I. El pacto
—¿Cree usted en el diablo?
—¡Vaya una pregunta!
—Tengo una idea peregrina; me falta un año para emanciparme del curador y entrar en posesión de mis bienes: hasta entonces no podré realizar mi matrimonio con Clotilde, ni entrar en su casa, cuyas puertas me ha cerrado su madre, y no teniendo en qué emplear estos doce meses, se me ha ocurrido pasarlos en el cuerpo de usted.
—Luciano, ¿se ha vuelto usted loco?
—No lo sé fijamente, don Braulio; pero hace un rato me seduce este pícaro pensamiento. Estoy cansado de ser joven: me miro al espejo y veo siempre el mismo rostro: me toman todos por informal y distraído, y quisiera ser persona de respeto, al menos por una temporada. Si usted me prestase su cuerpo, yo le cedería el mío durante un año. Nuestras almas mudarían de alojamiento; podría realizar el ideal de los viejos, ser joven y lo pasado pasado, y yo entraría triunfalmente en los salones de mi enemiga, preparándome con una vida normal y sosegada al bienestar que unido a Clotilde me promento.
Don Braulio se sonreía. Luciano prosiguió:
—Por eso le preguntaba a usted hace un momento: ¿cree usted en el diablo?
—Seguramente; sin verle, he adivinado su presencia en los instantes más críticos de la vida, o en ocasiones al parecer sin importancia. Le he sentido palpitar en el fondo de una idea, en la mirada amorosa de una mujer, o en el irritado semblante de un rival: he creído que me impedía a veces el paso por una calle, empujándome por otra para evitarme una sorpresa agradable y procurarme un encuentro desgraciado. He creído verle barajando los naipes para impedir que apareciese la carta que esperaba, o apresurando la muerte de un enfermo antes de que llegara el sacerdote. En mi estante de libros ha puesto muchas veces a mi alcance obras dañosas, escondiendo los libros útiles y provechosos. En fin, le he sentido muchas veces, pero siempre tarde, amigo mío.
—Muy bien: de modo que con su auxilio podríamos realizar, mediante un pacto, mi propósito.
—De eso no tengo certeza; pero si en la vida real no suelen efectuarse semejantes pactos, son moneda corriente en las leyendas.
—¿Aceptaría usted? —dijo Luciano.
—Con mil amores; pero perdería usted en el cambio.
—¡Oh, Lucifer, yo te conjuro! Deja por un momento de aconsejar a la viuda un segundo matrimonio: de recordar al heredero los millones de un padre avaro, que sólo piensa en prolongar su vida: de repetir al oído de la mujer casada las palabras que oyó en el baile; y de tomar formas humanas y graciosas para amenizar los sueños de una niña.
Don Braulio, que era muy serio, seguía sonriendo.
—Deja, ¡oh Lucifer!, la caverna, el salón, el bosque o la llanura en que te encuentras. Sube del fondo del mar o baja del planeta que te albergue, para entregarme el cuerpo de don Braulio con todas sus imperfecciones y recibir el mío con toda su belleza.
La solemnidad con que Luciano hacía su conjuro, y la convicción cómica con que hablaba, hicieron estallar la risa de don Braulio, que se reía pocas veces.
—¡Loco! ¡Loco! No gaste usted palabras —dijo empujándole suavemente—; este pacto no puede realizarse por desgracia.
Era Luciano de bizarra figura: sus ojos negros miraban con atrevimiento, pero sin descaro, y en su movilidad se reflejaban las vacilaciones de un espíritu irreflexivo. Vestía con sencillez y esa elegancia natural que no es obra del sastre.
Don Braulio, seco de cara e incisivo en su lenguaje, tenía, por decirlo así, dos fisonomías. Su enjuto rostro, su nariz afilada y sus ojos pequeños le daban un aspecto sarcástico y cruel: su elevada estatura y su bigote y patilla blancos le hacían representar un anciano venerable.
Siguiendo sin rumbo fijo de una en otra calle, los dos amigos, de edad y aspecto tan distintos, se encontraron junto a unos árboles enfrente del Museo.
La noche estaba serena y las calles solitarias: no se alzaba una ráfaga de viento, y la luna en toda su hermosura parecía haberse colocado sus mejores adornos para recibir las caricias de Endimión y las miradas del poeta.
Nunca había estado más bella la fachada del Museo. Bañada en luz perpendicularmente, tenían sus estatuas y columnas esa vaguedad de contornos que es a los monumentos lo que el movimiento a los seres animados. Si alguna vez dejan los edificios la insensibilidad de la materia, es a la luz de la luna. Creeríase entonces que sus pesados mármoles se mueven, que se convierten las paredes en músculos y las ventanas en bocas habladoras que refieren las escenas de que han sido testigos. A la luz de la luna debió decir por primera vez el vulgo que las paredes hablan. Todos sabemos que el vulgo es el mejor de los poetas.
La sombra triste de los desnudos árboles, el ruido del agua cayendo pausadamente de los surtidores, la soledad del paseo, el silencio, el obelisco del Dos de Mayo, las torres de San Jerónimo y algún reloj lejano repitiendo las horas daban a aquel paraje en aquel momento una apariencia misteriosa: nuestros dos personajes enmudecieron, sin explicarse la causa, con ese sentimiento de respeto que se experimenta al recorrer un claustro arruinado, o el sitio en que ocurrió un gran hecho histórico, o un cementerio, o al entrar en una iglesia.
Sin hablar palabra cruzaron el Prado, subiendo por la carrera de San Jerónimo: ni un ser viviente atravesaba por aquellos sitios: no sonaba una puerta; no se abría una ventana.
Cuando llegaron enfrente del Congreso, la claveteada puerta empezó a abrirse y un extraño personaje apareció en ella. Los dos amigos se estremecieron: el desconocido, adelantándose, bajó los escalones del pórtico y saludó a Luciano y a don Braulio.
Vestía una blusa azul; un gorro frigio cubría su despeinada cabellera: debajo del brazo llevaba un legajo de folletos y periódicos.
Adelantose con mucha cortesía hacia nuestros personajes y los saludó afablemente.
—Aquí me tenéis —les dijo.
—¿Quién eres? —preguntó Luciano con osadía, pero no sin emoción.
—Soy el diablo del siglo XIX.
Hubo un pequeño rato de silencio. Aquellas breves palabras agolpaban en el entendimiento de Luciano y de su amigo un torbellino de ideas. Su imaginación se convirtió en un caos y pasaron rápidamente por ella, confundidos, pero tomando, al parecer, formas reales, hojas de periódicos, alambres telegráficos, mesas giratorias, almanaques ilustrados, enormes fotografías, cañones Armstrong, máquinas de costura, constituciones democráticas, bombas Orsini, fósforos de Cascante, globos aerostáticos, álbums de todas clases, calderas de vapor, placas de seguros, palacios de cristal y barricadas. Y oyeron vocerío popular, silbidos de locomotora y estampido de revólvers; aplausos ruidoso y débiles gemidos; minas en explosión y el crujir de torres que se arruinan: fórmulas espiritistas, conciertos atronadores, chocar de trenes y reventar de calderas, discursos de paz y cañonazos.
Y en tanto, inclinándose graciosamente, sonreía con amabilidad el diablo del siglo XIX.
Vuelto de su sorpresa, y más sereno, Luciano examinó con atención al diablo, y le dijo con cierta duda:
—¿Eres el diablo del siglo XIX? ¿Acaso tiene cada siglo su diablo?
—No lo dudes: y tiene cada diablo su traje de ceremonia o su uniforme. Unos usaron el casco y la armadura del guerrero, otros se engalanaron con el manto de púrpura, otros fingieron el iluminado aspecto del profeta, otros enarbolaron la bandera del pirata o se adornaron con la borla del doctor, y algunos escogieron el hábito reformista, o el descuidado traje del filósofo. Yo prefiero la blusa azul y el gorro frigio. Comprenderéis también que soy aficionado a la lectura: no leo, devoro día y noche artículos de fondo y folletines; y en confianza, te diré que tengo mis pretensiones literarias. Hago versos, redacto noticias, improviso leyes, inspiro poemas filosóficos, y escribo anuncios de teatros y prospectos de sociedades. Soy también ingeniero: desdeño lo bello por lo útil, y en vez de templos construyo Bolsas; mi especialidad, como ahora se dice, es la mecánica: saco fuerzas del agua, del calor, del aire y de la nada, y con su auxilio todo lo remuevo. Políglota, barajo los idiomas: político, ensayo todos los sistemas: filósofo, todo lo analizo a la ligera: artista, me decido por la caricatura; y moralista, despido los últimos restos del pudor con un can-can desenfrenado. Y, sin embargo, soy un diablo modesto que se pone a vuestras órdenes.
—Impón tus condiciones, puesto que no ignoras nuestro deseo; sé que ha de costarnos caro este capricho —dijo don Braulio.
—Te equivocas, amigo mío: voy a prestaros gratis este servicio, por lo extraordinario del pacto.
Don Braulio se sonrió, pero el espíritu aparentó no observarlo.
—Debo advertiros —añadió éste— que mis fuerzas sólo alcanzan a lo material, y que será imposible deshacer la trasformación antes del año. Conservaréis vuestras facultades intelectuales: sólo la materia puede ser trasplantada. ¿Aceptáis?
—Por un año —respondieron a la vez los dos amigos.
—Pues bien: de hoy a un año, el 13 de febrero, a la misma hora, os encontraréis en este sitio.
—Aceptado.
El diablo extendió las manos, que tomaron proporciones gigantescas, y el joven y el anciano experimentaron como una sacudida eléctrica.
Luciano vio su propia imagen en el lugar que ocupaba don Braulio, y éste la suya propia en el sitio de Luciano.
Las dos máscaras vivientes sufrieron una impresión penosa de horror y desaliento: los objetos tomaron un tamaño diverso, los rumores sonaron en sus oídos con un timbre extraño, y les pareció que cambiaban de atmósfera. La sensación fue muy rápida.
Don Braulio escuchó su voz saliendo de otra boca, y Luciano oyó que le hablaban con la suya. Pasado el primer momento, la sensación fue desapareciendo lentamente: Don Braulio se encontró lleno de vida; a Luciano le parecía haber salido de una enfermedad y estar convaleciente.
Después, el anciano al sentirse joven, y el joven al recobrar su buen humor, pasaron a un exceso de alegría.
—Pues señor —dijo Luciano—, es un pobre diablo el del siglo XIX.
—Creo que estamos soñando —dijo don Braulio—, y por cierto que el sueño es agradable.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—Lo ignoro; porque no estoy acostumbrado a estas variaciones.
—¿Qué tal le sienta a usted mi cuerpo?
—Perfectamente; pero me parece un poco ancho. Y usted, ¿cómo encuentra el mío?
—Un poco estrecho de quijadas, y algo usado.
—Y pregunto: ¿variaremos también de domicilio?
—¡Quién lo duda! ¿Cómo nos admitirían en nuestras propias casas de este modo? —dijo Luciano estornudando. Y añadió en otro tono—: Ha enfriado la noche.
—Yo la encuentro más suave.
—Es que el cuerpo de usted parece una garrafa.
—Y el de usted es un calorífero.
—Don Braulio, ¿sabe usted que me causa asombro verme convertido de repente en padre de familias, y tener una hija casadera?
Don Braulio se inmutó: el recuerdo de su hija era su primer remodimiento, pero contestó con serenidad:
—Lo que me extraña, verdaderamente, es ser desde mañana el amante de Clotilde.
A su vez palideció Luciano.
—Retirémonos, don Braulio, que bien necesitamos descansar, si es que no estamos dormidos, como voy creyendo.
—No equivoque usted la casa.
—Buenas noches.
Y se alejaron en opuesta dirección, don Braulio lentamente, y Luciano con el paso rápido de costumbre. Apenas éste había andado un corto trecho, don Braulio le llamó con gran empeño:
—¿Qué se le ofrece a usted? —dijo Luciano.
—No ande usted tan de prisa con mis piernas, que puede usted caerse.
II. Entre jóvenes
Pensativo iba don Braulio al dirigirse hacia la casa de su amigo, y meditando en las consecuencias de su extraño pacto, que atribuía mentalmente a inspiración del espíritu diabólico, más bien que a su propia voluntad. El noble carácter de Luciano, que conocía a fondo, no era suficiente para tranquilizarle. Había perdido su libertad y se encontraba fiscalizado por otro hombre en lo más íntimo de la vida privada: Luciano, para quien tenía secretos, iba a ser partícipe de miserias que había ocultado por orgullo: se veía obligado a hacerle una confesión larga y minuciosa de hechos graves, de circunstancias de su vida que todos ignoraban; y por último, preveía que con la actividad de un solo espíritu, tenía que vivir por dos, es decir, aconsejar a Luciano, dirigirle, vigilarle, y al mismo tiempo hacer la vida de su amigo. Su posición era difícil y molesta: había cambiado de cuerpo únicamente, pero sentía que el espíritu de Luciano tendría que hacer vida común con el suyo y vigilar continuamente su conciencia.
Pero al mismo tiempo, ¡qué bienestar físico! El aire puro y suave refrescaba con toda libertad sus pulmones; sus músculos, flexibles y gallardos, obedecían ágilmente a sus mandatos; sentía latir su corazón con brío juvenil, y en todo su cuerpo un vigor extraordinario. Extendía los brazos para convencerse de su fuerza; tarareaba algunas canciones para escuchar su hermosa voz; apretaba el paso, admirándose de su rapidez y facilidad de movimientos. ¡Era joven! Había bebido el elixir de la vida.
Y olvidó por un momento a su hija y los azares de su larga existencia: amores, odios, esperanzas, desengaños no habían existido para él. Era su corazón un libro en blanco.
Cuando llegó a la casa de su amigo, una mujer le llamó por el nombre que no le pertenecía poco antes, entregándole una carta. Don Braulio no se atrevió a pedir explicaciones y entró en la habitación, no sin que la criada le dirigiese antes una mirada cariñosa. Don Braulio, que había servido en la Guardia, se ruborizó como un cadete.
Ya dentro de su habitación, abrió el papel, que contenía pocas líneas y no estaba firmado: la letra era de mujer, pero una letra que no le era desconocida: sólo después de haber roto el sobre conoció que había cometido una falta leyendo una carta dirigida a Luciano.
—¿No soy Luciano ahora y durante doce meses? —dijo don Braulio para acallar sus escrúpulos—. ¿Acaso no ha de abrir Luciano las mías? Leamos. ¡Yo conozco esta letra!
Luciano:
Olvida nuestro amor de un día; resérvalo a tus más íntimos amigos; de ello pende mi sosiego.
No por eso dejaré de adorarte.
Prudencia, por Dios, con tus más íntimos amigos.
Don Braulio contempló aquellas líneas muy preocupado. Pero no le
llamaba la atención su misterioso contenido, ni la historia de amor que
encerraban sus significativos renglones. Sólo le hacía meditar la forma
de la letra.
—¡Bah! —dijo por último, desesperado de su memoria—. La letra de todas las mujeres es la misma.
Y guardando cuidadosamente el papel, echó una mirada desgarradora por la desordenada habitación, donde yacían hacinados trajes y baúles, libros abiertos, pistolas de salón, fotografías, botellas y floretes, y algunas flores secas que no tenían para él la poesía del recuerdo.
En una de las habitaciones interiores de la casa se oía un estruendo de vasos y de voces, cuyos ecos debían turbar el sueño de todos los vecinos, y que se hacía cada vez más formidable; dudando estaba don Braulio entre acostarse o abandonar su alcoba, cuando sintió que llamaban a su puerta y se vio rodeado de un grupo de jóvenes que con vasos en la mano acudían a saludarle. Velis nolis, hubo de seguir a los amigos de Luciano y entrar en una sala, donde había una gran mesa y sobre ella los restos de una cena. El vino corría por los manteles, el aire estaba lleno de vapores y algunas sillas cojas rodaban por el suelo.
Cuando don Braulio entró en la sala, todos los convidados le recibieron cantando un himno báquico. El viejo, que apenas conocía a aquellos jóvenes, estaba asombrado, y el estrépito era tal, que hubo de taparse los oídos.
—Brindemos por Luciano Herrera —dijo uno de los más bulliciosos— y por todos sus antepasados, incluso Adán, y por todos sus descendientes hasta el último, ese ser feliz que ha de presenciar el fin del mundo, si no se extingue la familia.
—Brindemos —repitieron en coro, desocupando algunos vasos.
Don Braulio se vio en el compromiso de imitarlos.
—¡Un brindis al amor! —exclamó otro de ellos, alzando una botella.
—¡Yo no brindo! —contestaron algunos desengañados.
—Sí, sí, brindemos al amor en todas sus manifestaciones. El amor místico, el humano, el desinteresado, el heroico y el que se compra y se vende.
—¡No hay amor!
—¡Silencio!
—¡Pido la palabra! —gritó el primero que había hablado, e hirió el vaso con un cuchillo—. Voy a explicar mi brindis.
Todos callaron un momento y el orador prosiguió:
—Algunos se han negado a aceptar mi brindis: declaro que los que tal hicieron carecen de alma, no tienen poesía en el corazón, vegetan como tubérculos...
Una salva de aplausos y silbidos dominó la voz del tribuno.
—La mujer carece de espíritu: es un ser ajeno a nosotros y con el cual no puede existir lazo que no sea monstruoso.
—La mujer no siente, calcula: su corazón es una pizarra llena de signos algebraicos.
—¡Muera el amor!
—¡Viva!
Y los gritos continuaron: al aplacarse pudo el orador proseguir su discurso.
—Veo con lástima que vuestra inteligencia no está al alcance de la mía: hacer sinónimos el amor y la mujer es lo mismo que confundir a un árbol con un camello. El amor es la novela de nuestro pensamiento: idealiza cuanto concibe y presta bellos atributos a los seres menos dignos. Inflama la fantasía, hace poetas a todos los hombres, y sólo en el corazón de la mujer es incapaz de grandeza.
Como todos eran hombres, todos vaciaron la copa.
—Voy a defender a la mujer —exclamó uno de los más cuerdos—, a la mujer calumniada.
—Los enamorados no pueden aquí hablar: sólo tienen la palabra las personas sensatas. Teodoro, no serás escuchado.
—El amor correspondido no es un disparate.
—Es un sueño.
—¿Y si os doy una prueba?
—Imposible.
Teodoro sacó una carta del bolsillo que leyó en alta voz, dominado enteramente por los vapores del vino.
—Adela ¿no es la hija de don Braulio?
—La misma —contestó Teodoro con orgullo.
—No me gusta el estilo de esa muchacha.
—Es idiota.
—Su padre es contemporáneo de Mahoma: le aborrezco.
Don Braulio, que había escuchado la carta tembloroso, procuraba sonreírse; pero estaba indignado con Luciano, a quien suponía cómplice de aquellos calaveras, que según costumbre general, así revelaban secretos confiados a su prudencia.
—Mañana me presentará Luciano, mi buen amigo Luciano, en casa de su padre; me lo ha prometido —dijo Teodoro abrazando a don Braulio, que estuvo por ahogarle entre sus brazos.
Siguió el tumulto.
—Propongo un brindis con botella —exclamaba tendido en un rincón uno de los más borrachos.
—Entregar el corazón a una mujer es exponer toda la fortuna a una sola carta.
—Quien bien te quiera te emborrachará.
—El ron produce ideas: luego el ron tiene talento. Hay bodegas que parecen bibliotecas.
—La vida humana es divina —exclamaba un infeliz rodando por el suelo.
Durante algunos minutos no se oyeron sino exclamaciones de igual género, ruido de botellas que se rompían, ronquidos y violenteas interjecciones.
—Veinte años hace que no probaba el ron —exclamó por fin don Braulio, medio beodo, apurando por décima vez la copa.
—¡Impostor! —le contestaba Teodoro—, ayer en presencia mía desocupaste una botella.
Las luces se fueron extinguiendo y la alfombra recibió uno por uno los cuerpos que caían sin sentido.
El mismo don Braulio estrenó el cuerpo de su amigo, tirándolo debajo de la mesa.
III. Primer día de vejez
—¡Válgame Dios, qué sueño tan extraño! —exclamaba Luciano a la mañana siguiente, restregándose los ojos en el lecho de don Braulio—; y debo seguir durmiendo todavía, porque los ojos que toco no son míos.
En esto entró Sabina, antigua ama de llaves, la cual abrió con gran estrépito la ventana.
En aquel momento sintió Luciano que sus dedos rozaban, en vez del cutis suave a que estaba acostumbrado, una mejilla rugosa y descarnada, y un áspero bigote. Entonces saltó del lecho, como movido por resorte, descubriendo ante la venerable Sabina las arruinadas pantorrillas de don Braulio. La buena mujer, tapándose los ojos con el delantal, salió de la alcoba haciendo cruces.
Pocos momentos después se oían carcajadas dentro del dormitorio. Era Luciano, que examinando algunos desperfectos, se reía del cuerpo de don Braulio.
Por la tarde sonaron varios golpecitos en la puerta de la alcoba, y Adela, la hija de don Braulio, entró en el cuarto sonriéndose. La joven abrió sus brazos, y Luciano, a cuyo carácter repugnaba prevalerse de la situación, recibiendo caricias que no le pertenecían, hubiera querido evitar aquel saludo; pero la joven no le dio tiempo para ello.
Cosa extraña, el abrazo de Adela no le produjo la sensación que temía: hubiera creído no recibir, sino presenciar, las caricias de la joven.
Adela, por su parte, sintió cierta frialdad en el abrazo de su padre, y como consecuencia, ambos sufrieron impresiones diferentes.
Adela quedó triste.
Luciano respiró con desahogo.
Tanto Adela como Sabina conocían, sin poder explicárselo, que algo extraordinario sucedía en la casa: las carcajadas matutinas de don Braulio eran un acontecimiento, y el salto dado en el lecho verdaderamente inexplicable. Para mayor confusión, la risa se reprodujo, cuando Adela, según costumbre, hizo a su padre el lazo de la corbata y le pasó la toalla por la calva. El asombro de Sabina no tuvo límites al ver que su amo rechazaba con horror la dosis de magnesia que tomaba religiosamente todas las mañanas.
Luciano aborrecía la magnesia; pero se le hicieron tales reflexiones, que consideró como un deber de conciencia el sacrificio.
El estómago de don Braulio era un depósito sagrado.
La extraordinaria alegría que notaba en su padre sugirió a Adela un pensamiento.
Don Braulio, que no había sido feliz en su matrimonio y vivía separado de su esposa, jamás confió a Herrera tan delicado asunto. Adela, sin embargo, para desahogar el corazón y buscar un apoyo en el propósito de reconciliar a sus padres, había referido a Luciano sus disgustos; la seriedad y firmeza de don Braulio evitó siempre hasta las menores alusiones.
Aquel día, la joven se sentía con un valor desconocido: su padre le causaba menos respeto que otras veces, y era preciso aprovechar el oasis de alegría. Hizo sentar a Luciano en un sillón de vaqueta, y colocándose a su lado, empezó a poner en juego toda la zalamería de una hija, haciendo cada insinuación con la delicadeza del más hábil diplomático.
Apenas comprendió Luciano la gravedad del caso, trató de evitar el compromiso variando la conversación; pero fue inútil. Adela le estrechó cada vez más, y Luciano no sabía qué hacer en aquel grave conflicto. Como no conocía ni aun el nombre de la mujer de don Braulio, su situación era difícil.
Las vacilaciones de Luciano dieron a Adela algunas esperanzas.
—Me encuentro huérfana sin serlo —exclamaba—: cuando me preguntan por mi madre, creo que tratan de ofenderme; sin embargo, tengo la seguridad de que mi madre ha sido siempre buena.
—Quién lo duda —replicaba Luciano, sin saber lo que decía—; pero existen motivos graves..., te aseguro que yo no puedo perdonarla.
—Si se debe perdonar a los enemigos, ¿cómo negar ese perdon a la amiga más íntima, a la mujer que se ha elegido entre todas? Tu conducta me pone en la alternativa horrible de creer que mi madre es mala, o que eres cruel e injusto con ella.
