La conversación había llegado a su mayor grado de interés: mientras los diversos contertulios expusimos nuestros planes de gobierno, los debates habían sido lánguidos: unos en nombre de la religión, otros en el de la libertad, o de los intereses permanentes, todos queríamos mandar del mismo modo, es decir, imponiendo cada cual al país sus pensamientos. Pero desde que empezó a hablar don Pancracio, prestamos gran atención a su programa extravagante. En su Constitución la soberanía reside en la mujer, por tradición que empieza en Eva. En sus Cortes discutirán los diputados usando el alfabeto de los mudos, y sólo serán admitidos a votar leyes después de sufrir un examen riguroso. Recordamos entre sus derechos individuales el derecho al pan y al agua: sus presupuestos tenían la sencillez de la cuenta de la lavandera: y en lo tocante a quintas, dijo que sólo admitía la quinta de los muertos.
Esta última base de gobierno produjo gran extrañeza en la reunión. ¿Quería don Pancracio un ejército permanente de fantasmas? ¿Trataba de regularizar por medio de un reemplazo equitativo la desordenada leva de la muerte? ¿Pretendía disminuir administrativamente la mortalidad escandalosa de esta corte? Para quintar los muertos, ¿habría ideado tal vez diezmar los médicos?
—Señores, dejen ustedes de dar tormento a su fantasía —dijo don Pancracio con el orgullo de un reformador—. Mi proyecto es demagógico, como lo fue en otro tiempo la igualdad ante la ley; pero es justo: hoy pido la igualdad ante la muerte. ¿Qué dirían ustedes si para el servicio de las armas, que es una necesidad social, utilizáramos únicamente, cuando tuviesen edad, los niños de la Inclusa y del Hospicio, los pobres de los asilos y cuantos ingresan en los establecimientos oficiales de beneficencia, sin exigir ese tributo a los demás?
—Sería injusto —respondimos.
—¿Qué dirían ustedes del que concediendo en su casa a un pobre enfermo un rincón donde morir, utilizase luego su cadáver.
—Nos parecería que abusaba de la hospitalidad y la desgracia.
—Pues, para evitar que el Estado cometa esos abusos, pido la quinta de los muertos.
—No comprendemos a usted —repusimos casi todos.
—Los nuevos ideales son siempre oscuros y confusos: acaso el mío no lo sea, porque cuando el hombre cree haber dado con una idea nueva, no falta un anticuario que le pruebe haber sido desarrollada antes por un autor griego, el cual la tomó de un autor egipcio, que a su vez la había aprendido de los indios: hoy todo lo que pensamos se encuentra ya pensado por algún autor francés, inglés o alemán, o acaso algún español moderno para nosotros, más desconocidos éstos que si hubieran escrito en la época de Herodoto. Pero conste que mi idea me parece propia, sea o no nueva, y por lo tanto requiere explicación.
»Yo tenía un amigo, gran filósofo, que vivió y murió en la región eterna de las ideas: realizaba los actos de la vida material profundamente distraído: siempre meditando en las causas de la creación, en la materia y el espíritu, y en el infinito y en problemas trascendentales, apenas se daba razón de su existencia. Una criada antigua le lavaba la cara por compasión todos los meses y le servía de comer como se da a los niños la papilla: los amigos le comprábamos un levitón cada diez años: de vez en cuando escribía en su cartera algunas líneas, ininteligibles hasta para el vulgo de los sabios: era un renglón de un libro profético titulado Las leyes de lo futuro. Sonrisas angelicales demostraban en su rostro que se hallaba en comunicación con los espíritus celestes: gestos horribles indicaban que sufría la obsesión de seres infernales. Sus sentidos, enmohecidos con la ociosidad, no funcionaban. Había volatilizado su vida, y estoy seguro de que se encontró, sin advertirlo, en el otro mundo, cuando murió en el hospital.
»¿Sabéis, señores, lo que pagó un estudiante de medicina por el cadáver de este sabio para tener el derecho de destrozarlo y llevarse los huesos a su casa? Veinte reales. Y lo recibió con disgusto, creyendo que era caro. Pero es lo horrible, señores, que el estudiante tenía razón: otro amigo había adquirido el cuerpo de un arrogante y joven asturiano al mismo precio: era un engaño recibir al precio corriente una osamenta envuelta en nervios y pellejo. El autor de Las leyes de lo futuro, cuando vivo, era una gloria de la ciencia: tendido en la tarima para la disección, era un mal esqueleto sin mondar. Cuando acudí para recobrar el cuerpo de mi amigo, sólo pudieron entregarme restos insignificantes, lo que dio gran verdad al epitafio que puse en su sepulcro: «Aquí yacen los restos de un filósofo».
