con gritería descomunal de haber ahogado en gérmen una raza, y se comparaba á una fiera que hubiese devorado á Adan ántes del nacimiento de sus hijos.
—¡Señor Miguel, señor Miguel! exclamaba el Doctor dándole golpecitos en la frente; pero el desdichado Miguel no respondía.
Por fin aquella extraña dolencia hizo crisis: Angel dormia tranquilamente, soñando que se habia separado de su hermano por justicia, habiéndole sido adjudicada la mejor parte del cuerpo, cuando le despertó un grito salvaje y se encontró de pié en medio de la calle dando saltos peligrosos y oyendo á Miguel que lanzaba voces subversivas.
Entónces, como siempre, habia en Madrid una conspiracion próxima á estallar: las autoridades, creyendo empezado el motin, se encerraron en sus oficinas, y los conspiradores echaron el cerrojo á sus puertas, diciendo alegremente:—Ya se están batiendo los amigos.—Miguel en tanto atravesó la solitaria villa dando gritos, sin hacer caso de las súplicas de su hermano, que no pudiendo contrarestar su fuerza nerviosa, duplicada por la locura ó el delirio, le decia suavemente:
—Pero dime siquiera á dónde vamos.
—¿Dónde hemos de ir? respondia Miguel: al viaducto.
XI
Miguel estaba loco y tenia la monomanía del suicidio. Angel mismo, despues de haberse librado con trabajo de aquella peligrosa expedicion, tuvo que pedir una camisa de fuerza, y su situacion se hizo tan intolerable como la del hombre á quien se condenase á vivir sujeto á un potro desbocado.
Trigémino habia enflaquecido tanto, que las personas que visitaban su Museo saludaban ántes que á él á algunos esqueletos.
Miguel-Angel estaba alojado en su misma casa, y el Doctor sólo pensaba en su curacion y en su asistencia.
—¿Estaré equivocado, exclamaba viendo la dificultad de gobernarse un solo cuerpo por dos distintas voluntades, al considerar á Miguel-Angel un progreso en la escala de los seres? ¿Creará la naturaleza los monstruos con el único fin de que se exhiban en las ferias? Pero no, Miguel-Angel no es el primer tipo de su especie; la Historia registra el caso de otros policéfalos. Si éste se desgracia otros vendrán á reemplazarle.
La fuerza muscular de Miguel-Angel hacía muy peligrosa su manía: sujeto á las ligaduras, lograba á veces volcar la cama ó arrastrarla hácia el balcon: las voces de Angel avisaban el peligro, no siempre muy á tiempo, pues el sueño le rendia, y Miguel aprovechaba su descanso con la sagacidad propia de los locos.
Ni el Doctor ni Perfecta podian penetrar en la habitacion: Miguel, confundiendo á ésta con Blanca, se exasperaba al verla, y cada vez que aparecia Trigémino, gritaba con todo su vigor:
—¡Al asesino, al asesino!
Angel, cadavérico y abatido, envejecia por instantes, como si la vida física de aquel cuerpo se reconcentrase en el loco; parecía, al verlos, que ademas de la locura y la razon, habia entre ellos otro abismo: la diferencia de naturalezas y de edades.
El Doctor no llamaba en su auxilio á otros médicos, por saber que era inútil la consulta.
Una mañana se levantó muy temprano para encargar en el mercado de pájaros una jaula en que encerrar la cabeza de Miguel, cuando oyó gritos en la calle y el murmullo de mucha gente aglomerada.
Al asomarse Trigémino al balcon, sobre su frente calva se erizaron moralmente los cabellos.
Miguel, que habia sin duda logrado desatar sus ligaduras, colgado de los hierros del balcon inmediato, decia, suspendido en el aire y con voz ya casi sofocada:
—Vengan, señores, á ver la ejecucion de Miguel-Angel. Vengan á ver el ahorcado que se rie de sí mismo.
En efecto, el desdichado loco pudo darse en la cuerda el extravagante placer de sobrevivir algun tiempo al suicidio, porque habia tenido la no ménos extraña precaucion de ahorcarse con el pescuezo de su hermano.
(Ilustracion Española y Americana, 1878.)