—Cuando conozcas más el mundo, te explicaré las razones que he tenido.
—¿Y he de vivir hasta entonces sin la sombra de mi madre?
Herrera se lamentaba de hallarse en el pellejo de don Braulio, y comprendía que la paternidad tiene tantos inconvenientes como goces.
Adela le prodigaba mil caricias y sus hermosos ojos le miraban de un modo suplicante.
—Era yo pequeña y pasaba todo el día entre tus brazos y los suyos; pero ahora tus negocios te alejan, y sólo algunos ratos encuentro en casa un poco de cariño.
La firmeza de Herrera naufragaba al oír la voz conmovida de la joven, y tuvo que evocar el recuerdo de don Braulio y mirarse al espejo para que la cara de su amigo le infundiese algún aliento.
Pero aquel rostro, siempre severo, había tomado un aspecto bondadoso.
Luciano se levantó para no sucumbir, apartando su vista de Adela; ésta le detuvo, obligándole con dulzura a permanecer en su asiento; hubo lágrimas y sollozos, y después de una lucha heroica, Herrera no pudo resistir a la elocuencia y ternura de una hija que pedía perdón para su madre. Era la primera vez que una mujer le suplicaba de aquel modo: así es que olvidó a don Braulio, dejándose llevar de sus generosos sentimientos.
Estaba enjugando las lágrimas de Adela, cuando resonó un campanillazo. Luciano se quedó como petrificado al ver a don Braulio que le saludaba, mirándole severamente con sus grandes ojos negros.
Herrera tuvo miedo por primera vez de su propio rostro, conociendo la gran torpeza que había cometido, y al ver que don Braulio venía acompañado de Teodoro, se hubiera de buena gana ocultado debajo de la mesa. Su complicidad en los amores de Adela era evidente.
Los cumplimientos fueron fríos: Teodoro sentía que la atmósfera de aquella casa no le era favorable. Adela se acercó al supuesto Luciano, y le dio las gracias.
Don Braulio arrugó el entrecejo, pero muy ligeramente.
Entonces, su hija, que no podía ocultar más tiempo el gozo de que estaba poseída, añadió en el mismo tono:
—Hoy es un día para mí de felicidad completa.
La noticia no era muy aduladora para un padre que el día anterior se había separado de su hija; pero le faltaba apurar el trago más amargo.
—A fuerza de súplicas, he conseguido que mi madre vuelva a casa.
—¡Cómo! ¡Imposible!... —exclamó don Braulio, sin contenerse ante aquel disparo de metralla.
Y después enmudeció de ira: Adela le miró con extrañeza y desconfianza.
Luciano adivinó lo que pasaba, y acercándose a Teodoro, esquivó las miradas de don Braulio que hacía señas para hablar con él aparte. Viendo éste que su sistema no daba resultados, se resolvió a anticipar un plan de conducta que había meditado aquella misma mañana, y dijo en alta voz:
—Había prometido a Teodoro presentarle en esta casa, y he cumplido la promesa: ahora debo cumplir otro deber más importante. No creo que pueda ser admitido en la intimidad de una familia el hombre que lee en público las cartas que una joven le dirige: y Teodoro tiene esa costumbre.
Adela y Teodoro quedaron anonadados; Herrera invocaba al diablo mentalmente. Hubo un rato de silencio, y Luciano se vio en el compromiso de despedir al prentendiente de la manera más política. El infeliz Teodoro salió tambaleando de la casa, sin atreverse a alzar los ojos; Adela salió a contar a Sabina la catástrofe.
Cuando los dos amigos quedaron solos, don Braulio, ya dueño de sí, dijo encarándose con Luciano:
—He venido a poner orden en mi casa, cuyo reposo está usted perturbando: si no renuncia usted a la idea de reunirse con mi mujer, cometo cualquier crimen para que usted vaya a presidio.
De buena gana hubiera respondido Luciano a bastonazos; pero comprendió, al moverse, que sus fuerzas no le ayudarían: no replicó, y sin embargo, en sus ojos lució una mirada, que podía así traducirse libremente: «¿Por qué habré entregado mis puños a este hombre?».
IV. Concierto y desconcierto
—Es preciso que aprenda usted a ponerle la corbata, y cuide usted algo más de su traje: ayer llevaba usted el sombrero echado hacia atrás, y unos guantes de color de chocolate: le he visto a usted en el paseo con un traje de mañana, y en el café con ropa negra: luego, abusa usted mucho del rapé y se le van a poner encarnadas las narices: no me gusta tampoco que lea usted delante de gentes El diario de avisos, ni que defienda usted al partido progresista. Vea usted como yo procuro no comprometerle, pasando la vida envuelto en su gabán de color de castaña, y alternando con ciertas gentes, y jugando al dominó todas las noches; y vea usted cómo le elogian todos los periódicos por el discurso que pronunció anoche en la tertulia en alabanza del Gobierno: no creo que un hombre pueda hacer mayores sacrificios.
Así hablaba Luciano, sentado en un diván y dirigiéndose a don Braulio, con el cual se había ya reconciliado. Sólo interrumpía su conversación de vez en cuando para contestar a algunos saludos, porque estaban en casa de la condesa de X., que daba un concierto aquella noche.
—Acepto los consejos —respondía don Braulio—, pero no admito los elogios: he sabido que antes de ayer estuvo usted en Capellanes, lo cual es un escándalo que me pone en ridículo.
—Le aseguro a usted que lo hice completamente distraído... Por cierto que, hablando de otra cosa, debo participarle una noticia. Acaba usted de perder tres mil reales en el juego.
—¡Tres mil reales!... —exclamó asustado don Braulio—. Usted concluirá por arruinarme.
—¡Si era la partida en que usted siempre juega!
—Pero yo apunto flojo, y en perdiendo cinco duros me retiro.
—Todavía ha sufrido usted otra derrota: los amigos de usted me citaron en la Perla, para presentarme un jugador de ajedrez norteamericano, a quien pretendían que venciese; yo me excusé lo mejor que pude, pero sin resultado.
Don Braulio, cuya reputación de ajedrecista era europea y había ganado una partida al club de Nueva Orleans, jugada por el cable submarino, tembló al oír a Luciano.
—Hable usted, hable usted, que estoy en ascuas.
—Pues bien, después de ganarme el primer juego, el yankee me dio dos torres de ventaja.
Don Braulio sudaba.
—¿Usted se defendería?
—Todo lo que pude; pero me ganó con las dos torres, y luego dándome de ventaja cuatro piezas, y por último, quedé derrotado en una partida que jugó el norteamericano con sólo sus peones.
Aunque estaban en un gabinete muy concurrido, don Braulio no pudo menos de cubrirse en señal de conflicto.
—Yo creo —dijo Luciano para consolarle— que el diablo intervino en el asunto.
—¡Qué diablo! No señor: el diablo ignora las leyes de ese juego; la torpeza de usted, amigo mío: no vuelva usted a jugar hasta que pueda hacerlo por su cuenta.
Aquí llegaban en su diálogo, cuando Clotilde entró en el salón atrayendo las miradas: era esbelta de cuerpo, airosa y elegante; negras pestañas velaban sus oscuros ojos, y en su dulce sonrisa se adivinaba que su corazón debía sonreír también como sus labios.
Don Braulio apenas reparó en la recién llegada: Luciano observó al momento que no venía acompañada de su madre: en otra ocasión le hubiera alegrado el descubrimiento, pero no aquel día en que iba a ser sustituido por su amigo.
—Es preciso —dijo a don Braulio— que salude usted a Clotilde: no olvide usted decirle lo mucho que la quiero, y creo conveniente que permanezca usted a su lado poco tiempo; en los salones todo se critica.
—Así lo haré —dijo don Braulio—; pero me parece esta noche la primera en que teme usted la crítica.
—Sea usted expresivo, pero breve —añadió Luciano sin darse por entendido.
Mientras don Braulio desempeñaba tan delicadísimo encargo, Luciano examinaba atentamente la fisonomía de Clotilde: a cada sonrisa de su novia, su corazón latía de impaciencia: no contenta, preocupada quisiera haberla visto; mil pensamientos absurdos le asediaban. Comprendía que estaba representando el papel más triste que representó jamás hombre alguno, y más de una vez y más de dos estuvo a punto de interrumpir el coloquio, diciendo en alta voz: «Basta de broma».
Feliz o desgraciadamente, una linda morena se acercó al fingido Luciano, con quien habló unas palabras. Éste dirigió a su amigo una mirada desgarradora, y siguió a la joven al piano. Luciano, que comprendió el apuro de don Braulio, se alegró interiormente por vengarse del mal rato sufrido.
El caso era muy sencillo: Luciano estaba comprometido de antemano a repetir un duo muy en boga, en que tomó parte varias veces, y no habiéndose excusado, por olvido, no había medio de eludir el compromiso. Pero don Braulio no sabía música y el pianista preludiaba. Se impuso silencio; un silencio más profundo que de ordinario: todos se habían propuesto saborear hasta la más insignificante de las notas.
—Estoy ronco —dijo don Braulio al pianista.
—Eso no importa —contestó el músico, sacando una cajita del bolsillo—: aquí traigo un específico que cura de repente la ronquera.
—Además, he olvidado la música...
—No pase usted cuidado: Sofía recuerda bien su parte, y puede usted conservar en la mano los papeles.
Don Braulio hizo además otras objeciones que fueron victoriosamente contestadas.
Como había oído cantar el dúo muchas veces, se lo sabía de memoria: así es que se resignó suspirando, confiado en la garganta de su amigo.
Una voz fuerte y desafinada resonó por el salón, y hecho el primer disparo don Braulio prosiguió con valentía, creyendo en su ignorancia musical que el público le escuchaba con agrado. La tiple, asombrada, trató de seguirle, pero la voz de don Braulio se había declarado en completa fuga.
El pianista no sabía por quién decidirse y si acompañar a la tiple o al barítono.
Casi todos los rostros se cubrieron con pañuelos: hubo una dispersión numerosa, y las carcajadas contenidas en el salón se lanzaron en los pasillos inmediatos.
Clotilde estaba avergonzada. Luciano sentado en un rincón se tapaba los oídos. En aquel momento se oyó una tímida palmada: todos los ojos se volvieron hacia el que aplaudía: era un banquero sordo.
El buen sentido de don Braulio hizo que terminase pronto aquella escena: soltó los papeles declarando en alta voz y con modestia que había perdido el dominio de la voz y la memoria. Los que habían presenciado sus triunfos anteriores achacaron a alguna preocupación moral aquel extraño acontecimiento.
La tiple estaba furiosa: el banquero se acercó galantemente, para decirle que nunca había oído cantar un dúo con tanta gracia y sentimiento.
Luciano creyó llegado el instante de acercarse a Clotilde. No pudiendo desahogar su corazón con las frases de costumbre, acudió al único recurso que le quedaba; hizo una acalorada apología de Luciano. Clotilde escuchaba al anciano con deleite, pero al observar la animación de sus miradas y el brillo insólito que despedían aquellos ojos antes apagados, experimentaba una turbación incomprensible.
Aunque Herrera procuraba distraerla, la joven observó que el supuesto Luciano conversaba íntimamente con la hermosa vizcondesa del Arco, en un extremo de la sala. Desde aquel momento don Braulio no pudo obtener una mirada.
El concierto había terminado y la orquesta preludió un vals, a cuyos sonidos todas las jóvenes se conmovieron.
Comprendiendo Luciano el disgusto de Clotilde, pensó en la manera de evitarlo; pero al oír la música, Clotilde, volviéndose al que suponía don Braulio, le dijo con alegría:
—Es nuestro vals: Luciano dejará por fin a la vizcondesa.
El apuro del joven no podía ser más grave. Quiso avisar a don Braulio, pero se detuvo un instante, al ver que otro amigo suyo pedía unas vueltas de aquel vals a Clotilde.
—Lo tengo comprometido con Luciano —respondió la pobre niña.
—Entonces, permítame usted que insisista, porque Luciano ha olvidado su promesa.
No había medio de excusarse.
Don Braulio se disponía a bailar con la vizcondesa del Arco.
Empezó el baile y Luciano, que no había podido evitar el contratiempo, se sentó tristemente en una silla.
Como era un bailarín de los más intrépidos, las piernas le bailaban al oír aquella música.
El desaire de Luciano hirió de celos el corazón de la enamorada Clotilde. Obligada a valsar en aquella situación, sentía un malestar insoportable.
Hubiera querido llorar, pero el joven que oprimía su cintura la arrastraba rápidamente por el salón, sin sospechar el estado de su alma: por fin, sus fuerzas se agotaron y dio un grito de angustia.
El baile cesó y Clotilde cayó desmayada.
Dos horas después Luciano se paseaba en su despacho pensando en el dúo y en Clotilde.
Don Braulio dormía tranquilamente, y soñaba que el diablo le detenía en una calle proponiéndole una partida de ajedrez.
—Por fin encuentro un adversario digno de mi fuerza —exclamaba don Braulio aceptando la partida.
Y el diablo le decía de la manera más amable:
—¿Quiere usted que juguemos en su casa o en la mía?
V. A caballo
La tarde estaba hermosa.
Una hora hacía ya que rodaban por la Castellana los carruajes de los ministerios, cuando empezaron a enfilarse en el paseo coches de Lázaro, lujosas carretelas, modestas berlinas y ligerísimas arañas.
Desde las calles paralelas, los madrileños de a pie miraban con curiosidad, envidia o filosófica indiferencia aquella móvil cadena de coches, en que estaban estrechamente eslabonados el descendiente de Laín Calvo con el peluquero enriquecido, el absorto provinciano con el diplomático impasible, el mudo de nacimiento con el académico de la lengua, el banquero y el amante desbancado, el ignorante y la mujer de historia, y el vástago reciente de un noble primerizo con el último y estéril ramo de un tronco aristocrático.
Los coches rodaban; trotaban orgullosos los caballos; las señoras sonreían y los hombres saludaban. Sólo los cocheros permanecían majestuosamente impasibles en medio de tantos signos de amor, amistad o cortesía, a menos que algún miserable coche de plaza tratase de injerirse con cinismo en tan elevada compañía.
—Está usted desconocido, Luciano —decía un joven elegante, conteniendo a su hermoso potro con trabajo—; decididamente, ¿no puede usted moverse?
—Ya le advertí a usted que tengo todo el cuerpo dolorido: sólo sus instancias me decidieron a montar; pero le aseguro a usted que no saldré del paseo —respondía don Braulio, obligado por compromiso a lucir las dotes de jinete que su amigo poseía.
—¡Bah! Faraón tiene un galope muy cómodo: con algunos minutos de ejercicio entra usted en calor, y esta misma tarde daremos unos saltos.
—¿Saltos dice usted? —exclamó don Braulio todo asustado y fingiendo una voz de moribundo—; créame usted, estoy inútil.
—Ya veo un medio de que aplique usted las espuelas a su jaco: precisamente se acerca el carruaje de Clotilde.
—Pues juzgue usted el estado de mi salud, cuando evito tan agradable encuentro.
—¿De veras? Entonces le abandono para dar unas carreras: es usted hombre incierto. Dentro de media hora le buscaré para retirarnos juntos.
Y picando a su jaco, desapareció a lo largo del paseo.
Don Braulio hizo dar media vuelta al caballo, cuyo genio le habían ponderado, digámoslo en obsequio de su prudencia, después de estar sobre la silla: buscando un medio pacífico de pasar aquella insufrible tarde, murmuraba estas palabras por lo bajo:
—Quisiera saber lo que hemos ganado Herrera y yo con el trueque de los cuerpos: Luciano se aburre dentro del mío, y si bien me he procurado con el suyo un bienestar puramente físico, en cambio no gano para sustos. Héteme aquí, sin ser jinete, montado sobre un caballo de sangre, en medio de este laberinto: ¿qué haré si el animal, menos ciego que los hombres, conoce que yo no tengo el alma de Luciano, o si con un movimiento inadvertido le doy la señal de encabritarse o de hacer otra clase de ejercicios? ¿Quién se puede divertir a mis años caracoleando en el paseo o bailando en los salones? Y si al menos hiciese un estudio del mundo durante mi cautividad... Pero ¿qué me puede ofrecer el mundo que no conozca mi experiencia?
La vizcondesa del Arco, que iba sola en su carruaje, le saludó en aquel instante de una manera expresiva.
—¡Hermosa mujer! —dijo don Braulio—: más franqueza en sus miradas, más redondez en sus formas, más brío en su belleza y menos escrúpulos en su alma: ¡qué juventud tan larga: hace veinticinco años que empezó a ser joven... cuánto la quise! Aún hoy, tal vez sea la influencia del nuevo corazón que late en mi pecho, siento que me interesa su hermosura. Hace tanto tiempo que esos ojos evitan encontrarse con los míos... ¿Y por qué no he de sacar partido de mi situación? ¿Por qué no he de utilizarme del pacto? La otra noche me manifestaba un interés... Me decido: los carruajes van despacio, y es un medio de pasar la tarde sin peligro.
Mientras don Braulio se aproximaba al coche de la vizcondesa, Luciano seguía de cerca el carruaje de Clotilde cuanto le permitía su cuerpo fatigado.
—No puedo más —dijo por último, dejándose caer sobre una silla—: hoy los coches tienen una ligereza inaguantable.
Y sus ojos se fijaban con insistencia en los rostros bellos, los cuerpos elegantes o el ademán provocativo de las mujeres que cruzaban por el paseo; ni una sola mirada recompensaba su mudo galanteo: para la electricidad del amor, las arrugas hacen el efecto de aisladores.
En tanto su amigo, colocado junto al estribo de un lujoso coche, bañaba su orgullo en sonrisas amorosas.
—Herrera, voy a ser franca: aprecio mucho este rato de conversación —decía la vizcondesa mirando a Luciano fijamente, pero no se lo agradezco.
—Hace usted bien, Amelia: de la gratitud sólo nacen afectos tranquilos y vulgares.
—No hablo en ese sentido, y sin embargo, las palabras de usted me confirman en mi idea; quien así se expresa, tratará de parecer ingrato, para inspirar, en vez de sentimientos vulgares, pasiones y arrebatos.
—No comprendo, vizcondesa.
—Pues bien, me explicaré con claridad: en los galanteos de usted, a que no me opongo si han de serle útiles, sólo veo un pretexto para inspirar celos a Clotilde y aumentar la violencia de su cariño. ¡Es tan niña! ¡A su edad el corazón está tan tranquilo!
Don Braulio conoció que se trataba de exigirle un sacrificio. La mirada de Amelia tenía una intención profunda y enloquecedora.
—Siempre la misma —murmuró—; cuando el alma nace vieja o egoísta, el cuerpo vive joven muchos años.
Y añadió en voz alta, pero inteligible sólo para Amelia:
—Dice usted bien; un corazón tranquilo ni siente ni padece. Prefiero una mujer sin corazón.
—Tienen sus peligros para un joven...
—A menos que el joven tenga alguna experiencia...
—Lo cual es muy difícil.
—Pero no imposible: yo por ejemplo, vizcondesa, poseo toda la experiencia de un anciano.
Amelia no pudo contener una alegre carcajada.
—¿De cuándo acá esos alardes de madurez tan atrevidos?
—Desde que puedo justificarlos con mi estudio del mundo y mis recuerdos.
Don Braulio se sonrió, y la vizcondesa hubo de bajar los ojos turbada, sin saber a qué atribuirlo: sin embargo reponiéndose, dijo con dulce ironía:
—Confiese usted que sus recuerdos han de ser por fuerza muy recientes.
—Usted decidirá: puedo contarle historias, novelas de todas épocas: la última de que me acuerdo debió ocurrir cuando usted tenía veinte años: declaro, pues, que mi novela no es antigua.
Amelia se mordió los labios, sin abandonar por eso su sonrisa.
—Y ¿es interesante la novela?
—No, señora —dijo don Braulio bajando la voz—: sólo se trata de una niña candorosa y un hombre muy enamorado: la escena pasa en La Habana.
La vizcondesa callaba y palidecía...
Lo imprevisto del ataque le hacía perder su serenidad y su aplomo: no obstante, algunas reflexiones volvieron a su espíritu la calma.
—Las novelas cubanas son muy frías —dijo Amelia.
—El desenlace de la mía le va a dejar a usted helada.
—Entonces, espere usted a que me ponga el abrigo.
—¿Está usted ya dispuesta?
—Pero ¿tan terrible es el final de la novela?
—Todo lo contrario: se quedará usted fría por el desencanto. Figúrese usted que es el siguiente. Cruza en un carruaje una señora bella y elegante: un mulato muy joven, vestido con librea de lacayo, ocupa un sitio del pescante. Las facciones del lacayo son una copia exacta de las facciones de la dama.
Don Braulio pronunció pausadamente sus palabras, observando el efecto que producían en Amelia. La vizcondesa estaba lívida. «Por fin —dijo entre sí don Braulio, recreándose en aquel odioso espectáculo—, por fin he logrado producir una emoción en ese pecho insensible. Por fin me sirve de algo el cuerpo de Luciano. Ahora lo natural es que Amelia procure conquistarme, por venganza». Y saludándola con ironía, picó distraídamente los ijares del caballo.
—¡Le mata! ¡Le mata! —decía un minuto después Luciano levantándose de la silla, al ver que su amigo no podía dominar los fuegos de Faraón, que daba botes y se defendía del jinete—. El caballo ha conocido que mi cuerpo no es el mismo de siempre, y no ha derribado todavía a don Braulio, porque me conserva un poco de respeto.
Pero en ese mismo instante don Braulio cayó al suelo.
—¿Me habrá estrellado Faraón? —decía Herrera muy preocupado, dirigiéndose como todo el mundo al lugar del accidente.
Y al mismo tiempo un señor ya entrado en años, apartando a la gente que trataba de auxiliar al caído, cuando vio que éste no había sufrido daño alguno, exclamó en alta voz lleno de cólera:
—¡Señores!, la caridad se ejerce en los desgraciados: si un albañil cae de un andamio, nadie debe vacilar en socorrerle; pero el señor, que ha caído al suelo por lucirse, no merece que ustedes le socorran.
Al oír tan brutal provocación, don Braulio quedó atónito: el desconocido prosiguió:
—He observado atentamente los movimientos del jinete y siento que el golpe haya sido tan suave.
La paciencia de don Braulio tuvo un límite y el orador recibió un latigazo en las espaldas.
Quiso repetir don Braulio aquel saludo amistoso; pero sintió que le detenían el brazo, y volviéndose se encontró frente a frente con Luciano.
—¡Desdichado! —le dijo su amigo con espanto—: ese golpe me priva de una herencia: ha dado usted de latigazos a mi tío.
VI. A las puertas de la muerte
Amaneció un día frío y lluvioso, y Herrera se despertó acometido de extraños e insoportables dolores: quiso mover el cuerpo, pero sus miembros paralizados no le obedecían. Entonces recordó que don Braulio acostumbraba a padecer fuertes ataques de reuma y maldijo el pacto que le hacía administrar un cuerpo tan arruinado, obligándole a sufrir las enfermedades y achaques de su amigo.
Inmóvil bajo las sábanas, veía cruzar por su mente todos los objetos de la creación dotados de más animación y movimiento: pájaros batiendo sus alas, ardillas infatigables, corzos ligeros, trineos deslizándose en la nieve, velocípedos sin cuento, y a don Braulio bailando con su cuerpo una galop desenfrenada.
A las dos horas, tanto se agravaron los dolores, hiciéronse tan insufribles, que Luciano empezó a temblar y creyó llegados sus últimos momentos.
Mandó llamar a su amigo con presteza y atronó la vecindad con sus gemidos. Sabina y Adela no cesaban de salir y entrar en la alcoba, creyéndole en gran peligro. El médico de la familia, avisado con urgencia, llegó muy alarmado.
—¿Quién es usted? —le preguntó Luciano, que no le conocía.
—¡Pero... papá! ¿No conoces al médico que te asiste, a tu amigo don Alejo? —dijo Adela asustada.
