Un Muerto con Anteojos

José Fernández Bremón


Cuento


—¿En qué distingue usted a los cuerdos de los locos? —preguntaba una vez a un alienista.

Y el profesor me contestó sonriendo:

—En que unos hacen locuras y otros no.

El vulgo es quien declara locos a los que no puede aguantar: el médico confirma su fallo y los encierra. Pero hay locos benignos para quienes jamás se llama al médico: pasan por personas extravagantes y graciosas, a quienes se utiliza en lo que tienen de sensatos, y cuyas rarezas nos distraen y divierten. El mundo sería muy monótono si sólo tolerase a las gentes juiciosas y formales; pero tiene sus peligros la confusión de los cuerdos y los locos; hay hombre a quien le toca una mujer que parece elegida en el Nuncio de Toledo.


* * *


Hace pocos días ha fallecido en Madrid uno de esos locos tolerados o cuerdos con manías: serio, formal, entendidísimo, al dirigir la contabilidad de una casa de comercio, parecía su imaginación como dislocada algunas veces en lo referente a su persona. ¿Era que se deleitaba en producir la hilaridad en sus amigos, como goza Mariano Fernández cuando al aparecer en las tablas el público se ríe?

Recibí la esquela fúnebre del señor don Ibo R. y vestido de negro me encaminé a la casa mortuoria, por cuya reja, baja y abierta, trepaban con curiosidad niños, hombres y aun mujeres que daban muestras de extraordinario regocijo.

—¡Vaya una ocurrencia! —decían unos—: no he visto cosa igual.

—¡Se han olvidado de quitárselos! —añadían otros.

—Un muerto con anteojos. ¡Ja, ja, ja!

Cuando entré en la casa, no pude menos de sonreír involuntariamente ante el difunto, sobre cuyos ojos cerrados relucián las inútiles gafas; luego dije gravemente a Tomás, el criado, el compañero, el testamentario de don Ibo:

—Esto es un sarcasmo. ¿Cómo ha tenido usted el valor de colocar esos anteojos?

—Ha muerto con ellos —contestó Tomás con respeto—; pero se los hubiera puesto de todos modos para cumplir su postrera voluntad. Las órdenes de los moribundos son sagradas.

—Ésa es una locura...

—Y si sólo hubiera obedecido las órdenes juiciosas de mi amo, ¿hubiera vivido en su compañía tanto tiempo? Yo tengo la religión de la obediencia.

—¿Te ha dejado algo?

—Sí, señor; como no sé leer, me ha dejado su librería y sus papeles. Sus cuadros se los ha dejado a un ciego. Todo lo demás a su nieto...

—¿Nieto? No sabía que tuviera hijos.

—Nunca los ha tenido.

—Entonces, ¿cómo se puede ser abuelo sin haber sido padre?

—Un día me dijo don Ibo: «Tomás, saca en mi nombre un niño de la Inclusa». «Va usted a adoptarlo por hijo?». «No estoy en edad de tener hijos ya: lo adoptaré por nieto; quiero ser abuelo, porque dicen que se quiere más a los nietos que a los hijos».

—Tu amo estaba loco.

—¡Ah!, no señor; más de una vez me lo decía: los que no son locos por fuera lo suelen ser por dentro; y al que no sabe o se determina a hacer locuras, le gusta encontrar quien se las haga. Y las hacía por bondad.

—Recuerda que don Ibo tenía en su sombrero pararrayos...

—Era su único lujo.

—Pero es un lujo que no se permite el monasterio del Escorial. Pues ¿y su convite de boda? Todos estábamos reunidos: el almuerzo en la mesa, y la novia no se presentaba. «Comamos —dijo por fin—, y no esperen a nadie: es la boda más alegre que han presenciado ustedes: boda sin suegra, sin mujer y sin marido, porque me caso mentalmente». Sacaron de comer perdices vivas. «Caballeros —nos dijo—, este plato se presenta así, porque es muy raro, y si las hubiéramos guisado, no sabrían ustedes que son perdices blancas». «¿Habrá liebres también?», preguntó un cazador. «¿Por qué lo decía usted?». «Para ir a casa por mis galgos, por si nos las sirve usted a la carrera».

—Era mi amo muy bromista.

—Las bromas tienen límites.

—Mi amo me decía que un escritor francés había ido una noche al teatro de la ópera con casco de bombero.

—Alfonso Karr necesitaba hacerse célebre.

—Y don Ibo también...

—Acaso tengas razón, y cada cual trata de sobresalir a su manera: muchos locos de los manicomios son, tal vez, celebridades desgraciadas. ¿Por qué tenía don Ibo en aquel cuarto tantas fotografías de mujer?

—Son amigas de su juventud. Me dijo un día que cuando era muchacho coleccionaba señoritas.

—Los convidados van a llegar: quítale las gafas.

—No puede ser: me hizo jurar que le enterrarían de ese modo.

—¿Y cómo explicaba su manía?

—Quería sostener hasta la tumba su tipo y su carácter. «Además —añadía—, se dan casos de personas a quienes entierran vivas: y si yo volviera en mí, no quisiera encontrarme sin las gafas. Por otra parte, deseo que haya cierta jovialidad en el acto de mi entierro: quiero que mi duelo se despida a carcajadas».


Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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