»Señores: es sabido que las Escuelas de Medicina necesitan para el estudio de los alumnos un surtido respetable de cadáveres. No discuto la necesidad de este servicio: la ciencia dice, y lo creo, que para curar a los vivos es preciso estudiar en los muertos: ¡misterios de la ciencia! Los sabios buscan el arte de vivir donde buscaríamos los ignorantes el arte de morir.
»Pero es el caso que nadie lega su cuerpo a las Escuelas para instrucción del estudiante: hay verdadera oposición a que le registren a uno las entrañas y le dividan como ave destinada a la pepitoria. El instinto de nuestra unidad se revela contra esas divisiones. En este conflicto ha sido preciso dar a las Escuelas la facultad de proveerse de muertos en los hospitales. Se necesitaba una contribución de carne y huesos, y se ha impuesto a los más pobres. ¿Es justo? ¿Es conveniente? Por lo menos es monótono. Decimos con frecuencia que la muerte a todos nos iguala. Nos quejamos cuando la Iglesia niega un sepulcro católico al que muere fuera de su comunión. La ciencia es más dura con los pobres del hospital: les hace picadillo y adorna con sus esqueletos los despachos.
»Para remediar esa injusticia preparo para el día en que sea poder este decreto:
»Artículo 1.º Quedan sujetos a quinta todos los que fallezcan en las poblaciones donde haya Escuelas de Medicina, sin exceptuarse los niños y mujeres.
»Art. 2.º Las clases de anatomía se proveerán de cadáveres:
»1.º Con los que espontáneamente leguen sus cuerpos a la ciencia, y se llamarán voluntarios y voluntarias del anfiteatro.
»2.º Con los cuerpos de los suicidas y los que mueren en desafío.
»3.º Con los que obtengan los números más bajos en el sorteo que se hará todas las noches entre los difuntos de aquel día.
»Art. 3.º Las familias que quieran redimir el cadáver de un pariente podrán presentar un sustituto.
»Art. 4.º Los catedráticos y alumnos de las Escuelas certificarán en vista de la autopsia la enfermedad de que falleció el enfermo, la cual se publicará después de la certificación del médico que le asistió, para que el público pueda compararlas.
»Art. 5.º Sólo estarán exentos de quintas los que mueran violentamente en el cumplimiento de un deber.
»Art. 6.º ...
No pudo concluir don Pancracio, porque se lo impidieron nuestras protestas.
—¡Fuera! ¡Fuera! —repetíamos—. ¿Quiere usted llevar al anfiteatro nuestros padres, nuestras mujeres y nuestros hijos?
—¿Acaso no tienen familiares los infelices que van al hospital? —gritaba el autor del proyecto.
—Sí, pero están acostumbrados —exclamó un capitalista—. Nosotros morimos con más solemnidad.
—Mi ley les da a ustedes un recurso: irse a morir a otra parte.
—Usted lleva al anfiteatro hasta las notabilidades del país.
—¿No pueden terminar en el hospital los sabios, los escritores, los grandes ciudadanos, y están tal vez más expuestos que nosotros? Recuerden ustedes a mi amigo...
—¡Respeto a los muertos!
—Si son dignos de él, respetad el cadáver de los pobres, o el Estado tendrá el derecho de disponer de los vuestros y quintarlos.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritábamos indignados—. Eso es horrible y disolvente.
—Señores —replicaba don Pancracio—: en último caso, mi sorteo es simplemente una rifa más: una lotería de difuntos.
—¡Arrojémoslo a la calle! Es un perturbador de los duelos: no respeta la aflicción de las familias.
—En cambio evito los gastos excesivos de los entierros de lujo: esas vanidades...
—¡Llama vanidad a un sentimiento piadoso! ¡Oh profanación!
—Vosotros sois los profanadores al entregar al embalsamador el cuerpo de vuestros padres y mujeres, sin necesidad, y rebelándoos contra las leyes naturales de la destrucción: llenáis de perfumes el sepulcro; cubrís de galas el cuerpo como si fuese a un baile o a una fiesta, y conserváis sus carnes para dejarlo intacto a la fría curiosidad de las gentes venideras.
—¡Abajo las quintas de los muertos! —gritó la concurrencia.
Y estalló un verdadero motín contra don Pancracio. El reformador fue rodeado e impelido violentamente hacia la puerta; un impulso de cólera le empujó hasta el descanso de la escalera, por la cual bajó rodando.
—En verdad —dijo uno de los concurrentes cuando la agitación se hubo calmado— que es triste necesidad tener que surtir de cadáveres las cátedras de Medicina. Pero el arte cisoria lo requiere. Los médicos son como los cocineros: necesitan ensayarse en el oficio de trinchar. Pero no les neguemos los cadáveres: encontrarían la manera de hacer la autopsia de los vivos.
—Sí, sí; démosles cuantos muertos necesiten.
—Pero la cuestión es, quién ha de pagar ese tributo.
—Ésa no es cuestión —replicó la concurrencia—; ¿quiénes han de pagarlo?, los de siempre.