Luciano, a quien la visita del doctor, y su inmovilidad, sus dolores, el aspecto de la alcoba y todo cuanto le rodeaba no lograban sino irritarle, hizo un esfuerzo para levantarse; pero sólo consiguió que se agravasen sus padecimientos. Su exasperación llegó al colmo con aquella contrariedad, y dijo fuera de sí, con acento de despecho:
—¡Que llamen a don Braulio! ¡Esto ya pasa de broma!
—Señor —exclamó Sabina con lágrimas en los ojos—, ¿qué está usted diciendo? Si don Braulio es usted mismo.
—Sabina, yo bien sé lo que me digo: don Braulio es un cascajo cuyos males sufro sin culpa: don Braulio quiere reírse a costa mía.
El médico llamó aparte a las dos mujeres, y les dijo con tono solemne:
—Está muy malo.
Sabina y Adela rompieron a llorar.
—El pulso está alterado, y la enfermedad no presenta en sí caracteres graves, parece un ataque de los muchos que ha sufrido; pero no me atrevo a administrarle medicinas contra los dolores, y debo dirigir todos mis medios a combatir la congestión cerebral que se presenta. Don Braulio está delirando: no me ha conocido; no se conoce a sí mismo. Esto es lo grave. Esto es lo que debemos combatir con sinapsismos, sanguijuelas y cantáridas.
—¡Dios mío!
—Resignación, señoras, y tratemos de salvarle. Pero, como todo puede suceder, y todavía conserva un resto de conocimiento, antes de que llegue la postración que está indicada y los caracteres de la enfermedad se declaren francamente, bueno será estar prevenidos y hacerle comprender su estado verdadero, para que se disponga como cristiano y como padre.
—¡Pobre señor! —dijo Sabina sollozando.
—¡Mi padre se muere! —exclamó Adela conteniéndose como pudo.
—No hay que perder las esperanzas. Es preciso sangrarle ante todo. Que avisen al cirujano. Procuren ustedes ocultar su emoción y yo me encargo de prevenir al enfermo.
Sabina y Adela salieron de la alcoba llorando, y don Alejo tomó asiento en una silla al lado de la cabecera, meditando un medio indirecto y diplomático para anunciarle la mala nueva. Hubo un rato de silencio.
—Amigo mío —dijo don Alejo—, la vida es muy poca cosa.
—¡No estamos conformes! —contestó Luciano incomodado.
Don Alejo se rascó la cabeza y hubo otro rato de silencio.
—Don Braulio —dijo por fin—, usted ha vivido muchos años, ha visto mucho por esos mundos...
—No estamos conformes tampoco.
—¡Don Braulio! —replicó don Alejo incomodado, al ver que el que creía su amigo le cerraba todos los caminos para explicarse—. Don Braulio, usted se muere.
Aquellas palabras, dichas con cierto rencor, helaron de espanto al pobre Luciano, que calló dominado por la emoción. Don Alejo creyó que, sin querer, había dado en la fórmula que necesitaba para ser entendido, y añadió con más dulzura:
—Veo que con usted son inútiles los rodeos, y le prevengo que está usted en una crisis cuyos resultados son muy problemáticos. Creo llegado el momento de pensar algo en la otra vida y confesarse y hacer sus disposiciones.
—¿Pues sabe usted —dijo al fin Luciano— que yo no me conformo?
—Tenga usted más dominio sobre sí, y calcule que Dios envía los males y la muerte cuando lo juzga necesario.
—Pero señor doctor —repuso Luciano—, es que usted no sabe lo que pasa. Vamos a ver. ¿Se resignaría usted a morirse en lugar de otro, aunque éste fuera su más íntimo amigo?
—De ninguna manera.
—Pues eso es lo que sucede: me estoy muriendo por don Braulio.
Don Alejo se levantó creyendo que el delirio se agravaba.
—Descanse usted y hable poco. —Y salió a disponer una receta.
—Esto pasa de raya —murmuraba Luciano con desesperación—: haber trocado mi cuerpo sano y robusto por el de un cadáver: experimentar la agonía con todos sus horrores... De manera que estoy condenado a morir dos veces: y ¿qué hará mi alma, después de muerto don Braulio, mientras éste no me devuelve lo que es mío?
Pasó un cuarto de hora; uno de esos cuartos de hora que no tienen límite: por fin sintió rumor de personas que hablaban en una habitación inmediata, y el legítimo don Braulio entró con precaución en la alcoba, cerró la puerta y se acercó con gravedad al lecho.
Herrera al verle no pudo contener su alegría.
—Es preciso llamar al diablo cuanto antes y deshacer el cambio, amigo mío. Yo entregué mi cuerpo aceptable, sin mácula, y usted me ha dado en trueque una lacería.
—Sería inútil, Herrera —contestó don Braulio sentándose con una facilidad de movimientos que irritó al infeliz que yacía entre las sábanas.
—No lo creo.
—¿Olvida usted que hemos firmado el pacto por un año?
—Pero hay circunstancias especiales que anulan los compromisos.
—Si el diablo tuviese intención de acudir, ya le tendríamos aquí presente.
Herrera se desesperó ante aquella lógica inflexible, y exclamó en el colmo de la ira:
—Pues don Braulio, disponga usted su alma, porque se muere usted antes de una hora.
—No lo crea usted, amigo mío, si mi cuerpo muere, la que debe disponerse es el alma que lo ocupa. Si no fuera así, estaríamos el uno a merced del otro. Figúrese usted que se le ocurre la idea del suicidio, ¿he de ser responsable de una locura ajena?
—Don Braulio: es usted un malvado y este pacto una estafa.
—Usted lo propuso.
—Y usted lo aceptó.
—Hablemos con calma, Herrera, porque está usted estropeando mi cuerpo al acalorarse, y el día de mañana no me servirá de nada si usted concluye con él de esa manera. Usted se queja de haber sido engañado y no tiene razón; se ha encargado usted de administrar mi cuerpo que esta muy delicado, y tiene usted un alma impetuosa y unos arranques que concluirán con sus fuerzas o lo dejarán durante el año en un estado lastimoso. ¿Qué podré vivir después que usted me lo entregue tan usado? Es cierto que sufre usted por mí algunas molestias; pero en cambio, ¿no sabe usted la vida que le ahorro usando de su cuerpo con la templanza que el hábito me ha hecho adquirir y es en mí una segunda naturaleza? Usted con sus locuras me compromete y concluirá por hacerme ridículo, lo cual es insufrible para un viejo, y yo le formaré a usted una reputación de madurez y buen sentido, que es un adorno para un joven. ¿Quién pierde en este pacto, amigo mío?
—Todo eso es muy bueno; pero la situación crítica en que me encuentro destruye sus razones —dijo Herrera—. Conozco que me muero, es decir, que usted se muere.
—No hay semejante cosa: usted sufre un ataque de reuma casi general y por efecto de las lluvias, y sus desvaríos han hecho creer al médico que está usted delirando, lo que a ser cierto significaría un gran peligro; pero quitando este carácter al mal, no queda sino un ataque de los que me acometen a menudo.
—¿No me engaña usted, don Braulio?
—Entre nosotros no puede haber secretos ni disimulo.
—En efecto, me siento mejor. ¿Y qué debo hacer?
—Sufrir con paciencia los dolores, no decir que es usted Herrera, porque nadie le creería, y dejar que yo le asista en todas sus enfermedades.
Después de algunas breves explicaciones salió don Braulio a tiempo que se disponían a entrar el médico y el cirujano con un arsenal de emplastos y la lanceta en ristre. Don Braulio los contuvo.
Hubo una discusión acalorada: don Alejo quería sangrar al enfermo a toda costa y llenarle el cuerpo de cantáridas. Sabina y Adela tomaron el partido de aquellos sabios, y abrumado por el número, tuvo que sucumbir don Braulio y ver sangrar su propio cuerpo, cuando no le hacía falta. Herrera exasperado concluyó por delirar y estuvo casi a las puertas de la muerte, y don Braulio, cada vez que veía salir de su cuerpo una gota de sangre, decía interiormente, contemplando al enfermo con tristeza: «No hay remedio; me matan entre todos».
VII. Confidencias
Luciano, ya convaleciente, envuelto en una bata larga y cubierto con un gorro negro y puntiagudo, estaba acurrucado en el sillón de vaqueta, al lado de un magnífico brasero: don Braulio se paseaba por el gabinete, parándose delante de su amigo y bajando la voz cada vez que reanudaba una conversación que parecía serle muy penosa.
—Rara vez adquiere el hombre ofendido la evidencia del ultraje: todo conspira en su daño: los mismos que pregonan su desgracia guardan con él un silencio compasivo: el vicioso, por indiferencia, y los demás por temor o por tener la misma incertidubre. Las gentes fallan en estos asuntos con cruel ligereza, y condenan antes y con más severidad que el agraviado. Éste se encuentra solo con sus sospechas e incomunicado de todos, porque los amigos únicamente se atreven a abrir los ojos al hombre sin escrúpulos que se obstina en cerrarlos.
—Lo cual prueba que ha condenado usted precipitadamente.
—Eso no: tengo la convicción moral de la culpa, una serie de sospechas, de indicios y de observaciones suficientes para formar mi juicio; el corazón advierte los peligros, el semblante delata a la culpable, y si sorprendida una vez o más logra justificarse, esas pruebas materiales suelen no tener valor alguno cuando se juzga moralmente.
—Supongamos —replicaba Luciano— que la falta es evidente; pero a veces las conveniencias imponen ciertos sacrificios, sobre todo teniendo una hija.
—Desengañémonos: cada cual se hace esclavo de las preocupaciones del mundo mientras se conforman a sus gustos; así es que el avaro desprecia la opinión que los demás forman de la usura, y con ella se enriquece: el ambicioso, que siempre ha aparentado por el bien parecer gran amor a su familia rompe con ella y la sacrifica cuando es un obstáculo para sus planes; el que comprende lo absurdo del desafío y se bate, es porque su orgullo puede más que su conciencia. Y el que censura al avaro, al ambicioso y al pendenciero suele en cambio ser jugador, blasfemo o libertino.
—Estoy conforme en que la reconciliación le ofrezca a usted escrúpulos en estos momentos. Cuando Adela me hizo prometérsela por debilidad, le aseguro a usted que no había pensado en los inconvenientes; sin embargo de que mi lealtad...
—No siga usted adelante, o volvemos a la cuestión de la evidencia. Se cree en la lealtad de los amigos, se piensa lo mejor piadosamente; pero... entre las ideas más risueñas nace otra idea triste, y detrás de la mujer rastrea la culebra.
—Don Braulio, esa desconfianza continua debe ser un martirio.
—Es otro achaque de los años; aunque usted padezca por mí las dolencias del cuerpo, no por eso me he quedado libre de dolores.
—Yo también dudo cuando tengo motivos graves.
—Pues yo me suelo adelantar a los motivos.
—En fin, don Braulio, creo que usted debe posponer sus rencores a la conveniencia de su hija.
—Y así lo hago.
—No estamos conformes.
—Me explicaré: yo quiero, ante todo, que sea Adela virtuosa.
—Y separándola de su madre, haciéndole meditar sobre las causas de esa conducta, ¿no repara usted que ha destruido parte de su inocencia?
—Y que sufre sin culpa, ¿quién lo duda? Pero... a su edad se observa mucho, porque el alma necesita explicarse todo lo que no comprende; y es preferible que la idea primera de la falta esté unida a la de un castigo cruel, a que nazca en ella esa idea por el ejemplo de una madre.
—¡Don Braulio!...
—Ya lo he dicho: el miembro podrido se corta; la mujer que olvida sus deberes se repudia.
—Hay separaciones de cierto género.
—Luciano, estas confidencias que la necesidad me obliga a hacer serán las últimas: mi resolución es irrevocable.
—Duéleme también, aún más que mi situación particular, ver que Adela le ha cobrado a usted cierto rencor, conociendo su oposición a que sus padres se reúnan: me causa verdadero disgusto ese odio de una hija hacia su padre.
—El alma sólo distingue lo humano a través de los sentidos y se equivoca fácilmente: sólo prescindiendo de ellos se ve algo claro. No extraño, pues, que mi hija me desconozca, y su espíritu no adivine al mío.
Y don Braulio siguió paseándose.
—Las ocho —dijo al cabo de un rato y con voz completamente serena—; ésta es la hora de la cita.
Luciano se sonrió y le dijo alegremente:
—Vaya usted a distraerse.
—Soy franco, no me agradan semejantes entrevistas.
—Pues debe usted hacer un sacrificio: me citan en mi casa, y aunque la dama no sea de su agrado, debe usted representarme por cortesía: ya ve usted que el cuerpo que ahora uso no está para moverse del asiento.
—Luciano, créame usted: por poco aprecio que esa mujer le merezca, nuestro papel resulta muy desagradable.
—Así lo creo —respondió Luciano—, no podemos mover los pies sin tropezar el uno en el otro. Pero hay un medio de vencer hoy el obstáculo: rompa usted con esa mujer, sin miramiento alguno; con eso nuestra conciencia se tranquiliza, me evito compromisos y usted tiene en qué emplear el tiempo de la cita.
—Eso es otra cosa; entonces seré inflexible.
—Acaso sea una ventaja que usted me presente: mi carácter es muy débil y tal vez me ablandaría.
—Pero... —dijo don Braulio, ya con sombrero en mano— la carta no tiene firma; ¿cómo se llama esa señora?
—Carlota, Carlota, lo apuntaré en un papel...
—No es necesario —respondió don Braulio con voz ronca y saliendo de la habitación rápidamente.
«¿Por qué me apresuro? —pensaba en el camino—: siempre he de estar abrumado de sospechas».
Don Braulio, sin embargo, caminaba muy deprisa.
Pocos minutos después entraba en su casa: la criada le anunció que tenía en su cuarto una visita.
Al llegar al gabinete, se detuvo, sin atreverse a abrir la puerta, y aun experimentó deseos de volverse.
«¡Bah! —se dijo, dominando con trabajo la emoción que sufría—; la conversación sostenida con Herrera me ha preocupado: como si en el mundo sólo hubiese una Carlota: estas coincidencias las crea la imaginación, pero no se verifican fácilmente».
Y no sin cierto temblor abrió la puerta.
Al verle entrar, una mujer hermosa, aunque no muy joven, alzó el velo que cubría su rostro y le dirigió su más dulce sonrisa.
Don Braulio palideció; sintió que su corazón estallaba y que de sus ojos iban a brotar lágrimas de ira.
Pero un esfuerzo de voluntad refrenó la debilidad de la materia, obligando a su rostro a sonreír y a sus ojos a dirigir una mirada cariñosa.
Después dijo entre sí sarcásticamente: «La idea de haber sido injusto y cruel tenía ciertos encantos. Todo es preferible a la evidencia».
VIII. Emociones
Pasaron diez, veinte minutos, acaso media hora; uno de esos espacios de tiempo que no se miden. La aguja del reloj sigue en ellos trazando su círculo, pero el hombre pierde la idea de su existencia.
Don Braulio se había sentado maquinalmente al lado de su mujer, y contestaba a sus preguntas de un modo mecánico. Mejor dicho, el alma de don Braulio vagaba aturdida de un lado a otro, mientras la boca de Luciano hablaba estúpidamente con Carlota. Ésta observó al cabo de un rato como una nube en la frente de su amigo: era que el alma de don Braulio volvía a tomar posesión de aquella frente.
Y el rostro del joven adquirió una expresión severa y fría; cesaron sus sonrisas, enmudecieron sus labios; en sus miradas había cierta expresión de odio y desprecio.
—Tengo miedo —dijo Carlota mirando a todos lados.
—¿De quién? —contestó don Braulio fríamente.
—De mi marido: no sé a qué atribuir esta preocupación, pero creería que me escucha. ¿Estamos solos? Como acababa de entrar cuando llegaste, no he registrado el cuarto. ¿Ha estado Braulio en este gabinete?
—¿Braulio?
—Sí, Luciano, cuando te conocí ignoraba que fueses amigo íntimo de mi marido; por eso, al averiguarlo, me apresuré a escribir, encargándote el mayor secreto.
«Torpe de mí —pensaba don Braulio—; no conocí la forma de la letra».
—Contéstame francamente: ¿sabías, al empezar nuestra amistad, que Braulio fuese mi marido?
Don Braulio no podía responder a aquella pregunta, que le producía nuevas cavilaciones.
—Nadie mejor que tú debe haberlo observado —dijo vacilando.
—En efecto, ni una palabra, ni un gesto te han vendido, y a tu edad no se disimula tan obstinadamente: a pesar de eso juraría que hoy poseías el secreto: he notado en tu semblante algo que me indica lo mucho que en tu estimación he perdido.
—No lo creas: tengo de ti la misma opinión que tenía en nuestra última entrevista.
—Y sin embargo, me pareces otro. Entonces no temblaba en tu presencia: entonces, al verte, no me acordaba de mi marido, no me parecía estar sufriendo sus miradas.
—Tranquilízate: acabo de dejarle en su casa; si quieres, registra la alcoba y verás que estamos solos.
—Te creo, te creo; pero dime, ¿has visto a mi hija?
—Sí la he visto.
—¿Se acuerda Adela de su madre?
—Para llorar únicamente.
—¡Oh! —dijo Carlota enjugándose los ojos—. ¡Qué castigo!
Don Braulio no se conmovió al oír aquellas palabras; antes bien procuró aumentar el daño que había producido.
—Adela padece mucho a la edad en que otras no saben lo que es un sufrimiento.
—¡Calla! ¡Calla! Su padre no tiene caridad.
—¿Su padre? —dijo don Braulio irónicamente, pero espiando con curiosidad el semblante de Carlota.
—¡Cómo! —dijo ésta, levantando con altivez los ojos y lanzando una mirada de indignación—. ¡Su padre! ¡Su padre! Braulio tiene derecho a dudar de todo, menos de su hija.
Don Braulio respiró en ver la mirada altanera de Carlota: sabía que los ojos son malos embusteros.
—Luciano, tus palabras me han herido, porque te creía incapaz de pronunciarlas; pero sufro el castigo natural de mi falta: nunca el objeto por el cual se comete un crimen compensa las amarguras que produce.
El verdadero Luciano se hubiera avergonzado; pero don Braulio no hizo más que concebir este desagradable pensamiento: «Carlota me aborrece hasta en el cuerpo de Luciano; nuestras almas se repelen por instinto».
Y a su vez Carlota, que esperaba inútilmente alguna palabra de consuelo, dijo entre sí con melancolía: «Me desprecia: y tiene razón al despreciarme». Después añadió en voz alta:
—Luciano: comprendo lo que pasa en ti; leo en tu corazón perfectamente.
Don Braulio se sonrió de un modo extraño. «Si leyeses en mi corazón —pensaba al sonreírse—, huirías de mi lado».
—Conozco que me rechazas —añadió Carlota— sin buscar una disculpa para justificarme: como si tu amigo estuviese exento de responsabilidad por mi conducta.
—¿Don Braulio?
—¿Te sorprende?
—No lo creo —dijo el aludido con indignación, temiendo alguna fábula ridícula—: explica tus palabras.
—Veo que no conoces el carácter de tu amigo.
—Le he estudiado mucho.
—Y... ¿no le desprecias?
Don Braulio se quedó inmóvil y sorprendido.
—Al contrario: le estimo en lo que vale.
—Entonces le has juzgado muy ligeramente.
Amenazado de un análisis implacable, don Braulio experimentó una sensación penosa y tuvo dudas de sí mismo: hubiera deseado variar de conversación, pero la curiosidad y el afán de disculparse le excitaban a escuchar lo que suponía, no un retrato fiel de su carácter, sino una de esas murmuraciones venenosas que no suelen llegar a los oídos de la persona a quien atacan.
—Vanidad y egoísmo, he aquí el retrato fiel de Braulio: uniose a mí sin cariño y por comodidad únicamente: siempre sobre su pedestal, haciendo el papel de estatua, divinizó los derechos de marido: sus palabras eran sentencias y viví continuamente humillada bajo su superioridad abrumadora: jamás depuso los atributos de la majestad en mi presencia: yo era un mueble en mi casa.
Al mismo tiempo que escuchaba, iba don Braulio recorriendo su memoria: con gran espanto suyo, en pro de la acusación, brotaban testimonios en su conciencia.
Carlota en tanto proseguía:
—Hay hombres superiores ante los cuales nos inclinamos voluntariamente: pero cuesta trabajo doblegarse a los hombres más vulgares. La mujer se deja fascinar por el cariño, y concede cualidades que no tiene al hombre que supo seducirla: pero en cambio sorprende con rapidez y exagera los defectos del que no le inspira simpatías. Braulio no era joven y creyó ridículo y humillante conquistar mi afecto; su corazón gastado no se reanimó al contacto mío, y me dejó aislada en la edad de los peligros: taciturno siempre, al principio me infundía respeto, y concluyó por causarme miedo su semblante frío y pálido: su dignidad le impidió tener en casa un solo instante de alegría y me engolfé en ciertas lecturas: mi imaginación mal preparada se hizo romancesca y durante algún tiempo padecí la alucinación de creerme casada con un muerto.
—Hasta ahora sólo pruebas que el carácter de don Braulio es severo y tu imaginación muy exaltada.
—Yo he espiado día y noche sus acciones: a través del velo imponente con que cubre su carácter, descubrí que su egoísmo le impedía consagrar algunos ratos a educarme a sus costumbres; su orgullo le hacía considerar mi cariño como un deber únicamente, y convertir sus impertinencias en actos graves y muy reflexionados. En fin, si la antipatía me cegaba, puedo asegurarte que ésta fue en mí involuntaria: lo cual me hizo reflexionar que quien tales resultados producía contra su interés no debía ser un hombre de talento.
Don Braulio estaba muy violento; pero su fuerza de voluntad le contenía: veía un fondo de verdad entre aquellas apasionadas reflexiones.
—No debía serlo, porque mi educación y mis inclinaciones me apartaban del mal camino: la mujer criada por una buena madre tiene grandes elementos para vencer las tentaciones de la vida. ¿Sabes la influencia única que Braulio ejerció sobre mi carácter? Yo era religiosa; Braulio sembró en mi espíritu la duda.
Don Braulio se miró al espejo para convencerse de que estaba en un cuerpo ajeno, y sólo de esta manera pudo ya dominarse.
—Basta, basta: todos esos cargos no atenúan tu yerro; tus disculpas equivaldrían a suponer que sólo los hombres de talento tienen derecho a la fidelidad de sus mujeres —contestó don Braulio con acento rencoroso.
Carlota le miró asombrada: no creía que su defensa pudiera producir un efecto tan contrario al que se había propuesto. Sentíase abrumada ante las severas palabras de Luciano, que no tenía autoridad para reprenderla.
—Entonces —añadía don Braulio—, decidida por el frágil juicio de una mujer la incapacidad de su marido, bastaría aquel fallo para condenar a éste a la infamia: y en los crímenes conyugales, cuando la mujer delinque, ¿quién es el castigado?
—Los dos, los dos —dijo Carlota bajando los ojos y asustada con las miradas centelleantes de Luciano—. ¿Crees escaso castigo el desprecio de los demás y la intranquilidad de la conciencia? ¿Te parece poco el encontrarse despreciable a sí misma y merecer hasta de culpables como tú lecciones tan duras?
Y añadió de repente, bajando la voz y apartándose aterrada:
—¡Ah!, eres un infame: no en vano me sorprendía tu severidad incomprensible: hablabas de ese modo porque sabías que nos escuchaba mi marido: el corazón me lo decía.
—¿Cómo? —exclamó don Braulio receloso y sin explicarse lo que sucedía.
—No finjas sorpresa: nos escuchan: he sentido ruido en esa alcoba. ¡Ah!
Carlota se tapó la cara con un velo.
Sin duda la persona que estaba oculta conocío que había sido sorprendida; porque se abrieron las vidrieras de la alcoba, y una mujer tapada salió en dirección a la segunda puerta por la que desapareció rápidamente.
Se oyó el ruido de la llave: sin duda la fugitiva quiso cubrir su retirada.
—¡Adiós! ¡Adiós para siempre! —dijo Carlota levantándose y tan azorada que no escuchaba voces ni razones.