Notas relativas á Miguel-Ángel
I
De los muchos monstruos dobles cuya existencia afirman las historias, el que, por ser relativamente moderno y por su mayor analogía con Miguel-Angel, me llamó la atencion, es el que cita Feijóo, por haberlo leído en un libro de Gaspar de los Reyes Franco, médico de la ciudad de Carmona. Hemos consultado dicha obra, Elisius jucundarum quœstionum campus, etc., impresa en Francfort, en 1677, y el párrafo á que se refiere Feijóo es el siguiente:
«En el año 1552 nació en Inglaterra, no léjos de Oxonia, segun refiere Riolano, hijo, en su libro De monstro Paris nato,
cap VI, un monstruo de dos cabezas y cuatro manos, pero con un solo
abdómen, y el cual no tenia duplicadas las demas partes inferiores.
»De estos gemelos, dice, miéntras uno estaba despierto, el otro dormia; miéntras uno mostraba su faz risueña, el otro aparecia triste y macilento. Vivieron quince dias, pero uno de ellos sobrevivió un dia al otro.
»Es memorable la historia que Héctor Boecio, en el libro II de su Historia de Escocia, y Jorge Buchan, en el libro III de la misma historia, refieren de un monstruo semejante, nacido en Nortumberland, el cual tenia dos cabezas y cuatro manos, siendo comunes las partes inferiores. El Rey hizo educar é instruir con esmero á este monstruo, especialmente en la música, en que hizo admirables adelantos, y hasta aprendió algunas lenguas. Era patente en él la discordia, que provenia de la diversidad de voluntades en los dos cuerpos, pues disputaban algunas veces cuando les agradaban objetos diferentes. Otras veces se consultaban uno al otro. Tambien era notable que cuando se les hacia daño en la parte inferior de las piernas, ambos cuerpos sentian el dolor; pero si se les pinchaba en la parte superior ó en otro sitio se les hacia daño, solamente á uno de ellos llegaba la sensacion del dolor. Esta diversidad se hizo evidente en la muerte; pues habiendo muerto uno de los cuerpos muchos dias ántes que el otro, el sobreviviente se fué descomponiendo despues simultánea y paulatinamente. Este monstruo vivió veintiocho años, y murió siendo ministro de Escocia Juan Prorego.
»Pablo el Diácono habla de otro semejante, que nació despues de la muerte del emperador Teodosio. Desde los miembros inferiores hasta el ombligo era un niño perfecto; desde esto punto hácia la parte superior se dividia en dos cuerpos, con dos pechos, dos cabezas, de las cuales so veia al uno comer y al otro ayunar, y mientras una cabeza estaba despierta so apoderaba el sueño de la otra, y con frecuencia disputaban, golpeándose mutuamente, con cuyo motivo, ya uno, ya ambos, lloraban.
»También Alberto Magno hace mencion de otros dos niños, asimismo monstruosos, que eran de complexion absolutamente distinta y de condiciones evidentemente opuestas; pues mientras uno en algun caso estaba furioso y colérico, el otro permanecia manso y pacífico.
»Enrique de Gandavo escribo sobre otros dos, que alternativa y mutuamente reñian; pues siendo el uno piadoso y devoto, el otro era vicioso; y miéntras el uno queria orar, el otro tenia afan de aventuras amorosas. Se observó, en cambio, todo lo contrario en aquella muchacha de que hace mencion Parœus de Licosthene, la cual fué notable por la belleza de todos sus miembros; hermosura sin otra excepcion que tener dos cabezas, las cuales experimentaban áun tiempo mismo el deseo de beber, comer, dormir, hablar, etc.
»Por lo demas, Aldobrando refiere muchas historias de monstruos semejantes, y remitimos á él al lector, como asimismo á Buchaman, lib. III de Reb. Scoticis; tambirn Felipe Carnerario reunió varios ejemplos de monstruos, tomados de Beda y otros, cent. II, cap LXVII.»
Podria añadir otros datos muy curiosos á los que proceden: los
monstruos dobles nacen con frecuencia, y no hace muchos meses los
periódicos citaban el nacimiento y muerte de uno de ellos. No tendria
que acudir al famoso de siete cabezas que, segun Aldobrando, nació en
Piamonte en 1587; ni al de tres que Zimmerman extrajo á la Condesa de
Cherci: la teratología sólo admite los ejemplos recientes, bien
comprobados, aunque no niega la posibilidad de ciertos fenómenos
sospechosos que citan las historias. El que consigna Boecio contiene
datos tan detallados, se conforma de tal modo con los conocimientos
fisiológicos modernos, que cuesta trabajo dudar de su autenticidad.
