Hacía muchos años que no veía a mi amigo Carámbano; pero conservaba muchos recuerdos de sus extravagancias: últimamente me habían dicho que su familia le había llevado a un manicomio. Calculen ustedes la sorpresa con que me lo encontraría suelto en una calle de Madrid, y la desconfianza con que recibí sus abrazos y sinceras demostraciones de amistad.
—Tenemos que hablar mucho —me dijo después de terminados los saludos—. ¿Tienes mucha prisa? Sentémonos en aquel banco: sé que escribes algo, y quiero comunicarte un proyecto que pienso presentar a las Cortes. Ya sabes que siempre nos hemos entendido.
Le di las gracias por el favor y nos sentamos.
—¿Es algún proyecto económico?
—Sí: quiero economizar sangre.
—Vamos. ¿Tienes alguna receta contra el cólera?
—No —repuso Carámbano poniéndose muy serio—. Se trata de una revolución en la ciencia de la guerra: de evitar el reemplazo: de trasformar las armas: de conquistar el universo.
La actitud pacífica de mi amigo me había tranquilizado; pero aquellas palabras me pusieron en guardia.
—Siento decirte que tengo alguna prisa —exclamé al oír aquel exordio.
—La vida es larga —repuso el loco—, y mi proyecto corto: te advierto además que he decidido que me escuches.
—Eso es otra cosa.
—Pues, entonces, continúo: ¿has visto en el circo de Price los toros amaestrados que se exhiben estas noches?
—No: pero he visto monos, elefantes, perros, cabras y otros muchos animales domesticados.
—Perfectamente: entonces estarás convencido de la superioridad del hombre sobre toda clase de animales, y del escaso número de ellos que aprovecha para su bienestar. Es un absurdo creer que dominamos el planeta, mientras haya leones y tigres en la selva, mientras el rinoceronte haga su capricho en los bosques africanos y la pantera aceche en Java al viajero extraviado.
—De modo que quieres que domestiquemos a los animales: que no haya fieras en el mundo...
—No: quiero que las utilicemos para la guerra. ¿No se utilizaba en la antigüedad el elefante? ¿No utilizan los salvajes algunos perros, cuya ferocidad aumentan? Pues bien: todos esos animales poderosos y crueles, que constituyen un peligro, deben ser encaminados en provecho y defensa del país. España tiene el toro.
—¿Y qué tratas de proponer? Me parece que lo adivino.
—Pues bien: así como criamos el toro para la lidia de la plaza, propongo que se eduque el toro para la guerra. No sería la vez primera que un general haya utilizado ese animal para derrotar al enemigo: figúrese usted qué ejército resistiría hoy a una vanguardia de toros de Veragua, ni qué escuadrón aguardaría la acometida de sus cuernos. Yo me comprometo a llegar con esos toros en quince días a París. No hay animal que resista a cualquier clase de enseñanza, desde que hemos visto saltar por el aro a los leones, tocar el organillo al elefante, disparar cachorrillos al mono, y hacer juegos caprichosos a las serpientes y culebras. Con tiempo y ejercicios, podríamos hacer un ejército formidable.
—¡Quién lo duda!
—Figúrate una guerrilla de orangutanes disparando carabinas.
—Magnífico.
—Una legión de culebras para envolver al enemigo.
—Terrible.
—Gatos monteses para defender el Pirineo.
—Intomable.
—Tigres, leones, toros, invadiendo un territorio mandados por buenos domadores... desconcertando todas las reglas de la guerra.
—Todo me parece excelente: pero ¿y si ese ejército se pronunciase?
El loco reflexionó y pareció contrariado: por fin contestó con majestad:
—No se pronuncia: respondo de mi ejército.
—¿Y quién mandaría esas fuerzas tan... irregulares?
—¿Conoces a mi suegra?
—Te felicito por el nombramiento, y me retiro.
—Espera..., espera. ¿Crees que no adivino tus pensamientos? Me juzgas loco porque quiero evitar al hombre la cruel necesidad de hacer la guerra encomendándosela a los seres en quienes la crueldad es instintiva... Niega que es humanitario el pensamiento.
—Concedo; concedo.
—¿Qué se diría de nosotros si en vez de toros lidiásemos hombres en las plazas?
—Sería bárbaro.
—Pues, ¿es civilizada esa lidia humana que verifican con frecuencia las naciones, enviando millares de soldados a destrozarse entre sí, mientras los demás presenciamos tranquilamente el espectáculo, y nos aprovechamos de los triunfos?
Aquel argumento me dejó pensativo. Y el ejército de toros, culebras, leones y elefantes, soñado por mi infeliz amigo, tomó por la fuerza contraria de otro absurdo aún mayor, apariencias de sensatez y de cordura.
Con dificultad puede darse una locura más caracterizada y evidente que la del pobre hombre con quien tuve la histórica y singular conversación que he referido.
Y sin embargo, tan evidente y superior es la naturaleza intelectual del hombre, que aun en sus más absurdos desvaríos, hay un fondo indudable de razón.