Cuando la puerta pudo abrirse, don Braulio pidió inútilmente informaciones que explicasen la aventura.
Después empezó a dar paseos por la alcoba.
Y por fin dijo dándose una palmada en la frente:
—O ha sido la vizcondesa, o el diablo: preferiría que hubiese sido el último.
IX. Monólogo
—Después de tantas amarguras, creía que los dolores estaban apurados: pero el dolor es inagotable.
»Restábame encontrarme preso en un cuerpo que odio: tener que conservarlo por instinto y castigar las ofensas que reciba mientras lo habito: ser cómplice y fomentador de mi deshonra y no pasar por delante de un espejo sin recordar mi humillación y mi vergüenza.
»Figurábame terminados los padecimientos morales, y sólo temía ya el dolor supremo de la muerte. ¡Qué sarcástico me parece este rostro sin arrugas, ocultando un alma tan decrépita; qué vida tan violenta la que resulta de este cuerpo ya amalgamado con mi espíritu! Ayer me recreaba en su belleza: hoy lo encuentro deforme.
»Y sin embargo, mayor deformidad aún es el verme lanzado a las intrigas amorosas, cuando sólo desdén me inspiran las mujeres. ¿Desdén? Acaso me equivoco: alguna importancia debo concederles, si tales sensaciones me producen: no se debe llamar frívolo al ser que, mezclándose en nuestra vida, derrama tanta felicidad o acarrea tantos males
»Pero el amor no es sino orgullo.
»Por eso Amelia, a cuyos pies me arrastraba inútilmente en otro tiempo, dejó en mí recuerdos muy profundos, los del amor propio ofendido, al ver que un alma débil de mujer se resistía a mi dominio: los golpes que recibe la soberbia no se olvidan: la prueba es que mi cariño dejó de existir, y siento cuando veo a Amelia cierto afán de dominarla.
»¿Pero, la he amado?
»¿He amado a Carlota?
»Carlota tiene razón: he sido un necio. Como el sistema de la humildad y la dulzura me había producido un desengaño con Amelia, imaginé que con las mujeres se debía ser severo. O equivoqué los sistemas, o en amor es preciso ser ecléctico. Yo no creí dejarla aislada al evitar su conversación; al emplear todo el rigor de carácter en su trato: es bien triste no saber acertar nunca y por equivocación perder la honra.
»Acaso con Carlota hubieran sido iguales todos los sistemas.
»A tener firme resolución de amar a su marido, Carlota hubiera tomado por cualidades mis defectos; y a ser buena cristiana, en vez de convencerse con los argumentos de un escéptico, hubiera procurado devolverme la fe y trabajado por mi alma. Su corazón estaba de antemano pervertido: veía un cadáver en mí, porque me había condenado a muerte: me tenía miedo, porque su conciencia era culpable.
»¿La he amado? A lo menos algún sentimiento tierno me hizo experimentar cuando se sentaba junto a la cuna de mi hija.
»Adela, Amelia, Carlota, Clotilde: estoy rodeado de mujeres. No confundamos: Adela y Clotilde por un lado; Carlota y la vizcondesa aparte: entre las mujeres hay dos sexos.
»Aislado vivía con mis amigos, y vuelvo de repente a esa guerra de celos y exigencias, desengaños e ilusiones, placeres y tormentos; felizmente soy invulnerable: la privación no me tentaba antes de convertirme en joven: no es fácil ahora que se despierte mi apetito.
»Y si es cierto que el amor es todo orgullo, ¿qué podrían halagarme triunfos consentidos en semejante situación, ignorando todavía si vence a la mujer el alma o sólo el cuerpo?
»Pero... una regeneración completa, una vida real y no accesoria en este cuerpo cambiaría mis ideas, creándome otro género de existencia: me estorba únicamente por ser ajeno y porque debo entregarlo a su dueño y no a la tierra. Si fuera mío, sería yo el ofensor en vez del agraviado.
»¡Cuánto viviría de ese modo mi alma en cuerpo tan vigoroso! La verdad es que después de lo ocurrido aquí, no siento deseo de reclamar el mío, cuyo rostro habrá de ruborizarse tantas veces.
»Es preciso que busque armas con que defenderme o algún desquite para mi orgullo. Dejar huellas en la honra del que fue mi amigo, si he de hacer la entrega, o reírme de mi afrenta conservando para siempre el cuerpo de Luciano. ¡Quién sabe si el diablo querrá auxiliarme en esta empresa!
»Sí; el diablo: adivino su presencia. Su espíritu nos hace caminar en una dirección determinada como el viento a los navíos: entre Luciano y yo se desenvuelve un drama, cuyo personaje principal es invisible y dirige la acción, combinándola a su gusto: acecha nuestros pasos dejándonos resbalar dulcemente cuando erramos la buena senda: nos recuerda al oído agravios para despertar nuestros rencores: explota en su provecho el malhadado pacto y nos amarga el poco bien que de él nos prometíamos.
»Sin embargo, todo se explica naturalmente; los principales hechos que producen este malestar mutuo son anteriores a la trasformación y no el resultado de causas inmediatas. ¿Qué significamos en el mundo este pequeño grupo de personas para sufrir la incesante persecución del mal espíritu? Harta ocupación le proporcionan invocándole a cada momento los hombres cegados por sus pasiones: si tuvieran sonido las voces de la conciencia, y eco material los malos pensamientos, qué clamoreo tan infernal resultaría. Bastante tarea debe ser para el diablo recorrer pueblos diversos, inspirar ideas, sembrar odios y ofrecer a los hombres irresistibles tentaciones, extasiarse en el culto que le tributan el ambicioso, el avaro, la mujer desenfrenada, el vengativo, el sibarita, el envidioso y el indiferente.
»El diablo no se acuerda de nosotros.
»Fue nuestro auxiliar porque intentábamos realizar un deseo fecundo en males; pero no torció nuestra voluntad ni nos impuso tal deseo: facilitó la ejecución del proyecto, como hubiera proporcionado víctimas a un asesino, ocasiones a la mujer débil, riquezas al corruptor, misterio al hipócrita, armas al suicida y popularidad a los tiranos.
»El diablo acoge toda idea dañina, como el hombre perfecciona muchas ideas del diablo: no tengo duda de que éste ha aprendido algo en sus viajes por el mundo. Nos auxilió cuando quisimos cambiar de cuerpos; es decir, trasplantar mi alma helada a un cuerpo hermoso que fascina a las mujeres, y comprimir un espíritu apasionado en el decrépito armazón que me envolvía: aprisionar en el cuerpo del ofensor al ofendido e infundir la conciencia de aquél en el cerebro del agraviado.
»Los males existían ya: sólo faltaba que nos fuesen revelados de un modo seguro. Yo rehuiré la presencia de Luciano; éste temblará en mi presencia: yo estaré condenado a acompañar constantemente al que me produjo un daño que no suele perdonarse, y éste vivirá esclavo en un cuerpo cuyo contacto debe estremecerle.
»Es indudable: no hay otra solución que hacer perpetuo el cambio.
Y don Braulio hizo tomar a su rostro una expresión sardónica: aquel pensamiento produjo en sus labios una sonrisa repulsiva.
Después quedó suspenso un rato: acaso invocaba al diablo mentalmente.
En el instante mismo dieron unos golpecitos en la puerta. Don Braulio se quedó pálido, abrió no sin recelo, y al encontrarse con Teodoro, hizo un gesto de impaciencia.
—Seré lacónico —dijo el desdichado pretendiente, conociendo que estorbaba—. Ante todo, debo advertir que no te guardo rencor por tu conducta: la encontré original: me gustan las emociones y me proporcionaste la sorpresa de ser despedido de una casa. No puedes figurarte lo que gustó la aventura a los amigos.
Teodoro llegaba en mala ocasión, porque el gesto de Luciano se reprodujo.
—Conozco que molesto, cuando mi objeto es prestarte un servicio.
—No entiendo.
—Oí que preguntabas inútilmente a los criados el nombre de una dama, y quiero probarte mi amistad confiándote el secreto.
—¿Lo sabes?
—Con seguridad. La que salió de tu alcoba huyendo rápidamente... era...
—Acaba pronto.
—La mujer de don Braulio.
Don Braulio se quedó desconcertado: no había aclarado sus dudas, pero en cambio era pública su infamia.
—La conocía por Adela —dijo Teodoro—, y no sin sorpresa la vi entrar en tu cuarto. No temas, seré prudente, pero exijo que protejas mis amores.
X. Una conquista
Adela y Sabina, colocadas en silencio tras la puerta del gabinete, miraban con impertinente curiosidad por el agujero de la llave.
—¿Ha visto usted el calendario, señorita? —decía la antigua criada, como queriendo explicarse un misterio.
—No hay en toda la semana un santo conocido.
—Pues los estuches y las cajas no pueden ser sino regalos para usted. —Don Braulio sólo acostumbraba a hacer obsequios a su hija.
—¿Y los pinceles?
—Eso es lo que me extraña.
—Hace algún tiempo me habló de llevar al restaurador el cuadro que está encima de la puerta. ¿Se habrá decidido a arreglarlo por sí solo?
—Don Braulio no entiende de pintura.
—Tampoco entendía de música y ahora todas las tardes toca el piano, y aunque apenas tiene voz, canta con mucha afinación cuando le acompaño.
—Es verdad.
—Y ha escrito versos en mi álbum.
—El señor parece otro.
—Lo cierto es que nos ha prometido una sorpresa para hoy, día de su primera salida a la calle después de la enfermedad, y por algún motivo se ha encerrado en su habitación. Pero... no se ve nada.
—Y se ríe a solas. ¿Sabe usted que esas carcajadas no me gustan?
—A menos que haya estropeado el cuadro...
—Ya lleva pintando cerca de dos horas.
—Creo que sale...
Adela y Sabina se retiraron de puntillas al otro extremo de la sala, fingiendo estar ocupadas en el arreglo de los muebles.
La puerta del gabinete se abrió, y Luciano se presentó triunfalmente delante de las curiosas, quedándose inmóvil para observar el efecto que su presencia producía.
Adela lanzó un grito de sorpresa.
Sabina se santiguó, según costumbre.
Y era para sorprenderse y santiguarse. Don Braulio había cambiado de aspecto; su mejillas estaban sonrosadas y lustrosas; en vez del bigote y patilla blancos, sobre sus labios ostentaba un bigote negro, y en su cabeza la más artística y disimulada peluca. Envuelto en un elegante levitón abrochado, cuyos faldones caían sobre su pantalón gris, obras maestras de un discípulo de Utrilla, parecía uno de esos generales del imperio retirados, que las novelas francesas nos describen. Al notar el asombro de Adela y Sabina no pudo menos de sonreírse, y al sonreírse lució una dentadura blanquísima, recién salida de la tienda.
—Estaba cansado de ser viejo, hija mía —eclamó Luciano pavoneándose con orgullo.
—Te has quitado veinte años —dijo Adela.
—Parece usted un mozo —añadió Sabina, repitiendo su mímica cristiana.
—Ahora, dejadme salir a hacer conquistas —prosiguió Luciano en tono al parecer burlón, aunque en el fondo dejaba entrever cierta vana confianza.
La sencilla joven y la asombrada vieja celebraron la broma alegremente y salieron al balcón para ver el efecto que causaba don Braulio visto desde lejos.
Teodoro, que estaba oculto en un portal vecino, al ver los saludos y sonrisas que se cruzaron entre Adela y aquel desconocido, tuvo celos.
Sabina entró en el gabinete, y al contemplar su rostro en la luna del espejo y los frascos y pinceles en el tocador, lanzó un suspiro cuya honda significación no podría expresar ningún idioma; después se hizo la cruz como para apartar un mal deseo.
Indudablemente, Luciano tenía motivos para tomar resolución tan atrevida con el cuerpo de su amigo. Desde el día en que marchó a la cita con Carlota, don Braulio no había vuelto a visitarle para preguntar por su salud, ver a su hija, referirle la entrevista y darle para su contestación las cartas de Clotilde: creyole enfermo, y enviole un recado; pero don Braulio seguía inmejorable. A fuerza de cavilar buscando explicaciones a tan increíble conducta, Luciano dio con una, que le pareció completamente exacta. «Don Braulio explota mi cuerpo con tal afición, que se olvida de todos sus deberes».
El deseo de usar alguna represalia, la ociosidad y el aburrimiento hicieron nacer una idea fija en su cerebro, y se decidió a ponerla en práctica.
«El cuerpo de don Braulio —se decía—, aunque arruinado, tiene algún aprovechamiento: desde que lo uso, ha mejorado bastante y sorprendo en sus facciones algún rasgo confuso de belleza. Yo he visto cadáveres a cuyo rostro el pincel del embalsamador había devuelto los colores de la vida: muertos rebosando salud en su semblante, que tendidos en un féretro voluptuoso de oro, cristal y seda, parecían acostados en un lecho de boda. El rostro de don Braulio es un lienzo borrado: ¿quién me impide llamar a Gisbert u otro célebre artista y decirle: “pinte usted una cara hermosa en este lienzo”? Si el cutis está amarillo, ¿no se pinta sobre el cobre? Si las arrugas forman surcos, ¿para qué sirven las pastas? Si en mis encías sólo hay huecos, ¿no tiene Esquer dentaduras prodigiosas? Es una ridiculez ser viejo cuando en las oficinas de farmacia se extienden credenciales de juventud a todo el mundo. El que tiene dinero sólo envejece por capricho: ser calvo no es ya un defecto, sino una extravagancia. Malo será que ayudado del sastre, del peluquero y del dentista, no consiga entretener mi cautiverio con alguna conquista ya empezada bajo otras formas, o me apodere al menos de algún corazón cuarteado por los años.
Decidido por Luciano este audaz proyecto, escribió algunas cartas y recibió visitas misteriosas. Pocos días después, salió a la calle como nuevo. Es verdad que al hallarse en plena luz, palidecieron los colores y desentonaron algunas pinceladas; pero a cierta distancia Luciano era un buen mozo: más de una niña solitaria le dirigió miradas melancólicas desde un piso tercero.
Cruzó algunas calles con aire de calavera, erguido y descarado; pero su marcha triunfal hubo de contenerse por la debilidad de sus piernas entumidas; acaso le hizo desistir de alguna aventura amorosa la ligereza con que caminaba la dama en quien fijara sus deseos. Luciano comprendió, después de un breve ensayo, que no estaba en disposición de cazar corazones al vuelo, y se decidió a visitar a don Braulio para tener noticias de Clotilde.
Pocos pasos habría dado cuando se encontró frente a frente con Carlota.
Ésta palideció y se quedó inmóvil. En cualquier ocasión le hubiera impresionado vivamente el encuentro con su marido; pero mayor fue su turbación al tropezar con don Braulio tal como había sido veinte años antes, época de su boda. Dominando su sorpresa, bajó los ojos y prosiguió temblorosa su camino: una fuerza irresistible le hizo volver la cabeza, creyendo que don Braulio continuaría su paseo indiferente; pero don Braulio se había detenido y la miraba sonriendo.
Carlota tuvo miedo de aquella sonrisa que parecía horriblemente sarcástica. Sin embargo, Luciano se sonreía sin afectación, conociendo la impresión que producía en Carlota y dominado por una idea romancesca.
«Está escrito —decía mirando con atención a la pobre mujer— que nuestras almas han de tropezarse en todas partes: lo extraño es, que a pesar de semejantes coincidencias, no puedo dar importancia a su cariño».
Entretanto, Carlota trataba de alejarse; pero el terror apenas le permitía dar un paso.
«Anda despacio, como invitándome a seguirla: pues apuremos la aventura. Si don Braulio me ha sido infiel, como sospecho, qué sorpresa la suya cuando se encuentre desbancado».
Carlota volvió a mirar, y su espanto no tuvo límites al notar que don Braulio la seguía.
«Mira otra vez —pensó Luciano—: esto camina viento en popa».
En aquel momento cruzaba un coche de alquiler, y la aterrada Carlota le hizo detenerse. Luciano, que la alcanzó en el mismo instante, tendiéndole una mano con galantería, se permitió una presión respetuosa: la verdad es, que sin su auxilio, Carlota no hubiera podido subir al carruaje, dominada como estaba por las emociones más violentas.
Luciano se inclinó profundamente, explicándose las miradas y conducta de la dama del modo más favorable a su persona. Después dio al cochero las señas, observando el efecto que causaba en Carlota esta particularidad interesante.
¡Oh júbilo! Carlota no dio señal ninguna de disgusto.
Entonces, acercándose otra vez a la portezuela, dijo con el acento más amable:
—Aunque temo estorbar en su casa, Carlota, tenga usted por anunciada mi visita.
La pobre mujer, sin darse cuenta de lo que pasaba, se dejó caer sobre los almohadones medio muerta.
Y Luciano, orgulloso con su conquista, volvió a erguir la cabeza y se entregó a las más risueñas ilusiones.
Media hora más tarde salía Luciano de su verdadera casa, sin haber podido encontrar a don Braulio. En cambio debió tener otro encuentro muy desagradable, porque su rostro estaba alterado, y sus manos estrujaban con ira un paquete de cartas.
—Felizmente puedo ver a Clotilde y darle un buen consejo. Ahora adivino por qué el miserable don Braulio evita mi presencia —decía Luciano, dirigiéndose a todo el andar de sus débiles pies hacia la casa de su futura suegra.
»¡Voto va!, no creía que Clotilde pudiera confundir mi alma con la de ese viejo hipócrita, ni dejar de conocer la mía a través del trasparente cráneo de don Braulio.
Y Luciano caminaba jadeante, como quien teme acudir tarde a una cita urgente: su rostro iba inundado de sudor cuando llegó al portal cuya entrada le estaba prohibida siempre que se presentase en su estado natural. Antes de llamar a la puerta, se pasó el pañuelo por el rostro, y se detuvo algunos instantes para serenarse.
Los criados le miraron con asombro, y hubo de decir su nombre porque le desconocían; al ser introducido en el gabinete, primeramente vio que allí no estaba Clotilde; luego observó que el gabinete estaba lleno de gente y su entrada producía un verdadero alborozo.
Un espejo le hizo ver la causa de tan extraño regocijo.
El calor y la humedad habían derretido las pastas y mezclado los colores de la mejilla y del bigote. El pañuelo, a manera de esponja, había borrado todo el rostro, y la cabeza de don Braulio parecía uno de esos moldes de madera destinados a sostener una peluca.
Luciano, conociendo la ovación de que era objeto, salió sin saludar a las señoras.
—¡Que le sigan! —dijo la madre de Clotilde alarmada con aquella aparición extravagante—. Ese buen señor ha perdido la cabeza.
XI. Correspondencia
—¡El tiempo se ha parado! —decía Luciano al anochecer del mismo día, sentado en su sillón de vaqueta—: todavía hay crepúsculo: yo creo que el sol se va haciendo viejo y cada vez anda más despacio.
»Tengo necesidad de confundir a mi falso amigo y pedirle estrecha cuenta de estas cartas: es preciso recuperar mi cuerpo aunque haya de hacer un sacrificio. Sólo así puedo salvar a Clotilde... si ya no es tarde.
Y como arrepentido de esta sospecha, dijo en el mismo momento:
—Pero Clotilde es inocente, y sólo a don Braulio debo dirigir mis acusaciones. Esta impasibilidad del tiempo, cuando quisiera que más se apresurase, me desespera.
»¿Asistirá don Braulio a mi cita? Era enérgica y terminante, y dudo sin embargo. ¿Con qué valor ha de mirarme frente a frente? ¿Tendrá calma para escuchar estas cartas?
Y tomándolas de la mesa, Luciano se engolfó por tercera vez en su lectura.
Luciano:
Empiezo esta carta por donde todas concluyen, es decir, por una despedida: adiós para siempre.
Sólo a ti he querido; creo que no podré olvidarte, y sin embargo, me separo de ti con alegría.
Si a menudo no viese tu cara y escuchase tu voz, juzgaría que eres otro: tal es la variación que noto en tu lenguaje, en tus acciones y en tus ideas.
Antes apasionado, alegre y respetuoso: ahora frío, sarcástico y exigente. Creería que tu corazón estaba herido y que me amabas por venganza.
Desde el día en que me desairaste por Amelia te desconozco; indolente para nuestras entrevistas, siempre sueles estar distraído y taciturno: en lugar de la franca ligereza de tu conversación, tu lenguaje es reservado y sentencioso.
Una mujer se ha atravesado en nuestro amor para destruirlo.
Ya no existe entre nosotros la dulce intimidad y el cariño inocente que nos unía, con el cual podíamos hablarnos a solas sin peligro; ya no me mereces confianza.
Anoche comprendí que era necesario separarnos: tus exigencias me convencieron de que tu cariño ha concluido, y ejerces todavía demasiado dominio sobre mí para que me atreva a arrostrar segunda vez una prueba tan difícil.
Estoy ofendida y no puedo perdonarte. Acaso en otro tiempo hubiera tenido menos valor; pero hoy me siento con fuerzas suficientes para esta separación que el corazón me dice es necesaria.
Yo no sé qué has hecho de tu alma, pero creo que no es mía; diré más: si piensas en realidad lo que alguna vez dicen tus labios, tu alma ni aun debe ser tuya.
En fin, Luciano, después de haber imaginado tanto tiempo que habíamos nacido para querernos, hoy salgo de mi error, antes de tener motivos de arrepentimiento.
Olvídame: yo procuraré hacer lo mismo: despertemos de aquel sueño tan dulce.
Clotilde.
—¡Infame! —dijo Luciano volviendo a arrugar la carta—: ha
destruido mi amor desacreditándome. ¿Cómo no había de adivinar Clotilde
un alma vieja y extraña, apoderada de mi cuerpo? Tiene razón: a mi lado
hubiera pasado noches enteras como en compañía de un hermano, por ser yo
el más interesado en su inocencia.
»Pero don Braulio ha cometido la falta deliberada y torpemente: la cita no fue casual, sino arrancada por astucia.
»¡Esta carta!..., esta carta... —añadió después fijándose con ira en la que ocupaba el último término—: no me canso de leerla.
Luciano mío:
Perdona mi arrebato: rompe la carta de ayer, olvida cuanto he dicho y olvidaré también tu ofensa.
La vizcondesa ha estado en casa y me ha hecho grandes elogios de ti, en ausencia de mi madre.
¡Esa mujer te quiere!, conozco que está celosa, aunque me aconseja que te ame.
Yo no puedo resignarme a abandonarla a tu cariño.
Necesito verte, y tiemblo nuestra entrevista.
Sé generoso, Luciano, probándome que tu amor es noble y verdadero.
Tuya, Clotilde.
—Tiembla mi entrevista... —repitió Luciano pensativo—. ¿Se habrá verificado? ¿Podré creer las respuestas de don Braulio?
Y miró al reloj como queriendo hacer volar al minutero.
Pero al desdoblar el papel maquinalmente, reparó en una postdata escrita a la vuelta, la cual no había leído.
Luciano leyó con avidez el contenido:
P.D. No quería decírtelo, pero no tengo paciencia para
callarlo. ¿Sabes cómo me ha ponderado tu mérito la vizcondesa?
Asegurando que te persiguen las mujeres y particularmente una llamada
Carlota, mujer de don Braulio, la cual se atreve a visitarte a pesar de
tu frialdad y tus desdenes. No lo creo.
Al concluir de leer estos renglones, Luciano experimentó una sensación de las más desagradables.
—No es posible que Carlota sea la mujer de don Braulio —dijo con terror—: en ese caso ¿cómo he de pedir razón de su conducta? ¿Cómo me atreveré a mirarle frente a frente? Sería una horrible coincidencia.
Y abriendo un cajón, sacó un legajo en que don Braulio guardaba sus papeles de familia.
Al ojear algunos documentos, su rostro tomó un aspecto consternado: había visto en una carta la firma de Carlota, y conocido la forma de su letra.
Guardó cuidadosamente los papeles y volvió a mirar el reloj tímidamente.
Entonces hubiera deseado que los minutos fuesen años.
—Bien hace el tiempo en ser neutral con los impacientes y los que desearían retrasarlo —dijo Luciano tristemente, al pensar la rápida transición que habían experimentado sus deseos.