II
He creido curioso insertar en esta nota los fragmentos del artículo que publicó el Dr. Trigémino en un periódico de Medicina, cuando empezó á circular el rumor de la existencia de un hombre tan singular como Miguel-Angel. Los lectores del cuento pueden prescindir, sin embargo, de este artículo, que sólo interesará á un público limitado: los experimentos á que se refiere son muy incompletos, y si el lenguaje del Doctor no corresponde á la idea que de su sabiduría so hayan forjado los lectores, acaso sea porque Trigémino quisiera prescindir de su ciencia para ponerlo más al alcance del público, lo cual no consiguió, sin embargo, por usar con exceso el tecnicismo fisiológico. A riesgo de quitar toda importancia al Dr. Trigémino, publico los fragmentos. Lástima grande que no haya llegado á mi poder la relacion detallada de la autopsia del monstruo, que seguramente haria el Dr. Trigémino.
Fragmentos de un artículo
Un gacetillero frívolo y descreido pone en duda la existencia del
monstruo untositario y masculino, cuyo cuerpo, ofreciendo regulares
proporciones anatómicas en sus regiones inferiores al tórax, presenta en
la parte superior la anomalía de terminar en dos cabezas, ambas
hermosas y bien formadas, y que tienen aisladas é íntegras sus
facultades psicológicas.
He examinado con atencion á este singular individuo, y veo con placer que su familia, siguiendo mis consejos, tanto por su interes como por el de la ciencia, se determina á exhibirle en esta córte. Mi articulo, especie de fe de vida para el sér cuya existencia se niega, tendrá tambien por objeto hacer públicas las observaciones que su estudio me ha sugerido, para que talentos mejores las analicen y comprueben Me permitiré, pues, dirigir á los fisiólogos una pregunta, que condensa mis dudas y expresa claramente mis sospechas. El autositario de que vamos á ocuparnos ¿es un individuo deforme é incompleto, resultado de una confusion embrionaria, ó un progreso en la escala zoológica, intentado en diversos esfuerzos por la naturaleza en su marcha hácia la perfeccion, y tantas veces abortado? O de otro modo, ¿el nuevo sér es ménos ó más que un hombre? ¿Es un individuo imperfecto de nuestra especie, ó el principio de otra especie superior á la de los hombres? Los que hoy figuramos en primera línea ¿tendrémos el dia de mañana la jerarquía animal que hoy corresponde al mono?
Hácia el centro de las vértebras dorsales su columna se bifurca, y
al separarse, las dos ramas forman dos curvas, que concluyen en las
regiones cervicales, ya completamente rectas, y base sólida de ambos
cráneos; el estudio de éstos no presenta ninguna irregularidad externa.
En el espacio dorsal comprendido entre las vértebras dobles se notan al
tacto cuerpos óseos articulados, que protegen la espalda por la abertura
del ángulo, que sin este apéndice al armazon quedaria indefensa. Por
delante, desde el esternon hasta los hombros, una larga y fortísima
clavícula deja bastante espacio á los dos cuellos para funcionar
aisladamente, y en la parto posterior la separacion de los omoplatos
contribuye al mismo objeto. La anchura del tórax, las vigorosas
vértebras lumbares que se apoyan en el sacro, los ámplios iliacos y la
robusta musculatura de las extremidades, hacen verdaderamente atlética
la contextura de su cuerpo.
El mismo sistema de bifurcacion que en la columna vertebral debe existir en el esófago, toda vez que las dos bocas ejercen simultáneamente las funciones de nutricion, estando probado que el individuo sólo tiene un estómago. Ahora bien: siendo dos los órganos del gusto que satisfacer, y dos bocas las que envian alimentos á un solo estómago, éste debe tener mayor capacidad que los estómagos ordinarios, propiedades que le hagan más apto para la rapidez y seguridad de las digestiones; yen efecto, hay una razon fisiológica que lo explica claramente: los nervios pneumo-gástricos que parten del cráneo en cada individuo determinan los movimientos mecánicos del estómago, á cuyo favor se distribuyen en la masa alimenticia los jugos digestivos; como los cráneos son dos, forzosamente serán dobles los pares de los nervios craneales, y por consiguiente, el décimo paró pneumo-gástrico; en cuyo caso, siendo dobles las fuerzas que contribuyen á la movilidad del estómago, los jugos gástricos se repartirán rápidamente, y aquella víscera acelerará notablemente sus funciones.