Después esperó con resignación la llegada de don Braulio.
—La devolución de los cuerpos es indispensable: no podemos continuar en un estado tan violento.
Pasó un rato: la puerta se abrió por fin, y don Braulio entró en el gabinete.
Los dos rivales se contemplaron con recelo y sin saludarse. ¿Para qué? Las fórmulas sociales hubieran sido entre ellos completamente irónicas.
Luciano enseñó a don Braulio las cartas de Clotilde.
Don Braulio presentó a Luciano una carta de Carlota, concebida en estos términos.
Luciano:
Acabo de encontrar a mi marido. Después de seguirme en la calle, me ha anunciado una visita.
La espero temblando.
Aconséjame.
¿Debo exponerme a una entrevista?
Carlota.
Hubo un momento de silencio, que ni uno ni otro se atrevían a romper.
Por fin, dijo Luciano con entereza:
—Don Braulio, es usted un malvado.
Don Braulio respondió sonriéndose:
—Es inútil que me llame usted por ese nombre: el cuerpo deshonrado en que usted habita no me pertenece: yo soy Luciano Herrera y sólo entregaré este cuerpo a los gusanos. Prepárese usted a ser viejo mientras viva. Yo soy el amante de Clotilde. Usted es el marido de Carlota.
XII. Entre amigos
Hubo una tregua momentánea: ambos rivales guardaron silencio, como si no encontrasen palabras para expresar sus sentimientos.
La idea de no poder recuperar su primitiva forma causaba a Luciano verdadero terror, y don Braulio sonreía de júbilo al notar el efecto que producían sus palabras.
Por fin, el joven, dominando su flaqueza, dijo con acento imperativo:
—Quiero romper el pacto, porque me ahogo en esta cárcel.
—Yo no puedo aceptar el cuerpo que usted ha deshonrado y me refugio en el de usted para ocultar mi vergüenza.
—¡Don Braulio!
—Hablemos con calma y sin acalorarnos.
—Sea —dijo Luciano conteniéndose y tomando asiento en la butaca.
—Para que continuemos desde hoy en adelante en la situación que voluntariamente aceptamos, tengo dos motivos. Primero: que no me resigno a ser objeto de compasión o de burla ni a representar en el mundo el papel de marido engañado. Segundo: que amo a Clotilde y no quiero cederla.
Luciano quedó confundido al oír aquellas brutales explicaciones: hizo un supremo esfuerzo para no dejarse llevar de un arrebato, porque conocía su mala posición, y porque la costumbre de representar el papel de anciano le había hecho adquirir sobre sí cierto dominio.
—He prometido tener calma y soy fiel a mi promesa —dijo con voz tranquila—. Sólo el mal que intencionalmente se causa merece ser castigado: don Braulio, si yo hubiera sabido quién era Carlota, no podría en presencia de usted alzar los ojos; pero a pesar de haberle agraviado, puedo decir por lo extraordinario de mi situación: No le he ofendido a usted, don Braulio.
—¿Niega usted la evidencia?
—No niego nada, ni es posible. He producido un daño material e impensadamente a un amigo. Estoy en el caso del hombre que cometiese un crimen entre sueños.
—Según eso, ¿no debo tomar venganza y sí devorar mis resentimientos, porque mi ofensor es un fantasma?
—Eso es lo justo: el castigo de mi falta reside en mí: la generosidad de usted lo haría más cruel y duradero.
—¡Los remordimientos!... No comprendo ese castigo, que cesa cuando el hombre logra ser feliz, y que apenas ocupa lugar entre los males propios cuando el hombre es desgraciado. Por otra parte la generosidad, en vez de ser una cualidad, es un defecto en ciertos casos: el juez que no aplica las leyes y el que da limosnas con caudal ajeno son generosos como lo es el marido que perdona.
—Pues bien: jamás lo hubiera dicho, pero necesito defenderme. Deshonra a un marido el que hace de su virtuosa mujer una culpable. Don Braulio, ¿por qué abandonó usted a su mujer si era virtuosa? Si no lo era, ¿por qué me pide usted cuentas de su honra?
Don Braulio palideció de cólera, y dijo con acento rencoroso:
—¿No sabe usted que puede tener su disculpa y su perdón un extravío, y la reincidencia no los tiene?
—Yo quisiera satisfacer a usted y desagraviarle: tengo la más completa voluntad de reparar mi mal; pero no estando en lo humano conseguirlo, ¿qué he de hacer sino pedir perdón del modo más humilde?
—Usted reconoce la justicia de la reparación, pero no puede dármela: es entonces natural que yo la busque.
—¿De qué modo?
—Vengándome: la venganza me satisface y me desarma.
—¿Y se venga usted persiguiendo a Clotilde?
—Tiene usted un medio de salvarla.
—¿Cuál?
—Cederme el cuerpo para siempre.
—¿No se negaba usted a entregarlo?
—Y lo cumplo poniéndole a usted en esta alternativa.
—¿Y si me opusiese?
—Sufriría usted las consecuencias: yo no puedo volver a ser don Braulio: necesito esconderme de mí mismo: rechazo ese cuerpo.
—¿Puede usted acaso desprenderse del alma? ¿No ha de atormentarle la memoria? ¿No le dirá su entendimiento que los triunfos que consiga no son suyos? ¿Dejaré de participar de todo cuanto emprenda usted en este mundo?
—¿Acepta usted mis proposiciones?
—Las rechazo.
—Pues bien: para que comprenda la trascendencia de su negativa, declaro a usted formalmente que no por el placer de vengarme, como usted supone, sino por un impulso natural, amo a Clotilde.
—¿Usted amar, don Braulio? —exclamó Luciano con voz desdeñosa.
—Acaso no sea amor, si usted lo entiende de otro modo. Pero llámese como quiera, Clotilde me fascina, me atrae, me enloquece: yo necesito sus caricias, sus palabras amorosas y sus cartas perfumadas: ese amor fingido y real al mismo tiempo refresca mi alma, me hace revivir y volver materialmente a mis veinte años: viejo seguía siendo bajo esta apariencia de muchacho; pero gracias a Clotilde, rejuvenezco y palpita mi corazón y retoñan en mí aquellos sentimientos. Al lado de esa niña soy dichoso: cuando oprimo sus manos, parece que arde la sangre de mis venas: qué calor y qué vida me comunican sus miradas.
Don Braulio mentía y observaba con satisfacción a Luciano, cuyas facciones estaban descompuestas.
—Don Braulio, ese amor, esas miradas y esas caricias de que usted se envanece van a mí dirigidas. Usted usurpa mi puesto: está usted en el caso del asno de la fábula, cuando lleno de orgullo creía dirigidos a él los saludos de las gentes a una imagen que conducía sobre las espaldas.
—Acaso tenga usted razón; pero la ilusión es tan completa, que me dejo llevar en sus alas dulcemente. ¿No cree usted algunas veces ser un hombre decrépito, cuando sus piernas se niegan a dar largos paseos? ¿No siente el alma continuamente la influencia de la materia con que hace vida común? La misma Clotilde ¿establece alguna diferencia real entre el falso y legítimo Luciano?
—Basta, don Braulio, basta: me declara usted la guerra de un modo indigno, aprovechando sus ventajas del momento. Soy noble y no abusaré de las mías causando la desgracia de Adela, que ningún daño me ha hecho; pero procuraré impedir los propósitos de usted a toda costa.
La alusión a su hija conmovió a don Braulio, que creía tener a Herrera entre sus manos; pero su rostro permaneció inalterable.
—No divaguemos más: ¿acepta usted el trato?
—No puedo.
—Pues bien: Clotilde por Carlota.
—Trataré de evitar un cambio tan desigual y tan absurdo.
—¿Y si perdiese usted el partido?
—Tomaría el más natural y razonable.
—No adivino.
—Muy fácil: recobrar mi cuerpo, casarme con Clotilde y atravesar a usted de una estocada.
—Veo que es usted terrible y nuestra mutua unión nos obliga a ser amigos, a lo menos por una temporada.
—¿Amigos?... Seremos aliados.
—¿Nada más?
—Los sentimientos son espontáneos y mi amistad ha concluido: don Braulio, la lealtad me impide fingir, y me obliga a cumplir lo que prometo.
—Entonces renuncio a mi venganza.
—¿Qué dice usted?
—Que estoy vengado.
—Calle usted, calle usted: tenía placer en que fuéramos enemigos por evitarme los gritos de la conciencia: su conducta noble evoca en tropel todos mis remordimientos.
Don Braulio le tendió la mano, y poco después salía a la calle murmurando:
—Estoy vengado; cuando reflexione a solas, cuando calcule que cedí a su actitud enérgica, dudará de mí y de Clotilde y de todo. ¡Oh!, la duda es un peso que no pueden soportar todas las almas.
En aquel momento, Teodoro, que rondaba la calle de su amada, se acercó resueltamente a don Braulio, exigiéndole el pago de su servicio y el precio del silencio.
Don Braulio estaba de mal humor y su pesada mano cayó sobre el cogote de Teodoro, el cual rodó miserablemente por la acera.
Media hora después salía Luciano preocupado con estas reflexiones:
«No me fío de don Braulio: acaso le obligaron a ser generoso mi negativa y mis amenazas: necesito tener una conferencia con Clotilde y avisar a su madre si es preciso».
Un joven con el traje descompuesto se aproximó a Luciano, diciendo que quería confiarle un asunto delicado.
Sin duda Teodoro hizo a Luciano revelaciones imprudentes, porque algunos instantes después el infeliz amante rodaba por las piedras.
—Estoy por no levantarme —decía Teodoro, tendido a la larga y rodeado de un grupo de curiosos.
XIII. Don Braulio está loco
Harto conocía Luciano su difícil situación y lo absurdo de su visita a la madre de Clotilde, doña Gertrudis López de Cienfuegos, después del ridículo suceso ocurrido aquella mañana misma; pero se decidió a arrostrar las burlas de que iba a ser víctima indudablemente, con tal de impedir las maquinaciones de don Braulio.
Halló a la buena señora conversando con un señor anciano al lado de la chimenea, y a Clotilde ocupada en labores de mano junto a un velador sobre el que lucía una gran lámpara.
En vez de las bromas que se esperaba, notó Luciano un recibimiento, si no frío, por lo menos receloso, y las explicaciones inverosímiles que llevaba estudiadas para disculparse hubieron de quedarse en proyecto, porque todos guardaban sobre la ocurrencia el silencio más extraño.
Ofreciéronle un sitio cerca del fuego; pero Luciano lo rehusó, porque su objeto era acercarse a la joven, motivo principal de su visita. Por vez primera, después de su trasformación, se encontraba delante de Clotilde en aquel gabinete, donde había deslizado furtivamente tantas cartas, aventurado con sigilo sus primeras declaraciones, dirigido misteriosas alusiones en voz alta, demandado citas en voz baja y obtenido tantas miradas de amor y de enojo, de gratitud o de reproche. No era en aquel violento estado como Luciano había creído, al concebir el proyecto de pactar con el diablo, visitar aquella casa, tan llena de recuerdos. Imaginose en su bondad e inexperiencia pasar las noches disputando alegremente con doña Gertrudis, abrumando a todos con sus alegres chanzonetas y haciendo reír a Clotilde con festivas ocurrencias o causándole sorpresas, contando los amores de su juventud con detalles minuciosos tomados de sus propias entrevistas.
Había trocado las leyes naturales, suponiendo que podía conseguirlo sin peligro, con la imprevisión del que arriesga la vida por un juego.
Aunque procuraba demostrar serenidad estaba pálido, y sus ojos revelaban su falta de sosiego. Haciendo un gran esfuerzo pudo sonreírse y decir con violenta alegría:
—El calor de la chimenea es perjudicial para quien ha de salir a la calle: prefiero el calor de la lámpara, que me permite al mismo tiempo dirigir galanterías a Clotilde sin que ustedes se enteren, porque les advierto que hablaremos en voz baja.
En cualquier otra persona de su edad la broma hubiera sido celebrada: en otra ocasión aquellas palabras dichas por don Braulio hubieran sido achacadas a un inusitado buen humor del que no están exentas las naturalezas más graves; pero con los antecedentes de aquel día, doña Gertrudis se alarmó e hizo señas a su hija, a las cuales ésta contestó con otras, en prueba de que las había comprendido.
Luciano se sentó al lado de Clotilde: doña Gertrudis los espiaba muy inquieta: el caballero que estaba arrimado a la chimenea había tomado una posición de las más cómodas, como quien se instala en un sillón para un buen rato.
Doña Gertrudis no apartaba sus ojos de la niña y del viejo, y parecía muy inquieta.
—Tenga usted la bondad de no dejarnos a solas con don Braulio —dijo en voz baja al caballero que le hacía la visita.
—Con mucho gusto.
—Porque ha de saber usted que el buen señor ha perdido la cabeza.
—¿Eh? —contestó con viveza el del sillón, sacando el reloj, como quien busca un pretexto para marcharse.
—Eso creo: era don Braulio un hombre serio, de costumbres muy rígidas y de una gravedad imperturbable; pero hace algún tiempo que se le atribuyen muchas extravagancias: asiste a los bailes de Capellanes, dio un día en sostener que él no era don Braulio, su carácter se ha hecho bullicioso y enamorado, y para remate de fiesta, esta mañana se presentó en mi casa hecho una lástima; ya ve usted, dos visitas en un día.
Y añadió asustada doña Gertrudis:
—¡Vea usted, mi hija se pone pálida!
—Llamaré a los criados —dijo el caballero: y volvió a mirar el reloj, haciendo ademán de levantarse.
—No nos abandone usted, por Dios: mi hija se ha puesto encarnada.
—A lo menos tiraré de la campanilla...
—No hagamos ruido: sería capaz de asesinarnos.
El caballero sacó otra vez el reloj y dio un suspiro.
—Observe usted cuánto habla... prosiguió la señora.
—Y cómo cambia el color de esa pobre niña...
Doña Gertrudis quería hacer señas a Clotilde; pero ésta permanecía con los ojos bajos.
—¡Salve usted a mi hija! Sujete usted a ese hombre.
—¡Señora! ¿Ignora usted que los locos tienen una fuerza hercúlea, y se necesitarían para conseguirlo cuatro gastadores?
—Entonces, ¿qué hacer?
—Lo más prudente me parece que se arme usted de valor para quedar sola unos minutos, mientras me deslizo en silencio a pedir auxilio.
—¿Cree usted que es lo mejor?
—Es el único medio de evitar una desgracia.
El caballero salió pisando de puntillas en la alfombra, pero con mucha ligereza, y la buena madre con el corazón encogido espiaba los movimientos y el brusco accionar de don Braulio.
Clotilde se hallaba en un estado propio para inquietar a cualquiera y particularmente a una madre. Su rostro revelaba un gran terror o una emoción extraordinaria.
Era natural: cuando esperaba oír palabras desacordes y acaso divertirse con don Braulio, éste, acercando su silla, dijo con misterio:
—Procure usted no manifestar sorpresa: es preciso que hablemos de Luciano.
Clotilde palideció; Luciano siguió diciendo:
—Vengo a exigir a usted un sacrificio indispensable, si quiere no ser desgraciada para siempre.
—Hable usted —dijo Clotilde, sin mover apenas los labios y sobrecogida.
—Ante todo le conviene huir de ciertas entrevistas.
Entonces debió ser cuando se ruborizó Clotilde, según observó doña Gertrudis.
—Clotilde, estoy enterado de esos amores tan bien o mejor que Luciano. En prueba de ello, respóndame usted con toda franqueza. ¿No ha observado usted que Luciano no recuerda muchos detalles o circunstancias de sus entrevistas primeras? ¿No es cierto que ha olvidado hechos que por lo regular no olvidan los amantes?
—Es verdad —dijo Clotilde muy inquieta.
—Pues bien: pregúnteme usted lo que quiera, pídame usted un dato, el más difícil, para convencerse de que sé hasta el menor incidente de sus amores; pregúnteme usted, digo, cualquier cosa que sólo usted y Luciano sepan positivamente.
Aquella seguridad hizo temer a Clotilde que los recelos de su madre eran fundados. Tanto por cerciorarse como por seguir la manía a don Braulio, le preguntó:
—¿Qué día nos vimos Luciano y yo por vez primera?
—El diez de agosto —respondió Luciano inmediatamente.
Clotilde se quedó parada, porque no era natural que don Braulio recordase aquella fecha.
—¿Qué traje llevaba la señora de Juánez la noche en que me entregó Luciano su primera carta?
—Morado y verde: con un adorno amarillo en la cabeza, que parecía hecho de huevos hilados.
Clotilde en vez de sonreírse volvió a palidecer, porque aquellas frases eran las mismas que oyó entonces a Luciano. No se explicaba racionalmente lo que oía y quiso llevar la prueba más adelante.
—¿Qué particularidad hubo en nuestra segunda entrevista?
—Fue a solas: en el cenador de la marquesa X. Luciano oprimió sin respeto la espalda de usted sobre el descote del vestido: usted se puso sofocada y Luciano desarmó su enojo, enseñándole una oruga que se había permitido penetrar en aquel delicioso reservado.
Clotilde empezaba a tener miedo a don Braulio: Luciano prosiguió:
—Se oyeron pasos, y la entrevista acabó después de haber besado Luciano a la oruga y envuéltola en la primera carta que usted le había dirigido.
Aquellos datos minuciosos llenaron de terror a Clotilde, y como los ojos grises y húmedos de don Braulio brillaban a aquel recuerdo dándole una apariencia diabólica y extraña, la pobre niña buscó maquinalmente su rosario.
—La historia no ha concluido: bastantes días después Luciano le entregó a usted en una jaula de alambre la oruga convertida por sus cuidados en una linda mariposa.
Clotilde no sabía lo que pasaba.
—La mariposa fue encerrada en un fanal, entre flores naturales y frutas de cera: una mañana amaneció muerta sobre una rosa, acaso por falta de aire puro o por no tener en la prisión una compañera. Entre las frutas del fanal debe encontrarse todavía su cadáver disecado.
El hecho era cierto hasta en sus más íntimos pormenores, y el presunto loco se había convertido en hechicero.
—Ahora bien, Clotilde, no puedo revelar a qué causa debo el poseer tantos secretos: si la dijese, probablemente usted no me creería: bástele a usted saber que nada ignoro. Y en prueba de que me intereso por usted, voy a devolverle las últimas cartas que ha escrito a Luciano y cuyo contenido podía comprometerla.
Luciano sacó las cartas del bolsillo y se las entregó a su novia, que las tomó precipitadamente, sorprendida de que estuviesen en poder de don Braulio y asustada por la postdata en que hacía referencia a rumores para él mismo tan crueles.
—Clotilde: ya comprenderá usted que existe un gran secreto entre nosotros, y que deseo el bien de usted únicamente. En nombre de su cariño hacia Luciano, quiero que me dé usted su palabra de no escucharle siquiera hasta que...
No pudo Luciano decir más, porque se vio sujeto por dos hombres, que le envolvieron el cuerpo con un lienzo para quitarle el movimiento de los brazos. La sorpresa de Clotilde fue tal, que dejó caer al suelo las cartas. Doña Gertrudis las recogió con presteza, y el caballero que había salido a avisar a los criados entró en el gabinete armado de un garrote y se colocó con valor al lado de las damas.
Pasado el primer instante de sorpresa, Luciano trató de hablar; pero doña Gertrudis, para evitar nuevas locuras, hizo señas a los sayones de que le llevasen a su casa.
—Al menos —decía Luciano sin comprender la causa de aquel atropello inesperado—, doña Gertrudis vigilará constantemente a su hija, ya que se ha apoderado de las cartas. Esto me tranquiliza.
Y don Braulio, que rondaba la casa de Clotilde, al ver que sacaban a Luciano en tan desairada postura y le introducían en un coche, dijo alejándose:
—Ese imbécil, desconfiando de mí, ha hecho sin duda tales desatinos que le han tomado por loco: es imposible aceptar un cuerpo que ya no es mío, según lo han desfigurado.
»Tengo ganas de volver a ser uno solo: esta doble existencia me impide toda clase de sosiego: estoy en el mismo caso de un hombre que tuviese dos cabeza y hubiera de discurrir con dos cerebros.
XIV. La vizcondesa
El tocador de la vizcondesa del Arco parecía un oratorio en que no se rendía culto al espíritu, sino a la humanidad de su hermosa propietaria. Grandes espejos destinados a reproducir su imagen, una especie de altar con todas las maravillas de la perfumería parisiense, consagrado a perpetuar la belleza de Amelia, y un diván de cabecera y otros muebles a cuál más cómodo para proporcionar el más blando reposo a los delicados miembros de Amelia. Ni un libro el más superficial en aquella habitación de dama ociosa, ni una obra artística en aquel camarín de princesa, ni un florero en aquel gabinete de criolla, ni un retrato de hombre en aquel aposento de mujer; nada que pudiese distraer el ánimo y apartarlo de una adoración exclusiva hacia la divinidad que presidía aquel coquetón y perfumado templo; nada que indicase recuerdos o esperanzas; Amelia debía pasar allí las horas en una especie de letargo, narcotizada por los aromas y cuidando de sí misma como de esas flores tropicales que se conservan en estufas.
Una elegante colgadura dejaba entrever otro aposento pequeño y estucado; acaso en él se guardaba de las miradas indiferentes o curiosas alguno de esos objetos que se echaban de menos en el tocador, el cual delatase las aficiones íntimas de Amelia. Nada de eso: allí sólo había un baño de mármol, varias sillas y otro espejo.
La vizcondesa del Arco parecía divorciada de su alma; todo para su hermosura y comodidad; todo para su cuerpo.
Aquel día, reclinada en el diván en su actitud más fascinadora, sonreía a Teodoro, que estallaba de gozo al verse admitido en aquel misterioso recinto y hacía los cálculos más halagüeños por tan inesperada confianza.
—¿Conque don Braulio y Herrera no han vuelto a visitarse?... —decía Amelia examinando a Teodoro fijamente.
—Me he convertido en espía de Luciano y puedo asegurar a usted que no se han visto: Herrera apenas sale de casa y sólo algunas noches ha abandonado su habitación para rondar inútilmente la calle de Clotilde.
—¿Inútilmente?...
—Hasta anoche, en que logró sobornar al portero de la niña; ¡oh! Fue una seducción difícil y arriesgada. El asturiano se negó a recibir un napoleón, dos, cinco, el doble, por escuchar unas palabras, y señaló a Herrera la puerta con gran dignidad, asegurándole que daría parte a la señora: Luciano, desesperado, tuvo una feliz inspiración, y dijo con tono lastimero: «Amigo, no siento el desaire, sino recibirlo de un paisano».
La vizcondesa no pudo menos de sonreírse: sabía que un buen asturiano puede negar su bolsa al hombre más solvente, su corazón a la doncella más enamorada; pero nunca negará sus servicios a un paisano.
Teodoro prosiguió:
—«¿Paisano?», dijo el portero, y entonces le permitió su conciencia aceptar las diez monedas.
—En resumen...
—Luciano salió con aire satisfecho, y yo que sólo había oído con gran riesgo la parte del diálogo que he referido, entré en la portería. «Acaba usted de hacer traición a su señora —exclamé sin más preámbulo—; se ha vendido usted por diez napoleones...». El portero, aterrado, me interrogó con una mirada estúpida y sin acertar a disculparse. «Puedo perderle a usted por su mala acción, y lo haré si me calla usted algo que aquí ha sucedido». La severidad de mis palabras y las monedas de Luciano, que sonaron indiscretamente en un bolsillo del portero, decidieron a este último.
—Es usted impagable, Teodoro, y su conducta merece una gratitud sin límites.
—¿Gratitud?... —repuso el joven algo descontento.
La vizcondesa en vez de contestar le dirigió una mirada llena de promesas: Teodoro, fascinado, olvidó al portero y a Luciano, y olvidándose de sí mismo se apoderó de una mano de Amelia. La criolla cerró los ojos como dominada por una corriente magnética; pero en realidad, para dejar en aquel momentáneo contacto que Teodoro absorbiese el peligroso fluido que se desprende sin cesar de toda mujer hermosa.
De repente Amelia separó la mano y tomó en el diván una postura más honesta, no sin aprovechar aquel brusco movimiento para enloquecer más a Teodoro y satisfacer su orgullo de cubana.
—Es usted un atrevido —dijo con voz áspera, y al mismo tiempo sus ojos fingían una languidez extraordinaria—: si no tiene usted más prudencia, evitaré en adelante nuestras entrevistas.
Toda la dureza del lenguaje era suavizada por la dulzura y expresión de las miradas. Teodoro se contuvo; pero en vez de perderlas, aumentó sus esperanzas.
—Perdón —exclamó con voz humilde—; la blancura de esa mano me disculpa; un santo hubiera pecado.
—Ea, pues: no quiero que mis pobres manos sirvan de pretexto para esos arrebatos. —Y Amelia las ocultó en los bolsillos de la bata—. Ahora cuénteme usted el resultado de su entrevista.
—De lo más satisfactorio —respondió Teodoro con orgullo—; el portero sabe que Herrera es madrileño y no le perdona su impostura, por lo cual seguirá fingiéndole adhesión y recibiendo las cartas destinadas a Clotilde: el miedo de perder su plaza le pone a mi servicio y me entregará todas las cartas...
—¡Oh! —dijo la vizcondesa con alegría—, es un triunfo completo. —Y por un impulso irresistible sacó una mano del bolsillo. Teodoro quiso aprovechar aquel instante de benevolencia; pero la mano desapareció rápidamente entre los pliegues del vestido.
—No he concluido todavía: el portero es hombre de palabra y en mi poder tengo la carta que hoy debía ser entregada a Clotilde.
—¿De veras? —dijo Amelia sonriendo; pero quedando luego pensativa.
Teodoro no se hizo cargo de aquella ligera nube y sacó la carta con verdadera vanidad.
—Aquí la tiene usted.
Iba a tomarla Amelia; pero se detuvo con coquetería: el joven comprendió que el favor que solicitaba estaba ya acordado.
—¿Dónde la coloco? —añadió Teodoro al ver que la condesa no alargaba el brazo.
—Será preciso que la lea usted primero...
—Es una cita.
—Lea usted, lea usted: que soy curiosa.
Clotilde:
Nos espían y no podemos vernos: el papel es mal intérprete de sentimientos que requieren a la vez expansión y reserva: necesitamos hablarnos sin testigos.
¿Cómo burlas la vigilancia de todos? La manera es sencilla: haciendo lo que nadie jamás sospecharía.
¿Me darás esta prueba de amor?
No te la exigiría, a no ser porque en ella está envuelta nuestra felicidad.
Pero... es necesaria.
Si no quieres nuestra desgracia, acude al teatro Real mañana a las dos de la noche, cuando todos duerman, porque te espero en el palco principal núm. 13. Tu criada es fiel y puede acompañarte.
Te espero: ten valor y confianza.
De lo contrario, ¿cuándo podremos vernos si por todas partes nos espían? Y desde que nos espían te quiere cada vez más,
Luciano Herrera.
La vizcondesa reflexionaba.
—¿Y bien? —dijo Teodoro interrumpiendo sus pensamientos.
—Creo —respondió Amelia— que Luciano pretende una locura, y en interés de la pobre Clotilde debemos evitar que la carta llegue a sus manos.
—Es decir..., que debo romperla... —repuso Teodoro disgustado—: vizcondesa, usted busca un pretexto para no alargar la mano y tomar el documento.
Amelia sonrió con dulzura.
—No puedo hacer semejante desaire a quien tantas molestias ha sufrido por mi causa.
Y extendió la mano, abandonándola a las apasionadas caricias del joven.
—¡Teodoro! —dijo Amelia con severidad—: abusa usted de mi situación —y se retiró con fingido rubor al otro extremo del diván, en donde tomó la postura más hábilmente combinada para embriagar a los incautos.
Al mismo tiempo tuvo buen cuidado de guardar la carta de Luciano Herrera.
Teodoro, cada vez más trastornado ante aquella diestra mujer, que excitaba con violencia sus sentidos, exclamó con acento lastimero:
—Pues, bien, Amelia, confieso que no puedo contenerme; pero repare usted que mis arranques están bien motivados. Ejerce usted sobre mí una influencia irresistible: ello es que nos conocemos hace poco tiempo, y en este corto intervalo ha variado mi existencia: por usted únicamente prosigo mis relaciones con Adela, que me son enojosas: porque usted lo exige, espío constantemente a Herrera y a don Braulio: a riesgo de una sopresa introduje a usted en la habitación del primero para escuchar la entrevista de Carlota: con la seguridad de producir un conflicto, revelé al segundo los amores de su esposa: juego mi vida sin vacilar un solo instante, y créalo usted, Amelia, soy cobarde, soy el hombre más tímido del mundo. ¿Cómo se explica este milagro? Fácilmente: he dejado de existir por cuenta propia: estoy dominado, absorbido por usted, y siendo así, ¿puedo vencer la atracción que me lleva hacia usted?
Aunque Amelia fingía escuchar, estaba distraída.
—Teodoro —dijo por fin—, separémonos.
El pobre joven abrió los ojos asustado. «La he ofendido —exclamó interiormente—, ha sido una indiscreción hacer alarde de mis méritos».
—Mañana nos veremos a esta misma hora —añadió Amelia—, y le exigiré a usted el mayor, pero acaso el último sacrificio.
Teodoro respiró: la vizcondesa lanzó un suspiro, y de sus ojos negros se desprendió un fluido ardiente y voluptuoso.
—El hombre nada arriesga cuando ama, y la mujer lo arriesga todo —prosiguió la dama—: nosotras no podemos entregar el corazón sin exigir pruebas evidente de cariño.
—Y ¿duda usted todavía? —dijo Teodoro con reconvención.
—Mañana saldré de esas dudas —respondió Amelia levantándose.
—¡Me ama! ¡Me ama! —repetía Teodoro mientras bajaba la escalera.
—Dócil, impresionable, este hombre es útil... y no estorba —decía al mismo tiempo la vizcondesa.
Después meditó un rato, examinando la carta atentamente.
—Donde dice Clotilde, pondremos Carlota raspando algunas letras: Carlota acudirá al baile; en cuanto a don Braulio... le citaré personalmente. Hace tiempo que me debe explicaciones.
XV. El baile de máscara
Serían las dos de la mañana.
Hombres y mujeres, aquéllos en su traje habitual, éstas disfrazadas de ninfas o beatas, se columpiaban estrechándose al compás de la orquesta, en el salón del teatro Real, espléndidamente iluminado. Pies y cabezas vacilaban: desgarrábanse trajes aéreos, se profanaban cinturas infantiles, tapábanse los rostros y descubríanse los senos sin escrúpulos, sin escándalo, como si fuera el acto más natural del mundo. La orgía del baile público estaba en toda su fuerza; las bocas exhalaban vapores alcohólicos y palabras licenciosas; los sexos se habían confundido en un abrazo deshonesto; la dignidad humana en traje de Pierrot rodaba por la alfombra. El alma se desviaba con rubor de aquel impuro espectáculo, en que se explayaban a su sabor la alegría estúpida, la desnudez y la lascivia.
¡Qué animado estaba el baile!
¡Cuánto gozaban en aquel remolino de vicios la aturdida doncella, la vetusta pecadora, el colegial y el libertino!
Daba pena ver girar aquel círculo de cuerpos sin cabeza. Parecía que otro círculo de sátiros había formado a su rededor la cadena magnética, haciéndolo mover a voluntad y comunicándole sus más ardientes apetitos.
En los corredores cruzaban parejas solitarias huyendo del tumulto. Hacia el lado de la fonda se oía rumor de vasos, destapar de botellas, palmadas y canciones.
Luciano se paseaba por uno de los pasillos dando muestras de impaciencia y muy preocupado.
«No me explico esta cita —decía para sí—, aunque entre la vizcondesa y don Braulio mediasen antiguas relaciones, como se trasluce de esta carta. Indudablemente vamos perdiendo el incógnito, pues de otro modo Amelia me hubiera buscado en cualquier sitio, pero no en un baile de máscara. Bien es verdad que desde mis últimas calaveradas la reputación de don Braulio ha padecido mucho, y todos sospechan que ha perdido el juicio. Sin embargo, entre Amelia y Clotilde existen celos, ¿querrá la vizcondesa tener de su parte a un íntimo amigo de Luciano? Porque, no nos hagamos ilusiones, es imposible hacer conquistas con el cuerpo de don Braulio».
En aquel mismo momento, como si sus palabras le hubiesen evocado, se abrió el palco número 13, y apareció don Braulio en todo su esplendor, sonriendo con aire de triunfo ante una máscara que había llamado a la puerta tímidamente.
Luciano, lleno de sorpresa, examinó con atención a la tapada, dominado por un terrible pensamiento.
—¡Ah!, no es Clotilde... —dijo respirando—: felizmente la estatura y el aire de esa máscara no se confunden con los suyos, pues a no ser así, la absurda sospecha que he concebido me hubiera hecho representar un papel muy desairado. Comprendo, sin embargo, el motivo de mi duda: estaba pensando en Clotilde y don Braulio, cuando apareció el segundo; nada más natural que la mujer se me figurase Clotilde. ¡Qué extravagancia! Nuestra situación nos reduce a un constante delirio.
»¿Quién será esa mujer? Es irritante ignorarlo y más aún ver que don Braulio se aprovecha así de mi persona. Soy un hombre cubierto de harapos, mientras otros derrochan mi fortuna.
Y Luciano seguía paseando, sin reparar que desde un palco vecino acechaba una mujer el instante en que estaba vuelto de espaldas para salir sin ser notada. Hecha esta operación diestramente, la dama se le acercó y tomó su brazo.
—¿Le he hecho a usted esperar mucho? —dijo con voz dulce.
—¿Quién se acuerda de eso? —respondió Luciano en el tono más suave—: no sé lo que he esperado, sólo sé que he temido llegase este momento.
La vizcondesa no dejó de extrañar aquellas frases galantes en un hombre que hacía muchos años sólo acostumbraba a dirigirle miradas desdeñosas.
—La careta —murmuró—: como tengo el rostro oculto, sus odios hacen treguas. —Y añadió en voz alta—: Lo que dice usted ¿es un cumplido o un reproche?
—No puede ser lo último, vizcondesa, porque pecaría de desatento, y en cuanto a lo primero, ¿cree usted que un viejo como yo, abandonado del amor hace mucho tiempo, no tiemble al sentir entre el suyo un brazo tan hermoso?
—Dejemos las galanterías, don Braulio —dijo Amelia, no sin convencerse antes con extrañeza de que el anciano hablaba sin ironía.
Y luego pensó: «Sería delicioso remover en su corazón aquellas cenizas tan antiguas. Conquistar a un joven, todas pueden lograrlo; pero incendiar el alma de un viejo lleno de disgustos y padre de familia, obligándole a cometer locuras, es un triunfo». Este pensamiento hizo sonreír a la vizcondesa. «No sé cuál venganza es preferible —repuso interiormente—: ¡bah!, me parece la mejor la más segura».
—Don Braulio —dijo Amelia—, extrañará usted mi cita, y le debo explicaciones: ante todo necesito un ligero preámbulo. Yo no soy la mujer que usted se imagina, fría, egoísta y sin escrúpulos; pero no quiero ni puedo disculparme.
Luciano esperaba todo menos aquellas declaraciones, de las que sólo comprendía una intimidad antigua entre Amelia y don Braulio.
—La mujer honrada víctima de una violencia no tiene disculpas, debe aceptar su desgracia y callar; para defenderse necesitaría dejar leer en su conciencia, lo cual es imposible.
Y Amelia se detuvo al parecer muy afectada; pero en realidad para observar el efecto de sus palabras. Luciano continuaba impasible.
—En fin, no hablemos de lo pasado —añadió—: mi objeto no es personal; sólo quiero demostrar a usted que no soy insensible, que si llené su corazón de dudas y tristeza, hasta amargura me produjo: al amor sucedió el desprecio: he caído de muy alto.
Segunda pausa: la misma tranquilidad en el rostro de Luciano. Amelia iba creyendo que el alma de don Braulio se había hecho insensible a los recuerdos y estaba asegurada de incendios: el silencio con que la oía era humillante, por lo cual determinó abreviar aquella enojosa escena.
—Hace tiempo he buscado ocasión de prestar a usted algún servicio para probar que no le soy ingrata: hoy que la he encontrado me considero muy dichosa. Don Braulio, su hija de usted está enamorada de un hombre que no la estima y de quien debemos salvarla. Quiero contribuir a esta buena acción para que seamos amigos.
La revelación de Amelia causó un efecto desagradable en Luciano: esperaba oír una historia curiosa, o algo que tuviese relación con Clotilde, o verse objeto de una intriga; nunca, haber sido llamado a un baile para arreglar asuntos ajenos. Disimuló como pudo su desencanto, y dijo aparentando interés:
—Hable usted, vizcondesa, que estoy impaciente.
—Se trata de Teodoro...
Al llegar a esta parte de la conversación, se hallaban a la puerta del café casual o intencionadamente. Amelia fingió un grito de sorpresa.
—¿Qué le sucede a usted? —preguntó Luciano.
—Nada: que allí tenemos a Teodoro, y aunque sabía que le encontraríamos en el baile con sus amigos de desorden, no esperaba fuese tan a tiempo.
—¿Quiere usted que entremos a tomar algo?
—Oh, sí; tengo sed: pero no nos acerquemos a su mesa, porque es un calavera atrevido e insolente.
Luciano se sonrió y dijo insistiendo:
—Razón más para que tratemos de conocerle bien a fin de conjurar los peligros.
—Repare usted que están embriagándose, y pudieran no respetarnos.
—Descuide usted, Amelia —dijo Luciano entrando en el café con la vizcondesa.
—Entonces dejaré para más tarde contar a usted la manera indirecta por que he sabido los amores de Teodoro y Adela; la conducta desarreglada de aquél y su venida al baile por unas relaciones vergonzosas.
—Como usted guste.
Luciano condujo a Amelia a un velador desocupado junto a la mesa en que se solazaban Teodoro y sus amigos.
Todos ellos hablaban en voz alta, y el mozo destapaba con frecuencia botellas de Champagne. La llegada de Luciano y su compañera no interrumpió la algazara; antes bien la presencia de una máscara elegante y bella en apariencia bastó para que algunos aumentasen el estrépito por llamar la atención hacia sus personas.
Teodoro palideció y desocupó un vaso como para animarse; Amelia le lanzó una mirada cariñosa, y recogiendo discretamente la falda, dejó asomar un pie menudo y provocativo.
Se acercaba un momento solemne: la conspiración urdida por Amelia estaba para estallar. Teodoro iba a dar a la vizcondesa su mayor prueba de cariño, declarando en voz alta que la mujer de don Braulio y Luciano se hallaban solos en un palco. Es verdad que antes de aceptar papel tan peligroso, había alegado su cobardía para excusarse; pero Amelia le hizo comprender que su embriaguez le serviría de disculpa, y que el enfado de don Braulio recaería sobre los amantes.
A pesar de esta probabilidad tan razonable, Teodoro temía el primer ímpetu de don Braulio, cuya viveza conocía; pero la fascinación de Amelia, la esperanza de conquistar aquella espléndida mujer y la fuerza del compromiso le determinaron a acometer la empresa, como quien se resigna ciegamente ante un influjo superior e irresistible. La entrada de Amelia y don Braulio en el café era señal de que Carlota y Luciano estaban en el palco: Teodoro tembló en el momento decisivo.
En cuanto a la vizcondesa, parecía muy tranquila.
«No hay remedio —pensó la víctima de Amelia, al ver que ésta le animaba con la vista—; abreviemos el martirio».
—Señores: un escándalo —dijo en voz alta, después de beber otra copa—: voy a referir un verdadero escándalo, citando nombres conocidos.
—¡Bravo, bravo! —prorrumpieron en coro los amigos, chocando vasos y aplaudiendo.
—El escándalo es la garantía de la honradez y el castigo del vicio —dijo un pollo.
—Entonces escandalicemos al mundo para moralizarlo.
—Habla, Teodoro, cita a los culpables con su nombre y apellido.
—Y el delito que han cometido.
—Se supone.
—Es evidente.
—No hay más que un delito.
Aquellas voces se habían sucedido en un instante. Amelia prestaba gran atención, y para tranquilizar a Teodoro, apartó la botella de agua que tenía don Braulio entre las manos, y dijo a éste en voz baja:
—Están completamente faltos de juicio: sería prudente retirarnos.
—Un momento, vizcondesa: sus impertinencias me distraen.
Teodoro, después de tomar aliento, prosiguió cumpliendo su programa.
—Luciano Herrera está ahora mismo en el palco principal número 13, acompañado de una dama cuyo nombre voy a revelaros.
Al oír aquellas bruscas palabras, Luciano se volvió hacia Teodoro, mirándole con asombro.
La mirada del falso don Braulio hizo estremecer a Teodoro, que conoció iban a faltarle las fuerzas para cumplir su cometido.
—El nombre de la culpable.
—Muy conocido... por la familia a que pertenece.
Luciano clavaba su vista en Teodoro con una insistencia abrumadora, haciéndole perder su aplomo. Amelia observaba a uno y otro alternativamente, deleitándose en su triunfo.
—¡El nombre! ¡El nombre! —gritaban a la par seis o siete bocas.
Luciano, aunque tenía más curiosidad que el resto de los oyentes, presentía una revelación desagradable y no la deseaba.
—Puesto que me he comprometido a publicar un secreto...
—Date prisa a hacerlo, porque estamos impacientes.
—Aburridos con tanto preámbulo.
—Indignados.
«Pues señor, es imposible —dijo entre sí Teodoro—, no me atrevo a dar la prueba de cariño: es una atrocidad peligrosa deshonrar a un hombre públicamente en su presencia, y mucho más a un hombre que lanza tales miradas».
Sin embargo, todos esperaban un nombre que correspondiese a la curiosidad excitada. Era preciso calmar la tormenta, y se acogió a la primera inspiración que tuvo.
—Sabed que Luciano está en el palco con su novia Clotilde.
—¡La niña virtuosa! ¡Ja, ja!, ¿quién lo diría?
—Reservadlo, amigos míos.
—Mañana voy a insertarlo en un periódico —le contestó uno de ellos.
Teodoro respiró por salir del apuro, proponiéndose reparar el daño más tarde, si se le ocurría algún medio, o confesar que había dicho una mentira.
Si se hubiera podido observar el rostro de Amelia en aquel instante, seguramente no hubiera parecido hermoso. Cuando vio la cobardía de Teodoro, hizo un movimiento de desprecio tan marcado, que a pesar de su turbación, Luciano la atribuyó a simpatía por Clotilde.
En cuanto a éste, se puso lívido y apretó nerviosamente un vaso entre sus manos. Estaba seguro hasta la evidencia de que Teodoro había proferido una calumnia y temblaba al ver a Clotilde en boca de la difamación y el escándalo: la magnitud del conflicto le hacía no lanzarse sobre el maldiciente y pisotearlo. Por fin, se levantó con calma, pero muy pálido.
—¿Qué va usted a hacer? —dijo Amelia sorprendida.
—Confundir a un villano.
—Lo merece —exclamó la vizcondesa en su despecho.
Luciano se acercó a Teodoro, que preveía una catástrofe, y le dijo con voz grave:
—Acaba usted de infamar a una joven virtuosa y en nombre de una familia que aprecio debo desmentirle: la gravedad de la acusación infame que acabo de oír me obliga a contener mi indignación y no castigar a usted como sabe que acostumbro; quiero, con preferencia a todo, desvanecer de tal manera las dudas que puedan abrigar los presentes respecto del asunto, que Clotilde quede en el puesto que merece.
—Me habré equivocado, señor don Braulio, y estoy dispuesto a retractarme —dijo Teodoro, temblando como una niña nerviosa.
—No me basta: esa retractación se atribuiría a miedo... y el honor de una mujer no consiente dudas: quiero más: exijo más: necesito convencer a los señores de que usted es un calumniador, y les suplico me sigan al palco número 13, para que vean a la mujer que está en compañía de Luciano. Sólo así, examinando su rostro muy de cerca, podrán evitarse de raíz las murmuraciones, esos ataques silenciosos que no pueden contestarse y son el resultado inevitable de una calumnia. Señores, creo que ninguno de ustedes se negará a seguirme: es una reparación a que están todos obligados.
Amelia, que había visto destruidos sus planes por la pusilanimidad de Teodoro, al observar el giro que tomaban las cosas, no pudo menos de decirse con alegría: «Estoy de suerte». En efecto, que aquel marido voluntariamente y sin saberlo fuese en busca de la afrenta era más de lo que hubiera apetecido: era la voluptuosidad de la venganza.
Teodoro, en cambio, conociendo el resultado de la visita, se encontraba en el más horrible compromiso, y murmuraba para sí:
—Soy muy desgraciado.
Amelia conseguía su fin y se libraba de Teodoro.
Teodoro no evitaba el peligro y perdía a la vizcondesa.
Todos se levantaron atravesando silenciosos el café y los corredores hasta llegar al palco. Sólo Amelia, apoyada en Luciano, le dijo en voz baja:
—Pero... ¿consentirá Luciano en descubrir a una máscara que está bajo su protección?
—Entre Clotilde y una mujer que se encierra con él en un palco, la elección no es dudosa.
—Temo, sin embargo...
—¡Oh!, trataré de convencerle. —Y mandó abrir el palco—. Ruego a ustedes —añadió— que me permitan persuadir a mi amigo.
Todos, hasta la vizcondesa, se retiraron discretamente, pero a una corta distancia, llenos de curiosidad, de impaciencia o de temores. El miedo de Teodoro no le daba lugar de avergonzarse.
—¿De qué se trata? —dijo don Braulio saliendo a la puerta, mientras Carlota se tapaba el rostro en el interior del palco.
Luciano le contó en pocas palabras y en voz baja todo lo ocurrido, manifestándole su proyecto. Don Braulio se sintió anonadado.
—Es imposible lo que usted pretende: la mujer que está conmigo en el palco es Carlota.
A su vez Luciano quedó estupefacto.
—No importa —dijo por fin—: el honor de Clotilde ante todo.
—¿Antes que el mío? Nunca —respondió don Braulio resueltamente.
—Calcule usted, don Braulio —dijo Luciano exasperándose—, que vengo decidido, y si usted se opone, yo mismo llamaré a Carlota y le mandaré que se descubra perdonándola en el acto: soy su marido en apariencia y me obedecerá ciegamente.
Don Braulio conocía la verdad de aquellas palabras y no sabía qué determinar en tan terrible aprieto.
—Me encuentro sin defensa —dijo lleno de cólera—, y usted abusa de mi estado.
—De ninguna manera —contestó Luciano—, mañana mismo nos batiremos, y con estos débiles puños no será mía la ventaja.
—Pero es necesario que yo muera para que mi honor quede satisfecho.
—Morirá usted, don Braulio; pero acabemos, porque esta escena se prolonga.
—Luciano, reflexione usted la gravedad del hecho...
—Don Braulio, que llamo a Carlota y la perdono.
—Eso no: bastante ignominia tiene sobre sí mi nombre antes respetado: convoque usted a sus amigos y salga a la vergüenza el rostro de Carlota; pero le advierto a usted que para el mundo, usted es el marido engañado y yo soy el amante de su esposa: está usted en el deber de abofetearme, es decir, de abofetear su propia mejilla.
—Así lo haré, ya que usted lo juzga necesario.
El honor había puesto a don Braulio en el caso de pedir a un amigo un bofetón: hay favores que no pueden negarse a un amigo.
Luciano se aproximó al grupo que esperaba con impaciencia el resultado: don Braulio tardó algunos minutos en salir del palco, lo cual hacía temer un contratiempo. Por fin abrió la puerta.
—Señores, nadie más interesado que yo —dijo— en desvanecer toda duda acerca de Clotilde: la señora que está dentro del palco, al oír lo que proyectábamos, se ha desmayado: entren ustedes un momento y examinen su rostro antes de que vuelva en sí; entretanto, como mi amigo no tiene interés en conocerla, porque no duda de Clotilde, se paseará conmigo en el pasillo.