La respiracion se efectúa regular y acompasadamente por las dos vías bucales, en virtud de los movimientos automáticos del diafragma. Pero ocurre una duda: ¿los dos tubos respiratorios comunican entre sí por una division en la parte superior de la tráquea, ó son independientes y terminan cada cual en uno de los bronquios? Mis observaciones me inclinan á esta última opinion por varios motivos: 1.° Haciendo absorber á una dejas bocas el humo de un cigarro, el aire que despide la otra en el acto de la espiracion no contiene mezcla sensible de aquel cuerpo, miéntras por el conducto en donde se efectuó la inspiracion su salida es inmediata; acaso no sea concluyente este fenómeno, puesto que la ligereza del humo puede mantenerle en la cavidad de la laringe y en la parte de la tráquea superior á la division, miéntras el aire más pesado se precipita en los pulmones; sin embargo, es extraño que la corriente inspiradora no arrastre en si cierta cantidad de esos gases volátiles que impresionan las membranas olfatorias, los cuales, al escaparse, se distribuirán por ambos conductos igualmente. 2.° Obstruyendo la respiracion en una de las dos cabezas, no experimenta el individuo síntomas de asfixia, sino un ligero malestar, común á todo el sistema y perceptible por ambos cerebros en igual grado; pero el pulmon correspondiente al lado obstruido no funciona. 3.° La cantidad de aire que entra por la boca derecha en cada inspiracion normal del monstruo da un término medio de 360 centímetros cúbico, miéntras la que se introduce por la inspiracion del lado opuesto sólo llega á 240, lo cual puedo provenir de una diferencia de diámetro en los distintos conductos; pero se acomoda matemáticamente á la cavidad proporcional de ambos pulmones, cuya relacion es de 1 á 2/3, y se comprueba produciendo una fuerte inspiracion por ambas vías respiratorias, y obstruyendo en la espiracion la del lado derecho ó el izquierdo alternativamente.
Estos experimentos so hallan en armonía y se comprueban por los fenómenos que acompañan á la fonacion en las dos laringes. Cuando la izquierda, por ejemplo, produce los sonidos más agudos, que son los que exigen la mayor tension de las cuerdas inferiores y reducen ¿su menor expresion la abertura de la glótis, claro es que la corriente de aire espirado, en vez de buscar su salida por el conducto izquierdo, casi obstruido por la contraccion de los músculos, tenderia á encontrar salida más fácil por el conducto opuesto, enteramente abierto, causando en el lado izquierdo la afonía, lo cual no sucede, pues ambas laringes funcionan á la vez sin interrumpirse, pudiendo las dos cabezas entablar diálogos muy animados.