Todos obedecieron con placer, excepto Amelia, cuyos planes deshacía aquella resolución inesperada.
Luciano, que esperaba una escena violenta y desagradable, al ver la manera natural con que don Braulio acababa de evitarla, no pudo menos de manifestar su sorpresa, y dijo a su rival:
—Ha sido una idea oportuna y feliz: el único medio de evitar nuestro desafío.
—Crea usted que la solución no es de mi agrado —contestó don Braulio bruscamente—: hubiera preferido concluir de una vez... pero Carlota lo ha exigido...
—Luego ese desmayo es supuesto.
—No lo sé.
—Carlota es bien digna de lástima.
—Bien se conoce que no está usted en mi pellejo.
—Sí lo estoy, don Braulio, vea usted una frase vulgar que pierde su valor tratándose de nosotros.
—Es verdad: usted al parecer recibe la afrenta, y yo soy el avergonzado; cuando salgan del palco los que ahora satisfacen su impertinente curiosidad, me dirigirán miradas de maliciosa inteligencia, como celebrando mi ardid y felicitándome. ¡Oh! No es posible que esto continúe.
De pronto la vizcondesa abrió la puerta y salió al parecer muy agitada.
—¡Señores! ¡Señores! Esta mujer ha muerto.
El marido y el amante permanecieron inmóviles, aterrados, sin saber qué partido tomarían.
—¿Qué he de hacer? —preguntó Luciano en voz muy baja.
—El diablo lo quiere: entremos.
—Señores —insistió Amelia viéndolos indecisos—, ¡por caridad!, vengan ustedes a auxiliarnos.
Y se quedó en la puerta mirándolos fijamente para evitar toda esperanza de remedio.
Hubo un momento indescriptible: Luciano, con el corazón oprimido, se revistió de toda su dignidad para el triste papel que le estaba encomendado, y entró en el antepalco.
—¡Carlota! —exclamó, con voz de cólera y asombro, fijando su vista alternativamente en el falso Luciano y en su fingida esposa. Después, como reprimiendo la ira, dijo gravemente—: La culpable ha sido castigada. —Y volviéndose a su amigo, exclamó en voz alta—: Nosotros nos entenderemos más tarde: entretanto salga usted, salga usted de este sitio, o no respondo de guardar a la muerte los respetos de un cristiano.
Don Braulio bajó la cabeza y se alejó.
La escena estaba bien representada.
—Es preciso llamar a un médico —dijo por fin la vizcondesa.
Todos salieron en diversas direcciones, más que por un impulso caritativo, por librarse de aquel triste y abrumador espectáculo.
Allí, sólo quedaron Carlota tendida sobre el banco, Amelia de pie y en silencio y Luciano observando a la primera. «Yo soy culpable de su muerte —decía para sí lleno de remordimientos—, la emoción era demasiado violenta; pero... Clotilde se ha salvado. ¡Oh! A este precio su honor me parece muy costoso».
Cuando llegó el médico, examinó el rostro de Carlota, tomó su pulso y aproximó una luz a sus ojos.
Hubo un momento de silencio, que sólo interrumpía el discorde murmullo de las gentes del baile.
Todos esperaban con impaciencia sus palabras; pero el facultativo movió la cabeza tristemente.
—¿Ha muerto? —le preguntó Luciano.
—No, señor: vive todavía.
En aquel momento los músicos preludiaban una polca.
XVI. El desafío
I
Suplico al señor juez de guardia se sirva de unir al sumario que se instruya con motivo de mi muerte la siguiente declaración:
Espontáneamente y por mis propias manos, sin otro motivo que el cansancio de vivir, doy fin a mis días en esta fecha.
Lo cual hago constar por la presente, para que nadie sea molestado cuando se encuentre mi cadáver.
Madrid, etc. — Luciano Herrera.
Eran las cinco de la mañana, dos días después del baile de
máscara, cuando don Braulio, a solas en su gabinete firmaba este extraño
documento, según convenio hecho con sus padrinos de desafío.
—Ahora —dijo al terminar su tarea— sólo me falta que no llegue mi declaración a poder del juez de guardia. Sí: yo defenderé a todo trance el cuerpo que poseo para que me pertenezca por derecho de conquista. Los resultados del duelo me han de ser siempre favorables. Si muero me evito la devolución de aquel cuerpo achacoso en que sólo me quedaban algunos años de existencia triste, y rechazo de mí el nombre ridículo con que me envanecía en otro tiempo. ¡Oh! No es al cuerpo mi antipatía, hubiera preferido la juventud con aquel mismo cerebro, aquellos músculos hoy sin fuerzas, aquel corazón a cuyos latidos estaba acostumbrado: me suena mejor al oído el nombre de Braulio que el de Luciano.
»Si mato, seré joven, volveré a empezar la vida: ahora prometo vivir deliberadamente y a sabiendas: la primera vez se vive distraído, sin tiempo para nada, cometiendo torpezas, perdiendo con la mujer una parte riquísima de la existencia y derrochando el cuerpo como si la salud fuese inagotable, y llega la muerte cuando empezamos a conocer el valor de la vida. Desde hoy, será otra cosa: me embriagaré en la idea de que existo, aislando mis placeres, reconcentrando mis sensaciones, ahorrando salud para la vejez, evitando con prudencia hasta el contacto de la desgracia y creando para gozar un mundo propio: desligado de todo lo que pasó, sólo evocaré los recuerdos para enmendar el presente con sus enseñanzas: en vez de padre severo, seré el amigo íntimo de mi hija, a la que me impondré con la autoridad del cariño desinteresado y la superioridad de mi experiencia: guiaré sus pasos en la vida con la madurez de un anciano y la seducción que ejerce un joven. Viviré mucho y muy despacio, sabiendo lo que vale la fuerza física, lo que es respirar a plenos pulmones el aire puro y saborear a pequeños tragos el elixir de la vida. Cuando llegue la vejez, tardía pero al fin irremediable, entonces..., entonces buscaré un joven, le propondré otro pacto, cambiaré de nombre y mi experiencia será inmensa. La tercera vida debe ser aún más positiva y dilatada, más espléndida. ¡Qué seguridad en el trato de los hombres, qué conocimiento práctico del mundo y de los fenómenos morales: mi voz juvenil hará enmudecer en los congresos a los políticos más ancianos, juzgándolo todo fríamente con ejemplos tomados del natural, no de la adulterada historia: sabré lo que no ha podido abarcar ningún libro por su brevedad, ni comprender ninguna inteligencia por la rapidez de la vida: dominaré a mis semejantes, sirviéndome de su ignorancia para aumentar mis satisfacciones.
»¡Absurdo! ¡La tercera vida! ¿Tengo acaso asegurada la segunda? Creo que sí: Luciano en la imbecilidad de su juventud se batirá generosamente. Yo... apuntaré a pesar de las palmadas; estos brazos no tiemblan y por convicción permaneceré sereno; sólo se turba el hombre impresionable e irreflexivo.
»Siento, sin embargo, un gran malestar al verme obligado a destruir el cuerpo que he habitado. Sin él, no soy yo el mismo, y dolorido y débil como está, me causa pena abandonarlo; en él cometí las locuras de la juventud, de mi juventud verdadera; con él soporté mis grandes aflicciones, en las arrugas de su rostro están escritos todos mis pesares, y podría contar la historia secreta de cada arruga.
»Pero al dejarlo me desprendo de tantas ignominias como en él se han acumulado; me lavo de toda mancha, me purifico; y sobre todo, retardo el instante de la muerte, o muero de una vez y descanso.
»Perezca mi cuerpo que ya de nada me sirve: si le mato morirá con honor defendiendo su dignidad; si me mata dirán las gentes aplaudiendo: «Don Braulio es un hombre altivo que venga sus agravios».
»Y mi honor, el antiguo, habrá quedado satisfecho.
»Mucho atrae el propio cuerpo, pero la juventud, el respirar la segunda vida y la tierra son tentadores. ¡Oh! La Tierra es un planeta que ejerce sobre mí una atracción irresistible.
»Tengo gran confianza en este pulso, en mi vista y en el firme propósito que llevo.
II
Los padrinos habían cumplido con rigor todas las formalidades que preceden a un duelo: el terreno estaba medido, las armas reconocidas como buenas y se había intentado por fórmula una tardía avenencia. Algunos ojos indiscretos espiaban el lugar del combate para que nada faltase a los usos establecidos. Sólo se esperaba ya que los adversarios ocupasen sus puestos.
—Antes de tomar las armas —dijo Luciano en alta voz—: ruego a ustedes que me permitan tener a solas una conferencia con mi contrario; en presencia de la muerte no se pueden dilatar ciertas explicaciones.
Todos los que presenciaban el acto convinieron en la justicia de aquel propósito, y los dos rivales se retiraron a corto trecho de los padrinos.
—Este duelo me horroriza —dijo Luciano—, tiene todo el aspecto de un suicidio.
—Yo no lo he buscado y me resigno.
—¿No hay un medio de evitar la sangre?
—Ninguno.
—Declaro formalmente que no me defiendo: si usted tiene el valor de atravesar su propio cuerpo, hágalo por su cuenta. Dispararé por compromiso; pero procurando no hacer daño.
—No comprendo esos escrúpulos, e intentaré hacer buena puntería.
—Y ¿si caigo?
—Me resignaré a contemplar mi cadáver estando sano y bueno.
—¿Y qué será de mi alma?
—Lo ignoro: flotará tal vez por los espacios, habitará en un planeta, bajará al purgatorio..., en fin, es una duda de la que no quiero salir, y por eso me defiendo.
—Don Braulio, usted no se ha encomendado a Dios, cuando tal vez muera usted dentro de algunos instantes...
—¿No estamos en poder del diablo? Pues, bien, le he llamado inútilmente. Mis deseos eran mundanales, y sólo aquél me hubiera sacado del apuro.
Luciano, preocupado, no escuchaba. Don Braulio palideció de repente y miró con fijeza a uno de los padrinos.
—Allí está —dijo a Luciano, señalándole uno de los testigos.
—¿El marqués de Zárate?
—No, no es el marqués...
—Usted al marqués señala...
—Luciano, yo veo al diablo en el traje de nuestro amigo: le veo sonreírse.
—Pues todos los testigos están graves. Don Braulio, renunciemos al duelo; algo terrible se prepara; yo no veo al espíritu; pero siento en mi corazón un aire frío...
—Resignémonos, Luciano, y concluyamos.
—Conste que he procurado evitar una desgracia, que perdono a usted todas sus ofensas y le pido perdón por las mías. ¿Tiene usted algún encargo que hacerme?
—Ninguno.
—¿Me guarda usted rencor?
—Siempre.
—Queda tranquila mi conciencia.
Y se separaron fríamente.
III
Luciano había quedado triste; don Braulio, pasada la primera impresión, estaba animoso y sereno.
El primero sentía dentro de sí dudas, escrúpulos, temores y un gran desaliento.
El segundo se entregaba a las esperanzas más risueñas.
Aquél se decía tristemente: «Tengo el presentimiento de morir».
Éste murmuraba con júbilo: «El diablo me apadrina: ha borrado las facciones del marqués de Zárate para infundirme valor con las suyas; sólo para mí es visible: está a mi lado y me sonríe; él cuidará de apartar de mi frente las balas y corregir mi puntería».
Los padrinos sortearon las pistolas.
Don Braulio observó que la suya era excesivamente pesada, lo cual se explicó pensando de este modo: «Tiene lo menos cuatro balas».
Enseguida se echaron suertes para saber quién tiraría primero. «Seré el favorecido», murmuró don Braulio con la mayor confianza. Y en efecto, la suerte le fue propicia.
Colocados en actitud ambos contrarios, los padrinos adoptaron su aire más solemne, como si presintiesen un desenlace triste... La soledad del campo, la gravedad del acto, el temor a la muerte en unos, la responsabilidad en que todos incurrían, y una influencia exterior vaga y misteriosa hacían circular de corazón en corazón angustias y sobresaltos, como si todos unidos de la mano sufriesen una misma descarga eléctrica.
Un tribunal inapelable iba a fallar en aquel pleito. Dos bocas de fuego iban a pronunciar la sentencia. ¿Quién tenía razón? Aquel cuyo cuerpo no se hallase colocado exactamente en la línea recorrida por las balas.
Se trataba de cometer un homicidio con formas elegantes. Las formas tienen una influencia extraordinaria sobre el fondo de las cosas: robar desde un magnífico almacén de modas es comerciar; asesinar a un hombre en medio de cuatro padrinos es batirse.
El desafío se verificaba en toda regla.
Cuatro testigos, dos adversarios, un médico y varios carruajes. Sólo los caballos de éstos ignoraban el lance: el hombre tiene la suerte de que los animales ignoran muchas cosas.
Ninguno de los que presenciaban el duelo hacía semejantes reflexiones: cada cual se preocupaba por sí al ocuparse de los de más.
Don Braulio, con la pistola en guardia, esperaba las palmadas, no sin impaciencia, porque el peso del arma parecía aumentar a cada instante.
Por fin dieron la señal, y don Braulio quiso hacer contra las reglas una ligera puntería antes de apretar el gatillo; pero la pistola bajaba mucho con el peso, y cuando disparó, la bala fue a enterrarse en la arena, a los pies de Luciano.
Herrera permaneció inmóvil y don Braulio, desconcertado, miró al diablo con sorpresa; pero sólo encontró el rostro intranquilo del marqués de Zárate.
Tocó el turno a Luciano, que al disparar cerró los ojos. La bala fue a perderse en los aires.
Volvieron a cargarse las armas, y don Braulio quedó pálido, cadavérico, al tomar otra vez su pistola: parecía ligera como una pluma.
Era indudable que sufría una alucinación horrible. Su imaginación se había extraviado. Creía ver al diablo cruzado de brazos cubriendo el cuerpo de su enemigo y al mismo tiempo ocupar otra vez el cuerpo del marqués, desde el cual le sonreía y animaba.
Otro tiro perdido, y muchos otros.
Ambos adversarios, con el cabello erizado, la vista vaga y el pulso trémulo, se hallaban extenuados.
En fin, se oyó un grito, y don Braulio cayó al suelo.
Todos se lanzaron a socorrerle, menos el facultativo, que dijo gravemente:
—Señores, es inútil socorrerle: ese hombre sólo necesita un sacerdote, y éste no llegará a tiempo.
Luciano se desmayó.
IV
—¡Socorred a don Braulio! —dijo el marqués a sus amigos—, yo me encargo de auxiliar al moribundo.
Don Braulio tendido en el suelo, y el marqués de rodillas a su izquierda, quedaron solos.
El marqués murmuraba monótonas palabras.
¿Era un cristiano que recomendaba el alma del moribundo?
¿Era el diablo parodiando con ironía infernal un rezo de agonía?
Al expirar don Braulio, sus ojos parecían fuera de sus órbitas.
V
El coche en que regresaban Luciano con el médico entraba por las calles de Madrid media hora después.
Luciano parecía ya sereno; pero su rostro había envejecido mucho: hablaba con calma tal vez aparente.
—La ciencia no tiene remedio —le decía el facultativo— para ciertas heridas: aunque fuera posible cicatrizar la entraña, el hombre no podría acudir a tiempo de evitar la muerte: aquel cuerpo, en aquel estado, es necesariamente un cadáver.
—Pero infundiéndole un alma nueva... —replicaba Luciano.
—Siempre tendríamos un cadáver.
—Reparando el destrozo de la bala.
—Un cadáver.
—¿Cree usted en los milagros?
—No señor —respondió el materialista con franqueza.
XVII. Clotilde
—Don Braulio, he debido negarme por tercera vez a esta entrevista, con la cual estoy ofendiendo la memoria de Luciano —decía Clotilde sentada en el sofá de su gabinete y fijando en el pobre viejo miradas verdaderamente crueles.
Era cruel, en efecto, guardar rencor a aquel miserable cuerpo que apenas podía sostenerse y en cuyo rostro se reflejaba un gran desaliento: la vejez se había apresurado en aquella cara donde la destrucción ofrecía sus más graves caracteres: sólo una mujer herida en su primer amor podía contemplar sin lástima las tristes y moribundas facciones del anciano.
—Clotilde —dijo Luciano con voz solemne y conmovida—, no vengo a solicitar perdón ni a llorar con usted la muerte de Luciano, sino a exigir de usted un violento sacrificio: ante todo, permítame usted dirigirle esta pregunta: ¿Qué amaba usted en Luciano?
Clotilde hizo ademán de levantarse; pero la mirada suplicante del anciano la detuvo.
—Usted me tomará por un insensato; la razón me está imponiendo silencio y sin embargo no puedo guardar más tiempo mi secreto. En nombre de Luciano le ruego a usted que conteste mi pregunta.
Clotilde no despegaba los labios.
—¿Calla usted?
—Callo por no dejarme llevar de mis impresiones: abrevie usted su visita: mi madre puede llegar de un momento a otro y ni aun quisiera que mi madre me sorprendiese escuchándole a usted con tanta calma.
—Pues bien, Clotilde, seré lacónico; ante todo, recuerde usted los detalles de nuestra última conversación: ¿cree usted que pudo Luciano darme los pormenores íntimos de sus entrevistas con usted que referí tan minuciosamente?
—No lo creo.
—¿Cómo se explica usted entonces lo que le dije aquella noche?
—Aún no me lo he explicado.
—¿No ve usted en ello algo sobrenatural y misterioso?
—Es verdad.
—Bueno: reconcéntrese usted en sí misma y busque en su memoria un hecho, una palabra, cualquier cosa que solamente pudiera saber Luciano, por los cuales le hubiera usted reconocido bajo el disfraz más impenetrable.
—Don Braulio, usted me propone una especie de burla a que no debo prestarme.
—Hablo con toda seriedad, y advierto a usted que la prueba que propongo es necesaria para una revelación importantísima.
Clotilde palideció, y dijo después de una breve pausa:
—No me atrevo.
—¿Tiene usted miedo a la prueba?
—Creo que sí.
—¿Sabe usted el motivo?
—Lo ignoro: me parece que nos escucha el alma de Luciano.
—Es la verdad, Clotilde.
La pobre niña temblaba.
—Pero —añadió Luciano— no es el alma que flota sin cuerpo escuchando nuestra conversación, y que sólo se revela produciendo en nosotros misteriosas sensaciones, sino el alma cautiva en un cuerpo.
La idea de la locura de don Braulio se ocurrió naturalmente a Clotilde. «Y sin embargo —pensó ésta—, no creo que esté loco».
—Si usted tuviera el convencimiento de que sólo ha muerto el cuerpo de Luciano, ¿seguiría usted amando a su espíritu, Clotilde?
—Esa duda me ofende.
—¿Y si su espíritu se apareciese en la forma que le fuere a usted más odiosa?
Clotilde, que en su rencor hacia don Braulio había dado treguas a su dolor, al oír aquellas palabras que le recordaban la triste suerte de Luciano, no pudo contener sus lágrimas. Luciano estaba también muy conmovido.
—Ya no he de verle nunca: hace usted mal, don Braulio, en recordarme lo que he perdido, y en dar esperanzas que no pueden realizarse.
—Clotilde, una sola palabra por la que reconozca usted a Luciano y prometo devolvérselo.
—Usted juega con mi dolor; la venganza que ha tomado en Luciano no le ha satisfecho, y me persigue usted porque le amo.
—Haga usted la prueba en nombre de ese amor: ya dije que venía a exigir de usted un violento sacrificio: si los resultados de mi súplica no corresponden a mis promesas, llame usted a sus criados y despídame como un loco, a cuyo papel estoy acostumbrado en esta casa.
—¿Sabe usted por qué me resisto a esa súplica?
—Sí, Clotilde: y lo sé porque estoy acostumbrado a adivinar sus pensamientos y a seguir el hilo de sus ideas: usted teme que yo le diga... «Soy Luciano».
Clotilde se estremeció; pero no desmintió aquellas atrevidas palabras.
—Teme usted que le recuerde ciertas promesas; sobre todo las de aquella tarde en que hablando de la hermosura, me aseguraba usted que aunque desapareciese la juventud de mi rostro y la enfermedad más cruel desfigurase mis facciones, seguiría usted amándome.
—¿A usted? —dijo Clotilde levantándose con dignidad.
—A mí —respondió Luciano con dulzura.
Clotilde quedó inmóvil.
—Siéntese usted y escúcheme con atención, sin interrumpirme hasta el final por mucho que la sorprendan mis revelaciones.
La joven se sentó dominada completamente por Luciano.
Y éste, con un acento de verdad que tratándose de otro asunto hubiera producido convencimiento, refirió a Clotilde todas las circunstancias del pacto, omitiendo solamente sus amores con Carlota.
—¿Duda usted? —exclamó Luciano con tristeza, al observar el aspecto frío y receloso de Clotilde.
Ésta no contestó, porque su imaginación se perdía en conjeturas y volaba de una idea en otra, todas a cuál más extravagante.
—Separe usted la vista de mi rostro y escuche mis palabras para convencerse de mi identidad. Sobre todo, antes de quitarme la última esperanza reflexione usted la horrible situación en que dejaría usted a Luciano si los hechos que refiero son exactos. Considere usted la desesperación de un alma a quien abandona su alma más querida, porque entre las dos se interpone el miserable obstáculo de un cuerpo.
El entendimiento de Clotilde era un caos: acostumbrada a las realidades de la vida, aquel hecho sobrenatural repugnaba a su razón: el tono sincero con que hablaba Luciano y las circunstancias íntimas de sus amores, que conocía tan exactamente, la ponían en duda, y la fantasía con sus extrañas creaciones la disponía a creer el maravilloso pacto. En aquellas dudas Luciano había adelantado algún terreno; el odio de Clotilde había desaparecido convirtiéndose en un temor supersticioso.
—¿Soy un loco? —dijo Luciano amargamente—. Pues la caridad manda a usted compadecerme y no contrariar mis ilusiones. ¿Soy un impostor? Pues confúndame usted explicando de un modo natural por qué medios he podido saber todos los secretos de sus amores con Luciano y de qué manera me hallo en estado de contestar a toda clase de preguntas que usted sobre ellos me dirija. ¿Soy Luciano? Pues debe usted cumplirme sus promesas. ¿Es tan poderosa la materia que pueda aislar al espíritu e incomunicarlo con los hombres? ¿Es tan imperfecta el alma que pueda permanecer al lado de la que busca sin adivinar su presencia? Clotilde, te llama el alma de Luciano; está a tu lado esperando con impaciencia tus palabras: si dudas aún, haz la prueba; haz el sacrificio de renunciar a la fría razón y creer lo que digo: yo soy por quien hubieras olvidado el cariño de tu madre, y que no quiso explotar las debilidades de tu corazón enamorado: yo soy el hombre frívolo que con todo el ardor de la juventud sabía enfrenar sus deseos, y en aquellas entrevistas a solas te hablaba de felicidad para lo porvenir con la prudencia de un anciano: soy el mismo con quien sostenías en el piano coloquios que sólo nosotros comprendíamos. ¿Tan variado está mi espíritu que ya no lo conoces?
Clotilde estaba trémula y conmovida: a no oír la voz gastada de don Braulio hubiera creído escuchar las palabras de Luciano: el miedo le impedía responder: en la fisonomía de don Braulio le parecía ver rasgos diabólicos; no era verdad: lo único que había en aquel rostro era una irónica contradicción entre su lenguaje y sus arrugas. Sólo un presentimiento de la verdad impedía a Clotilde huir del gabinete.
—Don Braulio —dijo por fin—, lo que usted afirma es tan superior a mi inteligencia que no puedo comprenderlo: sólo sé que Luciano ha muerto y los muertos no vuelven de su tumba.
—Lázaro resucitó... y Luciano no ha muerto.
Clotilde movió la cabeza en signo de dolorosa duda.
—Voy a hacer la prueba —exclamó de repente llena de valor y acercándose al piano, en el que preludió dos o tres piezas sin tocar ninguna de ellas.