La temperatura del monstruo es la ordinaria, y normal el número de sus pulsaciones del gran simpático. Todo induce á creer que á la duplicidad de los nervios craneales corresponda un doble sistema nervioso en toda la longitud del eje cerebro-raquídeo, y un doble juego de filetes y ganglios en la red que preside á los fenómenos de la vida orgánica, los cuales se corresponderán por frecuentes anastomosis. Esta suposicion tiene ciertas probabilidades, toda vez que la sensibilidad táctil de 1 region dorsal del monstruo distingue las dos puntas del compas á distancia de 25 milímetros, cuando se necesita una distancia de 50 en la mayor parte de los hombres; para mejor demostracion, la sensibilidad de los pulpejos de los dedos, que es algo inferior á la de la punta de la lengua en el hombre, es de milímetros 0,6 en el monstruo, mientras la de las puntas de cada una de sus lenguas es de un milímetro, como en los individuos ordinarios; por consiguiente, la sensibilidad de ambas cabezas es la natural en un hombro, porque depende de un solo sistema de nervios craneales, y la sensibilidad de las extremidades y del tronco es doble que la de los demas hombres, y debo corresponder á mayor número de nervios. Las ilusiones del tacto producen resultados áun más concluyentes. Todos sabemos que alterando la relacion normal de dos superficies sensibles, acostumbradas á completar entre sí las impresiones del tacto, so produce una ilusion si se las pone en contacto con un cuerpo esférico; de manera, que si ponemos el índice debajo del dedo medio, é introducimos entre ambos una pequeña bola de cera, nos figuramos tener entro ambos dedos dos bolas en vez de una: corriendo hácia la derecha el labio superior, y el inferior hácia la izquierda, si se introduce entre ambos labios la misma bola, creemos tener dos bolas entre los labios. Pues bien, hecho el exporimeuto en cada una de las bocas del monstruo, la ilusion táctil produce la impresion de dos bolas; introducida la bola entre los dedos cruzados del autositario, éste cree tener cuatro bolas en sus dedos
Las observaciones más curiosas son las que se refieren á la sensibilidad nerviosa de ambas cabezas entre si. Estimulando la accion de los nervios independientes de cada cráneo, aquélla no produce en el otro cerebro más impresion que una especie de ligero cosquilleo. Un ruido inmediato en el órgano externo del oido, una viva impresion de luz en el órgano de la vista, ó un ligero pinchazo en las mejillas de la cabeza izquierda, que ocasionan en el cerebro de ésta fuertes sensaciones de ruido, de claridad y de dolor, no son percibidas en el sensorio de la cabeza opuesta sino como rápidas y agradables vibraciones nerviosas, que llegan á él por accion refleja, sin que pueda distinguir unas de otras. De manera, que los cuatro sentidos, de la vision, del gusto, del oido y del olfato, son independientes en el interior de cada cráneo, y el del tacto aparece tambien aislado en las partes de ambas cabezas, que sólo reciben nervios craneales, confundiéndose en las demas, sujetas á la accion del sistema doble, si bien mis experimentos no han podido precisar el ljmite de esta separacion, tan difícil de fijar por las relaciones que unen al gran simpático con ciertos nervios craneales, y las que la observacion áun no ha determinado en la red general de los demas nervios.
Esta duplicidad de sentidos hacen al individuo de que me ocupo más apto para recibir las impresiones exteriores, pues siendo necesaria la atencion para percibirlas, tiene dobles medios de ejercerla. Dispone igualmente de doble fuerza contráctil para poner en juego los músculos y auxiliar el trabajo de nutricion de los órganos internos. Su sensibilidad es extremada naturalmente en las partes del tronco cuyos nervios coinciden en el mismo eje común de la médula, siendo menor en las partes cuyas raíces nerviosas entran ó salen por los conductos cerebro-espinales separados por la bifurcacion de la columna.
La ablacion de una de las cabezas, ó decapitacion parcial del monstruo, ¿producirá la muerte de éste? Yo creo que puede verificarse dicha operacion sin extinguir repentinamente la vida del individuo, si bien producirá grandes y mortales perturbaciones en el organismo. En efecto, privado de una de sus cabezas, el monstruo seguirá respirando, su corazon continuará latiendo, el estómago recibirá nuevos alimentos, no interrumpiéndose los fenómenos principales de la vida y quedando íntegra la columna vertebral en el lado opuesto; sin embargo, la seccion de la columna vertebral en una de sus ramas conmoverá forzosamente toda la economía, si bien no tendrá nunca la gravedad de las lesiones de ese centro nervioso en los individuos cuyo eje cerebro-espinal forma un conducto único, y las cuales distan del cerebro, nervios y músculos importantes, interrumpiendo la continuidad en las células de la sustancia gris ó en los cordones hay en ese cuerpo plétora de vida. La capacidad vital de sus pulmones, que llenan una ancha caja torácica y absorben grandes cantidades de oxigeno para purificar la sangre venosa; la fuerza notable del tubo digestivo, que renueva con rapidez la sangre, y la doble accion de los nervios sobre todas las funciones orgánicas y anímicas, dan á este nuevo sér condiciones fisiológicas superiores á las del hombre en su estado natural, y dobles fuerzas psíquicas, que le hacen superior á los demas hombres, que sólo tienen una voluntad y sólo pueden percibir una impresion, miéntras percibe dos el individuo á quien con repugnancia llamo monstruo.
Dr. Trigémino