—La primera parte, el vals —dijo Luciano sin esperar a que le preguntasen—, significa en nuestro idioma «estoy triste».
Clotilde se puso excesivamente pálida.
—Los compases de la danza quieren decir «no nos veremos esta noche». Y la escala última, repetida dos veces «dudo de ti»: una sola escala significa «ya no dudo».
La desgraciada niña dio un grito, pero no tuvo fuerzas para alejarse: la prueba era decisiva.
—¿Soy Luciano? —preguntó el viejo con melancolía.
Pero al observar el terror de Clotilde se detuvo casi arrepentido de la perturbación moral que había llevado impremeditadamente a aquel cerebro.
—¡Oh, Luciano ha muerto! Luciano ha muerto, y usted me hablaba del diablo...
Entonces llegó a Luciano el turno de temblar: era preferible pasar por don Braulio sano o loco, a ser tenido por aquel terrible personaje.
—Si yo fuera el diablo, no hubiera elegido para acercarme a ti el cuerpo de don Braulio, sino tomado la figura de Luciano para inspirarte confianza y simpatía. El alma de don Braulio tuvo contigo bajo aquel cuerpo coloquios amorosos, y con dificultad notabas mi ausencia de él cuando trataba de ultrajarte. Si yo fuera el diablo, me hubieras recibido con los brazos abiertos al aparecer bajo tan agradable forma, y en vez de referirte historias tristes te hubiera entretenido con cuentos más amenos. Soy Luciano; pero olvídame; acaso no recupere nunca el cuerpo que he perdido, y si éste vuelve a mí, nunca creerás que soy el mismo. Juzgaba que bastaba la fuerza de la verdad y la influencia del espíritu para infundirte confianza, y me he equivocado. Adiós, Clotilde.
Y Luciano se levantó con gran trabajo: Clotilde tuvo lástima; pero no de aquel cuerpo achacoso que apenas podía moverse, sino de las tristes palabras inspiradas tal vez por el alma de Luciano.
—¡Te creo! ¡Te creo! —dijo irreflexiblemente, haciendo ademán de detenerle.
Luciano hubiera llorado de alegría a quedar lágrimas en los enjutos ojos de don Braulio; pero duró poco su júbilo: Clotilde retrocedió ante la fisonomía del anciano que no se prestaba a los trasportes del amor.
—No puede ser Luciano —dijo huyendo de aquellos secos brazos que sólo prometían la fría opresión del esqueleto.
—¿Me abandonas?
—Estás en el cuerpo del matador de Luciano: el más sencillo trato entre nosotros lo juzgaría el mundo escandaloso.
Y Clotilde se alejó rápidamente.
—¡Oh!, el cuerpo es todo mientras vivimos en la tierra —decía Luciano con dolor, dirigiéndose a casa de Carlota.
Concluida aquella violenta escena, le quedaba por sufrir otra emoción más triste todavía en casa de Carlota, cuya enfermedad se había agravado. Adela lloraba junto a su madre despidiéndose de la moribunda: madre e hija, después de haber vivido separadas, se encontraban en este mundo un solo instante.
Carlota pidió perdón a Luciano, asegurándole que no quería morir sin el perdón de su marido.
Luciano se prestó a aquel caritativo engaño; pero cuando Carlota le pidió el beso de despedida, no se atrevió a profanar el lecho de la muerta.
—No es sincero el perdón —dijo al morir la desdichada.
XVIII. El plazo
—¡Está durmiendo!
—Dejémosle descansar: hace mucho tiempo que apenas cierra los ojos.
—Cada vez que le veo dormir, temo que no despierte.
—¡Pobre señor! Cuánto ha envejecido en pocos meses.
—Sabina, pronto nos quedaremos solas en el mundo: ya no hay vida en ese cuerpo.
—Pero su cabeza está muy firme: habla como un joven.
—Eso es lo que me alarma: vive lleno de deseos irrealizables; se entusiasma ante un caballo fogoso; apenas se le oye hablar y se empeña en cantar al piano las piezas más difíciles; no aparta su vista de las mujeres hermosas; quiere vestir como los jóvenes, y a medida que la vejez se apodera de su cuerpo, cada vez se resigna menos a ser viejo. Esa lucha le mata: he sorprendido en sus ojos deseos de llorar algunos días en que sus fuerzas no podían seguir al pensamiento.
—¡Qué diferente de usted!
—Es verdad: nada deseo, nada espero.
—Al contrario: usted desea, y espera, y disimula.
—Créeme que le he olvidado.
—Y hace usted bien; pero la juventud está llena de esperanzas: sólo hay un mal incurable, el de don Braulio.
—¡Dejémosle dormir!
—Silencio, no despierte.
Y Adela y Sabina salieron pausadamente de la alcoba, dejando a Luciano recostado en su butaca enfrente de la ventana. La clara luna de febrero iluminaba su rostro: la campana de un reloj daba las doce.
Cuando despertó sonaba en la vecindad la música de un baile: a los cadenciosos compases de la orquesta los miembros de Luciano se estremecieron de placer, pero cuando su razón se abrió paso entre las nieblas del sueño, exhaló un triste suspiro y corrió hacia la ventana, fijando con avidez los ojos en un gran edificio profusamente iluminado.
Después alzó la vista al cielo en el que centelleaban innumerables astros, al parecer inmóviles, y cuyos fulgores brillantes o desvanecidos por la distancia producían esa claridad triste de las noches de invierno.
«Es la misma luna que brillaba hace un año sobre las estatuas del Museo: la misma bajo cuya traidora influencia abandoné mi cuerpo buscando absurdas sensaciones y confundí mi vida en otra vida», pensó Luciano amargamente.
Entretanto la música del baile continuaba: a través de los cristales del salón se veía cruzar a las alegres parejas llenas de pasión, de juventud y de galas; en la calle descendían de los carruajes mujeres envueltas en magníficos abrigos, y cuyo calzado de raso se perdía al momento en los dibujos de una alfombra. Un joven se acercó a la portezuela de un coche blasonado y tomó un abrigo que le presentaban: ¿era un lacayo? Su traje no parecía indicarlo, pero lo hacían sospechar sus actitudes. La vizcondesa era la señora: Teodoro el que la servía humildemente.
Luciano los vio pasar, y vio balanceándose en los brazos de otro joven a Clotilde, con el rostro encendido por la agitación del baile y el calor de las luces: ante aquel espectáculo animado y triste a la par, al verse de brazos en la ventana viejo y solitario, separado de aquel centro brillante adonde le llamaban sus pasiones, inclinó la cabeza con dolor y apretó sus arrugados párpados, procurando inútilmente sacar de ellos una lágrima.
La música seguía entretanto y Clotilde cruzaba envuelta en su blanco y vaporoso vestido, cada vez más sonriente, más hermosa, más aérea.
«¡Basta, basta, salgamos de dudas: ha llegado el plazo, no es posible que mi juventud se malogre y mi alma estalle de este cuerpo miserable cuyas sienes no pueden resistir los latidos de mi espíritu! Voy en busca de mi nombre, de mi vida, de mí mismo».
Y tomando su abrigo abrió la puerta, y por un esfuerzo vital increíble en aquel anciano, salió a la calle deprisa, erguido y con el aspecto extraviado del loco.
Cuando llegó junto a la estatua de Cervantes, la plazoleta estaba desierta, y sólo un pobre o un borracho tendido en la acera dormía ante la verja del jardincillo.
Esperó algunos minutos e invocó temblando al espíritu; pero los minutos volaban, el reloj daba cuartos de hora y nadie aparecía.
—¡Miserable! Me ha engañado —dijo Luciano con voz desesperada.
Y sus pies tropezaron en el infeliz durmiente en que apenas había reparado.
El desconocido se esperezó, levantándose como sorprendido.
Luciano quedó frío: era el diablo.
—No te esperaba; pero estaba cumpliendo mi palabra de acudir a la cita y entreteniéndome al mismo tiempo en infringir un bando de policía: es preciso dar ejemplo.
La voz ligeramente irónica y el lenguaje frívolo del demonio indignaron a Luciano, que dijo con acento firme:
—He venido a que me devuelvas mi cuerpo.
El diablo hizo un ademán de asombro.
—¿Hablas seriamente?
—¿Puedes dudarlo? ¿O te niegas a cumplir el compromiso?
—De ningún modo.
—¿Estás decidido?
—Sí.
—Pues súbete en mis hombros.
Y el diablo trasportó por los aires a Luciano como Asmodeo a don Cleofás.
—¿A dónde me llevas?
—Al cementerio.
—Detente.
—Ya hemos llegado.
En efecto, estaban en una de las galerías del camposanto de Atocha, delante de un nicho en que Luciano leyó su propio nombre.
Ambos temblaban: algo de santo, de terrible, de misterioso había en aquel lugar, cuando el mismo diablo se alteraba.
—¿Está aquí el alma de don Braulio? —dijo Luciano lleno de horror.
—No: aquí están los restos de tu cuerpo.
—¿Pues quién es este espíritu cuyo aliento frío siento en el rostro?
—Es el aire de la noche; pero decídete pronto y no pierdas el tiempo: ¿quieres ver tu cuerpo?
—A eso he venido.
El diablo separó la losa, alzó la caja e iluminando el fondo de la bóveda, mostró a Luciano un esqueleto.
—He aquí tu cuerpo en el estado a que te has reducido. ¿Quieres que venga a tomar posesión del suyo el alma de don Braulio, mientras introduzco tu espíritu en ese montón de huesos?
Luciano, horrorizado, apartó su vista del nicho.
—Haces bien —añadió el diablo—: tu novia te recibiría peor si te presentases a ella de ese modo que si le hablaras con los labios de don Braulio.
—Me has engañado.
—No lo creas: tú mismo te engañaste; sólo he sido instrumento de tus deseos. Por lo demás, veo que empiezas a comprender el valor del cuerpo que posees, puesto que no te determinas a abandonarlo.
—No hay remedio —exclamó Luciano con angustia—; rebosando juventud moriré de viejo.
Y en un esfuerzo supremo de dolor pudo arrancar a sus ojos una lágrima, y después, vencido por su flaca naturaleza y dominado por el desaliento, cayó al suelo sin sentido.
Parecía un cadáver durmiendo entre los suyos.
—¡Torpe! —dijo el diablo contemplándole atentamente—. ¡Se ha evitado treinta o cuarenta años de vida, y en vez de estar satisfecho llora como un niño!
XIX. Conclusión
El frío de la noche hizo volver en sí a Luciano.
—¡Desgraciado! —dijo sollozando al darse cuenta de su situación miserable—, sí, soy el más desgraciado de los hombres.
—Ven conmigo y te convenceré de lo contrario —repuso el diablo alzándole en los brazos, y trasportándole por los aires a la cúpula de un templo.
Luciano fijó su vista en la población, buscando inútilmente una explicación a las palabras del espíritu. Sólo veía tejados en declive, bosques de chimeneas, muchos campanarios, algunos balcones iluminados por espléndidas arañas o por cuatro hachas de cera que alumbraban a un cadáver; calles desiertas y calles llenas aún de movimiento; cafés lujosos en el centro de la villa y soledad y tinieblas en los barrios más distantes; transeúntes que se retiraban envueltos en sus capas; infelices que dormían entre los escombros de una obra, vigilantes nocturnos, grupos ocultos en la sombra y amantes furtivos deslizándose por algunas puertas y ventanas. Y sólo oía el golpear de los aldabones, ruidos de monedas, músicas lejanas, campanadas de reloj, ayes de enfermos, canciones de borrachos, rodar de carruajes y el silbido alarmante del sereno, Pero aquel espectáculo y aquellos rumores carecían de vida para el conjunto enorme de la capital, cuya quietud excedía al movimiento y cuyo silencio se sobreponía a los rumores.
—Nada veo que tenga relación conmigo o me interese —dijo Luciano—: hombres que duermen, el vicio que vela; este cuadro es el mismo de siempre.
—Quiero hacer en tu obsequio lo mismo que Asmodeo hizo por otro en el siglo XVII.
—Déjame, no estoy para ocuparme de los demás: necesito estar solo, quiero reposo; déjame en paz, espíritu maléfico.
—Te quejas porque eres joven y vives en el cuerpo de un viejo: pues bien, hoy la mayor parte de los hombres viven fuera de sí, en un estado que no les pertenece. Al proponer el pacto no obrabas espontáneamente, sino que obedecías como máquina a las influencias humanas que te rodeaban, a la corriente invisible de las ideas. Mira aquel hombre que duerme en un lecho dorado, bajo cortinas de encaje y terciopelo; heredero de un nombre ilustre, adula a los que se burlan de los blasones y apoya a la aristocracia del tumulto contra la aristocracia de los reyes: es un alma de lacayo en el cuerpo de un señor
»Allí tienes un ciudadano que funda sociedades cooperativas con los ahorros del obrero para emanciparle de los fabricantes; pero en realidad con el objeto de alzarse con los fondos. Es un ladrón que ha encarnado en el cuerpo de un filántropo.
»Repara en esa dama, sentada en su escritorio y rodeada de cuartillas, mientras su esposo mece la cuna de sus hijos. Es un alma varonil en una rolliza mole femenina.
»Aquél es un orador que ensaya un discurso conmovedor, patético, lleno de fuego, de convicción y de ternura. Es un alma fría, obligada a fingir pasiones, sentimientos y arrebatos.
»Contempla aquel zapatero que desde la ventana de su boardilla mira con rencor el palacio vecino, y exaltado por un artículo de periódico, siente la necesidad de igualarse con los ricos. Es el alma de un pobre a quien han quitado la resignación sin darle nada en cambio.
»Observa ahora al dueño del palacio: hizo su capital con la economía y la usura, luego un gran matrimonio y negocios en alta escala; su posición le obliga a gastos suntuosos que le atormentan. Es un avaro precisado a tirar a manos llenas su fortuna.
»Allí puedes ver a un miembro de la Sociedad Bíblica de Londres pagado para propagar sus doctrinas. Es un escéptico bajo la apariencia de un pastor evangélico.
»Fíjate en aquella niña sonrosada que duerme tan tranquila, sueña en un matrimonio de conveniencia y apenas tiene quince años. Es el alma de un prestamista que ha tomado en el mundo la forma de los ángeles.
»Ese que se levanta despavorido de su lecho es un incrédulo a quien asustan por la noche los chasquidos de los muebles, desde que asistió a una sesión espiritista. Es un pobre de espíritu que hace gala de filósofo.
»En aquel otro lecho sonríe un hombre entre sueños: acaba de terminar dormido una soberbia catedral, cuyas torres afiladas atraviesan las nubes y cuyas anchas y majestuosas bóvedas descansan sobre esbeltas y ligerísimas columnas. ¡Qué de mármoles y jaspes en los altares; qué calados de filigrana en las cornisas; qué curvas tan atrevidas en los arcos! El aire parece que mueve las flexibles torres sin derribar un solo grano de arena; los sabios admiran las profundas alegorías esculpidas sobre la piedra y los artistas su composición admirable; el pórtico es suntuoso; los sepulcros son de una severidad sublime e imponente; en cada capilla se desenvuelve en toda su majestad una idea religiosa; y el ánimo sobrecogido ante el espléndido conjunto de la catedral saluda al genio creador de aquel portento. ¡Ja, ja! —añadió el diablo alegremente—; el artista despierta y su catedral se desvanece: es un arquitecto lleno de ideas, que vive de remendar edificios arruinados y edificar con toda economía fábricas de jabón y chocolate.
»Allí veo un hipocondríaco: amigo de la meditación y de la soledad, hubiera pasado su vida recorriendo los claustros de un convento; las necesidades diarias le obligan a vivir en el estruendo de la corte y asistir a la tribuna de periodistas para hacer la reseña de la sesión, y a los teatros para escribir una revista.
»Ese que vela en un laboratorio rodeado de aparatos es un químico famoso; bullen en su imaginación sistemas y proyectos: está seguro de llegar a descomponer todos los cuerpos simples por medio de un procedimiento nuevo que ha de producir la mayor revolución científica de que hay memoria; pero sabe que nunca realizará sus sueños, porque el lujo de su mujer y de sus hijas le obliga a trasnochar preparando polvos dentífricos y perfumes para impedir la ruina de su casa. Es un sabio convertido en charlatán por su familia.
»El que se acuesta con estrépito en aquel cuarto es un joven provinciano recién llegado a Madrid para seguir la carrera de las armas. La lectura de las guerras antiguas inflamó su espíritu y le hizo desear la magnífica confusión de las batallas y los combates cuerpo a cuerpo: acaba de saber que hoy los hombres se destrozan por medio de máquinas y sin verse, y que la guerra es una ciencia. Por su valor personal y por sus fuerzas hercúleas hubiera sido ese muchacho en otros tiempos un guerrero notable: hoy, sólo puede utilizar sus fuerzas para cargar maletas y baúles.
»Contempla un hombre infeliz: nació para vivir en el reposo, y las circunstancias le obligan a ser en un ferrocarril jefe del movimiento.
—Creo que te burlas —dijo Luciano interrumpiendo al espíritu—. No es posible que compares en serio la situación de esos personajes y la mía.
—Todos están fuera de su centro; todos sufren horriblemente en la posición que les ha cabido en suerte; todos envidian a sus semejantes y sienten la necesidad imperiosa de variar su estado.
—No hay dolor que iguale al mío.
—¡Ja, ja! —respondió el espíritu mirando a Luciano con desprecio—. Sufres por habitar momentáneamente un cuerpo que apenas tiene vida; ellos sufren en cuerpos robustos cuya duración parece asegurada; otros sufren en espíritu y sus dolores son eternos.
—Sus desgracias no me sirven de consuelo.
—¿Quieres un ejemplo igual al tuyo?
—Es imposible encontrarlo.
—Pues contempla a los hombres empeñados en infundir un alma nueva en una sociedad vieja y moribunda; la lucha entre las aspiraciones y las fuerzas es desigual y dolorosa; el alma pretende mandar y la inercia de un cuerpo extenuado comprime sus impulsos: mientras aquélla exige movilidad, éste, por el instinto de conservación, tiende al reposo. No es posible amalgamar ambas tendencias; lo nuevo es incompatible con lo viejo y, sin embargo, los hombres, convirtiendo en condición vital este enlace absurdo, han apresurado la inevitable destrucción de las sociedades que quisieron rejuvenecer, en vez de procurarles una vejez tranquila y sosegada.
—No comprendo la relación entre lo insensible...
—¿No comprendes? Me explicaré: todo hombre civilizado se halla en tu mísera posición: a todos alcanza el desasosiego, la inseguridad, el combate que sostiene consigo mismo, la sociedad en cuyo seno viven: todos sus intereses y afectos están pendientes de esa lucha; lo más sólido es eventual; los axiomas vuelven al estado de problemas: la religión, la propiedad, la familia penden de un pleito; no hay nada estable en los pueblos, y esta inseguridad se experimenta en una sociedad sin fuerzas y sin vida ya para modificar su modo de ser y para emprender otro camino. El progreso trata de galvanizar un cadáver a quien dirige estas irónicas palabras: «Muévete y trabaja».
—Pero las sociedades no sienten como el individuo.
—Al contrario: el dolor individual es muy limitado, mientras que los dolores sociales alcanzan a muchos seres sensibles: la lucha de tu alma se limita a ti solo y las luchas de la humanidad tienen en todas partes ecos dolorosos. Ese pueblo que duerme tan sosegado se prepara a la lucha de mañana; lucha feroz en que todos quieren salirse de su esfera; disolución social parecida a la del cuerpo en que los humores tratasen de ocupar por sí solos las arterias, y la sangre quisiera posesionarse del cerebro, o combate a muerte en que por obtener la leve ventaja de adelantar un palmo, no se repara en el número de víctimas. ¡Hermoso espectáculo! —añadió el diablo entusiasmándose— el de la humanidad que se adora y degüella a sí misma.
—Es inútil que hagas alarde de tus odios.
—Estás equivocado si crees que aborrezco al hombre. Admiro el espectáculo que ofrece por sentimiento artístico y por horror a la monotonía. ¿Quién ha hecho más por él?, ¿quién le ha sacado de su estúpida inocencia?, ¿quién desliza en su oído esas dulces palabras que conmueven a los pueblos y enriquecen los libros de los sabios?, ¿quién le ha enseñado el arte de gozar todos los deleites de la tierra?, ¿quién le ha dado la idea de su propia dignidad y la medida exacta de sus fuerzas colosales?, ¿quién le ha civilizado? Compara al mísero pastor de los tiempos primitivos cubierto de pieles, o al tosco castellano de la Edad Media, abrumado por el peso de las armas, con el esbelto dandy de guantes perfumados. Aquéllos sólo poseían vagas nociones de moral y el arte feroz de aumentar las fuerzas físicas, mientras el hombre del siglo XIX discurre con encantadora ligereza sobre los fenómenos naturales y los misterios metafísicos. Los primeros sólo poseían una miserable choza o habitaban en incómodos castillos, en tanto que el segundo pasa el invierno al lado de confortables chimeneas y duerme en habitaciones estucadas; para los unos anochecía al ocultarse el sol, y para los otros no anochece nunca, porque el gas es la luna del progreso: eran los hombres antiguamente rústicos, testarudos e ignorantes, y hoy son políticos, flexibles y disfrazan con habilidad sus pensamientos. La lucha a que se entregan diariamente no es la guerra brutal y franca del salvaje, sino un exterminio culto en que el hombre mata al hombre, pero no se come luego su cadáver. Este torneo civilizado, esta cacería humana, esta magnífica confusión, ese estruendo tan necesario hoy en la vida es lo que me seduce y me distrae; te aseguro que en la novela del hombre, hemos llegado al capítulo más interesante.
Luciano le miraba con espanto.
—Estoy contento —prosiguió el espíritu—: el aire me trae por todas partes mensajes halagüeños; elige un cuerpo a tu gusto entre todos los que puedas imaginarte, exceptuando el tuyo propio.
—¡Nunca! —respondió Herrera con firmeza.
—¿Prefieres la vejez? ¿Renuncias a Clotilde?
—Me resigno a mi desgracia: el hombre no debe elegir su destino porque no sabe lo que le conviene.
—Pero el amor, la juventud y la vida te esperan en el mundo.
—Mi amor ha sido olvidado...
—No lo creas.
Y el diablo señaló a Luciano una habitación a cuyo aspecto su corazón latió violentamente.
Allí estaba Clotilde con su traje de baile y sus adornos; pero en vez del rostro encendido y alegre, tenía las mejillas pálidas y los ojos tristes y llorosos. Pasado el vértigo de la fiesta, volvía al mundo melancólico de sus recuerdos.
—¿Lo ves? —dijo el diablo—; saca el estuche de tus cartas: besa una flor que tú le diste y vierte una lágrima a tu memoria.
Luciano la contemplaba conmovido.
—Y ahora ¿prefieres el cuerpo de don Braulio cuyas pulsaciones se extinguen poco a poco?
—¿Qué me importa el cuerpo?
—¿Estás loco?
—Al contrario: ya no temo a la muerte, porque tengo en el mundo quien me llore.
—Clotilde morirá de pena...
—Así nos reuniremos más pronto.
—O se consolará de tu muerte con otros amores.
—¡Miserable! —exclamó Luciano con ira—. Has perdido mi cuerpo; pero no esperes apoderarte de mi alma. Aún no ha expirado el plazo: devuelve a don Braulio este cuerpo que le pertenece y que poseo indebidamente.
—¿Proyectas un suicidio?
—No: pero mi cuerpo es un cadáver y mi alma debe ser ya libre.
—¡Desgraciado! Me compadezco de tu situación: elige un cuerpo.
—Plaza a mi alma, que quiere dar cuenta a Dios de sus pecados. Espíritu rebelde, en nombre de Dios te exijo que cumplas tu promesa.
—¡Clotilde te llama!
—Soy un alma sin cuerpo; devuélveme la libertad; ha terminado ya mi cautiverio.
Y Luciano Herrera se abrazó a la cruz de hierro de la cúpula, encomendando a Dios su espíritu.
El demonio sacudió violentamente entre sus manos un cuerpo sin vida y se precipitó con él sobre la tierra.